JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Imprescriptibilidad de los delitos de corrupción. El desafío de evitar la impunidad en América Latina
Autor:Bello, Lucas
País:
Argentina
Publicación:Revista Iberoamericana de Derecho Penal y Criminología - Número 3 - Septiembre 2019
Fecha:26-09-2019 Cita:IJ-DCCLXIII-545
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
I. Lineamientos generales
II. Breves referencias sobre la corrupción: efectos y nuevas dimensiones
III. Imprescriptibilidad de los delitos de corrupción
IV. Imprescriptibilidad: un avance en el desafío de evitar la impunidad en América Latina
V. Conclusiones
Bibliografía
Notas

Imprescriptibilidad de los delitos de corrupción

El desafío de evitar la impunidad en América Latina

Lucas Bello*

I. Lineamientos generales [arriba] 

El sistema de justicia penal, que abarca el conjunto de reacciones sociales contra el crimen y que comprende la elección de los valores sociales dignos de protección penal, los procesos legislativos de incriminación, la determinación de las sanciones y al proceso penal propiamente dicho[1], se encuentra seriamente cuestionado en el plano regional latinoamericano, como instrumento eficaz para dar una respuesta satisfactoria frente a la corrupción que se expande endémicamente por nuestro territorio.

Los estados de la región, sobre los cuales descansa ese sistema de justicia penal, se han caracterizado y diferenciado de los denominados países de primer mundo porque la mayoría de los escándalos de corrupción han naufragado en los mares de la impunidad. Esto no quiere decir que en Europa o en Asia, como en otro continente, no haya corrupción ya que ningún país está exento de ella[2], sino que en el resto del mundo el margen de impunidad -léase, inaplicabilidad de la ley penal- es de menor cuantía[3].

Esa característica, que identifica a los estados latinoamericanos, es consecuencia -en gran medida- de la corrupción institucionalizada que se presenta en la región que, en determinado grado de generalización y sistematización, atenta contra el sistema democrático-republicano y adquiere un carácter prácticamente irreversible, ya que de esa manera la corrupción influye negativamente en los mecanismos establecidos para prevenirla, como así también en los organismos encargados de perseguir y sancionar a los responsables de aquéllas conductas[4].

Además, si bien la potestad de ejercer ese poder punitivo no proviene del propio estado sino de la voluntad popular de sus habitantes, quienes delegan en las instituciones su dominio en miras a obtener protección y preservación de la paz social[5], lo cierto es que el estado es su único titular, lo cual descarta la posibilidad de hacer justicia por mano propia[6] y resigna a los ciudadanos a obtener respuestas penales por las vías institucionales establecidas.

En ese contexto, los problemas aparecen a partir de las dificultades que acarrea investigar al poder, por intermedio de sistemas judiciales que avalan y permiten los actos corruptos que, en definitiva, debieran controlar y sancionar[7]. Es así que, en ese marco, se presenta una seria contradicción: es el Estado el que tiene que perseguir y sancionar al propio Estado, más precisamente a aquéllos que ejercen los cargos públicos y desempeñan funciones estatales de manera irregular y criminal.

La situación se agrava, en el marco de esa paradoja, cuando el Estado, o mejor dicho quienes lo representan, pretenden beneficiarse y desligarse de responsabilidad penal por intermedio de circunstancias que de ninguna manera representan el interés general de la sociedad en reprimir esta clase de conductas. En efecto, un interés político menor es capaz de lograr que los sujetos involucrados en hechos de corrupción se beneficien por intermedio de indultos, amnistías y prescripciones, lo cual deriva lisa y llanamente en una forma de proteger la impunidad[8].

De todas maneras, sin quitarle importancia a la amnistía y al indulto, que configuran una especie de perdón institucional por los delitos cometidos y han tenido incidencia en delitos de lesa humanidad a lo largo y ancho del continente latinoamericano, en materia de corrupción, la prescripción ha tenido un rol preponderante.

La prescripción, por su parte, configura un límite al ejercicio del poder punitivo del Estado y resulta operativa por el mero transcurso del tiempo. La prolongada, excesiva e injustificada duración de las investigaciones vinculadas a la corrupción permite que esa causal de extinción de la pretensión punitiva sea la más frecuente[9], con un costo político mínimo para aquéllos que se benefician de dicha circunstancia y un alto costo para la sociedad en términos de impunidad.

Respecto a los costos aludidos, las consecuencias políticas son leves ya que la prescripción, al operar de pleno derecho por el mero transcurso del tiempo y ser declarada por el sistema judicial, no requiere de una ley o un decreto presidencial, como si lo exigen la amnistía y el indulto, respectivamente; mientras que, con relación a la sociedad, los resultados de impunidad fomentan “la aparición de un imaginario social donde todo está permitido”[10], la percepción de un sistema judicial inactivo frente a los casos de corrupción en el Estado[11] y, en definitiva, la deslegitimación de las instituciones sobre las cuales descansa el sistema democrático y republicano de gobierno mayoritariamente adoptado en nuestra región.

Ante ese contexto, en el cual imperan la corrupción y la inaplicabilidad de la ley penal por el transcurso del tiempo, con las catastróficas consecuencias que ello acarrea, distintos países latinoamericanos han incorporado a sus ordenamientos jurídicos clausulas específicas que establecen la imprescriptibilidad de esa clase de delitos, como una medida excepcional para evitar que tales casos, de extrema gravitación, se mantengan impunes. De otro lado, existen interpretaciones jurisprudenciales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que podrían justificar dicha decisión por vía convencional: una de ellas al considerar que la corrupción podría acarrear graves violaciones a los derechos humanos y la otra al interpretar a dicho fenómeno, bajo determinadas circunstancias, como un delito de lesa humanidad y, por ende, imprescriptible.

La consecuencia de esas decisiones, legislativas y jurisprudenciales, traen aparejado un mensaje contundente: las personas que incurran en delitos de corrupción podrán ser perseguidos y sancionados penalmente de forma indeterminada, de modo que el transcurso del tiempo o las demoras en el sometimiento de aquéllos a juicio no podrá garantizar su impunidad[12].

Entonces, en el marco descripto precedentemente, se realizarán breves referencias en torno a la corrupción, sus efectos y nuevas dimensiones, para luego analizar la normativa de distintos países latinoamericanos que se han inclinado por la imprescriptibilidad de los delitos que abarcan dicho fenómeno y las interpretaciones jurisprudenciales y convencionales que se orientan en ese sentido y, finalmente, determinar si la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción implica un avance -o no- en el desafío de evitar la impunidad en américa latina.

II. Breves referencias sobre la corrupción: efectos y nuevas dimensiones [arriba] 

La corrupción es, posiblemente, el fenómeno criminal más antiguo desde la existencia de la vida en sociedad y más extenso a nivel global. De hecho, su origen se remonta a la génesis del poder mismo[13] y su ámbito de injerencia se ha expandido a lo largo y a lo ancho de todo el territorio mundial, de modo que ningún país está exento de corrupción[14].

No obstante ello, no existe a nivel internacional una definición unívoca de la corrupción. Una primera aproximación, permite considerar que la corrupción es la práctica que se desarrolla en las organizaciones, especialmente públicas, consistente en la utilización de las funciones y medios de aquéllas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores[15]. Sin embargo, la aparición de escándalos vinculados a la corrupción en las esferas más altas del poder político de la región latinoamericana y su repercusión incesante en los medios de comunicación[16], ha permitido a las distintas sociedades comprender, en términos generales, dicho fenómeno. De esa manera, en el ámbito social, suele vincularse a la corrupción con prácticas ilegales e inmorales de los funcionarios públicos que, abusando de su posición y su autoridad, se enriquecen con dinero del Estado.

En el ámbito académico, se ha señalado que la corrupción consiste en un abuso de la autoridad pública en beneficio propio del funcionario y de forma desviada del interés general[17], lo cual se ajusta en gran medida con el imaginario social pues, en definitiva, los distintos sectores coinciden en que la corrupción, a grandes rasgos, se vincula al aprovechamiento privado de lo público.

No obstante ello, existe una cuestión sumamente relevante a la que, en ambos ámbitos, no se le otorga la trascendencia y magnitud que merece. Estoy hablando, en este caso, de los efectos de la corrupción. Es así que, en el inconsciente colectivo, reina la idea de que los delitos de sangre resultan más graves que aquéllos vinculados a los delitos económicos y al crimen organizado, los cuales en su conjunto son abarcados por la corrupción, por su modo de constatación e impacto. Ello se debe a lo siguiente: los delitos de sangre, como el homicidio o las lesiones, como así también aquéllos que atentan contra la integridad sexual, conllevan un impacto directo en una o varias víctimas individualizadas y el daño causado es empíricamente constatable, mientras que, en la corrupción y los delitos inherentes a aquélla, el resultado extremadamente lesivo no es inmediato, sino que se difiere en el tiempo y, además, atenta contra un número indeterminado de víctimas, resultando casi imposible -por su extensión- calcular el daño producido, sin perjuicio de lo cual, esta última clase de delitos, se lleva más vidas que los delitos contra la vida[18].

Enérgicamente se pronunció Navanethem Pillay, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, al referir categóricamente que “la corrupción mata”[19]. Esa afirmación, en un primer momento, puede parecer exagerada. Sin embargo, ejemplos concretos pueden ayudar a comprenderla y a reafirmar que, tanto por vía directa o indirecta, la corrupción atenta contra la vida de las personas. Las muertes provocadas por el hambre, accidentes de tránsito y a partir de la contracción de enfermedades por falta de atención sanitaria, cuando hubo un desvío de los fondos públicos que originalmente estaban destinados a ayuda social, obras viales y sanitarias con motivo de la corrupción, tienen como uno de sus motivos dicho fenómeno.

En la mayoría de estos casos, en los que la corrupción tiene relevancia, dicho fenómeno incide de modo indirecto en el resultado lesivo y su trascendencia en el nexo causal aparece difuso, generando una aparente falta de responsabilidad en quienes son parte de esas prácticas. Sin embargo, no puede obviarse la incidencia de la corrupción en determinados hechos, ya que aquélla configura una forma de violencia estructural que, sigilosamente y de forma prácticamente invisible e impalpable, atenta contra la ciudadanía en general, de un modo más dañino que la violencia física[20].

Esa violencia estructural, también es definida como “el conjunto de los obstáculos físicos y organizativos evitables que en las relaciones estructurales impiden a las personas satisfacer sus necesidades básicas o alcanzar su verdadero potencial”[21] y permite explicar los efectos negativos que tiene la corrupción en orden a otros derechos fundamentales de las personas.

La vida política y las decisiones de quienes forman parte de aquélla, deben necesariamente orientarse al bien común de la sociedad -entendido como aquél que reúne el bien de los particulares y a su vez el de aquéllos en conjunto- y los actos de corrupción no hacen más que despreciar esa finalidad. La satisfacción de las necesidades básicas, como aquélla de alimentarse, de acceder a una vivienda digna y a servicio de sanidad, entre otras, conforman el punto de partida para la consecución del bienestar general y el desvío de los fondos destinados a cubrir esas necesidades configuran un obstáculo, por demás evitable, para el desarrollo personal y colectivo de los integrantes de la sociedad.

Las naciones latinoamericanas no encuentran, en sus convenciones internacionales, menciones específicas que vinculen a la corrupción con efectos negativos en torno a los derechos económicos, sociales y culturales de las personas, mientras que en el plano europeo y africano, las convenciones establecen que la corrupción configura, indefectiblemente, un obstáculo para la vigencia de los derechos humanos[22]. Está claro, sin embargo, que los efectos de la corrupción no difieren en ese conjunto de territorios, siendo que la afectación a los derechos humanos como producto de ese fenómeno está explícitamente expuesto en Latinoamérica; en efecto, la pobreza extrema, el hambre y por sobre todas las cosas, la indiscutida desigualdad existente entre los ciudadanos -poderosos y marginados-, resultan circunstancias inherentes a la corrupción sistémica e institucionalizada que reina en el territorio.

Esos efectos y consecuencias devastadoras recaen principalmente en los sectores más vulnerables de la sociedad que dependen, en mayor medida, de la acción y gasto social del estado en materia de sanidad, educación y asistencia, entre otras, que se ven afectadas y disminuidas por la corrupción. De esa manera, la desigualdad entre los poderosos y los más vulnerables se acrecienta[23], al punto de condenar a la marginalidad a un sector de la población.

En el plano institucional del estado, los efectos también son corrosivos y recaen principalmente sobre las instituciones políticas, los sistemas de gobierno y la economía de los países[24]. La integración de las instituciones, por parte de personas que transitan en la clandestinidad y abusan de su posición para enriquecerse ilegítimamente, genera una conciencia social de desconfianza en la administración pública, como así también de crisis en la legitimidad del sistema político. La visualización de que el poder delegado en las autoridades, que debe orientarse al bien común, es utilizado para beneficio personal de sus gestores, no puede causar una sensación distinta.

Lógicamente, ese beneficio espurio de los gestores de la administración no es gratuito y es afrontado por las arcas del Estado, generando un perjuicio económico para las mismas. Pero, de igual importancia, son los efectos corrosivos que se producen en el mercado y en la economía en general, al instaurar prácticas monopólicas y discrecionales, que desalientan indudablemente la inversión extranjera.

Entonces, la corrupción tiene consecuencias sociales, políticas y económicas que derivan, indefectiblemente, de las prácticas de los funcionarios criminales que utilizan el poder y las instituciones para enriquecerse, atentando contra las arcas del estado y, consecuentemente, contra las personas que directa o indirectamente se ven afectados por tales conductas.

No puede obviarse, además, que la corrupción: a) es un factor indispensable para la criminalidad organizada, entendida como una modalidad delictiva que requiere la asociación permanente y habitual de personas con la finalidad de cometer delitos especialmente graves que atentan contra los aspectos más esenciales de la convivencia social y obtener, como consecuencia de ello, un beneficio económico[25]; b) en su máxima expresión, en la que se encuentran involucrados los funcionarios de mayor jerarquía de los estados, configura una expresión del fenómeno referido precedentemente[26] y c) se encuentra íntimamente ligada, a su vez, con la delincuencia económica[27] y al lavado de activos, que configura el medio para que los corruptos puedan gozar del producto de sus actividades criminales[28].

De allí que puede concluirse que la corrupción ha alcanzado, en los tiempos que corren, una nueva dimensión en cuanto a las estructuras de su organización, la expansión de sus ámbitos de ejecución, sus modalidades comisivas y su grado de afectación a diversos bienes jurídicos.

En ese contexto, las conductas vinculadas a la corrupción, tipificados como delitos en los distintos ordenamientos jurídicos bajo las figuras de “cohecho”, “malversación de caudales públicos”, “prevaricación” y “tráfico de influencias”, entre otras, reunidas en los códigos modernos bajo un título que por lo general se denomina “Delitos contra la administración pública”, no expresan la tutela de los bienes jurídicos que tales conductas tienden a vulnerar. Se produce, de esa manera, un fraude de etiquetas: no existe una exacta correspondencia entre el bien jurídico tutelado, expresado por el título, y aquéllos vulnerados por las acciones delictivas allí comprendidas.

En efecto, la tradicional postura de que los delitos comprendidos en ese título tienden a resguardar la regularidad funcional de los órganos del Estado[29] frente a los abusos de quienes ejercen la función pública y a los atentados de los terceros contra aquélla[30] no abarca, en la actualidad, el impacto de los delitos de corrupción en bienes jurídicos de igual o mayor jerarquía. Ello, no implica dejar de considerar, en términos generales, a la administración pública como afectada de esa clase de delitos, sino en contemplar que la corrupción ha adquirido nuevas dimensiones e implica un atentado contra el sistema democrático y sus instituciones, la división de poderes que caracterizan a un gobierno republicano, el orden económico y la sociedad en general.

III. Imprescriptibilidad de los delitos de corrupción [arriba] 

1. Iniciativas internacionales y normativa latinoamericana

La comunidad internacional e interamericana, consciente de esos efectos[31], ha establecido por vía convencional la obligación de los Estados Parte de implementar los mecanismos necesarios para investigar, juzgar y sancionar los delitos de corrupción.

La Convención Interamericana contra la Corrupción (Caracas, 1996) y la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (Mérida, 2003) establecen, en ese sentido, el deber de tipificar determinados delitos, fortalecer los canales de asistencia y cooperación, como así también de proceder al recupero de activos de procedencia ilícita, entre otras iniciativas, con el objeto de perseguir las finalidades allí descriptas[32].

En lo que atañe al transcurso del tiempo, como un factor dirimente que circunscribe a un determinado plazo el ejercicio del poder punitivo del Estado, únicamente la convención surgida en el ámbito de Naciones Unidas establece que: “Cada Estado Parte establecerá, cuando proceda, con arreglo a su derecho interno, un plazo de prescripción amplio para iniciar procesos por cualesquiera de los delitos tipificados con arreglo a la presente Convención y establecerá un plazo mayor o interrumpirá la prescripción cuando el presunto delincuente haya eludido la administración de la justicia”[33]. Está claro que dicha norma no consagra la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, sin perjuicio de lo cual admite un régimen diferenciado del instituto de la prescripción en esa materia y faculta a los Estados a regularlo de conformidad a su derecho interno.

En esa línea, en sus respectivos ordenamientos jurídicos internos y como mecanismo para enfrentar el fenómeno de la corrupción, distintos países latinoamericanos se orientaron a consagrar la imprescriptibilidad de esa clase de delitos, de modo que el mero transcurso del tiempo no garantice la impunidad de sus responsables y el estado pueda ejercer sus facultades punitivas sin límites temporales.

En efecto, en la Constitución de la República del Ecuador, se establece que “Las servidoras o servidores públicos y los delegados o representantes a los cuerpos colegiados de las instituciones del Estado, estarán sujetos a las sanciones establecidas por delitos de peculado, cohecho, concusión y enriquecimiento ilícito” y que la acción penal, como las penas, serán imprescriptibles, incluso respecto a quienes participen en dichas conductas y no revistan las calidades antes indicadas[34]. De allí, se observa que la imprescriptibilidad recae, única y exclusivamente, sobre los delitos taxativamente contemplados y se extiende respecto a la totalidad de las personas intervinientes en aquéllos.

Asimismo, en el caso de la República Bolivariana de Venezuela, su Constitución establece que “No prescribirán las acciones judiciales dirigidas a sancionar los delitos… contra el patrimonio público…”[35]. Dichos delitos, en términos generales, se corresponden con aquéllos a los que tradicionalmente se ha catalogado como delitos de corrupción y, en aquéllos, pueden resultar intervinientes funcionarios públicos como particulares[36].

Por su parte, el texto constitucional del Estado Plurinacional de Bolivia señala que “Los delitos cometidos por servidores públicos que atenten contra el patrimonio del Estado y causen grave daño económico, son imprescriptibles y no admiten régimen de inmunidad”[37]. La particularidad de esta norma es que la imprescriptibilidad alcanza únicamente a los funcionarios públicos y requiere, asimismo, la existencia de un grave daño económico.

En el caso de la República del Perú, recientes reformas en el texto constitucional establecieron que “el plazo de prescripción de la acción penal se duplica en caso de los delitos cometidos contra la Administración Pública o el patrimonio del Estado, tanto para los funcionarios o servidores públicos como para los particulares” y que la acción penal será imprescriptible “en los supuestos más graves”[38]. Debe entenderse, pese a su difusa redacción, que los supuestos alcanzados por la imprescriptibilidad son aquellos delitos de corrupción que por su impacto, extensión o sistematización, acarrean efectos sumamente corrosivos en el sistema democrático y en la sociedad en general.

Por último, la Constitución de la República Argentina establece la imprescriptibilidad de los delitos dolosos graves contra el Estado, que conlleven enriquecimiento, por considerarlos un atentado contra el sistema democrático[39]. Sin embargo, esa postura que consagra la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, fue objeto de críticas fundadas en una interpretación distinta, que supone que tal consecuencia no es extensiva a esos delitos, sino únicamente a aquéllos que hubiesen tomado parte de un golpe de estado y a quienes hubiesen usurpado el poder luego del mismo[40]. Esas antagónicas posturas son adoptadas a partir de diferentes interpretaciones del texto constitucional, cuyo norte deberá fijar la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina, como máxima intérprete de la Constitución de ese país[41].

Las normas mencionadas, aunque con diversos matices que las diferencian en torno al alcance de la imprescriptibilidad con relación a delitos, personas intervinientes y extensión del daño causado, tienen una misma finalidad: la inaplicabilidad del instituto de la prescripción en materia de corrupción.

Es sabido que la prescripción, con independencia de las distintas teorías que se han postulado respecto a sus fundamentos, configura un instrumento que tiene por objeto limitar el ejercicio del poder punitivo del estado y permitir la concreción del derecho a que el procedimiento penal culmine en un plazo razonable[42]. Dicho instituto se apoya, a su vez, en la regla general que establece que no resulta admisible que el Estado ostente la posibilidad de ejercer in eternum el poder punitivo.

Sin embargo, la comunidad internacional y los países latinoamericanos antes aludidos, a partir del Estatuto de Roma y la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad, han admitido excepciones al instituto de prescripción en los delitos considerados más graves. En esa misma línea, en Ecuador, Venezuela, Bolivia, Perú y Argentina, el fenómeno de la corrupción integra ese selecto conjunto de delitos, sobre los cuales no cabe aplicar el instituto de la prescripción.

2. Especial relevancia a la intervención de agentes estatales

Ha quedado plasmado que las disposiciones del ordenamiento jurídico interno de Ecuador, Venezuela, Bolivia, Perú y Argentina presentan distintos matices en orden al alcance y ámbito de aplicación de la imprescriptibilidad en materia de corrupción. Sin embargo, en todos los casos, se observa un aspecto coincidente: la especial relevancia a la intervención de agentes estatales. En efecto, en lo que atañe a las personas sobre las cuales recae dicho instituto, la figura inamovible es la del funcionario público, más allá de que en algunos casos se incluya a los particulares que interviniesen en los hechos de corrupción.

En primer lugar, debe destacarse que, en la actualidad, la condición de funcionario público recae sobre las personas que desempeñan funciones de trascendencia pública[43] en el seno de una estructura estatal, vinculadas principalmente a la administración de bienes y servicios públicos, desde su más amplia concepción. En cuanto sus funciones se dirigen a perseguir intereses privados y se apartan de los intereses públicos, sus conductas resultan idóneas -en el caso de encontrarse tipificadas- de configurar delitos de corrupción, de modo que la intervención del funcionario público resulta indispensable.

Esa calidad de funcionario, sumada a su actuación ilegal desde las estructuras del Estado y a la indeterminación de víctimas de tales delitos, son aspectos objetivos que desde el punto de vista práctico-político justifican la imprescriptibilidad de los hechos de corrupción[44].

En ese sentido, la realidad enseña que los autores de esa clase de delitos, particularmente los funcionarios públicos, suelen ostentar, o en su defecto retener, “lazos de poder” que impiden o en el mejor de los casos obstaculizan el inicio o avance de las investigaciones judiciales.

Además, nunca debe perderse de vista que los intervinientes en grandes hechos de corrupción o en sistemas de corrupción institucionalizados, llevan a cabo su actividad delictiva al amparo de las estructuras de poder y no resulta poco frecuente la consumación de maniobras en connivencia con distintos poderes del estado, personal de las fuerzas de seguridad, magistrados del poder judicial y/o titulares de diversos organismos de control, entre otras dependencias, lo cual posibilita un ámbito propicio para garantizar la impunidad, desde los estratos más elevados[45].

A ello debe agregarse que los delitos de corrupción, no tiene víctimas individualizadas o determinadas, lo cual a su vez atenta contra la posibilidad de los afectados -generalmente de un modo difuso e indirecto- puedan impulsar el proceso penal.

Esas circunstancias en su conjunto grafican la paradoja en la que el Estado se encuentra obligado a investigar la corrupción, a partir de sus mecanismos captados por aquélla y por quienes a su vez ostentan poder para inhibir tales procedimientos y mantenerse en el olimpo de la impunidad. En definitiva, los delitos de corrupción reflejan una situación distinta y compleja que los diferencia del resto de delitos y es configurada, nada más ni nada menos, que por la esencial intervención de los agentes estatales, capaces de neutralizar los mecanismos del estado que tienden a prevenir, neutralizar y sancionar las conductas vinculadas a ese fenómeno.

Resulta razonable, desde ese punto de vista, que no sean oponibles las disposiciones previstas para la prescripción en materia de corrupción, en beneficio de las personas que justamente impiden, sea por poder o predisposición de los órganos del estado a su favor, el accionar de los organismos del estado, entre ellos el poder judicial.

En ese sentido, se ha dicho que “las razones que fundamentan la extinción de la acción penal por prescripción de los delitos en los que el Estado no ha podido investigar y sancionar eficazmente a sus eventuales responsables en un tiempo prudencial, resultan incompatibles -al menos- con aquellos casos en que los delitos fueron cometidos por quienes justamente pertenecen a ese sistema que fracasó en su persecución, esto es, a los funcionarios públicos”[46].

3. Inaplicabilidad de las normas de prescripción por graves violaciones a los derechos humanos

De forma independiente a las normas de carácter interno antes mencionadas, cabe destacar que distintos países latinoamericanos, entre los cuales se destacan Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela, entre otros, se han adherido a la Convención Interamericana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica)[47], que configura una de las bases del sistema interamericano de promoción y protección de los derechos humanos.

En ese acuerdo, con el objeto de consolidar un régimen de libertad personal y de justicia social, se instrumentó la protección internacional de los derechos esenciales del hombre de modo coadyuvante o complementario al ofrecido por el derecho interno de los Estados Parte, en la perspectiva de que la realización del ideal del ser humano libre solo resulta posible “si se crean condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como sus derechos civiles y políticos”[48]. En definitiva, los estados deben garantizar efectivamente la vigencia de los derechos humanos en sus jurisdicciones, como así también el libre y pleno ejercicio de aquéllos.

A su vez, como institución judicial autónoma encargada de la aplicación e interpretación de dicha convención, se ha designado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, la Corte)[49]. Esa institución, es la última intérprete de la Convención Americana de Derechos Humanos (en adelante, la Convención) y sus decisiones tendientes a velar por el cumplimiento de las obligaciones, deberes y compromisos asumidos, principalmente en resguardo de los derechos esenciales, son obligatorias para los Estados Parte[50].

En ese marco institucional, la reiterada jurisprudencia de la Corte ha establecido que resultan inadmisibles las disposiciones o mecanismos de derecho interno que impliquen un impedimento para investigar, juzgar y sancionar a los responsables de violaciones a derechos humanos[51]. Entre esos mecanismos, además del indulto y la amnistía, se encuentra la prescripción. Este último instituto, entonces, no es operativo ni resulta un obstáculo para proseguir las investigaciones y eventualmente sancionar a los responsables de delitos que atenten gravemente contra derechos consagrados en la Convención.

El fallo más paradigmático en ese sentido, probablemente, sea aquél dictado en el caso “Bulacio”[52]. El citado caso, a resumidas cuentas, se inició por una demanda interpuesta por la familia de Walter Bulacio como consecuencia de la muerte del nombrado quien, de forma previa a ese suceso fatal, fue detenido en el marco de detenciones masivas efectuadas por la Policía Federal Argentina y trasladado a una comisaría de esa fuerza, donde recibió una golpiza por parte del personal policial. Luego de ello, el nombrado Bulacio fue trasladado a un hospital público donde le detectaron un traumatismo de cráneo y, días más tarde, se produjo su muerte.

La investigación de la referida muerte fue defectuosa y, por sobre todas las cosas, se extendió injustificadamente en el tiempo -entre declaraciones de incompetencias, recursos en diversas instancias y planteos de nulidad, entre otros actos procesales-, de modo que los imputados se beneficiaron con la declaración de prescripción de la acción penal y ninguna persona fue, por ende, declarada responsable de tal suceso. De esa manera, hechos en los cuales se habían violado derechos humanos esenciales y previstos en la Convención, como el derecho a la vida y a la libertad, quedaron momentáneamente impunes por dilaciones estatales en el procedimiento penal, atentando a su vez contra el derecho de los familiares de la víctima a un recurso judicial efectivo.

En oportunidad de expedirse, la Corte remarcó el deber estatal de garantizar el libre y pleno ejercicio de derechos esenciales, la obligación del Estado de investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones de derechos humanos y la importancia de que esa investigación sea cumplida de una forma efectiva[53].

Asimismo, dicha institución puso de relieve la importancia del derecho a la tutela judicial efectiva, que exige una adecuada intervención de los jueces, sin dilaciones que conduzcan a la impunidad y por ende a la indebida protección de derechos humanos. Esa protección judicial es un derecho consagrado por la Convención (artículo 25) y, según la corte, aquél no puede ser coartado por disposiciones de ordenamiento interno -como la prescripción- cuando se trata de graves violaciones a los derechos humanos, de modo de que las víctimas ni la sociedad en general sean sustraídas del derecho a dicha protección[54].

La línea jurisprudencial trazada por la Corte sugiere, a los fines de estas líneas, determinar si la corrupción trae aparejada graves violaciones a los derechos humanos para, eventualmente, considerar la inaplicabilidad de las normas de prescripción en los casos en que se investigan conductas delictivas vinculadas a dicho fenómeno.

Al respecto, cabe señalar que la estrecha relación entre el desprecio a los derechos humanos y la corrupción de los gobernantes es reconocida desde antaño por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en el año 1789 por la Asamblea Nacional Constituyente francesa[55]. Los tratados internacionales sobre la corrupción, sin embargo, no establecen -en principio- dicha relación directa en sus normas[56], no obstante lo cual cabe afirmar que las nuevas dimensiones de la corrupción no solo suponen un desprecio a los derechos humanos sino que también, en algunos casos, una flagrante violación a los mismos.

Al tratar los efectos de la corrupción, se indicó que la corrupción mata y esa afirmación no se encuentra desprovista de fundamento empírico. El derecho a la vida, de primerísima generación, recibió fuertes embates a nivel mundial como consecuencia de la corrupción y la región latinoamericana no es la excepción. La mal denominada “tragedia de once” en Argentina y el caso “IGSS-PISA” en Guatemala, entre otros sucesos aberrantes en nuestro continente, son una muestra de ello.

En el caso argentino, la investigación por la muerte de 51 personas producto de la colisión de un tren -justamente en la estación de la localidad de Once, ciudad de Buenos Aires- dejó en evidencia una millonaria defraudación al Estado, por parte de funcionarios de alto rango y de empresarios particulares, en orden al mantenimiento de los trenes, como así también una corrupción estructurada y sistémica encarnada en el servicio de transporte público, que resultó determinante en ese dramático suceso[57].

En el caso de Guatemala, el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) habría direccionado, fraudulentamente, una millonaria licitación a favor de la empresa “Pisa” adjudicándole los tratamientos de “diálisis peritoneal continua ambulatoria” para pacientes con insuficiencia renal, pese a no contar con las instalaciones y especialistas necesarios. A partir de esas deficiencias en el servicio, que hasta entonces había sido llevado a cabo ininterrumpidamente por seis años por una empresa multinacional, se produjeron diversas muertes (aproximadamente 50) y se destapó uno de los mayores escándalos de corrupción en la historia de Guatemala y sin dudas el más letal, que involucró a funcionarios y empresarios que a la postre fueron condenados[58].

No deben obviarse, en el mismo sentido, las declaraciones efectuadas por el fundador de Transparency International, Profesor Peter Eigen, en relación a la estrecha vinculación entre las muertes producidas en África como consecuencia del virus “VIH SIDA” y los extremadamente altos niveles de corrupción que azotan la región, como un factor determinante[59].

En todos esos casos, se advierte cómo el fenómeno de la corrupción puede traer aparejado un impacto directo en el derecho humano más elemental de las personas que es aquél relacionado a la vida.

Las consecuencias lesivas que se desprenden de los casos de Argentina y Guatemala -en resumidas cuentas, fallecimientos con motivo de hechos de corrupción- se presentan de un modo directo, tangible y con víctimas individualizadas, pero esa expresión es generalmente la excepción. En efecto, lo más frecuente es que las consecuencias letales de la corrupción aparezcan de modo indirecto e intangible -características propias de la violencia estructural- y sin identificar a las víctimas o su real impacto sobre ellas, siendo esto último lo que motivó que dicho fenómeno sea encuadrado dentro de la categoría de los “delitos sin víctimas”[60]. Las personas fallecidas con motivo de la corrupción enquistada en los organismos que administran las obras viales y sanitarias, como la acción social, entre otras prerrogativas del Estado, son igualmente víctimas, aunque no estén individualizadas y no exista un nexo causal visible con las prácticas corruptas letales.

Esa distinción, sin embargo, no trae aparejado un efecto diferente, puesto que de modo directo o indirecto la corrupción tiene en esas dos modalidades el mismo resultado: una grave violación al derecho a la vida de las personas.

Sin llegar a ese extremo, en el cual la corrupción deriva en el suceso sumamente trágico de producir muertes de seres humanos, existen otros efectos sumamente lesivos de la corrupción en la sociedad que tienen la entidad suficiente de ser considerados como graves violaciones a otros derechos fundamentales de sus integrantes. De hecho, dentro de las consecuencias más graves se encuentran la pobreza extrema y la desigualdad, como inherentes a la corrupción.

En ese contexto, resulta imperativo señalar que esas consecuencias, en gran medida, son resultado del desvío de recursos del Estado que deben ser destinados a satisfacer las necesidades básicas de sus habitantes en materia de educación, salud y vivienda y que, por el contrario, son asignados a intereses particulares de los gobernantes, apartados lógicamente del bien común. Tal práctica discrecional, tendiente a otorgar una finalidad distinta a los recursos del Estado, que vulnera indefectiblemente derechos sociales, económicos y culturales de los habitantes del estado al privarlos de dichas prestaciones elementales, pasa a constituirse “en una forma grave de violación de los derechos humanos”[61].

De esa manera, si la plena realización del ser humano libre solo resulta posible si se crean condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, la corrupción es uno de los principales factores que atentan contra esa finalidad, ya que un gobierno impregnado con tal germen es “un violador de los derechos humanos más elementales”[62].

Entonces, la corrupción constituye una grave violación a los derechos humanos y, en consonancia a lo establecido por la Corte, no resultan aplicables las disposiciones de derecho interno, entre ellos la prescripción, que impliquen un obstáculo en la investigación y sanción de los responsables de los delitos comprendidos por ese fenómeno.

Pues subsiste, en los casos en que se compruebe una violación a los derechos humanos producto de la corrupción, el derecho a la tutela judicial efectiva de las víctimas y la sociedad en su conjunto de modo tal que la judicialización y eventual sanción de los responsables opere como un mecanismo de protección de sus derechos más elementales. Una postura distinta, que implique tolerar la inactividad estatal en investigar dichas conductas y que se garantice por ese medio la impunidad, llevaría a considerar al Estado como una institución que, de un modo discrecional y sin costo alguno, dispone sobre el cumplimiento -o no- de las obligaciones asumidas en el marco de la comunidad internacional, lo cual a todas luces aparecería como inaceptable.

De todo lo expuesto, cabe concluir que, por intermedio de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que resulta de aplicación obligatoria por expresa disposición convencional, aparece en el continente latinoamericano una interpretación que implicaría recoger la imprescriptibilidad de los delitos que traigan aparejadas graves violaciones a los derechos fundamentales, como aquéllos vinculados a la corrupción.

Ahora bien, no debe soslayarse que las decisiones de la Corte son obligatorias para los Estados únicamente en el caso concreto y, por ende, no adquieren un carácter general y aplicable analógicamente a casos similares. Sin embargo, por expresa disposición convencional, subsiste la obligación estatal de adoptar las medidas necesarias para evitar violaciones a los derechos humanos y velar por su efectiva tutela judicial, lo cual puede interpretarse como un fundamento de la imprescriptibilidad o de la inaplicabilidad de las normas de prescripción en los delitos de corrupción, que trae aparejadas las mismas consecuencias.

4. Corrupción como posible crimen contra la humanidad

La conclusión de que la corrupción implica una grave violación a los derechos humanos invita a reflexionar sobre la posibilidad de considerar a dicho fenómeno como un delito de lesa humanidad y, por ende, imprescriptible.

La comunidad internacional ha calificado al crimen contra la humanidad como aquél ataque cometido por el Estado, de forma sistemática o generalizada, dirigido contra una sociedad civil y a partir de actos que impliquen “asesinatos”, “exterminio”, “esclavitud”, “tortura”, “desaparición forzada de personas”, “encarcelamiento u otra privación grave de la libertad”, entre otros, como así también “otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física” y le ha otorgado el carácter de imprescriptibles[63].

Es la extrema gravedad de esos delitos y su repercusión en las bases más esenciales de la sociedad la que puede explicar su carácter imprescriptible[64], no solo por la flagrante violación de los derechos humanos sino por su carácter sistemático y su origen en las estructuras estatales de poder. Los cursos lesivos se intensifican cuando la comisión de esos actos inhumanos se lleva a cabo a través y bajo el amparo de esas estructuras del Estado, ya que esa maquinaria, con soberanía sobre determinado territorio, dispone de medios y recursos (económicos y militares, entre otros) para poner en vilo a la sociedad e inhibir la actuación de los órganos encargados de resguardarla. De ese modo, la posición dominante del Estado, la comisión de actos aberrantes y el carácter sistemático de aquéllos son los presupuestos que permiten definir a los delitos de lesa humanidad.

Es cierto que la corrupción no se encuentra expresamente prevista como uno de los actos que deben perpetrarse, se reitera, de un modo sistemático y contra la población civil, para determinar la comisión de un delito de lesa humanidad. Sin embargo, en el plano internacional, más precisamente en el norteamericano, distintos estudios han circunscripto a dicho fenómeno dentro de esa clase de delitos y por ende bajo la jurisdicción de la Corte Penal Internacional.

Uno de los principales argumentos esgrimidos a tales fines emana de la analogía entre el ataque generalizado o sistemático contra la población civil y los delitos de corrupción perpetrados desde las estructuras de poder, con efectos devastadores sobre los ciudadanos[65].

Esa acertada analogía, requiere un análisis de la ubicuidad de los actos de corrupción en aquéllos que deben complementar la sistematicidad o generalización para la delimitación de los delitos de lesa humanidad. La expresión de “otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física” del inciso “k” del artículo 7 del Estatuto de Roma -el cual delimita los crímenes de lesa humanidad- es la llave que abre el paso a dicho análisis.

En ese contexto, cabe analizar si la corrupción es asimilable a actos como la “tortura”, la “privación grave de la libertad” o el “asesinato”, entre otros, para luego determinar si causan -de modo intencionado- los efectos negativos aludidos en las personas. En definitiva, lo que se pretende determinar es si la corrupción tiene entidad suficiente -o no- para integrar el selecto grupo de actos inhumanos referidos en el mencionado Estatuto de Roma.

En primer lugar, resulta necesario hacer referencia a la cualidad que expresa la esencia y naturaleza del ser humano, para posteriormente expresar cuales son los actos que la niegan y que, por ende, adquieren la calidad de actos inhumanos.

La cualidad que consagra plenamente esa expresión, inalienable a la existencia del hombre, es la dignidad humana, la cual configura el presupuesto fundamental del reconocimiento de su condición de persona y la base de todos sus derechos. Esa dignidad humana, adquirida por el solo hecho de ostentar la condición de ser humano, se encuentra conformada por derechos intrínsecos e inalienables a su naturaleza, entre los cuales se encuentran el derecho a la vida, al honor, a la integridad, a la intimidad y a la privacidad, entre muchos otros[66].

El respeto a la dignidad humana es uno de los principios básicos de la convivencia en sociedad e impide que el poder político disponga de facultades o prerrogativas que impliquen desconocer esa cualidad del hombre, que posee por la sola razón de pertenecer a la especie humana.

De allí que pueda decirse que los actos que niegan la dignidad humana y por ende la esencia misma del ser humano, resultan ser actos inhumanos, intolerables en un estado de derecho. La vulneración de esa dignidad aparece con la flagrante violación de los derechos que la integran, por intermedio de actos crueles que niegan los aspectos más esenciales de la humanidad, entre ellos, la tortura, el homicidio y la privación ilegítima de la libertad.

La sistematización y generalización de esa clase de actos, provenientes de las estructuras estatales y dirigidas contra la población civil, configuran delitos de lesa humanidad que atentan contra la dignidad humana, es decir, la propia humanidad.

En consecuencia, según los parámetros establecidos precedentemente, nada impide afirmar que los actos de corrupción, sistematizados, institucionalizados y generalizados, con los efectos corrosivos que traen aparejados, constituyen un conjunto de decisiones crueles que atentan contra aquello que es lo más sagrado de las personas, nada más ni nada menos que su dignidad, y por ende pueden ser calificados como actos inhumanos.

El carácter inhumano de la corrupción se extrae, principalmente, de los efectos devastadores de la corrupción que ya fueran examinados anteriormente -sobre la vida y los derechos fundamentales de las personas- y se expresa de una forma más visible en la extrema pobreza de algunos pueblos de la región que son víctimas de este fenómeno. Esa pobreza extrema, en la que la corrupción tiene un rol dirimente, lesiona grave y violentamente la dignidad del hombre y condena a las personas más vulnerables al olvido, la marginalidad, el sufrimiento y en algunos casos a la muerte.

En ese sentido, se ha expresado que la pobreza lesiona “tan violentamente la dignidad humana como lo hace la tortura, la privación ilegal de la libertad o el homicidio”[67], lo cual deriva de un permanente flagelo sobre los sectores más vulnerables que los somete a una situación de indefensión e insatisfacción de las necesidades básicas, con entidad suficiente para limitar la libertad de las personas, infligir sufrimientos en su integridad física y mental y, en el peor de los casos, atentar contra la propia vida. En efecto, los actos de corrupción implican un cercenamiento de posibilidades en el plano de la libertad individual, un tormento en la integridad de las personas y un factor que, a partir de las nuevas dimensiones del fenómeno que los comprende, es determinante en la vida de las personas.

De ello, se desprende que la corrupción, en determinados grados de sistematización e institucionalización, adquiere un carácter asimilable a los actos inhumanos reconocidos el en Estatuto de Roma, como la tortura, la privación ilegítima de la libertad y el asesinato, entre otros.

Las graves consecuencias sobre la integridad de las personas y la entidad de causar intolerables sufrimientos de la corrupción han quedado expuestas en los párrafos anteriores, pero dichos resultados lesivos requieren, finalmente, de “intencionalidad” para que los actos que integran ese fenómeno, perpetrados sistemáticamente, puedan ser considerados delitos de lesa humanidad.

En lo que aquí interesa, podríamos preguntarnos lo siguiente: Los graves sufrimientos en las personas o los atentados contra su integridad, derivados de la corrupción ¿son causados intencionalmente por aquéllos que intervienen en tales hechos?

La respuesta es afirmativa.

En contra de esa afirmación, podría argumentarse que quienes intervienen en hechos de corrupción no buscan causar daños o sufrimientos en las personas, sino tan solo enriquecerse a costas del estado.

Sin embargo, cabe señalar que, si bien los planes criminales que implican actos de corrupción tienen, en la mayoría de los casos, una finalidad última de enriquecimiento por parte de sus intervinientes, lo cierto es que en el marco de ese plan se adoptan decisiones contra la posible e inminente lesión de diversos bienes jurídicos -desvío de fondos del servicio público de sanidad, educación y acción social, entre otros-, de modo que quien incluye en sus cálculos esos resultados lesivos como posibles y sin que ello disuada su plan, se decide conscientemente -aunque sólo sea para el caso eventual y a menudo en contra de sus propias esperanzas para evitarlo- a favor de esos resultados, y de esa manera los asume en su voluntad[68].

La responsabilidad del gobernante que decide desviar un interés público en uno privado no es ajena a las consecuencias inherentes a dicha decisión. Esas consecuencias, además, no son desconocidas por quienes intervienen en esos actos puesto que su función les permite conocer y tener una dimensión real y empírica de las conductas, máxime si aquéllas son perpetradas de un modo sistemático.

De ese modo, la gran corrupción aparece como un acto sistematizado, generalizado e intencionado, con entidad suficiente para socavar la dignidad humana y generar enormes sufrimientos y tormentos en las personas, como así también atentar contra su integridad, lo cual permite considerar a dicho fenómeno como un acto inhumano que configura un verdadero ataque contra la humanidad y por ende un delito de lesa humanidad.

Sin embargo, la interpretación de que la corrupción configura un delito de lesa humanidad debe ser estrictamente restrictiva y limitarse a aquellos casos en que, efectivamente, las violaciones a los derechos humanos alcanzan niveles intolerables y emanan directamente de un plan sistemático y organizado cuya finalidad, directa, indirecta o eventual, es atentar contra la ciudadanía en general. De lo contrario, en el caso de establecer un criterio amplio, se correría el riesgo de que otras conductas, aunque sumamente graves, ingresen en la categoría de lesa humanidad, sin llegar a serlo, lo cual desnaturalizaría los fines de esa categorización.

5. Breves referencias con relación a su perspectiva desde los fundamentos de la prescripción

A partir de las distintas apreciaciones que han sido efectuadas, se ha dado cuenta de los diferentes matices que motivan la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, con referencia a la especial relevancia de la intervención de agentes estatales, las graves violaciones a los derechos humanos y la posibilidad de la corrupción de configurar un crimen contra la humanidad.

Esas circunstancias configuran presupuestos objetivos, de connotación empírica, que fundamentan desde el plano práctico-político la imprescriptibilidad de dichos delitos. Aunado a ello, los propios fundamentos de la prescripción brindan una perspectiva que justifica la inaplicabilidad de dicho instituto en los casos de corrupción y otorgan legitimidad jurídica a su carácter imprescriptible.

En ese sentido, corresponde señalar que, desde antaño, se ha indicado que con el transcurso del tiempo se pierde el interés estatal en la persecución del delito[69]. Esa postura, parecería tener una adecuación sólida únicamente en los delitos que no involucran a aquellos cometidos desde las estructuras del estado, puesto que resultaría cuanto menos paradójico que el estado pierda interés en sancionar las conductas que se producen desde y contra el mismo estado. Por otra parte, el interés de sancionar las conductas vinculadas a la corrupción emana, asimismo, de la ciudadanía en general que delega las funciones vinculadas al poder punitivo en el estado y precisa, a partir de sus mecanismos, una respuesta eficaz que vele por el pleno ejercicio de sus derechos, que se ven seriamente afectados por tales actos.

Asimismo, se ha considerado que el fundamento de la prescripción radica en que el transcurso de largos períodos de tiempo presupone la falta de lesividad de los sucesos delictivos, al señalar que “los acontecimientos que ya forman parte del pasado no ponen en peligro el modelo social vigente y, por tanto, carecen de contenido lesivo que justifique su sanción”[70]. Esa interesante posición, sin embargo, no puede ajustarse a los hechos de corrupción. En efecto, particularmente en los hechos de corrupción, la inaplicabilidad de eventuales sanciones penales por el mero transcurso del tiempo fomenta la impunidad de conductas perpetradas en el seno de las estructuras estatales y ponen en vilo la legitimidad y credibilidad en las instituciones, como al sistema democrático y republicano en general, por lo cual no puede hablarse de la inexistencia de contenido lesivo que justifique su sanción. La impunidad en los hechos de corrupción incrementa exponencialmente los efectos de ésta y claramente el paso del tiempo, y la impunidad como consecuencia de ello, no refleja la inexistencia de peligro social y de contenido lesivo de tales conductas.

En la perspectiva procesal, no puede erguirse que el transcurso del tiempo impide garantizar el contenido de justicia e implica una dificultad en la obtención de pruebas y elementos que permitan arribar a una decisión judicial correcta, ya que los propios ordenamientos jurídicos prevén herramientas necesarias para evitar incurrir en esas deficiencias (reglas atinentes a la valoración de la prueba e institutos como el “in dubio pro reo”, entre otros)[71].

En consecuencia, al no poder hablarse de olvido, desinterés, falta de necesidad de pena o ineficacia de las decisiones judiciales por el transcurso del tiempo, en lo que atañe a la corrupción, aparece como ajustado considerar a la seguridad jurídica como el fundamento de la prescripción. En relación a esto último, se ha señalado que “su fundamentación radica, pues, más en razones de seguridad jurídica, que en consideraciones de estricta justicia material” y que “se trata de impedir el ejercicio del poder punitivo, una vez que han transcurrido determinados plazos a partir de la comisión del delito o del pronunciamiento de la condena, sin haberse cumplido la sanción”[72].

Desde esa perspectiva, cabe entender a la seguridad jurídica como fundamento de la prescripción, en cuanto que la persona sindicada como autor de un delito conoce ciertamente los plazos en los cuales el estado puede ejercer sus facultades punitivas.

Esa noción de seguridad jurídica, que recae sobre los ciudadanos y configura el fundamento de la prescripción, no se ve afectada en los casos en que por intermedio del ordenamiento jurídico interno o convencional se haga expresa mención al carácter imprescriptible de determinados delitos, como los de corrupción. En efecto, dichas personas tendrán la seguridad jurídica de que, en caso de incurrir en delitos de corrupción, podrán ser investigados sin limitaciones temporales.

IV. Imprescriptibilidad: un avance en el desafío de evitar la impunidad en América Latina [arriba] 

Al inicio de estas líneas, se indicaron los efectos extremadamente lesivos que genera la impunidad, particularmente cuando aquélla reina en los casos de corrupción, en cuanto a que fomenta la aparición de un imaginario social donde todo está permitido, la percepción de un sistema judicial inactivo frente a ese fenómeno y, en definitiva, la deslegitimación de las instituciones sobre las cuales descansa el sistema democrático y republicano de gobierno.

En ese sentido, cabe señalar que el mayor impacto de la impunidad recae sobre el conjunto de ciudadanos y la causa más común se configura cuando aquéllos conocen tanto las actividades ilícitas como sus partícipes y, sin embargo, nadie resulta penalmente responsable, sea por cuestiones políticas o por corrupción judicial. Esa circunstancia hiere la sensibilidad social, cuando sus integrantes advierten que las sanciones penales se aplican selectivamente y, muy excepcionalmente, a la clase política[73].

De esa manera, se advierte que, en los casos en que la criminalidad proviene de los ámbitos de poder, la inaplicabilidad de la ley penal puede agravar considerablemente los efectos nocivos en la sociedad. El gran problema, además, es que “la impunidad propicia la repetición crónica de las violaciones de derechos humanos y la total indefensión de las víctimas y de sus familiares”[74].

Entonces, ante ese contexto dramático en el cual se observa un tipo de criminalidad sumamente ofensivo, caracterizado por una escasa sanción penal en el continente latinoamericano, aparece la herramienta de la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción que añora uno de sus principales fundamentos: evitar la impunidad.

Así, la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción se entiende a partir de distintos razonamientos, especialmente vinculados a los efectos de esa clase de delitos -entre los cuales se destacan las flagrantes violaciones a los derechos humanos y su posibilidad de adquirir el carácter de delito contra la humanidad-, la calidad de los sujetos intervinientes y sus posibilidades de eludir el accionar de la justicia y, particularmente, a la necesidad de evitar la impunidad que agrava los efectos de dicho fenómeno y fomenta la repetición y perpetuidad del mismo.

Está claro, a partir de lo expuesto en estas líneas, que la inexistencia de límites temporales para llevar a cabo la investigación, enjuiciamiento y sanción de los responsables de hechos de corrupción resulta un factor elemental para la lucha contra la impunidad y evitar que esos hechos se repitan en lo sucesivo.

En efecto, la inaplicabilidad de las normas de prescripción determina que, pese al paso del tiempo, el estado podrá imponer sanciones a quienes incurran en hechos de corrupción. Ello es de suma relevancia ya que, a partir de esa vía, se mantiene la posibilidad de que las autoridades judiciales dirijan a la sociedad, a partir de una sanción penal, un mensaje comunicativo de que las normas se encuentran vigentes y resultan operativas.

De ese mensaje comunicativo, que es el fundamento de la eventual pena, es destinataria la sociedad y tiende a evitar las consecuencias derivadas de la impunidad. Pues, en definitiva, la aplicación de la ley penal es la que determina la prohibición de determinadas conductas, lo cual no se encuentra satisfecho con la sola circunstancia de que se encuentren tipificadas como delitos. En efecto, las prácticas corruptas no son prohibidas para el conjunto de habitantes únicamente porque un ordenamiento jurídico así lo dispone, sino porque son los jueces quienes aplican las sanciones correspondientes pues, en definitiva, de nada vale un texto legal, sin una efectiva aplicación por parte de quienes administran justicia.

Sin embargo, la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, pese a ser un gran avance, no es dirimente en la lucha contra el fenómeno que comprende tales conductas. No solo debe aplicarse la ley penal, como consecuencia de la falta de limitación temporal para ello, sino que la región de América Latina debe encaminar especialmente sus esfuerzos a prevenir la corrupción desde etapas anteriores a la intervención del derecho penal. Es sabido que el derecho penal interviene, únicamente, con posterioridad a la comisión de un hecho delictivo, por lo que se hace palpable que medidas de índole administrativa y legislativa se orienten a prevenir y evitar las prácticas corruptas. A su vez, los esfuerzos deben orientarse a lograr una independencia del poder judicial que permita enjuiciar, en tiempo y forma, esta clase de delitos.

V. Conclusiones [arriba] 

1. Los ordenamientos jurídicos de distintos países de la región latinoamericana -entre ellos, Venezuela, Perú, Bolivia, Ecuador y Argentina, se han inclinado por la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, de modo que el transcurso del tiempo no garantice su impunidad.

2. Las normas que regulan dicho instituto reflejan la especial relevancia de la intervención de los agentes estatales en tales sucesos, ya que sus lazos de poder, su actuación en estructuras del estado que propician un ámbito idóneo para garantizar la inaplicabilidad de la ley y la indeterminación de víctimas, impiden o en el mejor de los casos obstaculizan el inicio o avance de las investigaciones judiciales y, de ese modo, configuran aspectos objetivos que desde el punto de vista práctico-político justifican la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción.

3. La corrupción implica una grave violación a los derechos humanos y consecuentemente, a partir de constante y uniforme línea interpretativa de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, no resultan aplicables las disposiciones de derecho interno, entre ellos la prescripción, que impliquen un obstáculo en la investigación y sanción de los responsables de los delitos comprendidos por ese fenómeno.

4. La corrupción, en determinados grados de sistematización o generalización, puede adquirir la calidad de acto inhumano al atentar contra la dignidad humana y configurar, de esa manera, un delito de lesa humanidad, lo cual implica su carácter imprescriptible y su sometimiento a la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Sin embargo, esa categorización debe ser restrictiva y limitarse a aquellos casos en que las violaciones a los derechos humanos alcanzan niveles intolerables y provienen de un plan sistemático y organizado del estado, cuya finalidad, directa, indirecta o eventual, es atentar contra la ciudadanía en general.

5. La seguridad jurídica, como fundamento del instituto de la prescripción, no se ve afectada en los casos en que por intermedio del ordenamiento jurídico interno o convencional se haga mención al carácter imprescriptible de determinados delitos. En ese caso, el ciudadano que incurre en delitos de corrupción tiene la seguridad jurídica que la investigación, enjuiciamiento y sanción a su respecto podrá ser ejercida de modo ilimitado en el tiempo.

6. La imprescriptibilidad de los delitos de corrupción configura una herramienta indispensable en el desafío de evitar la impunidad de esa clase de delitos en América Latina. Sin embargo, no es dirimente, ya que la lucha contra la impunidad requiere de medidas preventivas de diversa índole y, además, su evitación no se alcanza con la falta de limitación temporal para imponer sanciones sino con su efectiva aplicación.

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Notas [arriba] 

* Abogado (UCA), funcionario en el Fuero Nacional en lo Penal Económico, profesor de “Derecho Procesal Penal” (UCA) y especializado en derecho -crimen organizado, corrupción y terrorismo- por la Universidad de Salamanca (España).

[1] El concepto de sistema de justicia penal, así desarrollado por el autor francés Reynald Ottenhof, incluye también a las disposiciones relativas a la administración de la justicia en el plano organizacional, presupuestario y de gestión de los recursos humanos -Cfr. Hendler, Edmundo S., Sistemas Penales Comparados, Ediciones Didot, Buenos Aires, 2014, pág. 12-.
[2] Burneo Labrín, José A., “Corrupción y Derecho internacional de los derechos humanos”, Revista Derecho PUCP, N° 63 del 2009, pág. 335.
[3] Rodríguez Kauth, Ángel, “Corrupción e impunidad: dos estilos de cultura política latinoamericana”, en Investigación y Desarrollo, volumen 8, N° 3 del 2000, pág. 268.
[4] Nino, Carlos S., Un país al margen de la ley, Emecé, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1992, pág. 111.
[5] Contreras López, Rebeca Elizabeth, “El ius puniendi en la globalización” en Contreras López, Rebeca Elizabeth (Coord.), Derecho penal y globalización: ¿un cambio de paradigma?, volumen V, Arana-editores, México, 2007, pág. 69.
[6] Maier, Julio B. J., Derecho Procesal Penal, Tomo I, primera edición, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2016, págs. 771/772 y 774/776.
[7] Binder, Alberto M., “Corrupción y sistemas judiciales” en Revista Sistemas Judiciales, N° 11 de octubre de 2016, págs. 18/19.
[8] Rodríguez Kauth, Ángel, ob. cit. en nota 3, pág. 273.
[9] Particularmente en la República Argentina, los resultados de la auditoría sobre los Juzgados y Tribunales Federales del país realizada el Consejo de la Magistratura de la Nación fueron categóricos en ese sentido, ya que se concluyó que en los últimos veinte años se investigaron y concluyeron 4000 causas por corrupción, la mayoría prescriptas por el paso del tiempo o cerradas sin una sentencia -ver datos en www.mi guelpiede casas.com. ar, página del presidente del referido consejo [consultado al 10/2/19]-.
[10] Rodríguez Kauth, Ángel, ob. cit. en nota 3, pág. 273.
[11] Binder, Alberto M., ob. cit. en nota 7, págs. 18/19.
[12] Gil Domínguez, Andrés, “Imprescriptibilidad de los delitos de corrupción: un fallo trascendente”, en Revista de Derecho Penal y Criminología, N° 11 de diciembre de 2016, pág. 77.
[13] Berdugo Gómez de la Torre, Ignacio - Caparrós, Eduardo A. Fabián, Corrupción y derecho penal: nuevos perfiles, nuevas respuestas, en Revista Brasilera de Ciencias Criminais, 2009, pág. 8.
[14] Burneo Labrín, José A., ob. cit. en nota N° 2, pág. 335.
[15] El concepto de “corrupción” es así entendido, en su cuarta acepción, por la Real Academia Española [consultado al 10/2/19].
[16] En ese sentido, cabe destacar que información respecto a los escándalos de corrupción conocidos como “De los cuadernos de la corrupción” en Argentina, “Lava jato” en Brasil y aquéllos vinculados a la empresa “Odebrecht” en prácticamente todo el territorio latinoamericano, abunda en los portales de noticias de todo el mundo.
[17] Berdugo Gómez de la Torre, Ignacio - Caparrós, Eduardo A. Fabián, ob. cit. en nota N° 13, pág. 8 y Klitgaard, Robert, Controlando la corrupción, Sudamericana, Buenos Aires, 1994, pág. 10.
[18] En sentido similar se expresó el Dr. Marcos Arnoldo Grabivker, entonces Juez de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Penal Económico de la República Argentina, en una nota periodística publicada en el diario Infobae el 20/10/2005 [consultada al 26/2/19].
[19] La nombrada Pillay indicó, entre otras cosas, que “…La cantidad de dinero robado cada año con la corrupción es 80 veces más de lo que hace falta para alimentar a la gente que pasa hambre en el mundo. Al menos 870 millones de personas van a dormir con hambre todas las noches, muchas de ellas niños… los sobornos encarecen hasta en un 40% el costo total de los proyectos para abastecer de agua potable y saneamiento a todo el mundo… se estima que entre 2000 y 2009, los países en desarrollo perdieron 8,44 billones de dólares en los flujos financieros ilícitos, diez veces más que la ayuda extranjera que reciben”, citado por Sánchez Bernal, Javier, Efectos endémicos de la corrupción sistémica: una barrera al desarrollo, Foro FICP – Tribuna y Boletín de la FICP Nº 2014-1 (abril), pág. 141.
[20] Galtung, Johan, Strukturelle Gewalt, Beiträge zu friedens- und konfliktforschung, Reinbek bei Hamburg (1975) y Galtung, Johan, Violencia, Guerra y su impacto (1998), citados por Böhm, María Laura, Violencia estructural – Ejercicio de análisis de la realidad de comunidades indígenas wichí, qom y pilagá en la provincia argentina de Formosa, Lecciones y Ensayos, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, Nro. 98 del 2017, págs. 51/55.
[21] Böhm, María Laura, ob. cit en nota anterior.
[22] Confr. preámbulos de la Convención Penal sobre la Corrupción del Consejo de Europa (1999) y de la Convención de la Unión Africana para la Prevención y la Lucha contra la Corrupción (2003).
[23] Berdugo Gómez de la Torre, Ignacio - Caparrós, Eduardo A. Fabián, ob. cit. en nota N° 13, pág. 15.-
[24] Melgar, Carlos, Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, La corrupción: sus caminos e impactos en la sociedad y una agenda para enfrentarla en el Triángulo Norte Centroamericano, Centroamérica, 2017, pág. 35.
[25] Yacobucci, Guillermo J., “Política criminal y delincuencia organizada” en Yacobucci, Guillermo J. (Coord.), El crimen organizado, Desafíos y perspectivas en el marco de la globalización, Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 2005, págs. 55/60 y 121/122.
[26] Murillo Granados, Adolfo, “Reflexiones sobre la corrupción, sus manifestaciones y los mecanismos para enfrentarla” en Revista de Derecho Penal -Derecho Penal Económico-, Rubinzal Culzoni Editores, N° 2 del 2013, pág. 252.
[27] Vanella, Carolina Alejandra, “Delincuencia económica, corrupción y gobierno” en Revista de Derecho Penal -Derecho Penal Económico-, Rubinzal Culzoni Editores, N° 1 del 2016, pág. 129.
[28] Biagosch, Zenón, “La corrupción y la prevención del lavado de activos” en Durrieu, Nicolás y Saccani, Raúl R., Compliance, anticorrupción y responsabilidad penal empresaria, La Ley, Buenos Aires, 2018, pág. 427.
[29] Carrara, Programa, 2469 y 2471, citado por Fontán Balestra, Tratado de derecho penal, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, tomo VII, pág. 134.
[30] Núñez, Ricardo C., Derecho penal argentino, Lerner, Buenos Aires, tomo VII, pág. 18.
[31] Confr. Preámbulos de la Convención Interamericana contra la Corrupción y de la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción.
[32] Confr. arts. 7, 11, 12, 14 y 15 de la Convención Interamericana contra la Corrupción y arts. 5 -inciso 4- 15 a 27, 31, 44, 51 y 53 de la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción.
[33] Confr. art. 29 de la referida Convención.
[34] Art. 233 del referido cuerpo legal.
[35] Confr. art. 271 del referido ordenamiento jurídico; esa misma norma establece la imprescriptibilidad de los delitos contra los derechos humanos y el tráfico de estupefacientes.
[36] Confr. Ley contra la Corrupción de la República Bolivariana de Venezuela, publicada en la Gaceta Oficial N° 5.637 del 7/4/2003, que prevé los delitos contra el Patrimonio Público, entre los cuales se destacan los de enriquecimiento ilícito, malversación de caudales públicos y peculado, entre otros (arts. 52 a 82).
Extraordinaria de fecha 07 de abril de 2003 con la cual fue derogada la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio Público vigente desde el 23 de diciembre de 1982 con su publicación en la Gaceta Oficial N° 3.077 Extraordinaria.
[37] Art. 112 de dicha Constitución.
[38] Art. 41 del referido ordenamiento, a partir de la reforma instaurada mediante la ley 30.650, publicada en el Diario Oficial El Peruano el 20/8/17.
[39] Art. 36 de la Constitución Argentina. Esta postura es sostenida, entre otros, por Gil Dominguez, Andrés, Imprescriptibilidad de los delitos de corrupción: Una obligación constitucional y convencional, La Ley, 15/12/15, como así también por los Dres. Gustavo Hornos y Juan Carlos Gemignani, Jueces de la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal de la República Argentina, en causa N° CFP 12099/1998/TO1/12/CFC8 caratulada “COSSIO, Ricardo Juan Alfredo y otros s/ recurso de casación”, reg. N° 1075/18 de fecha 29/8/18.
[40] En ese sentido, Carrió, Juan Francisco, “Imprescriptibilidad de los delitos de corrupción”, en SJA 22/02/2017.
[41] Cfr. Fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina del 14/2/17 en el marco del expediente N° CSJ 368/1998 caratulado "Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto s/ Informe sentencia dictada en el caso 'Fontevecchia y D'Amito vs. Argentina' por la Corte Interamericana de Derechos Humanos", consideración 8°, obrante en www.cij.gov.ar [consultado al 26/2/19].
[42] Pastor, Daniel, prescripción de la persecución y Código Procesal Penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1993, pág. 39.
[43] Berdugo Gómez de la Torre, Ignacio - Caparrós, Eduardo A. Fabián, ob. cit. en nota N° 13, pág. 23.-
[44] Nota de opinión de Volosin, Natalia, “Corrupción imprescriptible” del 20/6/16 [consultada en www.c rimenyra zon.com al 27/2/19].
[45] Esta idea fue desarrollada en un trabajo anterior, en el cual expresé que dichas circunstancias deben ser valoradas, asimismo, para disponer el encarcelamiento preventivo de sujetos investigados por grandes maniobras de corrupción: ver Bello, Lucas, “Delitos de corrupción: nuevos matices en materia de encarcelamiento preventivo” en Rubinzal Online, publicado en el boletín diario del 6/12/18 [cita online: RC D 1363/2018, consultada al 27/2/19].
[46] Confr. voto del Dr. Juan Carlos Gemignani, Juez de la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal de la República Argentina, en causas N° 1253/2013 y 783/2013 caratuladas: “ALSOGARAY, María Julia s/ recurso de casación”, reg. N° 667/2014 de fecha 24/4/14.
[47] Suscripta el 22/11/1969 en la ciudad de San José en Costa Rica, en vigencia desde el 18/7/1978.
[48] Preámbulo de la Convención Americana de Derechos Humanos.
[49] Confr. art. 33, inciso “b” de la Convención Americana de Derechos Humanos y art. 1 del Estatuto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, aprobado mediante Resolución N° 448 adoptada por la Asamblea General de la OEA en 1979.
[50] Confr. art. 62, puntos 1 y 3 de la Convención.
[51] Confr. caso Velásquez Rodríguez Vs. Honduras, Sentencia del 29/7/1998, caso Barrios Altos Vs. Perú, Sentencia del 14/3/2001, caso Albán Cornejo Vs. Ecuador, Sentencia del 22/11/2007 y Caso Torres Millacura vs. Argentina, sentencia del 26/8/2011, entre muchos otros.
[52] Confr. caso Bulacio Vs. Argentina, Sentencia del 18/9/2003.
[53] Confr. párrafos 110, 111 y 112 de la referida Sentencia.
[54] Confr. párrafos 114, 115, 116 y 117 de la citada Sentencia.
[55] Berdugo Gómez de la Torre, Ignacio - Caparrós, Eduardo A. Fabián, ob. cit. en nota N° 13, pág. 15/16.-
[56] Burneo Labrín, José A., ob. cit. en nota N° 2, pág. 337.
[57] Confr. sentencia del 10/12/18 dictada en el marco de la causa N° CFP 1710/2012/TO2 caratulada “De   Vido, Julio Miguel y otros s/ descarrilamiento, naufragio u otro accidente culposo” del registro Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 4, obrante en www.cij.gov.ar [consultado al 26/2/19].
[58] Ver las siguientes noticias publicadas en el diario “Nómada” de Guatemala: “El negocio del IGSS con una empresa podría matar (literalmente) a 530 pacientes” del 25/2/15, “Caso Pisa: van 54 personas infectadas y 5 fallecidas; pacientes piden fin del contrato” del 27/3/15 y “Un soborno de Q18 millones que costó 13 vidas” del 21/5/15, citadas por Melgar, Carlos, La corrupción: sus caminos e impactos en la sociedad y una agenda para enfrentarla en el Triángulo Norte Centroamericano, Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales Centroamérica, 2017, págs. 35/36, como así también noticia titulada “La sentencia del caso de corrupción que mató a 51 pacientes deja tranquilos a acusados y acusadores”, del 27/9/18 del mismo diario [consultadas al 26/2/19].
[59] Ver discurso al presentar el índice de percepción de la corrupción del año 2001 de la referida organización, que puede consultarse en www.transparency.org [consultado al 26/2/19].
[60] Caparrós, Eduardo A. Fabián, “La corrupción política y económica: anotaciones para el desarrollo de su estudio”, en E.A. Fabián Caparrós (coord.), La corrupción: aspectos jurídicos y económicos, Salamanca, 2000, pág. 123.
[61] Wielandt, Gonzalo y Artigas, Carmen, La corrupción y la impunidad en el marco del desarrollo en América Latina y el Caribe: un enfoque centrado en derechos desde la perspectiva de las Naciones Unidas, Santiago de Chile, noviembre de 2007, págs. 27/28.
[62] González Llaca, Edmundo, Corrupción patología colectiva, México, 2005, pág. 163.
[63] Art. 7, inciso 1°, del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, art. 6 del Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg -del 8 de agosto de 1945- y art. 1 de la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y lesa humanidad.
[64] Ragués I Vallés, Ramón, La prescripción penal. Fundamento y aplicación. Barcelona, 2004.
[65] Bloom, Ben. "Criminalizing Kleptocracy? The ICC as a Viable Tool in the Fight Against Grand Corruption" American University International Law Review 29 no. 3 (2014): 627-671 y Bantekas, Ilias, “Corruption as an International Crime and Crime against Humanity”, Journal of International Criminal Justice, volumen 4, del 1°/7/06, págs. 466/484.
[66] Yacobucci, Guillermo J., El sentido de los principios penales, Editorial BdeF, Buenos Aires, 2014, págs. 265/279.
[67] Confr. estudio coordinado por José Bengoa, presentado ante la Subcomisión de Protección y Promoción de los Derechos Humanos y titulado “La realización de los derechos económicos, sociales y culturales. Pobreza y derechos humanos” -E/CN.4/Sub.2/2002/15, del 25/6/2002- citado por la Dra. Calitri, Jueza de la Sala II de la Cámara Federal de la Plata, Argentina, en su voto en el marco de la causa N° FLP3290/2005, resolución de fecha 6/10/2016.
[68] A los fines de arribar a esa conclusión, resulta de interés el posicionamiento de Roxin en torno al dolo eventual -cfr. Roxin, Claus, Derecho Penal. Parte General. Fundamentos. La Estructura de la Teoría del Delito, traducción de la 2ª edición alemana, Ed. Thomson Civitas, Madrid, 1997, tomo I, págs. 424/446-.
[69] Welzel, Hans, Derecho Penal. Parte general, traducción de Carlos Fontán Balestra, Roque Depalma Editor, Buenos Aires, 1956, pág. 256.
[70] Ragués I Vallés, Ramón, ob. cit. en nota N° 64, pág. 45. En un sentido similar, Bustos Ramírez, Juan, Manual de Derecho Penal. Parte General, tercera edición, Editorial Ariel, Barcelona, 1989, pág. 413.
[71] Righi, Esteban, “Los límites de la persecución penal y la tutela de derechos fundamentales”, en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal, año 2 N° 3, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, págs. 194/195.
[72] Muñoz Conde, Francisco, Teoría General del Delito, segunda edición, Editorial Temis, Santa Fe de Bogotá, 1999, pág. 136.
[73] Rodríguez Kauth, Ángel, ob. cit. en nota 3, pág. 273/274.
[74] Cfr. Caso Bulacio vs. Argentina, Sentencia del 18/9/2003, párrafo 120, con remisión a los casos “Juan Humberto Sánchez”, Sentencia del 7/6/2003, párrafo 28 y “Las palmeras”, Sentencia del 26/11/2002, párrafo 17.



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