JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:El estado del Derecho de la Unión Europea. Diagnóstico para después de una crisis
Autor:González Alonso, Luis N.
País:
Unión Europea
Publicación:Revista Iberoamericana de Derecho Internacional y de la Integración - Número 9 - Noviembre 2018
Fecha:06-12-2018 Cita:IJ-DXLIII-825
Índice Voces
Sumarios

Sin perjuicio de la “vitalidad cíclica” que siempre ha caracterizado al proceso de integración europea y de su naturaleza por definición abierta, dinámica y permanentemente inacabada, la evolución de su sistema jurídico a lo largo de la última década parece haber alcanzado un punto crítico en el que resulta cada vez más evidente que podemos estar asistiendo a un cambio de patrón o de modelo, que si bien no transforma al Derecho de la UE en algo distinto de lo que hasta ahora ha sido, sí altera en cierta medida su estructura constitucional clásica.


Without prejudice to the “cyclical vitality” that has always characterized the European integration process and its nature by an open, dynamic and permanently unfinished definition, the evolution of its legal system over the last decade seems to have reached a critical point in the one that is more and more evident that we can be witnessing a change of pattern or model, which, although it does not transform EU law into something different from what it has been until now, does alter to some extent its classic constitutional structure.


I. Introducción
II. El retorno de los Estados miembros y su huella en el sistema jurídico de la UE
III. La imparable constitucionalización del sistema jurídico de la UE bajo un renovado impulso del Tribunal de Justicia
IV. Reflexiones finales
Bibliografía
Notas

El estado del Derecho de la Unión Europea

Diagnóstico para después de una crisis

Por Luis N. González Alonso [1]

I. Introducción [arriba] 

Sin perjuicio de la “vitalidad cíclica”[2] que siempre ha caracterizado al proceso de integración europea y de su naturaleza por definición abierta, dinámica y permanentemente inacabada, la evolución de su sistema jurídico a lo largo de la última década parece haber alcanzado un punto crítico en el que resulta cada vez más evidente que podemos estar asistiendo a un cambio de patrón o de modelo, que si bien no transforma al Derecho de la UE en algo distinto de lo que hasta ahora ha sido, sí altera en cierta medida su estructura constitucional clásica.

No pueden pasar desapercibidos, a este respecto, planteamientos tan contundentes como los formulados recientemente, por ejemplo, por A. Von Bogdandy cuando, al perfilar su propuesta dogmática en torno a un concepto amplio de Derecho europeo, reconoce sin ambages que la lógica del impulso de “una unión cada vez más estrecha” como leitmotiv del proyecto “parece superada”, que ya “casi nadie piensa que la UE sea viable en su actual nivel de integración” o que “un concepto de derecho europeo que sólo incluya elementos que promuevan la integración resulta tan anticuado como inapropiado”[3]. Del mismo modo, y en una línea en el fondo similar aunque desde luego menos articulada en sus aspectos concretos, se ha apuntado hacia la emergencia del denominado Union method como nueva clave explicativa de la lógica jurídica que inspira el funcionamiento de la UE, como una suerte de “tercera vía” conceptual que podría permitir superar el antagonismo clásico entre los métodos comunitario e intergubernamental[4].

Con independencia de que el fenómeno se contemple con preocupación o como una simple evolución natural dentro del proceso histórico en el que se inscribe, lo cierto es que algo sustancial parece haber cambiado en el marco jurídico de la integración durante este periodo; existe, en efecto, un amplio consenso en torno a la idea de que algunos equilibrios fundamentales se han roto o, cuando menos, se han visto significativamente alterados[5]. Cabría referirse incluso en estos términos, y este es mi planteamiento, al propio equilibrio entre las dos dinámicas contrapuestas, aunque complementarias, que siempre han alentado la construcción europea y que pretende captar la divisa “Unida en la diversidad”. Como recuerda K. Lenaerts, ninguna de las dos “suffices to explain the European integration project as a whole” y, por supuesto, “neither unity, nor diversity, is absolute”[6]. Pues bien, tengo la impresión de que nunca antes ambas dinámicas habían tendido simultáneamente y con tanta fuerza hacia ese absoluto, generando una tensión constitucional difícil de gestionar y que, en última instancia, podría interpretarse que pone en entredicho la complementariedad misma entre ellas. Es comprensible, pues, que haya quien alerte incluso de que “EU law has never been so challenged”[7].

Y es que, si bien se mira, la dilución –cuando no abierto cuestionamiento– de la lógica de la integración que haya podido traer aparejada el renovado protagonismo de los Estados miembros en el funcionamiento de la UE, con la consiguiente predilección por instrumentos y métodos intergubernamentales, coincide en el tiempo con un fortalecimiento no menos evidente de lo que podríamos denominar dimensión o elementos constitucionales del sistema. Ahí está para confirmarlo, y entre otros muchos desarrollos, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia que a lo largo de la última década ha avanzado decididamente en esa dirección: a rebufo en unos casos de la herencia del fallido Tratado Constitucional, que propició por ejemplo –y Tratado de Lisboa mediante– la incorporación al derecho originario de la Carta de Derechos Fundamentales y, en consecuencia, su plena aplicación judicial; por inercia propia, en otros, como ha ocurrido con toda una serie de pronunciamientos relativos a la autonomía del Derecho de la Unión y que, como veremos más adelante, ilustran a la perfección esa “tendencia hacia el absoluto” a la que antes se aludía. No faltan voces muy autorizadas que han visto incluso en ellos una reacción deliberada del Tribunal frente al potencial debilitamiento de aspectos esenciales del edificio de la integración bajo la presión o la contestación directa de los Estados miembros[8].

Esto es, a mi modo de ver, lo más sorprendente del momento que vivimos en la evolución jurídica de la Unión: una especie de exacerbación concomitante, o tal vez solo coetánea, de las dos dinámicas que siempre han inspirado la construcción europea; fenómeno que termina provocando una cierta sensación de dislocación en la comprensión y el análisis del Derecho de la UE. Tal vez nunca antes se haya hecho, en efecto, tan perceptible en la práctica la naturaleza esencialmente internacional del proceso de integración como en esta última etapa de su desarrollo, al tiempo que tampoco nunca antes se había alcanzado probablemente tal grado de constitucionalización en algunos de sus elementos fundamentales. Son las dos almas jurídicas de la construcción europea buscando autoafirmarse simultáneamente y con parecida intensidad cada una de ellas.

La cuestión que surge de inmediato es si esta situación debe contemplarse como algo excepcional o temporal, una especie de “estado de excepción”[9] transitorio fruto de la “policrisis”[10] experimentada por la Unión en la última década y del que, por tanto, cabría salir en un plazo de tiempo más o menos amplio; o si, por el contrario, estamos abocados a afrontar el futuro con estos “nuevos” mimbres, repensando no solo el sentido y la orientación generales, sino también la articulación jurídica misma del proceso de construcción europea, sin descartar determinadas opciones que hasta hace no demasiado tiempo se habrían considerado inasumibles, incluida la de un cierto desmontaje del edificio de la integración. Este pareció ser ya incluso el planteamiento de la propia Comisión Europea en su contribución prospectiva a la conmemoración del sexagésimo aniversario de los Tratados de Roma: el célebre Libro Blanco sobre el Futuro de Europa, en el que se dibujaban a grandes rasgos cinco posibles escenarios para la Unión en el horizonte del año 2025, reconociendo que el enfoque basado en “una elección binaria entre más o menos Europa… es engañoso y simplista” y que, por supuesto, lo que haya de ser la UE en ese futuro mediato obedecerá sin duda a una combinación de elementos de los cinco escenarios propuestos[11].

Todo ello es lo que aconseja, en definitiva, articular las reflexiones que siguen a continuación en el marco de este estudio en torno a la tensión entre esas dos dinámicas contrapuestas con el objetivo de esbozar un diagnóstico general del “estado del Derecho de la Unión”. Puesto que cuando esta última parece volver a vislumbrar el futuro, si no con optimismo, al menos sí con cierta esperanza, la confrontación entre aquellas dos tendencias en la configuración de su ordenamiento jurídico se manifiesta con una intensidad, a mi juicio, insólita en la ya larga evolución del proceso de integración y que, por tanto, ha de ser tomada como parámetro de referencia para la comprensión del fenómeno en su conjunto.

Conforme a esta lógica, centraremos pues la atención, en un primer momento, en lo que se ha dado en conceptualizar como “el retorno de los Estados miembros”[12], perceptible tanto en el plano estrictamente constitucional a través de la reformulación de determinadas disposiciones clave de los Tratados –en particular del TUE-, como en la dimensión operativa del sistema si atendemos a ciertos desarrollos normativos e institucionales que igualmente lo corroboran con claridad. Junto a esta deriva y en segundo término, sin embargo, habremos de interesarnos también para completar el diagnóstico del estado del Derecho de la Unión por la evidente tendencia coetánea, impulsada fundamentalmente por el Tribunal de Justicia, a consolidar y fortalecer los rasgos constitucionales del sistema, ya sea llevando a un nuevo estadio el modelo de protección de los derechos que los individuos disfrutan en su seno gracias esencialmente al estatuto definitivo otorgado a la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, ya sea reivindicando hasta extremos nunca antes explorados la idea misma de autonomía frente a otros órdenes jurídicos, incluido el propio Derecho internacional.

II. El retorno de los Estados miembros y su huella en el sistema jurídico de la UE [arriba] 

Es esta una imagen, la del regreso o la vuelta de los Estados miembros al centro del proceso de integración, que bien pudiera parecer simplista –y hasta cierto punto lo es– pero que al mismo tiempo tiene la virtud de reflejar con claridad un fenómeno de profundo calado, que va mucho más allá de lo que podría entenderse como una mera deriva intergubernamental en la evolución natural del sistema. Se trata, en efecto, de una tendencia cada vez más acusada, que no solo se manifiesta en el funcionamiento institucional de la Unión o en la estructura normativa de su ordenamiento, sino que tiene igualmente que ver con la concepción misma de su arquitectura constitucional como una realidad “heterárquica” o multinivel[13], en la terminología más al uso.

Todo ello se ha hecho perceptible, antes que nada, en el propio Derecho originario de la Unión tras la reforma operada por el Tratado de Lisboa; ahí está para refrendarlo el tantas veces evocado desde entonces art. 4.2 del TUE así como otras disposiciones clave a las que será obligado prestar atención en primer término. Para, a continuación, intentar rastrear –aunque sea someramente- las “huellas” institucionales o normativas que en el estado del Derecho de la Unión está dejando el fenómeno objeto de estudio.

II.1. Los Estados miembros “marcan el territorio” tras el fracaso del Tratado Constitucional

Si bien el Tratado de Lisboa permitió, como es sabido, rescatar la mayor parte del contenido y, por tanto, de las innovaciones que proponía el fallido Tratado Constitucional, no es menos cierto que los Estados miembros aprovecharon la operación de trasiego de uno a otro “contenedor” convencional para diluir –ya fuera sustantiva o solo formalmente– algunos de aquellos avances al tiempo que subrayaban por todos los medios a su disposición que con el nuevo formato se recuperaba la senda clásica de revisión del Derecho originario, abandonando la pretendida vocación constituyente del proceso iniciado con la Declaración de Laeken[14]. El simple hecho de que el resultado de la reforma no apareciese recogido ya en un único instrumento, sino repartido entre los actuales Tratados de la UE y de Funcionamiento de la UE, trajo aparejados también cambios de fondo, amén de no pocas distorsiones de técnica jurídica que en su mayor parte coadyuvaban al fortalecimiento de la lógica intergubernamental del sistema. De tal modo, que con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa terminaría certificándose en gran medida ese “retour des États” al que antes aludíamos.

Entre todos estos ajustes, y sin ánimo alguno de exhaustividad, piénsese por ejemplo en la reiteración en la que se incurre en los apartados 1 del art. 4 y 2 del art. 5 TUE, acrecentada además por la Declaración relativa a la delimitación de las competencias que los acompaña[15], en torno a la naturaleza estrictamente nacional de todas aquellas competencias que no hayan sido atribuidas a la Unión en los Tratados. Una reiteración que no obedece, por lo demás, a lo que podría interpretarse como un reflejo aislado o más o menos simbólico de los Estados miembros, sino que constituye la primera muestra –ciertamente muy llamativa– de una auténtica estrategia por parte de estos últimos tendente a recuperar el control. Para corroborarlo, basta con volver a la Declaración antes mencionada en la que, tras insistir en el carácter estrictamente nacional de cualquier competencia no atribuida a la UE, se alude sin ambages a la posibilidad de que los Estados miembros puedan recuperar el ejercicio de parte de las que en su día atribuyeron a las instituciones comunes; ya sea porque estas hayan decidido dejar de ejercerlas –promoviendo incluso la derogación de actos legislativos en vigor–, ya sea porque la “devolución” se articule directamente a través de una reforma de los Tratados mediante la que se reduzcan, en lugar de ampliarse como siempre ha ocurrido hasta ahora, las competencias de la Unión. En efecto, el art. 48 TUE contempla ahora y por primera vez de forma explícita en la historia del proceso de integración que con el procedimiento ordinario de revisión de los Tratados se podrá perseguir la finalidad tanto de “aumentar” como de “reducir” las competencias atribuidas a la UE. Al tiempo que en el apartado 6 del mismo precepto se descarta taxativamente que la vía del principal de los dos procedimientos simplificados de reforma –de alcance lógicamente más limitado que el anterior– pueda utilizarse para propiciar una ampliación de esas mismas competencias.

Con este telón de fondo, no puede sorprender la aparente facilidad con la que el resto de Estados miembros transigió frente a algunas de las reivindicaciones británicas en materia de “soberanía” a la hora definir el nuevo encaje del Reino Unido en una Unión reformada, que teóricamente debería haber allanado el camino para un rechazo al Brexit en el referéndum de junio de 2016. En concreto, no parece desde luego que la pretensión del gobierno presidido por David Cameron de eludir, de una vez y para siempre, “Britain’s obligation to work towards an ‘ever closer union’” constituyera el mayor de los obstáculos en el marco de aquellas negociaciones[16]. De hecho, los demás socios no solo terminaron reconociendo que las referencias en los Tratados y en sus preámbulos “al proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” no deben entenderse –como, por otra parte, era evidente– como “una base jurídica para ampliar el ámbito de aplicación” del Derecho de la UE ni pueden, en consecuencia, tener por efecto alterar en modo alguno la delimitación de competencias prevista por los Tratados, sino que se comprometieron además a incorporar a los textos constitutivos tan pronto como fuera posible las reformas que permitiesen desvincular formalmente al Reino Unido de cualquier obligación de continuar trabajando por “una mayor integración política”[17]. Aunque en principio este New Settlement for the United Kingdom “dejase de existir jurídicamente” con el triunfo del Brexit[18], su contenido en este punto es muy sintomático del fenómeno que estamos analizando; al margen, claro está, del propio significado que la mera existencia del art. 50 TUE y más aún su activación por primera vez revisten a este respecto.

Pero es que incluso en ámbitos en los que el Tratado de Lisboa –respetando plenamente el acervo del Tratado Constitucional– ha propiciado avances sustantivos con vistas a reforzar la capacidad de actuación autónoma de la UE y la eficacia de sus políticas, como puede ser el campo de la acción exterior, se percibe de un modo u otro ese retorno de los Estados miembros. Aquí obviamente no por la impronta que este fenómeno haya podido dejar en el Derecho originario, exceptuando quizá la nueva redacción del art. 40 TUE[19], sino como consecuencia de la práctica posterior a la entrada en vigor de aquella reforma. Así por ejemplo, valorando con carácter general la jurisprudencia del Tribunal de Justicia en la materia durante este periodo inicial, un observador tan cualificado como P. J. KUIJPER llega a la conclusión de que los Estados miembros parecen estar rechazando deliberadamente “their own Treaty”, al mostrar en relación con esas innovaciones una actitud que revela “[i]n short, [that] the Member States did not want their own creation any longer”[20].

En fin, entre todas estas ilustraciones –y otras muchas que cabría identificar en el texto de los Tratados– del renovado protagonismo de los Estados miembros en la arquitectura constitucional de la integración europea, cobra una especial significación, como ya apuntamos antes, el apartado segundo del art. 4 TUE, tal y como ha quedado reconfigurado –para convertirse definitivamente en “el artículo por excelencia “de” los Estados miembros”[21]– al término del largo proceso de reforma que culminó con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Con ello no me refiero solo, en todo caso, a la evidente inflación que este precepto ha conocido en su tenor literal, sino también y fundamentalmente al lugar que parece haber pasado a ocupar en el diseño constitucional de la Unión, convirtiéndose en una especie de clave de bóveda del sistema en su conjunto.

En efecto, lo primero que llama la atención es, sin duda alguna, la densidad y precisión que ha adquirido en el actual art. 4.2 lo que en el viejo Tratado de la UE no era más que una escueta –aunque muy significativa– mención al respeto de la identidad nacional de los Estados miembros (art. 6.3). Ya la Convención, en su Proyecto de Tratado Constitucional, completó ese enunciado especificando que el contenido de tal identidad viene determinado por “las estructuras fundamentales políticas y constitucionales” de los Estados miembros, “también en lo que respecta a la autonomía local y regional”, añadiendo además que la Unión habrá de respetar igualmente “las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior” (art. 5.1). Posteriormente, en el marco de los trabajos de la Conferencia Intergubernamental que se desarrolló en dos fases durante el otoño de 2003 y la primavera de 2004, se incorporó como encabezamiento del precepto la referencia explícita al principio de “igualdad de los Estados miembros ante los Tratados”. Por último, en el tránsito del fallido Tratado Constitucional al Tratado de Lisboa (CIG de 2007), terminó de perfilarse la redacción del actual apartado 2 del art. 4 TUE con el añadido final de que, “[e]n particular, la seguridad nacional seguirá siendo responsabilidad exclusiva de cada Estado miembro”.

En suma, toda una serie de esfuerzos encaminados a reivindicar la no afectación de la “estatalidad” de los integrantes y, a la postre, dueños de un proceso[22], que conserva por tanto, y está llamado a seguir conservando en el futuro, su naturaleza internacional última, por más que pueda continuar acentuándose en paralelo su evidente originalidad e incluso sus rasgos de carácter federal. Este es, sin duda, el mensaje fundamental de lo que V. Constantinesco califica pura y llanamente como “une réserve de souveraineté”[23].

Ahora bien, reflexionar sobre el concepto de “identidad nacional” en el contexto del art. 4.2 TUE es también hacerlo sobre una categoría de valores, aquellos que una comunidad políticamente organizada bajo la forma de Estado –miembro además en este caso de la UE– considera esenciales, insoslayables y que definen, por tanto, su propia “identidad constitucional”. Se trata, en principio, de valores ampliamente compartidos en el seno del espacio jurídico de la Unión y cuyo respeto no debería suscitar consecuentemente demasiadas situaciones conflictivas. No obstante, cuando estas surgen ponen sobre la mesa “one of the most difficult issues in the European legal space”: la articulación y la comprensión de las relaciones entre el Derecho de la UE y las normas constitucionales de los Estados miembros[24]; convirtiendo de este modo al art. 4.2 TUE en esa especie de clave de bóveda del sistema a la que me refería anteriormente.

Y lo cierto es que el fortalecimiento de esta cláusula parece haber exacerbado correlativamente la sensibilidad de un buen número de tribunales constitucionales nacionales en su función de garantes supremos de la “identidad constitucional” de sus respectivos Estados miembros frente a los embates del Derecho de la UE, en lo que podría interpretarse como una manifestación adicional de esa voluntad –entendida aquí lógicamente en términos muy genéricos y no exclusivamente gubernamentales– de recuperar el control o la centralidad en el marco del proceso de integración.

Ni que decir tiene que esta no es una situación nueva puesto que algunos de esos altos tribunales, como el de Karlsruhe en el caso de Alemania o la Corte Constitucional italiana, fueron muy diligentes a este respecto prácticamente desde los orígenes mismos de la construcción europea, desafiando incluso la primacía del entonces Derecho comunitario mientras en su seno no pudiera asegurarse una protección adecuada de los derechos fundamentales consagrados en las constituciones nacionales de cada uno de ellos; en definitiva, la célebre doctrina Solange del Tribunal Constitucional alemán, que siempre ha ejercido un incuestionable liderazgo en esta materia, y con la que se sigue identificando todavía hoy la conceptualización de esa compleja y delicada relación de convivencia entre las máximas instancias nacionales de control constitucional y el sistema jurisdiccional de la Unión.

El cambio o la evolución a los que venimos asistiendo de un tiempo a esta parte –coincidiendo esencialmente con el periodo de vigencia del Tratado de Lisboa y por tanto del renovado art. 4.2 TUE– consiste, por un lado, en la expansión de este fenómeno “contestatario” al sumarse al mismo los tribunales constitucionales –particularmente celosos, por lo demás, a este respecto– de algunos de los Estados miembros de más reciente adhesión a la UE[25]; y, por otro, en lo que me atrevería a denominar “radicalización” de sus protagonistas clásicos, que han visto además unirse a la causa a otros actores tradicionales del sistema que habían mantenido sin embargo hasta la fecha un perfil mucho menos beligerante en este terreno, como el Tribunal Supremo de Dinamarca. El aldabonazo inicial vino dado, sin duda, por la “incendiaria sentencia”[26] del Tribunal Constitucional alemán de 30 de junio de 2009 en relación con la ratificación del propio Tratado de Lisboa[27]. Pero ha tenido un eco inmediato en las jurisdicciones constitucionales de otros Estados miembros y, en particular –por no volver a evocar más que al otro actor clásico ya mencionado–, en la actitud de la Corte Constitucional italiana, como ha vuelto a ponerse de manifiesto en último término en el reciente asunto Taricco II[28]. Ha sido este, en efecto, un procedimiento prejudicial en el que la Corte Constitucional ha desafiado abiertamente la doctrina establecida por el Tribunal de Luxemburgo en su sentencia Taricco en materia de sanciones penales por fraude fiscal[29], sosteniendo que el art. 4.2 TUE –junto eventualmente al art. 53 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE– eximiría de la obligación de aplicarla a los órganos jurisdiccionales italianos.

Planteada en estos términos, que son en el fondo –como recuerda el Abogado General BOT[30]– los del Tribunal Constitucional alemán en el polémico auto que estuvo en el origen del asunto Gauweiler[31], cabría pensar que la situación es poco menos que irreconducible y que solo es cuestión de tiempo que el conflicto estalle abiertamente dando lugar a una multiplicación de escenarios concretos de inobservancia deliberada del Derecho de la UE justificados por los máximos intérpretes de las constituciones nacionales al amparo del art. 4.2 TUE, es decir, sobre la base de la defensa de aspectos clave de la identidad constitucional de sus respectivos Estados miembros. Sin embargo, y dejando tal vez al margen el también reciente pronunciamiento del Tribunal Supremo de Dinamarca en el asunto Ajos[32], la sangre sigue sin llegar definitivamente al río –si se me permite la expresión–, tal y como demuestra el tono claramente “conciliador” del TJUE en Taricco II, que algún autor no ha dudado en situar ya en la línea de lo que podríamos denominar “primacía condicional” del Derecho de la Unión[33]. Ni que decir tiene que la actitud del Tribunal de Luxemburgo en esta última sentencia cobra una especial significación a la luz de la “rebelión” previa de la más alta jurisdicción danesa, en un escenario materialmente muy distinto pero en el que en realidad se suscitaba el mismo problema de fondo[34].

Cabe recordar, en fin, que los más optimistas vieron incluso en el hecho de que el Tribunal de Karlsruhe aceptase recurrir por primera vez al mecanismo de la cuestión prejudicial en el mencionado asunto Gauweiler la confirmación de que esta jurisdicción asumía “finalmente las reglas del sistema judicial europeo”[35]; valoración desde luego ajustada a la trascendencia del precedente, que no habría de impedir sin embargo que el propio Tribunal Constitucional alemán activase muy poco tiempo después, en diciembre de 2015, el mecanismo de control de “identidad constitucional” para revocar, obviando en este caso la consulta al TJUE, la ejecución de una orden europea de detención y entrega previamente decretada por un tribunal regional y que a juicio de aquel comportaba la infracción de derechos fundamentales protegidos por la Ley Fundamental de Bonn[36].

Lo cierto es que, solo profundizando en esta lógica del diálogo y la deferencia entre quienes legítimamente reclaman para sí el “derecho a la última palabra” en sus respectivos ámbitos de actuación constitucional[37], será posible seguir encauzando razonablemente y conforme al principio de cooperación leal –también regulado, no lo olvidemos, en el mismo art. 4 TUE (apartado 3)– esa tensión consustancial a un espacio constitucional “multinivel” o “heterárquico” como el que progresivamente se ha ido conformando en el seno de la Unión. Nunca podrá descartarse por completo, en un contexto de estas características, “a possible divergence between the ECJ and domestic constitutional courts”, pero de llegar a producirse en la práctica esta sería, a fin de cuentas, “an acceptable price… for the EU’s pluralistic legal architecture”[38]. Siempre, claro está, que estos últimos sean plenamente conscientes de que no pueden encastillarse en una concepción “con mayúsculas” de la identidad constitucional[39], pretendidamente inmune a cualquier tipo de escrutinio –por más deferente o dialogante que este deba ser– por parte del Tribunal de Luxemburgo, a quien a la postre corresponde en exclusiva la interpretación de los Tratados. No en vano, todas las constituciones nacionales aceptan voluntariamente esa apertura hacia el sistema jurídico de la UE que exige, también de sus máximos intérpretes, una actitud general pro unione[40] o, recurriendo a la noción acuñada por el propio Tribunal Constitucional alemán, Europarechtsfreundlichkeit[41]. Una aproximación que, con más o menos matices y con una actitud de fondo más o menos beligerante, terminan a la hora de la verdad compartiendo la mayor parte, por no decir todos, los tribunales constitucionales de los Estados miembros.

II.2. El reflejo normativo e institucional del retorno de los Estados miembros: algo más que el fortalecimiento de la lógica intergubernamental del sistema

Junto al repaso de algunas de las “huellas” que el fenómeno general o transversal que estamos analizando ha dejado en disposiciones clave de los Tratados, es preciso constatar también que su rastro resulta perceptible en igual o incluso mayor medida en la práctica normativa e institucional posterior a la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Y no me refiero simplemente con ello al fortalecimiento del sesgo intergubernamental del sistema que cabe asociar a algunas de las reformas institucionales introducidas por este último, como el definitivo reconocimiento del estatuto formal de institución al Consejo Europeo –con todo lo que esta circunstancia trae aparejado– o la creación de la figura de su presidencia estable. Se trata, a mi juicio, de una deriva de mayor calado, vinculada sin duda a la reacción frente a las sucesivas crisis a las que se ha visto confrontada la UE durante este periodo y a la necesidad –cuando no urgencia– de hacer prevalecer en la gestión de las mismas la eficacia sobre otro tipo de consideraciones, pero que en el fondo parece que va a terminar teniendo consecuencias más profundas (¿e irreversibles?) en la configuración del proceso de integración europea.

Tanto es así que voces muy autorizadas no tienen reparos en recurrir para describir el fenómeno a conceptos tan contundentes como los de “desinstitucionalización”[42], o reorientación del sistema hacia una suerte de “desierto institucional” en el que el poder vuelve en gran medida a manos de los “Estados soberanos”[43]. Creo, en este sentido, que una de las propuestas que mejor ha sabido captar la esencia y las implicaciones últimas de esta transformación es la que gira en torno a la idea de la “paradoja de la dominación”, avanzada por F. Fabbrini para ayudarnos a comprender hasta qué punto la arquitectura constitucional de la UE se ha visto afectada por la crisis del Euro[44]. Para este autor, la gestión en términos jurídicos de esta crisis pone claramente de manifiesto cómo la evidente deriva intergubernamental, auspiciada por la práctica totalidad de los Estados miembros –incluidos los medianos y pequeños– tras el fracaso del Tratado Constitucional en 2005 y de la que en principio cabría esperar que pudiera salir reforzada la igualdad formal entre ellos, ha dado paso en realidad a un nuevo “mode of governance” caracterizado por la dominación “of the larger states over the others”[45]. De tal suerte que, ya no es solo que el maltrecho método comunitario se haya visto orillado –por no decir directamente vapuleado–, sino que se ha roto uno de los equilibrios más profundos sobre los que siempre se ha asentado el complejo sistema institucional de la Unión y, en virtud del cual, “the request of the smaller Member States to be represented qua states was reconciled with the claim of larger Member States to be represented on the basis of their size –notably, in light of their population. While the EU institutional architecture has been re-adapted over time, the aim to balance state equality with state power has continued to be one of its defining features”[46].

Sin perjuicio de que el Tratado de Lisboa haya podido venir a reforzar también en sentido contrario algún otro flanco de esa arquitectura institucional clásica –como ha ocurrido evidentemente con el fortalecimiento de la posición del Parlamento Europeo en su seno–, lo cierto es que el retorno con tanta crudeza del poder estatal al centro del escenario de la integración no puede interpretarse más que como una evidente vuelta atrás.

Retomando el hilo conductor de este epígrafe, y si bien la impronta del fenómeno objeto de estudio resulta perceptible –como decíamos al principio– tanto en el plano institucional como en el de la respuesta normativa, basta con repasar la gestión jurídica que la Unión ha hecho de las crisis más graves a las que se ha visto confrontada en estos últimos años para caer en la cuenta de que se trata, en realidad, de una dinámica global cuyos efectos se manifiestan de forma conjunta en ambas vertientes. Así, por ejemplo, no se puede separar la “omnipresencia”[47] del Consejo Europeo en cada uno de esos contextos de la naturaleza esencialmente “internacional”, amén de controvertida en muchos casos, de algunos de los productos normativos a los que ha recurrido para encauzar su actuación, siempre que esta se le ha podido atribuir en cuanto tal institución de la Unión.

Porque, en efecto, no se trata solo de que haya asumido un protagonismo casi agobiante durante esta etapa, sino también de que cuando ha convenido en aras de la eficacia de la respuesta los perfiles institucionales del Consejo Europeo se han desdibujado sin recato, dejando paso simplemente a la acción concertada en su seno de los máximos responsables políticos de los gobiernos de los Estados miembros. Ello no constituye, como es bien sabido, ninguna novedad puesto que de este modo se ha articulado la gestión de no pocas crisis de carácter constitucional, similares por ejemplo –y salvando las distancias, que son evidentes– a la provocada por la amenaza del Brexit. Todo parece indicar, sin embargo, que en este caso los jefes de Estado y de Gobierno fueron jurídicamente más lejos que en ocasiones anteriores, adoptando lo que bien podría considerarse como un auténtico tratado internacional celebrado en forma simplificada a fin de acordar los “ajustes” que en teoría deberían haber facilitado la permanencia del Reino Unido en la UE[48]. Como ya apuntamos en su momento, la condición para que este instrumento convencional pudiera entrar en vigor finalmente no se cumplió puesto que el Reino Unido no llegó a comunicar su voluntad de permanecer en la Unión; muy al contrario, el 29 de marzo de 2017 notificó formalmente, al amparo del art. 50 TUE, su intención de retirarse de la misma.

Pero no ha sido esta, ni mucho menos, la ilustración más llamativa de ese fenómeno de “instrumentalización” del Consejo Europeo, que por derivación podría terminar afectando igualmente a otras instituciones de la Unión. Esto es lo que en gran medida ocurrió en el caso de la célebre Declaración UE-Turquía, de 18 de marzo de 2016, mediante la que se consiguió frenar la denominada “crisis de los refugiados”, al menos en su flanco griego[49]. Con independencia de su exacta naturaleza jurídica, que continúa suscitando acalorados debates doctrinales[50] y sobre la que ha eludido pronunciarse el Tribunal de Justicia, lo cierto es que las instituciones implicadas en su preparación y adopción se las han arreglado para evitar formalmente cualquier responsabilidad en la autoría de la misma, que recaería directamente sobre los gobiernos de los Estados miembros por más que la materia sobre la que versa el instrumento controvertido quede claramente cubierta por la competencia de la Unión. Así lo certificó inicialmente el Tribunal General en sus autos de febrero de 2017[51], avalando lo que en cierto modo podría interpretarse como una aceptación del carácter dispositivo –negado tajantemente en otros supuestos, pero no en este, por el TJ– del sistema institucional de la UE[52], del que al parecer pudieron servirse sin problemas los Estados miembros para alcanzar del modo más rápido y eficaz posible un acuerdo con Turquía que permitiese contener la crisis.

Por lo demás, la hegemonía del Consejo Europeo –y, por extensión, de esas nuevas formas de intergubernamentalismo a las que antes aludíamos– se ha manifestado con particular intensidad en la gestión de la crisis financiera. Es en este terreno, en efecto, donde se ha percibido con mayor crudeza hasta qué punto el predominio del Consejo Europeo, bajo el liderazgo no solo de su Presidente sino esencialmente del consabido directorio de Estados miembros ha podido alterar o desvirtuar la dinámica institucional de la Unión. Ello ha venido acompañado, a modo de corolario, por un intenso recurso a instrumentos jurídicos de naturaleza internacional, que en momentos clave de la articulación de la respuesta frente a la crisis ha colocado a los Estados miembros hasta cierto punto “fuera de los Tratados”, reforzando la impresión de desmontaje o desmoronamiento del edificio de la integración.

Así ha ocurrido indudablemente con los distintos “acuerdos inter se” celebrados en este contexto por los Estados miembros[53], pero también con los instrumentos concretos mediante los que se han ejecutado los diversos programas de asistencia financiera a aquellos que atravesaban por dificultades más graves[54]. Centrándonos únicamente en los primeros, su impacto desde la óptica que aquí nos interesa ha ido más allá de los aspectos estrictamente institucionales. Ciertamente, en este terreno ha resultado muy llamativo que un grupo –por muy amplio que fuese– de Estados miembros pudiera “tomar en préstamo” las instituciones de la Unión mediante acuerdos internacionales celebrados fuera del marco de la misma aunque con la finalidad de reforzar la consecución de alguno de sus objetivos fundamentales[55]; y ello, además, al tiempo que a través de esos mismos acuerdos se apuntalaba la estructura intergubernamental del sistema con la formalización, por ejemplo, de las reuniones de la denominada “Cumbre del Euro”[56], foro en principio desprovisto de poderes decisorios pero que, a la luz de la experiencia del Eurogrupo, bien pudiera terminar actuando como tal[57]. Es bien sabido que, en su pronunciamiento en el asunto Pringle, el Tribunal de Justicia estableció las condiciones bajo las cuales aquel préstamo institucional puede considerarse compatible –como de hecho constató en el caso concreto– con el Derecho de la Unión[58]. No obstante, la conclusión del TJ en este asunto, como con razón se ha hecho notar, “(was) premised on the implicit assumption that compatibility with the Lisbon Treaty ‘means’ only substantive and not decisional compatibility”[59], una presunción que no debería perderse de vista y que quizá habría conducido a otro resultado de no haber concurrido las circunstancias tan especiales que rodearon la creación del MEDE.

Pero, por otro lado, tampoco son en absoluto irrelevantes a efectos del presente análisis las normas específicas por las que se ha regido la entrada en vigor de estos instrumentos jurídicos internacionales que, rompiendo con la regla clásica que ha imperado siempre para la reforma de los Tratados en el marco del proceso de integración, han convertido prácticamente en superfluo a tal fin el consentimiento de los pequeños Estados miembros mientras que cada uno de los grandes se reservaba de facto la capacidad de bloqueo[60]; una dinámica que podría llegar a trasladarse incluso a la adopción de ciertas decisiones tanto en el caso del MEDE como, de forma todavía más evidente, en el del Fondo Único de Resolución bancaria, reforzando la idea de que no estamos en presencia de una simple deriva intergubernamental sino de un fenómeno mucho más sofisticado[61].

Con todo y con eso, el balance que arroja la respuesta jurídica de la UE a la crisis financiera es extremadamente paradójico desde esta perspectiva normativa e institucional sobre la que estamos reflexionando y debe, por tanto, ser profundamente matizado. No olvidemos, en primer término, que aun situándose extramuros del ordenamiento de la Unión los Estados miembros recurren sin complejos en los acuerdos inter se a las instituciones de aquella, otorgando en particular un papel muy relevante a las encargadas de supervisar el cumplimiento de las normas conforme a la ortodoxia del método comunitario –Comisión y Tribunal de Justicia–, amén de orientar claramente el futuro de estos instrumentos convencionales hacia su plena y pronta integración en el sistema jurídico de la Unión[62].

Así, por ejemplo, si bien la Comisión ha cedido claramente al Consejo Europeo el liderazgo en el plano de la iniciativa normativa limitándose en la mayor parte de los casos a actuar como mera correa de transmisión entre las decisiones políticas de aquel y el engranaje de la maquinaria legislativa de la Unión, lo cierto es que en paralelo ha visto notablemente reforzadas sus prerrogativas de ejecución y control sobre los Estados miembros en lo que ha sido calificado como “l’amplification de son rôle suite à la crise financière”[63]. Obviamente, ello no compensa el correlativo deterioro de la posición del PE que esta nueva dinámica comporta y que, unido a la simultánea erosión de la capacidad real de intervención sustantiva de los parlamentos nacionales en determinadas situaciones de especial gravedad para la ciudadanía de algunos Estados miembros, ensombrece significativamente el panorama desde el punto de vista del escrutinio democrático. Por su parte, el TJ no ha dejado pasar la oportunidad –tan pronto como se le ha presentado– de confirmar su plena competencia para controlar jurisdiccionalmente la actuación del resto de instituciones, incluso por lo que se refiere a su observancia de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, cuando estas operan en el marco de los mencionados acuerdos inter se. Este fue el caso de los asuntos acumulados Ledra Advertising y Mallis a propósito de la eventual conculcación del derecho a la propiedad –finalmente descartada por el Tribunal– como consecuencia de la ejecución por parte de la Comisión y del BCE del Memorandum of Understanding (MoU) concluido en 2013 entre Chipre y el MEDE[64].

Pero, más allá de estas matizaciones en el plano institucional, es igualmente evidente que la gestión de la crisis financiera no se ha encauzado única, ni siquiera principalmente, a través de instrumentos formalmente ajenos al sistema jurídico de la Unión, por muy visibles y llamativos que estos hayan podido resultar. Junto a ellos, el entramado normativo de la Unión Económica y Monetaria –en particular, en la primera de sus vertientes– ha conocido durante este período un desarrollo y ha alcanzado una densidad que pocos podían imaginar hace una década. En efecto, aunque la adopción de este nutrido bloque de actos de derecho derivado se haya producido bajo la sombra y la amenaza del colapso del sistema, los avances normativos se han ido sucediendo a un ritmo insospechado y sorprendente, máxime si lo comparamos con los desarrollos coetáneos en el plano internacional[65]. No todo ha sido, pues, deterioro de las estructuras básicas de la integración, ni siquiera en ámbitos como este en los que la urgencia de la reacción ha obligado a recurrir en más de una ocasión a respuestas poco ortodoxas para los cánones del Derecho de la Unión.

Ahora bien, ello no debe hacernos perder de vista que la sombra del retorno de los Estados miembros en este campo es alargada o, dicho de otro modo, no se proyecta solo sobre la gestión de las crisis más acuciantes, sino que parece tender a consolidarse anunciando cambios en la mecánica jurídica e institucional que podrían perdurar en el tiempo y, por tanto, alterar aspectos clave del sistema. Piénsese, por ejemplo, en la reciente iniciativa del Presidente del Consejo Europeo bautizada como “the Leaders’ Agenda” (la Agenda de los Dirigentes) y que él mismo ha definido como “a new method, perhaps somewhat more direct, but at the same time more informal” para abordar aquellas “areas where European cooperation does not work well and being honest about the reasons why”[66]. Al expresarse así, D. Tusk no está pensando en ámbitos en los que las competencias de la Unión –y, en consecuencia, sus normas– sean precisamente débiles, sino en situaciones en las que pura y simplemente los Estados miembros se niegan a cumplir sus obligaciones, como ha ocurrido, sin ir más lejos, con las cuotas para la reubicación de solicitantes de asilo[67]. Un diálogo franco y directo entre los máximos responsables políticos nacionales puede resultar, sin duda, eficaz para desbloquear algunos de estos expedientes –como, por otra parte, ha ocurrido siempre–, pero ello no debería suponer –so pena de hacernos retroceder significativamente– una renuncia a los mecanismos de control jurídico que siempre han distinguido al proceso de integración europea.

Una reacción similar, salvando las distancias, a la que ya pudo constatarse cuando en 2014 la Comisión propuso su nuevo marco para reforzar el Estado de Derecho como procedimiento previo a una eventual activación de las previsiones contenidas en el art. 7 TUE[68]. Frente al carácter formal y estructurado del diálogo que este instrumento establece entre la Comisión y el gobierno del Estado miembro en el que se constata una situación de “amenaza sistémica para el Estado de Derecho”, del lado del Consejo se decidió en paralelo –y con el mismo objetivo teórico de promover y salvaguardar la observancia del “rule of law” entre los Estados miembros– instaurar una especie de formato alternativo de diálogo entre estos últimos, de naturaleza pues estrictamente intergubernamental puesto que se desarrolla en el seno del Consejo de Asuntos Generales, y obviando además de forma deliberada cualquier referencia a disposiciones concretas de los Tratados[69]. A la luz de los acontecimientos posteriores y del papel desempeñado por la Comisión en el desarrollo de los mismos, esta divergencia en el enfoque de una cuestión tan grave y delicada como esta resulta más que significativa[70].

Una conclusión que, al igual que algunas otras que hemos ido alcanzando a lo largo de este apartado, se corresponde claramente con una de las realidades que vive el Derecho de la Unión, pero que no permite trazar un diagnóstico completo o exhaustivo de su estado actual. Y ello es así porque, como anunciábamos al principio, coetáneamente y en abierto contraste con lo anterior, venimos asistiendo en esta última etapa del proceso de construcción europea a un evidente fortalecimiento de lo que suele identificarse como la dimensión constitucional del sistema. Veamos, pues, a continuación en qué términos se está produciendo este otro fenómeno que también resulta definitorio del estado actual del Derecho de la Unión.

III. La imparable constitucionalización del sistema jurídico de la UE bajo un renovado impulso del Tribunal de Justicia [arriba] 

Si la dinámica de constitucionalización de lo que hoy es el sistema jurídico de la UE ha ido siempre indisociablemente vinculada al papel que desde un principio los Tratados atribuyeron en su seno al Tribunal de Justicia, en pocas ocasiones como en este último periodo habrán podido percibirse con tanta intensidad los efectos de esa interacción, pese a que, como acabamos de ver, haya sido esta también una etapa de reposicionamiento de los Estados miembros en el marco del proceso de integración. Ello se ha debido, no tanto al fortalecimiento de las competencias de aquella institución para ejercer funciones de naturaleza constitucional –que básicamente siguen siendo las mismas–, como al nuevo protagonismo que la protección de los derechos individuales ha cobrado –de la mano sobre todo, aunque no solo, de la incorporación de la Carta de Derechos Fundamentales al derecho originario de la UE– tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Este ha sido sin duda un factor determinante, si bien la impronta constitucional del debate o de la preocupación por la salvaguarda de los derechos fundamentales excede claramente, como veremos más adelante, el ámbito de las controversias jurídicas asociadas a la aplicación de la Carta.

Porque, en el fondo, todos somos conscientes de que el proceso de constitucionalización del ordenamiento jurídico de la Unión fue iniciado por el propio Tribunal de Justicia cuando en la primera mitad de los años sesenta del siglo pasado se decantó por “destronar” –en sentido figurado, claro– “the governments of the Member States as masters of the implementation process under the integration treaties”[71], reconociendo a los particulares la capacidad para ejercer una vigilancia y un control directos sobre estos últimos cada vez que estuviera en juego la protección de sus derechos[72]. Un par de décadas después, el mismo Tribunal de Luxemburgo habría de completar esta construcción teórica incorporando a su argumentación de forma explícita la lógica “constitucional”; y lo hizo para subrayar la preeminencia del Derecho, del Rule of Law, en el funcionamiento de un sistema en el que ninguno de sus sujetos “puede sustraerse al control de la conformidad de sus actos con la carta constitucional fundamental que constituye el Tratado”[73].

Así pues, cuando hablamos de constitucionalización en el marco de la UE seguimos aludiendo esencialmente a un fenómeno de naturaleza jurídica, y no tanto política, sin perjuicio de que la presencia de esta segunda dimensión en el debate se haya acentuado de manera muy significativa en los últimos tiempos, en gran medida –aunque no solo– como consecuencia del proceso de elaboración del fallido Tratado Constitucional. Como subrayan los teóricos del constitucionalismo internacional –asumiendo que sus postulados se inspiran abiertamente en el precedente, por no decir modelo, de la integración europea–, la lógica subyacente a cualquier proceso de este tipo es la del desarrollo de una auténtica “legal community” en cuyo seno se verifique una transformación progresiva “from a sovereignty-centred to a value-oriented or individual-oriented system”[74].

Precisamente lo que viene ocurriendo desde hace medio siglo en el marco del sistema jurídico de la –hoy– Unión Europea bajo el decidido impulso del Tribunal de Luxemburgo. Un impulso que, como veremos a continuación, está llevando este proceso de constitucionalización a, lo que me atrevería a denominar, una nueva dimensión en los últimos años: por un lado, y gracias esencialmente al estatuto definitivo otorgado a la Carta de Derechos Fundamentales, mediante un fortalecimiento muy significativo de la posición constitucional del individuo y su protección dentro del sistema; por otro, reivindicando hasta extremos quizá nunca antes explorados la idea misma de autonomía del Derecho de la UE frente a otros órdenes jurídicos, en particular el propio Derecho internacional.

III.1. Profundizando en la dimensión constitucional de la protección de derechos por el Tribunal de Justicia de la UE

El más somero repaso de la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo durante estas dos primeras décadas del siglo XXI, y en particular tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, revela claramente la renovada “potencia constitucional” que ha cobrado en esta etapa su acción jurisdiccional en el campo de la protección de los derechos que para los individuos resultan del sistema jurídico de la Unión, ya se encuentren asociados de un modo u otro al estatuto de la ciudadanía, ya deban considerarse derechos fundamentales en sentido estricto.

No es este, ciertamente, un fenómeno en sí mismo novedoso. Acabamos de evocar el carácter revolucionario que, desde el punto de vista de la constitucionalización de aquel incipiente “nuevo ordenamiento jurídico de Derecho internacional” creado por los Tratados comunitarios originales, tuvo la voluntad del TJ de configurar en su seno al individuo “as a European subject, alongside his or her national identity, decades before the institution of formal European Citizenship”[75]. Ello abrió la puerta a desarrollos que pocos podían imaginar por aquel entonces, incluidos los relativos a la protección de los derechos fundamentales en tanto que principios generales del Derecho de la Unión, fruto de lo que podríamos denominar un primer brote de conflictividad constitucional. En todo caso, durante décadas se mantuvo a este respecto la consideración en gran medida compartimentada del individuo, consustancial a un proceso de integración de naturaleza esencialmente económica.

Como es bien sabido, estas limitaciones habrían de ceder definitivamente –al menos, sobre el papel– con la incorporación del estatuto de la ciudadanía al derecho originario de la Unión y, sobre todo, con la construcción jurisprudencial que el TJ comenzó a desarrollar de inmediato en torno al sentido y la virtualidad de estos derechos. No obstante, y pese al incuestionable significado constitucional –incluso federal– de esa operación[76], lo que realmente está permitiendo al Tribunal adentrarse en una nueva dimensión dentro el proceso de constitucionalización del sistema de la UE ha sido, sin duda alguna, la transformación del valor jurídico de la Carta como consecuencia de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa[77]; mutación que ha venido acompañada, además, de la plena consolidación normativa de un ámbito material –el del Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia– en el que por razones obvias la protección de los derechos fundamentales suscita controversias casi cotidianas y de una especial sensibilidad. Todo ello no resta, de cualquier forma, ni un ápice de interés a la mencionada línea jurisprudencial del TJUE en relación con los derechos de ciudadanía, máxime si tenemos en cuenta, como tendremos ocasión de comprobar después, que la incorporación de la Carta –con su Título relativo a la ciudadanía dentro– al derecho originario de la Unión también ha suscitado nuevos interrogantes jurídicos en este campo.

En efecto, el impacto constitucional de la Carta está siendo espectacular, por más que en un principio no faltaran voces muy autorizadas que pudieron dudar de ello[78]. En términos cuantitativos, basta para constatarlo con echar un vistazo a los datos que puntualmente facilita la Comisión a este respecto en sus informes periódicos sobre la aplicación de la Carta[79]. Tanto para el propio TJUE como para los órganos jurisdiccionales nacionales, la Carta se ha convertido durante estos últimos años en una herramienta jurídica de un potencial cada vez más relevante en el ejercicio de sus respectivas funciones en el marco del sistema judicial de la Unión[80].

Pero es, lógicamente, en el plano cualitativo donde mejor se aprecia ese impacto, hasta el punto de que, a la luz de estos nuevos desarrollos jurisprudenciales en materia de derechos fundamentales, haya podido llegar a hablarse sin rodeos de “inexorable marginalización” de los tribunales constitucionales nacionales, e incluso de los propios textos constitucionales de los Estados miembros en este campo[81], o directamente de “European fundamental rights imperialism”[82]. Ello es así como consecuencia de la interpretación que el Tribunal de Justicia ha hecho en este contexto de algunas de las disposiciones generales o transversales de la Carta, y en particular de sus arts. 51 (“ámbito de aplicación”) y 53 (“nivel de protección”); sus pronunciamientos en asuntos tan conocidos y polémicos como Akerberg Fransson o Melloni –dictados curiosamente en la misma fecha– constituyen la referencia obligada a este respecto[83]. En el fondo, entre ambos aspectos existe una íntima conexión que conduce irremediablemente al debate sobre el pluralismo constitucional que ya evocamos antes.

El primero de aquellos preceptos constituye el reflejo en la Carta del principio de atribución sobre el que se funda con carácter general la arquitectura jurídica de la Unión. En este sentido, la delimitación de competencias establecida por los Tratados no podrá verse afectada en modo alguno por la Carta, cuya misión lógicamente es otra: la de asegurar una adecuada protección de los derechos en ella recogidos dentro de la esfera de actuación de las instituciones, órganos y organismos de la UE, pero también –y es aquí donde entramos en un terreno mucho más resbaladizo– cuando son las autoridades nacionales quienes aplican el Derecho de la Unión. El enfoque con el que esta última previsión aparece contemplada en el art. 51.1 es claramente restrictivo, ya que los Estados miembros deben considerarse directamente sometidos a la Carta “únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión” y teniendo siempre presentes tanto el principio de subsidiariedad como los límites concretos de sus respectivas competencias materiales. Ahora bien, es de sobra conocida la proclividad casi natural del Tribunal de Luxemburgo a proyectar generosamente su autoridad interpretativa en ámbitos en los que confluyen las competencias nacionales y las de la Unión a fin de preservar la uniformidad en la aplicación de las normas que integran el sistema jurídico de esta última.

De este modo, y si bien el art. 51 no pretende en principio más que codificar o confirmar su jurisprudencia previa en la materia[84], lo cierto es que el TJUE –a partir esencialmente de Akerberg Fransson– parece abrir significativamente el angular de su enfoque a la hora de establecer una conexión suficiente con el Derecho de la Unión que justifique en cada caso concreto su capacidad para controlar jurisdiccionalmente la actuación de las autoridades nacionales a luz de la Carta. En el mencionado asunto, no dudó en ejercer este control en la esfera de las sanciones penales por infracciones tributarias cometidas en relación con el IVA –estaba en juego el principio non bis in idem enunciado en el art. 50 de la Carta–, aunque las normas nacionales controvertidas no habían sido específicamente adoptadas para transponer las directivas de la Unión en este campo. En contra del criterio expresado por el AG Cruz Villalón en un análisis muy elaborado sobre este punto[85], el Tribunal concluyó que, “puesto que los derechos fundamentales garantizados por la Carta deben ser respetados cuando una normativa nacional esté incluida en el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión, no existe ningún supuesto comprendido en el Derecho de la Unión en el que no se apliquen dichos derechos fundamentales. La aplicabilidad del Derecho de la Unión implica la aplicabilidad de los derechos fundamentales garantizados por la Carta”[86]. Salta a la vista que el potencial expansivo de esta doctrina del Tribunal es muy amplio, sin perjuicio de que no hayan faltado tampoco durante este periodo los casos en los que se ha declarado incompetente para enjuiciar el comportamiento de las autoridades nacionales en relación con la Carta por situarse materialmente fuera del ámbito de aplicación del Derecho de la Unión.

Sea como fuere, esta concepción tan generosa del ámbito de aplicación de la Carta, con independencia de su relevancia constitucional intrínseca, provoca a su vez un desplazamiento del protagonismo en este plano hacia la cláusula contenida en el art. 53, es decir, a la problemática relativa al nivel de protección y, por tanto, a la interacción o eventual conflictividad directa entre los sistemas constitucionales nacionales y el de la Unión en un terreno tan sensible como el de la salvaguarda de los derechos fundamentales[87].

No hay que perder de vista a este respecto que, con carácter general y exceptuando algunos casos emblemáticos que se van haciendo –bien es cierto– cada vez más frecuentes en la práctica, la actividad jurisdiccional del TJUE en materia de protección de los derechos fundamentales se ha centrado siempre en mayor medida en el escrutinio de la actuación de los Estados miembros, cuando esta se desenvuelve dentro del ámbito de aplicación del Derecho de la Unión, que en el de la de sus propias instituciones, órganos u organismos[88].

Por lo que se refiere más concretamente a la interpretación del art. 53 de la Carta, sorprende en primer término la extrema concisión de la Explicación que lo acompaña, comparada por ejemplo con las relativas al contenido de las disposiciones transversales precedentes, los arts. 51 y 52. Ello no puede entenderse, en modo alguno, como un síntoma de su irrelevancia o del escaso potencial conflictivo de la materia que regula; más bien al contrario, aquella fue –con razón– una de las cláusulas más polémicas durante el proceso de elaboración de la Carta y, como tal, ha retenido la atención de la doctrina[89]. No en vano, por medio de la misma, se pretende evitar cualquier rebaja o regresión en el nivel de protección de los derechos fundamentales cuando confluyen y, por tanto, pueden interactuar para su salvaguarda normas “constitucionales” de distinto origen[90], cada una de las cuales se reclama lógicamente prevalente en su respectivo ámbito de aplicación. El tipo de situaciones que precisamente favorece, por lo que a la interacción entre normas constitucionales nacionales y Derecho de la Unión se refiere, la interpretación del art. 51 de la Carta que acabamos de analizar.

Pues bien, el enfoque con el que el Tribunal ha abordado durante este periodo la gestión de esas situaciones –por definición, altamente conflictivas– se inscribe claramente en la dinámica de profundización en el proceso de constitucionalización del sistema jurídico de la Unión que venimos diagnosticando. Una buena prueba de ello fue, sin duda, la respuesta que desde Luxemburgo se dio a la primera cuestión prejudicial planteada por el Tribunal Constitucional español en el ya mencionado asunto Melloni. En un contexto de abierta discrepancia entre los estándares de protección propiciados por la norma constitucional nacional y el Derecho de la Unión –en este caso encarnado en la Decisión marco relativa a la orden de detención europea–, el TJUE hace prevalecer este último, a todas luces menos favorable para el afectado, porque de otro modo se vería cuestionada “la primacía, la unidad y la efectividad del Derecho de la Unión”[91].

Es comprensible que frente a un escenario de esta naturaleza se haya podido llegar a hablar, como apuntamos antes, de marginalización de las constituciones e incluso de los propios tribunales constitucionales nacionales[92]. Al fin y al cabo, sus estándares de protección en materia de derechos fundamentales, aun siendo más favorables, pueden verse desplazados en determinadas situaciones por el imperativo de asegurar una aplicación íntegra y completamente autónoma del Derecho de la Unión. Bien es cierto que, como el mismo Tribunal de Justicia habría de matizar simultáneamente en Akerberg Fransson, esto solo ocurrirá cuando la acción de los Estados miembros, además de situarse en el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión, se encuentre “totalmente determinada” por este último[93]; circunstancia que se daba en Melloni debido a la exhaustividad de la Decisión marco relativa a la orden de entrega sobre el punto controvertido, pero no en Akerberg Fransson a propósito de la sanción penal de infracciones fiscales en la esfera del IVA y la eventual incompatibilidad de la normativa sueca en cuestión con el principio non bis in idem, tal y como aparece consagrado en el art. 50 de la Carta.

Así pues, de la interpretación que el Tribunal ha hecho en estos asuntos del art. 53 de la Carta cabe colegir que, a la hora de “encajar los sistemas nacionales y europeo (UE)”[94] de salvaguarda de los derechos fundamentales, podremos vernos confrontados esencialmente a dos categorías de situaciones distintas, dependiendo de si la actuación de los Estados miembros que suscita el conflicto en cuanto al nivel de protección esté o no totalmente determinada por el Derecho de la Unión. En cualquiera de las dos, sin embargo, se aprecia con claridad hasta qué punto la Carta –en plano de igualdad jurídica ya con los Tratados– está propiciando, cuando no espoleando directamente en manos del Tribunal, esa renovada dinámica de profundización en el proceso de constitucionalización del sistema.

Las cosas no son, en todo caso, tan sencillas como pudiera parecer a la luz de este planteamiento dual, que sin duda resulta muy útil para introducir un cierto grado de sistematización en el análisis de un fenómeno tan complejo. Y ello es así debido a la lógica resistencia que el mencionado proceso suscita, como ya apuntamos antes al reflexionar sobre la cláusula contenida en el art. 4.2 TUE, en los máximos responsables de garantizar la observancia de los derechos fundamentales en sus respectivos marcos constitucionales internos. En efecto, no es en absoluto evidente que “la primacía, la unidad y la efectividad del Derecho de la Unión” puedan imponerse de un modo tan contundente, restringiendo hasta tal punto la operatividad de los modelos nacionales de protección constitucional de los derechos fundamentales, con independencia de que nos encontremos frente a una situación tipo Akerberg o tipo Melloni. Sin ir más lejos, en relación con esta última, el propio TJUE ha tenido ocasión de matizar ya que la naturaleza constitucional del principio de confianza o reconocimiento mutuos, sobre el que se funda el régimen jurídico de la euroorden, no puede prevalecer de manera absoluta e indiscriminada cuando está en juego la protección de determinados derechos, también de carácter absoluto e inherentes a la dignidad humana[95].

Pero, por encima de todo y en términos mucho más amplios, los tribunales constitucionales nacionales no renuncian –con razón– a ejercer siempre que se revela necesario una función de contrapeso o de contención de ese ímpetu “constitucionalizador” que, de un tiempo a esta parte, muestra el Tribunal de Luxemburgo en este campo. Un papel modulador que, como en última instancia acaba de demostrar el asunto Taricco II[96], conduce indefectiblemente a atemperar en determinadas situaciones el rigor de la primacía del Derecho de la Unión y a encauzar los conflictos subyacentes a través de un diálogo entre jurisdicciones constitucionales en el marco del cual la respuesta a la cuestión de fondo sobre “who is the final arbiter of constitutionality in Europe” no tiene por qué tener una respuesta única o monolítica[97]. Así ha ocurrido claramente en este caso, ya evocado antes, en el que la Corte Constitucional italiana ha hecho ver al TJUE –en un escenario similar, aunque no idéntico al de Akerberg– que la primacía del Derecho de la Unión debía terminar cediendo, viéndose sometida en definitiva a una cierta condicionalidad –aunque el Tribunal, por supuesto, no lo reconozca de forma explícita–, al entrar en conflicto directo con la salvaguarda de un principio tan próximo al núcleo duro de la protección de los derechos fundamentales como el relativo a la legalidad de los delitos y las penas, consustancial no solo al ordenamiento italiano y a las “tradiciones constitucionales” comunes de los Estados miembros sino también al propio sistema de la UE[98]. Es, en definitiva, la lógica del pluralismo constitucional o del constitucionalismo multinivel que se impone de forma casi natural en este contexto, por más que pueda generar una cierta insatisfacción debido a la imposibilidad de identificar a priori reglas claras de conflicto que permitan dar respuestas igualmente incontrovertidas a situaciones tan delicadas como las que acabamos de analizar en relación con la protección de derechos fundamentales.

No termina aquí, sin embargo, la virtualidad de estos últimos como elementos vertebradores del renovado fenómeno de constitucionalización del edificio jurídico de la integración al que venimos asistiendo de la mano del Tribunal de Justicia. Es preciso recordar, sin ir más lejos, el espectacular impacto que ya han provocado en el mismo sentido los desarrollos relativos al estatuto de la ciudadanía de la Unión, cuyos derechos –no lo olvidemos– aparecen también recogidos en la Carta.

Han sido estos, en efecto, desarrollos de carácter esencialmente jurisprudencial puesto que la regulación de la ciudadanía no ha experimentado cambios significativos desde su formulación original con el Tratado de Maastricht, al margen –claro está– de las consecuencias que pudieran asociarse a su incorporación a la Carta y a la ulterior transformación de esta última en Derecho originario de la Unión. Ya se ha llamado suficientemente la atención sobre lo que cabría considerar una “articulación dual mal resuelta”, que genera una situación hasta cierto punto paradójica en la medida en que “los derechos de ciudadanía no gozan por relación a los demás derechos contemplados en los Tratados de ningún estatus jurídico especial que permita calificarlos de “fundamentales” y, sin embargo, su situación, por estar contemplados en el TFUE, es en términos generales más sólida que la de los derechos y libertades fundamentales recogidos en la Carta”[99].

Pero, lo realmente determinante es la operación de profundo calado constitucional que el Tribunal de Justicia ha llevado a cabo durante este periodo “en donnant vie à la citoyenneté, à la surprise, et parfois à la colère des États membres”[100]. No en vano, en su jurisprudencia se detecta una clara voluntad de preservar la singularidad y el potencial específico del estatuto de la ciudadanía, aislando en cierto modo su interpretación y desarrollo –incluso tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa– de los parámetros generales que acabamos de analizar en relación con los derechos fundamentales. Solo así se explicaría, como en su momento recordaba S. Iglesias Sánchez, que “[t]wo of the most far-reaching judgments in terms of fundamental rights delivered after the Treaty of Lisbon came into force, neither mention the Charter nor find support in a fundamental rights’ reasoning”[101]; se refería a los asuntos Rottmann y Ruiz Zambrano[102].

Efectivamente, en estos y otros pronunciamientos coetáneos en materia de ciudadanía, fundándose en la para entonces bien asentada vocación de este estatuto jurídico a “convertirse en el estatuto fundamental de los nacionales de los Estados miembros”[103], el TJUE alcanza conclusiones que parecen desafiar la lógica del principio de atribución, desbordando incluso lo que en el caso de los derechos fundamentales recogidos en la Carta considerábamos ya una interpretación muy generosa de su ámbito de aplicación. De tal forma que, allí donde podían existir dudas más que razonables acerca de la conexión de determinadas situaciones con el Derecho de la Unión, la potencia constitucional de las disposiciones generales del TFUE relativas a la ciudadanía –en particular, de su art. 20– termina restringiendo de manera muy significativa el margen de maniobra de los Estados miembros en relación con decisiones que en apariencia revestían un carácter puramente nacional y deberían, por tanto, encontrarse al abrigo de las competencias de la UE. En el primero de aquellos asuntos, la determinación de los modos de adquisición y pérdida de la nacionalidad, prerrogativa que en principio no puede verse afectada por la naturaleza estrictamente complementaria de la ciudadanía de la Unión; en el segundo, la capacidad para denegar la residencia en su territorio a un nacional de un tercer Estado, cuya única vinculación con el Derecho de la UE consistía en ser el progenitor de dos menores que, aun disfrutando de la ciudadanía, nunca habían ejercido los derechos inherentes a la misma por no haber abandonado el territorio del Estado miembro del que eran nacionales.

Llevando esta lógica hasta el extremo, se ha llegado a avanzar incluso –en lo que representaría, sin duda, un salto constitucional sin precedentes– que el estatuto de la ciudadanía podría operar para sus beneficiarios como una suerte de garantía última frente a determinadas violaciones de particular entidad de los derechos fundamentales en las que pudieran incurrir los Estados miembros “even in purely internal situations”, en la medida en que existiría un riesgo cierto de que con ese tipo de actuaciones pudieran desvirtuar “the substance of Union citizenship” en tanto que manifestación de los valores de la UE (art. 2 TUE). Es lo que sus propios promotores han denominado “Reverse Solange doctrine”[104], sólidamente construida conforme a los cánones teóricos del pluralismo constitucional pero de difícil concreción práctica, al menos por el momento.

En fin, sin perjuicio de que aquella línea jurisprudencial continúe dando importantes frutos y confirmando la notable proyección constitucional del estatuto de la ciudadanía –que permite desbordar en no pocas situaciones el estricto marco jurídico de la legislación que regula el ejercicio de estos derechos para facilitar el disfrute efectivo de los mismos por parte de sus beneficiarios–[105], el Tribunal de Justicia es a la postre plenamente consciente de las limitaciones a las que se ve sometida su actuación en este terreno como consecuencia del principio de atribución. No podía ser de otro modo en un sistema jurídico como el de la UE, si bien no deja de resultar sintomático que aquellos límites se manifiesten sobre todo cuando entra en juego la dimensión económica del derecho a no ser discriminado por razón de la nacionalidad, la sombra de los costes que comportaría garantizar una escrupulosa igualdad de trato cada vez que la movilidad de los ciudadanos de la Unión amenaza con convertirse en una carga financiera para los Estados miembros de acogida; llegados a este punto, la “potencia constitucional” del estatuto de la ciudadanía cede ante la lógica de una interpretación mucho más estricta del ámbito de aplicación del Derecho de la Unión[106].

III.2. ¿Regreso al futuro? La autonomía del Derecho de la Unión o la tendencia (¿natural?) a “soberanizar al usurpador tecnocrático”[107]

Sorprende, en efecto, por su carácter paradójico e incluso abiertamente contradictorio –y eso es lo que se pretende expresar con este enunciado en apariencia tan enrevesado– que un sistema jurídico como el de la UE, construido a partir de la relativización más acusada que se conoce del significado clásico de la soberanía, pueda reclamar para sí una autonomía tan intensa que termine complicando su propia inserción en el ordenamiento internacional de un modo hasta cierto punto similar a como tradicionalmente lo ha hecho aquel atributo en el caso de los Estados.

No es desde luego fácil de asumir, pero esta es a fin de cuentas la percepción que uno tiene a la luz de algunos de los desarrollos jurisprudenciales a los que hemos asistido a lo largo de la última década en relación con aquel principio, el de la autonomía del Derecho de la Unión, cuando se predica respecto del Derecho internacional. Identificamos así una segunda dimensión –íntimamente relacionada con la que acabamos de analizar– de la renovada dinámica de constitucionalización del sistema en la que, como venimos insistiendo, parece embarcado el Tribunal de Justicia. Si en el primero de estos escenarios la autonomía se afirmaba en clave interna, frente a los ordenamientos constitucionales de los Estados miembros, ahora se proclama en relación con el entorno jurídico externo, en el que la UE no solo opera –como el resto de sujetos de Derecho internacional– sino del que además genéticamente procede.

Lo cierto es que ambos conceptos, autonomía y enfoque constitucional, han ido de la mano y se han retroalimentado mutuamente desde los orígenes mismos del proceso de integración europea[108].Ahora bien, el ímpetu –podría incluso hablarse de “fundamentalismo”– con el que el TJ parece haber abordado en esta última etapa la afirmación y la preservación de la autonomía del Derecho de la Unión frente a cualquier elemento jurídico externo que pudiera contaminar o desvirtuar su naturaleza específica constituye, sin lugar a dudas, uno de los aspectos más llamativos, y también polémicos, de su jurisprudencia de carácter constitucional. Con la circunstancia agravante, además, de que buena parte de esos pronunciamientos ha conducido a situaciones muy delicadas, cuando no claramente conflictivas, tanto desde el punto de vista de la correcta incardinación de la UE en la escena internacional, como en lo que atañe a la estricta observancia de determinados mandatos constitucionales propios; y no me refiero con ello únicamente al contenido en el art. 6.2 TUE a propósito de la adhesión al Convenio Europeo de Derechos Humanos, sino también a otros como el relativo al compromiso que la Unión debe mostrar con el Derecho internacional y, en particular, con los principios de la Carta de las Naciones Unidas (arts. 3.5 y 21.1 TUE). Ni que decir tiene que dentro de ese bloque de pronunciamientos destacan, sobre otros muchos, el archiconocido asunto Kadi[109] o los dictámenes 1/09[110] y, por supuesto, 2/13[111].

En todos ellos el TJUE alcanza conclusiones más que controvertidas en su afán por defender la “autonomía externa” del sistema jurídico de la Unión, poniendo así de manifiesto –o, al menos, a mí me lo parece– su voluntad de llevar a una nueva dimensión el proceso de constitucionalización del mismo, de profundizar en su ambición y lógica constitucionales, como ya se apreciaba también en clave interna en la línea de jurisprudencia en materia de protección de derechos que analizamos en el epígrafe anterior. Tal vez esa vocación no se perciba con tanta nitidez en el dictamen 1/09, más apegado al patrón tradicional de interpretación de la autonomía como un principio asociado esencialmente a la salvaguarda de la posición y prerrogativas del Tribunal de Justicia frente a amenazas externas[112], por más que el caso comportase igualmente novedades significativas en este terreno al ampliarse el blindaje que garantiza aquella protección al papel que las jurisdicciones nacionales desempeñan en el marco del modelo de aplicación judicial del Derecho de la Unión. Pero es con Kadi, desde luego, cuando aquel salto constitucional se revela en toda su plenitud: la afirmación de la autonomía ya no cubre solo elementos organizativos o institucionales del sistema –por muy relevantes que estos puedan ser–, sino que afecta también a aspectos materiales o sustantivos que ocupan un lugar central en su diseño constitucional, como los derechos fundamentales, y cuya preservación podría llegar a justificar incluso la inobservancia de principios básicos del ordenamiento jurídico internacional. Ambos grupos de argumentos, los institucionales y los sustantivos, aparecerán de forma combinada en el dictamen 2/13, en lo que bien podría calificarse como la apoteosis de la exaltación de la autonomía externa del Derecho de la Unión por parte del Tribunal. No en vano, en un contexto que había sido cuidadosamente preparado para evitar ese tipo de fricciones, el Juez de Luxemburgo termina identificando tal volumen de aristas afectadas en el poliédrico principio de autonomía que su preservación bajo esas condiciones se convierte en un obstáculo insalvable para la adhesión de la UE al CEDH[113], cosa que por cierto no le ha ocurrido a ninguno de sus muy soberanos –y no menos celosos del núcleo intangible de sus respectivas constituciones nacionales– Estados miembros.

El debate en torno a la autonomía externa del Derecho de la Unión pasa a plantearse pues de un modo más sofisticado, en términos más próximos –si se quiere– a los que han venido caracterizando su operatividad en el plano interno, en el marco de las relaciones con los sistemas constitucionales de los Estados miembros. Con la peculiaridad de que el ordenamiento de la UE va a mostrarse más refractario si cabe, so pena de ver desvirtuada su naturaleza específica, a asumir las consecuencias jurídicas que derivan de su participación en esquemas organizativos internacionales que comporten elementos de integración: ya vengan dados estos últimos por el sometimiento a una jurisdicción externa en determinados ámbitos materiales, ya por la aceptación como obligatorias de las decisiones de un órgano político –el Consejo de Seguridad de NU– al que se ha cedido con carácter general el ejercicio de la competencia para reaccionar frente a situaciones que revisten una especial gravedad para la Comunidad internacional en su conjunto.

No deja de resultar curioso que la UE, creada precisamente sobre la base de la premisa del ejercicio en común de la soberanía con el objetivo de ofrecer respuestas más eficaces a aquellos desafíos o problemas que desbordan las capacidades nacionales, pueda experimentar a la postre mayores dificultades que sus propios Estados miembros –titulares de la plenitud de competencias inherentes a la soberanía– para incardinarse en proyectos “supranacionales” más amplios. Llevando el argumento hasta el extremo, podría llegar a sostenerse incluso que la Unión –o, más bien, una concepción excesivamente rigurosa de su autonomía– termina dificultando de algún modo la participación de sus Estados miembros en el desarrollo de aquel tipo de iniciativas. Hasta qué punto deba considerarse razonable este peaje es algo que corresponde determinar al Tribunal de Justicia, con arreglo a un cuidadoso ejercicio de ponderación de intereses.

Todo ello ha venido a complicar, en cualquier caso, el análisis y la comprensión del fenómeno –ya de por sí complejo desde un principio– de la interacción entre el Derecho internacional y el Derecho de la UE, reavivando –entre otros– el debate en torno a si este último constituye un auténtico “self-contained regime” o circuito completamente cerrado al influjo normativo del anterior[114]; más aún si tenemos en cuenta el contexto global en el que se producen estos desarrollos, caracterizado por una creciente preocupación por la fragmentación del primero de aquellos dos sistemas jurídicos.

Por más que tanto la propia Comisión de Derecho Internacional en su célebre –y también criticado– Informe de 2006 como la mayor parte de la doctrina hayan suavizado en general la percepción de aquella amenaza[115], lo cierto es que con Kadi el TJUE lleva el debate a una nueva dimensión mucho más delicada y cargada de potencial conflictivo. Ya no se trata solo, en efecto, de que “el proceso tendencial de ampliación geográfica y competencial de la integración europea va[ya] orillando, reemplazando al Derecho internacional” en prácticamente todos los ámbitos de las relaciones entre los Estados miembros[116]; o de la cuestión de cómo deban ser interpretadas y aplicadas judicialmente –cuando hay lugar para ello– las normas de este último en el marco del sistema jurídico de la Unión. Lo que se plantea ahora es la gestión del “choque constitucional” directo entre ambos ordenamientos, al modo en el que este tipo de conflictos se ha venido verificando ya, también en el plano internacional, en relación con el subsistema específico del Convenio Europeo de Derechos Humanos, o, en clave puramente interna, respecto de los ordenamientos constitucionales de los Estados miembros. Con la diferencia, en absoluto desdeñable, de que en el caso que nos ocupa el recurso a la lógica del pluralismo constitucional ofrece un juego mucho más limitado que en los otros dos escenarios, aunque solo sea porque el grado de constitucionalización del Derecho internacional es igualmente mucho menor.

Puede defenderse, y con razón, que en el plano sistémico el Derecho de la UE no representa en sí mismo una amenaza para la unidad del ordenamiento jurídico internacional; al menos, así será mientras los Tratados constitutivos mantengan su condición de tales, sin transformarse en algo distinto, y ocurra otro tanto con los propios Estados miembros: la base social común sobre la que operan las normas –internacionales generales o europeas– garantiza en último término aquella unidad[117]. Ahora bien, en Kadi el TJ parece alinear –de un modo particularmente beligerante, además– su discurso jurídico con la vieja aspiración política de la UE a ser considerada como un “state-like actor” en la escena internacional[118], una especie de sujeto incomprendido cuya singularidad no termina nunca de ser suficientemente tenida en cuenta. De tal suerte que el enfoque con el que el Tribunal aborda en este asunto las consecuencias de la primacía de uno de los elementos normativos constitucionalmente más relevantes del ordenamiento internacional haya podido compararse sin ambages con el que adoptan los tribunales constitucionales nacionales en una tesitura similar frente al Derecho de la Unión[119]; el TJUE siente la necesidad incluso de mostrarse –como después confirmaría en el dictamen 2/13– mucho más escrupuloso que estos últimos en la defensa de la identidad constitucional de la UE, habida cuenta de la compleja especificidad del sistema jurídico que debe proteger.

Es comprensible pues, como ya apuntamos antes, que aquel enfoque haya sido tildado de dualista, en contraste con lo que tradicionalmente ha sido una actitud más abierta y receptiva hacia el Derecho internacional. Dualismo que, en realidad, no terminaría de manifestarse como tal si se desmitifica en el contexto de una aproximación a las relaciones entre ordenamientos –internacional y de la UE, en este caso– inspirada por el pluralismo jurídico. A fin de cuentas, el Tribunal no cierra la puerta en Kadi a un cierto “efecto Solange”[120], a relajar el nivel de exigencia de su escrutinio en la medida en que fuesen corregidas –como en parte ocurrió– las deficiencias que el sistema de sanciones de Naciones Unidas presentaba en materia de protección de los derechos de los destinatarios de las mismas. De esta forma, su concepción de la autonomía del Derecho de la Unión tampoco debería interpretarse como “competitiva” en este supuesto, sino más bien como lo que I. Pernice denomina “embedded autonomy”, una autonomía que opera en el marco de un “composed legal system” y que, por tanto, no obedece a la lógica de la jerarquía normativa o constitucional[121].

Con las cautelas que ya expusimos en su momento, esta visión de la interacción entre sistemas jurídicos ofrece claves explicativas muy valiosas para desentrañar el significado de las relaciones que se establecen entre el Derecho de la Unión y los ordenamientos constitucionales de los Estados miembros; incluso en el plano externo, también parece haber sido asumida sin mayores dificultades como fundamento del “diálogo” entre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el TJUE, con más y mejor voluntad, desde luego, por parte del primero que aun tras la “gran decepción”[122] que supuso el dictamen 2/13 mantiene su conocida doctrina Bosphorus[123]. Pero debe reconocerse que la traslación de aquel mapa mental al análisis del modo en el que el Derecho de la Unión interactúa con el Derecho internacional en escenarios “tipo Kadi” suscita problemas de mayor calado. No en vano, el evidente desequilibrio en la articulación de la relación entre ambos sistemas, en particular –aunque no solo– desde el punto de vista jurisdiccional, complica sobremanera la viabilidad en este supuesto de un modelo interpretativo que se basa precisamente en una concepción heterárquica de la interacción entre ordenamientos.

Por ello, y desde su posición privilegiada en tanto que jurisdicción instituida por el entramado jurídico internacional más ambicioso y avanzado que se conoce, el Tribunal de Luxemburgo debería evitar en toda la medida de lo posible el “chauvinismo judicial” cuando le corresponde interpretar y aplicar normas de Derecho internacional[124], lo cual no significa en modo alguno que deba renunciar por ello a una firme defensa de la especificidad constitucional del sistema en el que opera y cuya integridad debe proteger.

En definitiva, al igual que ocurre con la noción de soberanía, la autonomía en el marco del debate sobre la constitucionalización más allá del ámbito puramente estatal “can be conceived as a graduated or as an all-or-nothing concept”[125]. No parece que esta última opción pueda considerarse la más deseable o razonable para la UE en el contexto que acabamos de describir, ni por lo que se refiere a la vertiente interna de la autonomía de su ordenamiento jurídico, ni –por supuesto, tampoco– en la dimensión externa del mismo. Son muy significativas, a este respecto, las recientes reflexiones del Presidente del TJUE a propósito de uno de los aspectos más controvertidos del dictamen 2/13 en relación con la autonomía externa del Derecho de la Unión: el juego del principio de confianza mutua como elemento constitucional clave cuya afectación podría “poner en peligro el equilibrio en que se basa la Unión”[126]. En efecto, refiriéndose al mismo a la luz de los desarrollos jurisprudenciales posteriores, K. Lenaerts advierte que:

“as interpreted by the ECJ, mutual trust must not be confused with blind trust. This means, in essence, that it is possible to accommodate that principle with a level of fundamental rights protection that, whilst preserving the autonomy of the EU legal order, draws inspiration from the constitutional traditions common to the Member States and the ECHR. In that regard, the “autonomy” put forward in Opinion 2/13 does not refer to plain detachment. On the contrary, when it comes to protecting fundamental rights, the ECJ seeks to define the EU constitutional space without denying that the EU law influences, and is influenced by, the legal orders that surround it”[127].

No faltarán, en todo caso, en un futuro inmediato nuevas oportunidades y desafíos concretos para que el TJ pueda seguir aquilatando su concepción de la autonomía del Derecho de la Unión y ponderando, en consecuencia, la necesidad de protegerla frente al imperativo de asegurar igualmente una adecuada interacción entre este ordenamiento y el entorno jurídico internacional. Tras su reciente y controvertido pronunciamiento en el asunto Achmea, la oportunidad más clara e inminente para ello se la brinda, sin duda, la solicitud de dictamen planteada por el Gobierno belga (art. 218.11 TFUE) a propósito de la compatibilidad con los Tratados del mecanismo de solución de diferencias en materia inversiones entre inversores y Estados contemplado en el Acuerdo Económico y Comercial Global entre Canadá y la UE (CETA)[128].

Por lo demás, y de momento, algunos de los obstáculos resultantes del Dictamen 2/13, si bien no puede considerarse que hayan desaparecido, ya no parecen sin embargo tan insalvables como hace apenas un par de años para la controvertida adhesión al Convenio Europeo de Derechos Humanos[129].

IV. Reflexiones finales [arriba] 

Sería absurdo pretender cerrar este estudio con auténticas conclusiones cuando desde su encabezamiento mismo se ha planteado como un simple ensayo, por fuerza parcial y limitado, tendente a “diagnosticar” someramente el estado del Derecho de la UE. El objetivo ha sido, más bien, el de tratar de perfilar a través de sus elementos básicos una especie de agenda de investigación cuyo desafío fundamental radicaría en la conceptualización del “nuevo método” que parece estar forjándose en la práctica y en torno al cual habrá de articularse el futuro del proceso de integración en un momento que, pese a la superación de algunas de las crisis que han afectado a la UE en esta última etapa de su evolución, sigue caracterizándose por un alto grado de incertidumbre. Volviendo a la expresión evocada en las páginas iniciales de este trabajo, se trataría de determinar cuáles son los perfiles jurídicos precisos del denominado “Union method” –o de su equivalente en otras formulaciones–, es decir, de esa suerte de “tercera vía” que debería permitir encauzar la tensión tal vez hoy más acusada que nunca entre las dimensiones constitucional e intergubernamental del sistema, garantizando la supervivencia y un desarrollo, cuando menos razonable, de la Unión en las próximas décadas.

Urge, en efecto, realizar propuestas articuladas que vayan más allá de las intuiciones o caracterizaciones más o menos generales, ya provengan estas de las propias instituciones –como el Libro Blanco de la Comisión[130]–, de los Estados miembros –en último término, la Initiative pour l’Europe del Presidente Macron[131]– o de la doctrina, incluidas aquellas más apegadas a la práctica cotidiana del funcionamiento de la Unión como el diagnóstico avanzado hace unos años por L. Van Middelaar en su “paso hacia Europa”[132]. La urgencia de esta tarea se ve acrecentada por la amenaza directa que para los valores de la Unión emana en estos momentos de la actitud de los gobiernos de algunos de los Estados miembros, que corre el riesgo de propagarse si no se le hace frente con rotundidad al tiempo que se arbitran respuestas claras y eficaces a las preocupaciones de los ciudadanos que parecen estar detrás de su respaldo a esas actitudes.

De todas aquellas propuestas se desprende, en fin, esa percepción de que el método conforme al cual haya de gestionarse la integración en el futuro no va a ser exactamente el mismo que le ha servido de soporte a lo largo de las últimas décadas, con independencia de que la participación de los Estados miembros pueda organizarse en ese nuevo escenario de un modo unitario o conforme a modelos trufados de mayor o menor flexibilidad. Aunque francamente, a la luz de la práctica y pese a que esta cuestión haya acaparado una enorme atención a lo largo de los últimos años, no creo que deba considerarse el factor determinante de cara al futuro en la definición del nuevo modelo. Comparto en este punto el planteamiento recientemente esbozado por J. P. Jacqué recordando que la diferenciación, sea del tipo que sea (explícitamente regulada en los Tratados o ejecutada al margen de los mismos), “ne se décrète pas a priori, c’est une arme de dernier ressort”; y como tal la contemplan los Estados miembros, que en general rechazan cualquier aproximación a la misma en tanto que “arme de première frappe dans une estratégie de construction d’une Europe à plusieurs niveaux”[133], mostrándose proclives incluso –si las circunstancias así lo exigen– a implicarse en el desarrollo de iniciativas en las que pueden no creer demasiado o con las que no se sienten especialmente comprometidos por el simple hecho de no verse excluidos, máxime cuando la participación en estos ámbitos no comporta obligaciones demasiado exigentes, al menos de inicio.

Lo que sí se sitúa claramente en el centro de aquel debate es, por supuesto, el funcionamiento de la maquinaria institucional de la Unión. La Comisión parece ser la más preocupada –con razón– por la deriva que está tomando la evolución del sistema, lo cual explicaría alguna de sus más recientes y mediáticas propuestas en este terreno, como la idea de fusionar las presidencias de la propia Comisión y del Consejo Europeo[134] o la de crear la figura del ministro de Economía y Finanzas de la UE[135], haciendo coincidir en una misma persona el ejercicio de la presidencia del Eurogrupo y una de las vicepresidencias de la Comisión. No obstante, estas iniciativas, que quizá tengan que ver también con la evolución –a mi juicio positiva– que ha experimentado la posición institucional del Alto Representante bajo el mandato de F. Mogherini, tan solo constituyen la manifiestación hasta ahora más visible o llamativa de movimientos “tectónicos” mucho más profundos que están alterando algunos equilibrios tradicionales del sistema.

En definitiva, estas y otras muchas cuestiones abren perspectivas de análisis que desafían, no ya solo la configuración de aspectos técnicos concretos del sistema jurídico de la UE, sino la concepción misma del método que le ha servido de fundamento básico durante décadas, demandando pues una aproximación holística desde el punto de vista de la investigación.

 

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Notas [arriba] 

[1] Catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca (España) y Director de su Centro de Documentación Europea-Europe Direct. Director Ejecutivo de la Revista General de Derecho Europeo.
[2] roldán barbero, J., “La naturaleza jurídica del Derecho comunitario revisitada: la sombra del Derecho internacional es alargada”, Revista General de Derecho Europeo, nº 7, 2005, pág. 11.
[3] von bogdandy, A., “La transformación del derecho europeo: el concepto reformado y su búsqueda de comparación”, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 54, 2016, págs. 457-458.
[4] “Editorial. In Search of the Union Method”, European Constitutional Law Review, vol. 11, 2015, págs. 425-433. Véanse igualmente en relación con esta propuesta los comentarios de chiti, E.; teixeira, P., “The Constitutional Implications of the European Responses to the Financial and Public Debt Crisis”, Common Market Law Review, vol. 50, 2013, págs. 685-686.
[5] Esta constatación es habitual en casi todos los trabajos doctrinales que en los últimos años se han interesado por las implicaciones constitucionales que para la UE ha tenido la gestión de la crisis financiera (entre otros muchos, fabbrini, F., “States’ Equality v States’ Power: the Euro-crisis, Inter-state Relations and the Paradox of Domination”, Cambridge Yearbook of European Legal Studies, vol. 17, 2015, pág. 3).
[6] lenaerts, K., “Some Thoughts on the State of the European Union as a Rights-Based Legal Order”, Il Diritto dell’Unione Europea, nº 1, 2015, pág. 6.
[7] chalmers, D., “The Unconfined Power of European Union Law”, European Papers, vol. 1, nº 2, 2016, págs. 405-437.
[8] louis, J. V., “Conclusions générales”, en 50ème Anniversaire de l’arrêt Van Gend en Loos, 1963-2013. Actes du Colloque du 13 mai 2013, OPOUE, Luxembourg, 2013, pág. 206.
[9] mangas martín, A., “El nuevo equilibrio institucional en tiempos de excepción”, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 50, 2015, pág. 40.
[10] pierré-caps, S., “Crise des valeurs de l’Union européenne ou crise des valeurs nationales? Les valeurs de l’Union européenne et la question du démos”, Revue de l’Union Européenne, nº 610, Juillet-Août 2017, pág. 402.
[11] “Libro Blanco sobre el Futuro de Europa. Reflexiones y escenarios para la Europa de los Veintisiete en 2025”, COM (2017) 2025 final, 1.3.2017, pág. 6. En su Discurso sobre el estado de la Unión 2017, el Presidente de la Comisión esbozó algunos aspectos de lo que él mismo denominó “sexto escenario”.
[12] Concepto evocado, entre otros muchos, por berthelet, P., “Le droit constitutionnel européen comme remède à la crise des valeurs, ou l’aporie de la quête du fondement du droit”, Revue de l’Union Européenne, nº 613, 2017, pág. 400; jolivet, S., “L’égalité des États membres de l’Union européenne. Vers une conception de l’égalité étatique autonome du droit international?”, Revue du Droit de l’Union Européenne, nº 3, 2015, pág. 384.
[13] Referencias obligadas a este respecto, entre otros trabajos de estos mismos autores, halberstam, D., “Constitutional Heterarchy: The Centrality of Conflict in the European Union and the United States”, University of Michigan Public Law and Legal Theory Working Paper Series, nº 111, June 2008; y de pernice, I., “Multilevel Constitutionalism and the Treaty of Amsterdam: European Constitution-Making Revisited?”, Common Market Law Review, vol. 36, 1999, págs. 703-750.
[14] Declaración sobre el futuro de la Unión Europea, Consejo Europeo de 14 y 15 de diciembre de 2001.
[15] Declaración nº 18 aneja al Tratado de Lisboa.
[16] Punto tercero (Sovereignty) de su carta de 10 de noviembre de 2015 dirigida al Presidente del Consejo Europeo (disponible en http://news.b bc.co.uk /2/share d/bsp/hi/p dfs/10_11 _15_donal dtuskletter.pdf).
[17] Sección C (Soberanía), punto 1, de la Decisión de los jefes de Estado o de Gobierno, reunidos en el seno del Consejo Europeo, relativa a un nuevo régimen para el Reino Unido en la UE, DOUE C 69 I de 23.2.2026, pág. 6.
[18] Apartados 3.iv y 4 del texto aprobado por el Consejo Europeo en aquella reunión bajo el título Un nuevo régimen para el Reino Unido en la Unión Europea, DOUE C 69 I de 23.2.2016, pág. 1.
[19] Recuérdese que, a diferencia de su predecesor –el antiguo art. 47 TUE– cuya misión consistía en proteger a las políticas comunitarias de un eventual influjo o contaminación intergubernamental, esta nueva “cláusula de no afectación” entre la política exterior y de seguridad común (PESC) y el resto de políticas que conforman la acción exterior de la UE despliega sus efectos en ambos sentidos.
[20] kuijper, P. J., “Litigation on External Relations Power after Lisbon: The Member States Reject Their Own Treaty?”, Legal Issues of Economic Integration, vol. 43, nº 1, 2016, págs. 12-13.
[21] cruz villalón, P., “La identidad constitucional de los Estados miembros: dos relatos europeos”, Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, vol. 17, 2013, pág. 505.
[22] Véase, en este sentido, la matización de J. martín y pérez de nanclares cuando habla del “creciente refuerzo del poder estatal en la Unión Europea”, así como del hecho cada vez más perceptible de que, “en realidad, los Estados son los “dueños del proceso” y no sólo de los tratados”, conforme a la expresión clásica que se ha venido utilizando para describir esta realidad (“La posición de los Estados miembros ante la evolución de la Unión Europea: comprometidos con el proceso de integración, convencidos de la necesidad de reforzar los rasgos de intergubernamentalidad”, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 50, 2015, págs. 144 y 146).
[23] “La Conciliation entre la Primauté du Droit de l’Union Européenne et l’Identité Nationale des Etats Membres: Mission Impossible ou Espoir Raisonné ?”, en blanke, H. J.; cruz villalón, P.; klein, T.; ziller, J. (eds.), Common European Legal Thinking : Essays in Honour of Albrecht Weber, Springer, Heidelberg, 2015, pág. 109).
[24] von bogdandy, A.; schill, S., “Overcoming Absolute Primacy: Respect for National Identity under the Lisbon Treaty”, Common Market Law Review, vol. 48, 2011, pág. 1417.
[25] Como recuerda facchinetti, A., “The Protection of Human Rights in the European Union by means of Judicial Dialogue. A Comment on the ECJ’s Preliminary Ruling in the Taricco II Case”, Revista General de Derecho Europeo, nº 45, 2018, pág. 266. En este trabajo puede encontrarse un repaso de la jurisprudencia de estos tribunales constitucionales.
[26] martín y pérez de nanclares, J., “Órdago del Tribunal Constitucional alemán al proceso de integración europea (algo más que una sentencia crítica con el Tratado de Lisboa)”, Revista d’Estudis Autonòmics i Federals, nº 13, 2011, pág. 10
[27] BVerfG, 2 BvE 2/08 (texto en español disponible en: https://www.bun desverf assungs gericht. de/Shar edDocs /Entscheidung en/ES/20 09/06/es20 090630 _2bve000208 es.html.
[28] Sentencia de 5 de diciembre de 2017, M.A.S., M.B., C-42/17, EU:C:2017:936.
[29] Sentencia del TJUE, de 8 de septiembre de 2015, en el asunto C-105/14, EU:C:2015:555.
[30] Conclusiones de 18 de julio de 2017 en el asunto C-42/17, M.A.S., M.B., EU:C:2017:564, apdo. 10.
[31] Sentencia de 16 de junio de 2015, C-62/14, EU:C:2015:400. Tal fue la expectación jurídica suscitada por el auto de 7 de febrero de 2014, mediante el que el TC alemán planteaba por primera vez una cuestión prejudicial –referida a la compatibilidad con los Tratados de la operación OMT del Banco Central Europeo–, que el German Law Journal le dedicó un número especial (nº 2, vol. 15, 2014) con casi una quincena de trabajos sobre el mismo.
[32] Sentencia de 6 de diciembre de 2016, Sag 15/2014, DI som mandatar for Ajos A/S mod Boet efter A (DI, acting on behalf of Ajos A/S v. Estate of A (traducción al inglés disponible en www.suprem ecourt.dk).
[33] krajewski, M., “‘Conditional’ Primacy of EU Law and its Deliberative Value: An Imperfect Illustration from Taricco II”, European Law Blog, 18.12.2017.
[34] Véanse al respecto, entre otros, gonzález herrera, D., “Dinamarca contraataca: el caso Ajos, un nuevo desafío para el diálogo judicial”, European Papers, vol. 2, nº 1, 2017, págs. 329-338; holdgaard, R.; elkan, D.; krohn schaldemose, G., “From Cooperation to Collision: the ECJ’s Ajos Ruling and the Danish Supreme Court’s Refusal to Comply”, Common Market Law Review, vol. 55, 2018, págs. 17-54; krunke, H.; klinge, S., “The Danish Ajos Case: the Missing Case from Maastricht and Lisbon”, European Papers, vol. 3, nº 1, 2018, págs. 157-182..
[35] sarmiento, D., “La sentencia Gauweiler (C-62/14) del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, sobre el Programa de Compra de Deuda Pública del Banco Central Europeo”, Revista Española de Derecho Europeo, nº 57, 2016, pág. 74.
[36] En concreto, por su art. 1.1 relativo a la dignidad humana; BVerfG, Auto de 15 de diciembre de 2015, 2 BvR 2735/14 (versión oficial en inglés en http://www.bverf g.de/e/rs 20151215_ 2bvr273514 en.html). Obsérvese que el contexto del procedimiento era prácticamente idéntico al del asunto Melloni, que poco antes había dado lugar también al planteamiento de la primera cuestión prejudicial por parte del TC español y al que me referiré más adelante.
[37] díez-hochleitner, J., “El derecho a la última palabra: ¿Tribunales Constitucionales o Tribunal de Justicia de la Unión”, en Tribunal Constitucional y diálogo entre tribunales, CEPC, Madrid, 2013, págs. 57-108; martín y pérez de nanclares, J., “El TJUE como actor de la constitucionalidad en el espacio jurídico europeo: la importancia del diálogo judicial leal con los Tribunales Constitucionales y con el TEDH”, Teoría y Realidad Constitucional, nº 39, 2017, págs. 235-269.
[38] von bogdandy, A.; schill, S., “Overcoming Absolute Primacy…”, loc. cit., pág. 1449. Estos autores proponen con carácter general una lectura del art. 4.2 TUE, en tanto que “revised identity clause” tras el Tratado de Lisboa, que pudiera ayudar “to reconceptualize the relationship between EU law and domestic constitutional law and guide the way to a more nuanced understanding beyond the categorical positions of the ECJ on the one side…, and that of most domestic constitutional courts on the other…” (pág. 1418).
[39] cruz villalón, P., “La identidad constitucional de los Estados miembros…”, loc. cit., págs. 507 ss.
[40] díez-hochleitner, J., “El derecho a la última palabra…”, loc. cit., pág. 61.
[41] En torno a este concepto martín y pérez de nanclares, J., “Órdago del Tribunal Constitucional alemán…”, loc. cit., pág. 134.
[42] mangas martín, A., “El equilibrio institucional…”, loc. cit., págs. 38 y 41.
[43] cannizzaro, E., “Editorial. Disintegration Through Law?”, European Papers, vol. 1, nº 1, 2016, págs. 3-6.
[44] fabbrini, F., “States’ Equality v States’ Power: the Euro-crisis, Inter-state Relations and the Paradox of Domination”, Cambridge Yearbook of European Legal Studies, vol. 17, 2015, págs. 3-35.
[45] Ibídem, pág. 25. fabbrini precisa a este respecto que, “[t]he formal equality of the Member States, as expressed in the principle of unanimity [or consensus], is largely a procedural fiction, that helps to legitimize the outcomes of European Council bargaining… Germany and France, the two biggest states of the EU, have acquired from 2010 to 2012 a predominant role in the decision-making process, reflected in the practice –proper of a directoire– of holding bilateral meetings before the European Council… In fact, because of the increasing economic problems of France too, the original directoire between France and Germany has been step-by-step replaced by a new equilibrium, in which Germany –the most populous and most prosperous Member State of the EU and the Eurozone– has taken over as the hegemonic player in the European Council” (págs. 12-13).
[46] fabbrini, F., “States’ Equality v States’ Power…”, loc. cit., pág. 7.
[47] mangas martín, A., “El equilibrio institucional…”, loc. cit., pág. 31.
[48] martín y pérez de nanclares, J., “La Unión Europea ante el desafío del Brexit: de la Decisión de los jefes de Estado o de Gobierno a la activación del procedimiento de retirada”, Actualidad Jurídica Uría Menéndez, 43-2016, págs. 7-17).
[49] El texto de esta Declaración conjunta se dio a conocer a través de un comunicado de prensa del Consejo (disponible en http://www.cons ilium.eur opa.eu/es/ press/press -releases/2 016/03/ 18/eu-tu rkey-state ment).
[50] Entre otros muchos, carrera, S.; den hertog, L.; stefan, M., “It wasn’t me! The Luxembourg Court Orders on the EU-Turkey Refugee Deal”, CEPS Policy Insights 2017-15/April 2017, págs. 7-10; santos vara, J., “La Declaración Unión Europea-Turquía de 18 de marzo de 2016: ¿Un tratado disfrazado?”, en martínez capdevila, C.; martínez pérez, E. (dirs.), Retos para la acción exterior de la Unión Europea, Tirant, Valencia, 2017, págs. 289-300.
[51] Autos de 28 de febrero de 2017 (todos ellos de idéntico contenido), NF c. Consejo Europeo (T-192/16, EU:T:2017:128), NG c. Consejo Europeo (T-193/16, EU:T:2017:129) y NM c. Consejo Europeo (T-257/16, EU:T:2017:130). Recurridos en casación ante el Tribunal de Justicia, este ha eludido sorprendentemente entrar siquiera en el fondo del asunto limitándose a constatar la “inadmisibilidad manifiesta” del recurso por falta de coherencia y de una fundamentación jurídica suficiente (auto de 12 de septiembre de 2018, C-208/17P a C-210/17P, EU:C:2018:705).
[52] A juicio de E. cannizzaro “the General Court has bent the authority of the European judicial system to the demands of realpolitik” (“Denialism as the Supreme Expression of Realism. A Quick Comment on NF v. European Council”, European Papers, vol. 2, nº 1, 2017, pág. 257).
[53] Me refiero obviamente al Tratado constitutivo del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), firmado en Bruselas el 2 de febrero de 2012 por los Estados miembros cuya moneda era en ese momento el euro; al Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria, adoptado por los Estados miembros de la UE –excepto el Reino Unido y la República Checa– el 2 de marzo de 2012; y al Acuerdo sobre la transferencia y mutualización de las aportaciones al Fondo Único de Resolución, hecho en Bruselas el 21 de mayo de 2014.
[54] Véase al respecto, entre otros, de gregorio merino, A., “Legal Developments in the Economic and Monetary Union during the Debt Crisis: the Mechanisms of Financial Assistance”, Common Market Law Review, vol. 49, 2012, págs. 1613-1646.
[55] Expresión utilizada por Andrés sáenz de santa maría, P., “El tiempo de las cooperaciones reforzadas y los acuerdos inter se en la Unión Europea: ¿Todos los instrumentos llevan a la integración?”, La Ley Unión Europea, nº 10, 2013, pág. 15 (versión on line); “préstamo institucional” que no se había producido en ocasiones anteriores en las que los Estados miembros también decidieron recurrir a acuerdos inter se (martínez capdevila, C., “¿Son los acuerdos inter se una alternativa a la cooperación reforzada en la UE? Reflexiones al hilo del Tratado de Prüm”, Revista Española de Derecho Europeo, nº 40, 2011, págs. 419-439).
[56] Art. 12 del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza.
[57] M. ortega recuerda pertinentemente cómo, pese a su carácter en teoría informal, fue el Eurogrupo quien alcanzó por ejemplo, en marzo de 2013, un acuerdo con el gobierno de Chipre sobre las condiciones del rescate financiero para este Estado miembro, que comportaba –entre otras medidas– la reestructuración del sistema financiero chipriota y la quita de los depósitos bancarios de particulares de más de 100.000 euros (“Gobierno y Gobernanza de la Eurozona”, en olesti rayo, A. (coord..), Crisis y coordinación de políticas económicas en la Unión Europea, Marcial Pons-CEI, Madrid, 2013, págs. 48-49).
[58] Sentencia de 27 de noviembre de 2012, Thomas Pringle, C-370/12 (EU:C:2012:756).
[59] craig, P., “Pringle and Use of EU Institutions outside the EU Legal Framework: Foundations, Procedure and Substance”, European Constitutional Law Review, vol. 9, 2013 pág. 273.
[60] Esto ocurre, conforme a la regla del 90%, en los casos del Tratado MEDE (de la cuota de capital suscrito, art. 48) y del Acuerdo sobre el FUR (de los votos ponderados, art. 11.2). Basta con echar un vistazo, por ejemplo, al Anexo I del Tratado MEDE para caer en la cuenta de que sumando las cuotas de más de una decena de Estados miembros no se alcanza ni siquiera la barrera del 10%, mientras que cualquiera de los cuatro Estados más grandes de la zona euro –incluida España– la supera con creces
[61] La “paradoja de la dominación” a la que antes aludíamos a partir del concepto acuñado por F. FABBRINI (“States’ Equality v States’ Power…”, loc. cit., págs. 17-21).
[62] Arts. 16 del TECG y 16.2 del Acuerdo sobre el FUR. El 6 de diciembre de 2017, en el marco de un paquete de medidas presentadas como “Hoja de ruta” para profundizar en la Unión Económica y Monetaria, la Comisión avanzó las propuestas de crear un Fondo Monetario Europeo, plenamente integrado en la estructura jurídica de la UE, a partir del actual MEDE (COM (2017) 827 final, de 6.12.2017), así como la de incorporar –en este caso a través de una directiva– la sustancia del TECG al Derecho de la Unión (COM (2017) 824 final de la misma fecha); un interesante análisis y valoración de estas propuestas, sobre las que los avances son aún muy limitados, en louis, J. V., “The EMU and the EBU: Time for Reform”, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 59, 2018, págs. 11-38.
[63] jacqué, J. P., “La Commission Européenne après Lisbonne. Déclin ou changement de paradigme?”, en Europe(s), Droit(s) européen(s). Une passion d’universitaire. Liber Amicorum en l’honneur du professeur Vlad Constantinesco, Bruylant, Bruxelles, 2015, pág. 263.
[64] Sentencias de 20 de septiembre de 2016, Ledra Advertising y otros c. Comisión y BCE, C-8/15 P a C-10/15 P (EU:C:2016:701); y, Mallis y otros c. Comisión y BCE, C‑105/15 P a C‑109/15 P (EU:C:2016:702).
[65] Como hace, por ejemplo, lópez escudero, M., “La protección de la estabilidad financiera como bien público global”, en bouza, N.; garcía, C.; rodrigo, A. J. (dirs.), La Gobernanza del interés público global, Tecnos, Madrid, 2015, págs. 645-680.
[66] Remarks by President Donald Tusk on the European Council meetings and the Leaders’ Agenda, Statements and Remarks, 608/17, 20.10.2017.
[67] “On this issue, consensus is as unlikely today as it was many months ago” (Report by President Donald Tusk to the European Parliament on October European Council meetings and presentation of the Leaders’ Agenda, Speech, 615/17, 24.10.2017, pág. 1). Recuérdese que tan sólo unas semanas antes el TJ había dictado sentencia en el asunto que promovieron Hungría y la República Eslovaca buscando la anulación de la Decisión del Consejo de 22 de septiembre de 2015 mediante la que se establecían aquellas cuotas obligatorias de reubicación, y a la que las demandantes se habían opuesto ya infructuosamente en el momento de su adopción en el seno del Consejo. En su sentencia de 6 de septiembre de 2017, el TJUE desestimó todos los motivos invocados por las demandantes y confirmó, por tanto, la legalidad de la decisión controvertida (C-643/15 y C-647/15, República Eslovaca y Hungría c. Consejo, EU:C:2017:631).
[68] Comunicación de la Comisión al PE y al Consejo, Un nuevo marco de la UE para reforzar el Estado de Derecho, COM (2014) 158 final, de 19.3.2014. El mecanismo de diálogo estructurado “pre-artículo 7” previsto en esta Comunicación se activó por vez primera en relación con Polonia a comienzos de 2016.
[69] Conclusiones del Consejo de la Unión Europea y de los Estados miembros reunidos en el seno del Consejo sobre la garantía del respeto del Estado de Derecho, adoptadas en la reunión del Consejo de Asuntos Generales de 16.12.2014 (doc. 16936/14, págs. 20-21). A propósito del contraste de este mecanismo con el del “nuevo marco” de la Comisión, véase “Editorial Comments. Safeguarding EU values in the Member States. Is something finally happening?”, Common Market Law Review, vol. 52, 2015, págs. 619-628. Como se recuerda en este texto, la puesta en marcha de esta iniciativa por parte del Consejo constituyó la reacción o la respuesta de los Estados miembros a la Comunicación de la Comisión, por considerar que al adoptarla esta estaba excediendo el ámbito de sus competencias, tal y como había sugerido en un dictamen previo el propio Servicio Jurídico del Consejo (doc. 10296/14).
[70] Como es bien sabido, el 20 de diciembre de 2017 la Comisión decidió finalmente presentar al Consejo una propuesta de decisión concreta activando el procedimiento del art. 7.1 TUE en relación con Polonia (COM (2017) 835 final); véanse al respecto las reflexiones, muy críticas con el papel desempeñado por la Comisión durante todo el procedimiento, de mangas martín, A., “Polonia en el punto de mira: ¿solo riesgo de violación grave del Estado de Derecho?”, Revista General de Derecho Europeo, nº 44, 2018, págs. 1-12.
[71] tomuschat, C., “Introduction. Second Working Session – The Impact”, en 50ème Anniversaire de l’arrêt Van Gend en Loos, 1963-2013…, op. cit., 2013, pág. 50.
[72] Conforme a la célebre fórmula de la sentencia de 5 de febrero de 1963, Van Gend & Loos (26/62, EU:C:1963:1, Rec. pág. 341), en la que el TJ eleva a los nacionales de los Estados miembros a la categoría de sujetos, junto a estos últimos, del “nuevo ordenamiento jurídico de Derecho internacional” creado por los Tratados.
[73] Sentencia de 23 de abril de 1986, Parti écologiste “Les Verts” c. Parlamento Europeo, 294/83, EU:C:1986:166, apdo. 23.
[74] von bogdandy, A., “Constitutionalism in International Law: Comment on a Proposal from Germany”, Harvard International Law Journal, vol. 47, nº 1, 2006, págs. 224 y 228.
[75] weiler, J. H. H., “Revisiting Van Gend en Loos: Subjectifying and Objectifying the Individual”, en 50ème Anniversaire de l’arrêt Van Gend en Loos…, op. cit., pág. 14.
[76] liñán nogueras, D. J., “Ciudadanía europea”, en beneyto pérez, J. M. (dir.), Tratado de Derecho y Políticas de la Unión Europea. Ciudadanía Europea y Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia, Tomo VIII, Thomson Reuters Aranzadi, Cizur Menor, 2016, pág. 22.
[77] En este sentido, por ejemplo, resultan muy ilustrativas las reflexiones de sarmiento, D., “Who’s Afraid of the Charter? The Court of Justice, National Courts and the New Framework of Fundamental Rights Protection in Europe”, Common Market Law Review, vol. 50, 2013, págs. 1267-1304.
[78] weiler, J. H. H., “Editorial: Does the European Union Treaty Need a Charter of Rights?”, European Law Journal, vol. 6, nº 2, 2000, págs. 95-97.
[79] El último hasta la fecha puede encontrarse en el documento COM (2017) 239 final de 18.5.2017.
[80] Véanse las estadísticas recogidas en Commission Staff Working Document on the Application of the EU Charter of Fundamental Rights in 2016, SWD (2017) 162 final de 18.5.2017, págs. 5-6.
[81] fontanelli, F., “Hic Sunt Nationes: The Elusive Limits of the EU Charter and the German Constitutional Watchdog”, European Constitutional Law Review, vol. 9, nº 2, 2013, pág. 332.
[82] cannizzaro, E., “Editorial. Towards a Uniform Standard of Protection of Fundamental Rights in Europe?”, European Papers, vol. 2, nº 1, 2017, pág. 5.
[83] Sentencias de 26 de febrero de 2013, C-617/10, EU:C:2013:105, y C-399/11, EU:C:2013:107, respectivamente.
[84] Como el propio Tribunal reconoce en el apdo. 18 de su pronunciamiento en Akerberg Fransson.
[85] Conclusiones de 12 de junio de 2012, EU:C:2012:340; en particular, en los apartados 22 y siguientes.
[86] Apdo. 21 de la sentencia.
[87] sarmiento, D., “Who’s afraid of the Charter?…”, loc. cit., pág. 1302.
[88] cartabia, M., “Fundamental Rights and the Relationship among the Court of Justice, the National Supreme Courts and the Strasbourg Court”, en 50ème Anniversaire de l’arrêt Van Gend en Loos…, op. cit., pág. 158.
[89] martín y pérez de nanclares, J., “Artículo 53. Nivel de protección”, en mangas martín, A. (dir.), Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Comentario artículo por artículo, Fundación BBVA, Bilbao, 2008, págs. 853 ss.
[90] Por tales debemos entender a la luz del art. 53, “el Derecho de la Unión, el Derecho internacional y los convenios internacionales de los que son parte la Unión o todos los Estados miembros, y en particular el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, así como por las constituciones de los Estados miembros”.
[91] Melloni, apdo. 60.
[92] Recuérdese, como ya mencionamos antes al analizar el art. 4.2 TUE, que apenas tres años después de que el TJUE se pronunciase en Melloni, y en un escenario prácticamente idéntico al de este asunto, el TC alemán optó, sin plantear una nueva cuestión prejudicial, por desconocer el contenido de aquella sentencia rechazando la ejecución de una OEDE en el caso concreto por considerarla contraria a los derechos protegidos en la Ley Fundamental de Bonn.
[93] Akerberg Fransson, apdo. 29.
[94] ugartemendia eceizabarrena, J. I.; ripol carulla, S., El Tribunal Constitucional en la encrucijada europea de los Derechos Fundamentales. Un análisis a partir del asunto Melloni y sus implicaciones, IVAP, Oñati, 2017, pág. 177.
[95] Como la prohibición, contenida en el art. 4 de la Carta, de los “tratos inhumanos o degradantes” que eventualmente pudiera sufrir la persona entregada a las autoridades del Estado miembro desde el que se emitió la orden de entrega; ello solo podrá ocurrir, no obstante, en circunstancias muy excepcionales y tras toda una serie de comprobaciones que debe llevar a cabo el órgano jurisdiccional encargado de tramitar la euroorden. Así lo precisó el TJUE en su sentencia de 5 de abril de 2016, Aranyosi y Caldararu, C‑404/15 y C‑659/15 PPU (EU:C:2016:198); más recientemente y en el mismo sentido, aunque en relación con el derecho a un juez independiente, sentencia de 25 de julio de 2018, Minister for Justice and Equality/LM, C-216/18 PPU (EU:C:2018:586).
[96] Sentencia de 5 de diciembre de 2017, M.A.S., M.B., C-42/17 (EU:C:2017:936), ya mencionada supra.
[97] krajewski, M., “‘Conditional’ Primacy of EU Law…”, loc. cit., pág. 4.
[98] Como observa A. facchinetti (“The Protection of Human Rights in the EU…”, loc. cit., págs. 270-271), resulta significativo que el TJ niegue en su razonamiento cualquier protagonismo al art. 4.2 TUE –expresamente evocado por la Corte Constitucional italiana en el planteamiento de su cuestión prejudicial- para situar más bien su argumentación en la lógica del apartado 3 del art. 6 TUE, conforme al cual continúa teniendo plena virtualidad en el sistema de protección de los derechos fundamentales de la UE, y pese al nuevo estatuto jurídico de la Carta, la consideración de los derechos garantizados por el CEDH y de los que derivan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros como principios generales del Derecho de la Unión.
[99] liñán nogueras, D. J., “Ciudadanía europea”, loc. cit., págs. 41 y 43.
[100] jacqué, J. P., “Introduction. Troisième Séance de travail-Les Perspectives”, en 50ème Anniversaire de l’arrêt Van Gend en Loos…, op. cit., pág. 130.
[101] iglesias sánchez, S., “The Court and the Charter: the Impact of the Entry into Force of the Lisbon Treaty on the ECJ’s Approach to Fundamental Rights”, Common Market Law Review, vol. 49, 2012, pág. 1592.
[102] Sentencias de 2 de marzo de 2010, C-135/08 (EU:C:2010:104), y 8 de marzo de 2011, C-34/09 (EU:C:2011:124).
[103] Conforme a la fórmula clásica reiterada sistemáticamente en su jurisprudencia relativa a los derechos de ciudadanía desde la sentencia de 20 de septiembre de 2001, Grzelczyk, C‑184/99 (EU:C:2001:458, apdo. 31).
[104] von bogdandy, A.; kottmann, M.; antpöhler, C.; dickschen, J.; hentrei, S.; smrkolj, M., “Reverse Solange-Protecting the Essence of Fundamental Rights Against EU Member States”, Common Market Law Review, vol. 49, 2012, pág. 491.
[105] Como en las recientes sentencias de 14 de noviembre de 2017, Lounes, C-165/16 (EU:C:2017:862), en relación con una situación que presenta además implicaciones relevantes desde el punto de vista del Brexit; o de 5 de junio de 2018, Coman y Hamilton, C-673/16 (EU:C:2018:385), a propósito de una cuestión tan delicada como las disparidades que subsisten entre las legislaciones de los Estados miembros sobre el reconomiento del matrimonio entre personas del mismo sexo.
[106] A propósito de la jurisprudencia del TJUE sobre este punto, lirola delgado, I., “Derecho de residencia de los ciudadanos de la Unión y prestaciones sociales en tiempos de crisis: ¿hacia un planteamiento casuístico y ambiguo de la solidaridad entre los Estados miembros?, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 49, 2014, págs. 733-766.
[107] Expresión muy descriptiva utilizada, en un contexto distinto al que se propone aquí, por torcol, S., “Partager des valeurs communes, préalable à l’émergence d’un droit constitutionnel européen”, Revue de l’Union Européenne, nº 610, 2017, pág. 392.
[108] poiares maduro, M., “Interpreting European Law: Judicial Adjudication in a Context of Constitutional Pluralism”, European Journal of Legal Studies, vol. 1, nº 2, 2008, págs. 4-5.
[109] Sentencia de 3 de septiembre de 2008, Kadi y Al Barakaat, C-402/05 P y C-415/05 P, EU:C:2008:461.
[110] Dictamen 1/09 de 8 de marzo de 2011, Acuerdo por el que se crea un Sistema Unificado de Resolución de Litigios sobre Patentes, EU:C:2011:123.
[111] Dictamen 2/13 de 18 de diciembre de 2014, Proyecto de Acuerdo de adhesión de la Unión Europea al CEDH, EU:C:2014:2454.
[112] Como viene ocurriendo desde el dictamen 1/91, de 14 de diciembre de 1991, Proyecto de Acuerdo sobre la creación del Espacio Económico Europeo, EU:C:1991:490.
[113] Entre la abundantísima bibliografía existente, una visión de conjunto y plenamente actualizada a este respecto en cortés martín, J. M., Avatares del proceso de adhesión de la Unión Europea al Convenio Europeo de Derechos Humanos, Reus, Madrid, 2018.
[114] En el sentido acuñado por B. simma en su célebre trabajo “Self-Contained Regimes”, Netherlands Yearbook of International Law, vol. 16, 1985, págs. 111-136; actualizado posteriormente en otro –no menos conocido- estudio junto a D. pulkowski, “Of Planets and the Universe: Self-contained Regimes in International Law”, European Journal of International Law, vol. 17, nº 3, 2006, págs. 483-529.
[115] “Fragmentación del Derecho Internacional: Dificultades derivadas de la diversificación y expansión del Derecho Internacional”, Anuario de la Comisión de Derecho Internacional, 2006, vol. II, Segunda parte, págs. 192 ss. Muy ilustrativo a ese respecto es el estudio de martín rodríguez, P. J., “Sistema, fragmentación y contencioso internacional”, Revista Española de Derecho Internacional, vol. LX, nº 2, 2008, págs. 457-489.
[116] roldán barbero, J., “La aplicación territorial del Derecho de la Unión Europea y el Derecho Internacional”, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 51, 2015, pág. 466.
[117] Idea que inspira, por ejemplo, las reflexiones de casanovas y la rosa, O., “Unidad y pluralismo en Derecho internacional público”, Cursos Euromediterráneos Bancaja de Derecho Internacional, vol. II, 1998, págs. 35-267 (en particular, pág. 261). En el mismo sentido, y de forma incluso más explícita, véase remiro brotóns, A., “La noción de regímenes internacionales en el Derecho Internacional Público”, en rodrigo, A. J.; garcía, C. (eds.), Unidad y Pluralismo en el Derecho Internacional Público y en la Comunidad Internacional, Tecnos, Madrid, 2011, pág. 170.
[118] Expresión utilizada en un contexto distinto por Pedro Serrano, entonces Jefe de la Oficina de Enlace del Consejo de la UE ante NU en Nueva York (“Partnerships. The United Nations, the European Union and Regional Dimensions of Peace Operations: Examples of Cooperation within the Framework of Chapter VIII of the UN Charter”, International Forum for the Challenges of Peace Operations, Challenges Forum Report 2008, pág. 58, www.challengesforum.org).
[119] lavranos, N., “Protecting European Law from International Law”, European Foreign Affairs Review, vol. 15, 2010, págs. 271 ss.
[120] kokott, J.; sobotta, C., “The Kadi Case – Constitutional Core Values and International Law – Finding the Balance?”, European Journal of International Law, vol. 23, nº 4, 2012, págs. 1017 ss.
[121] pernice, I., “The Autonomy of the EU Legal Order. Fifty Years After Van Gend”, loc. cit., págs. 60 ss.
[122] En palabras de D. spielmann, entonces Presidente del TEDH (“Avant-propos”, Rapport Annuel 2014 de la Cour Européenne des Droits de l’Homme, Estrasbourg, 2015, pág. 6).
[123] Como ha podido apreciarse en el pronunciamiento del TEDH (Gran Sala) en el asunto Avotins c. Letonia (17502/07, sentencia de 26 de mayo de 2016). Como es de sobra conocido, en virtud de la doctrina Bosphorus –formulada en la sentencia de 7 de julio de 2005, Bosphorus Airways c. Irlanda, 45036/98-, el TEDH presume con carácter general que, mientras la UE mantenga su sistema de protección de los derechos fundamentales, su actuación debe considerarse en principio compatible con el CEDH; a salvo, claro está, de que puedan producirse deficiencias o disfunciones manifiestas en el nivel de protección en supuestos concretos.
[124] En el sentido en el que esta “acusación” fue esgrimida tras la sentencia Kadi de 2008, criticando el escaso interés del Tribunal en un asunto tan delicado por recurrir en su argumentación a los estándares internacionales en materia de derechos humanos (por ejemplo, de búrca, G., “The European Court of Justice and the International Legal Order After Kadi”, Havard International Law Journal, vol. 51, nº 1, 2010, pág. 4; con carácter más amplio, garrido muñoz, A., Garantías judiciales y sanciones antiterroristas del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. De la técnica jurídica a los valores, Tirant, Valencia, 2013, págs. 351 ss.).
[125] peters, A., “Membership in the Global Constitutional Community”, en klabbers, J.; peters, A.; ulfstein, G., The Constitutionalization of International Law, Oxford University Press, 2009, pág. 210.
[126] Dictamen 2/13, apdo. 194.
[127] “La Vie Après l’Avis: Exploring the Principle of Mutual (yet not Blind) Trust”, Common Market Law Review, vol. 54, 2017, págs. 806-807 (cursiva añadida en la frase completa).
[128] Dictamen 1/17, pendiente ante el TJ (DOUE C 369 de 30.10.2017, pág. 2). En el mencionado asunto Achmea (s. de 6 de marzo de 2018, C-284/16, EU:C:2018:158), el TJ ha tenido ocasión de pronunciarse por primera vez sobre ese tipo de mecanismos de resolución de litigios entre inversores y Estados a la luz de la autonomía del Derecho de la UE, no en el marco de acuerdos celebrados con terceros Estados sino cuando aparecen incorporados a un Tratado Bilateral de Inversión en vigor entre dos Estados miembros –los Países Bajos y la República Eslovaca en este caso-; su conclusión ha sido clara y contundente: en la medida en que los tribunales arbitrales creados por esos acuerdos internacionales pueden verse llamados a interpretar de un modo u otro el Derecho de la Unión y su consideración como “órganos jurisdiccionales” a efectos del planteamiento de la cuestión prejudicial está descartada, los arts. 267 y 344 TFUE se oponen sin paliativos a que un Estado miembro pueda aceptar la competencia de aquellos para resolver controversias sobre inversiones promovidas por inversores de otro Estado miembro. Una aproximación general a esta cuestión en iruretagoiena agirrezabalaga, I., “Mecanismos de arreglo de diferencias entre inversores y Estados (ISDS) y la autonomía del ordenamiento jurídico de la Unión Europea: ¿una ecuación (im)posible?”, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 59, 2018, págs. 219-262.
[129] Hasta el punto de que una publicación de referencia titula provocadoramente uno de sus últimos editoriales, “Is Opinion 2/13 Obsolescent? (European Law Review, vol. 42, 2017, págs. 449-450), aludiendo a las novedades jurisprudenciales más recientes tanto por lo que se refiere a la interpretación del principio de confianza mutua, como al alcance de la competencia jurisdiccional del TJUE en el ámbito de la PESC. Igualmente, en este sentido, cortés martín, J. M., Avatares del proceso…, op. cit., págs. 157 ss.
[130] Véase supra nota nº 10.
[131] Initiative pour l’Europe- Discours d’Emmanuel Macron pour une Europe souveraine, unie, démocratique, pronunciado en la Universidad de La Sorbona el 26 de septiembre de 2017 (disponible en http://www.elysee.fr).
[132] Construido a partir de la confluencia de tres lógicas o discursos básicos: “el de los despachos, el de los Estados y el de los ciudadanos” (van middelaar, L., El paso hacia Europa, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013, págs. 32 ss.).
[133] jacqué, J. P., “À propos de la différenciation. Deux voix pour deux voies”, Journal de droit européen, nº 245, 2018, pág. 9.
[134] Avanzada por el Presidente Juncker en su Discurso sobre el estado de la Unión 2017 (Speech 17/3165 de 13.9.2017), y reiterada en la reunión informal de los 27 jefes de Estado o de Gobierno que tuvo lugar el 23 de febrero de 2018; en esta última, los máximos responsables políticos de los Estados miembros la rechazaron “porque reduciría sustancialmente el papel de los Estados miembros en la UE” (Observaciones del Presidente Donald Tusk tras la reunión informal de 23 de febrero de 2018, http://www.con silium.europa .eu/es/pres s/press-relea ses/2018/02/2 3/remarks-by-pres ident-do nald-tusk-followi ng-the-informal –meeting -of-the-27-head s-of-state- or-govern ment-on-23 -february-2018/).
[135] Planteada formalmente en su Comunicación al PE, al Consejo Europeo, al Consejo y al Banco Central Europeo, “Un Ministro Europeo de Economía y Finanzas”, COM (2017) 823 final de 6.12.2017.



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