JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:"Sacayán", un fallo que decide entre tres conceptos culturalmente construidos. Comentario al fallo "M. G. D. Causa N° 62182/2015"
Autor:Kamada, Luis E.
País:
Argentina
Publicación:Revista en Ciencias Penales y Sistemas Judiciales - Número 1 - Octubre 2019
Fecha:03-10-2019 Cita:IJ-DCCCXL-92
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
A. La cultura como definitoria de la sociedad
B. Los conceptos culturalmente construidos en juego
C. ¿Qué es el género?
D. ¿Qué es el Patriarcado?
E. El punto de convergencia de tres conceptos culturales
F. Todo es cuestión de dolo
G. El dolo está en el contexto: navegando entre la política criminal y el Derecho
H. Las circunstancias agravantes no están en el hecho mismo
I. Una valoración de prueba que contradiga el estereotipo culturalmente determinado: la perspectiva de género
J. Una conclusión esperanzada
Notas

Sacayán, un fallo que decide entre tres conceptos culturalmente construidos

Comentario al fallo M. G. D. Causa N° 62182/2015

Luis E. Kamada [1]

A. La cultura como definitoria de la sociedad [arriba] 

El objetivo que se propone este comentario reside en el intento de explicar el decisorio emitido por el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional nº 4 de la Capital Federal en la causa mediáticamente conocida como “Sacayán”, en clave cultural. Ello, como se verá a partir del apartado que sigue, no implica abdicar de la mirada jurídica que, desde luego, debe impregnar este análisis sino, antes bien, conlleva la comprensión de que no es posible determinar la riqueza del pronunciamiento comentado sólo circunscribiendo su lectura a sus aspectos estrictamente vinculados al derecho. Tal propósito -ciertamente ambicioso- busca explorar las bases mismas de los conceptos involucrados en el fondo del problema resuelto, que exceden en mucho las limitaciones que impone el ámbito de lo jurídico, motivando sin ambages el imprescindible buceo en aspectos mucho más profundos, que se enraízan claramente en materias que se ubican en las bases mismas del conflicto que los juzgadores fueran llamados a dirimir.

Bien vale recordar, entonces, y con ajuste a la necesidad de dar un inicio consistente al estudio desde el punto de vista postulado, que García Canclini propone definir a la cultura como “el conjunto de los procesos sociales de significación, o, de un modo más complejo, la cultura abarca el conjunto de procesos sociales de producción, circulación y consumo de la significación en la vida social”. En aras de explicitar el concepto dado, destaca que “la cultura se presenta como procesos sociales, y parte de esa dificultad de hablar de ella deriva de que se produce, circula y se consume en la historia social. No es algo que aparezca siempre de la misma manera. De ahí la importancia que han adquirido los estudios sobre recepción y apropiación de bienes y mensajes en las sociedades contemporáneas. Muestran cómo un mismo objeto puede transformarse a través de los usos y reapropiaciones sociales. Y también cómo, al relacionarnos unos con otros, aprendemos a ser interculturales”[2].

Se tornan relevantes, en pos de comprender cabalmente el significado del término cultura, desde una perspectiva procesual, las cuatro vertientes destacadas por el autor citado, a saber, a) la que ve a la cultura como la instancia en la que cada grupo organiza su propia identidad; b) la que la visualiza como una instancia simbólica de la producción y reproducción de la sociedad; c) la que la identifica con una instancia de conformación del consenso y la hegemonía, o sea de configuración de la cultura política, y también de la legitimidad y d) la que la ve como dramatización eufemizada de los conflictos sociales.

Todas y cada una de ellas responde a una faceta del problema que estriba en la determinación del contenido de lo que debe entenderse por cultura, pero su sumatoria, tampoco representa la totalidad del significado buscado. Digo esto porque, a esta altura de nuestra investigación nadie puede negar con visos de seriedad que la cultura implica identidad colectiva, que le proporciona una determinada permanencia espacio-temporal y que le permite construir un cierto poder aglutinante que, por ello mismo, le abre frentes de controversia con aquellos nucleamientos que no participan de los elementos constitutivos de aquel. Mas tampoco puede omitirse considerar el carácter dinámico que impregna a la cultura –enunciada como tal desde la perspectiva de una de las colectividades- que experimenta modificaciones más o menos profundas a lo largo del tiempo al punto de transformar su posición relativa frente al resto de los grupos sociales y, recíprocamente, de éstos respecto de aquella.

Por tales razones, el concepto de cultura no admite cerrazón alguna a la incorporación de nuevos elementos que coadyuven a configurarla como identidad, así como al descarte de otros que, por distintos motivos, entre los cuales no es posible desechar a la misma dinámica social, devienen prescindibles para la integración de la noción.

Es que, como lo afirma María Mercedes Gagneten, “la cultura indica la marcha de un pueblo desde sus determinaciones histórico-políticas, en sus condiciones concretas de existencia cotidiana. Estas dimensiones constituyen la práctica cultural, esto es, lo que ancestralmente viene trayendo nuestro pueblo, como raigal acumulado y sedimentado de generación en generación, e historia que a la vez condensa la construcción político-social. Dicha sedimentación histórica determina a la cultura, en el sentido de que es el lecho, el continente, la matriz basal donde se despliegan las condiciones concretas de la vida actual”[3]. En coincidencia con esta perspectiva interpretativa de lo que debe entenderse por cultura, indica Weber que “resulta que carece de todo sentido un estudio ‘objetivo’ de los procesos culturales en el sentido de que el fin ideal el trabajo científico debe consistir en la reducción de la realidad empírica a unas ‘leyes’. Ahora bien, carece de sentido, no porque -como se ha dicho a menudo- los procesos culturales o los procesos mentales se desarrollen ‘objetivamente’ con menor regularidad, sino: a) porque el conocimiento de las leyes sociales no es un conocimiento de lo socialmente real, sino únicamente de uno de los diferentes medios auxiliares que nuestro pensamiento utiliza a ese efecto; y b) porque ningún conocimiento de procesos culturales puede imaginarse de otro modo que sobre la base del significado que la realidad de la vida cobra para nosotros en determinadas relaciones singulares”[4].

La cultura, entonces, constituye un elemento fuertemente predisponente -y condicionante- de las conductas sociales que, en cuanto al tema que particularmente interesa desarrollar en este trabajo, se encuentra inequívocamente direccionada por un sentido patriarcal, a mérito de la matriz que la inspira. Sus consecuencias radican en la legitimación de un sistema de poder claramente asimétrico, en el que se naturalizan posiciones de dominación y control como parte de un ser y deber social completamente coherentes entre sí en cuanto generadores de desigualdad y sometimiento para con la mujer. Sobre estos elementos habré de avanzar a continuación.

B. Los conceptos culturalmente construidos en juego [arriba] 

Nada de nuevo se dice cuando se afirma que el derecho es un producto eminentemente cultural[5]. Ello implica tanto como asegurar su sustancial conexión con el medio social en el que es forjado, y como una derivación directa del ser humano, dotado de ideología. Se ha dicho, entonces, que la ideología implica un intento por legitimar el poder y que el derecho es, sin dudas, una emanación del poder, el que, a su vez, constituye una clara manifestación de la autoridad estatal. Afirma Atienza que “el funcionamiento del aparato estatal sería incomprensible sin el fenómeno de la autoridad, esto es, del poder que se tiene no -o no sólo- porque se dispone de la fuerza física, sino en virtud de ciertas cualidades vinculadas con el saber, con el prestigio, con la posición social”[6].En relación a ello, y accediendo a la comprensión del asunto en el contexto de un estado de derecho, “el concepto de ideología permite entender mejor la relación entre el Derecho y el consenso. Por un lado, el Derecho no necesita imponerse siempre -ni, quizás, habitualmente- por la fuerza en la medida en que sus normas reflejan ideologías vigentes socialmente. Por otro lado, el Derecho es también una instancia segregadora de ideología y de consenso: lo jurídico aparece como algo que asegura el orden, la paz, la justicia, algo que debe ser obedecido por el simple hecho de existir”[7].

Pero, en el caso en comentario, no es el único elemento de naturaleza cultural que se encuentra en juego. En efecto, junto al concepto de derecho y, más específicamente, de derecho penal, se encuentran los de patriarcado y género, que reconocen idéntico origen social y, por ello mismo, cultural.

Entre los muchos aspectos novedosos que el fallo trata en los distintos votos que lo conforman, debe valorarse de modo especial el relativo al profundo entrelazamiento de sus aristas específicamente penales con otras, de naturaleza cultural y sociológica, que no resultan menos relevantes para decidir la cuestión. A esta altura de la evolución del pensamiento jurídico y, fundamentalmente, penal, es casi una obviedad reconocer que el derecho no puede valerse ni legitimarse por sí mismo sino que requiere de la ineludible asistencia de otros saberes distintos pero íntimamente vinculados con él, que lo informan y, además, vuelven comprensible la solución que se adopte.

Por ello, conviene indagar acerca de esos conceptos de los que con tanta solvencia se hizo cargo el decisorio en comentario.

C. ¿Qué es el género? [arriba] 

Desde el punto de vista de la evolución del concepto, el género fue incorporado por la teorización feminista producida a lo largo de la década iniciada en 1970, y ha alcanzado una significativa importancia en los países anglosajones[8], toda vez que permitió desentrañar tanto el enmascaramiento de la diferencia sexual bajo el ropaje de la neutralidad lingüística, como resaltar, a la vez, la naturaleza de constructo social que encierra esta diferencia. Ya en la década de los años 1960 el concepto de género “había superado las connotaciones sexuales para involucrarse de lleno en alcances políticos y sociales. Se fortaleció el empleo del término separado del sexo, especialmente a partir de autores y autores feministas que entendieron que este término, más neutro podía ser más conveniente que la referencia a lo sexual, por los alcances negativos que esto traía: subordinación, asimetría, invisibilidad, et sitcetera”[9].

Sin embargo, fue a mediados de los años ’90, y de modo especial a partir de la celebración de la Cuarta Conferencia Mundial de las Mujeres, llevada a cabo en Beijing en 1995, “lo que hasta entonces se llamaba ‘violencia contra las mujeres’, pasó a ser entendida como ‘violencia basada en el género’”, lo que no dejó de acarrear inconvenientes toda vez que, “tratándose de un concepto neutro podía sustituir al patriarcado como marco interpretativo de la violencia contra las mujeres, y dado ese carácter neutral, la violencia contra las mujeres podría extenderse a que recayera en los hombres[10]. A partir del último de los cónclaves reseñados “el sustantivo ‘mujer’ ya no opera como categoría general para establecer compromisos u operar en la materia. El género ha permitido ir más allá de la provocación que constituía el hecho de que el sexo esté siempre presente”[11].

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido todavía mucho más precisa al afirmar, en la Opinión Consultiva nº 24, emitida el 24 de noviembre de 2017, que el término “género” se refiere a las identidades, las funciones y los atributos construidos socialmente de la mujer y el hombre y el significado social y cultural que se atribuye a esas diferencias biológicas.

Menciona Amato que “la idea general mediante la que se diferencia sexo de género es que el sexo queda determinado por la diferencia sexual inscrita en el cuerpo, mientras que el género se relaciona con los significados que cada sociedad le atribuye”. Aduce esta autora que “una de las ideas centrales, desde el punto de vista descriptivo, es que los modos de pensar, sentir y comportarse de ambos géneros, más que tener una base natural e invariable, se deben a construcciones sociales y familiares asignadas de manera diferenciada a mujeres y a hombres. ‘Por medio de tal asignación, a partir de estudios muy tempranos en la vida de cada infante humano, unas y otros incorporan ciertas pautas de configuración psíquica y social que dan origen a la femineidad y la masculinidad’”[12]. No fue casual que, como lo puntualizan Fellini y Morales Deganut, “el origen del concepto de género y su distinción del de sexo se debe a una investigación en torno a varios casos de niñas y niños que habían sido asignados al sexo al que no pertenecían genética, anatómica y/o hormonalmente”[13]. Es por ello que “a esa identidad que se fundamenta en la asignación de rol con base, generalmente pero no siempre, en el sexo biológico, se la llamó identidad de género, para diferenciarla de la determinación sexual únicamente basada en la anatomía. Se ha dicho que esta ejerce un rol a la hora de la elección del objeto de deseo, lo que la emparenta con el rol sexual, fuertemente ligado a prescripciones culturales y sociales respecto a lo que es ‘apropiado’ para un hombre y una mujer en cuanto a su deseo y comportamiento”[14]. En términos generales, puede asegurarse que “los procesos sociales y culturales instauran numerosos mandatos de subjetividad, expresión, comportamiento y desempeño. El alineamiento o no con esos mandatos, determinará ventajas y desventajas, así como las condiciones de acceso a derechos. En palabras de Olsen: ‘la división entre lo masculino y lo femenino ha sido crucial para este sistema dual del pensamiento. Los hombres se han identificado a sí mismos con un lado de los dualismos: con lo racional, lo activo, el pensamiento, la razón, la cultura, el poder, lo objetivo, lo abstracto, lo universal. Las mujeres resultaron proyectadas hacia el otro lado e identificadas con lo irracional, lo pasivo, el sentimiento, la emoción, la naturaleza, la sensibilidad, lo subjetivo, lo concreto, lo particular. La identificación sexual de los dualismos posee elementos tanto descriptivos como normativos”[15].

Sánchez Kalbermatten recuerda que, conforme lo determina la Organización Mundial de la Salud, el concepto “género” “… alude a los estereotipos, roles sociales, condición y posición adquirida, comportamientos, actividades y atributos apropiados que cada sociedad en particular construye y asigna a hombres y mujeres. Es decir, es el conjunto de comportamientos, pautas y actitudes que se asocian cultural e históricamente a las personas en virtud de su sexo. Al hablarse de género nos remitimos a una categoría relacional, se trata de una construcción social. El género se diferencia del sexo: el primero es lo culturalmente construido, pero el segundo es lo biológicamente dado”[16]. Deviene menester tener presente que “los estereotipos de género adquieren diferentes dimensiones según se los considere con relación al sexo, a lo sexual y a los roles sexuales. Estos así, generan normas (familiares, sociales y legales) basadas en preconceptos acerca de cómo son y deben ser los hombres y las mujeres (estereotipos de sexo), cómo son y deben ser lasr elaciones entre ellos (estereotipos sexuales) y cómo son y deben ser sus roles en los ámbitos familiares y comunitarios (estereotipos de rol sexual) -v.gr. ver a las mujeres como seres débiles, vulnerables e irracionales, encasillándolas en tareas domésticas o bajo la perspectiva de la dependencia afectiva y económica-…”[17].

A su vez, no puede perderse de vista que el género posee características que lo informan de modo singular: “es siempre relacional, nunca aparece de forma aislada sino marcando su conexión”; “se trata de una construcción histórico-social” y “suele ofrecer dificultades cuando se lo considera un concepto totalizador, que vuelve invisible la variedad de determinaciones con que nos construimos como sujetos: raza, religión, clase social, etc.”[18]. A lo precedentemente señalado se suma otro elemento que no resulta menor para examinar el punto en cuestión, y que tanto recibe como genera, multiplicándolo, un mensaje cultural. Me refiero a la educación en base al género. Es que “los procesos formativos no han sido ajenos -en el patriarcado- a la configuración de acciones educativas diferentes por género, distinguiéndose a lo largo de la historia un modo para mujeres y otro para varones”[19].

La diferencia que media entre sexo y género puede identificarse recordando que “la sociedad participa en la construcción de la identidad masculina y femenina, y por lo tanto se espera que los individuos respondan a esos patrones culturales”, en tanto que el sexo “no es una construcción social, sino que es determinado por la naturaleza, que condiciona al ser humano dotándolo de atributos constitutivos de caracteres primarios y secundarios que lo definen biológicamente”[20].

No obstante lo anterior, no debe soslayarse la circunstancia de que la alegada neutralidad respecto del concepto “género”, irreprochable desde el punto de vista de lo políticamente correcto, puede desviarse hasta hacerle perder su significado original, destinado a echar luz sobre la violencia ejercida por los hombres sobre las mujeres, contando con el aval implícito que le presta el contexto cultural a este tipo de relaciones disfuncionales. Alerta al respecto Pazos Crocito diciendo que “uno de los problemas es que la expresión ‘violencia de género’ se ha empleado usualmente con referencia al sujeto destinatario de la violencia doméstica, pero sin nombrar a las mujeres. De modo que la violencia doméstica puede ejercerse tanto ‘sobre la mujer’ como ‘contra los hombres’. Por esta vía, la introducción terminológica del ‘género’, ha servido para anular el alcance político que la expresión ‘violencia sobre las mujeres’ había tenido para el feminismo; esto es negar que la violencia como problema social es de hombres contra mujeres. La perspectiva de género, en rigor, debe sortear esta hipocresía, y partir de sobreentender que la violencia es contra las mujeres y que está vinculada al desequilibrio en las relaciones de poder entre hombres y aquellas”[21].

A la luz de estas apreciaciones, resulta evidente que el concepto de género no es más que la derivación de un aporte que ha superado las simples referencias biológicas o anatómicas para internarse en los vericuetos culturales que la asignación estereotipada de roles determina. Esta explicación permite salir de los limitados alcances que propiciaba la mera identificación de género y sexo para acceder a nuevas alternativas de interpretación de conductas humanas, más asequibles a una realidad hoy finalmente visibilizada no sólo por la sociedad sino también por la ley.

D. ¿Qué es el Patriarcado? [arriba] 

Aduna Giberti que “los vínculos amorosos que se entablan entre hombres y mujeres, regidos por las desigualdades entre los géneros, coaudyuvan fuertemente en la persistencia del patriarcado: las mujeres se inscriben en la dialéctica de los lazos amorosos desde la pasividad aprendida y no revisada. La energía que el género deposita en la creación y sustento de tales lazos no es ajena a la tradición patriarcal que así lo planifica. Este vínculo constituye el ingreso de las mujeres al modelo de explotación intradoméstica, ya que el argumento del ‘amor hacia el compañero’ (esposo) se utiliza como soporte de la servidumbre doméstica, de la crianza de los hijos exclusivamente a cargo de las mujeres y del cuidado y atención de las relaciones familiares con el entorno: las que denominaríamos las relaciones públicas de la organización familiar”[22]. Con idéntico significado y desde un momento casi germinal y previo a la violencia, puede ubicarse al acoso sexual como un significativo indicador patriarcal en tanto revelador del poder masculino sobre las mujeres, calificado por Osborne de “modelo donjuanesco”[23] que legitima el avance físico del hombre, aun con prescindencia de la aceptación de la mujer.

En dicho marco, puede interpretarse el patriarcado como “una expresión del régimen de dominación en la familia: es una institución para controlar la reproducción de la vida y de la fuerza de trabajo; afianza la supremacía y el poder de un género sobre otro, condicionando el comportamiento sexual y social de la mujer”[24]. O bien como “el conjunto metaestable de pactos, asimismo, metaestables, entre los varones, por el cual se constituye el colectivo de estos como género-sexo y, correlativamente, el de las mujeres”[25]. En definitiva, el patriarcado se muestra como “un sistema político-social basado en la construcción de desigualdades que impone la interpretación de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres, construyendo jerarquías: la superioridad queda a cargo del género masculino y la inferioridad asociada al género femenino. Los sistemas patriarcales introducen el dominio sobre las mujeres y los niños y niñas conducen a que ellas y ellos no solamente lo acaten por razones de supervivencia, sino que finalmente consientan en defenderlo o en formar parte de él como algo inevitable y natural. La capacidad de adaptación del patriarcado le permitió (y aún le permite) englobar diversas estructuras sociales, naturalizando sus prácticas de modo que, salvo el alerta de quienes se defienden de sus violencias, es habitual transigir con las pautas que introdujo en los imaginarios sociales. Para ello contó con la benevolencia y aceptación de las mujeres dispuestas a consentir con tales imposiciones, o bien debido a su ignorancia relativa a la violación de sus derechos que el patriarcado garantiza”[26]. Añade Hendel[27], exponiendo un aspecto todavía mucho más complejo del concepto, que es posible identificar dos tipos de patriarcado, a saber, el de coerción y el de consentimiento: “Mientras que los primeros utilizarían más la violencia contras las que se rebelen ante las normas consuetudinarias, religiosas o jurídicas, los segundos incitan amablemente, convencen a través de múltiples mecanismos de seducción para que las mismas mujeres deseen llegar a ser como los modelos femeninos que se les proponen a través de la publicidad, el cine, la TV, etc.”.

Ciertamente que “el concepto a criticar es el de patriarcado, en tanto que modo de dominación de los varones sobre las mujeres que conlleva efectos sistémicos; el patriarcado ha construido la sociedad moderna sobre dos normatividades generalizadas: la masculina y la femenina, y sobre estas normatividades se asienta la distinción entre lo público y lo privado, para que estas estructuras se puedan reproducir históricamente, y no se desactiven como estructuras de dominación y de subordinación, se crean sistemas de legitimación amplios, los argumentos legitimadores surgen de la filosofía, la historia, la política y hasta la religión; porque no basta que los individuos consideren como deseables y útiles los rasgos básicos del orden social, es necesario que, además, se lo considere como algo universal (i.e., naturaleza de las cosas), de allí que se dota a algunas realidades de un estatus ontológico, al considerar que algunas realidades pertenecen a la ‘naturaleza de las cosas’, quedan dotados de estabilidad e inmutabilidad que fluye de bases más poderosas que los meros esfuerzos históricos de los seres humanos”[28].

También corresponde indicar que “el patriarcado, además de cometer enormes injusticias éticas y políticas, comete verdaderos disparates epistemológicos. Disparates en cuanto al modo de conocer la realidad social. La teoría feminista es un marco de este modo interpretativo que determina la visibilidad y la constitución de hechos relevantes de fenómenos y aconteceres que no son pertinentes ni significativos desde otras orientaciones de la atención. Desde el feminismo se opera críticamente poniendo de manifiesto los problemas de ilegitimidad del viejo sistema; en este punto, el feminismo actúa como movimiento social y agente de cambio de la sensibilidad social (i.e., laboratorios culturales); auténticos sistemas de crítica a la teoría dominante, pone al descubierto las estructuras y mecanismos ideológicos que reproducen la discriminación o exclusión de las mujeres de los diferentes ámbitos de la sociedad”[29].

En consecuencia, el patriarcado se expone como un concepto cultural no sólo vinculado al género, sino también a la sociedad, en tanto coadyuvó a diseñar una estructura de poder que justifica mandatos inspirados en el estereotipo, en el prejuicio y, como resultado de ello, en la discriminación, justificando de tal suerte la violencia que se desata en su nombre. Sólo entendiendo el patriarcado como una idea de dominio culturalmente creada es posible tomar cabal conocimiento de sus repercusiones jurídicas.

A ello debe añadirse una consideración para nada menor, a saber, que se trata de un concepto tan poderoso que es reproducido incluso por sus propias víctimas, resultando ampliamente legitimado su mensaje de asimetrías naturalizadas como algo propio del orden que “deben” tener las cosas en este mundo.

E. El punto de convergencia de tres conceptos culturales [arriba] 

Este fue el panorama frente al que se encontró el Tribunal a la hora de juzgar: un complejo contexto fáctico y cultural, conformado por la concurrencia de dos elementos culturales de base, a saber, el género y el patriarcado, los que, confrontados, exigían ser examinados a la luz de otro elemento cultural fundamental, como lo es el derecho que se determinó de aplicación al caso. En la especie, la provocación de la muerte de una persona que no sólo se autopercibía como mujer sino que, además, militaba pública y fervorosamente esa posición, por parte de quien era su pareja, extrajo la cuestión del ámbito del homicidio, pensado en los términos de lo normado por el art. 79 del Código Penal, para obligar al Tribunal a pensar y decidir en clave de una tipificación agravada merced a la concurrencia de elementos culturales que se entremezclan para complejizar la significación jurídica del injusto.

Siendo ello así, tampoco es posible soslayar la circunstancia que el derecho, tanto en cuanto a su origen como en cuanto a la ideología que lo inspira, se encuentra nutrido de las mismas cualidades y de idénticos defectos que el marco cultural y conceptual en el que fue engendrado. Por ello, el esfuerzo interpretativo realizado por el Tribunal, en los distintos votos que conformaron la sentencia, debió también lidiar con un mosaico jurídico no del todo homogéneo, pero imprescindible para arribar a una respuesta coherente al conflicto sometido a enjuiciamiento.

Para ello, los Magistrados y la Magistrada que decidieron la cuestión tuvieron en especial consideración que el derecho es, ante todo, un sistema que exige ser leído y aplicado de manera consistente[30]. Sólo de esta suerte fue posible superar las dificultades que el tema propone, atento a la volatilidad ínsita que impregna a los conceptos culturales dinámicos reseñados.

Es que no puede soslayarse que, a la par de los escollos probatorios, de los que hablaremos más abajo, con los que se enfrenta el juzgador, también debe prestarse atención a las dificultades que ofrece la compleja trama interpretativa a la que debe echarse mano en casos como el estudiado. Esto es así pues, tal como se encargaron de consignarlo expresamente los Magistrados, la constelación de disposiciones normativas, de la más variada jerarquía, es tan amplia que se debe ser sumamente cuidadoso al seleccionar no sólo las reglas que se predican de aplicación al supuesto a decidir, sino también los principios que deben ser también satisfechos[31]. Esto es así pues no es posible olvidar que, además de los derechos que asisten a la víctima, éstos deben ser necesariamente equilibrados con los derechos que reposan en cabeza del acusado, de idéntica jerarquía constitucional y convencional, sin omitir que los derechos de ambos deben encontrarse orientados con arreglo al principio pro homine, de pacífica aceptación en la doctrina y en la jurisprudencia nacional y regional[32].

F. Todo es cuestión de dolo [arriba] 

Como bien es posible advertirlo, a tenor de un pormenorizado análisis del cruce de los fundamentos expuestos en cada uno de los votos que componen el decisorio bajo estudio, el centro del debate es la determinación del dolo, pues la conducta criminal cuya autoría se le endilga al imputado se nutre de un dolo específico y directo, que, a mérito de la gravedad de la sanción con la que amenaza la norma punitiva, requiere ser probado con el mayor escrúpulo.

Sabido es que la única posibilidad de determinar el dolo que inspiró el obrar de un acusado radica en la verificación de las manifestaciones externas de su actuación como reveladoras de aquél. Para dar cabal respuesta a este tópico, deviene indispensable ponderar que, como lo apunta Stratenwerth, “la enseñanza estándar tradicional dice, en su forma más generalizada: dolo es ‘conocimiento y voluntad de realizar el tipo’”[33]. A la hora de dedicar su atención a lo que denomina el lado cognitivo del dolo, dice el mismo autor que “de lo que realmente se trata en este aspecto es de una precisión de aquello de lo que el autor tiene que ser consciente para que su conducta pueda aparecer como realización dolosa del tipo”[34]. Por su parte, Edgardo Donna puntualiza que “el dolo debe referirse en especial a la acción, al resultado típico y a la línea de conexión entre ambos (causalidad)”[35].

Asimismo, ninguna duda puede albergarse acerca de que la manera en que el dolo del autor se revela al juzgador proviene de un contexto fáctico, en el que la conducta evidenciada en el injusto constituye un elemento fundamental a la hora de tener por probado aquel elemento, por lo tanto en este punto es donde cabe hacer especial hincapié en el análisis. Es que, como lo asevera Esther Hava García, “habida cuenta de la imposibilidad de ‘entrar en la mente’ del individuo, tal constatación debe realizarse, inevitablemente, a través de un método indirecto, esto es, mediante el empleo de indicadores observables y externos, que en buena medida serán de carácter normativo; pero es el método, y no la materia objeto de análisis, el que posee tal carácter”[36]. Agrega al respecto Pérez Barberá que “para que un caso individual quede conformado de manera tal que sea subsumible en un caso genérico de dolo (o de imprudencia) –esto es, para que el dolo pueda ser aplicado a un caso individual-, es obviamente necesario que, desde el punto de vista procesal, haya quedado efectivamente acreditada la concurrencia de los hechos, tanto psíquicos como físicos, que, de acuerdo con las reglas de relevancia (…), sean considerados relevantes para fundar la hipótesis de probabilidad en que se basa el reproche doloso. Lo que se prueba procesalmente, pues, no es el dolo, sino los hechos, los datos empíricos que habilitan su aplicación, previa decisión normativa a partir del concepto de dolo de qué hechos (psíquicos o físicos) son los que deben probarse. El dolo como tal no es, pues, objeto de prueba empírica, sino de fundamentación argumental”[37].

Además, no puede dejarse de lado que “cuando se trabaja con la llamada ‘prueba indiciaria’ o ‘indirecta’ -que es lo que sucede cuando se trata de probar estados mentales- se aplica, implícitamente, el método nomológico-deductivo de explicación científica en su versión probabilística (y por tanto, en rigor, inductivo), en tanto, vía inducción, se obtiene una conclusión fáctica probable a partir de un determinado grado de apoyo que brindan las premisas igualmente fácticas de las que se parte”[38].

El dolo requerido por la norma penal, en orden a autorizar su andamiento, es un dolo también calificado, tanto por su especificidad como por su directa relación con el hecho sometido a juzgamiento. Y ello no puede surgir de la mera conjetura, de la simple y despojada suposición, sino que debe ser el resultado de un acabado estudio de los elementos probatorios recabados a lo largo del juicio. Para sumar complejidad al asunto, incluso estando los judicantes plenamente convencidos acerca de la interpretación de la prueba y de los hechos que, merced a ella, deben considerarse acreditados, puede no ser pacífico el sentido que cabe asignarles al final de su valoración.

Es por tal razón que se torna tan relevante analizar el fallo dictado en la causa con el mayor detenimiento en este aspecto.

G. El dolo está en el contexto: navegando entre la política criminal y el Derecho [arriba] 

Como muy bien lo remarcaron los tres jueces en sus respectivos pronunciamientos, el eje de la determinación del dolo especial demandado por el tipo debe surgir del contexto. Es que, en rigor de verdad, no hay otra manera de individualizar la naturaleza del dolo con el que el imputado actuó en el evento.

Si sólo se tiene en cuenta la conducta ejecutiva del delito, deviene evidente que el hecho no pasaría de ser un homicidio más, un obrar que tiene como consecuencia la privación de la vida de un semejante y que, por sus características ínsitas en él no excedería de las previsiones inherentes al art. 79 del Código Penal. Esta sería la consecuencia natural, con arreglo a un pensamiento estructurado al amparo de los paradigmas penales clásicos y -debemos decirlo sin ambages- sometido al influjo del modelo patriarcal, en el que el titular del género que se identifica como masculino tiene preeminencia de derechos por encima de quien titulariza otro género distinto y, por ende, de inferior rango e importancia jurídica frente a aquél.

Esto implica sopesar no sólo los elementos estrictamente jurídicos del asunto sino también, y de modo particular, los sociales y los culturales, a efectos de diseñar una respuesta punitiva eficaz y complementaria de las demás medidas estatales. En este orden de ideas, las iniciativas penales más abarcativas proponen ingresar en la materia elementos que obligan poner la atención en la circunstancia de que las normas punitivas trasuntan, irremediablemente, conceptos provenientes de la sociología o de la antropología que, por fuerza, carecen de las precisiones que demanda el principio de legalidad. Decía ya Aguirre Obarrio que la “… política criminal es un arte. Es, en primer término, el arte de legislar. Otros agregan también el arte de evitar que se cometan delitos, de pesquisar, enjuiciar, castigar, de cómo debe intervenir la policía, y el arte de designarla, así como el del nombramiento de los jueces y fiscales. Coincide en esta visión amplia Jorge De La Rúa, cuando afirma que son ‘mayores opciones de política criminal (qué castigar, por qué castigar, cómo castigar, para qué castigar)...’"[39].

Recuerda Roxín que fue Liszt quien planteó los límites que la dogmática penal le impone a la política criminal, al decir que “[E]l Derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal”. Esta apreciación, según Roxín, buscaba responder a la pretensión de la escuela sociológica del Derecho penal con arreglo a la cual “todo ser humano peligroso para la comunidad debe ser inocuizado en interés de la colectividad todo el tiempo que sea necesario”. Es así como Liszt imagina al Derecho penal como la carta magna del delincuente y como refugio del ciudadano frente al Leviatán del Estado. Sin embargo, hoy, esta tensión entre ambos extremos aparece superada “pues el principio ‘nullum crimen sine lege’ es un postulado político criminal no menor que la exigencia de combatir con éxito el delito; y no sólo es un elemento de la prevención general, sino que la propia limitación jurídica del ius puniendi es también un objetivo importante de la política criminal de un Estado de Derecho”[40].

Sus distintos objetivos pueden sintetizarse del siguiente modo: “Dogmática y pensamiento sistemático serán entonces formas de la hermenéutica, o sea de la interpretación comprensiva de un texto previamente dado, mientras que la política criminal se preocupará de desarrollar e imponer nuevas concepciones de los fines jurídicopenales”. Ello no debe hacer perder de vista el riesgo que existe de exagerar las diferencias pues la aplicación del Derecho es “mucho más que la aplicación, subsumible en el procedimiento de conclusión lógica, de una ley ya determinada en sus detalles; más bien es la concreción del marco de la regulación legal, y en la elaboración creadora (o sea, desarrollo y sistematización) de las finalidades legislativas ella misma es política criminal revestida del manto de la dogmática. Por tanto, la misión interpretativa de la dogmática requiere ya una sistematización bajo aspectos teleológico-político criminales. En consecuencia, el Derecho vigente supone el resultado de la ulterior reflexión que hay que efectuar sobre las concepciones y finalidades del legislador. El dogmático (sea científico o juez) debe por tanto argumentar político criminalmente como el legislador; en cierto modo tiene que acabar de dibujar en todos sus detalles la imagen o modelo del Derecho vigente que el legislador sólo puede trazar a grandes rasgos”[41].

La vinculación entre ambos también se revela en cuanto le permite a la dogmática argumentar “político criminalmente la libertad de elaborar nuevas perspectivas; pues precisamente en la Parte general el legislador ha regulado muchas materias sólo con rasgos vagos o no las ha regulado en absoluto, por lo que aquí la transformación de los principios rectores del Derecho penal en Derecho aplicable se ha dejado caso por completo en manos de la dogmática”. De otro lado, “los límites de lo dogmáticamente admisible se traspasan en cambio cuando se elige una solución por razones político criminales -por muy loables que sean- para eludir una finalidad legislativa que se considera equivocada”[42].

La política criminal, en el fenómeno que hoy ocupa nuestra atención en este trabajo, tiene una actuación decisiva, tanto en lo que respecta al saber sobre las garantías, íntimamente vinculadas al equilibrio de derechos entre los de la víctima y los titularizados por el imputado, constantemente puesto en crisis en casos de violencia de género; como en lo atinente al desarrollo del “planeamiento político, como parte de las políticas públicas de un Estado, como en su dimensión procesal, es decir cuando la aplicación de la violencia debe pasar indispensablemente por el sistema de garantías”[43].

Binder sostiene que “el análisis político criminal, a su vez, se divide en dos dimensiones (…). La primera se refiere al desarrollo del aparato conceptual, es decir, al saber necesario para organizar un plan político criminal específico, dentro del conjunto de políticas que desarrolla el Estado, a través del gobierno en sentido estricto, esto es, los organismos ejecutivos. En esta dimensión, el análisis político criminal se vincula de un modo directo con el análisis de políticas públicas y es tributario de la experiencia y las discusiones de ese ámbito teórico”, siendo ello lo que este autor identifica como “macropolítica criminal”. Pero, “una vez que existe un plan político criminal específico (p.ej., para el robo violento o la explotación laboral) ciertos usos de esa violencia deberán pasar por el proceso penal, ya que es ineludible el respeto de límites externos a la política criminal (…). En ese segundo nivel la política criminal se convierte en casos, aun cuando nunca deba perder su referencia al fenómeno global que debe enfrentar (control de la criminalidad, absorción de la violencia)”. Puntualiza Binder que “a la dimensión de la política criminal que se ocupa de casos de violencia directa o casos judiciales (y al saber que acompaña a esa dimensión) la denominamos ‘micropolítica criminal’. A su vez, dentro de la micropolítica criminal, la actividad tendiente a lograr que se logren los objetivos político-criminales en los casos judiciales la denominamos ‘persecución penal’. En síntesis, la persecución penal es la actividad dentro del proceso penal que busca lograr los objetivos político-criminales (resultantes de un plan singular que concreta las finalidades político-criminales genéricas en objetivos y metas evaluables) a través de casos”. Es que “la persecución penal es parte de la política criminal y reclama un saber que permita ser eficaces (una eficacia que sólo se puede entender en el contexto de un plan específico, dentro del también específico juego del proceso penal, realizado en el específico juego del proceso penal). El estudio de la perspectiva político-criminal del proceso es el desarrollo de un saber sobre la persecución penal, algo totalmente diferente del saber sobre las garantías, aunque quien lleve adelante esa persecución penal debe conocer con exactitud cuáles son los límites a los que está sometido su trabajo en cada caso”.

En la materia tratada, en la que se encuentran en juego factores eminentemente ajenos a lo estrictamente penal, y más consustanciados con la antropología, la sociología, la historia, la psicología, entre otros no menos relevantes y que, a su vez, se entremezclan de forma estrecha para tornar todavía más complejo, si ello fuera posible, el panorama general que debe analizarse a nivel de macro y luego de micropolítica criminal.

H. Las circunstancias agravantes no están en el hecho mismo [arriba] 

Este es, quizás, el aspecto más sobresaliente encontrado por los sufragantes en el decisorio en comentario en el hecho investigado. Es que, si debiéramos atenernos a los cánones tradicionales de la labor del judicante en materia de valoración de la prueba, resulta indiscutible que los únicos elementos fácticos que deberían ser examinados son aquellos que se fenomenalizan durante la ejecución del delito, siendo los anteriores o posteriores susceptibles de ponderación sólo a los efectos de la dosimetría de la pena que, eventualmente, corresponda imponer al autor en el caso concreto.

Sin embargo, y por imperio del contenido cultural que encierran los conceptos involucrados, así como por las características particulares que caracterizan a hechos de la naturaleza enjuiciada, se torna comprensible que el legislador, en observancia de mandatos convencionales insoslayables, deba acudir a nociones que autoricen a los jueces a interpretar correctamente la conducta violenta de que se trate.

No escapa al criterio de este comentarista que la singularidad que presenta el injusto ponderado en esta oportunidad tuvo como víctima a una persona trans, reconocida en su medio por su activa militancia a favor de los derechos del colectivo que integraba. Este extremo obligó a los Sres. Magistrados y a la Sra. Magistrada a internarse en el análisis exhaustivo del alcance que debía darse al contexto para concluir sobre la ocurrencia o no de un delito inspirado en violencia por odio a la identidad de género.

Sin perjuicio de la discrepancia que media al respecto, lo que, en todo caso muestra un cruce dialéctico saludable por tratarse del análisis de una materia tan novedosa, no sólo en el derecho nacional sino también regional, lo que debe destacarse es la profundidad con la que todos los votantes abordaron la cuestión, sin escatimar reflexiones ni argumentos para dilucidarla.

Siendo ello así, se vuelve por demás interesante señalar que el Tribunal en pleno, desde sus distintas perspectivas, coincidió en indicar que el contexto en el que se produjo el hecho es lo relevante para permitir calificarlo como agravado. En este orden de ideas, resulta consistente con este tipo de examen el establecer cuáles fueron las circunstancias que preludiaron la comisión del injusto, determinando como significativo el carácter de líder que la víctima tenía en la defensa de intereses colectivos vinculados a su auto percepción de género. A ello debe sumarse la condición que también titularizaba el acusado, como pareja de la víctima, quien, en tanto tal, no podía ignorar su situación de compromiso genuino con la causa trans.

El punto focal de la discusión que, en su momento, pudo generar una controversia penal como la suscitada en la causa, también reflejado en los fundamentos expuestos por los sufragantes, partió de un elemento del que, hasta ahora, no se tenían mayores caracterizaciones como generador de un delito tan grave como el investigado, esto es, lo trans como un género determinado y perfectamente susceptible de motivar la acción homicida del agresor.

Quedará todavía por debatir a futuro la ubicación sistémica que, en el marco de la teoría del delito, deberá asignarse al odio de género, como fundante subjetivo del injusto, pues es sencillo advertir de qué modo este punto en particular se convirtió en el parteaguas de la deliberación.

Estimo que aun en el supuesto de considerar esta materia bajo el prisma con el que lo avizora el voto parcialmente disidente, tampoco resultaría descabellado sostener que la cuestión abandona el territorio de lo subjetivo. Ello así pues el supuesto previsto en el inciso 11 del art. 80 del Código Penal tampoco deja afuera del tema un elemento sustancial cual es el carácter que asume ocasionar la muerte de otra persona, a título de acto de posesión último que ejerce el autor sobre su víctima, creyéndose legitimado para hacer con su cuerpo lo que le plazca, inclusive, ultimarlo.

Es decir que, a los fines de la aplicación de esta norma, y más allá de la exigencia de un dolo específico y directo, no resulta para nada extraño el cariz subjetivo que debe contener. Ello implica admitir también que el femicidio/travesticidio cometido en el marco de dicha disposición debe nutrirse de un probado contexto de subjetividad dominante, culturalmente acentuado, en el que el hecho delictivo no es más que la consecuencia de una idea de supremacía que el autor tiene respecto de la víctima, a la que considera enteramente subordinada a sus designios y por lo que estima naturalizada la violencia que contra ésta ejerce, por extrema que sea y por irreversibles que sus consecuencias se vuelvan. Todo ello es así, pues, conforme el mandato patriarcal del que es titular y en el que fue formado, su conducta le resulta plenamente justificada, habida cuenta que, según aquél, se privilegia todo cuanto se identifique con lo masculino, como único poder que tiene permitido prevalecer y que no admite ser desoído o desafiado.

El derrotero de la interpretación de la prueba a seguir puede ser expuesto como una secuencia que debería trazarse según este orden, de manera aproximada: acreditar la relación previa entre víctima y victimario; demostrar la índole violenta, en cualquiera de sus variantes, del vínculo; probar la dinámica de dicha violencia, esto es, identificar si ésta se basa en una asimetría de poder y, en su caso, quién lo ejerce y quién se subordina a él y por qué medios; y, por último, acreditar el dolo homicida específico, inspirado en el estereotipo patriarcal que contextualiza el hecho.

I. Una valoración de prueba que contradiga el estereotipo culturalmente determinado: la perspectiva de género [arriba] 

Además del esfuerzo interpretativo en cuanto a las normas y principios aplicables al caso se refiere, y del que ya he dado debida cuenta, el Tribunal también adoptó una posición idénticamente innovadora en cuanto a la ponderación de los elementos probatorios recibidos a lo largo del juicio.

Una solución semejante se justifica plenamente a poco que se advierta que las singularidades del caso, en tanto residen en la necesidad de probar un contexto previo y concomitante al hecho, de violencia, demanda de un cierto detenimiento en extremos fácticos muchas veces escasos, a mérito del ámbito íntimo y oculto en el que el injusto suele ejecutarse.

Mucho se ha hablado en estos casos, y en directa conexión con la prueba que debe colectarse para juzgar casos de homicidio que aparecen motivados en contextos de violencia de género, de la vigencia del principio de amplitud probatoria. Erróneamente se ha interpretado, por voces innegablemente interesadas en limitarlo, cuando no de contravenirlo abiertamente, que de su aplicación emerge una vulneración al derecho de defensa que titulariza el victimario, en su calidad de imputado, pues se postula que a través de aquél se debilitan, entre otros, el principio de inocencia y la garantía al debido proceso que la Constitución y las convenciones internacionales sobre la materia ponen en cabeza del acusado.

La dificultad para comprender cabalmente el punto de vista que cabe asumir en materia de valoración de la prueba reside en que media, de forma generalizada, un conjunto de prácticas que pueden sintetizarse diciendo que “la naturalización y minimización de la violencia, la asignación de responsabilidad a las víctimas y la deslegitimación de sus declaraciones sirven como muestra de la discriminación en el sistema de administración de justicia”. Por ello, “con mayor o menor dedicación, desde los estudios de género se ha asegurado que, a pesar de que los códigos procesales prescriben que los elementos probatorios deben valorarse de manera sana, crítica y racional, el resultado no ha sido siempre tan sano, ni tan crítico y menos aún racional”[44].

En razón de tales apreciaciones, deviene evidente que el principio de amplitud probatoria, aplicado al criterio de valoración del bagaje probatorio colectado a lo largo de un juicio no conlleva una suerte de incontrolada apertura a ponderarlo de cualquier manera, prescindiendo de perspectivas que la doctrina y la jurisprudencia han ido forjando a lo largo de los años, en consonancia con la visión constitucional -y ahora convencional- que debe tener el debido proceso penal. Por último, no debe obviarse que el método de la sana crítica racional resulta obligatorio en nuestro sistema de juzgamiento en virtud de lo decidido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y del carácter vinculante que sus pronunciamientos tienen[45].

En consecuencia, predicar la vigencia del principio de amplitud probatoria conduce a compatibilizar, tal como lo hicieran los Sres. Jueces y la Sra. Jueza sentenciantes, en materia de valoración de la prueba una mirada equilibrada entre los derechos del imputado y la obligación que tiene el Estado, en su calidad de catalizador del interés social, de resolver el conflicto creado con la muerte de la víctima, sin desconocer las características inherentes a este tipo de injustos. Ello exige seleccionar, analizar y sopesar los elementos recogidos sin perder de vista el marco no sólo fáctico sino también cultural en el que hechos de esta naturaleza se producen, así como sin vulnerar el derecho del imputado a que lo que se valore, confronte, discuta y convenza al Tribunal sea la prueba y no las íntimas convicciones de los juzgadores ni las conjeturas sociales, solo informadas por los prejuicios y los estereotipos reinantes.

Esta solución es claramente entendible en virtud de la aplicación de un criterio de análisis repetidamente invocado pero pocas veces comprendido, a saber, la perspectiva de género.

Alerta Arduino que “contemplar la perspectiva de género plantea desafíos concretos al derecho procesal penal, a la doctrina pero también a su aplicación práctica, sobre todo cuando se trata de hechos que encuadran en figuras penales que no contemplan especiales elementos subjetivos, agravantes o especialidad alguna en razón del género”[46]. No puede ignorarse la distinta influencia que ejerce sobre la interpretación cabal de la conducta penal este modo de abordar la cuestión, con la ponderación de facetas que contextualizan el obrar delictivo, así como la conducta de la víctima, impregnada de un temor consustancial a su diario vivir y de advertencias sociales implícitas pero palpables. Es por ello que “adoptar la perspectiva de género supone reconocer esta circunstancia y desnaturalizarla, criticar aquella realidad…”[47].

J. Una conclusión esperanzada [arriba] 

Entiendo que el decisorio examinado ha logrado demostrar con creces los numerosos obstáculos que pueden ser encontrados en el arduo camino de consagrar una sentencia que pretende dilucidar un hecho tan complejo como el que le tocara resolver, y los ha sorteado con todo éxito.

Como pocas veces ocurre, se han entrecruzado en el mismo caso cuestiones culturales tan arraigadas y mutuamente involucradas que se torna difícil escindirlas para su abordaje separado, obligando a tratarlas de manera conjunta. Digo esto del derecho, del género y del patriarcado.

Para colmo de males, la mirada patriarcal se encuentra tan naturalizada en todos los niveles del quehacer jurídico, pues contamina tanto a la ley como a su interpretación, que vencer sus mandatos interpretativos respecto de la prueba y de la aplicación de la norma, vigorosamente informados por el prejuicio y el estereotipo de género, se vuelve una tarea que requiere el mayor de los esfuerzos argumentales.

En efecto, a ello debe sumarse la circunstancia de que hasta la ponderación probatoria cae bajo el mismo influjo, forzando al juzgador a despojarse -o desaprender- de una técnica tradicional de valoración de la prueba, atravesada por aquella visión patriarcal, para asumir otra, dotada de una perspectiva que ha dado en identificar como “de género”, en orden a comprender su significado en forma íntegra y no sesgada.

Otro extremo que se ha visto asomar en el caso y que, va de suyo, entra también en colisión con las limitaciones que impone el derecho penal de acto, estriba en la identificación de este tipo de delitos, con génesis en la violencia de género, como delitos de contexto, por lo que la prueba ya no se puede circunscribir a demostrar la ocurrencia del hecho y la modalidad bajo la que se produce, sino que también debe abarcar, por fuerza, aquellos hechos previos y concomitantes a su acaecimiento, como datos que enmarcan el injusto. Sólo así será posible afirmar que un delito determinado se conecta o no con violencia de género, autorizando de tal suerte la aplicación de un tipo penal agravado, amenazado con una sanción tan intensa como la prevista por la norma punitiva para estos supuestos.

Finalmente, el hallazgo conceptual de un punto de vista tan peculiar como lo es que el mismo supuesto de hecho que debe ser valorado, sea valorado desde una perspectiva de género, permite incorporar criterios de ponderación tan novedosos como, simultáneamente, respetuosos de las garantías constitucionales y convencionales que reposan en cabeza del imputado. Ello fija el equilibrio que debe mediar entre los derechos de la víctima y del victimario, sin lesionar de manera ostensible ninguno de los dos.Se trata, en suma, de la aplicación de una perspectiva que busca el equilibrio de los derechos en pugna, que es lo que la Corte Suprema de los Estados Unidos ha consagrado como el “balancing test”, criterio interpretativo al que no ha sido ajeno la Corte Suprema de Justicia de la Nación[48] y por el que se establecen pautas y variables interpretativas flexibles para determinar si una garantía dada ha sido vulnerada en el caso concreto. Ello deviene exigible en el marco de una interpretación razonable, no siendo posible olvidar que “razonabilidad es el moderno nombre de justicia (…) Razonable es lo que tiene fundamento; lo que guarda relación y proporción adecuada entre beneficios y perjuicios, lo que es legítimo, lo que siendo técnicamente idóneo satisface simultáneamente standards éticos y jurídicos, lo que es acorde a las exigencias de la realidad, lo que tiene una medida adecuada”[49].

En este marco conceptual, conmovido desde sus bases por nociones culturales fuertes que deben despejarse correctamente, como el derecho, el patriarcado, el género, la prueba y su ponderación con ajuste a una mirada más acorde a las particularidades del fenómeno que constituye la violencia de género, el Tribunal sentenciante, sin perjuicio de una discrepancia que invita a continuar la discusión antes que a renunciar a ella, ha ingresado en los aspectos más sensibles del problema, sentando un criterio superador de obstáculos otrora impuestos por lecturas anquilosadas sobre las teorías del delito y de la prueba. En este punto, complicado y desafiante, sólo cabe afirmar que el debate está servido.

Si se prefiere, y ya que el abordaje de la cuestión se ha planteado en términos de una controversia cultural, arriesgo a proponer que, tal vez, estemos por fin en las puertas de un cambio de paradigma, para cuyo abordaje debe recordarse que “las revoluciones científicas se consideran aquí como aquellos episodios de desarrollo no acumulativo en que un antiguo paradigma es reemplazado, completamente o en parte, por otro nuevo e incompatible”, proceso que se caracteriza porque “durante las revoluciones los científicos ven cosas nuevas y diferentes al mirar con instrumentos conocidos y en lugares en los que ya habían buscado antes”[50]. Este es el fenómeno que entiendo producido en la decisión judicial comentada, a la luz de los desafíos propuestos por el travesticidio como delito autónomo, consagrando, de modo simultáneo, y en la ejecución de una faena para nada sencilla, el respeto a la dignidad de la víctima y la observancia de los derechos y garantías procesales que titulariza el imputado.

 

 

Notas [arriba] 

[1]  Juez de Cámara por ante el Poder Judicial de la Provincia de Jujuy y Doctor en Ciencias Jurídicas por USAL.
[2] García Canclini, Néstor, Diferentes, desiguales y desconectados, ed. GEDISA, Barcelona, 2005, pág. 34.
[3] Gagneten, María Mercedes, La cultura popular como práctica histórica en la globalización, publicado en “Antropología, cultura popular y derechos humanos”, Carlos Eroles, María Mercedes Gagneten y Arturo Sala, ed. Espacio, Buenos Aires, 2004, pág. 72.
[4] Weber, Max, Sobre la teoría de las ciencias sociales, Ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, pág. 47.
[5] Acerca de esta calificación del derecho como producto cultural, sostiene Alejandro Nieto en Crítica de la razón jurídica, ed. Trotta, Madrid, 2007, pág. 73, que merced al quiebre, a fines del siglo XIX del dogma de la única religión verdadera y de la moral universal “pudo considerarse al Derecho como dato cultural propio de cada pueblo y de cada momento…”, lo que explica que “un Parlamento puede aprobar una ley en una semana; pero si esta ley no concuerda con las normas culturales del pueblo (en la conocida terminología de M.E. Mayer) encontrará una enorme resistencia a la hora de su aplicación práctica”.
[6] Atienza, Manuel, El sentido del derecho, ed. Ariel, Barcelona, 2012, pág. 142.
[7] Atienza, Manuel, op. cit., pág. 147.
[8] Destaca Pazos Crocito, José Ignacio, Los homicidios agravados, ed, Hammurabi, Colección “Delitos contra la vida”, nº 2B, Buenos Aires, 2018, pág. 144, siguiendo a Marta Lamas, que “en los años ’70 el feminismo académico anglosajón impulsó el uso de la categoría gender (género) con la pretensión de diferenciar las construcciones sociales y culturales de la biología. Además del objetivo científico de comprender mejor la realidad social, estas académicas tenían un objetivo político: distinguir que las características humanas consideradas ‘femeninas’ eran adquiridas por las mujeres mediante un complejo proceso individual y social, en vez de derivarse ‘naturalmente’ de su sexo. Suponían que con la distinción entre sexo y género se podía enfrentar mejor el determinismo biológico y se ampliaba la base teórica argumentativa a favor de la igualdad de las mujeres”.
[9] Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 146. Es llamativa en este punto la advertencia, anotada por este autor, glosando a Juan Fernández, respecto a la paradoja que implica que “un movimiento que se define por la lucha contra la injusticia y la hipocresía (feminismo) se ve llevado involuntariamente a asumir la mentalidad tradicionalista que encubre las cuestiones sexuales sustituyéndolas por un término ‘políticamente correcto’”.
[10] Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 143.
[11] Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 149. Precisa también este doctrinario, citando a Fraisse, que “el concepto de género no puede sustituir expresiones ya utilizadas por la filosofía como ‘diferencia sexual’ y ‘deferencia de los sexos’; estas dos últimas representan una distinción que en la lengua inglesa está ausente: a) diferencia sexual aporta sobre la dualidad de los sexos, tiene un contenido de representaciones múltiples, pero siempre claras, de lo masculino y lo femenino; mantiene que la división sexual es el elemento central de la estructura cultural y que el orden simbólico patriarcal está basado en la anulación de lo femenino y la pareja entronización de lo masculino, abogan por la recuperación de lo femenino como concepto autónomo capaz de trascender los estereotipos de las mujeres -reniegan de la igualdad como ideal feminista-; b) diferencia de los sexos es una dualidad sin afirmación de sentido, ni una proposición de valor, se trata de un instrumento conceptual de denominación vacía”.
Añade Butler, Judith, El género en disputa, ed. Paidós, Buenos Aires, 2018, pág. 54, que “si el género es los significados culturales que acepta el cuerpo sexuado, entonces no puede afirmarse que un género únicamente sea producto de un sexo. Llevada hasta su límite lógico, la distinción sexo/género muestra una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados y géneros culturalmente construidos”.
[12] Amato, María Inés, La pericia psicológica en violencia familiar, pág. 105, ed. La Rocca, Buenos Aires, 2004.
[13] Fellini, Zulita y Morales Deganut, Carolina, Violencia contra las mujeres, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2018, pág. 41. Señalan ambas autoras que “Estudios realizados en los Estados Unidos de América permitieron establecer que la asignación del rol casi siempre es más determinante en el establecimiento de la identidad sexual que la carga genética, hormonal o biológica”. Añaden estas escritoras, op. cit., pág. 43, que “ya en 1955 John Money, especialista en endocrinología infantil y sexólogo de orientación conductista, introdujo los conceptos de género e identidad de género para explicar que las personas estados intersexuales, como los hermafroditas, llegan a construir una identidad sexual definida que puede estar en contradicción con el sexo corporal. Para este autor el género resultó un complemento imprescindible del sexo. Tal es así que en un individuo se hace imposible superar qué deviene de su condición biológica y qué otra de la construcción histórica, afectiva y sociocultural. La importancia del hallazgo de Stoller, en los supuestos de las personas en que la asignación sexual no se correspondió con la autopercibida, fue que los casos estudiados lo indujeron a suponer que algunos datos de las asignaciones socioculturales, en hombres y mujeres, más la experiencia personal, constituían factores determinantes de la identidad y el comportamiento femenino y masculino, y no el sexo biológico”.
Puntualiza Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 145, que Money tuvo en cuenta dos aspectos: “a) El rol de género adquirió un carácter claramente social, designando un modo de conducta prescripta y determinada socialmente. Es todo lo que una persona hace o dice para mostrar a los otros o a sí misma, en qué medida es masculina, femenina o andrógina; esto incluye excitaciones y reacciones sexuales y eróticas, pero no se limita a ellas. b) La identidad de género pasó a aludir a la dimensión psíquica desarrollada a partir del sexo biológico asignado. Es la permanencia, unidad y continuidad de la propia indiviaulidad en tanto masculina, femenina o andrógina; especialmente tal como se la vive en la conciencia y de la experimenta en la conducta”.
[14] Fellini, Zulita y Morales Deganut, op. cit., pág. 42.
[15] Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 135, citando a Stella Martínez.
[16] Sánchez Kalbermatten, Alejandro, Reflexionessobre el femicidio, LL, 2014-B, 528.
[17] Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 141, citando a Cook y Cusack.
[18] Amato, María Inés, op. cit., pág. 106.
[19] Amato, María Inés, op. cit., pág. 108. Es interesante el relevamiento histórico que esta autora realiza sobre la evolución que vivenció la educación con ajuste al género, indeleblemente atravesada, a su vez, por la estratificación social y sus derivaciones en la organización social y familiar.
[20] Fellini, Zulita y Morales Deganut. Carolina, op. cit., pág. 43. Puntualizan también que “esto no significa que todos los hombres son por naturaleza fuertes, agresivos y racionales, y que todas las mujeres presentan características de fragilidad, debilidad y vulnerabilidad, sino solamente que esto constituye en América Latina todavía particularidades del rol que se les asigna. La realidad indica que nadie puede identificarse de manera íntegra con su género, pero tampoco puede afirmarse que no se sienta influenciado por el mismo, ya que las relaciones humanas dependen de circunstancias históricamente diversas y cambiantes en los diferentes tiempos culturales”.
[21] Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 147. Añade Raquel Osborne, en Apuntes sobre violencia de género, ed. Bellatera, Barcelona, 2009, pág. 32, que el concepto “violencia de género” es relacional pues vincula a un victimario con una víctima, con la particularidad que el motivo para ejercerla reside en una asimetría de poder entre ambos, que la autora seguida describe como una desigualdad jerárquica entre hombres y mujeres.
[22] Giberti, Eva, Mujeres y violencias, ed. Noveduc, Buenos Aires, 2017, pág. 164, citando a Jónasdóttir.
[23] Osborne, Raquel, op. cit. en nota 17, pág. 137.
[24] Giberti, Eva, op. cit., pág. 165, citando a Vitale. Añade Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 138, citando a Amelia Valcárcel, que “el patriarcado es el sistema de dominación genérico en el cual las mujeres permanecen genéricamente bajo bajo la autoridad, a su vez genérica, de los varones; sistema que dispone de sus propios elementos políticos, económicos, ideológicos y simbólicos de legitimación y cuya permeabilidad escapa a cualquier frontera cultural o de desarrollo económico. El patriarcado es universal y es, sin embargo, una política que tiene entonces solución política”.
[25] Giberti, Eva, op. cit., pág. 165, citando a Amorós.
[26] Giberti, Eva, op. cit., pág. 166.
[27] Hendel, Liliana, Violencias de género, ed. Paidós, Buenos Aires, 2017, pág. 49, citando a Alicia Puleo.
[28] Pazos Crocito, José Ignacio, Los homicidios agravados, ed, Hammurabi, Colección “Delitos contra la vida”, nº 2B, Buenos Aires, 2018, pág. 134. Anota este autor más adelante, op. cit., pág. 137, que “ese orden natural que fija lugares naturales para varones y mujeres debedesestabilizarse. Trabajar con conceptos desestabilizados (contranormativizados) no importa pretender redireccionarlos en un nuevo modelo rígido, sino, trabajar con ellos, y abrir la posibilidad de emergencia de nuevos sujetos. Así, las mujeres tienen la posibilidad de construir y definir su propuesta discursiva para someterla a nivel de confrontación con el antiguo discurso. Si se desestabilizan y desnaturalizan los antiguos conceptos, hay reversibilidad, denota que el patriarcado no es un sistema coherente de reglas”.
[29] Pazos Crocito, José Ignacio, op. cit., pág. 135.
[30] Con toda claridad dice Nousiainen que “la mayoría de los juristas, hoy en día, coincidirían en que el derecho moderno es un sistema. La teoría jurídica moderna conceptualiza el derecho como un sistema. Más aún, el derecho conceptualizado como un sistema y la ciencia jurídica dependen mutuamente. Ambos son parte de la modernización del derecho” [KevätNousiainen, Las interacciones del derecho, pág. 142, publicado en La normatividad del derecho, AAVV, AulisAarnio, Ernesto Garzón Valdés y JyrkiUusitalo (comp.), ed. Gedisa, serie CLA-DE-MA Derecho/Filosofía, Barcelona, 1997]. Con ello se propone valorar a las normas jurídicas en juego como una integralidad, es decir, como un conjunto.
Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin señalan en una definición ya clásica, que “un conjunto normativo es un conjunto de enunciados tales que entre sus consecuencias hay enunciados que correlacionan casos con soluciones”, agregando que “todo conjunto normativo que contiene todas sus consecuencias es, pues, un sistema normativo” (Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio, Sistemas normativos, pág. 82, ed. Astrea, colección mayor Filosofía y Derecho, Buenos Aires, segunda edición revisada, 2012). A su vez, ese sistema debe satisfacer ciertas propiedades formales como lo son la completitud, la independencia y la coherencia (Alchourrón y Bulygin, op. cit., pág. 91).
[31] Ricardo Lorenzetti en Teoría de la decisión judicial, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006, pág. 138, define al principio diciendo que “es un enunciado normativo amplio que permite solucionar un problema y orienta un comportamiento, resuelto en un esquema abstracto a través de un procedimiento de reducción a una unidad la multiplicidad de hechos que ofrece la vida real”. A la luz del “evidente desprestigio de la ley producido por la superproducción legislativa (…) se postula cada vez más una tarea de simplificación en base a principios” que, a su vez, cumplen funciones integrativas, interpretativas, finalísticas, delimitadoras y fundantes.
[32] Dice Guillermo Moncayo, Reforma constitucional, derechos humanos y jurisprudencia de la Corte Suprema, publicado en La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los tribunales locales, AAVV, compilado por Martín Abregú y Christian Courtis, Centro de Estudios Legales y Sociales, ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2004, pág. 95, que, conforme a él, “ha de estarse siempre a la interpretación que resulta más favorable al individuo en caso de disposiciones que le reconozcan o acuerden derechos. Y con el mismo espíritu, ha de darse prevalencia a la norma que signifique la menor restricción a los derechos humanos en caso de convenciones que impongan restricciones o limitaciones”. En idéntico sentido, Mónica Pinto, El principio pro homine. Criterios de hermenéutica y pautas para la regulación de los derechos humanos, en la misma publicación, pág. 163 y sgtes.
[33] Stratenwerth, Gunther, Derecho penal. Parte general. El hecho punible, pág. 169, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2005.
[34]Stratenwerth, Gunther, op. cit., pág. 173.
[35] Donna, Edgardo Alberto, Derecho penal. Parte general, T. II, “Teoría general del delito-I”, pág. 522, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2008.
[36] Hava García, Esther, El tipo de injusto del delito imprudente, pág. 84, ed. Rubinzal-Culzoni, colección “Autores de derecho penal”, dirigida por Edgardo Alberto Donna, Santa Fe, 2012.
[37]Pérez Barberá, Gabriel, El dolo eventual, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2011, pág. 720.
[38]Pérez Barberá, Gabriel, op. cit., pág. 742.
[39] Aguirre Obarrio, Eduardo, Problemas contemporáneos y política criminal, Comunicación efectuada por el Académico, en la sesión privada del 28 de junio de 2001, en la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, publicado en LL, Derecho penal y criminología, Buenos Aires, 2004.
[40] Roxín, Claus, Derecho penal. Parte general, T. I, “Fundamentos. La estructura de la teoría del delito”, pág. 223 y siguientes, ed. Civitas, Madrid, 2003.
[41]Roxín, Claus, op. cit., pág. 225. Añade este autor que “De la vinculación de la dogmática a las finalidades político criminales del legislador se deriva p.ej. que en el desarrollo de los principios ordenadores que en las colisiones de intereses deciden sobre la utilidad o nocividad social y con ello sobre la antijuridicidad de una conducta, lo decisivo son los principios deducibles del ordenamiento jurídico, y no las concepciones valorativas personales del intérpretes. E igualmente sucede en la categoría de la responsabilidad, si se la interpreta y sistematiza según los puntos de vista político-criminales de la teoría de los fines de la pena, que no depende de las opiniones que tenga el científico o el juez sobre los fines de la pena, sino que hay que tomar como base los objetivos que se pueden extraer de las causas de exculpación expresamente descritas en la ley y de los aspectos jurídico constitucionales que en su caso las informan”.
[42] Roxín, Claus, op. cit., pág. 226. Explicita este punto ejemplificándolo con el caso en el que “la rigidez de la pena de reclusión perpetua con la que se castiga el asesinato, que los tribunales consideran (¡con razón!) que en algunos casos es demasiado dura y político criminalmente equivocada. Y por eso en ocasiones han interpretado la ley calificando sólo como complicidad pese a haberse cometido de propia mano el asesinato, para poder aplicar un marco penal atenuado. Ello da lugar sin duda a un resultado deseable, pero es dogmáticamente incorrecto…”.
[43] Binder, Alberto, Derecho procesal penal, T. II, pág. 76 y siguientes, ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2014.
[44] Di Corleto, Julieta, “Igualdad y diferencia en la valoración de la prueba: estándares probatorios en casos de violencia de género”, en Di Corleto, Julieta (comp.), Género y justicia penal, ed. Didot, Buenos Aires, 2017, pág. 85 y siguientes.
[45] CIDH, “Paniagua Morales”, 8/3/1998, párr. 76, en el que se dijo que “todo tribunal interno o internacional debe estar consciente que una adecuada valoración de la prueba según la regla de la ‘sana crítica’ permitirá a los jueces llegar a la convicción sobre la verdad de los hechos alegados”.
[46] Arduino, Ileana, Mecanismos de simplificación alternativos al juicio y género en el proceso penal: redefinir la discusión desde la política criminal, publicado en “Género y Justicia Penal”, Julieta Di Corletto (comp.), ed. Didot, Buenos Aires, 2017, pág. 276.
[47] Hopp, Cecilia Marcela, “El cumplimiento de las obligaciones internacionales relacionadas con la violencia de género ¿Derogación tácita de la posibilidad de suspender el juicio a prueba?”, publicado en Jurisprudencia de Casación Penal, nº 5, AAVV, dirigido por Patricia Ziffer, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2012, pág. 238.
[48] CSJN, “Ponzetti de Balbín c. Editorial Atlántida”, considerando 13, LL, 1985-B, 120.
[49] Santiago (h), Alfonso, En las fronteras entre el Derecho Constitucional y la Filosofía del Derecho, pág. 63, ed. Marcial Pons Argentina, Buenos Aires, 2010.
[50] Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, pág. 149.