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Citados
Constitución de EspañaArtículo 103 (España - España)
Un estudio sobre el concepto del interés general merece un somero análisis acerca de su significado. No es infrecuente que el término que se asocie al Derecho Administrativo como concepto clave sea el de interés público. Sin embargo, he preferido referirme en este trabajo al concepto de interés general porque si bien en el pasado fue el interés público el término elegido para fundar el sentido de la actuación de la Administración pública, en el marco del Estado social y democrático de Derecho, el interés a que debe someterse la Administración es el de la comunidad, el de la sociedad, el del conjunto, no el de la propia institución Administración pública o el de sus agentes, sino el de todos los ciudadanos. El principio de participación y el principio de centralidad del ser humano me parece que reclaman un entendimiento más amplio y abierto que el estricto y riguroso de interés público.
En realidad, no sólo en el lenguaje coloquial, también en el académico, ambos conceptos se identifican. Sin embargo, debemos matizar porque existe un concepto amplio de interés público, que sería el interés general, y un concepto estricto, reducido a los estrechos límites de lo organizacional. La perspectiva amplia de interés público ha sido calificada de distintas formas y maneras con el fin de llamar la atención acerca de su centralidad en orden a definir el Derecho Administrativo mismo. El profesor Hachem las ha resumido así: noción-madre, clave de bóveda, alma, corazón, piedra angular o alfa y omega del derecho Administrativo.
El profesor Duran ha señalado acertadamente que siendo el interés privado y el interés públicos conceptos distintos, en modo alguno se contradicen u oponen. Más bien, cada uno desde su ámbito cumplen su finalidad propia y en la medida en que se concilien o complementen la convivencia es más armoniosa. El interés general sería para Durán, el conjunto del interés privado y del interés público, y equivaldría a la noción de bien común que no es, ni más ni menos, entonces, que el correlato metafísico del concepto de interés general, que es la noción propia con la que trabaja el jurista del Derecho Administrativo en el Estado social y democrático de Derecho.
La abstracción de las denominaciones que la doctrina ha realizado del interés público en sentido amplio demuestra la dificultad de proceder a una definición concreta y precisa, lo que no quiere decir que esta tarea sea imposible o que tal concepto no disponga de relevancia jurídica. La tiene, y como veremos, mucha. Tanta que conforma el mismo núcleo básico desde el que se debe entender la esencia del Derecho Administrativo moderno.
El interés general en el Estado social y democrático de Derecho tiene un significado que ayuda a comprender su alcance y funcionalidad en el entero sistema del Derecho Administrativo. Entre sus características se encuentran la participación, la transparencia o la publicidad, entre otras. Desde este punto de vista, me parece que la proyección de los valores democráticos sobre el Derecho Administrativo obliga a replantear instituciones y categorías propias de una rama del Derecho Público que ha estado demasiado tiempo vinculada, apegada a una dimensión unilateral y estática del mismo interés general, que debe ser sustituida por una versión más participativa, más transparente y, por ello, más fácil de controlar especialmente por el juez administrativo.
El profesor Muñoz nos ha enseñado que este concepto, a pesar de su difícil definición, tiene proyección concreta. Unas veces, porque está previsto en la ley. Por ejemplo, cuándo se permite rescatar una concesión administrativa por razones de interés público o cuándo la norma prevé que un contrato público pueda ser resuelto unilateralmente por la Administración pública cuando concurra causa suficiente de interés público. Pero también, aunque no esté previsto en el Ordenamiento jurídico, si admitimos que el juez administrativo puede controlar los fines de la actuación administrativa, podrá, en efecto, analizar en Derecho, en el caso concreto, si la potestad administrativa es adecuada al interés general que debe fundar la misma actuación administrativa, una actuación que no puede estar amparada en una pretendida intangibilidad absoluta del mérito del acto administrativo.
Como razona Bebendi, en el Estado de Derecho no es posible excluir de control jurídico los actos administrativos amparados en esta categoría jurídica en abstracto. Más bien, lo que hace el juez es controlar por los medios que le proporciona el Derecho si la actuación administrativa en concreto es razonable, es adecuada, es proporcional, y se enmarca en el interés general específico en el que se opera la potestad administrativa. Si estamos en el marco de la educación, de la sanidad, de la industria, de la cultura o de cualquier otro sector supraindividual atribuido, en su normación, a la Administración pública, la racionalidad de la actuación, de acuerdo con los criterios de la lógica y de la motivación, permitirán conocer en concreto la expresión del interés general que justifica la actuación puntual de la propia Administración en un caso concreto.
El interés general ínsito en toda actuación administrativa no es una ideología. No puede serlo en el Estado de Derecho en el que la Administración obra en virtud de normas, de disposiciones generales que traducen, que deben proyectar, cada vez con mayor grado de concreción, a través de poderes, intereses generales a la realidad. En el Derecho Administrativo Constitucional, en el Derecho Administrativo del Estado social y democrático de Derecho, el interés general no puede ser, de ninguna manera, un concepto abstracto, intelectual, desde el que se justifique cualquier tipo de actuación administrativa. En otras palabras, la simple apelación genérica al interés general no legitima la actuación administrativa. Esta precisa, para actuar en el marco del Estado social y democrático de Derecho, de una razonable proyección concreta sobre la realidad en virtud de normas que permiten laborar a la Administración pública.
Tal y como afirma Nieto, la ideología del interés público, en sentido amplio apuntamos nosotros, cuándo asume la funcionalidad democrática, da contenido y misión inequívocamente de esta naturaleza a la actuación administrativa. De esta manera, el quehacer administrativo encuentra su límite y su fundamento precisamente en el interés general, que se convierte, bien por expresa atribución normativa, bien por su incardinación en los principios generales del Derecho Administrativo, en la clave de bóveda de esta rama del Derecho Público.
Sin embargo, cuándo el interés general, el interés público en sentido amplio, no se ajusta a la esencia democrática, desconociendo los derechos fundamentales, y entre ellos el derecho a la tutela judicial efectiva, sobre todo, entonces algunos de los dogmas que acompañan al acto administrativo, ejecutividad y ejecutoriedad por ejemplo, asumen un valor absoluto que lamina la posición jurídica del ciudadano, convirtiéndolo en mero receptor de bienes y servicios públicos sin más. Por el contrario, cuándo la dignidad del ser humano ocupa el centro del Derecho Administrativo, entonces el acto administrativo pierde ese carácter mítico, y el esquema originario de exorbitancia se torna, es lógico, como un régimen de servicio objetivo a un interés general que reside precisamente en la promoción de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos.
Uno de los profesores que mejor ha tratado esta cuestión es, sin duda alguna, Bandeira de Mello, maestro brasileño de Derecho Administrativo que viene defendiendo, décadas atrás, desde los años sesenta del siglo pasado, el principio de supremacía del interés público a partir de los datos del Ordenamiento jurídico brasileño. Este jurista iberoamericano, de gran renombre internacional, entiende, con toda razón, que el interés público no es un concepto autónomo, que tenga existencia aislada e independiente de las personas. No es, no puede ser de ninguna de las maneras un concepto inmanente, subsistente por sí mismo. Nace y se desarrolla en el marco de un Derecho Administrativo de inequívoco sabor democrático en el que, por supuesto, el titular del poder público, sea legislativo, ejecutivo o judicial, es el pueblo, la ciudadanía en conjunto e individualmente considerada. Por ello, el concepto del interés público, en sentido amplio, está relacionado con los derechos de los ciudadanos, con los intereses supraindividuales de los individuos, dice Bandeira de Mello. Ahora bien, el interés público así considerado constituye una de las posibles formas de manifestación de estos intereses. Más en concreto, si reconocemos que existe una dimensión personal de estos intereses expresada a través de las conveniencias exclusivamente personales del individuo, es obvio que ésta no responde al concepto del que aquí tratamos de interés público en sentido amplio o interés general. Más bien, como señala el profesor Bandeira de Mello, se trata de la dimensión pública de esos intereses ciudadanos. Es decir, desde esta perspectiva, el interés de los ciudadanos como miembros de la colectividad, como integrantes del cuerpo social conforman el concepto del interés general, que por tanto se refiere a la cobertura de las necesidades colectivas de los ciudadanos, entre las que más relevantes son, sin duda, la educación o la sanidad.
El interés público en sentido amplio tiene una obvia vinculación a las personas consideradas, eso sí, como integrantes de la sociedad. Desde este punto de vista el interés general puede considerarse como el interés social en la medida en que descansa sobre los intereses de las personas como componentes básicos de la sociedad. No es un concepto abstracto, genérico el que aquí se plantea sino un concepto que referido a la comunidad está incardinado en los intereses de las personas que componen el cuerpo social precisamente como integrantes de la sociedad. Como dice Bandeira de Mello, refiriéndose al interés público en sentido amplio, éste surge como algo en que cada componente de la sociedad reconoce e identifica su propio querer y su propia valoración positiva.
Desde esta perspectiva, el maestro brasileño define el interés público como el interés resultante del conjunto de intereses que los individuos personalmente poseen cuando son considerados cuándo son considerados como miembros de la sociedad. Es decir, el interés general, el interés público en sentido amplio, el interés de los ciudadanos en su dimensión pública, está incardinado en la propia existencia de las personas, eso sí, como integrantes de la sociedad. Por eso, la Administración pública cuándo sirve objetivamente el interés general, debe tener presente los intereses de las personas en su dimensión social, debe atender a las necesidades colectivas de las personas, debe, en una palabra, evitar esas abstracciones a que nos tiene tan acostumbrados cuándo se pretende usar unilateralmente lo que solo se pueda utilizar multilateralmente. Partiendo de la doctrina italiana, Bandeira de Mello distingue, también, en el marco del interés del aparato estatal, en el ámbito del interés del Estado, una dimensión particular y una dimensión pública que conviene tener en cuenta para mejor entender el concepto de interés general del que partimos en este estudio. Así, desde las posiciones mantenidas por Alessi, Carnelutti y Picardi, la Administración ordinariamente hace prevalecer su voluntad, que es la voluntad del conjunto, de todos y cada uno de los ciudadanos, sobre la de los individuos particularmente considerados. Es decir, la voluntad de la persona jurídica Administración es preferente sobre la de los ciudadanos y puede imponerse de acuerdo con las reglas de la autotutela declarativa y ejecutiva, pero sólo en el caso de que esa voluntad administrativa esté perfectamente motivada, asentada sobre la realidad y goce del respaldo del Ordenamiento jurídico.
La prevalencia del interés general sobre el individual sólo se produce cuándo traiga causa del Ordenamiento jurídico, del Derecho objetivo dice Bandeira de Mello. Es decir, cuándo media una atribución explícita o implícita del Ordenamiento jurídico. Escribo Ordenamiento jurídico y no norma jurídica legislativa porque la Administración, a mi juicio, está vinculada por la Ley y por el Derecho. Así, de esta manera, se evita la tiranía de la norma escrita y se da entrada a los principios generales del Derecho que, en materia de Derecho Administrativo son tan importantes que, por su concurso, es posible devolver al interés general defectuosamente concretado, por ejemplo, por su ausencia de relación con los derechos de las personas, esa dimensión humana que tanto precisa para ser lo que debe ser: el Derecho que regula racionalmente los asuntos generales con arreglo a la justicia.
El interés general, pues, ha de estar definido en el Ordenamiento jurídico. No es una abstracción, una especulación, una filigrana intelectual. Es también, sobre la base de los valores del Estado social y democrático de Derecho, algo concreto, materializado, puntualizado, encarnado en la realidad que, además, debe ser racional, objetivo, susceptible de motivación o argumentación a partir de los criterios de la lógica.
La doctrina italiana también distingue entre interés colectivo primario e intereses secundarios (Alessi). En el primer caso, el interés así referido se extiende al complejo de intereses individuales prevalentes en una determinada organización jurídica de la colectividad, constituyendo la expresión unitaria de una multiplicidad de intereses coincidentes. En palabras de Bassi, ese interés primario es el parámetro fundamental al que la Administración está obligada a referir sus decisiones y poderes. Es el interés público en sentido amplio, el interés general del que tratamos en este estudio. En cambio, el interés de un individuo de la colectividad o el del aparato administrativo en sí mismo son secundarios. En otras palabras: el interés particular de una persona física o el interés de la Administración como persona jurídica, que son intereses secundarios, pueden coincidir, o no, con el interés colectivo primario, con el interés general, con el interés público en sentido amplio.
El interés general, desde una aproximación democrática, es el interés de las personas como miembros de la sociedad en que el funcionamiento de la Administración público repercuta en la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos fortaleciendo los valores superiores del Estado social y democrático de Derecho. Por eso, nada más alejado al interés general que esas versiones unilaterales, estáticas, profundamente ideológicas, que confunden el aparato público con una organización al servicio en cada momento de los que mandan, del gobierno de turno.
Por ejemplo, ahora que estamos en una aguda y dolorosa crisis económica y financiera que afecta a Europa especialmente y a los Estados Unidos de América, los Gobiernos ponen en marcha, a través de la Administración pública, diferentes medidas para intentar sanear unas cuentas públicas maltrechas, al borde de la bancarrota. En este sentido, algunas decisiones para aliviar el elevado déficit público que aqueja a no pocos países consistentes en elevar los impuestos son, sin duda, eficaces, pero profundamente desvinculadas del interés general. En estos casos, es posible que el interés público secundario se alcance pues el Ministerio de hacienda cumple los objetivos de reducción del déficit, pero no cabe duda alguna, al menos para quien escribe, que subir los impuestos a la población cuándo se reducen los salarios del sector público y se congelan, con tendencia a la baja, las pensiones públicas, empeora sustancialmente las condiciones de vida de los ciudadanos lesionando, y no poco, el interés público primario o interés público amplio que denominamos en este trabajo interés general.
El profesor Bandeira de Mello subraya, y esto es relevante, que el interés público no es algo etéreo, intangible o abstracto. A mi juicio debe estar concretado en la norma y en el Derecho, en la ley y en el resto del Ordenamiento jurídico. Si admitiéramos una concepción abstracta y genérica de interés general estaríamos amparando actuaciones administrativas irracionales y arbitrarias, profundamente ilegales. Por una poderosa razón: porque cuando no es menester concretar el interés general al que ha de servir objetivamente la Administración, ésta vuelve sobre sus fueros perdidos y recupera el halo de abstracción e infinitud, de ilimitación y opacidad, que tenía en el Antiguo Régimen.
Es decir, el interés general debe estar concretado, detallado, puntualizado en el Ordenamiento jurídico, en la mayoría de los casos en una norma jurídica con fuerza de ley. La idea, básica y central, de que el interés general en un Estado social y democrático de Derecho se proyecta sobre la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos en lo que se refiere a las necesidades colectivas, exige que en cada caso la actuación administrativa explicite, en concreto, cómo a través de actos y normas, de poderes, es posible proceder a esa esencial tarea de desarrollo y facilitación de la libertad solidaria de los ciudadanos.
Es la Constitución, como fuente de las fuentes, y como norma de las normas, el lugar en el que encontramos los valores y principios que han de presidir el desarrollo del interés general en el Estado social y democrático de Derecho. Los valores superiores del Ordenamiento, los principios del preámbulo de la Carta magna y, muy especialmente, los derechos fundamentales de la persona y los principios rectores de la política social y económica, conforman, para el caso español, las partes de la Constitución directamente vinculadas a la promoción y realización del interés general. De manera especial, el artículo 9.2 manda a los poderes públicos la creación de las condiciones para que la libertad y la igualdad de los individuos y grupos sean reales y efectivas removiendo los obstáculos que impidan su efectividad. La Administración pública, pues, debe promover, facilitar, hacer posible que cada persona se desarrolle libre y solidariamente removiendo los obstáculos que lo impidan.
La Administración pública, bien lo sabemos, no dispone de libertad. Son las normas jurídicas las que le atribuyen los poderes y, en su virtud, dictan actos y realizan funciones de interés general. En este marco, el principio de juridicidad nos ayuda a comprender mejor la forma en la que la norma de atribución ha de perfilar, con el mayor detalle posible, el interés general que debe servir objetivamente la Administración pública en cada caso. Si la norma es parca o confusa, los principios de racionalidad, objetividad, proscripción de la arbitrariedad, seguridad jurídica o confianza legítima, entre otros, permitirán a la propia Administración pública cumplir su tarea o, corresponde, ser controlada jurídicamente por los Tribunales de Justicia. En todo caso, cuándo la Administración opera en virtud de poderes discrecionales, el grado en que se debe concretar y justificar el interés general está en proporción a la intensidad de la discrecionalidad atribuida por la norma a la Administración pública.
El interés general, por tanto, está previsto en la Constitución y contemplado, para el Derecho Administrativo, de otra manera no podría ser, en los principios del Estado de Derecho. Procedimentalmente, el interés general ha de ser satisfecho por la Administración a través de normas, poderes y actuaciones que operan en el marco del principio de juridicidad, de la separación de los poderes y del reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona. Es este el campo de juego en el que debe moverse la Administración para que en todo su quehacer brille con luz propia el interés general que en cada caso haya de satisfacer.
El profesor Bandeira de Mello entiende que existe una noción categórica general de lo que se debe entender por interés público aplicable a cualquier sistema jurídico-político al margen de consideraciones contingentes o variables. Opina este profesor que es posible encontrar un núcleo objetivo, universal, de lo que es el interés público, de lo que es el interés general tal y como aquí lo denominamos. A partir de ese núcleo esencial, el interés general se encarna, por así decir, en la realidad a través del Ordenamiento jurídico: leyes, normas y actos fundamentalmente. No es que existan dos aproximaciones paralelas al interés general, una genérica, con pretensión de validez universal, derivada del Estado de Derecho e integrada esencialmente en la Constitución, y otra concreta, puntual, expresada a través de normas y actos. Ambas aproximaciones han de ser entendidas desde el pensamiento compatible y complementario. Así, de esta manera, para considerar jurídicamente si el interés general concreto está enmarcado en el Estado de Derecho, en la Constitución, habrá que echar mano de la concepción genérica, que no es un cheque en blanco. Consiste, como antes comentamos, en una noción enraizada sustancialmente en el conjunto de valores superiores del Ordenamiento, en las bases del Estado social y democrático de Derecho, muy especialmente en lo que se refiere a la centralidad de los derechos fundamentales de la persona y a los principios de la política social y económica, al menos en lo que se refiere a esta Constitución analizada desde el Derecho Español.
En realidad, si analizamos esta cuestión, como apunta el profesor Hachem, desde la perspectiva, por ejemplo, de la anulación de un acto administrativo por haberse dictado de acuerdo con una finalidad diversa a la prevista en la norma (al interés público en sentido amplio inherente a la norma) y de la legitimidad jurídica para la revocación de una licitación por existir razones concretas de interés público que justifican dicha anulación, nos encontramos ante un dilema de no difícil solución. No es que estemos ante dos expresiones distintas de comprender el Derecho Administrativo. Estamos ante una forma de entender el Derecho Administrativo que ciertamente bascula sobre el concepto del interés general, un interés general que tiene dos diferentes representaciones que están indisolublemente unidas: la general, en cuanto que el acto ha de expresar los valores del Ordenamiento jurídico, y la concreta que, de forma inescindible con la general, proyecta esa dimensión genérica sobre la realidad, sobre un supuesto concreto de la realidad administrativa.
Esta explicación sale al paso de la perspectiva esquizofrénica de entender el interés público en sentido amplio y en sentido estricto como dos realidades distintas y separables. Desde el pensamiento compatible y complementario es posible encontrar una argumentación que salve la aparente contradicción que en muchas ocasiones la doctrina ha encontrado entre estas dos manifestaciones del interés público, del interés general como aquí lo entendemos. Podría hasta afirmarse que son las dos caras de la misma moneda: una en abstracto que, precisamente para ser válida en el Estado de Derecho, debe materializarse en la realidad, en el caso concreto, en el que, obviamente, habrá de orientarse hacia la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. La otra, la perspectiva concreta, insisto, es la forma que adopta la dimensión abstracta, principial, del interés general.
La institución de la desviación de poder, que se aplica cuándo las potestades administrativas se ejercen para fines distintos de los previstos en el Ordenamiento jurídico, aunque se refiere al interés general abstracto, al que habita en la norma jurídica, que trae causa de la misma Constitución o de una ley, es obvio que debe proyectarse sobre intereses públicos concretos, específicos, materializables, que, de una u otra forma afecten favorablemente a la mejora de las condiciones vitales de los ciudadanos. Pregunta, ¿es qué la potestad administrativa, establecida en una norma, de la que procede un acto administrativo, puede operar legítimamente al margen del interés general concreto si éste no es más, ni menos, que la proyección de los valores superiores del Ordenamiento, de los postulados del Estado social y democrático de Derecho a la realidad?
Truchet, en su trabajo sobre las funciones de la noción del interés general en la jurisprudencia del Consejo de Estado tercia en esta cuestión y afirma que el interés general concreto, el interés público cualificado que dirá la doctrina italiana, es una condición para el ejercicio de una potestad administrativa. Es decir, el interés general opera cómo límite jurídico al ejercicio de las funciones administrativas. Para ello, para que el interés general abstracto proyectado en el caso concreto (interés general concreto) sea efectivamente límite de la actuación administrativa es menester que en el acto en que se materializa la potestad la motivación sea adecuada. De lo contrario, hasta podrá ser un acto ilegal, graduándose su gravedad en función de la indefensión en que pueda quedar el destinatario de dicho acto. Por tanto, el interés general, en su doble condición, habilita al quehacer administrativo y, en sentido contrario, prohíbe ciertas actuaciones contrarias a los valores superiores del Ordenamiento y a los postulados del Estado social y democrático de Derecho.
En estas páginas, cuándo nos referimos sin más al interés general estamos pensando en el interés social, en el bienestar de todos y cada uno de los ciudadanos, que tiene obviamente proyecciones concretas y que en modo alguno subsiste en sí mismo. Insisto, el interés general finalmente no es más que la proyección de los valores superiores del Ordenamiento y los postulados del Estado social y democrático de Derecho aplicados a las necesidades colectivas de los ciudadanos, a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.
La distinción entre las dos dimensiones del interés general es útil a efectos pedagógicos y sistemáticos, pues permite comprender mejor el alcance, sentido y funcionalidad de este concepto capital para la misma definición y entendimiento del Derecho Administrativo. Sin embargo, si es que pretendemos determinar el concepto capital de nuestra disciplina, mejor sería, me parece, hablar de un interés general con dos dimensiones, inescindibles e inseparables, una teórica, abstracta, genérica, en cuanto presupuesto de validez de cualquier norma o principio de derecho Público, y otra concreta, en cuanto que toda materialización y pura ejecución de las normas jurídicas administrativas debe orientarse a satisfacer necesidades colectivas que mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos, tanto en lo que se refiere al fomento, a la policía o al servicio público.
El interés general, pues, es un concepto compuesto de dos aspectos, uno teórico o amplio y otro concreto que están perfectamente imbricados y relacionados entre sí. Ese contexto de integración entre estas dos dimensiones debe responde a la propia realización del quehacer administrativo, que requiere una norma y un acto. Sin norma no hay acto. Sin poder establecido en la norma la Administración no puede actuar. La norma está basada en el interés general en sentido amplio y el acto descansa siempre en un interés general concreto.
Desde un punto de vista amplio, el interés general se refiere a los valores del Estado social y democrático de Derecho, a los fines del mismo Estado, fines que son garantizados por el propio Estado a través de normas que se concretan en actos. Normas y actos que posibilitan la actuación de la Administración para promover el ejercicio de los derechos por los ciudadanos, por un lado, y, por otro, para remover los obstáculos que impidan su realización.
Esta doble naturaleza del interés general demuestra hasta qué punto el Derecho Administrativo es una rama del Derecho. En efecto, como sector del Derecho está sometido a los fines del propio Estado que, a día de hoy, no son más, ni menos, que los del Estado social y democrático de Derecho, que conforman, según hemos comentado, la esencia del interés general en su primera y más amplia dimensión, que es compartida por todo el Derecho en su conjunto. Sin embargo, la concreción, la puntualización, la materialización del interés general en la realidad es propia, característica, inherente al Derecho Administrativo en la medida que es un Derecho que regula poderes públicos para la realización de las libertades y derechos ciudadanos. Poderes públicos concretos, desarrollados y ejecutados por actos administrativos que en su confección deben aplicar el interés general en sentido amplio, que debe estar proyectado a un espacio administrativo determinado en la norma, a un supuesto concreto.
El interés general en sentido amplio, el que es común a todas las ramas del Derecho está definido en la Constitución. Empieza a descender en las normas y se concreta a la realidad, se materializa en las personas fundamentalmente a través del acto administrativo. De esta manera, podemos incluso establecer un interés general amplio de dos intensidades. El propio del Ordenamiento del Estado social y democrático de Derecho, y el propio de la ley o de la norma, aplicación de los valores del Estado social y democrático de Derecho a un determinado sector de actividad administrativa. El concreto, el específico, el proyectado sobre la realidad cotidiana es el que lleva inscrito el acto administrativo, que de ninguna manera, insisto, es autónomo o subsistente, sino que trae causa de la dimensión amplia incardinado en la Constitución y en las normas.
Desde esta perspectiva podemos señalar que en el acto administrativo debe estar perfectamente establecido, de manera congruente, la forma en que el interés general amplio desciende a la realidad. Esta cuestión, trascendente y fundamental, atiende a la motivación, a la argumentación conducente a explicar al destinatario de la actuación las razones en virtud e las cuales se dicta tal acto administrativo. Como es lógico, cuánto más amplio sea el poder administrativo mayor y más intensa será la propia motivación.
La Constitución portuguesa, como afirma Freitas do Amaral, sigue un concepto amplio. En concreto, el artículo 266.1 de la Carta magna lusa dispone que la Administración pública persigue el interés público en el respeto de los derechos e intereses legalmente protegidos de los ciudadanos. Tal y como afirma nuestro colega de Lisboa, en este precepto se sienta el principio de persecución del interés público. Principio que en el Derecho español, a partir del artículo 103 de nuestra Constitución, se puede enunciar como el principio de servicio objetivo al interés general. Aunque las expresiones interés general e interés público no son iguales, es lo cierto que el Ordenamiento las utiliza la mayor de las veces de forma sinónima. Este es, desde luego uno de esos casos.
La letra de la Constitución portuguesa invita a Freitas do Amaral a afirmar categóricamente que el interés público es el principio motor de la Administración pública porque la Administración pública debe actuar para alcanzar el interés público, que es su único fin. El interés general, pues, en su doble dimensión según nuestra opinión, es principio y fin. Principio dinámico por supuesto. Pero principio, de manera que lo que precede, lo que explica, lo que justifica, lo que motiva el quehacer público es el interés general en su doble vertiente. Pero no solo, si seguimos a Freitas do Amaral, es principio, también es fin. Y si es principio y fin, es la clave, la espina dorsal del mismo Derecho Administrativo.
Pensando en esta doble funcionalidad del interés general, como principio y único fin del quehacer administrativo en el marco del Estado social y democrático de Derecho, podemos, con base en la Constitución española, afirmar que se debe realizar en clave de servicio objetivo. Servicio porque el aparato administrativo está a disposición de la comunidad en la medida que es de titularidad ciudadana pues el soberano es el pueblo no el administrador o el gestor de los intereses de los habitantes en su conjunto, que no es, ni más ni menos, como diría García de Enterria, que un profesional encargado d atender intereses de la comunidad. Y objetivo, porque el ejercicio de poderes y potestades administrativas solo cabe en el marco de la razón, una razón que debe ser profundamente humana por exigencias de los postulados del Estado social y democrático de Derecho.
El interés general es principio dinámico. En efecto, el conjunto de los parámetros y directivas del Estado social y democrático de Derecho conforman el presupuesto de actuación de la Administración. En sí mismos estos parámetros y directivas tienen sentido si se proyectan sobre la vida pública, sobre el quehacer de los Poderes públicos y también, y como consecuencia, sobre las necesidades públicas de los ciudadanos. Por tanto, en la actuación de la Administración siempre debiera encontrarse alguna relación, más o menos explícita a estos parámetros y directivas, puesto que constituyen el fundamento de la actividad.
El interés general, en palabras de Freitas do Amaral, es, además, y sobre todo, fin único de la Administración. Fin que debe motivarse, que debe argumentarse para que sea legítimo en un Estado de Derecho pues, de lo contrario, supondría un regreso al Estado autoritario, aquel en el que los fundamentos del poder residían en puro arbitrio y capricho del gobernante. El control jurídico de los fines a que se somete la Administración conforma, junto al control de la legalidad administrativa y la potestad reglamentaria, el objeto de la función judicial en relación con la Administración pública en España. En efecto, en nuestro país, con el artículo 106 de la Constitución en la mano, el juez o tribunal puede controlar jurídicamente la legalidad de las actuaciones y normas administrativas y los fines, que no pueden sino ser de interés general, a que se someten.
Interesante es también el comentario del profesor Freitas do Amaral sobre la relación interés público y ciudadanos. Para él, de acuerdo con la dicción de la Constitución lusa, resulta que esa persecución del interés público que caracteriza la actuación administrativa comprende el respeto a los derechos e intereses legalmente protegidos de los ciudadanos. Es decir, el interés general en sentido amplio, como no puede ser de otra manera, pues la protección de los derechos e intereses legítimos son parte integrante de los postulados del Estado social y democrático de Derecho, asume la tarea de promoción de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos. Como recalca atinadamente el profesor Hachem comentando esta opinión de Freitas do Amaral, resulta que, tal argumentación, nos conduce a considerar que hay una intensa semejanza entre el interés público en sentido amplio, escribe él, y la juridicidad administrativa. No sólo hay una obvia semejanza. Hasta podría decirse, sin exageración alguna, que el interés general tal y se formula en este trabajo es parte sustancial y medular de la misma juridicidad administrativa que, es como bien sabemos, el primero de los principios del Estado de Derecho.
En la Constitución española la expresión interés general del artículo 103 puede ser entendida como interés público en sentido primario y originario. Como ha señalado el profesor Meilán Gil, en el proceso de elaboración de este precepto, inicialmente redactado por nuestro maestro, aparecía el término intereses colectivos, quizás a causa de su punto de vista sobre el proceso de la definición del Derecho Administrativo, monografía escrita en 1968, en la que subrayó la primacía de los allí denominados intereses colectivos. Lo cierto, sin embargo es que, como él mismo relata, a su paso por el Senado se sustituyó por intereses generales explicándose en la enmienda correspondiente que con la expresión intereses generales se incluirían no solamente los intereses colectivos sino también los intereses perfectamente individualizados como son los de la salud o la educación entre otros, cuya salvaguarda está encomendad al interés general o público. Entonces, dice Nieto, para evitar una cacofonía entre Administración pública e interés público o intereses públicos, finalmente el precepto quedó como está: “La Administración pública sirve con objetividad intereses generales…”.
Una glosa de este precepto de la Constitución española permite varias reflexiones. El constituyente parece que maneja el concepto de interés público como interés general en su doble conformación tal y como aquí hemos tenido ocasión de exponer. Es decir, hay una referencia al concepto de interés colectivo, de la comunidad en general y de los colectivos que la componen en particular, pero también, como reconoce la propia enmienda de sustitución, el concepto atiende a intereses generales concretos: sanidad o educación, por ejemplo, que son a los que se referirán las normas administrativas que sirven de soporte y cobertura a la actuación administrativa cotidiana.
El profesor Meilán parece entender esa dimensión amplia del interés general como conformidad a la legalidad, al Derecho, del quehacer administrativo. Es decir, conformidad a la juridicidad administrativa, concepto base del Estado de Derecho que atiende a una concepción más abierta de legalidad y superadora de una visión unilateral que impediría el juego de otras fuentes y principios del Derecho. Desde este punto de vista la Administración pública debe actuar de acuerdo con el Ordenamiento jurídico. Que esto es así en el Derecho Administrativo lo demuestra, sin que se requieran mayores explicaciones, la letra del mismo artículo 103 cuando establece que la Administración actúa con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho. He aquí la expresión más clara del sentido y funcionalidad del concepto del interés general en sentido amplio.
Otra discusión interesante acerca de la naturaleza del interés general se refiere a su carácter estático o dinámico. Para quien escribe esta polémica carece de sentido puesto que entiende el Derecho Administrativo como un sistema dinámico ya que las categorías, conceptos e instituciones de nuestra disciplina están en permanente transformación al servicio de la mejora de las condiciones de vida de las personas. Por ejemplo, la categoría del servicio público tal y como se fundó en Francia allá por los años en que escribía Duguit, ha cambiado en su proyección sobre las actividades económicas alumbrándose un concepto nuevo: servicio de interés general, al que nos referiremos en un epígrafe especial más adelante. No pasa nada, es la constatación de que el Derecho Administrativo cambia, eso sí, al servicio objetivo del interés general. Interés general que mientras sigamos en el modelo del Estados social y democrático de Derecho adquiere sentido y justificación en la medida en que promueve los derechos de los ciudadanos y mayores cotas de calidad de vida para todos los ciudadanos.
La cuestión del dinamismo del concepto del interés general y su transformación según las condiciones del tiempo y lugar y según el modelo de Estado en que nos encontramos debe estudiarse con cierto detenimiento. El profesor Bassi señala que en todo caso lo esencial será la elección del interés general que realice el legislador a partir de los presupuestos constitucionales, que luego desciende al nivel infralegal de las normas y de los actos administrativos como pura y mera ejecución. En este sentido claro que los intereses generales cambian en cada momento. Sin embargo, esa relatividad, que también se predica de todo el Derecho Administrativo en su conjunto, tiene un límite, un valladar: los postulados del Estado social y democrático de Derecho. En otras palabras, el principio de juridicidad, la separación de los poderes, el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona y los principios rectores de la política social y económica serán el marco en el que el legislador haga su elección. En este sentido el profesor Cleve ha señalado que la Constitución, que es la Norma en la que se definen los valores del Estado social y democrático de Derecho al proclamar los objetivos y principios fundamentales del Estado, reconocer los derechos fundamentales de la persona y determinar los programas generales de acción del Poder público, establece claramente que intereses deben ser considerados como generales.
Es decir, en la Constitución, y en los principios básicos del Estado de Derecho, encontramos definidos con carácter amplio aquellos intereses generales que han de ser regulados en cada momento por el gobierno de turno, que podrá, en el marco de la Constitución y respetando sus principios esenciales, ordenarlos y gestionarlos de acuerdo con los programas políticos elegidos periódicamente por la población. De esta manera, el Derecho Administrativo adquiere pleno sentido como Derecho Constitucional concretado, materializado.
En el caso español la Constitución es bien clara: manda a los poderes públicos que promuevan las condiciones para que la libertad y a la igualdad de las personas y grupos en que se integran sean reales y efectivas removiendo los obstáculos (artículo 9.2). Además, artículo 10.1, dispone que los derechos fundamentales son el fundamento del orden político y la paz social y ordena a la Administración, artículo 53.3, que tenga en cuenta en su quehacer los principios rectores de la política social y económica. De esta manera, el texto constitucional, al proclamar los valores del Estado social y democrático de Derecho conforma el haz de criterios que han de inspirar el interés general en su versión amplia posibilitando que en sea en lo ámbito de lo concreto donde se proyecten sobre la realidad en función del resultado de las preferencias ciudadanas realizadas periódicamente en las elecciones políticas.
Es decir, el dinamismo se predica en sí mismo del interés general concreto, que es el que define el legislador, y a partir de él, la norma y su ejecución por antonomasia que es el acto administrativo. En el marco básico los postulados del Estado social y democrático de Derecho conforman el marco de juego en el que pueden, y deben, operar los intereses generales concretos, que son la expresión puntual de la proyección de dichos postulados sobre sectores específicos de la realidad administrativa.
El problema de la deslegalización en ciertos ámbitos de la actuación administrativa se resuelve acudiendo a la matriz básica de los postulados del estado social y democrático de Derecho. Por eso, en estos casos, como muy bien señala el profesor Hachem siguiendo al profesor Nieto, no se entrega a la Administración un cheque en blanco para que haga lo que quiera. Primero porque la Administración en el Estado de Derecho no es libre, actúa en función del principio de juridicidad y del sometimiento a los fines de interés general. Y segundo porque los valores del Estado social y democrático de Derecho no son elementos retóricos y decorativos. Deben inspirar e impregnar el ordenamiento jurídico en su conjunto y, por eso, vinculan positiva y negativamente a la Administración pública en su quehacer y actividad.
El interés general concreto, a partir de esta posición, siempre debe estar conectado al interés general en sentido amplio tal y como ya hemos señalado anteriormente y recalcamos ahora. En realidad, esto es así porque no es que existan dos versiones diferenciadas del interés general, sino que éste se define y existe con dos caras distintas: una amplia y otra concreta. Se trata de dos caras de la misma moneda. Dos expresiones de un mismo concepto que trae causa, como presupuesto, de la Constitución y que se proyecta, a su través, en la legislación ordinaria hasta alcanzar su mayor grado de concreción en los actos administrativos que son pura ejecución, pura materialidad derivada de la norma.
Esta cuestión ha sido explicada entre nosotros por el profesor Sainz Moreno, que afirma que es al legislador a quien compete determinar el interés general que debe prevalecer en cada momento histórico. El Parlamento, en efecto, como centro de la discusión pública, como expresión de la razón, es el ámbito propicio para definir los intereses generales concretos, es el espacio por antonomasia para la materialización de los intereses generales. El espacio de la legalidad, como indica el profesor Brito, ha de discurrir, pues, en perfecta armonía con el concepto de interés general, que traducirá a la realidad, a través de las normas y actos administrativos, el concepto cardinal del Derecho Administrativo.
En este proceso de acercamiento del interés general primario a la realidad tenemos que tener bien presente que la fijación primaria de la esencia del interés general corresponde al bloque de la constitucionalidad. Por eso, como señalan Bacellar y Cleve, el papel confiado a la Administración pública para establecer la formación reglamentaria del interés general tiene naturaleza secundaria, subordinada a la Constitución y a las leyes. Por eso serán nulas de pleno derecho las normas y actos administrativas que contraríen o desconozcan los mandatos inscritos en el bloque de constitucionalidad, por invadir o lesionar ese esencial núcleo primario que sólo a la Constitución y a la ley, en su desarrollo, compete.
Los actos administrativos no son fuentes del Derecho Administrativo. Son pura ejecución, mera proyección de la norma a la realidad. No pueden, de ninguna de las maneras, crear derechos y obligaciones, modificarlos o extinguirlos porque no tienen naturaleza ordinamental. Característica que, si tienen las normas, por supuesto las que tienen fuerza de ley y también las puramente administrativas. Por tanto, también desde la centralidad del interés general como concepto cardinal del Derecho Administrativo se constata la radical diferencia entre acto y norma. Es decir, la determinación concreta del interés general es propia del espacio de la deliberación pública, del Parlamento, que se traduce al mundo de la Administración en virtud de la norma de desarrollo. Y, al espacio de la realidad cotidiana llega a través de los actos que, insisto, son pura materialidad, pura ejecución de normas. Por ello, en modo alguno el acto administrativo puede determinar el interés general “per se”. Su función, y no es poco, es trasladar el interés general concreto a la realidad de la forma más justificada, más motivada posible en función, claro está, de la naturaleza propia de cada acto. Como señala Bassi, siendo la determinación del interés general de competencia de un órgano dotado de función normativa, es cierto que su identificación en el mundo de los hechos es tarea que debe ser realizada por la propia Administración pública.
Desde este punto de vista se comprende mejor la función que la Constitución española atribuye a la Administración pública de servicio objetivo al interés general. La Administración, en su actuación ordinaria, no determina el interés general, que es tarea propia del órgano de la representación política por excelencia: el Parlamento. La Administración, a través de su potestad normativa, lo que puede hacer, lo que debe hacer, es, en el marco de la ley, completar ese interés general de relevancia legal que sólo al legislador compete. La Administración sirve al interés general. Es su grandeza y su servidumbre. Por eso, de acuerdo con estas argumentaciones, la traducción al mundo de lo real, de lo fáctico, de los hechos cotidianos, del interés general es la gran función que sólo a la Administración corresponde. Sirve al interés general. Trabaja en el marco del interés general. En el interés general el acto administrativo encuentra su fundamento y su límite.
La potestad normativa es una función normativa secundaria. La primaria está en la Constitución y en las leyes. Las normas administrativas, sólo secundariamente determinan intereses generales concretos porque sólo pueden completar la determinación del legislador. No tienen capacidad de innovar, de crear intereses generales concretos. Si el legislador guarda silencio o no actúa, todo lo más que pueden hacer, ante la omisión de un deber de legislar del Parlamento que puede lesionar derechos e intereses legítimos de personas, es sencillamente normar en el marco del interés general primario.
VI. La centralidad del interés general para el Derecho Administrativo [arriba]
La centralidad del interés público, del interés general en nuestra comprensión, lleva a Escola a replantear la definición del Derecho Administrativo que, ahora, al bascular sobre este concepto, es, según sus palabras, el complejo de principios y normas de Derecho Público interno que regula organización y funcionamiento de la Administración pública, directa o indirecta, las relaciones de ésta con los administrados y la de los distintos órganos y entes entre sí, a fin de que se logren y satisfagan las finalidades de interés público hacia las que debe tender toda la actividad de la Administración pública. Es una definición, desde luego, completa y a la altura del tiempo en el que estamos, aunque reduce el Derecho Administrativo a un fenómeno interno, sin referirse a algo que hoy es una realidad que demanda la juridificación máxima: la globalización. Atina Escola cuándo habla de normas y principios porque la Administración está sometida, efectivamente, como reconoce la propia Constitución española, a la Ley y al Derecho. Regula efectivamente las relaciones entre ciudadanos y Poder público y entre los diferentes entes y organismos entre sí. Eso sí, en ambos casos, garantizando que se logren las finalidades de interés general ínsitas en los valores del Estado social y democrático de Derecho en el quehacer sectorial administrativo.
La centralidad del interés general en el proceso de la definición del Derecho Administrativo subraya, pues, el elemento teleológico, finalista, de la Administración y pone en primer plano la cuestión, ya aludida, del control jurídico de los fines a los que está sometida la Actuación pública como parte integrante de la función que corresponde, al menos en el Ordenamiento jurídico español, a la jurisdicción contencioso administrativa. De acuerdo con esta perspectiva, toda la actividad administrativa: policía, fomento y servicio público esencialmente, se justifican y se explican en la medida en que, efectivamente, sirvan objetivamente al interés general. En el caso del fomento y el servicio público se comprende con facilidad que esto sea así. Pero incluso en el caso de la policía administrativa, de acuerdo con el espíritu y la letra del artículo 104 de nuestra Constitución de 1978, la función de limitación y restricción de derechos y libertades, cuándo se produce, está orientada a un mejor y más completo ejercicio de los derechos y libertades por la mayoría de los ciudadanos. En palabras de Escola, cuando el Derecho Administrativo limita y constriñe, lo hace para asegurar y posibilitar el interés propio de cada uno de nosotros, como individuos y como componentes de una comunidad, y sirve para fundar un sistema protector de nuestras libertades y derechos contra los posibles avances injustificados de un poder público concebido para preservarlos, no para desconocerlos. En términos del artículo 9.2 de la Constitución española, los Poderes públicos deben promover los derechos y libertades y remover los obstáculos que impidan su realización efectiva. Es decir, la Administración existe y se justifica en el Estado social y democrático de Derecho como una organización profesional de servicio objetivo al interés general, no de lesión, laminación o conculcación de derechos o posiciones jurídicas de ciudadanos que no comulgan o comparten los objetivos políticos del gobierno de turno.
Esta visión del Derecho Administrativo sólidamente afincada en el interés general permite, incluso, recuperar la primacía del ser humano y de sus derechos inalienables como tarea esencial de la Administración pública. En efecto, colocando en el centro del Derecho Administrativo los valores del Estado social y democrático de Derecho que pivotan sobre la capitalidad del ser humano, el destino del Derecho Administrativo hacia la libertad solidaria es, además de una tendencia irrenunciable, una exigencia ciudadana que debe tener consecuencias jurídicas concretas en relación, por ejemplo, con la calidad, universalidad y asequibilidad de los bienes y servicios de responsabilidad pública.
El poder público, desde la capitalidad del interés general, se dirige, pues a promover las libertades de los ciudadanos en cuento miembros de la comunidad y a remover los obstáculos que impidan su realización efectiva. Desde esta perspectiva, como bien apunta Escola, poco a poco se van eliminando los resabios y reminiscencias de una versión del Derecho Administrativo deudor de posiciones privatistas poco acordes con el primado del interés general. Por ejemplo, la noción de la responsabilidad extracontractual de la Administración pública no se puede hacer pivotar únicamente sobre el hecho de que haya un patrimonio que no tenga la obligación jurídica de soportar un determinado daño. Del mismo modo, la suspensión del acto administrativo tampoco se puede construir exclusivamente sobre los daños causados por la ejecución del acto. En ambos casos, la consideración fundamental del interés general aconseja soluciones distintas, más equilibradas, más razonables, en las que el juez o tribunal administrativo en última instancia, como señala el artículo 106 de la Constitución española. Puede, y debe, controlar jurídicamente el sometimiento de toda actividad administrativa a los fines de interés general que fundan el entero quehacer del aparato público.
El Derecho Administrativo, cómo todo sector del Ordenamiento jurídico, es una ciencia social que se aplica y se proyecta sobre la realidad en su devenir histórico con arreglo a parámetros de justicia. Por tanto, desde que se toma conciencia de las necesidades colectivas, desde que los seres humanos nos hemos organizado de algún modo para ordenar lo común de acuerdo con las exigencias de la justicia, nos tropezamos con alguna suerte de Derecho Administrativo u organización administrativa, por incipiente que estos sean. Para solicitar del poder constituido alguna ayuda, para emprender determinadas actividades consideradas congruentes con el interés general, para reclamar ante alguna decisión de la autoridad que pensamos que es injusta, para edificar en un solar de nuestra propiedad o para tantas cosas en las que está presente el poder público, nos encontramos con la Administración pública en una forma más o menos desarrollada, más o menos tecnificada.
Una pregunta que suele formularse en ocasiones se refiere a si existió antes lo común, lo colectivo, el interés general en definitiva o la organización pública que va a gestionar que dicho interés supraindividual. Es una cuestión de relevancia para definir el Derecho Administrativo, para inclinarse por cuál sea el criterio central a la hora de comprender la esencia de esta rama del Derecho Público. Desde la perspectiva histórica me parece de interés adelantar ya que para quien escribe existe la organización administrativa porque es menester que se atiendan ordenadamente, jurídicamente, con arreglo a parámetros de justicia, los intereses comunes, generales, aquellos asuntos que trascienden la dimensión personal, puramente individual, por ser comunes al conjunto del pueblo. Precisamente porque es necesaria una gestión razonable de estas cuestiones que afectan a la vida colectiva de los ciudadanos, tales como la educación, la cultura, la industria, la defensa, la hacienda general, entre otras, es por lo que desde que tenemos noticia de las primeras civilizaciones que poblaron la tierra encontramos, siquiera sea incipientemente, organizaciones públicas, bajo las más diversas formas, encargadas precisamente de la gestión de esos asuntos comunes. Aparecen también, desde el principio, una serie de poderes y potestades que exceden del marco común, necesarios para administrar esos intereses generales con eficacia.
Por tanto, si las necesidades colectivas son previas, como parece, a la existencia misma de la Administración pública, entonces algún papel fundamental han de jugar dichos intereses en el proceso de la definición del Derecho Administrativo. Cuestión que planea, por obvias razones, el problema del origen histórico del Derecho Administrativo. Tema en el que concurren, como suele acontecer tantas veces, dos posiciones bien distintas. Para un sector, el Derecho Administrativo es una consecuencia de la Revolución francesa, de la necesidad que surge entonces de limitar, racionalizar y embridar el poder absoluto del Rey. Y, para otro sector doctrinal, la historia del Derecho Administrativo se encuentra ligada a la historia de lo público, de lo común, de lo colectivo en cada país, en cada tradición, en cada cultura jurídica nacional. Pues bien, la polémica sobre esta cuestión no es más que una representación de la discusión entre perspectiva subjetiva u objetiva cómo criterios definidores del Derecho Administrativo.
En otros términos, si lo decisivo es la persona jurídica y se conviene en afirmar que la Administración pública en sentido estricto, como creación de la burocracia, trae su causa de la Revolución francesa, entonces dataremos el origen de esta rama del Derecho Público en 1789. Si en sentido contrario, acordamos que hay Derecho Administrativo, más o menos elaborado, más o menos desarrollado, desde que se percibe lo común como algo que debe ser gestionado con arreglo a la justicia para el bienestar general de los habitantes, entonces el origen histórico del Derecho Administrativo es un asunto muy, muy antiguo. Por ello, estas dos orientaciones doctrinales desembocaron en la disyuntiva: o Derecho Administrativo inexistente (antes de 1789) o Derecho Administrativo desconocido, que formulara Giannini décadas atrás.
Como es sabido, desde hace muchos años, la sucesión de teorías que han intentado encontrar una solución al problema de la definición del Derecho Administrativo es realmente alucinante. Cada autor ha ofrecido sus puntos de vista, a veces diferentes, a veces similares, sobre la esencia del Derecho Administrativo.
El recorrido por las diferentes teorías y aproximaciones expresa a las claras el carácter no suficientemente satisfactorio de dicho empeño. Puede decirse que los intentos que hemos conocido no son inútiles, ni tampoco obedecen, en la mayoría de los casos, a originalidades sin fundamento. Se trata de una colección de esfuerzos encaminados a la búsqueda de la piedra filosofal, si es que existe, que permita explicar el sentido y la funcionalidad del Derecho Administrativo. La tarea, abordada desde esta premisa claro que es difícil y complicada. Primero, porque, en efecto, el modelo de Estado de cada momento tiene una importancia decisiva en orden al entendimiento de nuestra disciplina. Y, segundo, porque las categorías y las instituciones del Derecho Administrativo no son fijas y estáticas, cambian, se transforman, adquieren nuevos colores, nuevos tonos. Hoy, por ejemplo, el marco constitucional nos ofrece los principios y parámetros que, proyectados sobre el entero sistema del Derecho Administrativo, dibujan un panorama de conceptos e instituciones vinculados al servicio objetivo al interés general y a la garantía y promoción de los derechos de los ciudadanos, algo impensable desde los postulados netamente autoritarios desde los que emerge a la superficie el moderno Derecho Administrativo, por más que nos pese reconocerlo.
En los ensayos de definición pueden encontrarse diferentes perspectivas y aproximaciones, todas ellas interesantes, todas ellas representativas de esta tarea que todavía pervive entre nosotros. Algunas demuestran una ingenua confianza en la fuerza dogmática de las definiciones y otras son más matizadas y cautelosas. Existen también actitudes de evasión o marcadamente pragmáticas, como pueden ser las sostenidas por quienes piensan que solo negativamente puede ser entendida la Administración o por quienes son partidarios únicamente de una descripción, renunciando a una verdadera definición. No se trata, por otra parte, de posturas que se suceden disciplinadamente al mismo tiempo; se produce más bien un movimiento pendular que responde a circunstancias históricas y personales. No falta en esta sucesión de aproximaciones una radical que postula la disolución pura y simple del Derecho Administrativo; se trata con ello de romper abruptamente con el pasado para hacer nacer de las cenizas una nueva ciencia en la que el Derecho Administrativo no tenga el monopolio de la consideración científica de la Administración (Nass), algo hoy en cierta medida real, puesto que la multidisciplinariedad y la diversidad de enfoques desde los que enfrentarse a la Administración pública constituye hoy, en unos países más que en otros, la constatación de la perspectiva abierta y plural desde la que se debe estudiar y comprender la Administración pública moderna. Por eso, los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario nos ayudan a entrever nuevos planos y nuevos contornos que ayudan a comprender el sentido y el alcance de la Administración pública y de una de sus dimensiones más relevantes, no la única, el Derecho Administrativo.
La originalidad de estos esfuerzos definitorios se pone de relieve en el intento de construir el Derecho Administrativo en torno a una noción única, una noción clave. La historia de las distintas soluciones propuestas, por ejemplo, en el Derecho francés -forma de exteriorización de los actos, servicio público, poder público, interés público- y sobre todo el alargamiento progresivo de su contenido hasta límites que rebasan la propia naturaleza del concepto, revela que el camino es complejo (Petot). En este planteamiento laten los problemas de la construcción científica del Derecho Administrativo contemplados únicamente desde la perspectiva de la elección del juez competente. Sin embargo, la gran virtualidad de situar el centro de la construcción del Derecho Administrativo en el interés general es que este concepto acoge y asume, es lógico tras lo que ya hemos comentado, a las demás nociones consideradas en algún momento como piedras angulares de nuestra disciplina.
La dificultad primera para la definición del derecho Administrativo, según Meilán Gil, proviene de la naturaleza esencialmente dinámica de su contenido. Esta naturaleza movediza, esencialmente mudable, le viene al Derecho Administrativo, en buena parte, de su vinculación a la política, de su deambular en el mundo de la oportunidad y de la conveniencia (Weil). Por eso, la historia del Derecho Administrativo podría contemplarse como una búsqueda incesante de títulos que justifiquen la intervención de quienes en cada momento son los responsables del poder político, o, también, como el resultado de una serie de tensiones en torno al poder. El Derecho Administrativo adquiere así un cierto carácter de compromiso, presente en la propia entraña del Derecho y que para el Derecho Administrativo se manifiesta especialmente en su configuración moderna, tras la Revolución francesa.
En la década de los ochenta del siglo pasado, sobre todo, empezó a utilizarse por parte de la doctrina un término bien expresivo de un fenómeno que ciertamente había producido una cierta confusión y no poca inquietud en cuantos se dedican al estudio de nuestra disciplina: la huida del Derecho Administrativo. Expresión, me parece, con la que se pretendía, y todavía se pretende hoy, llamar la atención sobre la pérdida de influencia del Derecho Administrativo como Ordenamiento matriz a partir del cual debía regirse jurídicamente toda actuación del aparato público, sea cual sea su caracterización normativa. En el fondo, se añora la posición del Derecho Administrativo como Derecho Único sobre el que debe girar el régimen jurídico de la Administración pública, olvidando, con más o menos intensidad, que existe un núcleo básico de principios constitucionales vinculados a las actividades administrativas y a los fondos públicos vinculados al interés general, que con su manto trascienden la naturaleza del Derecho de que se trate en cada caso.
La caracterización del Derecho Administrativo desde la perspectiva constitucional, al menos en España, trae consigo el replanteamiento de dogmas y criterios que han rendido grandes servicios a la causa y que, por tanto, deben sustituirse de manera serena y moderada por los principios que presiden el nuevo Estado social y democrático de Derecho, por cierto bien diferente en su configuración, y en su presentación, al del nacimiento del Estado-Providencia y al de las primeras nociones sobre la conformación y dirección de las tareas sociales como esencial función de competencia del Estado. Hoy, en mi opinión, la garantía del interés general es la principal tarea del Estado y, por ello, el Derecho Administrativo ha de tener presente esta realidad y adecuarse, institucionalmente, a los nuevos tiempos pues, de lo contrario perderá la ocasión de cumplir la función que lo justifica, cual es la mejor ordenación y gestión de la actividad pública con arreglo a la justicia.
Tradicionalmente, cuando nos hemos enfrentado con el arduo problema de seleccionar una perspectiva central sobre la que montar todo el Derecho Administrativo, hemos acudido a la aproximación subjetiva, objetiva o mixta. Hoy me parece que situarse desde la perspectiva del interés general ayuda a la comprensión de un sector del Derecho Público que trasciende sus fronteras naturales y que se proyecta sobre otras realidades, años ha vedadas al Derecho Administrativo, precisamente por la estrechez de miras que surge del pensamiento único, cerrado o estático. En todo caso, en el concepto de interés general que aquí se plantea puede encontrarse, desde luego, una noción que explica el sentido, naturaleza y funcionalidad del Derecho Administrativo del Estado social y democrático de Derecho.
Parece también fuera de dudas que el Derecho Administrativo del siglo XXI es distinto del siglo pasado en la medida en que el sustrato político y social que le sirve de base es bien distinto, como también es bien distinto el modelo de Estado actual. El Derecho Constitucional pasa, el Derecho Administrativo permanece es una manida y reiterada frase acuñada según parece por Otto Mayer que nos ayuda a entender que las instituciones típicas de la función administrativa, de una u otra forma, son permanentes, pudiendo variar obviamente la intensidad de la presencia de los poderes públicos de acuerdo con el modelo político del Estado en cada momento. Claro está, cuando me refiero al Estado, me refiero también mutatis mutandis a los diferentes Entes territoriales que disponen de autonomía para la gestión de sus intereses: Comunidades Autónomas y Entes locales en España, pues en ambos casos estamos en presencia de Entes públicos de inequívoca naturaleza estatal.
Como veremos, el entendimiento que tengamos del concepto del interés general a partir de la Constitución de 1978 va a ser capital para caracterizar el denominado Derecho Administrativo Constitucional que, en dos palabras, aparece vinculado al servicio objetivo al interés y a la promoción de los derechos fundamentales de la persona. Quizás, la perspectiva iluminista del interés general, de fuerte sabor revolucionario y que, en definitiva, vino a consagrar la hegemonía de la entonces clase social emergente que dirigió con manos de hierro la burocracia, hoy ya no es compatible con un sistema sustancialmente democrático en el que la Administración pública, y quien la compone, lejos de plantear grandes o pequeñas batallas por afianzar su status quo, debe estar a plena y exclusivamente a disposición de los ciudadanos, pues no otra es la justificación constitucional de la existencia de la entera Administración pública. En esta línea, el Derecho Administrativo Constitucional plantea la necesidad de releer y repensar dogmas y principios considerados hasta no hace mucho como las señas de identidad de una rama del Derecho que se configuraba esencialmente a partir del régimen de exorbitancia de la posición jurídica de la Administración como correlato necesario de su papel de gestor, nada más y nada menos, que del interés general. Insisto, no se trata de arrumbar elementos esenciales del Derecho Administrativo, sino repensarlos a la luz del Ordenamiento constitucional. Es el caso, por ejemplo, de la ejecutividad del acto, que ya no puede entenderse como categoría absoluta sino en el marco del principio de tutela judicial efectiva, como consecuencia de los postulados de un pensamiento compatible y complementario que facilita esta tarea.
Es decir, lo que está cambiando es, insisto, el papel del interés general que, desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, aconseja el trabajo, ya iniciado hace algunos años entre nosotros, de adecuar nuestras instituciones al modelo del Estado social y democrático de Derecho que proclama nuestra Constitución de 1978. Tarea que se debe acometer sin prejuicios ni nostálgicos intentos de conservar radicalmente conceptos y categorías que hoy encajan mal con los parámetros constitucionales. No se trata, de ninguna manera, de una sustitución in toto de un cuerpo de instituciones, conceptos y categorías, por otro; no, se trata de estar pendientes de la realidad social y constitucional pare detectar los nuevos aires que han de alumbrar los nuevos conceptos, categorías e instituciones con que el Derecho Administrativo, desde este punto de vista, se nos presenta, ahora en una nueva versión más en consonancia con lo que son los elementos centrales del Estado social y democrático de Derecho. Ello no quiere decir que estemos asistiendo al entierro de las instituciones clásicas del Derecho Administrativo. Más bien, hemos de afirmar que el nuevo Derecho Administrativo está demostrando que la tarea que tiene encomendada de garantizar y asegurar los derechos de los ciudadanos requiere de una suerte de presencia pública, quizás mayor en intensidad que en extensión, que hace buena aquella feliz definición realizada por González Navarro del Derecho Administrativo como el Derecho del poder para la libertad. Concepto muy en consonancia con el entendimiento del interés general en el Estado social y democrático de Derecho.
Junto a la metodología que nos proporciona el acercamiento a las ciencias sociales desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, es menester trabajar en el marco constitucional para extraer toda la fuerza, que no es poca, que la Norma fundamental encierra en orden a configurar un Derecho Administrativo más democrático en el que el servicio objetivo al interés general ayude a redefinir todas aquellos privilegios y prerrogativas que no se compadecen con la existencia de una auténtica Administración pública cada vez más conscientes de su posición institucional en el sistema democrático.
De un tiempo a esta parte, observamos notables cambios en lo que se refiere al entendimiento del interés general en el sistema democrático. Probablemente, porque según transcurre el tiempo, la captura de este concepto por la entonces emergente burguesía- finales del siglo XVIII- que encontró en la burocracia un lugar bajo el sol desde el que ejercer su poder, lógicamente ha ido dando lugar a nuevos enfoque más abiertos, más plurales y más acordes con el sentido de una Administración pública que, como señala el artículo 103 de nuestra Constitución “sirve con objetividad los intereses generales”. Es decir, si en la democracia los agentes públicos son titulares de funciones de la colectividad y ésta está llamada a participar en la determinación, seguimiento y evaluación de los asuntos públicos, la necesaria esfera de autonomía de la que debe gozar la propia Administración ha de estar empapada de esta lógica de servicio permanente a los intereses generales. Y éstos, a su vez, deben abrirse, tal y como ha establecido el Tribunal Constitucional, en su sentencia de 7 de febrero 1984, a los diversos interlocutores sociales, en un ejercicio continuo de diálogo, lo cual, lejos de echar por tierra las manifestaciones unilaterales de la actividad administrativa, plantea el desafío de construir las instituciones, las categorías y los conceptos de nuestra disciplina desde nuevos enfoques bien alejados del autoritarismo y el control del aparato administrativo por los que mandan en cada momento . No es una tarea sencilla porque la historia nos demuestra que la tensión que el poder político introduce en el funcionamiento administrativo a veces socava la necesaria neutralidad e imparcialidad de la Administración en general y de los funcionarios en particular.
Hoy, sin embargo, la aguda crisis general que asola a Occidente está demostrando que es posible, y de qué manera, que los intereses generales puedan volver a estar a merced de intereses de determinados grupos, empeñados en sacar partido, y beneficio, a un sistema de mercado montado sobre el lucro en el que el poder político, demasiado dependiente de los poderes financieros, ha terminado claudicando y dando paso a una cierta unilateralidad en la regulación de los mercados. Es decir, volvemos a las andadas por no saber, por no querer, colocar al interés general en el lugar que le corresponde, como piedra angular de la regulación que debe efectuar el poder público, siempre con el objetivo de la mejora de las condiciones de vida de todos los ciudadanos, no de un grupo, por importante o relevante que este sea.
Instituciones señeras del Derecho Administrativo como las potestades de que goza la Administración para cumplir con eficacia su labor constitucional de servir con objetividad los intereses generales (ejecutividad, ejecutoriedad, potestas variandi, responabilidad patrimonial, potestad sancionadora…) requieren de nuevos planteamientos pues evidentemente nacieron en contextos históricos bien distintos y en el seno de sistemas políticos también bien diferentes. Y, parece obvio, la potestad de autotutela de la Administración no puede operar de la misma manera que en el siglo XIX por la sencilla razón de que el sistema democrático actual parece querer que el ciudadano, el administrado, ocupe una posición central y, por tanto, la promoción y defensa de sus derechos fundamentales no es algo que tenga que tolerar la Administración sino, más bien, hacer posible y facilitar.
Frente a la perspectiva cerrada de un interés general que es objeto de conocimiento, y casi del dominio de la burocracia, llegamos, por aplicación del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, a otra manera distinta de acercarse a lo común, a lo público, a lo general, en la que se parte del presupuesto de que siendo las instituciones públicas de la ciudadanía, los asuntos públicos deben gestionarse teniendo presente en cada momento la vitalidad de la realidad que emerge de las aportaciones ciudadanas. Por ello, vivimos en un tiempo de exaltación de la participación, quizás más como postulado que como realidad, a juzgar por las consecuencias que ha traído consigo un Estado de Bienestar estático que se agotó en sí mismo y que dejó a tantos millones de ciudadanos desconcertados al entrar en crisis el fabuloso montaje de una intervención .pública que no dudó, en muchos casos, en formalizar alianzas estratégicas, más o menos sutiles, tanto con el poder financiero como con el poder político y el mediático.
Hace algunos años cuando me enfrentaba al problema de la definición del Derecho Administrativo al calor de las diferentes y variadas teorías que el tiempo ha permitido, lejos de entrar en el debate sobre cuál de las dos posiciones mayoritarias era la fetén, se me ocurrió que quizás el elemento clave para la definición podría encontrarse en el marco de lo que debía entenderse en cada momento por interés general. Más que en la presencia de la Administración pública, para mí lo verdaderamente determinante del Derecho Administrativo es la existencia de un interés general que regular en el marco del modelo de Estado en vigor. Ahora, en el llamado Estado social dinámico o Estado de bienestar dinámico, como me gusta caracterizar el Estado social del presente, es precisamente la idea del interés general, desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y compatible, la matriz desde la cual se pueden entender los profundos cambios que se están operando en el seno del Derecho Administrativo moderno como puede ser el alumbramiento del concepto del servicio de interés general o la reconsideración de la autotutela y ejecutividad administrativa.
Hasta no hace mucho tiempo, bien lo sabemos, y algunos bien lo experimentaron, la sociología administrativa relataba con todo lujo de detalles las diferentes fórmulas de apropiación administrativa que distinguía tantas veces el intento centenario de la burocracia por controlar los resortes del poder. Afortunadamente, aquellas quejas y lamentos que traslucían algunas novelas de Pio Baroja sobre la actuación de funcionarios que disfrutaban vejando y humillando a los administrados desde su posición oficial, hoy es agua pasada. Afortunadamente, las cosas han cambiado y mucho, y en términos generales para bien. Siendo esto así, insisto, todavía quedan aspectos en los que seguir trabajando para que la ciudadanía pueda afirmar sin titubeos que la Administración ha asumido su papel de organización al servicio y disposición del pueblo. Y, para ello, quienes hemos dedicado años de nuestra vida profesional a la Administración sabemos bien que es menester seguir trabajando para que siga creciendo la sensibilidad del aparato público en general, y la de cada servidor público en particular, en relación con los derechos y libertades de los ciudadanos. Hoy el interés general mucho tiene que ver, me parece, con incrustar en el alma de las instituciones, categorías y conceptos del Derecho Administrativo, en un contexto de equilibrio poder-libertad que vaya abandonando la idea de que la explicación del entero Derecho Administrativo bascula únicamente sobre la persona jurídica de la Administración y sus potestades, privilegios y prerrogativas.
El marco en el que debe explicarse el Derecho Administrativo Español, se encuentra en la Constitución de 1978. El Derecho Constitucional pasa, el Derecho Administrativo permanece sentenció con su habitual perspicacia Otto Mayer tal y como hemos recordado con anterioridad. Como señalara el juez Werner en esta línea, el Derecho Administrativo es el Derecho Constitucional concretado.
Una vez superadas las lógicas polémicas iniciales que se produjeron entre nosotros tras la aprobación de la Constitución entre el Derecho Administrativo y el Constitucional, debe reconocerse que las líneas maestras sobre las que debe pivotar el Derecho Administrativo del presente se encuentran en el conjunto de criterios, parámetros, vectores y principios que están reconocidos en nuestra Constitución y que conforman el marco del Estado social y democrático de Derecho. Un modelo de Estado en el interés general, con su núcleo irreductible, indisponible, es, desde luego, fermento y causa del quehacer de la Administración pública.
En el caso que nos ocupa, me parece que es menester analizar, siquiera sea brevemente, los artículos 9, 10, 24, 31, 97 y 103 de la vigente Constitución ya que, junto al artículo 53.2, son los preceptos en los que encontramos un conjunto de principios y parámetros que, procedentes de la matriz del Estado social y democrático de Derecho, nos ayudan a reconstruir las categorías, conceptos e instituciones deudores de otros tiempos y de otros sistemas políticos a la luz del marco constitucional actual. El estado actual de la bibliografía española de Derecho Administrativo demuestra hasta qué punto, y con qué vitalidad, disponemos ya de un sinfín de estudios e investigaciones sobre la adecuación a la Constitución de las principales instituciones que han vertebrado nuestra disciplina, que a las claras demuestra como la doctrina tiene bien presente esta tarea.
Entre estos preceptos, como ya hemos indicado, ocupa un lugar destacado el artículo 103 que, en mi opinión, debe interpretarse en relación con todos los artículos de nuestra Carta magna que establecen determinadas funciones propias de los poderes públicos en un Estado social y democrático de Derecho, como suelo apostillar, dinámico. Dicho artículo, como bien sabemos, dispone, en su párrafo primero, que “La Administración pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho”.
La Administración pública (la estatal, la autonómica o la local, porque se usa deliberadamente el singular para referirse a todas), sirve con objetividad el interés general. Me parece que es difícil haber elegido mejor la caracterización de la función administrativa en el Estado social y democrático de Derecho. Primero, porque la expresión servicio indica certeramente el sentido y alcance del papel de la Administración en relación con la ciudadanía. En sentido contrario, bien se puede afirmar que la Administración en una democracia no es, ni mucho menos, ni la dueña del interés general, ni la dueña de los procedimientos, ni la dueña de las instituciones públicas. Está, debe estar, a disposición de la mejor gestión de lo común, de lo de todos.
Segundo, porque la instauración del sistema constitucional en las democracias supone un paso relevante en orden al necesario proceso de objetivación del poder que supone la victoria del Estado liberal de Derecho sobre el Antiguo Régimen. La referencia, pues, a la objetividad es capital. Tiene dos dimensiones según la apliquemos a la organización administrativa en general, o a los empleados públicos. En todo caso, lo que me interesa destacar es que se pretende eliminar del ejercicio del poder público toda reminiscencia de arbitrariedad, de abuso; en definitiva, de ejercicio ilimitado y absoluto del poder. Por eso, el poder debe ser una función pública de servicio a la comunidad, en la que hay evidentes límites. Claro que al ser hombres y mujeres quienes son titulares del poder, las grandezas y servidumbres de la condición humana según la categoría moral de quién lo ejerza, arrojarán distintas posibilidades. Ahora bien, la objetividad entraña, como hábito fundamental, la motivación de la actuación administrativa, impidiendo la existencia de espacios de oscuridad o de impunidad, áreas en las que normalmente florece la arbitrariedad, sorprendentemente in crescendo a juzgar por las estadísticas de actuaciones administrativas merecedoras de tal calificación por los Tribunales de Justicia.
Y, en tercer lugar, la referencia central al interés general me parece que ofrece una pista muy pero que muy clara sobre cual pueda ser el elemento clave para caracterizar la Administración pública hoy y, en el mismo sentido, el Derecho Administrativo. Entiendo que la tarea de servicio objetivo a los intereses generales es precisamente la justificación esgrimida para comprender los cambios que se están produciendo, pues no parece compatible la función constitucional por excelencia de la Administración pública actual con los privilegios y prerrogativas de una Administración autoritaria que vivía en un contexto de unilateralidad y de, escrito en castellano castizo, ordeno y mando. Por eso, el entendimiento abierto, plural, dinámico y compatible del interés general está ayudando sobremanera a construir nuevos espacios de equilibrio sobre los que hacer descansar este nuevo Derecho Administrativo.
Por otra parte, no podemos dejar sin considerar, tratándose del artículo 103 de nuestra Constitución, que la Administración está sometida a la Ley y al Derecho. La llegada del Estado liberal, como sabemos, supone la victoria del principio de juridicidad y la muerte del capricho y la ilimitación como fundamentos de un puro poder de dominio que caracterizaba la actuación del Rey. El poder, ahora, no es absoluto, está limitado y sea cual sea la versión del principio de legalidad que sigamos, lo cierto es que la Administración debe actuar en el marco de la Ley. Además, con buen criterio se consagra el principio de sometimiento total de la actividad administrativa y, también, de proyección de todo el Ordenamiento en sentido amplio sobre dicha actuación administrativa. Esto quiere decir, en mi opinión, que, junto a las Leyes, también los jueces, al analizar la adecuación a Derecho o no de la actividad administrativa, pueden echar mano de otras fuentes del Derecho que, como los principios generales, han ocupado, como sabemos, un lugar destacado por derecho propio en la propia historia del Derecho Administrativo. Ello porque el principio de legalidad debemos entenderlo como sujeción y sometimiento de toda la actividad administración al Ordenamiento jurídico en su conjunto.
En efecto, la alusión al Derecho en este precepto de la Constitución hemos de interpretarla en el sentido de que el Ordenamiento a que puede someterse la Administración es el público o el privado. En realidad, y en principio, no pasa nada porque la Administración pueda actuar en cada caso de acuerdo con el Ordenamiento que mejor le permita conseguir sus objetivos constitucionales. En unos casos será el Derecho Administrativo, el Laboral o el Civil o Mercantil. Eso sí, hay un límite que no se puede sobrepasar sea cuál sea el Derecho elegido. No es otro que el del pleno respeto al núcleo básico de lo público que siempre está, insisto, en la utilización de fondos de tal naturaleza para cualesquiera actividades de interés general. Por eso, aunque nos encontremos en el reino del Derecho privado, la sociedad pública o ente instrumental de que se trate deberá cumplir con los principios de mérito y capacidad para la selección y promoción de su personal, así como con los principios de publicidad y concurrencia para la contratación. He aquí, de nuevo, otra consecuencia no menor de la centralidad del interés en el funcionamiento de la Administración y en su sometimiento al principio de juridicidad.
Por tanto, la pretendida huida del Derecho Administrativo al Derecho Privado no es tal. En todo caso, la necesidad de servir objetivamente los intereses generales también se puede hacer en otros contextos normativos siempre que la Administración justifique racionalmente porqué en determinados casos acude al Ordenamiento privado. La realidad, sin embargo, ha demostrado hasta la saciedad que lo que ha ocurrido, y no pocas veces, es que la Administración ha actuado pura y simplemente al margen del Derecho.
El artículo 103 de la Constitución debe ser el precepto de cabecera que propicie los cambios que todavía hoy espera la Administración pública. Cuestión que, en España, aún precisa de nuevos impulsos pues, a pesar de que todos los gobiernos han intentado mejorar el funcionamiento del aparato administrativo, la realidad, mal que nos pese, nos enseña que todavía la opinión de la ciudadanía en relación con la Administración pública dista de ser la que cabía esperar del marco constitucional y del tiempo transcurrido desde 1978.
La idea de servicio tiene mucho que ver, me parece, con la crisis fenomenológica de este concepto en un mundo en el que prima ordinariamente el éxito económico, la visualización del poder y el consumo impulsivo, que trae consigo esta especie de dictadura de la tecnoestructura desde la que se aspira a manejar como marionetas a los ciudadanos. Hoy, estar al servicio de los ciudadanos parece tantas veces algo cándido, ingenuo, angelical, propio de otro mundo, que no reporta utilidad y que, por ello, es un mal que hay que soportar lo mejor que se pueda. La solución del problema, insisto, es de dimensión cultural y política: colocar en el corazón del orden económico y social la dignidad igual de todos los seres humanos y sus derechos inalienables. Promover el valor del servicio público como algo positivo, incardinado en el progreso de un país, como algo que merece la pena, como algo que dignifica a quien lo practica (…) constituyen reflexiones que se deben transmitir desde la educación en todos los ámbitos. Si estas ideas no se comparten, no sólo en la teoría, por más normas, estructuras y funcionarios que pongamos en danza estaremos perdiendo el tiempo derrochando el dinero del común. Así está aconteciendo en esta aguda crisis económica y financiera, también de valores, que estamos sufriendo en este tiempo. De ahí que este criterio constitucional que define la posición institucional de la Administración pública sea central en la reforma y modernización permanente de la Administración pública.
La objetividad de ese servicio, ya lo hemos señalado, es otra nota constitucional de gran alcance que nos ayuda a encontrar un parámetro al cuál acudir para evaluar la temperatura constitucional de las reformas emprendidas y, sobre todo, el quehacer de la Administración pública en su conjunto. La objetividad supone, en alguna medida, la ejecución del poder con arreglo a determinados criterios encaminados a que resplandezca siempre el interés general, no el interés personal, de grupo o de facción. Lo cual, a pesar del tiempo transcurrido desde la Constitución de 1978, no podemos decir que se encuentre en una situación óptima pues todos los gobiernos han intentado, unos más que otros, abrir los espacios de la discrecionalidad y reducir las áreas de control, por la sencilla razón de que erróneamente se piensa tantas veces que la acción de gobierno para ser eficaz debe ser liberada de cuantos más controles, mejor. Es más, existe una tendencia general en distintos países a que el gobierno vaya creando, poco a poco, estructuras y organismos paralelos a los de la Administración clásica con la finalidad de asegurarse el control de las decisiones que adoptan. En el fondo, en estos planteamientos late un principio de desconfianza ante la Administración pública que, en los países que gozan de cuerpos profesionales de servidores públicos, carece de toda lógica y justificación.
Por otra parte, no se puede olvidar que las reformas administrativas deben inscribirse en un contexto en el que la percepción ciudadana y, lo que es más importante, la realidad, trasluzcan el seguimiento, siempre y en todo caso, del interés general como tarea esencial de la Administración pública, valga la redundancia, en general, y de sus agentes, en particular. Pero interés general no entendido en las versiones unilaterales y cerradas de antaño sino desde la consideración de que el principal interés general en un Estado social y democrático dinámico reside en la promoción y efectividad del ejercicio de las libertades solidarias por parte de todos los ciudadanos, especialmente los más desfavorecidos. El aseguramiento y la garantía de que tales derechos se van a poder realizar en este marco ayuda sobremanera a calibrar el sentido y alcance del concepto del interés general en el nuevo Derecho Administrativo.
Siendo, cómo es, el interés general el elemento clave para explicar la funcionalidad de la Administración pública en el Estado social y democrático de Derecho, interesa ahora llamar la atención sobre la proyección que la propia Constitución atribuye a los poderes públicos en esta consideración.
Si leemos con detenimiento nuestra Carta Magna desde el principio hasta el final, encontraremos una serie de tareas que la Constitución encomienda a los poderes públicos y que se encuentran perfectamente expresadas en su preámbulo cuando se señala que la nación española proclama su voluntad de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. Más adelante, el artículo 9.2 dispone que los poderes públicos deben remover los obstáculos que impidan el ejercicio de la libertad y la igualdad promoviendo dichos valores constitucionales. En materia de derechos fundamentales, también la Constitución, como lógica consecuencia de lo dispuesto en el artículo 10 de la Carta Magna, atribuye a los poderes públicos su aseguramiento, reconocimiento, garantía y protección. En el mismo sentido, por lo que se refiere a los principios rectores de la política económica y social, la Constitución utiliza prácticamente las mismas expresiones.
Estos datos de la Constitución nos permiten pensar que, en efecto, el Derecho Administrativo en cuanto Ordenamiento regulador del régimen de los poderes públicos tiene como espina dorsal la contemplación jurídica del poder para las libertades.
Esta función de garantía de los derechos y libertades define muy bien el sentido constitucional del Derecho Administrativo y trae consigo una manera especial de entender el ejercicio de los poderes en el Estado social y democrático de Derecho. La garantía de los derechos, lejos de patrocinar versiones reduccionistas del interés general, tiene la virtualidad de situar en el mismo plano el poder y la libertad, o si se quiere, la libertad y solidaridad como dos caras de la misma moneda. No es que, obviamente sean conceptos idénticos. No. Son conceptos diversos, sí, pero complementarios. Es más, en el Estado social y democrático de Derecho son conceptos que deben plasmarse en la planta y esencia de todas y cada una de las instituciones, conceptos y categorías del Derecho Administrativo.
Por ejemplo, en materia de derechos fundamentales el artículo 27.3 dispone que “los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Precepto que expresa la dimensión de la libertad educativa proyectada sobre los padres, sus titulares. Garantizar el ejercicio de un derecho fundamental, siguiendo el artículo 9.2 de la Carta Magna, implica una disposición activa de los poderes públicos a facilitar la libertad. Es decir, se trata de que la Administración establezca las condiciones necesarias para que esta libertad de los padres se pueda realizar con la mayor amplitud posible, lo que contrasta, y no poco, con la actividad de cierta tecnoestructura que todavía piensa que el interés general es suyo, encomendando el ejercicio de dicha libertad a órganos administrativos. Promover, proteger, facilitar, garantizar o asegurar las libertades constituye, pues, la esencia de la tarea de los poderes públicos en un Estado social y democrático de Derecho. Por ello la actuación administrativa de los poderes públicos debe estar presidida por estos criterios.
Más intensa, todavía, es la tarea de garantía y aseguramiento de los principios rectores de la política económica y social. En este sentido, el artículo 39 de la Constitución española señala en su párrafo primero que los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia. Es decir, el conjunto de los valores y principios rectores de la política social y económica, entre los que se encuentra la familia, deben ser garantizados por los poderes públicos, ordinariamente a través de la actividad legislativa y, sobre todo, desde la función administrativa. Protección de la familia, promoción de las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa (artículo 40). Garantía de un sistema público de Seguridad Social (artículo 41), protección de la salud (artículo 43), derecho al medio ambiente (artículo 45), derecho a la vivienda (artículo 47). En todos estos supuestos se vislumbra una considerable tarea de los poderes públicos por asegurar, garantizar, proteger y promover estos principios, lo que, pensando en el Derecho Administrativo, supone un protagonismo de nuestra disciplina desde la perspectiva del Derecho del poder para la libertad, insospechados años atrás.
El artículo 53 de la Constitución dispone lo siguiente: “el reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el capítulo tercero (de los principios rectores de la política social y económica) informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”. Pienso que para un profesor de Derecho Administrativo no debe pasar inadvertido que dicho precepto está recogido bajo la rúbrica de la protección de los derechos fundamentales, lo cual nos permite señalar que, en la tarea de promoción, aseguramiento y garantía de los principios rectores de la política social y económica, los derechos fundamentales tienen una especial funcionalidad. Es decir, la acción de los poderes públicos en estas materias debe ir orientada a que se ejerzan en las mejores condiciones posibles todos los derechos fundamentales de los españoles.
Esta reflexión empalma perfectamente con el sentido y alcance del interés general en el Estado social y democrático de Derecho en la medida en que, como señalé con anterioridad, hoy el interés general tiene mucho que ver con los derechos fundamentales de las personas. En efecto, el Tribunal Constitucional no ha dudado en reconocer “el destacado interés general que concurre en la protección de los derechos fundamentales” (sentencia de 16 de octubre de 1984), por lo que, lógicamente, la acción netamente administrativa de los poderes públicos debe estar orientada a que precisamente los derechos fundamentales, los derechos de los ciudadanos en general podríamos escribir, resplandezcan en la realidad, en la cotidianeidad del quehacer administrativo. En este sentido, una parte muy considerable del Derecho Administrativo que denomino Constitucional debe estar abierto a proyectar toda la fuerza jurídica de los derechos fundamentales sobre el entero sistema del Derecho Administrativo: sobre todos y cada uno de los conceptos, instituciones y categorías que lo conforman. Obviamente, la tarea comenzó al tiempo de la promulgación de la Constitución, pero todavía queda un largo trecho para que, en efecto, las potestades públicas se operen desde esta perspectiva. Ciertamente, las normas jurídicas son muy importantes para luchar por un Derecho Administrativo a la altura de los tiempos, pero las normas no lo son todo: es menester que, en el ejercicio ordinario de las potestades, quienes son sus titulares estén embebidos de esta lógica constitucional, pues, de lo contrario, se puede vivir en un sistema formal en el que, en realidad, pervivan hábitos y costumbres propios del pensamiento único y unilateral aplicado al interés general.
En este contexto, se entiende perfectamente que el ya citado artículo 9.2 de la Constitución implique, no sólo el reconocimiento de la libertad e igualdad de las personas o de los grupos en que se integran sino que, y esto es lo relevante en este momento, dicho precepto demanda de los poderes públicos la tarea de facilitar el ejercicio de las libertades removiendo los obstáculos que impidan su realización efectiva, lo que poco tiene que ver con una Administración que se permite, nada más y nada menos, que interferir en el ejercicio de determinadas libertades públicas y derechos fundamentales.
En efecto, el citado artículo 9.2 establece, como ya hemos señalado, el principio promocional de los poderes públicos. Principio que tiene una dimensión positiva y otra negativa. La negativa se refiere a la remoción de obstáculos que dificulten el ejercicio de la libertad y la igualdad por los ciudadanos individualmente considerados o en los grupos en que se integren. Y la positiva alude a “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”.
Ambas dimensiones, la positiva y la negativa, tienen tanta trascendencia que, en alguna medida, puede decirse que ayudan a entender el sentido del nuevo Derecho Administrativo que la propia realidad nos exige. Primero, porque el precepto encomienda a la Administración pública el establecimiento de las condiciones que hagan posible la libertad y la igualdad, comprometiéndose en la promoción de dichos valores constitucionales. Y, segundo, porque el precepto establece un límite a la acción de los poderes públicos en cuanto manda a la Administración impedir u obstaculizar a las personas y grupos en que se integren el ejercicio de la libertad y la igualdad. En otras palabras, el Derecho Administrativo Constitucional debe, a través de sus fuentes, facilitar el ejercicio de los derechos fundamentales, singularmente la libertad y la igualdad. A la misma conclusión llegaremos a partir del artículo 53.3 de la Constitución tal y como, en algún sentido, se ha comentado ya con anterioridad.
En el artículo 10.1 CE encontramos una declaración en la que el constituyente señala, con toda solemnidad, cuales son los fundamentos del orden político y la paz social, conceptos obviamente vinculados a lo que puede entenderse por interés general constitucional: la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás. Por tanto, desde otra perspectiva, resulta que, efectivamente, la dignidad de la persona, el libre desarrollo de la personalidad y los derechos fundamentales se nos presentan en el mismo centro del interés general y, por ello, deben considerarse como componentes esenciales de un Derecho Administrativo concebido como Derecho del poder público para la libertad de los ciudadanos. De esta manera puede comprenderse mejor el alcance de la jurisprudencia constitucional citada, así como algunas afirmaciones de la doctrina científica que no han dudado en destacar el interés general existente en la promoción y defensa de los derechos fundamentales de la persona.
El artículo 24. 1 de la Constitución española es, probablemente, uno de los preceptos que más incidencia ha tenido y está teniendo en la transformación del Derecho Administrativo actual. Esto es así porque un Derecho Administrativo montado sobre una versión absoluta de la autotutela administrativa necesariamente choca, y a veces frontalmente, con una disposición que reza: “todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”. Los términos del artículo son bien claros y requieren de la revisión de algunos dogmas del Derecho Administrativo en que se confiere a la propia Administración pública la condición simultánea de juez y parte. Ahora, la tutela más importante está radicada en los tribunales y, por otra parte, la prohibición de la indefensión nos plantea no pocos problemas con interpretaciones unilaterales de la ejecutividad y ejecutoriedad administrativa. De ahí, por ejemplo, el impacto que ha tenido este precepto en la construcción de una justicia cautelar que sitúe en un contexto de equilibrio estos principios.
El artículo 31.2 dispone: “el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía”. Traigo a colación este precepto porque desde el punto de vista jurídico establece algunos criterios constitucionales que están muy conectados con el funcionamiento de la Administración pública, y por ello, del Derecho Administrativo. La equidad en la asignación del gasto público trae consigo muy importantes consideraciones en toda la teoría de la planificación económica y, por ello, en las políticas públicas económicas y presupuestarias. En el mismo sentido, los criterios de eficiencia y economía ayudan a entender el significado de determinadas políticas públicas instrumentadas a través del Derecho Administrativo que desconocen el contenido general de estos principios o parámetros constitucionales.
Por su parte, el artículo 53.3 de la Constitución, ya referido anteriormente como corolario necesario de la cláusula del Estado social de Derecho, dispone, en sede de garantías de libertades y derechos fundamentales, que los principios rectores de la política social y económica “informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”. Es decir, los poderes públicos, además de estar vinculados por los derechos fundamentales (artículo 53.1 CE) deben tener presente en su actuación los principios rectores señalados en los artículos 39 a 52 de la Constitución. El concepto del interés general, pues, juega un papel central en la conformación del Derecho Administrativo Constitucional.
La sucesión de las distintas aproximaciones que han buscado la noción clave del Derecho Administrativo: subjetivas, objetivas o mixtas, por unas u otras razones no han podido erigirse en piedra angular del Derecho Administrativo. El interés general, en cambio, puede decirse que las engloba pues hace referencia a la Administración pública, institución por excelencia dedicada a la preservación del interés general, y también obviamente a la función administrativa u objeto principal del poder público, así como a las diferentes combinaciones de unas y otras propuestas de definición. Sayagués Laso decía que la función administrativa consiste en la realización en concreto de los cometidos materiales que requieren de una ejecución material y Marienhoff señaló atinadamente que esta tarea es básicamente de satisfacción de las necesidades de la comunidad y de los individuos que la componen. He aquí, pues, la indisoluble integración que debe producirse en el seno del interés general: necesidades comunes y de las personas en cuanto integrantes del cuerpo social.
Escola nos ha recordado que desde el punto de vista etimológico administrar hace referencia al manejo, gobierno o dirección de un interés encaminado a un fin. Toda administración está vinculada a fines. Se administra para. Si este pensamiento lo trasladamos al Derecho Administrativo, más propiamente a la Administración pública, entonces su actividad está ordenada a la satisfacción de fines de interés general, a la consecución de los fines del Estado. Es decir, la Administración está vinculada por el interés general. En concreto, es el servicio objetivo al interés general como dice la Constitución española el objeto esencial de la Administración pública. Las exigencias del interés general según Escola se derivan de las normas jurídicas, leyes y normas administrativos fundamentalmente. Pero también de principios y criterios propios del Estado social y democrático de Derecho como pueden ser el principio de racionalidad, de interdicción de la arbitrariedad, de confianza legítima o, entre otros, de seguridad jurídica.
La desviación de poder es la institución del Derecho Administrativo que garantiza que el quehacer administrativo discurra siempre por los derroteros del interés general. En caso de de que los derechos de los ciudadanos deban ser sacrificados en aras del interés general, caso de la expropiación forzosa, por ejemplo, Escola recuerda que tal operación es posible bajo la condición de que los particulares en estos casos reciban la correspondiente indemnización de manera que se garantice el principio de equilibrio patrimonial. La preferencia o supremacía del interés general sobre el particular se justifica por razones de preservación de necesidades colectivas y tiene, como veremos más adelante, algunos límites que condicionan su proyección sobre la realidad.
Cuándo Escola trata de la actividad administrativa la califica con las siguientes propiedades. Es una función del Estado, es concreta, procura la satisfacción directa de las necesidades de la colectividad y, con ello, las de las personas que la componen, está bajo la égida del orden jurídico, es una actividad práctica y continuada, subordinada y esencialmente teleológica. Es decir, está ordenad per se a alcanzar una finalidad y un objetico: el interés general, que Escola denomina fin superior del Estado.
El interés general está ínsito en la misma actividad administrativa, porque es su causa y su fin. La Administración existe y se justifica constitucionalmente en la medida en que su actuación se ordena al servicio objetivo al interés general. Un interés general que tiene una dimensión amplia y un aspecto concreto armoniosamente sincronizados. Escola subraya más la dimensión concreta al caracterizar ese quehacer del Estado como una actividad práctica, continuada, sometida al Ordenamiento jurídico en su conjunto, subordinada al poder ejecutivo y esencialmente destinada al interés general. La dimensión teleológica, finalista, del Derecho Administrativo, al menos en el marco del Estado social y democrático de Derecho, asume así un liderazgo en el que la dimensión objetiva, subjetiva y mixta tienen su papel y su influencia.
El interés público según Escola es un elemento constitutivo de la noción de Administración pública. Las necesidades y fines a que está ordenada la Administración pública están conectadas, es obvio, a la satisfacción del interés general. En cambio, cuándo el interés general no es causa y fin de la actividad administrativa, tal quehacer está carente de legitimidad, es inconveniente, y los poderes y potestades que se ejercen de esta forma son ilícitos y lesionan gravemente el interés general. Escola señala atinadamente, en este sentido, que la sociedad, la comunidad, la colectividad, no existen para el Estado o para la Administración pública. Más bien, el Estado y la Administración pública existen y tienen su razón de ser en la media en que a su través de se mejoran permanentemente las condiciones de vida de los ciudadanos. La persona, el ciudadano, no existen para la Administración. La Administración existe y se justifica constitucionalmente en la medida en que a través de su actividad se mejoran las condiciones de vida de los habitantes, de forma que puedan ejercer la libertad solidariamente. Los poderes y potestades están destinados al bienestar general de todos los ciudadanos, concepto que como recuerda Escola lleva implícito el bienestar de cada uno de nosotros, nuestra real y efectiva felicidad y realización como individuos y que, en opinión de este profesor argentino, no puede existir sin unión nacional, sin justicia, sin paz interior, y sin el imperio del Derecho. No es, ni mucho menos, una fórmula vacía que se baste por sí misma, sino condición que nos asegura los beneficios de la libertad y que a través de ella nos permite alcanzar nuestra plena perfección.
En fin, la cuestión del interés general en el Estado social y democrático, como ahora analizaremos es que su definición y aplicación por parte del Estado, sino cuenta con la participación ciudadana, puede ir poco a poco horadando la iniciativa y la responsabilidad de las personas hasta convertirlas en marionetas a merced de los que mandan. Es célebre, en este sentido, como recuerda Escola, la paradoja de Ripert cuando señala, nada menos que en 1949, que el ser humano permanece doblegado para ser protegido y sueña sin cesar con la desobediencia, que podría ser más conveniente que la servidumbre. Este es el gran drama de nuestro tiempo que la crisis económica y financiera ha venido a agudizar: muchos ciudadanos buscan sin cesar el cobijo del Estado sin caer en la cuenta de que, realmente, el grado de dependencia en que se van a encontrar será creciente. El interés general rectamente entendido en el marco del Estado social y democrático de Derecho, sin embargo, no postula, ni mucho menos que la intervención del Estado facilite ese grado de servidumbre. Por el contrario, la acción pública debe ir dirigida a fomentar la libertad solidaria de los ciudadanos. Es verdad, quien podrá negarlo, que el Estado tiene una finalidad que cumplir. Pero el modo en que el Estado satisface y sirve objetivamente al interés general no le legitima ni le habilita a enjaular cada vez más a los ciudadanos, hasta convertirlos en sujetos inertes, meros recipiendarios de bienes y servicios públicos. La acción del Estado más bien debe ir orientada a incentivar, facilitar, promover, hacer posible que cada ser humano se desarrolle en libertad solidaria según su proyecto vital.
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* Catedrático-director del grupo de investigación de Derecho Público global.
Presidente del foro iberoamericano de Derecho Administrativo.