JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Principio "non bis in idem". Inviolabilidad de derecho de defensa en juicio. Derecho al recurso
Autor:Villalba, Gisella P.
País:
Argentina
Publicación:Revista de Derecho Procesal Penal - Número 5 - Abril 2015
Fecha:10-04-2015 Cita:IJ-LXXVI-938
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I. Introducción
II. Un análisis histórico-comparativo
III. El juramento y las prácticas interrogatorios
IV. El privilegio y su recepción en el derecho estadounidense
V. En Argentina
VI. El sistema continental: la prohibición del silencio
VIII. El derecho a hablar: el derecho de defensa y a contar con un abogado defensor
IX. La garantía contra la autoincriminación
X. El resguardo en el sistema continental
XI. El silencio en el sistema procesal penal inglés
XII. La posición de la Corte Europea de Derechos Humanos
XIII. Ahora bien, qué ocurre en nuestro sistema

Principio non bis in idem

Inviolabilidad de derecho de defensa en juicio

Derecho al recurso

Gisela Paola Villalba

I. Introducción [arriba] 

En el presente trabajo, realizare un breve repaso de los principales principios rectores del derecho penal.

Analizare, en primer lugar, desde dónde surge la potestad estatal para el establecimiento de dichos principios y luego, nos abocaremos a estudiar cada uno de ellos.

Sin embargo, previo a ello, creó indispensable, definir qué es un principio.

El estudio que realizo, ha permitido concluir que los principios, dentro del marco jurídico, constituyen una especie de guía establecida a través del sistema de valores vigente, en una sociedad determinada y en un momento histórico preciso.

Sobre su base, se construyen las instituciones y se dictan las normas jurídicas. Son la fuente principal de la que se desprenden, posteriormente, los derechos y las garantías que se plasman en la Constitución Nacional y en el resto de las leyes del Estado de Derecho.

Hoy por hoy, los principales principios rectores del derecho penal constituyen el asiento fundamental de los derechos humanos que el Estado y la Comunidad Internacional en su conjunto deben respetar y proteger.

II. Un análisis histórico-comparativo [arriba] 

En primer lugar, no puedo dejar de mencionar las palabras de Foucault, quien dio nacimiento a los modelos de verdad que todavía están vigentes en nuestra sociedad. No sólo respecto de los requisitos necesarios a la hora de un establecimiento de certeza que borre toda inocencia, sino también respecto de cuáles son los medios a través de los que se obtiene esa evidencia que permite resolver la imputación dirigida a un individuo.

El derecho o “privilegio contra la autoincriminación no es un producto del derecho moderno, sino que por el contrario, posee raíces muy antiguas. Ejemplo de ello es lo que se desprende en la afirmación de San Crisóstomo (ca. 400) en su comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos cuando dijo “No te digo que descubras eso –tu pecado- ante el público como una condecoración, ni que te acuses delante de otro”.

Una explicación descriptiva sobre cuál era la posición del acusado en las distintas prácticas judiciales resulta ilustrativa.

En el sistema acusatorio, el acusado era un sujeto colocado en una posición de igualdad para con el acusador. En razón de ello, podía resistir la imputación ejerciendo su derecho a defenderse. En el sistema inquisitivo, el acusado representaba un objeto de persecución, en lugar de un sujeto de derechos con posibilidad de defenderse de la imputación deducida en su contra, de allí que era obligado a incriminarse a sí mismo, mediante métodos crueles para quebrar su voluntad y obtener su confesión, cuyo logró constituía, aún oculto, el centro de gravedad del procedimiento. De allí que la tortura se convierta en el centro de gravedad de toda la investigación, en donde la regulación probatoria sólo cumplía el fin de requerir mínimos recaudos para posibilitar el tormento.

La reacción de dicho procedimiento, a partir del triunfo del Iluminismo, intentó que el imputado vuelva a ser un sujeto de derechos, correspondiéndose su posición jurídica –durante el procedimiento- a la de un inocente. Reacción que no lograra arribar a sus más altas aspiraciones. Aquel intento de una experiencia acusatoria que sólo duro los años de la Revolución. En el Código termidoriano de 1975 y después el napoleónico de 1808 dieron vida aquel “monstruo, nacido de la unión del proceso acusatorio con el inquisitivo”, al que se dominara “proceso mixto”. Si bien se conserva la averiguación de la verdad histórica como método del procedimiento penal, la utilización de cualquier medio para alcanzarla, se transformó en un valor relativo, importante, pero subordinado a ciertos atributos fundamentales de la persona humana, plasmados en garantías y derechos individuales. No obstante, como más adelante se observara, únicamente se prohibió la utilización de la tortura, más no hubo ninguna consagración expresa de un resguardo contra la autoincriminación.

Así, en el art. 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10/12/1948 se establece que “nadie será sometido a tortura ni a…tratos crueles, inhumanos o degradantes”, estableciéndose en su art. 10 que “toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado las garantías necesarias para su defensa”. Asimismo, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, adoptada por la IX Conferencia Internacional Americana, con fecha 2/5/1948, se establece que “se presume que todo acusado es inocente, hasta que no se pruebe que es culpable”. Cláusulas estas que deben ser entendidas como disposiciones que sostienen el derecho a no suministrar pruebas contra sí mismo.

En igual sentido, la Ley fundamental de Portugal de 1976 establece en su art. 32 que “son nulas las pruebas obtenidas mediante tortura, coacción, ofensa a la integridad física o moral de la persona, intromisión abusiva en la vida privada, en el domicilio, en la correspondencia, y en las telecomunicaciones”.

La ley Suprema de México, en su art. 20 inc II, dispone que nadie “podrá ser compelido a declarar en su contra, por lo cual queda rigurosamente prohibida toda incomunicación o cualquier otro medio que tienda aquél objeto”.

El art 25 de la Ley Fundamental de Colombia dispone que “nadie podrá ser obligado, en asunto criminal, correccional o de policía, a declarar contra sí mismo o contra sus parientes dentro del cuarto grado civil de consanguinidad o segundo de afinidad”.

Según el art. 62 de la Ley Fundamental de la de Paraguay “nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”.

La Constitución de Uruguay en su art. 20 dispone que “quedan abolidos los juramentos de los acusados en sus declaraciones o confesiones sobre hecho propio”.

La Ley Suprema de Costa Rica, en su art. 36 determina que “en materia penal nadie está obligado a declarar contra sí mismo, ni contra su cónyuge, ascendientes, descendientes o parientes colaterales hasta el tercer grado inclusive de consanguinidad o afinidad”.

La Constitución de Noruega, en su art. 96 establece que “la tortura no se aplicará jamás”.

La Constitución de Japón en su art. 36, dispone que “la aplicación de tortura y de penas crueles por un funcionario público está absolutamente prohibida”. Mientras que, por su art. 38 “ninguna persona será obligada a declarar contra si misma. Las confesiones mediante compulsión, tormento o amenaza, o después de arresto o detención prolongados, no serán admitidas como prueba. Ninguna persona será condenada o penada en que la única prueba en su contra sea su propia confesión”.

El art. 15 de la Constitución de España de 1978, “todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes…”.

La Ley Suprema de Ecuador, en su art. 19 inc. 1°, prohíbe “las torturas y todo procedimiento inhumano o degradante”.

Según el art. 62 de la Ley Fundamental de Honduras “ninguna persona será sometida a torturas, penas infamantes o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Por su art. 63, la “declaración obtenida por medio de la violencia es nula e induce responsabilidad contra el funcionario que la haya ejecutado”.

La Constitución de Nicaragua, en su art. 51, determina que “se prohíbe todo acto de crueldad o tortura contra detenidos, procesados o penados. La violación de esta garantía constituye delito”.

Según el art. 52 “nadie puede ser obligado, en asunto criminal, correccional o de policía, a declarar contra sí mismo, contra su cónyuge o contra sus parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad”.

En este sentido, se puede señalar que la libertad de declaración de un imputado está configurada como una moneda que tiene dos lados: por un lado, por el derecho que posee para “hablar”, el cual no es otro que el derecho a ser oído, fundamento del derecho de defensa; y por el otro, por su derecho para “callar”, garantía implícita en el resguardo que protege a cada persona contra toda obligación que implique, no importando de qué manera, su autoincriminación.

Para una comprensión de esto último se torna más que necesario la comparación entre las dos principales tradiciones de enjuiciamiento, la anglosajona y la continental.

No existe, en términos doctrinarios, una uniformidad de criterio sobre cuál es realmente el probable origen del derecho contra la autoincriminación, ya que éste se puede remontar al Talmud y a las enseñanzas de Rava, o como señalara Manzini, algunos de sus antecedentes pueden hallarse en el Derecho Romano. Inclusive, se llegó a afirmar que el origen de la cláusula se desprende del Derecho Canónico. Así, la máxima en estudio, también aparece en los primeros escritos canónicos, siendo posteriormente incorporado en el decreto de Graciano bajo estas palabras “yo no le digo que se incrimine a sí mismo públicamente, ni se acuse usted mismo en frente de otros”.

III. El juramento y las prácticas interrogatorios [arriba] 

Ferrajoli señala que el interrogatorio del imputado es donde se han manifestado y se han medido las diferencias más profundas entre los métodos inquisitivos y acusatorios.

En la época de la república romana, un hombre libre no podía ser obligado a declarar. Pero al comienzo de la era del principado vino a contemplase la posibilidad de someter a tortura a un hombre libre acusado de un crimen, principalmente cuando era de lesa majestad. Así el interrogatorio del imputado, representaba el “comienzo de la guerra forense”, es decir “el primer ataque” del acusador contra el reo para obtener de él, por cualquier medio la confesión.

En el proceso germano-acusatorio, el juramento era el medio de prueba más simple y más importante. Se exigía que el juramento de los litigantes fuese reforzado por el juramento adicional, posterior o precedente, de otras personas, los llamados son sacramentales o conjurantes. Este juramento no versaba sobre propio de los hechos controvertidos. Sólo confirmaban que el juramento de la parte a la cual asistían era “puro y no falso”, o sea que simplemente manifestaban estar convencidos de la credibilidad de esas personas. Asimismo, en caso de que un clérigo estuviera mal afamado, el sistema canónico obligaba a éste a “purificarse” mediante el procedimiento de los sacramentales.

Este tipo de juramento fue siendo desplazado. Ya en el período de franco se había implantado una restricción con referencia a los testigos son sacramentales: al menos en una parte de ellos debía ser elegida por el adversario del jurante, aumentándose así la seguridad de que el juramento era veraz. Es que un cambio se operaba en la idea del objetivo de la prueba: ya no se trataba sólo de la verdad formal, sino que la finalidad era convencer a los jueces y escabinos de la verdad real.

El derecho canónico, que destacaba su aspecto correccionalista, comenzó a buscar primeramente la confesión, ya que ésta manifestaba el arrepentimiento y el sometimiento a la pena. De esta manera, la confesión era casi el único medio de prueba, el cual pasó a ser necesario para la imposición de una pena. Por lo que, en atención a la necesidad, debía ser arrancado, mediante tormento. De allí que, a partir del siglo trece, comienza a generalizarse en Francia.

Bajo la influencia del Papa Inocencio III se introdujo en las cortes eclesiásticas el jusjurandum de veritate dicenda o juramento inquisitivo. A diferencia del procedimiento utilizado en la administración del juramento compurgatorio, el juramento inquisitivo implicaba la interrogación activa del acusado por parte del juez, además de la situación incómoda que se provocaba con su juramento al revelar entera verdad del asunto bajo averiguación.

No obstante, había ciertas limitaciones formales sobre el poder de las cortes eclesiásticas, para el uso de este nuevo recurso: el acusado no podía ser expuesto a su juramento en la ausencia de alguna presentación, es decir, sin el respaldo de la acusación bajo juramento hecho por cierto número de vecinos

Sin embargo, en la práctica, el procedimiento significaba que un individuo podía ser llamado ante la corte y tener que responder a un amplio interrogatorio sobre sus asuntos personales sin que interese la naturaleza o la fuerza de las acusaciones en su contra.

En Inglaterra, ésta garantía –como parte integrante del constitucionalismo moderno- comienza a gestarse y a desarrollarse a partir de una reacción frente a ciertos métodos instructorios. En palabras del Juez Brown, en “Brown v. Walker”, esta doctrina posee su origen en una protesta en contra de los inquisitivos y manifestantes injustos métodos de interrogación a personas acusadas de un crimen, los que tuvieran consagración en el sistema del procedimiento penal continental. En el continente, si bien se llega a prohibir el uso de esos métodos, lo cierto es que no se establece ningún reconocimiento expreso de la máxima Nemo tenetur…como uno de los resguardos de todo individuo.

El juramento inquisitivo fue adoptado por dos cortes británicas la Star Chambert y las Courts of high Commision, con fines esencialmente políticos. Se exigía al procesado un juramento ex officio, aun cunado no existiese ningún cargo contra él, de modo tal que su testimonio se convertía en el proceso.

Frecuentemente, en caso de herejía y otras formas de “pensamientos peligrosos” en materias ideológicas, las pruebas inculpatorias no podían obtenerse sino exigiendo del acusado que suministrara la prueba contra sí mismo, acudiéndose así a la tortura como práctica para obtener tales confesiones.

Tal como lo señalara Holdsworth, el aspecto mas resistidos de esos procedimientos era el mencionado juramento ex officio, aquel que se exigía al indagado sin que existieran cargos previa y concretamente formulados. Tal era el medio más eficaz para obtener información con respecto a las directivas de los opositores a la Iglesia establecida.

La autoincriminación requerida y el uso del juramento no estaban confinados a las cortes eclesiásticas y a las Courts of High Commission y a la Star Chamber. En los juicios criminales se esperaba del acusado que tomara un papel activo en los procedimientos, incluso frecuentemente en su propio detrimento. Era examinado antes del juicio por jueces de Paz, y los resultados de este examen eran reservados para el uso del juez en el juicio. Sólo en un número limitado de clases de casos el examen era bajo juramento. Esto no era una muestra de compasión para con el acusado, sino que se creía que suministrando un juramento se podía llegar a permitir sin querer que el acusado pusiera ante el jurado una negación de culpabilidad que tuviera influencia por estar hecha bajo juramento. Una vez que se encontraba formalmente acusado, el imputado era requerido a declarar y a someterse a juicio; el fracaso de algunas veces resultaba en extremas formas de tortura. Luego de que el juicio había comenzado, el acusado estaba sujeto a una interrogación vigorosa. Él, otra vez, no era colocado bajo juramento, porque permitirle tomar el juramento sería brindarle un medio muy fácil de evitar su responsabilidad.

La Corona en generalizar estas prácticas inquisitivas, las mismas se enfrentaron con los tribunales de Derecho Común. Hacía el año 1568 el Juez Dyer, presidente de la Court of Common Pleas otorgo una orden de habeas corpus liberando a un prisionero que había sido forzado a tomar juramento. En dicha concesión, justificó la objeción al juramento con la maxima nemu tenetur seipsum prodere, esto es: ningún hombre podrá ser forzado a producir evidencia contra sí mismo.

Sir Edward Coke protagonizó muchas batallas judiciales en defensa del derecho a no autoincriminarse, en sentido coincidente con Dyer, pero correspondió al editor John Liliburne el honor de dar fecha cierta al derecho de no suministrar pruebas contra si mismo. Arrestado e interrogado en la Star Chamber en 14637-1638 por imprimir libros sediciosos en Holanda e importarlos a Inglaterra, Lilburne negó los cargos ante el interrogatorio del Procurador General. Al ser preguntados sobre otros temas se negó a responder. Al rehusarse a prestar juramento que le exigía la Star Chamber dijo que éste era “…un pecaminoso e ilícito juramento…contrario a la práctica del mismo Cristo…contrario a la misma ley de la naturaleza, porqué ésta tiende a preservarse a si misma…”. Por dicha negativa fue multado y torturado. El día 3 de noviembre de 1640, en la primera reunión del Parlamento presentó una petición y fue dejado en libertad. La Cámara de los Comunes, el 4 de mayo de 1641, resolvió que “la sentencia de la Star Chamber contra John Liliburn es ilegal, y contraria a la libertad de la persona; y también sangrienta, cruel, malvada, bárbara y tiránica”. La Cámara de los Lores, con fecha 13 de febrero de 1645 estableció que dicha sentencia debía ser anulada por “ilegal y muy injusta, contraria a la libertad de la persona, a la ley del País y a la Carta Magna…y que el mencionado Liburne será por siempre absolutamente libre y totalmente absuelto de dicha sentencia y de todos los procedimientos que de ella deriven, tan entera y ampliamente como si nunca hubiera existido”.

Ante estas circunstancias, es que el Parlamento, en 1641, abolió tanto las Courts of High Commission como la Star Chambers, prohibiendo la administración del juramento ex officio ante la investigación de hechos penales. La reforma, no obstante, afectó únicamente al procedimiento ante los tribunales de la Corona, ya que la práctica de la interrogación previa al juicio se mantuvo inmodificable hasta 1848, pese a que, a partir del 1700, fue deplorada la extracción no libre de una respuesta. Hasta 1696 no se impuso el deber de dar copia de la acusación y permitir la asistencia del abogado, recién en 1701 se acordó el derecho a hacer comparecer compulsivamente los testigos de descargo en casos de delitos graves.

No obstante ello, en el sistema anglosajón con el derecho del acusado a declarar en el juicio. Esta claro que una cosa es estar obligado a declarar a requerimiento de la parte contraria y otra muy distinta hacerlo por propia iniciativa. El derecho del acusado a declarar en su defensa surge recién a finales del siglo pasado. Hasta 1899 se entendía que estaba inhabilitado para ser testigos por estar interesados. La innovación provendría de la ley del Parlamento inglés de 1898; la Criminal Evidence Act, que reconoció al imputado la calidad de testigo en su propio juicio, debiendo en consecuencia prestar el correspondiente juramento.

Por otra parte, cabe destacar que en el sistema anglosajón el tormento tuvo una presencia mucho menos cierta y concreta. La única práctica que, al parecer, gozó de cierta difusión fue la de la así llamada, peine forte et dure, que era aplicada al prisionero que se obstinaba en no responder a la pregunta sobre su culpabilidad o inocencia en el trámite del arraigo. Pero se trata de una práctica muy lejana a la obtención de confesión bajo tormento. Tenía lugar una vez que había una acusación formal ante el tribunal de enjuiciamiento al que era llevado el acusado. En esa situación se esperaba que respondiese por sí o por no a los cargos que le eran explicados y, en caso de negativa, que aceptase a someterse a juicio.

IV. El privilegio y su recepción en el derecho estadounidense [arriba] 

La actitud de Lilburne respondía a la Revolución Puritana, y a un sinnúmero de valores inherentes a ellas. En el marco de aquella confrontación, las religiones disidentes fueron objeto de persecuciones intermitentes (sobretodo, una vez producida la “restauración” encabezada por Carlos II), las que provocaron, a través del simbólico “Mayflower”, el traslado y arraigo de estos principios al Derechos anglosajón estadounidense. Pittman concluye que el privilegio contra la autoincriminación, que resguarda el acusado, fue bastante bien establecido antes de 1650 en las colonias de Nueva Inglaterra y en Virginia apenas después. Privilegio que se prolonga, consagrándose primero en algunas constituciones estatales, para luego, incorporarse a la Constitución Federal.

Tal como señalara un miembro de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, el juez Moody en “Twining v. New Jersey”, “el derecho a no ser obligado, bajo ninguna forma de procedimiento legal, a revelar como testigo pruebas contra sí mismo, está universalmente establecido en el derecho norteamericano, aunque puedan existir diferencias en cuanto a sus exactos alcances y límites. Al tiempo de la formación de la Unión el principio de que ninguna persona pueda ser obligada a testimoniar contra si misma estaba incorporada al comon law como rasgo distintivo de otros sistemas jurídicos.

Así, en la Declaración de Derechos de Virginia, proclamada el 12 de junio de 1774 se establecía en el art. 8 que “en todos los juicios criminales…(el acusado)…no puede ser obligado a suministrar pruebas contra sí mismo”. Antecedente, que fuera de singular importancia en el establecimiento de la quinta enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, la cual establece que “nadie será obligado a juicio criminal a ser testigo contra si mismo”.

V. En Argentina [arriba] 

Las provincias del Plata se enfrentaron con un pasado colonial que les transmitía, entre otros, las Leyes de Partidas, las que influenciadas por las prácticas de la inquisición establecían los tormentos como institución jurídico-procesal. No obstante, el tormento se aplicó muy rara vez durante la colonia, por lo menos en lo que a Buenos Aires se refiere.

Por su lado, Jofre, en los procesos existentes en el archivo de los tribunales, solamente en su caso se aplicó el tormento. Fue con motivo de la supuesta conspiración de los franceses en 1797, que el alcalde don Martín de Alzaga aplicó ese método a los acusados. Agrega que la medida debió ser considerada repugnante al espíritu del público, por las disculpas que formuló en su momento.

VI. El sistema continental: la prohibición del silencio [arriba] 

Si bien es reconocida la influencia del Bill of Rights de las constituciones estadounidenses en la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada por la Asamblea Francesa el 26 de agosto de 1789, lo cierto es que, en cuanto al tema que nos ocupa, el art. 9 de la misma sólo menciona que “todo hombre se presume inocente hasta que ha sido declarado culpable, y si juzga indispensable arrestarlo, todo rigor que no sea necesario para asegurar a su persona debe ser severamente reprimido por la ley”. Nada dice concretamente sobre la autoincriminación.

Es que el Iluminismo centró su atención, no tanto en el juramento que caracterizaba todo procedimiento inquisitivo, sino más bien en los tormentos infringidos por éste. Y contra estos enfocó su pensamiento. El tormento era utilizado ordinariamente para el descubrimiento de la verdad en causas criminales de manera que el interrogatorio era el medio de averiguación de los hechos de real significación. Son las ordenanzas de agosto de 1536 y de agosto de 1539, que tuvieran lugar en Francia, las que generalizaron este medio de prueba. Y que encuentra definitiva consagración en la ordenanza de 1670, que dedica un título entero a fin de reglamentar la práctica interrogatorio. No sólo el imputado debía responder bajo juramento, sino que, además, lo debía hacer “sin el concurso del consejo”.

Es en éste punto en el cual Helie realiza una distinción que es importante tener en cuenta: no confundir este tipo de interrogatorio, que naciera con la intención de obtener la confesión del prevenido, con la audiencia de éste previa a todo enjuiciamiento. Ya que, en sus palabras, una de las reglas de la justicia natural es que nadie puede ser condenado sin haber tenido la posibilidad de ser escuchado, que no es otra cosa que su derecho a ser oído, su derecho de defensa mismo.

Sin embargo, en otro pasaje de su obra, señala como el interrogatorio es considerado uno de los actos esenciales del procedimiento, en el cual toda sagacidad, experiencia y habilidad se tornan necesarias con el fin de “penetrar el disfraz del acusado, de sacar de su boca la confesión de su acción” y obtener así, la prueba del crimen.

Si bien no hizo falta esperar a la Revolución Francesa para que se produzca algunas reformas, ninguna de ellas suprime definitivamente esta práctica interrogatorio.

Idénticas herramientas adopta el Code d’instruction criminelle de 1808, el que por ley sintetiza y enquista un sistema inquisitivo reformado, que se tornará propio del derecho continental, en el cual el interrogatorio del acusado conserva esa ambivalencia de fines: ser un medio de defensa y de instrucción, y en el que el juez de instrucción puede entender en las explicaciones brindadas para verificarlas, consignando sus denegatorias y sus confesiones, y buscando encontrar, a partir de estas declaraciones, la verdad de los hechos investigados.

VIII. El derecho a hablar: el derecho de defensa y a contar con un abogado defensor [arriba] 

Ahora bien, no obstante estar consagrado en el sistema anglosajón el privilegio contra la autoincriminación, ello lejos está de significar que el acusado pudiera efectivamente ejercerlo.

Como veremos, en tanto éste se vea obligado a hablar lejos está de poder decirse que se consagra el derecho al silencio.

Ésta es una de las consecuencias que se desprenden de una reciente tesis que se diera a conocer en Francia. Su autora, Charlotte GIRARD, destaca –como una de las ideas centrales de su estudio- que la prohibición de contar con abogado defensor, establecida en el derecho positivo, originó la imposibilidad para el acusado de mantenerse callado, ya que ninguna persona había en su lugar que pudiera asegurar su defensa.

IX. La garantía contra la autoincriminación [arriba]  

Los distintos caminos recorridos por ambas tradiciones, la anglosajona y la continental, condujeron a entender a la libertad de declaración de todo imputado, de manera diversa. En un caso, se reconoce en él la calidad de testigo, debiendo –en consecuencia-, prestar el correspondiente juramento. En el otro caso, se prohíbe tomarle juramento. Pero en el primero, su comparecencia es voluntaria, mientras que en el segundo está obligado a comparecer.

X. El resguardo en el sistema continental [arriba] 

Poco es lo que se puede agregar a lo ya dicho, recientemente, en el caso del sistema procesal penal francés. El Código de Procedimiento Penal de 1958 mantiene las disposiciones que estableció la “ley Constans” de 1897.

De esta manera, si bien se reconoce la posibilidad de que el imputado calle, sin que se derive de ello ninguna consecuencia, lo cierto es que no sólo es él quien se encontrará obligado a hablar, sino que también en varias oportunidades será sentado a la expectativa de que pueda llegar a declarar, en razón de que, al igual que nuestro sistema procesal penal, tanto en la instrucción como al inicio del debate es convocado a tal fin.

Así, es el juez de instrucción quien realiza una primera forma de acusación, a través de una “puesta en examen” de la persona en contra de la cual existen indicios que permiten presumir que ha participado, como autor o cómplice, en los hechos en averiguación.

Dicha puesta en examen resulta ser el interrogatorio de primera comparecencia, que tiende, principalmente, a informar al inculpado de los cargos en su contra. En ese acto se le hace saber tanto la libertad de no hacer ninguna declaración, como el derecho de ser asistido por un abogado de su elección, o uno de oficio. Mas, si decide declarar, el juez debe recoger sus declaraciones, las cuales, como hemos visto, deben ser brindadas sin juramento de decir verdad.

Más allá que en 1993 se llevaron adelante una serie de reformas del procedimiento que tuvieron por intención morigerar las características inquisitivas del proceso, esas modificaciones sólo alcanzaron, aunque ello no sea poco, a fortalecer la presencia del abogado defensor. No alteraron el carácter ambiguo que, en definitiva, sigue conservando el interrogatorio: el de ser tanto un medio indispensable para reunir las pruebas, como un medio de defensa.

Tal vez, ello sea así, en tanto que, en la legislación francesa, la garantía contra la autoincriminación sigue sin tener, hoy en día, una consagración expresa y autónoma. 

Con posterioridad, y reafirmando el sentido de lo dicho en ese precedente, la Corte señaló que el “… juramento entraña, en verdad, una coacción moral que invalida los dichos expuestos en esa forma, pues no hay duda que exigir juramento al imputado a quien se va a interrogar, constituye una manera de obligarle a declarar en su contra”. De manera que, “la declaración de quien es juzgado por delitos, faltas o contravenciones, debe emanar de la libre voluntad del encausado, quien no debe verse siquiera enfrentado con un problema de conciencia, cual sería colocarlo en la disyuntiva de faltar a su juramento o decir la verdad”.

Las razones de la coincidencia en cuanto a cómo termina siendo entendida la máxima nemo tenetur…se encuentran, en definitiva, al igual que en Francia, en el intento de desterrar una de las condiciones que llevaron al tormento. Esto es: el juramento.

En dicho procedimiento, señala BOVINO, al iniciarse la persecución penal, se explica al imputado el hecho que motiva el proceso y se le pregunta cómo se declara ante éste. Esta audiencia de arraigo, a la que el acusado es llevado después de formulada la acusación en su contra, es la oportunidad que posee para enterarse formalmente de los cargos y manifestar su inocencia o su culpabilidad. No obstante, ella no implica ningún pedido de explicación, manifestación o aclaración sobre el hecho en averiguación.

Durante el desarrollo del juicio, el imputado puede, como recientemente viéramos, decidir si declara o no lo hace. De esta manera, el imputado tampoco es exigido a dar explicación alguna, decidiendo sólo declarar una vez que el fiscal realiza su trabajo, es decir, si considera que hay razones para creer en la hipótesis que lo acusa, una vez que esta hipótesis ha sido demostrada en cierta medida, y no antes de esa ocasión.

De todo ello se deriva que nadie pueda llamar a declarar al imputado en ningún momento, de forma tal que, el ejercicio de su derecho a no declarar no es manifestado expresamente frente al jurado, con lo cual no se halla expuesto a la obligación de expresar que no declara en ejercicio de sus derechos constitucionales.

Estas consecuencias se derivan, en definitiva, de la ley del 16 de marzo de 1878 por la que el Congreso estadounidense permitió, al acusado, el derecho a testificar en los tribunales federales, estableciendo, al mismo tiempo, la regla por la cual la omisión de este derecho no puede crear ningún tipo de presunción en su contra. Esto último ha sido reconocido, en 1965, por la Corte Suprema de dicho país, en el precedente “Griffin v. California”, al establecer que la quinta enmienda prohíbe tanto realizar comentarios por parte del acusador del silencio guardado por el acusado, como que la corte pueda instruir a los jurados en el sentido que ese silencio fuera prueba de su culpabilidad. Así, el Juez DOUGLAS en su voto señaló que permitir comentar el silencio del acusado y autorizar inferencias desfavorables contra éste, quien opta por ejercer su derecho a no declarar, es una rémora del sistema inquisitorial de justicia criminal.

Un año más tarde, la Corte estadounidense resolvió, en “Miranda v. Arizona”, que el interrogatorio realizado por la policía se encontraba abarcado por el privilegio y que un sospechoso, ante esta situación, tenía el derecho al silencio, el que estaba protegido por la quinta Enmienda de su Constitución.

Tal como lo señala HENDLER, la cuestión que se suscita entonces, es respecto de los alcances de la renuncia que el imputado efectúa al optar por declarar. Esto es: si una vez renunciado el derecho a no ser convocado como testigo, está renunciando también el derecho que no se obtengan inferencias por el silencio que pudo haber guardado antes de ello.

En 1976, en el caso “Doyle v. Ohio”, la Corte Suprema estadounidense señaló que el silencio guardado después de recibir las advertencias de “Miranda”, no puede usarse para cuestionar la credibilidad de la declaración posterior, al entender en un caso en que los acusados (de vender marihuana a un agente encubierto) habían guardado silencio al ser arrestados, pero en el juicio declararon y dieron una versión exculpatoria que el fiscal impugnó por medio de repreguntas que el defensor objetó sin éxito.

Se deduce de este precedente que, tanto el privilegio como la prohibición de obtener inferencias, surgen a partir del momento en que el sospechoso es advertido de sus derechos. Asimismo, también se desprende que no sólo en las instrucciones al jurado, y en el alegato al fiscal se prohíben las inferencias, sino que, también, están vedadas en ocasión de que la parte acusadora haga preguntas al acusado.

En 1980, en el caso “Jenkins v. Anderson”, idéntico Tribunal entendió, sin embargo, que el silencio guardado, antes de recibir las advertencias de “Miranda”, es algo que podía ser invocado para cuestionar la credibilidad de su declaración, en tanto que “ninguna acción gubernamental indujo a [Jenkins] a permanecer en silencio antes de su arresto”. De esta manera, admitió las repreguntas del fiscal sobre el silencio del acusado que invocó legítima defensa en el juicio (respecto de un cargo de homicidio), pero que había permanecido rebelde durante las dos semanas siguientes al hecho, conducta que entendía que no se correspondía con esa defensa.

Una conclusión similar fue a la que se arribó en “Fletcher v. Weir”, por la cual se permitió que se realizaran dichas inferencias por más que el silencio ocurriera luego de la detención, en razón de que en aquella oportunidad no se le hicieron saber las advertencias de “Miranda”, más específicamente, el hecho de que su silencio no sería usado en su contra.

Como hemos visto, el “privilegio” se encuentra ampliamente reconocido, con la única excepción de establecer inferencias en el caso de mantener el imputado el silencio, sólo en la circunstancia de no haber sido advertido de sus derechos.

XI. El silencio en el sistema procesal penal inglés [arriba] 

Si bien el sistema procesal penal estadounidense comparte una misma tradición histórica, con el sistema de enjuiciamiento penal británico, lo cierto es que respecto a esta última problemática, la posibilidad de realizar inferencias en contra del imputado, la solución, desde 1994, pareciera que ha pasado a ser distinta.

La Ley de Justicia Criminal y de Orden Público de 1994 (Criminal Justice and Public Order Act 1994) señala, en su sección 35 (apartado segundo y tercero), que el acusado, en el juicio, puede elegir prestar o no declaración, pero que, en el caso de no hacerlo, se pueden realizar inferencias que aparezcan adecuadas a partir de dichas negativas. Lo mismo ocurre en el caso de haberse prestado a declarar y negarse luego a responder cualquier pregunta. El único requisito para que pueda establecerse es que la acusación, con anterioridad, haya incorporado suficiente cantidad de pruebas como para que se dé, claramente, una imputación significativa que deba ser contestada o discutida por la defensa.

Esta Ley (en sus secciones 34 a 37) regula este principio también para otras oportunidades procesales distintas de la etapa de juicio, autorizando, en definitiva, la extracción de inferencias adversas del silencio llevada a cabo por el imputado.

Así, la sección 34 de la Ley permite la extracción de inferencias adversas, cuando un sospechoso no le menciona a la policía durante el interrogatorio un hecho luego invocado por la defensa en el juicio que, bajo las circunstancias del caso, se hubiese esperado del sospechoso que mencionara.

Mientras que, por la sección 36, se autoriza la extracción de conclusiones negativas para el imputado, cuando éste no brinda explicaciones sobre la posesión de objetos o sustancias al momento de ser detenido. Esto puede tener lugar, sólo en la medida en que la policía haya advertido específicamente a la persona sobre la posibilidad de inferencias adversas ante el silencio.

Finalmente, la sección 37 permite idénticas inferencias cuando el acusado no brinda explicaciones acerca de su presencia en el lugar o en el momento en que un hecho delictivo se produjo. Al igual que en el caso anterior, una vez que esta circunstancia haya sido advertida por la policía.

Con anterioridad, la regla establecida disponía que “si una persona acusada no brinda ninguna explicación, la acusación no puede realizar ningún comentario sobre esa circunstancia… El juez podrá, de manera apropiada, realizar un comentario… pero él debe dejar bien claro al jurado que la negativa a testificar no es prueba de culpabilidad y que el acusado tiene el derecho de permanecer callado y es la acusación quien debe probar su caso”.

Las reglas de procedimiento y de la prueba establecían anteriormente que: a) las respuestas a las preguntas formuladas por la policía no podían ser admitidas como pruebas a menos que ellas no estén voluntariamente mencionadas sin opresión o incitación alguna; b) un acusado puede testimoniar en su propio proceso si él y solamente él decide hacerlo; y c) ninguna declaración de culpabilidad puede realizarse del hecho de que una persona haya hecho ejercicio de su derecho al silencio.

Es en este marco que, en 1972, el Criminal Law Revision Committee propuso, por primera vez, algunos de los cambios finalmente adoptados y, cuatro años más tarde, en 1976, Singapur fue el primer gobierno que adoptó estas recomendaciones. Idéntico criterio fue el tomado por el gobierno británico para Irlanda del Norte respecto de aquellos sospechosos de haber actuado en actividades terroristas, por la Ley de Evidencia Criminal (Irlanda del Norte) de 1988 (Criminal Evidence -Northern Ireland- Order 1988).

Tal como lo señalara la Cámara de los Lores, en 1994, en el caso Murray v. Director of Public Prosecutions, la ley dictada ese año vino a alterar la regla que se encontraba establecida en el common law, al decir que “si aspectos de la evidencia tomados individualmente o en combinación con otros hechos claramente llaman a una explicación por la cual el acusado debería estar en una posición de dar, y si una explicación existe, entonces el fracaso en brindar alguna explicación permite, de la misma manera que lo permite el sentido común, realizar una inferencia en cuanto a que no hay ninguna explicación y que el acusado es culpable”.

De alguna manera se ratifica lo dicho cien años antes, en 1892, en el caso Mitchell, al establecerse que “si un cambio es realizado en contra de una persona en su presencia, es razonable de esperar que él o ella inmediatamente lo nieguen, y que la ausencia de ese rechazo es cierta evidencia de admisión por parte de la persona acusada y de la verdad de los cargos. Indudablemente, cuando las personas se encuentran hablando en idénticos términos, y un cargo es realizado, y la persona acusada nada dice, y no expresa indignación y no hace nada para rechazar el cargo, ello es cierta evidencia que muestra que él admite que el cargo es verdadero”.

Tal es el caso, por ejemplo, de lo establecido por la Corte de Apelación, en el caso Bathurst, al aprobar el comentario al jurado en cuanto que “[el acusado] no es legalmente obligado a ir al banquillo de los testigos, nadie lo puede forzar [a hacerlo], pero la carga está en él, y si no lo hace, él corre el riesgo de no ser capaz de probar su caso”.

No obstante todo ello, en el caso Argent, resuelto en 1997, la Corte de Apelación indicó una serie de condiciones formales que deben reunirse antes de realizar inferencias adversas contra el imputado: a) que haya un procedimiento penal contra el acusado; b) que el acusado deje de mencionar un hecho cuando es preguntado con anterioridad a la realización de un cargo; c) el interrogatorio debe estar dirigido a tratar de descubrir cuándo o por quien la ofensa alegada fue cometida; d) en el juicio el acusado debe atenerse a un hecho que no hizo mención a la policía cuando fue preguntado; y e) en las circunstancias existentes al momento del interrogatorio debió haber sido razonable de esperar, por parte del acusado, que mencionara ese hecho.

XII. La posición de la Corte Europea de Derechos Humanos [arriba] 

El artículo 6 de la Convención Europea de Derechos Humanos garantiza de manera genérica el derecho a un juicio justo. Tuvo como antecedente la versión de 1949 del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. La Convención Internacional de Derechos Civiles y Políticos, redactada por ese comité, dispone, en el artículo 14 (3) (g), que toda persona, al determinarse un cargo en su contra, tiene el derecho a “no ser obligado a declarar en su contra o de confesar su culpabilidad”. De allí que, hoy en día, sea aceptado que el artículo 6 de la Convención Europea incluye implícitamente esta prohibición como un precursor necesario de un juicio justo.

Es esta última circunstancia la que se deriva de lo establecido en “Funke v. Francia”, al señalarse que “el derecho de toda persona acusada de una ofensa criminal… es a permanecer en silencio y a no contribuir a incriminarse a sí mismo”, en un caso en que no se había entregado documentación requerida por la aduana francesa.

Con posterioridad, en 1997, en el caso “Saunders v. Reino Unido”, la Corte Europea expandió esta noción, refiriéndose a la legislación que autorizaba a realizar interrogatorios compulsivos en el caso de fraudes fiscales de cierta trascendencia, al establecer que “el derecho a no incriminarse a sí mismo estuvo generalmente reconocido como un estándar internacional que subyace en el corazón de la noción del debido proceso legal bajo la disposición del artículo 6 de la Convención”.

Pero fue en el caso “John Murray v. Reino Unido” en el que tuvo que pronunciarse, respecto de las disposiciones de la Ley de Evidencia Criminal de Irlanda del Norte de 1988.

John Murray había sido arrestado en una casa que pertenecería, por los dichos de un informante, al I.R.A. La policía le denegó, por cuarenta y ocho horas, el acceso a un abogado (amparándose en una de las nuevas leyes de seguridad) y en el transcurso de ese tiempo fue interrogado durante doce oportunidades. En todas ellas, Murray permaneció callado. Idéntico proceder tuvo en el juicio, el cual se llevó adelante sin jurados. En la sentencia que lo condenó, se realizaron inferencias adversas que fundaron su responsabilidad.

Si bien la Corte Europea recordó lo establecido en “Saunders”, en cuanto que el resguardo encuentra un reconocimiento internacional propio de todo proceso penal justo, y que es de por sí evidente que es incompatible con la garantía contra la autoincriminación basar una convicción sola o principalmente en el silencio del acusado o en su negativa a responder preguntas o a entregar evidencia en el juicio, admitió, sin embargo, que esa inmunidad no puede evitar que el silencio del acusado, en situaciones en las cuales claramente está llamado a dar una explicación, sea utilizado en su contra.

De esta manera, la Corte entendió que, en el caso en concreto, las inferencias llevadas a cabo eran, tal como señala el ordenamiento irlandés, “una materia del sentido común” y que no aparecían como injustas o irrazonables en esas circunstancias ante la evidencia reunida en contra de Murray. No obstante, entendió que se había afectado el debido proceso legal en cuanto se le denegó a éste la posibilidad de contar con un abogado defensor en la estación de policía, en tanto se afectan los derechos de todo acusado establecidos en el artículo 6 de mención.

Estas últimas consideraciones permiten afirmar que pocas van a ser las modificaciones que sufra el sistema procesal penal inglés, a pesar de que éste haya incorporado recientemente a su derecho interno la Convención Europea de Derechos Humanos, a través de la sanción de la Ley de Derechos Humanos (Human Rights Act 1998).

XIII. Ahora bien, qué ocurre en nuestro sistema [arriba] 

El artículo 1° del Código Procesal Penal de la Nación establece que “Nadie podrá ser juzgado por otros jueces que los designados de acuerdo con la Constitución y competentes según sus leyes reglamentarias, ni penado sin juicio previo fundado en ley anterior a las disposiciones de esta ley, ni considerado culpable mientras una sentencia firme no desvirtúe la presunción de inocencia de que todo imputado goza, ni perseguido penalmente más de una vez por el mismo hecho”.

La primera parte de esta norma surge del art. 18 de la Constitución Nacional, referido a la garantía del juez natural, al juicio previo y a la ley anterior al hecho del proceso, y como consecuencia del principio de inocencia y del de non bis in idem.

Esos principios, rectores del proceso penal, tienden a regular la función pública represiva; ninguna ley o decisión judicial puede desconocerlos, por el principio de la supremacía constitucional.

La garantía del “non bis in idem” prohíbe la persecución judicial en dos o más oportunidades por un mismo hecho.

Conforme señala Clariá Olmedo [1], para establecer que se está ante un mismo hecho hace falta comprobar la concurrencia de tres identidades: a) de persona; b) de objeto, y c) de causa de la persecución. Si alguna de las tres se encuentra ausente, no se estará en presencia del mismo hecho y será pertinente la persecución.

La palabra “delito” de las constituciones ha sido correctamente reemplazada por “hecho” en los códigos, por cuanto no interesa la calificación legal adoptada sino la hipótesis fáctica. Lo que no se puede es “perseguir penalmente” por un mismo hecho.

El hecho es la materialidad de la conducta con sus elementos objetivos, subjetivos y condicionantes de la imputación, con abstracción de su calificación penal. Es decir, persona, objeto y causa, son las que deben coexistir para la identidad total.

“Eadempersonames la proyección subjetiva. Solo se protege a la misma persona que está siendo perseguida, o cuya persecución concluyó ya por sobreseimiento, absolución o condena firme. Quedan excluidos los posibles partícipes aun no perseguidos, y los imputados cuya persecución haya concluido por pronunciamiento no definitivo: desestimación, archivo, etc.

Eadem re es la proyección objetiva. Se atrapa el hecho en su materialidad sin atender a su significación jurídica; capta el acontecimiento y no el delito; la conducta básica imputada sin atender a las circunstancias. Es intrascendente el distinto encuadramiento penal. Tampoco interesa el grado de participación o delictuosidad, o de desarrollo punible: autor o cómplice; tentativa o consumación.

Eadem causa petendies el elemento causal que pone en juego el agotamiento o no agotamiento de la pretensión deducida. Es cuestión del poder de acción ejercitado, que de nuevo se intenta, con idéntico objeto o imputado. El principio regirá si el caso está pendiente o ha sido decidido pudiendo agotarlo en cuanto al fondo. Si el proceso feneció sin esta decisión por no estar el tribunal en condiciones de pronunciarse legítimamente, el principio no regirá: incompetencia, archivo por impedimento u otra cuestión dilatoria, paralización por irregularidades, etc.” [2]

El principio protege al imputado en favor de quien ha recaído un pronunciamiento jurisdiccional o contra quien existe un proceso pendiente –litispendencia-, pero no podrá ser legado por sus copartícipes, ya que en tal supuesto no habrá identidad de personas.            

La identidad de causa en la persecución es explicada por Clariá Olmedo [3]al señalar que ella está referida a la pretensión jurídica o al derecho de acción ejercitado. Aclara que solo estará prohibida la nueva persecución cuando “el órgano jurisdiccional haya podido conocer del total de la imputación”, aun cuando el contenido fáctico de la imputación no haya sido agotado por la decisión judicial; y concluye en que “no habrá identidad de causa cuando en el primer proceso se ejercitó la acción careciéndose de la posibilidad de hacerlo, o cuando el tribunal que intervino hubiera sido incompetente o careció del poder de ejercitar la jurisdicción”.

Ahora bien, la decisión que desestima la denuncia y ordena el archivo de las actuaciones porque no existe delito, por ser el hecho atípico o porque no se puede proceder, excluye el principio que se trata, porque en esos casos no hubo proceso. Eso implica que la denuncia puede volver a plantearse, aunque solamente si a aquel hecho se agregan otros y circunstancias que, consideradas en general, tipifiquen al tipo penal (CN Crim. Corr., Sala III, 7/5/92, c. 30.508, “Carbona, Hugo”).

Al respecto, señala Alberto M. Binder[4]que el Estado no puede someter a proceso a un imputado dos veces por el mismo hecho, sea en forma simultánea o sucesiva. Es decir, la persona no puede ser sometida a una doble condena ni afrontar el riesgo de ello. Sin embargo, sí puede ser sometida a un segundo proceso si el objeto de este último consiste en revisar la sentencia condenatoria del primero para determinar si es admisible una revocación de esa condena y una absolución.

Lo inadmisible no es la repetición del proceso, sino una doble condena o el riesgo de afrontarla.

Se trata así de una garantía vinculada a la necesidad de que la persecución penal, sólo se pueda poner en marcha una vez. El poder del Estado es tan fuerte que un ciudadano no puede estar sometido a esa amenaza dentro de un Estado de Derecho.

Nuestra Constitución Nacional no incluye esta garantía de un modo expreso. Sin embargo, en el caso de los pactos internacionales de derechos humanos -que forman parte de la legislación vigente en nuestro país-, esta garantía se encuentra expresamente prevista. Así, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (o Pacto San José de Costa Rica), dispone en el art. 8°. 4, que el inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido nuevamente a juicio por los mismos hechos.

También, el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, establece, en su art. 14.7, que nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto en virtud de una sentencia firme y respetuosa de la ley de procedimiento penal de cada país.

Si bien el principio en análisis, goza de un sólido arraigo y se trata de un principio de vigencia universal, se lo aplica con algunas salvedades.

Durante mucho tiempo, el principio general mantenido por la Corte fue que la resolución de Cámara que anulaba un pronunciamiento y disponía que la causa fuera nuevamente juzgada no importaba una violación a la garantía contra el doble juzgamiento. Esto fue lo decidido en “Gómez” (CSJN, Fallos, 299:19).

Nuestra Corte mantuvo por un tiempo el principio por el cual se admitía que una nulidad retrotrajera un proceso a etapas ya superadas, sin lesión a la garantía contra el doble juzgamiento. Así, en el caso “Weissbrod” (Fallos 312:597) la Corte consideró que la sentencia anulada carecía de efecto, por lo que no puede decirse que al dictarse una nueva hubiera dos fallos que juzguen el mismo hecho, pues hay sólo uno que puede considerarse válido.

Con el paso del tiempo, el caso “Mattei” y otras decisiones, contribuyeron a imponerle ciertos límites constitucionales a las facultades de los tribunales de decretar nulidades en el marco del proceso penal. Sobre todo si esas nulidades implican retrotraer el proceso a etapas ya cumplidas del mismo.

De tal forma se puede señalar que el principio del non bis in idemtiene dos efectos concretos en el proceso penal: el primero es la imposibilidad de revisar una sentencia firme en contra del imputado y el segundo, consiste en dar fundamento a la excepción de litis pendencia (como una persona no puede estar sometida a dos procesos por el mismo hecho, puede interponer esta excepción que tiene por finalidad la unificación de los procesos o la suspensión del llevado adelante en contra de esta garantía).

La Constitución Nacional de la República Argentina declara la inviolabilidad de la defensa en juicio de la persona y de los derechos (art. 18 CN).

Es la garantía fundamental que tiene todo ciudadano a defenderse de los cargos que se le realicen en el curso de un proceso penal.

De tal forma, cualquier persona que se le impute la presunta comisión de un hecho punible, está asistida por el derecho de defensa en toda su plenitud. Esto es, desde la existencia de una imputación, desde el primer acto de procedimiento en sentido lato, por vaga e informal que sea la imputación, puede ser ejercido el derecho de defensa. Así se incluye las etapas “preprocesales” o policiales, donde el ciudadano tiene derecho a conocer la imputación que se le formula en su contra y a designar un abogado de la matrícula o un defensor de oficio, que lo asista. O también puede ejercer personalmente la defensa.

La defensa penal no puede evitarse ni impedirse. Proveer de ella a quien no pueda o no quiera ejercitarla, constituye un deber de los órganos del Estado: el nombramiento del defensor de oficio (CSN: Fallos, t. 237, p. 158).

Clariá Olmedo señala algunas manifestaciones irrestrictibles de la defensa del imputado durante todo el desarrollo del proceso penal:

* Su intervención en el proceso, o sea la posibilidad de estar jurídicamente en él como imputado, para hacer valer sus intereses materiales y las garantías formales.

* La posibilidad de declarar cuantas veces quiera, mientras no perturbe el normal desenvolvimiento del proceso.

* La elección de un abogado de su confianza, y la posibilidad de que se le designe el defensor de oficio.

* La posibilidad de ofrecer prueba para confirmar su inocencia o acreditar circunstancias de menor responsabilidad.

* La alegación, para contradecir las pretensiones dirigidas en su contra, a través de informes, interrogatorios a testigos y peritos, entre otras.

También existen otras cuestiones, implícitas en esta garantía, que resultan esenciales para la puesta en marcha del principio que nos ocupa: prohibición del procedimiento de oficio; declaración indagatoria previa al dictado de un auto de procesamiento; sentencia basada en un debate con pleno contradictorio; facultades de impugnación; etc.

El art. 75 inc. 22 de la C.N. otorga jerarquía constitucional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) y al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Estos instrumentos, al estipular las garantías judiciales del imputado (art. 8° y 14° respectivamente), mencionan el derecho a ser oído y a recibir detallada comunicación de la acusación formulada. 

En efecto, en el acto de la declaración indagatoria es donde cobra importancia fundamental esta garantía para el imputado ya que debe ser anoticiado detalladamente del hecho que se le atribuye (cfr. art. 298 del CPPN). 

Maier[5] indica que la base esencial del derecho a defenderse reposa en la posibilidad de expresarse libremente sobre cada uno de los extremos de la imputación (y sus pruebas) -esto es la llamada contradicción-. Que nadie puede defenderse de algo que no conoce y por ello es tan importante hacer saber al imputado de esa acusación, que -para posibilitar esa defensa- debe ser correctamente formulada (detallada, clara, no alcanza con la mera mención el nomen iuris asignado a hecho, etc.). 

La importancia cardinal de este punto, que técnicamente recibe el nombre de la intimación, es remarcada por Pessoa[6] al considerar que aunque el art. 298 al ordenar las llamadas “formalidades previas” del acto de indagatoria no lo haga bajo pena de nulidad, es evidente que si no se le hace saber al acusado el hecho que se le atribuye, dicho acto será nulo por cuanto tal irregularidad está referida a una forma procesal esencial que tiende a preservar la garantía de defensa en juicio.

En nuestro ordenamiento procesal esta necesaria detallada descripción del hecho imputado es requerida también en el auto de procesamiento (art. 306) y en el requerimiento de elevación a juicio del fiscal (art. 347) o, en su caso, en el auto de elevación a juicio del juez (art. 351). Obsérvese que estos últimos dos artículos imponen una “relación clara, precisa y circunstanciada de los hechos”, bajo pena de nulidad.

Ya en la etapa plenaria, y aunque el art. 393 no establece dicho requisito al mencionar el alegato del fiscal, entiendo que en resguardo del derecho de defensa obviamente ese alegato debe ser claro, preciso y circunstanciado de modo de posibilitar una adecuada defensa. Al respecto, Zaffaroni, en el fallo “Quiroga” de la C.S.J.N. -23/12/04- en su voto indicó que “la acusación constituye un bloque indisoluble que se perfecciona en dos momentos procesales distintos: el requerimiento de elevación a juicio, que habilita la jurisdicción del tribunal para abrir el debate y el alegato fiscal solicitando condena, que habilita la jurisdicción del tribunal a fallar”. Por ello es que si el alegato fiscal no estuviera revestido de la precisión requerida, la defensa en su alegato podría solicitar al tribunal su declaración de nulidad, argumentando que aquella imprecisión la priva de ejercer una adecuada defensa. 

Por su parte, el art. 399 establece como requisito de la sentencia: la enunciación del hecho y las circunstancias que hayan sido materia de acusación. Al respecto nuestro más alto tribunal, en relación a un delito culposo, descalificó una sentencia que había omitido describir la conducta considerada como incumplimiento del deber de cuidado y que había responsabilizado a los acusados mediante una mera referencia genérica a una supuesta negligencia (in re “Navarro, Rolando Luis y otros” rta. el 9-8-2001, Fallos 324:2133).

Finalmente, el art. 401 del ordenamiento procesal autoriza al Tribunal a dar al hecho una calificación jurídica distinta a la contenida en la acusación. Y si surgiere del debate que el hecho es distinto del enunciado en el requerimiento o auto de elevación, el Tribunal debe ordenar la remisión al juez competente. No puede juzgar ese hecho distinto. 

Vemos así la importancia de tener claramente acotados los hechos a lo largo de todo el proceso. Aquí es donde entra a jugar el principio de CONGRUENCIA, porque ese hecho (u hechos) es lo que determina el objeto del juicio (objeto procesal). Y debe permanecer inalterable (congruente) a lo largo de todo el iter procesal conformado por sus diversos y progresivos estadios de imputación-intimación-contradicción-prueba-sentencia. Queda claro entonces que este principio es una manifestación fundamental del derecho de defensa. Como refiere Clariá Olmedo, cualquier modificación de la res iudicanda permitida, debe ser debidamente intimada, de lo contrario no podrá integrar el contenido fáctico del fallo. Es decir, la sentencia debe limitar su contenido fáctico al ámbito de la acusación y, en su caso, con las legítimas ampliaciones (prohibición de resolver extra petitum). 

Esto se llama correlación entre acusación y sentencia: la sentencia no puede ampliar ni restringir el supuesto de hecho presentado por el acusador. La ampliación de ese contenido implica actuar ex officio -por falta de excitación de la jurisdicción-. La omisión implica no agotamiento de la res iudicanda. En ambos casos la sentencia será nula. 

Advierte Clariá que la correlación no se trata de un rigorismo matemático; sin que deba recaer sobre los elementos esenciales y realmente influyentes del hecho. 

Por su parte, Vélez Mariconde[7]expresa que entre la acusación intimada (originaria o ampliada), y la sentencia debe mediar una correlación esencial sobre el hecho, la que impide condenar por otro hecho diverso (neestiudex ultra petitapartium). 

Y agrega: el acusador formula una hipótesis fáctica que somete a la consideración del juez, determinando así el objeto procesal concreto. La sentencia debe referirse a ese mismo hecho imputado (o acontecimiento histórico, o asunto de la vida en torno del cual gira el proceso.

No obstante, dicha correlación no atañe a la calificación legal del hecho imputado, por cuanto el art. 401 C.P.P.N. señala que: “En la sentencia, el tribunal podrá dar al hecho una calificación jurídica distinta a la contenida en el auto de remisión a juicio o en el requerimiento fiscal, aunque deba aplicar penas más graves...”). 

Un juicio justo y legítimo, alejado de toda sospecha de arbitrariedad, presupone la posibilidad concreta de poder ejercer el derecho de defensa, y esta debe ser una garantía fundamental por la que debe velar todo Estado de Derecho.

A partir de la reforma de nuestra norma fundamental en el año 1994, se incorporó esta nueva garantía del doble conforme o derecho al recurso por medio del art. 75 inc. 22. Dicho artículo que permitió la incorporación de los dos instrumentos internacionales que expresamente norman este derecho. Me refiero al art. 8. 2. H de la Convención Americana de Derechos Humanos y al art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. En el primero puede leerse: “Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas: derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior”. Y en el segundo se establece: “Toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior, conforme a lo prescrito por la ley”.

Antes de la reforma constitucional y su consecuente incorporación de los pactos mencionados, existían en los diversos ordenamientos procesales de la Argentina recursos contra la sentencia condenatoria, pero estos recursos no gozaban de la jerarquía con que lo hacen en la actualidad y de ese modo lo había entendido la Corte Suprema de Justicia (CSJN, Fallos 260:51): “la doble instancia judicial no reconoce base constituyente”; “la multiplicidad de las instancias judiciales no constituye requisito de naturaleza constitucional” . De tal forma, puede afirmarse que el derecho al recurso era un derecho legal y que dependía de cada jurisdicción la inclusión, o no, en su ordenamiento ritual.

El derecho al recurso, como garantía mínima de juzgamiento integral, integra el concepto de debido proceso, tutela judicial efectiva y acceso a la jurisdicción. Ha tenido amplia recepción jurisprudencial por parte de la CSJN, primero a través del precedente “Giroldi” (CSJN, Fallos: 318:514) y luego en los casos “Casal” (Fallos: 328:3399), “Martínez de Areco” (Fallos:328:3741) y “Rufino Salto” (Fallos 329:530), entre otros.

Como afirma Maier[8]: “en verdad, la discusión, en nuestro país, no pasó por la necesidad de conceder un recurso contra la sentencia…pues, salvo excepciones, siempre procedió un recurso contra la sentencia obtenida después de transcurridos todos los pasos de un proceso de conocimiento…” (CSJN, Fallos 318:514 5 CSJN, Fallos 311:274). La verdadera discusión se dio, entonces, sobre qué debía ser revisado por el superior tribunal de la causa, esto es, se debatía acerca de la única o doble instancia de mérito.

Posteriormente, con la incorporación a nuestro orden constitucional de los Tratados Internacionales citados, el derecho al recurso adquirió supremacía sobre los órdenes internos de cada unidad jurisdiccional y fue interpretado por primera vez como tal por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el precedente “Giroldi” (CSJN, Fallos 318:514) en el cual en primer lugar, se hizo mención a la trascendental importancia que había adquirido el derecho al doble conforme, luego de su consagración constitucional, convirtiendo esta circunstancia al mencionado derecho en una garantía innegable de todo proceso penal, cuya titularidad corresponde solo al imputado.

En segundo lugar, se sostuvo que a diferencia de las circunstancias que habían rodeado el caso “Jáuregui” (Fallos 311:274), precedente inmediato, en el presente “…el Recurso Extraordinario no es un remedio eficaz para la salvaguarda de la garantía de la doble instancia que debe observarse dentro del marco del proceso penal como garantía mínima para toda persona inculpada de delito”.

En un tercer plano, se hizo mención, a la nueva organización del Poder Judicial, producida por la creación de la Cámara Nacional de Casación Penal, mediante la sanción de las leyes 23984 y 24050, a través de las cuales se dejo sentado que este nuevo órgano judicial sería el responsable de conocer “por vía de los recursos de casación e inconstitucionalidad y aún de revisión, de las sentencias que dicten” respecto de su materia competente, tanto los tribunales orales respecto de cualquier delito.

Asimismo, otro punto de inflexión importante que plasmo la Corte, a fin de asegurar el fiel cumplimiento de la garantía de la doble instancia, fue declarar “la invalidez constitucional de la limitación establecida en el artículo 459, inc. 2” del CPPN, “en cuanto veda la admisibilidad del recurso de casación contra las sentencias de los tribunales en lo criminal en razón del monto de la pena”, de lo contrario no solo, no se estaría respetando el derecho al doble conforme sino también se estaría violentado la igualdad ante la ley consagrada en el artículo 16 de nuestra Carta Magna.

Mediante este caso paradigmático a nivel constitucional, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, no deja lugar a dudas de la consagración constitucional del derecho al recurso como una garantía procesal, y manifiesta que la solución adoptada permite: “ desde el punto de vista de las garantías del proceso penal, cumplir acabadamente los compromisos asumidos en materia de derechos humanos por el Estado Nacional a la vez que salvaguarda la inserción institucional de la Cámara Nacional de Casación Penal en el ámbito de la justicia federal…”, señalando así el tema de la responsabilidad internacional que acarrearía el incumplimiento de los Pactos Internacionales, respecto de los cuales, nuestro país expresó su adherencia.

Ahora bien, el derecho al recurso ¿sólo para el imputado? ¿qué ocurre con el rol del Fiscal?

Si damos por hecho que el recurso es un derecho de raigambre constitucional y que el Fiscal tiene como objetivo obtener una sentencia y controlar la legalidad del proceso, la pregunta que se hace es ¿son extensibles al Fiscal los lineamientos vertidos en el caso “Giroldi” en cuanto se declaró la inconstitucionalidad de las limitaciones legales que restringen el recurso de la defensa?

El fallo, “Arteaga” instala el debate sobre los alcances que tiene la garantía del derecho al recurso con relación al Ministerio Público Fiscal, e inevitablemente es necesario preguntarse ¿tiene la víctima, representada por el Fiscal, el mismo derecho al recurso que tiene el imputado? ¿o se trata de una garantía concerniente sólo al acusado?

Recordemos que en el fallo “Arteaga, Julio Ramón s/ recurso de casación”, causa n° 9044, de la Sala III de la Cámara Nacional de Casación Penal resuelta el 23 de abril de 2008, llegó a conocimiento de los jueces de la Cámara de Casación, a raíz del recurso interpuesto por el Fiscal General contra la resolución dictada por el Tribunal Oral en lo Penal Económico n° 3 en cuanto resolvió “Hacer lugar al pedido de excarcelación de Julio Ramón Arteaga, bajo caución real de pesos cincuenta mil ($50.000)”. El Ministerio Público Fiscal basó la procedencia del recurso de casación en el art. 456, inciso segundo del CPPN, el cual reza “Inobservancia de las normas que éste Código establece bajo pena de inadmisibilidad, caducidad o nulidad, siempre que, con excepción de los casos de nulidad absoluta, el recurrente haya reclamado oportunamente la subsanación del defecto, si era posible, o hecho protesta de recurrir en casación”.

Llegado al momento de dictar sentencia la Sala III, resolvió “Declarar mal concedido el recurso de casación interpuesto por el representante del Ministerio Público Fiscal”. El fundamento de dicha resolución se basó en que “el pronunciamiento recurrido no encuadra en las previsiones del art. 457 del CPPN” (voto del Dr. Riggi) como asimismo que “en el caso no existe cuestión federal que habilite la intervención de la Cámara Nacional de Casación Penal” (voto de la Dra. Ledesma).

Es relevante, en lo sustancial, que “en lo atinente a la intervención del Ministerio Público Fiscal, entiendo que no le asiste constitucionalmente el derecho al recurso, establecido en los artículos 8.2 h, CADH y 14.5 PIDCyP (art. 75, inc. 22 CN), conforme expresamente lo señalara la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el precedente Arce. En dicha, oportunidad, se sostuvo que “…la garantía del derecho a recurrir ha sido consagrada sólo en beneficio del inculpado. Cabe concluir, entonces, que tanto el Ministerio Público es un órgano del Estado y no es el sujeto destinatario del beneficio, no se encuentra amparado por la norma con rango constitucional…” (Fallos: 320:2145). Dicha línea interpretativa se corresponde con la postura esbozada en el caso “Giroldi” (Fallos: 318:514), al habilitar la intervención de esta Cámara como tribunal que tiene la función de tutelar la referida garantía sólo a favor del imputado” (voto de la doctora Ledesma).

Como ya lo he precisado en párrafos anteriores, el derecho al recurso encuentra expresa recepción en los arts. 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto San José de Costa Rica), así como también, en el art. 14.5 del Pacto de Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Lo que ha querido el legislador en el ordenamiento procesal moderno es que la sentencia sea un instrumento eficaz, lo más próximo posible a la idea de justicia, para la reintegración del orden jurídico, en cuanto asegura la igualdad de trato para los sometidos a juzgamiento, y a la vez que sea el resultado del estricto cumplimiento de los preceptos rituales fundamentales. Asimismo, el fundamento de este instituto resulta de preservar la observancia de las garantías de la libertad individual y en particular del juicio previo en el cual se asegure la defensa, haciendo efectiva a la verdadera y amplia interpretación de la regla de juicio no sólo previo sino también legal.

Por otra parte, tener la posibilidad de impugnar las resoluciones judiciales es una derivación del derecho de defensa en juicio, dado que implica someter al control de legalidad a diversa cantidad de actos desarrollados por el juzgador que pueda llegar a intervenir durante el desarrollo de la investigación. Ello teniendo en cuenta que en las facultades de intervención acordadas al imputado y a su defensor, puesto que la garantía de hacerse oír en el juicio se refiere a todas las etapas del proceso y es el eje en el cual gira la efectividad de la defensa.

Por lo tanto, las garantías que tenemos en juego son el “derecho al recurso” (derivación o desprendimiento de la garantía del debido proceso penal y de defensa en juicio) y el derecho a la “doble instancia en materia penal”, previstas a través de los arts. 8.2, inciso 2°, (apartado “h”, y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), como así también en el artículo 14.5 del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos (PIDCyP).

Ahora bien, conforme a la función del Fiscal como actor penal público que desarrolla desde el inicio de la pesquisa hasta la sentencia del juicio oral y público y la circunstancia de que se la ejecute incluyendo las posibilidades impugnativas de una sentencia absolutoria. En esta dirección, en la actualidad se le ha dado amplitud sin límite y con total desentendimiento de lo que significa la extensión de dicho requerimiento.

Es por eso, que se le ha dado al Fiscal amplias facultades de recurrir a lo largo de las diversas etapas del proceso, incluyendo la vía extraordinaria.

En este sentido, la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal, resolvió el 10 de julio de 2013, en la causa n° 16664, caratulada “Rajneri, Raúl Norberto s/rec. de casación” lo siguiente: “Si el Fiscal General ante la CFCP declinó fundadamente la pretensión punitiva, por entender que, en el marco de una protesta de contenido social en ejercicio de un derecho constitucional -que no ha puesto en peligro bienes jurídicos ni se ha demostrado que fuera desproporcionada, ya que el corte no fue prolongado y hubo una vía alternativa sin haberse puesto en peligro a bienes ni personas-, corresponde revocar la sentencia recurrida, debiendo estarse al sobreseimiento dictado en primera instancia. El voto concurrente recordó la doctrina CS "Tarifeño" y "Cattonar" y señaló que si el Fiscal General declina la pretensión acusatoria allanándose a lo planteado por la defensa, el juzgador en la etapa recursiva no puede suplantarlo en su rol sin romper el juego del equilibrio entre las partes. La disidencia consideró que el procesamiento dictado por la Cámara Federal de Apelaciones de General Roca, provincia de Río Negro no constituye sentencia definitiva, ni equiparable a tal.”

Estas palabras, contradice la postura que se enfrenta con la naturaleza del derecho a recurrir que, en nuestra Constitución Nacional, solamente está previsto como garantía exclusiva y excluyente del imputado, razón por la cual no sería entendible que se disponga lo mismo para el Estado a través del Fiscal, al que no sólo le compete la protección de garantías, porque ejerce el mayor de los poderes públicos, el de persecución penal con posibilidad de aplicar coerción personal, sino que, por el contrario, lo que necesita es el límite a dicho ejercicio. De esta manera, es un absurdo pensar que lo previsto en resguardo a los intereses del imputado también constituya un derecho para aquel contra quien se establece dicha garantía. En ese sentido, recordemos el fallo “Arce”, dónde consideró válidas las limitaciones legales del art. 458 del CPPN respecto del Ministerio Público Fiscal para recurrir en casación una sentencia condenatoria.

Parecería abusivo reconocer “el derecho al recurso”, por parte del Ministerio Público Fiscal en aquellos casos como éstos, donde no se encuentra afectada ninguna norma constitucional, pues el derecho “al doble conforme” será ejercido exclusivamente por el imputado, quien se encuentra amenazado de perder un derecho reconocido y garantizado por la C.N.

En definitiva no cabria la revisión por el actor penal público, y conforme lo que dispone el art. 120 la CN “promover la actuación de la justicia” del fiscal, pero la misma debiera cesar con la formación de los alegatos y el dictado de la sentencia del juicio oral y público, porque en caso contrario estaríamos comprometiendo la garantía del “non bis in idem” a favor del imputado

Maier sostiene que no hay una posibilidad de que estemos hablando de una garantía bilateral, pues comprende únicamente al imputado, porque de lo contrario “implica la renovación de la persecución penal fracasada, esto es, someter al imputado a una consecuencia judicial menor a la pretendida, a un nuevo (doble) riesgo con relación a la aplicación de la ley penal. Es por ello, que el recurso acusatorio contra la sentencia de los tribunales de juicio representa un “bis in idem” y nuestra legislación constituye una lesión al principio del Estado de Derecho que prohíbe la persecución múltiple.

Sienra Martínez, también niega el recurso del acusador contra la condena, con anclaje en la prohibición de la reformato in peius tomándolo desde un concepto muy amplio, considerar que va mucho más allá de concepción tradicional limitada a regir sólo cuando es el imputado (o el fiscal a su favor) quien ha interpuesto el recurso.

Sin embargo, Díaz Canton explica “la doctrina tradicional de la Corte por ejemplo los casos “Wald”, “Jofre, Hilda” y otros, que asegura a acusador y acusado por igual las garantías de la defensa en juicio y del debido proceso parece olvidar que el diseño constitucional del proceso penal está signado por la necesidad de compensar la desigualdad estructural entre el Estado en el ejercicio del poder penal y el imputado que lo soporta.

Sobre el querellante, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, luego de reconocer que tal instituto no esta previsto en los pactos; recordó que varios sistemas penales de América latina lo consagran, y concluyen que en ellos “el acceso a la jurisdicción por parte de la víctima de un delito…deviene un derecho fundamental del ciudadano” (informes 28/92 y 29/92). En este sentido, es importante concluir que al hallarse contemplado el querellante en nuestra legislación, el instituto emerge, es decir, sube el piso de garantías fijado en los pactos para establecer de tal modo un nuevo y mejor estándar de protección para la víctima del delito, que ya no puede ser revocado. Además el régimen legal le ha conferido al querellante facultad recursiva; de los mismos principios de progresividad, irreversibilidad e interacción entre derecho interno e internacional, se deriva que la víctima que asume el rol de parte en el proceso penal, tendrá derecho al recurso con base constitucional –pues sin control sobre lo que se decida, la “tutela judicial” que se le brindaría podría estar muy lejos de ser efectiva y sólo resulta ilusoria.

En definitiva, el derecho al recurso es una garantía procesal del ciudadano por la tanto el régimen de recursos es bilateral y ampara tanto al imputado –tal cual lo he referido en los párrafos que antecede- como a la víctima.

A través de la interpretación de los tratados de derechos humanos, también nos permite concluir que ese derecho al recurso también ampara a la víctima del delito -como beneficiaria central de la garantía de “tutela judicial efectiva”, en los modelos donde se admite la figura del querellante; o bien de la garantía de doble instancia.

En esa dirección, la decisión de conferir facultad impugnativa, ya no es consecuencia de una libre elección del legislador, sino de una imposición de diseño normativo derivada de las garantías de “doble instancia” y “tutela judicial efectiva” –contenidas en los pactos de derechos humanos constitucionalizados e interpretadas bajo las directrices fijadas por el derecho internacional de derechos humanos –por ejemplo los aludidos principios de progresividad, irreversibilidad e interacción-).

De esta manera, a través de varios fallos de la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal, establecen “No se advierte obstáculo legal para que la querella participe en el proceso penal en forma autónoma, impulsando el proceso -y no la acción pública- en soledad durante la instrucción, ejerciendo el derecho a peticionar y ser oído por el Poder Judicial, en la medida que la jurisdicción se encuentre habilitada legalmente a través del impulso de la acción penal pública o el inicio de la causa por prevención. En estos casos, en que la acción penal pública se encuentra oportuna y legalmente instada por las agencias del Estado habilitadas al efecto, no se aprecia impedimento alguno para que el querellante persista en su intención -ofreciendo pruebas y formulando requerimientos- de impulsar el proceso para obtener una sentencia que satisfaga sus intereses. Ello aún cuando el Ministerio Público Fiscal decline su pretensión punitiva durante el curso de la instrucción. De no ser así, se estaría privando formalmente al querellante, a quien la ley le reconoce personería para actuar en juicio y, por lo tanto, se encuentra alcanzado por la garantía del debido proceso legal, de su legítimo interés de obtener un pronunciamiento judicial útil relativo a sus derechos. La inteligencia que aquí se expresa, no implica afectación de la exclusiva potestad del Estado de perseguir penalmente los delitos de acción pública que la ley material le confiere (art. 71 CP), ya que dicha potestad se mantiene inalterable y se manifiesta en el proceso penal a través del dominio absoluto del Estado en el impulso de la acción penal pública necesario para excitar la actuación del órgano jurisdiccional en la persecución penal. La autonomía de actuación que aquí se le reconoce al querellante se limita al impulso del proceso que sólo se ve condicionada al previo y regular impulso de la acción penal pública por parte del fiscal o los órganos de seguridad actuando en prevención. El voto concurrente agregó que la parte querellante además de contar la posibilidad de impulsar el proceso represivo, en soledad, también puede, instar la acción penal pública” (ver: causa n° 12858, caratulada, “Wainberg, Elizabeth Viviana s/recurso de casación”, rta. 27/05/2013).

De igual manera, se resolvió el 26 de abril de 2013, en la causa n° 15715, caratulada “Imeroni, Félix Pedro y otro s/recurso de casación” en el que se expidieron “Si según doctrina de la Corte Suprema, el acusador privado cuenta con la autonomía necesaria para requerir y obtener una sentencia condenatoria, esta doctrina judicial vigente implica razonablemente que se encuentra habilitado a impulsar el proceso desde el comienzo de una causa penal, o en la etapa de juicio, sin que sea necesario el impulso del Ministerio Público Fiscal. Si el pretenso querellante habría subsanado la falta de representación que motivó el rechazo de las presentaciones en las anteriores instancias, esta nueva situación - la presentación del presunto poder habilitante para querellar al momento de la interposición del recurso de casación- debe ser tenida en cuenta por el a quo para analizar y resolver nuevamente la solicitud defensista de ser tenido por parte querellante y dar respuesta a su vez, si procediera habilitar su actuación, al fondo de la cuestión, referida a la desestimación de la denuncia por inexistencia de delito. La disidencia sostuvo que al no encontrarse habilitada la jurisdicción en la causa por ausencia de impulso de la acción penal pública del Ministerio Público Fiscal, la decisión impugnada no acarrea perjuicio alguno, pues el pretenso querellante no podría impulsar el proceso en soledad”.

Como así también, la Sala II de la Cámara Federa de Casación, resolvió el 12 de julio de 2013, en la causa n° 14398, caratulada “Blitzer, Leonardo Carlos s/ recurso de casación” que “El querellante se encuentra legitimado para impulsar el proceso en solitario desde el comienzo de la causa penal, o para continuar de igual modo en la etapa de juicio, sin que sea necesario, a tal efecto, el acompañamiento del Ministerio Público Fiscal como acusador -aunque debe preservarse su participación como parte necesaria-, por lo que no puede ser apartado. La disidencia sostuvo que en los delitos de acción pública su impulso corresponde indudablemente al fiscal, no siendo posible que el querellante participe sin la presencia de aquél.

De esta manera, el derecho al recurso esta cambiando de paradigma no sólo se le reconoce al Ministerio Público Fiscal aquella facultad, sino que además, la víctima tiene un derecho reconocido por el Estado. Es así, que el nuevo Código Procesal Penal de la Nación tendrá un arduo camino por recorrer en beneficio del ciudadano.

 

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[1] Clariá Olmedo, Jorge. Derecho Procesal Penal. T. I, p. 250
[2] Clariá Olmedo, Jorge. Derecho Procesal Penal. T. I, p. 252
[3] Clariá Olmedo, Jorge. Derecho Procesal Penal. T. I, p. 253
[4] ALBERTO BINDER “Introducción al Derecho Procesal Penal”, Ed. Ad-Hoc, 1993, pág. 154
[5] JULIO MAIER “Derecho Procesal Penal. I- Fundamentos” Editores del Puerto, 2002
[6] NELSON PESSOA “La Nulidad en el Proceso Penal”, Mario A. Viera Editor, 1997, págs. 21, 29/31 y 39/40. 
[7] Alfredo Vélez Mariconde “Derecho Procesal Penal” T. II, Marcos Lerner Editora, 3° edición, 2da. Reimpresión, 1986, pg. 233/234.
[8] Maier, Julio B. J., Derecho Procesal Penal Argentino, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, t. I, p. 511