JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Contornos normativos globales en materia de drogas. Una breve aproximación
Autor:Finocchiaro, Enzo
País:
Argentina
Publicación:Colección Doctrina - Editorial Jusbaires - Tenencia y Tráfico de Estupefacientes. Comentarios a la Ley N° 23.737
Fecha:14-07-2021 Cita:IJ-II-LXXIII-791
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Introducción
El contexto y el camino. Antecedentes remotos. Las drogas
El opio. El primer tratado internacional.4 Las Convenciones de 1912 y 1925
La Sociedad de las Naciones y las drogas. Avances y retrocesos
Naciones Unidas y las drogas. Una nueva luz de esperanza
La Convención Única de 1961
El Protocolo de 1972
El Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas de 1971. La Estrategia de 1981 y la Convención de 1987
La Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas de 1988. Los grupos criminales como foco de preocupación
Argentina y su legislación de control de drogas
La desfederalización. Las drogas, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Notas

Contornos normativos globales en materia de drogas

Una breve aproximación

Enzo Finocchiaro*

Introducción [arriba] 

La relación de las drogas con el ser humano es casi tan antigua como la Humanidad misma. Sea por recreación, magia, farmacopea o religión, el Hombre siempre necesitó relacionarse con sustancias que lo eleven, lo depriman, lo saquen de la realidad, lo curen e incluso, lo maten. Mucho y muy bueno se ha escrito al respecto, y no es tarea de este opúsculo discurrir sobre aquellos aspectos.1

Claro está, dada la polémica relación que hemos mencionado en el párrafo antecedente, y los efectos que esto ha tenido en las relaciones e instituciones humanas, ha sido necesario regularla. En este trabajo haremos un muy breve recorrido por la evolución normativa internacional respecto a las drogas.

¿Qué entendemos por droga? Según nos dice el conjunto de tratados internacionales que hemos de analizar seguidamente, es un término de uso variado que en medicina se refiere a toda sustancia con potencial para prevenir o curar una enfermedad. En nuestro día a día, son las sustancias psicoactivas –aquellas que generan algún estímulo en la psiquis– y, a menudo, de forma aún más concreta, a las drogas ilegales. La mayoría de los autores señalan que el concepto es adecuado para referirse a una sustancia usada sin fines terapéuticos, autoadministrada y con potencial de abuso o dependencia, o que produce placer.

Aunque parezca extraño, y tomando lo anterior como parámetro, las drogas más consumidas del mundo son el alcohol, la nicotina y la cafeína, legales en la gran mayoría de países, además de otras sustancias generalmente ilegales como derivados de los opiáceos y las anfetaminas.

Con la licencia literaria que nos ha de conceder el lector, aquí nos referiremos a drogas como sustancias estupefacientes entorpecedoras de la psiquis.

Previo a iniciar el análisis, advertimos al lector que lo que sigue son solo pinceladas de un dibujo mucho más complejo que el libelo que sigue, apenas un muestrario de lo que le fue sucediendo al mundo en nuestro tópico. No es tónica de este trabajo profundizar, contándose para ello con gran y profusa literatura temática, a la que remitimos desde este mismo momento, sabiendo disculparnos por la superficialidad.

El contexto y el camino. Antecedentes remotos. Las drogas [arriba] 

No es posible entender un desarrollo normativo, sin el contexto sociopolítico en el que este se desenvuelve. Solo así es posible entender algunos de los procesos normativos y su velocidad, en determinados momentos de la historia. Hacer un mero racconto de tratados, convenciones y pactos, es inocuo y fútil a la hora de un correcto análisis comparado.

En este sentido, es útil recordar que aquella necesidad que nombráramos al iniciar el trabajo despertó desde antaño el interés por controlar su producción, su compraventa y su producido, teniendo siempre como norte las grandes cantidades de efectivo que dejaba, por un lado, y las grandes cantidades de adictos que producía, por el otro. En vista de ello, los centros productores de drogas siempre estuvieron en la mira de las grandes potencias, llegando a generar conflictos globales por dicho monopolio. Así, quien controlara las drogas, tendría un ejército poblacional cautivo a su merced, y enormes cantidades de dinero a su disposición. Esto, a la fecha, no ha variado, y comprender esta tónica es vital.

Las drogas vienen siendo utilizadas desde los albores mismos de la Humanidad, siendo esto documentado a la par de la evolución de las civilizaciones. Escohotado nos cuenta que el cannabis ya era utilizado en el año 4000 a. C. en Asia central y el noroeste de China. En uno de los cuatro libros sagrados hindúes, el Atharva Veda, que data del año 1400 a. C., se menciona al cannabis, determinando que llegó a Oriente medio a principios del primer milenio antes de Cristo, a África en el siglo XI y al continente americano –contrariamente a lo que se cree– en el siglo XIX.

Por su parte, históricamente, el cultivo y el uso de la hoja de coca se concentraba en la región andina, donde apareció en el año 3000 a. C. Para cuando arribaron los españoles a América, el cultivo y el consumo de la hoja de coca ya se había extendido a todo el continente.

Para la Edad Antigua, las drogas se utilizaban con fines médicos o como parte de rituales religiosos (opio, cannabis, coca y varias plantas con propiedades alucinógenas), limitando su acceso a las castas sociales más elevadas.

En la Edad Media europea, el uso recreativo de las sustancias psicoactivas estaba seriamente limitado, ya que la Inquisición las relacionaba con la brujería y la herejía.2

Al opio y al cannabis, drogas de origen natural, se sumó el descubrimiento de un alcaloide derivado de las hojas de la coca andina, la cocaína, por parte del químico alemán Albert Niemann, quien en 1860 fue el primero en documentar adecuadamente en la literatura científica el proceso de extracción de polvo de cocaína pura de las hojas de aquella planta americana. Ese avance permitió la producción industrial, que se inició en Europa (en Alemania y, posteriormente, en Países Bajos y Suiza), y luego en América del Norte (en particular, en los Estados Unidos). Su elaboración se extendió a América del Sur (en especial a Perú, con la ayuda de científicos alemanes) y a Japón. Tampoco colaboró el trabajo de Sigmund Freud, publicado en 1884, con el título “Über Coca”, que adquirió una inusitada popularidad y ensalzaba las numerosas propiedades beneficiosas de la cocaína, presentando la sustancia como una panacea médica prácticamente sin efectos secundarios o peligro de adicción.3

De hecho, en los decenios de 1880 y 1890, los Estados Unidos sufrieron su primera epidemia de cocaína, creyéndose por entonces que la cocaína era eficaz como tónico paliativo contra la sinusitis y la rinitis polínica, y se suponía que era una cura para la adicción al opio, la morfina y el alcohol, así como un anestésico. Para 1914 la totalidad de los cuarenta y ocho Estados había adoptado algún tipo de legislación en materia de fiscalización de drogas, aunque, por sí solas, esas leyes no fueron suficientes para controlar el comercio y el consumo, y había muchas formas de eludir su cumplimiento.

El opio. El primer tratado internacional.4 Las Convenciones de 1912 y 1925 [arriba] 

El opio fue quizás la droga que mayor problema generó en los albores de la modernidad, llegando a desatar guerras y sangrías poblacionales como ninguna otra. Todo se inicia, paradójicamente, alrededor de una planta de la que ya hablaban sumerios, babilonios y egipcios, que en su mayor etapa evolutiva alcanza el metro y medio de altura, denominada “adormidera”, y que al ser cortada exuda un látex comúnmente llamado opium u opio.5 Son aquellos últimos, los médicos egipcios, quienes descubren sus propiedades analgésicas y anestésicas. Los romanos, por su parte, comienzan a utilizarlo como sustancia controlada y commodity, y transmitieron su importancia a los árabes y de estos, a los chinos.6

Es en China donde el opio logra convertirse en moneda de cambio, despertando el interés de los colonizadores ingleses, portugueses, franceses y norteamericanos, que habían llegado en masa al lejano oriente a partir del siglo XVI. Ya por entonces, la adictividad de la droga era problemática, así como sus propiedades médicas sobresalientes para tratar a la mayoría de las enfermedades graves (que por aquellos tiempos eran mortales).7

Luego del establecimiento de las colonias portuguesas de Goa, en India, de Macao, al sur de China, y de las Filipinas españolas, se desató a gran escala el comercio directo entre China y Europa. Si bien los chinos intentaron limitar el acceso a sus puertos y evitaban que los europeos entraran al imperio, no pudieron impedir el tráfico de opio, que era introducido por los ingleses, proveniente de la Mesopotamia, a cambio de la seda, el té y la porcelana.8 Para 1829 el número de adictos fue tal, que el Emperador Daoguang debió prohibir la venta y el consumo de opio y ordenó perseguir a los funcionarios chinos corruptos que dejaban ingresar opio al imperio. Para 1865 el tráfico de opio había generado tantas ganancias que en Shanghái –el centro financiero chino– debió crearse un banco para administrar ese producido.9

Las tensiones entre Europa y China por el opio generaron dos conflictos bélicos (denominados “Guerras del Opio”), entre 1839 y 1842 –la primera– y 1856 y 1860 –la segunda–, que resultaron en derrotas para China, debiendo firmar los conocidos “tratados desiguales”, de los que nacieron la colonia británica de Hong Kong, la apertura de los puertos chinos al comercio inglés, la restauración del comercio legal del opio y el permiso y la protección militar para que los evangelizadores cristianos pudieran introducirse en la cultura oriental. Portugal también aprovechó la debilidad china, y se anexionó la colonia de Macao, en el sur del país.

Para inicios del siglo XX la presión internacional sobre Gran Bretaña –motivada por cuestiones económicas– generó el establecimiento en Shanghái de la Comisión Internacional del Opio (IOC), en febrero de 1909. Dicha comisión era integrada por 13 países y merced al empuje norteamericano, el 23 de enero de 1912, en La Haya se firmó la Convención Internacional del Opio, siendo este el primer tratado sobre control de drogas. Para entonces, el opio y sus derivados, la morfina y la heroína, se llevaban casi tantos muertos como los conflictos bélicos, muchos de los cuales también eran consecuencia de decidir quién detentaba el control y tráfico de esas drogas.10

La Convención, como la mayoría de los instrumentos creados al amparo de la Sociedad de las Naciones –antecesora de la ONU–, eran tratados internacionales declarativos; es decir, contenían normas que intentaban declamar situaciones y regularlas, antes que prohibirlas o sancionarlas, pues por entonces aún regía en el Derecho Internacional la idea de que las naciones eran pares, que no cedían su soberanía y que, menos aún, podían prohibirse conductas o sancionarse entre ellas.11 Sucede que el descalabro social que generaban las drogas ya era tal, que la Comunidad Internacional debió ponerse a trabajar. Para dar un ejemplo al lector, la Convención acordaba que

… los países firmantes deben realizar sus mejores esfuerzos para controlar, o para incitar al control, de todas las personas que fabriquen, importen, vendan, distribuyan y exporten morfina, cocaína, y sus respectivos derivados, así como los respectivos locales donde esas personas ejercen esa industria o comercio.

Así, el objetivo real de aquel primer tratado era moderar los excesos del libre comercio, imponiendo algunas restricciones sobre las exportaciones, aunque omitieron declarar la ilegalidad del consumo de drogas o su cultivo, y mucho menos de aplicar sanciones por ello. Así, las disposiciones para los opiáceos, la cocaína y el cannabis no entrañaban la criminalización de las sustancias en sí, ni de sus consumidores o productores de la materia prima, sino una advertencia para las potencias. Esto hizo que Estados Unidos y China, que reclamaban prohibiciones y sanciones, abandonaran la Comisión y denunciaran el tratado. A pesar de ello, ambos países incorporaron la Convención a su legislación interna. Para 1919, con la inclusión en el Tratado de Versalles, la Convención tuvo validez de tratado internacional.

Para 1923, la IOC planteó la necesidad de una revisión de la Convención de 1912 –quizás intentando atraer nuevamente a norteamericanos y chinos, y ante las necesidades de India y Egipto–. Así, el 19 de febrero de 1925, se firmó una segunda Convención Internacional –que técnicamente es solo una revisión de la anterior– donde se crea el Comité Central Permanente del Opio –un organismo centralizador de estadísticas que dependía del Secretariado de la Sociedad de las Naciones–. Allí, entre otras cosas, a iniciativa de egipcios e indios, se desechó la idea norteamericana de prohibir la producción, venta y tráfico de hachís/cannabis con fines nocivos, que no sea de uso estrictamente medicinal y/o científico. Ya por entonces, países enteros centraban su economía en la explotación primaria en esos recursos, y por ello dificultaban las prohibiciones y regulaciones. El beneficio económico era tal, que resultaba imposible reemplazarlo, algo que aún hoy subsiste.

Cabe recordar que entre 1920 y 1933 Estados Unidos –potencia y quizás uno de los países que históricamente llevó la voz cantante en el control y combate de drogas– había decretado la vigencia de la “Ley seca”, bagaje normativo a través del cual se encontraba prohibida la producción, venta, transporte y tenencia de “alcohol embriagante”.12 De hecho, sus representantes diplomáticos en Shanghái –sede de la IOC– intentaron introducir parte del texto de aquella legislación prohibitiva en la revisión de la Convención, algo que no lograron gracias a la negativa de las potencias europeas que tenían colonias orientales y la consecuente explotación de sus recursos.

La Sociedad de las Naciones y las drogas. Avances y retrocesos [arriba] 13

El Acuerdo de 1925. La Convención de 1912 y su revisión

El 11 de febrero de 1925 se firmó en Ginebra, Suiza, el “Acuerdo concerniente a la preparación, el comercio interior y el uso del opio preparado”, que entró en vigor el 28 de julio de 1926.14 Centrado en los países productores de opio, afirmaba que “los firmantes estaban plenamente decididos a lograr la supresión gradual y efectiva de la fabricación, el comercio interior y el uso del opio preparado”.

En el artículo I del Acuerdo, se estipulaba que, “a excepción de la venta al por menor, la importación, venta y distribución de opio serían monopolio del gobierno, que tendría el derecho exclusivo de importar, vender o distribuir opio, derecho cuya transferencia, concesión o delegación se prohibía específicamente”. Por su parte, en el artículo II se prohibía la venta de opio a menores, y en el artículo III, la entrada de menores a los fumaderos. En el artículo IV se exigía a los gobiernos que limitaran en la mayor medida posible el número de fumaderos y locales de venta de opio al por menor. En los artículos V y VI se reglamentaba la exportación y el transporte de opio. En el artículo VII se exhortaba a los gobiernos a desalentar el uso de opio a través de la educación institucional, la literatura y otros medios.

Asimismo, y como ya dijéramos en el punto anterior, para 1925 se firmó una modificación de la Convención de 1912.

Sin embargo, los problemas superaron –una vez más– a las soluciones. La falta de universalidad en los acuerdos echó por tierra el viejo anhelo chino. Persia y otros Estados comenzaron a llenar el vacío que había dejado la salida de la India del mercado. Mientras las potencias de Europa presionaban a los laboratorios para que se controlen y limiten, varios de estos “emprendimientos” se trasladaban a países no firmantes, y así intentaban evadir los controles. Para peor, la crisis económica mundial del decenio de 1920 complicó todo, y era complejo negarles a países muy vulnerables la posibilidad de subsistencia mediante la exportación de aquellas nocivas materias primas. Era evidente que se necesitaba un avance en la normativa internacional de control.

La Convención de 1931. Los otros pactos

Así, el 13 de julio de 1931 se firmó en Ginebra la Convención para limitar la fabricación y reglamentar la distribución de estupefacientes, que entró en vigor en julio de 1933, tras su ratificación por los cuarenta Estados necesarios, llegándose a las 67 ratificaciones, entre los que se encontraban los principales productores de drogas del mundo (Alemania, Australia, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Países Bajos, Suiza, la Unión Soviética, entre otros).

Este tratado introdujo un sistema de estimaciones obligatorias, que debían efectuar los propios países productores, a fin de limitar la fabricación mundial de drogas a las cantidades necesarias para fines médicos y científicos, y constituyó un Órgano de Fiscalización de Estupefacientes, para seguir de cerca el funcionamiento del sistema.

El quid del tratado está en el párrafo 1 del artículo 6 del capítulo III, titulado “Limitación de la fabricación”:

No se fabricará en ningún país o territorio en el curso de cualquier año, cantidades de cualquiera “droga”, superiores al total de las cantidades siguientes:

a. La cantidad necesaria, dentro de los límites de los presupuestos para ese país o territorio, para ser utilizada como tal para sus necesidades médicas y científicas;

b. La cantidad necesaria, […], para fines de transformación, tanto para el consumo interior como para la exportación;

c. La cantidad que podrá ser necesaria para ese país o ese territorio, para la ejecución, en el curso del año, de los pedidos destinados a la exportación y hechos de acuerdo con las disposiciones de esta Convención;

d. La cantidad […] necesaria […] para conservar los stocks de reserva;

e. La cantidad eventualmente necesaria para conservar los stocks del Estado.

En el párrafo 2 se establece que “si al final de un año, una Alta Parte contratante comprueba que la cantidad fabricada sobrepasa al total de las cantidades especificadas arriba, […] dicho excedente se deducirá de la cantidad que deba fabricarse en el curso del siguiente año”.

Como ya expusiéramos, se confirió el control a un nuevo organismo, el Órgano de Fiscalización de Estupefacientes, que, teóricamente, debía ocuparse de evaluar constantemente el cumplimiento de los estándares que fija la Convención y de recopilar y analizar la estadística que enviaban los miembros. La idea básica era que este órgano fuera el contralor global de las drogas. Cabe señalar al lector que el Órgano era dominado por Estados Unidos, que intentaba evitar el ya creado y vigente Comité Central Permanente del Opio, y el consecuente reconocimiento de la Sociedad de Naciones en la esfera de la fiscalización internacional de drogas.

Pero quizás el mayor logro, retrospectivamente hablando, de la Convención de 1931, fue la creación del concepto de “lista de drogas” y el encuadramiento allí de todos los estupefacientes y sustancias psicotrópicas existentes, algo que hoy se aplica y rige como algo fundamental y se mantiene casi incólume. En aquella primera concepción se establecieron tres niveles de control de estupefacientes en base a dos criterios: a) la peligrosidad (concepto elaborado sobre la base de su adictividad y al riesgo de desordenar conductas individuales) que presenta una droga en concreto, y b) el grado en que la droga se emplea con fines médicos o científicos.

En el primer grupo, el más severamente controlado, se encontraban las drogas con fabricación limitada, comercio controlado y exportación controlada. Allí estaban la cocaína, la diacetilmorfina (heroína) y la morfina. En el segundo grupo se hallaban la codeína y la dionina, sujetas a medidas menos estrictas, en el sentido de que las limitaciones a su fabricación eran menos exigentes y su distribución era un tanto más libre que en el caso de otras drogas.

El conjunto normativo integrado por la Convención del Opio (1912 y 1925) y la Convención de 1931 fue el primer estándar internacional en materia de drogas y logró grandes avances, como instaurar los primeros organismos de control, limitar sustantivamente la producción, comercio y transporte de sustancias y elaborar el primer grupo de listas de sustancias prohibidas y controladas, lo que permitió llegar a niveles casi ideales.15 Lamentablemente, para fines de 1933, el fin de la Ley Seca norteamericana dio rienda suelta a la proliferación de nuevos negocios para que los grupos criminales organizados que se habían gestado durante la prohibición buscaran nuevos horizontes, encontrando en la heroína y la prostitución los candidatos ideales para el lucro. Marsella, Tánger y Beirut aparecieron como centros globales de comercio de drogas y mujeres. La heroína era producida por empresas farmacéuticas francesas y suizas, introducida por esos puertos en forma solapada y destinada al cercano y medio Oriente (Alejandría o Beirut), en el Lejano Oriente (Shanghái) y, en cooperación con la mafia estadounidense, en Nueva York y Chicago. Dado que aún no se encontraba prohibida, los centros de distribución de heroína se ubicaban bajo el ala de empresas legítimas, que tenían sede en París, Zúrich, Hamburgo, Praga y Viena. Con la vigencia de las listas y los controles previstos por la Convención de 1931, el centro de intercambio pasó a ser Estambul y Persia. El opio de ambos sirvió para alimentar por años al mundo de heroína. El remanente era enviado a China por grupos nacionalistas japoneses.

El descontrol que comenzaba a evidenciarse intentó ser contenido con la entrada en vigencia del Convención para limitar la fabricación y reglamentar la distribución de estupefacientes, sancionada en julio de 1931 en Ginebra, y que entró en vigor en julio de 1933. Allí participaron los plenipotenciarios de la mayoría de los países centrales; entre ellos, destacaban John K. Caldwell, del Departamento de Estado norteamericano y Harry J. Anslinger, Comisario de Drogas Estupefacientes de EE. UU. y uno de los adalides históricos de la lucha contra las drogas. Como nota de color, Argentina participó de dicha conferencia y fue parte firmante de la Convención, enviando al efecto al Embajador argentino en Italia, Fernando Pérez.16 Firmaron el tratado 43 naciones. Al igual que su antecesora, estableció dos grupos y dos subgrupos de drogas. En el primer grupo estaban la cocaína, la morfina y la heroína. En el segundo, los derivados de la morfina y la heroína y sus sales, éteres y ésteres.

Este tratado, firmado al amparo de la Sociedad de Naciones, retomaba el rol central del Comité Central Permanente del Opio, centralizando la información sobre las drogas, estableciendo los límites de fabricación, por encima de los cuales estaba prohibida. En el artículo 10 de la Convención, se prohibía la exportación de heroína y sus derivados, salvo que un determinado país precise dicha droga y la solicite al Comité Central. El artículo 11 limitaba el comercio de opio, sus fenantrenos y derivados, a lo estrictamente medicinal y necesario. Finalmente, y en lo que aquí interesa, el artículo 15 establecía el norte normativo:

Las Altas Partes Contratantes tomarán todas las medidas de carácter legislativo u otras, que fueren necesarias para que se cumplan en sus territorios las disposiciones de esta Convención. Las Altas Partes Contratantes establecerán, si no lo hubieren hecho ya, una administración especial que tenga por misión:

f. Aplicar las disposiciones de la presente Convención;

g. Reglamentar, vigilar y controlar el comercio de drogas;

h. Organizar la lucha contra la toxicomanía, tomando todas las medidas útiles para evitar el desarrollo del tráfico ilícito y combatirlo.

Por su parte, el opio seguía haciendo estragos en el Lejano Oriente, y por ello se sancionó, en noviembre de 1931, en Bangkok, Tailandia, el “Acuerdo para la supresión del hábito de fumar opio en el Lejano Oriente”, vigente desde abril de 1937. La idea era, paulatinamente, ir desterrando el hábito del consumo y los fumaderos, que se habían convertido, particularmente en Siam, en lugares de reunión de mafias y criminales. Como se observa, por aquel entonces el énfasis principal no estaba aún en la producción y el exterminio de las plantaciones de donde salen los estupefacientes y en la persecución penal de los traficantes, sino en el control del consumo y en la rehabilitación de los adictos. Nadie tocaba a la “industria”, que movía millones.

La Convención de 1936

Dada la superación del esquema de control que hemos señalado en el punto anterior, y de la caída de su posición dominante, la Sociedad de Naciones convocó una conferencia en junio de 1936 en Ginebra, cuyo resultado principal fue el Convenio para la supresión del tráfico ilícito de drogas nocivas, firmada ese mismo año, en esa misma ciudad, y que entró en vigor en octubre de 1939. Este fue el primer tratado que se enfocó en el tráfico de drogas, dejando de lado a consumidores y adictos. En este tratado se comenzó a tipificar algunas conductas como infracciones penales internacionales. Así, dice el artículo 2 del Convenio:

Cada una de las Altas Partes contratantes se obliga a dictar las disposiciones legislativas necesarias para castigar severamente y especialmente con prisión u otras penas de privación de libertad, los delitos siguientes:

a. La fabricación, la transformación, la extracción, la preparación, la posesión, la oferta, el ofrecimiento de venta, la distribución, la compra, la venta, la cesión o cualquier título, el corretaje, la importación y la exportación de estupefacientes contrarias a las estipulaciones de las Convenciones mencionadas;

b. La participación internacional en los hechos enumerados en este artículo;

c. La asociación o el entendido para realizar uno de los hechos arriba mencionados;

d. Las tentativas y, en las condiciones previstas por la ley nacional, los actos preparatorios.

Asimismo, el Convenio de 1936 fue el primero en abordar las cuestiones de colaboración internacional, de extradición y de persecución transfronteriza en cuestiones de tráfico de drogas. Nuevamente, la falta de apoyo internacional de países decisivos, como Estados Unidos –que seguía reacio a apoyar iniciativas que surgieran del seno de la Sociedad de Naciones–, Japón o Alemania –que caminaban por la vereda opuesta y pronto le declararían la guerra a varias de las potencias– hicieron naufragar la suerte de este tratado señero y proactivo a la hora de combatir el tráfico de drogas.17

Ya desatada la Segunda Guerra Mundial, poco fue lo que se hizo en pro de la temática, dado que la diplomacia se encontraba abocada a temas bélicos y sus derivados. Solo diremos que para 1940, la mayoría de las instituciones encargadas del control internacional de drogas funcionaba de hecho en los Estados Unidos, pese a mantener sus sedes oficiales en China y en Suiza (el Comité Consultivo sobre el Opio se trasladó a Princeton y el Comité Central Permanente del Opio y el Órgano de Fiscalización, a Washington, DC).

Naciones Unidas y las drogas. Una nueva luz de esperanza [arriba] 

La Segunda Guerra Mundial supuso un cambio total, tanto a nivel político, como jurídico y social. El combate contra las drogas no fue la excepción, y a la par que el mundo descubría nuevas drogas sintéticas (como la metadona o el demerol)18 también cambiaría el prisma de control y prohibición, evidenciando que el paradigma anterior de “tolerancia controlada” se hallaba sobrepasado y agotado.

Para 1946, la Organización de las Naciones Unidas se hallaba plenamente en funcionamiento, y tomó la temática de las drogas como uno de sus ejes fundamentales, estableciendo al efecto una “Comisión de Estupefacientes”, que dependía directamente del Secretario General y que vino a suplantar a los anteriores organismos de control que dependían de la Sociedad de Naciones. Dicha Comisión, enterada de que sería difícil modificar las convenciones existentes (téngase presente el estado altamente precario en el que había quedado la diplomacia de posguerra), elaboró un protocolo autónomo, en virtud del cual los Estados sometían a las sustancias creadas desde entonces a las mismas disposiciones existentes aplicables a las opiáceas. Este Protocolo sobre Estupefacientes Sintéticos se firmó en París en 1948 y entró en vigor tan solo un año después, el 1º de diciembre de 1949. Sometidas a él quedaban catorce nuevas sustancias, a las que se sumaron otras seis nuevas en 1954.

La política hizo lo suyo –increíblemente, a favor del mundo– y entre 1949 y 1952, el gobierno chino (encabezado por Mao) eliminó la producción, el comercio y el consumo de opio en China. Esto hizo que al año siguiente, en 1953, las potencias se reunieran y firmaran el “Protocolo para limitar y reglamentar el cultivo de la adormidera y la producción, el comercio internacional, el comercio al por mayor y el uso del opio”, conocido como el “Protocolo de 1953”, cuyo objeto era limitar la producción y el uso de opio a las necesidades médicas y científicas.19

Este Protocolo de 1953 contenía las disposiciones más rigurosas en materia de control de estupefacientes. Las partes se obligaban a informar cantidades estimadas de plantación, cosecha, consumo, exportación y almacenaje de opio y derivados. Toda esta información debía ser controlada en tiempo real por el Órgano de Fiscalización de Estupefacientes y analizada por el Comité Central Permanente, el que podía actuar de oficio ante discrepancias, pudiendo imponer sanciones de todo tipo. Lamentablemente, el propio texto selló su suerte, dado que preveía su entrada en vigencia cuando al menos 25 Estados, entre ellos tres productores, lo hubiesen ratificado. Si bien 61 países firmaron y ratificaron el Protocolo, solo dos productores lo hicieron –India e Irán–, y fue enterrado políticamente. Nunca entró en vigor.

La Convención Única de 1961 [arriba] 

Para principios de la década de 1960 el panorama era complejo. Las drogas crecían y crecían, los adictos y las muertes aumentaban exponencialmente, y las pérdidas legítimas y las ganancias ilegítimas evidenciaban que los nueve instrumentos vigentes –y sus instituciones derivadas– eran obsoletos. Quizás la principal razón de ello era la poca importancia real que los países le daban al tema, a no ser por algunos casos aislados.

Nuevamente, Naciones Unidas, consciente de lo expuesto, decidió abocarse a una nueva empresa. Tras 13 años de negociaciones, en 1961 se aprobó la Convención Única sobre Estupefacientes, que entró en vigor el 13 de diciembre de 1964, y que vino a sustituir a todos los Tratados Internacionales sobre la materia.20 Es considerado un tratado universal, ya que, para inicios del siglo XXI, más de ciento ochenta países lo habían firmado, algo impensado para un tratado sobre la lucha contra las drogas.

Se trata de un tratado formal que consta de cincuenta y un artículos, que van desde la definición de las sustancias sujetas a fiscalización, el funcionamiento de los órganos de fiscalización, las obligaciones de los Estados, los controles, hasta las sanciones. Su artículo 4 dice:

Las Partes adoptarán todas las medidas legislativas y administrativas que puedan ser necesarias […] c) […] para limitar exclusivamente la producción, la fabricación, la exportación, la importación, la distribución, el comercio, el uso y la posesión de estupefacientes a los fines médicos y científicos.

De los 3 objetivos que se plantea la Convención Única (codificar los tratados multilaterales existentes en un único documento, racionalizar los mecanismos de fiscalización internacional de drogas y ampliar la fiscalización a otras esferas), todos tuvieron su inicio, aunque algunos aún restan por cumplirse. Sí se aunaron todos los tratados en la Convención Única, y a los efectos del control se creó la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, aunque no se llegó a un consenso sobre las propuestas de fusionar la Comisión de Estupefacientes con la secretaría de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, algo que recién se lograría en 1991, cuando se creó el Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de Drogas (PNUFID).

Por su parte, la Convención Única no contiene una prohibición general sobre la producción de drogas, aunque prevé determinados requisitos. Paradójicamente, este tratado prohibía las prácticas recreativas de fumar opio, ingerir opio, masticar hojas de coca y fumar o consumir de otro modo la resina de cannabis y la planta de cannabis, concediéndose a los países períodos de transición para que eliminen el uso casi médico del opio (en un plazo de 15 años) y las prácticas de la masticación de hojas de coca y el uso del cannabis (en un plazo de 25 años).

En cuanto a la tipificación interna de los crímenes relacionados con drogas, la Convención Única decidió adoptar un enfoque respetuoso de las soberanías nacionales, pese a ser un concepto que ya estaba en desuso en el Derecho Internacional. Así, al tiempo que prohibía la producción y el tráfico ilegal a gran escala internacional, brindaba a los gobiernos un elevado grado de flexibilidad para tratar con los problemas locales de uso indebido de drogas. De esta forma, los países cumplían con la Convención en tanto y en cuanto siguieran comprometidos con la obligación general de adoptar “todas las medidas legislativas y administrativas que pueden ser necesarias […] para limitar […] el uso y la posesión de estupefacientes a los fines médicos y científicos”.

El Protocolo de 1972 [arriba] 

Si la década de 1960 presentó un mundo repleto de complejidades, en la década siguiente el mundo se puso patas para arriba. Fue un decenio de replanteo de la mayoría de los paradigmas vigentes hasta el momento y en el que se liberaron los sentidos, en todas sus acepciones posibles. Para la explotación de esos sentidos, las drogas representaron un caldo de cultivo idóneo, y a ello coadyuvó el auge globalizador que traían los medios de comunicación masiva y la informática. Así, los números de consumo de drogas se dispararon a cifras impensadas tan solo diez o veinte años atrás. Primero fue el auge en los Estados Unidos de América y posteriormente en Europa, donde el uso recreativo de drogas fue el núcleo de esta “revolución de los estupefacientes”. Para 1971, 24 millones de estadounidenses –casi un quinto de la población– habían consumido cannabis en algún momento de su vida y se estimaba que el número de heroinómanos había pasado de menos de 50 mil, en 1960, a casi medio millón diez años después. El 80% de las opiáceas que se consumía en EE. UU. para aquella época provenía de Turquía, donde el opio se producía lícitamente. Para la misma época, surgía Birmania como el mayor proveedor de opiáceos ilícitos del mundo, y el jugo vegetal se transformaba en la vecina Tailandia. También tuvo gran relación con el aumento exponencial la Guerra de Vietnam, donde uno de cada tres soldados destacados allí había consumido algún tipo de droga durante su despliegue en Asia sudoriental.21 Ese daño directo ocasionado a la población joven americana llevó a Nixon a declararle la “guerra a las drogas”, leitmotiv que esgrimió durante su campaña y durante su presidencia (acortada por un célebre caso de corrupción, el “Watergate”). Tal fue así que en ese combate presidencial contra las drogas (particularmente la heroína), los recursos norteamericanos, sensiblemente debilitados luego de la guerra perdida en Asia, se destinaron a reducir oferta, reprimir con tolerancia cero a cualquier eslabón de la cadena, a investigar y a adoctrinar. Con ese norte, Estados Unidos propuso celebrar una nueva conferencia para consolidar dichas medidas a nivel global, y así se gestó la reunión de marzo de 1972 en Ginebra, cuyo resultado fue un Protocolo de enmienda a la Convención Única de 1961.

El Protocolo de 1972 tuvo como objetivo central fortalecer la fiscalización e intensificar la prevención de la producción ilícita, adoptar medidas de lucha contra el tráfico ilícito de estupefacientes, evitar el consumo de drogas y subsanar las consecuencias del uso indebido. El tratado se compone de 22 enmiendas a la Convención Única.

En una medida que ya había sido inaugurada en los tratados anteriores, el Protocolo amplió las disposiciones curativas, evidenciando que el consumidor llano, el adicto, es un afectado, y no un delincuente, algo que llega a nuestros días, muy a pesar del aura criminalizadora que se impregna en estas cuestiones. Así, se amplía el artículo 38 de la Convención Única, que pasó a denominarse “Medidas contra el uso indebido de estupefacientes”, obligándose a los países firmantes a tratar y rehabilitar a los adictos, así como a “adoptar todas las medidas posibles” para la “prevención del uso indebido de estupefacientes y [...] la pronta identificación [...] de las personas afectadas”, así como a la “readaptación social” de esas personas.22

En una frase que hoy podemos ver en nuestra Ley N° 23737, el Protocolo sostiene:

No obstante, lo dispuesto en el apartado anterior, cuando las personas que hagan uso indebido de estupefacientes hayan cometido esos delitos, las Partes podrán en vez de declararlas culpables o de sancionarlas penalmente, o además de declararlas culpables o de sancionarlas, someterlas a medidas de tratamiento, educación, postratamiento, rehabilitación y readaptación social.

Es decir que, frente al delito, siempre triunfa el principio pro homine y no la criminalización, siendo claro que la normativa internacional siempre apuntó al narcotráfico a gran escala y no al adicto consumidor, el eslabón más débil y visible de esa infame cadena.

El Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas de 1971. La Estrategia de 1981 y la Convención de 1987 [arriba] 

La década de 1970 también fue el auge de otro tipo de droga que hasta entonces era experimental: la metanfetamina, y junto con ella aparecieron otras drogas de diseño sintético, como las psicodélicas, con el LSD a la cabeza, muy de moda en los movimientos culturales juveniles que estaban en boga por aquellos años. A partir de entonces comenzaron a visualizarse politoxicomanías, es decir, adicciones a diferentes drogas al mismo tiempo, mezclándose ácidos, barbitúricos, anfetaminas, antidepresivos y cocaína.

En 1967, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, la Oficina de Asuntos Legales de las Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud (OMS) se expresaron públicamente respecto a la necesidad de fiscalizar esas nuevas drogas, en ese nuevo y complejo entramado. A estos organismos se opusieron, paradójicamente, los lobbies empresarios de la industria farmacéutica, que no querían que sus ganancias mermaran, sabiendo que estas nuevas drogas surgían de sus laboratorios, y no de alguna plantación de la periferia mundial. Las patentes y los derechos derivados aseguraban a la industria un buen porvenir.

Así, pese a la férrea oposición, se firmó el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas de 1971, también conocido como Convenio de Viena de 1971, que sometió a fiscalización internacional a estimulantes de tipo anfetamínico, alucinógenos (como el LSD), sedantes hipnóticos y ansiolíticos (benzodiazepinas y barbitúricos), analgésicos y antidepresivos. En la conferencia de Viena participaron 71 Estados, a los que se sumaron la OMS e INTERPOL, que por entonces ya tenía un departamento investigando la cuestión y capacitando policías por todo el mundo. El Convenio entró en vigor en agosto de 1976 y, para 2009, 183 países eran parte en él.23 Para fines de la década de 1970 los números crecían y crecían, al ritmo del crecimiento demográfico, y la globalización no ayudaba, sino que potenciaba el tráfico ilegal de drogas. Era necesaria una nueva estrategia integral contra las drogas y era necesario que los países se comprometieran internacional e internamente en esta cruzada, yendo incluso contra sus propios intereses y sus propias economías. Si bien Turquía dejó de producir opio a gran escala, aparecieron dos nuevos productores mundiales que llevarían los índices a las nubes: el Triángulo de Oro24 y México. A todo ello cabe sumarle dos cuestiones más de peso considerable: la explosión de la cocaína en los Estados Unidos y el aumento del consumo de cannabis gracias a la tolerancia de facto de varios países.

Con el escenario descripto, la siempre voluntariosa Comisión de Estupefacientes de la ONU lanzó en 1981 la Estrategia internacional para la fiscalización del uso indebido de drogas; esto es, una especie de guía con principios a seguir por parte de los países miembros, con objetivos determinados: a) mejorar el sistema de fiscalización de drogas, b) mantener un equilibrio entre la demanda y la oferta legítimas de drogas, c) erradicar la oferta ilícita de drogas, d) reducir el tráfico ilícito, e) reducir la demanda ilícita y prevenir el uso indebido de drogas, y f) ofrecer tratamiento, rehabilitación y posibilidades de readaptación social a los toxicómanos. De hecho, fue el primer esfuerzo internacional que exhortaba a la comunidad internacional a ofrecer más apoyo a los gobiernos en la sustitución de cultivos y en la prevención.

En diciembre de 1984, la Asamblea General adoptó la Declaración sobre la lucha contra el narcotráfico y el uso indebido de drogas.25 Allí se puso en claro el vínculo entre el tráfico de drogas ilícitas y la vulnerabilidad socioeconómica, y cómo esto supone una amenaza cierta e inminente al desarrollo de los pueblos, debiendo convertirse en vital su combate, incluso en el terreno ideológico. Allí, la Asamblea General comprometió a todos los miembros a intensificar esfuerzos y coordinar estrategias. Si bien se trató de una declaración, y es conocido en el ámbito del Derecho Internacional Público que ello no supone vinculatoriedad interna para los Estados (y las consiguientes sanciones por incumplirla) sí tuvo la virtud de ser un producto genuino del órgano plenario del sistema jurídico mundial, sentando una base que ya no podría ser desconocida por ningún Estado miembro.

Finalmente, entre el 17 y el 26 de junio de 1987 se llevó a cabo una conferencia donde se discutió el nuevo rol global de Afganistán como productor de amapolas, el auge de Birmania como catalizador del opio asiático, la cocaína andina y la cocaína colombiana y mexicana como nuevos actores de peso, teniendo en algunos casos (Pablo Escobar en Colombia, y los Arellano Félix en México) más peso que los propios Estados, o incluso formando parte de estos (Noriega en Panamá). El resultado de esta conferencia, a la que asistieron 138 Estados miembros, fue la Declaración sobre el Uso Indebido y el Tráfico Ilícito de Drogas. Asimismo, junto al instrumento declarativo, se le sumó el Plan Amplio y Multidisciplinario de actividades futuras en materia de fiscalización del uso indebido de drogas, que era un conjunto de directrices para abordar la reducción de la oferta, la demanda y el tráfico de drogas ilícitas. El Plan se divide en cuatro acápites (prevención y reducción de la demanda ilícita, control de la oferta, supresión del tráfico ilícito, tratamiento y rehabilitación) y consta de 35 objetivos que definen los problemas y las medidas sugeridas para resolverlos.

En el Plan aparecen conceptos que hoy nos resultan familiares, como la necesidad de controlar y limitar los precursores químicos al máximo posible, como la utilización de herramientas de investigación compleja (agentes encubiertos, informantes y entregas vigiladas) y como la necesidad de seguir la ruta del dinero producto del tráfico de drogas, en la seguridad de que sería “lavado” e inyectado al sistema económico normal, para darle la apariencia de “legítimo”.

La Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas de 1988. Los grupos criminales como foco de preocupación [arriba] 

Para fines de la década de 1980, la cuestión de la fiscalización internacional se creía controlada. La realidad mostraba que la producción clandestina de opio/heroína y de cocaína aumentaba exponencialmente y no había política capaz de impedirlo. A esto se sumaba el paso arrollador de los estimulantes sintéticos de tipo anfetamínico. Pero no fue el aumento de producciones o la falta de fiscalización lo que alarmó al mundo. El problema surgido al calor del fin de siglo era otro: los grupos criminales organizados, el poder que detentaban y el daño que hacían. Los volúmenes de cocaína contrabandeados por los carteles colombianos de Medellín y Cali eran astronómicos. La gobernabilidad y la tranquilidad mundial corrían serio peligro, frente a personajes como Pablo Escobar, que personificaban todo aquello que los Estados se habían propuesto erradicar. Sin medias tintas, a nivel interno los Estados oscilaban entre la incompetencia y la complicidad con el delito, y los paraísos de las drogas solían ser países con escasa gobernabilidad y alta cercanía con el delito organizado.

Así, el producido generado por las drogas era utilizado sin piedad para comprar voluntades políticas, generar impunidad, compra de armas, trata de personas, sicariato y todo un sinfín de tropelías que mostraron la incapacidad real de los sistemas judiciales y políticos de hacer frente a tal fenómeno. Era evidente que un cambio de paradigma se encontraba próximo. Cuando guerrilleros del M-19 entraron en el Palacio de Justicia de Bogotá y masacraron a jueces, fiscales, empleados y funcionarios con la excusa de robar el expediente contra los narcos colombianos,26 el mundo dijo basta, y Colombia pidió ayuda a la ONU –entre otros–.

Tomando lo dicho como base, la Asamblea General de Naciones Unidas, el 14 de diciembre de 1984, emitió la Resolución AG N° 39/141 donde pidió al Consejo Económico y Social que solicitase a la Comisión de Estupefacientes que comenzara “con carácter prioritario, la elaboración de un proyecto de convención contra el narcotráfico, que contemplase en conjunto los aspectos del problema y, en particular, los no previstos en los instrumentos internacionales existentes”.

Luego de cuatro años de arduo trabajo, los Estados miembros se reunieron en Viena entre el 25 de noviembre y el 20 de diciembre de 1988, aprobándose como epílogo la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas, con el voto afirmativo de los 106 estados presentes. Este tratado de 34 artículos es quizás el instrumento normativo internacional más eficaz en esa lucha. Para 2009, 184 países formaban parte de la Convención. En su preámbulo, se habla de la preocupación por la “creciente penetración del tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas en los diversos grupos sociales”, “los vínculos que existen entre el tráfico ilícito y otras actividades delictivas organizadas relacionadas con él, que socavan las economías lícitas y amenazan la estabilidad, la seguridad y la soberanía de los Estados”.

La Convención, luego de tratar exhaustivamente cada uno de los pasos de la cadena, insta a los Estados a tipificar como delitos sus mandatos prohibitivos, retomando el sistema de listas ya vigente en el derecho internacional.

Como nota saliente, cabe señalar que la Convención focaliza en la prevención del lavado de los activos provenientes del tráfico ilícito de drogas, considerando que es ese el verdadero núcleo del problema, y que, de perseguirse ese dinero, el delito disminuiría notablemente. En esto, el lector es consciente de que la delincuencia organizada transnacional es un gran negocio y que, en 2009, hace diez años, ya se estimó que generaba 870 miles de millones de dólares por año, lo que equivalía al 1,5% del PIB mundial.27

Con ese norte, para complementar a la Convención de 1988, que Argentina firmó in situ, internalizando sus presupuestos casi inmediatamente con la sanción de la Ley N° 23737, se sancionó en el año 2000, luego de una Conferencia especializada celebrada en Palermo, Italia, la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, que traía consigo un nuevo eslogan: “Si la delincuencia atraviesa las fronteras, lo mismo ha de hacer la acción de la ley”. Entre esa delincuencia está claramente el tráfico y comercio ilícitos de estupefacientes, y este pacto mundial contiene todo un conjunto de principios, instituciones y herramientas que procuran destruir al círculo vicioso de las drogas desde todo foco posible, desde la prevención, la represión, el control, la fiscalización, la provisión de nuevas herramientas investigativas, los convenios de información y extradición simplificados, etcétera.28

Argentina y su legislación de control de drogas [arriba] 29

Argentina fue un país líder en la región en la firma y ratificación de instrumentos internacionales en la materia. Así, aparece participando de todas las conferencias señaladas, y firmando los instrumentos respectivos, como hemos señalado en algunos de ellos. De hecho, fue uno de los primeros países de la región en tener una ley penal especial para ello. Nos referimos a la Ley N° 11309 de tráfico de estupefacientes, de 1924, que modificó el artículo 204 del Código Penal vigente, que reprimía a los que: “no estando autorizados para la venta, tengan en su poder las drogas a que se refiere esta ley y que no justifiquen la razón legítima de su posesión o tenencia”. Como recuerda el lector, esta ley no hizo más que internalizar los postulados de la Convención de 1912.

La Ley N° 11309 luego fue modificada por la Ley N° 11331 de 1926, que agregó un tercer párrafo a la norma original. Este tándem normativo fue derogado por la Ley N° 17567, en 1968, agregándose un nuevo artículo 204, que penaba al “que, sin estar autorizado, tuviere en su poder cantidades que exceden las que corresponden a un uso personal, sustancias estupefacientes”. En 1973 la Ley N° 20509 declaró ineficaz la Ley N° 17567, restableciéndose el régimen de la Ley N° 11331.

En 1974 se dictó la Ley N° 20771, la primera en contener sanciones punitivas para toda la cadena y la primera ley penal especial contra las drogas, enmarcada dentro de la doctrina de “seguridad nacional”, lo que permitió considerar los delitos allí contenidos como de competencia de la justicia criminal y correccional federal. En alusión a su “totalidad”, su artículo 6 decía: “Será reprimido con prisión de uno a seis años [...] el que tuviere en su poder estupefacientes, aunque estuvieran destinados a su uso personal”.30

Finalmente, y al año de ratificarse la Convención de 1988, se sancionó la Ley N° 23737, otra ley total y del ámbito federal –al igual que la Ley N° 20771–, en el sentido de prohibir duramente a toda la cadena del estupefaciente, desde el que tiene una semilla, hasta el que consume en pequeñas cantidades para uso doméstico y privado, pasando por el narcotraficante, o el médico que suministra drogas infielmente. Las penas, como era de esperarse, eran durísimas, y llegaban a los quince años de prisión en sus modalidades simples, pudiendo agravarse aún más.

Con la vigencia de la Ley N° 23737 se generó un auténtico paradigma sobre las drogas en Argentina. Se poblaron las cárceles de consumidores y pequeños vendedores, mientras que los grandes narcotraficantes, amparados en la mediatez y en la penumbra, rara vez conocían la prisión. Asimismo, se fueron creando un complejo entramado de agencias temáticas y de departamentos policiales específicos, con grandes presupuestos y facultades de investigación demasiado amplias, muchas de las cuales reñían con las garantías constitucionales.

A este esquema de endurecimiento punitivo, represión y facultades policiales amplias, se sumó la Ley N° 24424, de 1995, que vino a acrecentar aún más aquel paradigma represivo federal. Así, incorporaba el artículo 26 bis a la ley, permitiendo considerar como prueba filmaciones, grabaciones o fotografías, algo que por ese entonces no formaba parte de la prueba permitida en procesos penales ordinarios. Asimismo, se receptaba el concepto de la confabulación como un adelantamiento punitivo, ya que, técnicamente, se trata de los actos preparatorios de una pretendida asociación criminal. Como novedad también se incorporaba oficialmente la figura del arrepentido, que es aquel que, formando parte del esquema delictivo, se arrepiente, se presenta ante las autoridades y revela identidades y aporta información útil para el esclarecimiento del delito en cuestión. Como otra novedad, incorpora la figura del agente encubierto, aquel funcionario policial en actividad que accede a infiltrarse en una supuesta organización criminal con el objeto descubrirla o desbaratarla. Por último, esta reforma prevé que los denunciantes queden en el anonimato, fomentando la delación y la discrecionalidad policial en el esclarecimiento presunto de delitos (nunca podrá saberse si la denuncia es real o es un recurso velado para “judicializar” tareas de inteligencia incompatibles con los principios constitucionales vigentes).

A su turno, la Ley N° 25246 de lavado de activos, sancionada en el año 2000 y como consecuencia de la entrada en vigor de la Convención de la Delincuencia Organizada Transnacional, se ocupó de reformar cierta parte de la Ley N° 23737, toda vez que el tráfico ilícito de sustancias es uno de aquellos crímenes transnacionales que suelen “lavar” sus ganancias e inyectarlas a los sistemas financieros, con el consecuente daño a la economía. A partir de su sanción, se puso en funcionamiento toda una ingeniería político-criminal para intentar desbaratar dicho esquema ilícito, y así introduce dentro las temáticas de control de la Unidad de Información Financiera (el organismo creado por dicha Ley en el país para centralizar la información relevante y proponer cursos de acción) los “Delitos relacionados con el tráfico y comercialización ilícita de estupefacientes (Ley N° 23737)” (conf. art. 6 inc. “a”).

Ya casi llegando al final de nuestro viaje, la Ley N° 27302, de octubre de 2016, introduce cambios en la mayoría de las escalas penales de la Ley N° 23737, y endurece los controles y sanciones en lo que a precursores químicos se refiere, una materia en la que nuestro país se encontraba ciertamente en deuda.

Como corolario, la Ley N° 27319, de noviembre de 2016, introduce toda una serie de renovaciones a la hora de investigar los delitos federales que surgen de la Ley N° 23737 –entre otros–, y así se rediseñan técnicas de investigación complejas que ya venían siendo utilizadas, aunque con alcances potenciados y cierta morigeración para las garantías constitucionales, como el agente encubierto, el agente revelador, el informante, el arrepentido o la entrega vigilada.

La desfederalización. Las drogas, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires [arriba] 

En julio de 2005, ante el colapso de la justicia federal, y ante la necesidad de aplicar otra política criminal en materia de drogas, la Ley Nº 26052 introdujo una nueva reforma a la Ley N° 23737, desfederalizando los delitos de menor cuantía allí contenidos (tenencias simples, narcomenudeo y entregas de medicamentos y sustancias recetadas de modo infiel), invitando a las provincias que así lo deseen a asumir sus competencias relativas.31

Paulatinamente, la mayoría de las provincias fue adecuando sus sistemas judiciales y procesales para perseguir las figuras señaladas, y comenzaron a trabajarse alternativas, criterios de actuación y diferentes medidas para hacer frente al narcomenudeo y a la tenencia de estupefacientes con fines de comercialización. Como corolario, la entrada en vigor del nuevo esquema de salud mental, instaurado a partir de la Ley N° 26657, hizo readecuar el norte en materia de adicciones y personas que presentan consumos problemáticos, algo que ya viene siendo advertido por la comunidad internacional desde la Conferencia de Viena de 1936.

En esta senda se sancionó la Ley N° 26702, en septiembre de 2011, donde se le transfería a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un gran elenco de figuras penales, entre las cuales figuraban aquellos delitos previstos en la Ley N° 23737, que ya no eran órbita de la justicia federal. Esta transferencia se perfeccionó finalmente mediante la Ley N° 5935 de la Ciudad, de diciembre de 2017, entrando en vigor, en lo que a nuestra temática atañe, a partir de enero de 2019. En la actualidad, dichos casos son tramitados por el fuero Penal, Contravencional y de Faltas de la Ciudad, donde impera a pleno el sistema acusatorio adversarial, desde hace más de doce años.

 

 

Notas [arriba] 

* Abogado (UBA). Especialista en Derecho Penal (UBA). Magíster en Derecho y Magistratura (UAustral). Doctorando en Derecho Penal Internacional (UBA). Docente titular de grado y posgrado (UMSA, UNNE, USAC). Investigador (UMSA/UBACyT). Director de la Revista de Derecho Penal Internacional (Ed. Lejister). Miembro de la AAPDP y de la AIDP.

1. Escohotado, Antonio, Historia general de las drogas, Madrid, Alianza, 1989.
2. Ídem.
3. Freud, Sigmund, “Über Coca”, Centralblatt für die gesamte Therapie, V. 2, 1884, pp. 289-314.
4. Lovell, Julia, The Opium War: Drug, Dreams and the Making of China, Londres, Picador, 2011; y Hanes, W. Travis y SANELLO, Frank, Opium Wars: The Addiction of One Empire and the Corruption of Another, Illinois, Sourcebooks, 2004.
5. El opio se extrae realizando incisiones superficiales en las cabezas, todavía verdes, de la adormidera. Los cortes exudan un látex blanco y lechoso, que al secarse se convierte en una resina pegajosa marrón. Esta resina se raspa de las cabezas obteniéndose así el opio en bruto. Al dejar secar este durante más tiempo, se convierte en una piedra más oscura y cristalina a la vez que pierde agua y se concentran los alcaloides. Entre los alcaloides que se extraen se encuentran fenantrenos conocidos como la morfina, la heroína y la codeína.
6. Escohotado, Antonio, Historia general de las drogas, op. cit.
7. Fue tal el impacto del opio en la economía imperial británica, que en 1599 se creó una sociedad estatal exclusivamente destinada a su tráfico, la East India Company, que triangulaba productos entre las colonias, con el fin de poder obtener opio y su producido monetario.
8. El Reino Unido dominaba la producción de opio desde la India, habiendo aprendido las técnicas de los mongoles, quienes deseaban que se inundara China con la nociva sustancia. Así, estuvieron más de doscientos años introduciendo opio en cantidades desmesuradas en China, pese a que los chinos también producían “su” opio desde el siglo XV.
9. Ese banco aún funciona, y se denomina Hong Kong & Shanghái Banking Corporation (HSBC).
10. Firmaron el Tratado el Imperio alemán Estados Unidos, China, Francia, el Reino Unido, Italia, Japón, Holanda, la Dinastía Kayar, Portugal, el Imperio Ruso y Siam.
11. Moncayo, Guillermo; Vinuesa, Raúl y Gutiérrez Posse, Hortensia, Derecho Internacional Público, Buenos Aires, Zavalía, 1998, T. I.
12. La llamada “Ley Seca” fue un tándem normativo que rigió en los Estados Unidos entre 1919 y 1933. Dicho conjunto se integraba con la 18a enmienda a la Constitución (sancionada en 1917) y con la Ley de Prohibición (denominada Ley Volstead), en virtud de las cuales se prohibió la venta, importación y fabricación de bebidas alcohólicas en todo el territorio de los Estados Unidos. Este esquema legal estuvo vigente hasta que la Enmienda Vigesimoprimera lo derogó.
13. UNODC, “Boletín de estupefacientes. Un siglo de fiscalización internacional de drogas”, 
14. Firmado por Francia, el Imperio Británico, India, Japón, Países Bajos (incluidas las Indias Orientales Neerlandesas, Surinam y Curazao), Portugal y Tailandia.
15. UNODC, “Un siglo...”, op. cit., p. 112.
16. Firmaron la Convención: Alemania (Reich), Argentina, Estados Unidos, Bélgica, Austria, Bolivia, Brasil, Gran Bretaña, India, Chile, Cuba, Dinamarca, Costa Rica, Polonia, República Dominicana, Egipto, España, Etiopía, Francia, Grecia, Guatemala, Néyed (hoy Arabia Saudita), Italia, Japón, Liberia, Lituania, Luxemburgo, México, Mónaco, Panamá, Paraguay, Países Bajos, Persia, Polonia, Portugal, Rumania, San Marino, Siam, Suecia, Suiza, Checoslovaquia, Uruguay y Venezuela. 
17. Solo fue firmado y ratificado por Bélgica, Brasil, Canadá, China, Colombia, Egipto, Francia, Grecia, Guatemala, Haití, India, Rumania y Turquía.
18. UNODC, “Un siglo...”, op. cit., p. 81. Ambas sustancias, producidas y comercializadas por empresas alemanas, estaban sometidas a una gran demanda por parte de los soldados y los civiles afectados por la guerra.
19. Según el art. 6 de este Protocolo, solo 7 naciones estaban autorizadas a producir opio para exportación científica (Bulgaria, Grecia, India, Irán, Turquía, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y Yugoslavia; todos países del bloque del Este).
20. La Convención para la supresión del tráfico ilícito de drogas nocivas de 1936, suscrita por muy pocos países, fue el único documento que se mantuvo en vigor, a excepción de su artículo 9, que fue sustituido por las nuevas disposiciones penales del artículo 36 de la Convención Única.
21. Musto, David, The American Disease: Origins of Narcotic Control, edición ampliada, Nueva York, Oxford University Press, 1987, p. 258.
22. UNODC, “Un siglo...”, op. cit., p. 89.
23. International Narcotic Control Board, “Sustancias sicotrópicas: Estadísticas de 2006; Previsiones de las necesidades anuales para fines médicos y científicos de las sustancias incluidas en las Listas II, III y IV del Convenio de 1971 sobre sustancias sicotrópicas”, 2008.
24. El Triángulo Dorado es el área donde las fronteras de Tailandia, Laos y Myanmar se encuentran en la confluencia de los ríos Ruak y Mekong. Allí, miles de hectáreas se dedican exclusivamente al cultivo de la adormidera.
25. UNODC, “Un siglo...”, op. cit., p. 95.
26. La toma del Palacio de Justicia, denominada “Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre” por el M-19, fue un asalto perpetrado en Bogotá, Colombia, el miércoles 6 de noviembre de 1985 por un comando de guerrilleros del Movimiento 19 de abril (M-19) al Palacio de Justicia colombiano. El M-19 mantuvo a cerca de 350 rehenes entre magistrados, consejeros de Estado, funcionarios y empleados judiciales. La Policía Nacional y el Ejército Colombiano rodearon el edificio e iniciando una operación de retoma, que se extendió hasta el día siguiente. Como saldo, 98 personas murieron, entre ellos todos los magistrados de la Corte Suprema. Ver Behar, Olga, Noches de humo, Buenos Aires, Planeta, 1990.
27. UNODC, “Estimación de las corrientes financieras ilícitas provenientes del tráfico de drogas y otros delitos organizados transnacionales: informe de investigación”, Viena, octubre de 2011. 28. Argentina ratificó dicha Convención mediante Ley N° 25632, en agosto de 2002.
29. Cornejo, Abel, Estupefacientes, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 4ª ed., 2018.
30. La jurisprudencia argentina ya había condenado la visión totalitaria de la Ley N° 20771, y así declaró la inconstitucionalidad del art. 6, en cuanto penaba a los consumidores privados de estupefacientes, en la creencia de que ello afectaba su derecho a la privacidad e intimidad cuando se afecten intereses de terceros (Ver precedentes de la CSJN “Bazterrica” y “Capalbo”). Lamentablemente, luego desanduvo este venturoso camino, y retomó la criminalización (precedente “Montalvo”).
31. Ante la evidencia de que la Ley debía preocuparse en el narcotráfico a gran escala y no dilapidar recursos en perseguir a consumidores privados y en escala doméstica, el 25 de agosto de 2009, la Corte Suprema de Justicia de la Nación revirtió la tesitura ya mencionada en “Montalvo” y emitió el fallo “Arriola”, donde se marcaba esta posición de desincriminar al consumidor privado y ocasional (que en su momento planteó con “Bazterrica” y “Capalbo”, según mencionáramos ya), y en tratar debidamente al adicto, proveyéndole de herramientas y no criminalizándolo. Hasta entonces, la jurisprudencia, alineada con la política criminal, había evitado referirse a la inconstitucionalidad de la Ley N° 23737, en cuanto penaba conductas privadas que no afectaban la salud de terceros.



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