JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La buena fe contractual
Autor:Mosset Iturraspe, Jorge
País:
Argentina
Publicación:Revista Iberoamericana de Derecho Privado - Número 1 - Mayo 2015 - Buena Fe Contractual
Fecha:13-05-2015 Cita:IJ-LXXVIII-123
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I. La buena fe y el positivismo jurídico
II. La buena fe y la concepción solidarista

La buena fe contractual

Jorge Mosset iturraspe

La buena fe “es un poderoso reflector que ilumina todo el campo de la juridicidad”. La consecuencia de este acierto aparece manifiesta en el Cód. Civ. y Comercial de la Argentina, vigente desde 2015. En una pluralidad muy rica de temas aparece allí la referencia a la buena fe. El punto en el art. 9 relativo al “ejercicio de los derechos: “Los derechos deben ser ejercidos de buena fe”, Mas adelante, ya en tema de contratos, el art. 961 expresa “Buena Fe, Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe. Obligan no solo a lo que está formalmente expresado, sino a todas las consecuencias que puedan considerarse comprendidas en ellos, con los alcances en que razonablemente razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor”. Un poco más adelante, al referirse a las “tratativas contractuales”, expresa: “Durante las tratativas preliminares y aunque no se haya formulado una oferta, las partes deben obrar de buena fe para no frustrarlas injustificadamente. El incumplimiento de este deber genera la responsabilidad de resarcir el daño que sufre el afectado por haber confiado, sin culpa en la celebración del contrato”.

I. La buena fe y el positivismo jurídico [arriba] 

Para el positivismo jurídico, que limita el derecho a la ley o a la letra de la ley y no admite salir de su tiranía, es muy escaso o ninguno el papel que le incumbe a la buena fe, sea que se la considere como un “principio general del Derecho”, como una norma flexible o como un standardjurídico[1]. La cuestión tiene poca trascendencia en la medida que admitamos que los “principios jurídicos” -y, por lo tanto, la buena fe- integran el orden jurídico positivo, con eficacia tanto positiva como negativa, y que sirven para la interpretación y, a la vez, la integración del Derecho. La buena fe tiene, en nuestra opinión, un doble rol en punto a integración: actúa como “interpretación integradora”, en cuanto colma lagunas de la voluntad de los contratantes sobre la base de inferencias de lo que presumiblemente hubiera sido esa voluntad si hubiese sido declarada y, además, introduce efectos contractuales no previstos por las partes[2]. Afirma Boggiano: “Hay principios generales del Derecho que sustentan razonablemente una o un conjunto de normas positivas. Estos principios son Derecho. Pero no son normas. La diferencia está en que el principio general tiene, por su cercanía con la noción de valor, un carácter general y fundante de la norma que orienta en el proceso de funcionamiento de la misma norma…”

Y más adelante agrega:” El principio pacta sunt servandao autonomía de las partes sirve de fundamento a todo el Derecho de los Contratos.

Pero ese principio debe armonizarse con el principio de equivalencia de prestaciones y de buena fe o confianza”[3].

Pensamos que la incorporación de la buena fe a algunos Códigos del siglo XIX, adscriptos a la ideología liberal individualista, tiene el sentido de una adhesión al principio consensualista –solus consensus obligat-, como una superación del rígido formalismo del Derecho Romano, que llegó a anteponer la técnica de la contratación – causa civil - a la ética que se desprendía del respeto a lo libremente convenido.

a) El art. 1134 del Código Napoleón.

El art. 1134 del Cód. Civ. francés fue reproducido por Vélez en el art. 1197, donde se pone de resalto la autonomía de la voluntad – libertad de contratar o no, de elegir con quien y sobre que- y la fuerza vinculatoria o de cumplimiento que emanan del contrato. Empero, la última parte del art. 1134 – “las convenciones deben ser cumplidas de buena fe” – fue omitía en el trasegado de Vélez.

La doctrina francesa, fiel a su idea de no juzgar del acierto i desacierto de la norma y de las valoraciones que ella encierra, al menos en su mayoría, se limitó a señalar que “ las partes deben, en el cumplimiento de las convenciones, portarse honestamente, lealmente”[4], y para ello es preciso “no atenerse únicamente a la letra del contrato”[5], sino ejecutar las convenciones “conforme a la intención de las partes y a los fines en vista de los cuales ella se formó”[6]. Ghestin afirma que “la lealtad en el contrato es el complemento necesario de la justicia contractual. Recordando a Portalis, ese deber de lealtad impregna todo el Derecho a través del principio moral de la buena fe. Es sinónimo de sinceridad, de franqueza y, muy en especial, de lealtad; recordando la coincidencia en esta apreciación de los estudios especializados en aquella doctrina de Gorphe, Breton, Volansky, Lyon Caen y otros.

Coinciden en que ella, la buena fe, se opone a la mala fe, la trampa, el dolo, el fraude…”[7]

b) El art. 1197 del Código de Vélez

¿Cómo explicar el silencio del Codificador argentino, acostumbrado a navegar por las mismas aguas del francés y participe de su misma ideología?

Señalemos, liminarmente, que el silencio de Vélez es solo a medias: calla la buena fe en el art. 1197, omite su mención expresa, pero, renglón seguido, en el art. 1198, vuelca el principio en una de sus traducciones, tal vez la más feliz por su riqueza de contenido.

Interpretación del silencio del Codificador. No nos caben dudas: avizoro las consecuencias que son susceptibles de desprenderse de la buena fe, en especial cuando se la considera desde su faz “eximente” o liberadora; aplicaciones, en suma, del viejo adagio summum jus, summa injuria.

Y sea que temiera que la ayuda a dispensar alcanzara a los deudores de mala fe o picaros, sea que considerara en peligro la fuerza compromisoria del negocio, la estabilidad y seguridad propias de los contratos[8], lo cierto es que, conscientemente –descartamos toda posibilidad de “omisión impensada”- prefirió dejar de lado su alusión, su mención por el nombre propio.

Criterio de prevención. Dice con acierto, en nuestra opinión, el jurista Orgaz que #el Codificador quería cosas muy claras en punto a la obligatoriedad de las convenciones y huía de esos conceptos que reputaba imprecisos y vagos…”[9].

Este modo de pensar se adecua a la concepción positivista: los grandes principios solo tienen validez y vigencia en la medida en que resumen o se infieren del artículo de la ley…, y en tal caso, aparecen como superfluos o generalizadores…; lo que ellos dicen ya está dicho en normas, y de un modo más preciso y concreto; salvo hipótesis de lagunas o vacíos legislativos… Empero, su inclusión tiene siempre el riesgo de la inversión del procedimiento: que la preceptiva pretenda extraerse o inferirse del principio. Para prevenir tamaño dislate, en la concepción que glosamos, nada mejor que prescindir del enunciado o principio. Deja de ser “enunciado” inocente, “requisito implícito” del negocio jurídico, principio que meramente “se infiere”, para transformarse en algo “peligroso” y comprometedor[10].

Preferencia por las cosas claras. La buena fe es, innegablemente, una categoría invasora. Su incorporación equivale a la apertura de la jaula que guarda la fiera: luego es posible “cualquier cosa”, avanza y avanza…[11] Por la puerta abierta aparecen, como desprendidos naturales, otros criterios…, y la buena fe apadrina la lesión, la imprevisión o excesiva onerosidad sobreviniente, la condena al ejercicio irregular o antifuncional de los derechos, etcétera. Nos parece inútil discutir, a esta altura de nuestra exposición, si la buena fe engloba o contiene al “abuso” o es este quien abraza a aquella. El art. 1071 menciona a la buena fe como una de las pautas que nos ayudaran a decidir si el ejercicio del derecho subjetivo se ajusta o no a la regularidad pretendida por el orden jurídico. Pensamos que hay reciproca interrelación: la buena fe excluye un uso abusivo de las prerrogativas y el ejercicio regular impone la buena fe en los negocios.

Aun antes de la Reforma de 1968, con la incorporación expresa de la revisión por lesión y por excesiva onerosidad, un sector de la doctrina nacional postulaba la vigencia de una y otra “teoría” o remedio, con base en el art. 1198, consagratorio, a juicio de esa corriente, de la buena fe negocial. Creemos que los alcances de la buena fe negocial varían según sea la “filosofía negocial” del Código en el cual se inserta. Una es buena fe del Cód. Civ. francés –abroquelado en la concepción individualista- y otra, diferente en sus proyecciones, la buena fe de nuestro Código luego de la reforma de 1968, receptora de las pautas fundamentales de la concepción solidarista. De ahí que en Francia la presencia expresa en el art. 1134 no haya sido capaz de engendrar la revisión por excesiva onerosidad ni de dar pie a la incorporación del “abuso del derecho”. Muy en especial la primera rechazada sin ambages.

Temor a las normas flexibles o principios generales. La eficacia de tales normas o principios esta constreñida a los supuestos de “lagunas”, tal como lo preceptúa el art. 16 del Cód. Civ., y de ahí deduce, la visión positivista, su inaplicabilidad al mundo de los contratos en el cual la autonomía de la voluntad reina soberana. La buena fe no manda otra cosa, a su juicio, que el respeto a la palabra empreñada, a la letra y al espíritu o atención.

Las pautas teleológicas, que hacen pie en los fines del legislador y, en especial, los que la norma trasunta; las pautas de adecuación y las composicionales, que tratan de adaptar la norma regida a las circunstancias históricas y del caso a juzgar[12], son desdeñadas por la concepción jurídica kantiana. Y la buena fe tiene mucho que ver con los fines –e la norma y del contrato- , con las circunstancias históricas que rodearon la celebración y el cumplimiento del negocio y, por fin, con las particularidades de persona, tiempo y lugar.

Horror a la extensión invasora del arbitrio judicial. Cuando se pretende convertir a los jueces en “entes inanimados que no pueden moderar el rigor ni la fuerza de la ley”[13], en “seres sin voluntad” y su actividad “entera y exclusivamente en silogismos”, aspirando a que la sentencia sea “copia fiel de la ley”, es poco p nada lo que se ha de predicar de la buena fe. ¿Cuál es el deber que esta puede imponer a las partes, si ni la ley ni el contrato lo mencionan? ¿Cuál la colaboración debida por acreedor y deudor, en el cumplimiento de la presentación, ante el silencio de una y otra fuente de preceptos? ¿Cuál, en fin, la frustración que se imputa, si se ha cumplido con las obligaciones a su cargo?

Si se le niega al juez la posibilidad de transformar lo abstracto en real, de crear una nueva realidad o concreción jurídica, de integrar la norma con las circunstancias propias de la situación y de juzgar conductas y comportamientos más allá de los derechos y deberes específicamente señalados por contrato y ley, de nada vale afirmar que “el derecho todo se baña en el agua lustral de la buena fe”, pues será un baño sin eficacia, que no servirá para sacudir el polvo acumulado en décadas, ni clarificar la visión oscurecida por los restos de una maraña entretejida interesadamente.

La buena fe es, insistimos, un simple enunciado –como deseo de algo que se quiere pero que no se busca- en manos de jueces que “han renunciado a entender el caso que se presenta a juicio en la inagotable realidad de su contenido humano”; en manos de jueces que “mecanizan y falsifican el juicio para hacer posible la sentencia”[14].

Para Boggiano, “los jueces dan soluciones justas a los casos sobre la base de una derivación razonada del Derecho vigente con miras a las circunstancias relevantes. La norma legal y la sentencia suponen el elemento de razonabilidad que sirve de fundamente a ambas […] Los jueces, en ocasiones, crean la norma carente en el ordenamiento. En otras, las normas legales son restringidas, extendidas, modificadas o adaptadas por los jueces”[15].

c) El art. 1198 en su redacción originaria

El art. 1135 del Código de Napoleón es la fuente directa de nuestro art. 1198[16], cuyo pie cita el Código a Domat, Las Partidas, Toullier, Aubry y Rau y el viejo Código italiano. Dice el texto francés: “Las convenciones obligan no solamente lo expresado en ellas, sino también a todas las consecuencias que la equidad, el uso y la ley atribuyen a la obligación conforme a su naturaleza”. En el trasegado de Vélez –poco fiel, a la vez concretizador[17]- se predicaba: “Los contratos obligan no solo a lo que este formalmente expresado en ellos, sino a todas la consecuencias que puedan considerarse que hubiesen sido virtualmente comprendidas en ellos”[18].

Los efectos virtuales, no expresados pero si sobreentendidos, no puestos pero supuestos, son tanto laos despendidos de los “usos jurídicos o normativos”, que son “verdaderas y propias fuentes de Derecho objetivo”[19], como los que emergen de las circunstancias del caso, o sea de la equidad; empero de la amplitud de la fórmula del Codificador debe entenderse que tiene eficacia positiva y negativa, en la creación de deberes y limitación de derechos subjetivos, lo que las partes han “propuesto” –tema que desarrolla la teoría de la presuposición[20]-, lo que ellas han considerado como base a raíz del negocio jurídico[21].

Y esa integración del contrato con lo implícito o presupuesto es consecuencia de la buena fe negocial.

De donde es posible que así como el art. 1198, en su redacción originaria, condensaba la buena fe, aunque en uno de sus aspectos, el texto actual, con su alusión expresa y su referencia a lo que “las partes entendieron o pidieron entender”, alude, aunque con mayor amplitud aun, a las “consecuencias virtuales” del derogado.

Lo que “las partes entendieron o pudieron entender”. Es indudable siempre a estar en nuestro criterio, que los celebrantes obrando sin culpa (concepto positivo) o sea con lealtad y probidad, asumen los deberes y adquieren los derechos que se mencionan en el contrato y a la vez los que imponen los usos y las circunstancias de la relación o situación jurídica.

En eso lo que ellos “entienden” al contratar, es esa su creencia o apariencia –y aquí confluyen la buena fe- lealtad con la buena fe-creencia, la objetiva con la subjetiva, de las cuales hablaremos más adelante-. Y aunque así no lo entendieran, en concreto, es como lo deben entender. Es la medida objetiva –standard medio- a la que alude la norma con la expresión “pudieron entender”. Anticipamos aquí una diferencia muy importante entre el obrar sin culpa, diligente, prudente y experto, y el obrar de buena fe, o sea con lealtad y probidad. La culpa se traduce en un comportamiento erróneo en la medida en que se es negligente, descuidado, imprudente; de ahí que se califica como concepto negativo. La buena fe, en cambio, impone, partiendo de un obrar sin culpa, ciertos deberes concretos cuya catalogación supone una situación o relación determinada. De ahí su calificación como concepto positivo. La buena fe es un plus, algo más que un actuar sin culpa.

Interpretación minimizadora e intrascendente. El art. 1198 fue relegado al olvido o ubicado en el lugar que se adjudica a las cosas inútiles.

Y ello es lógico para el pensamiento positivista. Las consecuencias virtuales no son normas, ni legales ni convencionales. No surgen de la letra de la ley; no aparecen en una exegesis contractual, intemporal e inespacial, desprendida del entorno, del contrato y sus circunstancias.

Tuvo el mismo destino que la propia buena fe. Principio fundamental, pero intrascendente, superfluo, repetidor de algo sabido y dicho más concretamente en textos precisos. Se cree en algo que se entiende, de donde la creencia tiene como base el entendimiento y este, por su parte, se construye sobre lo que es o aparenta ser. De ahí que la alusión a la buena fe –creencia sea evidente en este giro del art. 1198. “Es el ser la condición del conocer, y no el conocer la condición del ser”[22].

Buena fe y “consecuencias virtuales” no eran nada para los servidores del legalismo.

d) Interpretación redundante

Para quienes sostienen que el Derecho se asienta sobre algunos grandes principios generales, y la buena fe, por su parte, se limita a traducir alguno o varios de esos principios, nada tiene de novedoso o de importante que se explicite o incorpore expresamente a un cuerpo de leyes. ¿Puede sostenerse, acaso, que los contratos deben celebrarse, interpretarse y cumplirse de mala fe? Y si ello es inadmisible, por absurdo a lo jurídico, ¿qué relevancia tiene declarar lo contrario? ¿Tiene por asomo la finalidad de volver claro lo oscuro, de mostrar lo oculto?

Creemos que no, que la buena fe es un criterio palmario y notable en su presencia y evidencia. Su incorporación, apunta, lo reiteramos, a un propósito de integración, de recreación o complementación de la norma legal, sobre la base de circunstancias que el juez debe apreciaren cada caso. De allí que no haya redundancia o superfetación…

Como aplicación del “vivir honestamente” a la vida de los negocios.

El Derecho manda observar, el vivir honestidad; ¿es la buena fe negocial un mero traslado de esa máxima al campo de los contratos?

¿Solo apunta a una conducta leal y proba? O, por el contrario, ¿pone el acento en la creación de determinados deberes de colocación, solidaridad, esfuerzo, en cuyo cumplimiento debe guardarse lealtad y probidad? Queda claro, si se admite esta concepción, que apunta más a la integración que a la integración que a la interpretación. Que no hay sinonimia entre mala fe y picardía, torpeza u obrar torticero.

Como aplicación vaga de otros enunciados generales: “Dar a cada uno lo suyo”, “No hacer daño a nadie”. Tampoco se limita a esto aunque sea muy importante y pueda considerarse, en una perspectiva de vastos horizontes, como emanada de los mismos.

Interesa subrayar que el juzgamiento de la buena o mala fe, como el del obrar regular o irregular –en la teoría del abuso-, se hace desde un ángulo predominantemente objetivo, que prescinde de las causas tradicionales de imputación, de la culpabilidad a título de culpa o dolo.

Lo recordamos al glosar la expresión “entendieron o pudieron entender”, que significa una apreciación desde la óptica de un observador ideal, puesto en el lugar del celebrante o parte negocial.

Enneccerus distingue cuatro tipos de lagunas: 1) Cuando no existe regulación legal alguna del problema que debe ser solucionado; 2) cuando hay disposición que trata el problema, pero la misma remite a consideraciones éticas o sociológicas (buena fe, equidad, uso del tráfico, etc.); 3) cuando aparece en el ordenamiento la norma legal, pero ella resulta inaplicable a ciertos casis en virtud de las consecuencias absurdas que originaría, y 4) cuando haya más de una ley de igual rango y sentido opuesto aplicables a la cuestión y, al no poder darse preferencia a una sobre otra, se anulan recíprocamente[23]. Como se observa, la calificación de “laguna” a una situación a la cual se aplican las pautas de buena fe o equidad parte de la consideración de tales pautas como “extrajurídicas”, propias el campo de la moral o de la sociología. Es otra manera de achicar el rol o papel de la buena fe, al menos para quienes creen que el Derecho debe vivir fuera de esos ámbitos: moral y sociológico.

Como pauta que obliga a respetar la voluntad de las partes: desprendida de la letra, de la intención o de los fines. Insistimos en que la integración opera sobre los efectos del contrato[24], imputando al negocio jurídico determinados efectos impuestos por la ley –que manda tener en cuenta y respetar los deberes nacidos de la buena fe- aunque no hayan sido previstos ni queridos por los estipulantes. Sin perjuicio, claro está, de la interpretación integradora, que suple las lagunas o deficiencias de la voluntad de las partes.

Si partimos de la definición de contrato como precepto autonormativo cuya función económico-social es admitida por el ordenamiento, la interpretación resalta la determinación o fijación, según criterios objetivos, del llamado “material de hecho”. De ahí que la interpretación sea un juicio sobre ese hecho, en vista de una función práctica[25].

No olvidemos que ya en el Derecho Romano los contratos de buena fe –compraventa, permuta, mutuo, etcétera- obligaban no solamente a lo expresamente pactado, sino a lo que resultase exigible entre personas justas leales de acuerdo con las circunstancias de cada caso.

Había coincidencia entre los bonae fidei negotia,en el ámbito negocial, con los iudicia bonae fidei, en el ámbito procesal[26].

Lo exigible entre personas justas y leales puede ser distinto de lo pactado entre partes, en los casos en que una de ellas impone su ley aprovechadora o ventajera a la otra, puede no coincidir con los preceptos de las “voluntades autónomas” que, en consecuencia, serán rectificas por la buena fe.

De lo dicho resulta, por vía de ejemplo, que el deudor debe hacer no solamente lo que ha prometido, sino también todo lo necesario para hacer llegar a la contraparte el pleno resultado útil de la prestación debida[27].

En síntesis, el cumplimiento de lo convenido, sea en lo declarado, sea en lo realmente querido, no agota la buena fe negocial e incluso puede ser, en ciertas hipótesis, que se encuentre en pugna con ella.

e) Interpretación parcializadora

Una cuestión es admitir la falta de unanimidad de pareceres acerca del contenido de la buena fe, de su significado y alcance en los distintos Derechos vigentes[28] y otra muy distinta pregonar de ella una concepción unilateral, inclinada a favor de la situación del acreedor, cuyos derechos destaca, y en contra del deudor, cuyos deberes enfatiza. Esa interpretación parcial, solo “compromisoria”, a favor del económicamente fuerte, que es por lo común, el acreedor, es la que aquí denunciamos.

Como apoyo del principio “pacta sunt servanda” o del pregona “dura lex, sed lex”. Si bien es verdad que la buena fe tiene muy en cuenta la fidelidad al vínculo contractual y que pone de resalto el empeño que ambas partes deben poner al servicio del interés de la contraparte, no lo es menos que ella busca el correcto equilibrio entre los intereses opuestos de los sujetos de la relación contractual, en los contratos con prestaciones reciprocas. No es extraña tampoco a las vicisitudes que puedan sobrevenir, alterando ese equilibrio o cambiando las bases del negocio.

La directiva pacta sunt servanda debe ser, en consecuencia, completamente o balanceada con la rebus sic stantibus: respeto a la palabra empeñada en tanto cuanto las circunstancias se mantengan inalteradas u ocurran las condiciones virtuales… Esta es una exigencia de buena fe y, a la vez, de la seguridad jurídica. Respeto a la palabra empeñada en tanto en cuanto el contrato no sea usurario o inequitativo; respeto a la palabra empeñada sí, pero en la medida en que exista un empeño real y efectivo, no una mera aceptación de “condiciones particulares” con remisión a extensas y duras “condiciones generales” no queridas y, muchas veces, ni siquiera conocidas. O viceversa.

La dureza de la ley, al igual que la dureza del vínculo obligacional –ley de las partes-, puede ser el trasunto de una “injusticia”, y una flagrante injusticia, en una norma, equivale al absurdo del cual nos hablaba Enneccerus; así como el absurdo contractual o legal plantea una “laguna” que debe ser llenada por la buena fe, otro tanto similar ocurre con la injusticia evidente.

El respeto a la ley –general o particular- dura debe ser complementado o integrado con el principio del summum jus, summa injuria.

La buena fe le impone al acreedor “no exigir más de lo necesario”; le impone actuar “con base en un interés serio”; no aumentar “la onerosidad o el perjuicio que el incumplimiento ya produce, por si, en la esfera de intereses del deudor”.

f) Interpretación anodina

No puede ser que un principio de tanto abolengo y alcurnia jurídica “no diga nada”; no signifique sino lo contrario a la “mala fe”, la conducta desleal o aprovechadora.

Una de las maneras de desprestigiar las directivas o standards que buscan renovar o dar aire a un derecho que amenaza con ahogarse es aceptarlas pero transformadas en formula vacua o anodina.

Sometimiento de la buena fe a las reglas de la exegesis y la sana lógica. El Derecho no se desprende de la aplicación exegética de los textos legales, ni se confunde con la lógica tradicional. Señala Recaséns Siches que es esta una de las afirmaciones erróneas que perturbaron grandemente la tarea jurisdiccional durante el siglo XIX. Las otras tres equivocaciones fueron: a) entender que las normas jurídicas eran enunciados lógicos, portadores, en su contenido, de todas las soluciones posibles que la práctica del Derecho podría exigir. Este error está íntimamente vinculado con el glosado en el texto; b) considerar el Derecho integrado únicamente por las normas generales elaboradas por el legislador o emanadas de la comunidad, y que los fallos de los jueces y resoluciones de órganos administrativos eran mera aplicación de aquellas, y c) considerar a la sentencia como silogismo, del cual la norma es la premisa mayor en la que debe subsumirse la premisa menor, es decir, el caso, para obtener así la conclusión, o sea la sentencia[29].

La buena fe se inscribe, más bien, en el logos de lo razonable, del cual nos habla Recaséns Siches, que llega incluso a dejar de lado “la imperatividad del texto de la ley, para sacrificarla en aras de la justicia de la decisión”. Ha dicho la Suprema Corte de Justicia de Buenos Aires: “…si a través de un proceso de deducción canalizado more geométrica a partir de un principio general y abstracto, el intérprete llega a una solución injusta, antifuncional o contraria a las exigencias que fluyen de los intereses sociales en juego; ha de revisar su actitud y proceder, no ya sobre las bases de deducciones formuladas a partir de un principio general, sino a la inversa: partiendo del problema se esforzara en arribar dialécticamente a la solución mediante el despliegue de una técnica de pensar sobre los problemas mismos (tópica) que apunta al descubrimiento o selección de las premisas que definen la solución del caso de manera justa”[30].

La buena fe es, como lo afirma el más alto tribunal de la Provincia de Buenos Aires, un “precipitado” de la técnica de pensar sobre los problemas mismos, una premisa que ayuda a encontrar la solución del caso de manera justa.

II. La buena fe y la concepción solidarista [arriba] 

En la búsqueda de una solución más justa para el caso concreto, desde el marco de los textos legales, cuando los hubiere, y, más allá de dicho marco, frente al absurdo o la injusticia notoria, pero siempre cumpliendo el rol de integrar la norma[31], encontramos la buena fe de la concepción solidarista, que priva en esta altura del siglo XX. El juez moderno tiene la tarea “cada vez más complicada”, pues debe partir de una “cuidadosa evaluación de los valores e intereses antagónicos que se hallan en juego”, y para ello debe percibir con claridad “los problemas de la sociedad contemporánea”[32]. En las XI Jornadas Nacionales de Derecho Civil, celebradas en Buenos Aires en 1987, se trataron dos temas que tienen para esta obra especial importancia.

La Comisión N° 8 se ocupó de Los principios generales el Derecho. Sistema latinoamericano, y produjo las recomendaciones siguientes:

“1. Los códigos civiles latinoamericanos imponen a los principios generales del Derecho como pautas integradoras o interpretativas de las leyes (argentino, art. 16; uruguayo, art. 10; colombiano, art. 32; guatemalteco, art. 2430; del Distrito Federal de México, art. 10; brasileño, art. 4°; panameño, art. 13; peruano, art. VIII, Título Preliminar; paraguayo, art. 6°; venezolano, art. 4° y expresiones equivalentes en Ecuador, art. 18, y Procesal de Chile, art. 170) […] 2. Los principios generales son normas axiológicas que, aun inexpresadas, tienen función similar a las otras y valen para toda una materia (negocios jurídicos, propiedad, familia, responsabilidad civil, etc.), para toda una rama del Derecho (Civil, Penal, Administrativo, Constitucional, etc.), o directamente para toda la esfera de las relaciones jurídicas”. Por otro lado, también se tratóLa buena fe en el Derecho patrimonial y se llegó a las conclusiones siguientes: “De lege lata: I. Caracterización: la buena fe constituye un elemento informador de la juridicidad erigiéndose como un principio general. II. Fundamentos: este principio posee contenido ético-social siendo aprehendido por el ordenamiento jurídico.

III. Función: a) La regla de la buena fe integra el Derecho objetivo con aptitud jurigena propia, con independencia de su función interpretativa. B) En materia de relaciones negociales, el órgano jurisdiccional debe aplicarla incluso cuando las partes hayan establecido una regla insuficiente. C) Asimismo, la buena fe marca y limita el ejercicio de los derechos subjetivos. IV. Perspectiva actual: a través del prisma de la buena fe debe visualizarse el negocio jurídico como un instrumento solidario de cooperación entre las partes para el logreo de una finalidad común. V. Formas de manifestación: se trata de un concepto único que se proyecta multifacéticamente en el campo del Derecho patrimonial, aplicándose con diversos matices según el supuesto factico de que se trate. VI: Situaciones optativas: excluyen la buena fe, entre otras, ausencia de la diligencia debida, el error inexcusable, las conductas fraudulentas, abusivas lesivas. VII. Valoración: la buena fe se presume en Derecho. La presunción de mala fe debe surgir expresamente del ordenamiento. VIII. Facultades judiciales: la vigencia de este principio supone una facultad revisora de la conducta y de los móviles de las partes por los jueces, ampliándose de este modo la esfera de valoración judicial. De lege ferenda: I. A través de la buena fe como factor integrador del contrato se lograra la equiparación del resarcimiento el daño contractual y extracontractual. II. Deberá incorporarse, en una futura reforma al Cód. Civ., el siguiente precepto: «Los derechos, deberán ejercitarse dentro de los límites que marca la ley y respondiendo al principio de la buena fe en cada caso particular»”.

Como introducción a la concepción solidarista, que s bien hunde sus raíces en el Derecho Romano parece tan atenta a la problemática del mundo moderno, tan rica en contenido y tan plena de posibilidades, nada mejor que recordar las palabras de Betti: “Cuando la ley habla de buena fe se refiere a un concepto y a un criterio valorativo que no está forjado por el Derecho, sino que el Derecho lo asume y recibe de la conciencia social, de la conciencia ética de la sociedad, para la que está llamado a valer”[33]. Es, agregar, “una exigencia ético-social, que es a la vez de respeto a la personalidad ajena y de colaboración con los demás…”; se distingue de otras “exigencias de la convivencia”, continúa el profesor de Roma, en su aspecto positivo, pues “impone, no simplemente una conducta negativa de respeto, sino una activa colaboración con los demás, encaminada a promover su interés”. Para Betti debe, incluso, diferenciarse de las “reglas de corrección y lealtad”, pues la buena fe “completa” dichas reglas, imponiendo mayores deberes.

a) Se vitaliza y carga de sentido

Partiendo de estas ideas, de respeto y colaboración para la satisfacción del legítimo interés ajeno, la buena fe se muestra como fuente de muy variados deberes, según cuál sea la situación o relación jurídica de que se trata, y también como fuente de derechos, en cabeza del adquirente o del titular de una relación real o de un estado de familia.

Dejando de lado, por la índole y tema de la obra, las relaciones de derecho real[34] y los estados de familia[35], nos limitaremos a examinar algunas de las posibilidades de la buena fe en el campo de los negocios jurídicos y muy en especial en el de los contratos.

Se distingue y confluye con otros estándares. Es corriente hablar de “buena fe en función de la equidad” y, asimismo, del “ejercicio regular de los derechos en función de la buena fe”; vale decir que “equidad”, “ejercicio regular o funcional” y “buena fe” son ideas confluyentes que se complementan y enriquecen las unas a las otras; constituyen, para decirlo en una expresión actual, el “paquete” de ideas que el Derecho solidarista incorpora.

Son, en palabras de Federico de Castro y Bravo, “las ideas fundamentales e informadoras de la organización jurídica de la Nación. Con una eficacia muy superior a la de una norma subsidiaria, ya que ofrecen las bases de las normas jurídicas –legales y consuetudinarias-, nos dan los medios con que interpretarlas y son, en fin, el recurso siempre utilizable en defecto de normas formuladas”[36].

b) La concepción del siglo XX actualiza criterios romanos

La función de la buena fe en el Derecho Romano, afirma Ibering, era la de “conservación” y “extensión” del Derecho. Por este principio los romanos conservaban la ley e incluso llegaban a soportar el rigor de una ley que se hubiera vuelto repugnante para su misma forma de vida. Cuando debido a esto la estabilidad de la ley se hallaba al borde del colapso aparecía el resorte, el contrapeso o atenuante de lo que se denomina bona fides[37].

Para Gómez Acebo, frente a la ausencia o inadaptación de la norma jurídica, la buena fe romana produce el reenvió a la norma moral: ante el desfase entre el Derecho vigente, aferrado al formalismo, y las nuevas contingencias históricas, la buena fe de una solución acorde con la moral y las necesidades presentes. Por este conducto, la ética abre una brecha en la técnica, y lo convenido debe respetarse al margen del formalismo –ello, en los últimos tiempos del Derecho Romano[38]-.

Con los germanos, a la inversa de lo acontecido entre los romanos, la buena fe se pone al servicio del formalismo; la encontramos en la faida o derecho de venganza, y en la fidem facere, apoyando el cumplimiento del contrato formal. Afirma Gómez Acebo que también en el Derecho Canónico cambia de enfoque, para contaminarse de matices lógicos y de conciencia.

Vemos, en consecuencia, cuanta semejanza existe, al menos en la base o punto de partida, entre la concepción romana y la actualmente imperante.

c) La clasificación

Si bien la buena fe es un concepto unitario, según la opinión unánime de la doctrina, que compartimos, puede estudiarse o considerarse desde una doble faz, y según se contemple una y otra variara el campo fundamental de su acción.

Buena fe objetiva: comportamiento negocial honesto, probo leal.

Buena fe-lealtad. Se caracteriza por la imposición de deberes, apunta, en consecuencia, a la conducta o comportamiento, y su campo es el negocio jurídico y las relaciones obligacionales que el mismo engendra.

La estimación de tales deberes y su evaluación, en punto a comprensión, cumplimiento, etcétera, prescinde, en buena medida, de la psiquis o punto de vista subjetivo de las partes.

Empero, es preciso tener cautela en la formulación del distingo, pues algunas situaciones o relaciones exhiben, una al lado de la otra, las dos faces de la buena fe; es lo que acontece con la celebración del contrato: en punto a los deberes de explicación, claridad –que se violan con la reticencia, el dolo pasivo, etcétera-, estamos frente a la buena fe-lealtad; ahora bien, en lo relativo a las obligaciones que las partes entendieron o pudieron entender que asumían, a los condicionamientos expresos o virtuales, nos hallamos en el sector de la buena fe-creencia.

Buena fe subjetiva: respeto a la apariencia o creencia en una situación o relación jurídica. Se caracteriza por la legitimación o el saneamiento de derechos; apunta a un estado de conciencia, y su campo más fecundo son las relaciones jurídicas reales, sin perjuicio de su actuación en las relaciones de familia y en las creditorias. Ese estado de conciencia destaca, unas veces, la creencia en la apariencia de una relación o situación jurídica[39]; quien se constituye como titular de un derecho a titulo derivado o en adquirente de un bien no conoce la falta de legitimación o la incapacidad de su enajenación, o bien los vicios que afectan a las circunstancias que limitan su derecho. Otras veces, el estado de conciencia destaca la ignorancia respecto del perjuicio que se causa a un interés ajeno tutelado por el Derecho. Ese desconocimiento del daño lo ubica en la creencia de obrar con honestidad y corrección.

O sea que frente a una misma relación, la apariencia provoca un doble desconocimiento o error, que afecta la situación de uno y otro extremo de la relación: se yerra sobre el derecho de la contraparte del que transmite o enajena, y se yerra sobre el propio derecho adquirido o recibido; la ignorancia lleva al error, a la falsa noción.

En todos estos casos, nos dice Espert Sanz, “entra en juego la exigencia de la seguridad del tráfico en la dinámica del derecho subjetivo, que exige que nadie pueda ser privado de su adquisición en la virtud de una causa que no conoció al tiempo de hacer la adquisición”.

Ese “no conocimiento” es un supuesto de buena fe[40]. Manuel de la Puente y Lavalle –distinguido profesor peruano-, luego de examinar los criterios propuestos por la doctrina moderna acerca de la buena fe subjetiva, señala las características siguientes: “a) se trata de una creencia personal del sujeto respecto de que su actuación es conforme a Derecho, o sea que tiene un contenido ético; b) esta conciencia, pese a ser subjetiva, no es candorosa sino razonada, en el sentido de que el sujeto ha apreciado los elementos de juicio que estaban a su disposición; c) la apreciación del sujete es fruto de su diligencia, esto es que ha hecho una búsqueda razonable de los elementos de juicio; d) en este proceso de formación de la creencia no ha actuado con dolo o culpa; e) la creencia del sujeto puede recaer tanto en su propia situación como en la de la persona con la cual se relaciona; f) la creencia, así formada, determina la conducta del sujeto, en el sentido de que hay una absoluta correspondencia entre el creer y su actuar; g) el Derecho da un tratamiento favorable a la conducta del sujeto por la razón de su creencia”[41]. En las X Jornadas Nacionales de Derecho Civil, celebradas en Corrientes en 1985, la Comisión N° 8 se ocupó de los Efectos jurídicos de la apariencia, llegando a recomendaciones de interés vinculadas a la noción subjetiva de buena fe: “1) La protección de la apariencia constituye un principio de Derecho que se extrae de una interpretación integradora del ordenamiento jurídico, y deriva de la finalidad de cubrir las necesidades del tráfico la seguridad dinámica y la buena fe”.

Excusabilidad e irreconocibilidad del error. El error acerca de la situación de la contraria no debe ser reconocible; esto es que no haya podido ser descubierto empleando la diligencia, media o normal. El error acerca de la propia situación no debe ser inexcusable o sea un error sin razón suficiente, provocado solo por la negligencia o descuido de la parte. Las referencias del art. 1197 al obrar con cuidado y previsión son muy claras sobre este punto.

La discusión acerca del papel del “error” en la buena fe ha sido muy ardua en la doctrina; frente a la concepción psicológica pura, defendida por Wachter y otros, que sostienen que “el error es elemento constitutivo determinante de la buena fe”, se levanta la idea de Bonafante, para quien el error no constituye la buena fe, “es algo externo y anterior a ella”; es “una motivación psicológica”. A su turno, predica Carnelutti la denominada “Concepción volitiva”, sosteniendo que la buena fe, jurídicamente, “voluntad conforme al Derecho o sea voluntad del Derecho”, y de ahí que ubique el error como cuestión que interesa solo de modo tangencial. También ha sido ardua la discusión sobre la distinción, en la concepción romana de buena fe, entre error excusable y no excusable. Es Bruns quien sostiene, Die bona fides bei der Ersitzung (1872), que la concepción ética de la buena fe, enseñada por los romanos, estriba en no admitir el error inexcusable como asiento de la buena fe. A su juicio no basta para configurar la buena fe la ausencia del dolo, es necesario además la falta de culpa.

“La buena fe no puede descansar en la culpa”, puesto que esta constituye por sí una infracción a las normas del leal y honesto comportarse con los demás. Interesa acotar que para Sacco, al exigir Bruns la excusabilidad, mide con criterio “jurídico-social” y no con criterios íntimos, subjetivos, propios de la ética[42].

El error de derecho. Mucho más dificultosa es la cuestión relacionada con la índole del error: si solo se admite el error sobre las circunstancias de hecho o si también excusa y legitima el error sobre las circunstancias de derecho. El tema fue debatido en el Derecho Romano, dentro del cual privo la máxima ignorantia iuris neminem excusat, sobre la base de la idea del conocimiento que de las leyes deben tener los ciudadanos, “indiscutible e indefectiblemente”, dado que participan en la formación de las mismas[43]. La doctrina francesa acepto esta tradición romana.

En la doctrina moderna la cuestión aparece más controvertida. Para Sacco debe distinguirse según que el error sea de la norma, que es inexcusable o recaiga sobre la existencia de un derecho subjetivo, que puede, en cambio, excusarse[44]. Para Venezian, el principio ignoratia iuris neminem excusat quiere decir solo que la ignorancia de la norma no puede ser motivo para dejar de aplicarla. Una cosa es la inexcusabilidad para el juez de aplicar la norma y otra es la inexcusabilidad para los particulares de conocerla e interpretarla correctamente. De ahí concluye que la excusabilidad del error de derecho puede darse, como elemento e la buena fe-creencia, dependiendo de las circunstancias del caso concreto. El fundamento de la inexcusabilidad, nos dice De Castro y Bravo, no es otro que “el deber de cooperación de todos en la realización del Derecho; una manifestación de esta colaboración es respetar las leyes, incluso las que no se conocen, aceptando y reconociendo sus consecuencias. De la falsa premisa acerca de que el necesario cumplimiento de la ley se basa en el deber de conocer el Derecho, se llega a la conclusión de que todo error de Derecho, culpable o inexcusable”. Para Mengoni, la relevancia del error de Derecho, como asiento de la buena fe, dependerá de que por el error trate o no el sujeto de eludir la aplicación de la norma ignorada. “Si la ignorancia se invoca fuera del campo de aplicación de la norma ignorada, el error de Derecho podrá tener relevancia a efectos de la buena fe”[45].

Es importante señalar que si bien en nuestro Derecho el articulo 923 prescribe que “La ignorancia de las leyes, o el error de derecho en ningún caso impedirá los efectos legales de los actos lícitos, ni excusara la responsabilidad por los actos ilícitos”, el mismo Código admite “excepciones”: la invocación del error e derecho como base de una “excusa”; es lo que acontece con el art. 784, que autoriza la repetición de lo dado a quien entrego por error de derecho. En la nota cita el Codificador a Marcadé, y recuerda que “el principio de equidad siempre es principio de Derecho”. A su vez, en la nota al art. 929, dice textualmente: “En general, el que se engaña sobre sus propios actos, o sobre su propia capacidad de derecho, no puede invocar este error, porque el supone una gran negligencia (L. 3, Dig., eod. – L. 42. Dig. De Reg. Juris); pero esto no es más que una presunción, porque semejante error es algunas veces admisible, sea a causa de la posición particular del sujeto, sea a causa de las circunstancias especiales del negocio (L. 1, § 2, Dig., eod). Apéndice 8, N° 3”.

En la doctrina nacional se destaca la opinión de Spota, que mucho ha realizado a favor de la consagración del principio de buena fe, quien afirma que la misma no puede estar “basada en una falsa representación del ordenamiento jurídico ni en un proceder displicente”[46].

La buena fe es definida como “conducta humana media, ya implique creer en lo que aparece como real, ya signifique lealtad”.

En nuestra opinión, el error de derecho puede ser excusable y servir de sostén a la buena fe-creencia, siempre en función de la equidad, de las circunstancias del caso que evidencian su excusabilidad en concreto y su no reconocibilidad. Nos apoyamos en dos ejemplos de la propia ley: los arts. 1185 bis y 2355. De donde la guter glaube, o sea la creencia subjetiva y errónea, permite la aplicación de la regla error iuris excusat, tal como lo anticipara De Castro y Bravo[47] para el Derecho español. En el caso del art. 1185 bis, el adquirente por boleto puede ignorar los gravámenes o impedimentos anotados en el Registro de la Propiedad, vale decir, ignorar –error de Derecho- las consecuencias del principio de publicidad registral (art. 21 Ley Nº 17.801). En el supuesto del art. 2355, la buena fe permite considerar como legitima una posesión que –el mismo Spota lo ha dicho- seria ilegitima y de mala fe de no mediar el error de Derecho; “error jurídico que no amparaba el Código de Vélez” pero que ampara, en mérito al poder jurigenetico de la buena fe, el Código reformado.

d) Función de la buena fe

Afirma Carnelutti que la buena fe “hace milagros también en el campo del Derecho”[48]. García Goyena, en su comentario al art. 978, afirmaba que “la equidad y la buena fe son el alma de los contratos”. En la doctrina italiana más reciente se destaca la obra de Nanni[49], para quien la buena fe “es la cláusula general de mayor relieve en el entero sector contractual”, que da pie a la “función creativa de los jueces dentro de uno de los grandes temas del Derecho jurisprudencial”. Ocurre que la doctrina que siguió a la sanción del Código de 1942, en el cual la buona fedeaparecía como un devore de correttezza, destacaba que el nacimiento de la buena fe no había sido acompañado de una buena estrella; ello no obstante el apoyo de Betti, para quien se trataba de un “principio cardinal para la nueva legislación”.

Al lado del denominado “efecto normal” de la buena fe, que no es otro que el de “eximir de responsabilidad al sujeto por los daños causados, ante la inconsciencia del sujeto acerca de la antijuridicidad del resultado querido –la mala fe impone y a veces agrava la responsabilidad por daños-, encontramos una función de creación jurídica, en el sentido de que, dentro de ciertos límites, la buena fe suple la forma deficiente del acto u otorga al mismo efecto diferentes”[50].

Creación jurídica, asimismo, en el sentido de destacar el poder jurigenetico de la buena fe, en la medida en que amplía las obligaciones contractuales ya existentes y las integra con obligaciones primarias y secundarias o instrumentales de conservación y respeto del derecho ajeno. Betti apunta que esta función la cumple muy especialmente en el Derecho alemán[51].

Creación jurídica, igualmente, en cuanto la buena fe conduce a aliviar las obligaciones asumidas en el contrato y a operar una modificación e incluso una resolución del vínculo contractual, según una exigencia de adaptación a circunstancias sobrevenidas, Aquí aparece la relación entre buena fe y revisión por excesiva onerosidad sobreviniente o teoría de la imprevisión.

No debemos dejar de lado tampoco su papel en la evitación de los abusos en el ejercicio de los derechos o en la evitación de los actos que importan un venire contra factum.

Finalmente, su papel como criterio hermenéutico para la interpretación del contrato.

 

 

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[1] Su inclusión o alusión expresa solo tiene el carácter de una afirmación programática, o de una mera declamación sin consecuencias prácticas o normativas, o bien de un “principio general” entendido como “inferencia generalizadora del ordenamiento jurídico”, que es, por lo demás, la manera de entender tales principios por la concepción positivista. Puede consultarse a ALVARES GARDIOL, A., la introducción a una teoría general del Derecho, Astrea, Buenos Aires, 1975, p. 241. Es excelente el trabajo de GOLDSCHMIDT, Werner, El positivismo jurídico como nihilismo, en E. D. 1973-45-957 y ss., en el cual concluye, desde la visión positivista, que: “1) El establecimiento de normas no constituye una tarea jurídica; 2) la aplicación de normas tampoco es un quehacer del jurista; 3) no existen investigaciones científicas jurídicas; etc.” Pueden leerse con provecho las críticas de BOGGIANO, Antonio, Por que una teoría del Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1992; a renglón seguido, el jurista capitalino afirma: “Hoy puede considerarse admitido que los jueces participan con el legislador en la función de elaborar el Derecho…”
[2] GARDELLA, Lorenzo A., Los principios generales del Derecho en el art. 16 del Código Civil, en Boletín del Instituto de Derecho Civil N° 3, Santa Fe, 1961, ps. 7 y ss.
[3] BOGGIANO, ob. Cit., p. 25.
[4] CAPITANT, Henri, Curso, t. III, p. 691.
[5] PLANIOL, Marcel y RIPERT, Georges, Traite elementaire de Droit Civil, 1920; para Bonnecase, “obliga al deudor a cumplir sus obligaciones como han sido pactadas”, Elementos del Derecho Civil, N° 385, t. II, p. 353. Josserand se limita a puntualizar que “todas las convenciones en el Derecho moderno deben ser ejecutadas e interpretadas de buena fe”, Derecho Civil N° 19, vol. I, t. II, p. 19.
[6] AUBRY, Charles y RAU, Charles, Cours de Droit Civil Français, 4° ed., Marchal et Billard, Paris, 1868-1878, N° 346, t. IV, p. 326.
[7] GHESTIN, Jacques, Trailé de Droit Civil, Contrat, Librairie Generale de Droit et de Jurisprudence, Paris, 1980, N° 184 y ss., ps.140 y ss. También puede entenderse a las enseñanzas de BENABENT, A., Les obligations, Paris, 1987; FLOUR, Jacques y AUBERT, Jean-Luc, Les obligations. L´acte juridique, Collin, Paris, 1986; MALAURIE, P. y AYNES, L., Droit Civil, Les obligations, Paris, 1985; WEILL, Alex y TERRÉ, François, Droit Civil, Les obligations, 4° ed., Paris, 1986.
[8] Como sostiene RISOLIA, Marco Aurelio, Soberanía y crisis del contrato, Abeledo, Buenos Aires, 1946, p. 166.
[9] ORGAZ, Alfredo, El contrato y la doctrina de la imprevisión, en Nuevos estudios de Derecho Civil, Bibliografía Argentina, Buenos Aires, 1954, p. 40.
[10] LAFAILLE, Héctor, Contratos, N° 277, t. I, p. 329.
[11] Símil al que recurre Llambías cuando se ocupa del “riesgo creado” como factor de imputabilidad o elemento de la responsabilidad civil.
[12] Encontremos aquí la relación entre buena fe y equidad. La primera es un “principio general” –es el sentido ya destacado- y tal principio, como cualquier norma abstracta, “se aplica según los dictados de la equidad, que es la justicia del caso particular” (GARDELLA, ob. Cit., p. 62). Es muy interesante la exposición de FERREIRA RUBIO, Delia M., La buena fe. El principio general en el Derecho Civil, Montecorvo, Madrid, 1984, ps. 31 y ss., acerca de la noción de principio general, para la escuela positivista y para los iusnaturalistas y, más adelante (ps. 97 y ss.), el debate acerca de si la buena fe es un standard o un “principio general”. Un standard, nos dice la distinguida jurista cordobesa, “es un parámetro, una medida, un patrón. Es un arquetipo o modelo de conducta social que, por una parte, se impone en determinados casos de modo expreso y, por la otra, implica que se niegue la tutela jurídica como sanción cuando se produce un comportamiento de signo contrario. La idea surge en la teoría anglosajona del Derecho y es trasladada o generalizada”.
[13] MONTESQUIEU, Charles, L´esprit des lois, XI, c. 6; también VI, 3.
[14] ORTEGA Y GASSET, José, Obras, II, ed. 1936, p. VI.
[15] BOGGIANO, ob. Cit., p. 95.
[16] VIDELA ESCALADA, Federico, La interpretación de los contratos civiles, Abeledo-Perrot, Buenos Aires 1964, señala este distinguido jurista que dicho texto, aunque juzgado como única norma civil en materia de interpretación –antes de la reforma- es, en rigor, “norma de integración del contrato”. Su vinculación, con la buena fe ha sido destacada por la doctrina nacional. Salvat, coincidiendo con MACHADO, José O., Exposición y comentario del Código Civil argentino, Lajouane, Buenos Aires, 1883-1903, t. III, p. 530, nota al art. 1198, y con SEGOVIA, ob. Cit., N° 220, t. 1, p. 337, nota 119, piensa que la idea de que los contratos deben ser ejecutados de buena fe “es la que inspiró el art. 1198”; Salvat llega a calificar el artículo aludido como “codificación de la buena fe” (SALVAT, Raymundo y ACUÑA ANZORENA, Arturo, Tratado de Derecho Civil argentino. Fuentes de las obligaciones, 2° ed., Tea, Buenos Aires, 1957, N° 302, t. II).
[17] Feliz, en cuanto subraya las consecuencias virtuales; infeliz, en cuanto omite la mención de la equidad. Quizá a Vélez le pareció menos peligrosa una concretización de este tipo –buena fe= consecuencias virtuales- que la mención del principio general “vago e impreciso”.
[18] El texto pudo inspirarse en el Código Civil chileno: “Los contratos deben ejecutarse de buena fe y por consiguiente obligan no solo a lo que en ello se expresa, sino a todas las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por ley o la costumbre pertenece a ella”. Nos parece superior el artículo de Vélez.
[19] MESSIONE, Francesco, Manual de Derecho Civil y Comercial, Ejea, Buenos Aires, 1955, N° 14, t. II, p. 122. El papel de los “usos” frente a “situaciones no regladas legalmente” –piénsese en la responsabilidad pre o poscontractual, en los contratos atípicos, etc. –es puesto de resalto por el art. 17.
[20] Ver la “presuposición” expuesta por Winscheid y, en la doctrina nacional, por LEON, Pedro. La presuposición en los actos jurídicos (Universidad Nacional de Córdoba, 1936, en Estudios de Derecho Civil, libro homenaje a Vélez Sarsfield con motivo del 60 aniversario de su fallecimiento), y su vinculación con la excesiva onerosidad sobreviniente”.
[21] OERTAMANN, Paul, Introducción al Derecho Civil, trad. de la 3ª ed. Alemana por L. Sancho Seral, Labor, Barcelona, 1933, p. 305; LARENZ, Karl, La base del negocio jurídico y cumplimento de los contratos, trad. de C. Fernández Rodríguez, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1956.
[22] GILSON, E., El realismo metódico, Rialp, Madrid, 1963, p. 166.
[23] ENNECCERUS, Ludwig; KIP, Theodor y WOLFF, Martin, Tratado de Derecho Civil, Bosch, Barcelona, 1947, t. I, ps. 196 y ss.
[24] CASELLA, M, II contrato e l´interpretazione, Milano, 1961, p. 114.
[25] CASELLA, ob. Cit., p. 65.
[26] BETTI, Emilio, Istituzioni di Diritto Romano, t. I, ps. 308 y ss.; SOHM, MITTEIS y WENGER, Instituciones de Derecho Privado Romano, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1936, ps. 342 y ss.
[27] BETTI, Emilio, Teoría general de las obligaciones, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1969, ps. 69 y ss.
[28] Significa una cosa en el Derecho inglés y otra en el Derecho continental; así mismo, se apuntan discrepancias entre los distintos Derechos englobados en el denominado continental: la buena fe no es la misma en el Derecho francés, en el italiano y en el alemán (GUTTERIDGE, H. C., El Derecho Comparado, trad. de E. jardi, Barcelona, 1954, p. 190).
[29] RECASÉNS SICHES, Luis, Nueva filosofía de la interpretación del Derecho, Fondo de Cultura Económica, México, 1956.
[30] SCJBA, 19-10-71, D. J. B. A. 94-241. Comenta favorablemente este importe fallo, que parece desprendido del logos de lo razonable, MORELLO, Augusto Mario, Ineficacia y frustración del contrato, Platense-Abeledo-Perrot, La Plata-Buenos Aires, 1975, p. 102.
[31] MIRABELLI, Giuseppe, Dei contratti in generale, 2° ed., Utet, Torino, 1967, ps. 239 y ss.
[32] FRIEDMANN, W., El Derecho en una sociedad en transformación, Fondo de Cultura Económica, México, ps. 48 y ss.
[33] BETTI, ob. Cit., ps. 70 y ss.
[34] La buena fe en el campo de las relaciones jurídicas reales, en especial la posesión de buena fe, la tenencia de buena fe, es la buena fe subjetiva o apariencia o creencia. Una actitud de conciencia, un punto de vista meramente psicológico, consistente en la ignorancia de lesionar un interés ajeno tutelado por el Derecho, en la creencia de la legitimidad del derecho adquirido sobre una cosa. El art. 2356 nos dice: “La posesión puede ser de buena o de mala fe. La posesión es de buena fe, cuando el poseedor, por ignorancia o error de hecho, se persuadiere de su legitimidad”.
A su vez, el art. 4006 nos dice que “La buena fe requerida para la prescripción, es la creencia sin duda alguna el poseedor, de ser el exclusivo señor de la cosa”. En la nota dice Vélez que “la duda es un término medio entre la buena y mala fe” o sea que la duda excluye la buena fe. Puede consultarse, sobre la prescripción adquisitiva, el trabajo de MORELLO, Augusto Mario, La configuración de la buena fe en la usucapión ordinaria, en Derecho Privado Económico, Platense, La Plata, 1970, ps. 217 y ss.
[35] En el Derecho de Familia el tema se expone, fundamentalmente, con motivo del “matrimonio putativo”, para cuya existencia es condición esencial y suficiente la buena fe. Ella se configura cuando media ignorancia acerca de la existencia de un impedimento para contraer nupcias; requiere “honestidad y rectitud de propósito y conducta” (BORDA, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil. Familia Perrot, Buenos Aires, 1955, N° 228, t. I, p. 161; DIAZ DE GUIJARRO, Enrique, La buena fe en el matrimonio anulable por vicio del consentimiento, en J. A. 1942-II-340 y ss.).
[36] DE CASTRO Y BRAVO, Federico, Derecho Civil de España, 3° ed., Civitas, Madrid, 1955, t. I, ps. 420 y ss.
[37] IHERING, Rudolf von, El Espíritu del Derecho Romano, Revista de Occidente, Madrid, 1947.
[38] GOMEZ ACEBO, F., La buena fe y la mala fe en el Derecho Privado, Revista de derecho Privado, 1952, t. XXXVI, ps. 103 y ss. También se la interpretaba como ignorancia de la deshonestidad de la propia conducta, como ausencia de dolo. Puede consultarse DE LOS MOZOS, José Luis, El principio de la buena fe: sus aplicaciones prácticas en el Derecho español, Bosch, Barcelona, 1965.
[39] La interpretación psicológica, empero, no es un fin en sí misma, nos afirma Betti: “se halla sometida a una valoración normativa del comportamiento para conducirse según el criterio de la corrección que consiste en la observancia del precepto del alterum non laedere, es decir, del respeto al interés ajeno tutelado por el Derecho…” (ob. Cit., p.74). Actúa de buena fe –afirma Gómez Acebo- quien cree en la juridicidad de su conducta, la cual, objetivamente, es antijurídica. La idea de creencia presupone una convicción fundada (ob. Cit., p. 122). Sobre la “concepción unitaria de la buena fe” y la clasificaciones –entre ellas la objetiva y subjetiva-, FERREIRA RUBIO, ob. Cit., ps. 87 y ss. Sobre un enfoque básicamente “filosófico-jurídico”, la investigación de TAMANTINI, C. A. y TAMANTINI, M. E. Z. de, El principio general de la buena fe, en J.A.1987-IV-924 y ss. Es muy recomendable el comentario e Rezzónico a un fallo de la CNCiv., sala C, 13-2-90, en el cual se descalifican las afirmaciones del comprador de un inmueble, respecto de las modalidades de la operación, sobre la base de una condena por delito de defraudación (REZZÓNICO, Juan Carlos, Efecto expansivo de la buena fe, en L. L. 1991-C -516 y ss.).
[40] ESPERT SANZ, Vicente, La frustración del fin del contrato, Tecnos, Madrid, 1968, p. 119.
[41] DE LA PUENTE Y LAVALLE, Manuel, El contrato en general, Pontificia Universidad Católica, Lima, 1991, primera parte, t. II, p. 30.
[42] SACCO, Rodolfo, La buona fede, Torino, 1949.
[43] Criterio sostenido por Coviello y Filomusi; otros como Gorphe y Laurent hablan de una ficción legal de conocimiento para todos, de las normas.
[44] SACCO, ob. Cit. En nota 42.
[45] MENGONI, L., L´acquisto “a non domino”, Milano, 1949.
[46] SPOTA, Alberto G., Curso sobre temas de Derecho Civil, Instituto Argentino de Cultura Notarial, Buenos Aires, 1971, p. 157.
[47] DE CASTRO Y BRAVO, ob. Cit., t. I, p. 530.
[48] CARNELUTI, Francesco, Teoría general del Derecho, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1941, p. 292.
[49] NANNI, Luca, La buona fede contrattuale, Cedam, Padova, 1988.
[50] Para Mengoni (ob. Cit., p. 64) la buena fe no es más que un presupuesto requerido por la norma para atribuir a la apariencia eficacia creadora.
[51] BETTI, Teoría general… cit., t. I, ps. 99 y ss.; MOSSET ITURRASPE, J. y PIEDECASAS, M., Código Civil comentado. Contratos, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2004, art. 1198, ps. 388 y ss.; CORDOBA, M. M. (dir.), obra colectiva, Tratado de la buena fe en el Derecho, T. I, Doctrina nacional, t. II, Doctrina extranjera, La Ley, Buenos Aires, 2005, obra que contiene excelentes aportes.