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El que los sistemas de justicia constitucional evolucionan, incluso pretorianamente, es una cuestión conocida nada más ni nada menos que desde Marbury v. Madison[1], el caso que dio origen al control judicial. Como es sabido, el texto de la Constitución de los Estados Unidos no contiene una disposición expresa que autorice a la Corte Suprema a declarar la inconstitucionalidad de las normas contrarias a la Constitución, aunque algunos consideran que se trataba de una facultad implícita de los jueces, respaldada además por un famoso pasaje de Hamilton contenido en “El Federalista No. 78”. Otros, sin embargo, concibieron la maniobra como una “usurpación de funciones” por parte del máximo tribunal[2]. Y la supuesta lógica “sólida” y “simple” en la que, según Cappelletti, se había basado el juez Marshall, hace tiempo ha sido puesta seriamente en entredicho[3]. Pero lo cierto es que, más allá de este debate, el control judicial de la ley fue, en definitiva, incluso más que una evolución: se trató de una verdadera creación jurisprudencial[4].
Ahora bien, haciendo abstracción de Marbury, que es un caso paradigmático y excepcional en la historia del constitucionalismo universal, vale la pena estudiar de qué forma nuestro sistema de justicia constitucional ha evolucionado a lo largo de los veinticinco años en que ha estado en vigor. Hasta donde sé, no existe aún un esfuerzo de integrar de forma sistemática algunos de los cambios más significativos de esta evolución, por lo cual considero que un estudio de esta naturaleza podría resultar útil para echar luz sobre algunas decisiones que han venido a modificar –en algunos casos de forma sustancial– el modelo de justicia constitucional previsto en la Constitución de 1992.
En consecuencia, en este trabajo pretendo llamar a la atención acerca de tres grandes “momentos”, por llamarlos de algún modo, que han marcado una evolución en el sistema de justicia constitucional establecido en la Constitución desde su puesta en vigencia. No sugiero que estos cambios sean exhaustivos, y de hecho probablemente no lo sean, pero sí considero que son significativos y que ameritan ser destacados, en razón de que afectan no ya a ciertas líneas jurisprudenciales sobre determinados asuntos de relevancia constitucional, sino al diseño mismo del modelo de justicia constitucional establecido en la Constitución de 1992.
La pregunta acerca de si esta evolución ha sido o no positiva para el sistema en su conjunto es una cuestión que aquí quedará abierta, aunque insinuaré de forma esquemática en la conclusión algunas de las formas en las que estos cambios pueden ser interpretados. No obstante, antes de hacer esta evaluación de forma más exhaustiva, es importante describir la naturaleza de la evolución operada, así como sus fundamentos jurídicos, y explicar algunas de sus potenciales implicaciones.
El primero de los momentos se refiere a la potestad del máximo tribunal de dictar sentencias declarativas de inconstitucionalidad con efectos “erga omnes”. Inicialmente, el constituyente ideó un modelo de justicia constitucional con efectos limitados al caso concreto. Este sistema, o al menos eso intentaré argumentar, ha sido transformado por vía jurisprudencial, y hoy en día, como resultado del cambio operado, la Corte Suprema ha acabado adquiriendo perfiles que lo acercan, al menos en ciertos rasgos y de forma potencial (o incluso real), a los de un tribunal constitucional europeo.
El segundo cambio se refiere a la facultad de dictar sentencias “declarativas de certeza constitucional”. Esta figura tampoco se hallaba prevista en la Constitución de 1992, y de hecho no tiene parangón en ningún sistema de control constitucional de la región ni en el de las democracias constitucionales más consolidadas cuyos modelos de justicia constitucional suelen servir como referentes a nivel de derecho comparado. Sin embargo, ha sido introducida por nuestra jurisprudencia, operándose así una evolución significativa con relación al sistema establecido en la Ley Fundamental de 1992.
Finalmente, el tercer momento guarda algunas diferencias con los anteriores, aunque es susceptible de producir igualmente una alteración significativa en el sistema de justicia constitucional establecido en la Constitución. Me refiero a la incipiente recepción de la doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos acerca del “control de convencionalidad”, con lo cual nuevamente se podría llegar a modificar el sistema establecido por la Carta Magna de 1992.
En lo que sigue procederé de la siguiente manera. En primer lugar, se explica brevemente el diseño del sistema de justicia constitucional establecido en la Constitución de 1992 (apartado II), lo cual resulta esencial para comprender de qué forma la jurisprudencia se ha apartado de dicho sistema. Seguidamente, en el apartado III, se exponen, de forma separada y sucesiva, cada uno de los tres cambios constitucionales incorporados por nuestra jurisprudencia constitucional, a saber, la introducción de las sentencias estimativas de inconstitucionalidad con efectos “erga omnes” (apartado III.1); la jurisprudencia acerca de las “acciones declarativas de certeza constitucional” (apartado III.2); y la incipiente introducción de la doctrina del “control de convencionalidad” (apartado III.3). Las conclusiones se exponen en el apartado IV.
II. Breve descripción del modelo de justicia constitucional establecido en la Constitución de 1992 [arriba]
Antes de dar inicio a la tarea que tenemos por delante, en este apartado señalaré algunos de los rasgos esenciales del sistema de justicia constitucional establecido en la Constitución de 1992. De esta forma, se podrá apreciar posteriormente de qué manera la justicia constitucional ha evolucionado, alejándose del texto constitucional. De todas maneras, no es mi intención realizar aquí una descripción exhaustiva del modelo de justicia constitucional establecido en la Constitución, cuyo tratamiento acabado merecería un estudio por separado, sino sólo exponerlo en sus grandes lineamientos, a fin de que se comprenda la evolución que ha tomado lugar con posterioridad a su entrada en vigor, dando paso a la configuración de un sistema que en algunos aspectos se ha alejado del que fuera concebido por el constituyente de 1992.
Tal como he señalado en otro lugar, el sistema de justicia constitucional establecido en la Constitución paraguaya es un sistema híbrido, que se nutre, en distintos aspectos, tanto del modelo constitucional norteamericano como del modelo europeo de control constitucional[5].
De este último ha adquirido, entre otros, su carácter de sistema “concentrado”. Cabe apuntar, no obstante, que esto no necesariamente significa que la inspiración directa de los constituyentes haya sido alguna constitución europea en particular, ni tampoco la doctrina europea. Parecen haber pesado más ciertos modelos latinoamericanos, como el costarricense, independientemente a que el ensamblado final haya resultado distinto. De esta forma, la Constitución paraguaya no prevé la figura de un tribunal constitucional propiamente dicho, pero sí una Corte Suprema (que forma parte del Poder Judicial), y que es el único órgano con atribuciones para declarar la inconstitucionalidad de las leyes y otros instrumentos normativos. Además, según lo dispone la propia Constitución, la Corte Suprema, integrada por nueve miembros, se organiza en tres salas, una de las cuales es la Sala Constitucional, por expresa disposición de la Carta Magna[6]. La Sala Constitucional consta de tres miembros, y como su nombre indica, es la sala especializada en material constitucional.
Según la Ley 609/95 “Que organiza la Corte Suprema de Justicia”, tanto la Sala Constitucional como el pleno de la Corte pueden declarar la inconstitucionalidad de las leyes. Normalmente, la Sala Constitucional absorbe la mayor cantidad de casos, ya que la organización en salas de la Corte obedece precisamente a una técnica de división y especialización del trabajo. No obstante, según la ley que organiza el funcionamiento de la Corte, cualquiera de sus salas, incluida la Sala Constitucional, deberá integrarse con la totalidad de los nueve ministros de la Corte para resolver cualquier cuestión –incluidas las cuestiones constitucionales–, cuando así lo solicite cualquiera de sus miembros[7].
A su vez, la segunda de las influencias apuntadas, es decir, la norteamericana[8], se refleja en la forma de ejercer el control y sobre todo, en los efectos de la sentencias. Así, la Sala Constitucional de la Corte tiene la atribución limitada y restrictiva de “conocer y resolver sobre la inconstitucionalidad de las leyes y otros instrumentos normativos”, declarando la “inaplicabilidad” de los que sean contrarios a la Constitución, “en cada caso concreto”, y con efectos limitados a cada caso[9]. Es decir, el sistema de justicia constitucional paraguayo se halla concebido únicamente para declarar la inconstitucionalidad de leyes (en sentido material) en el contexto de casos concretos y con efectos “inter partes”, de forma similar –y salvando las diferencias, por supuesto– al modelo norteamericano de control judicial[10].
Este sistema híbrido, que parece inspirarse al mismo tiempo en dos modelos distintos de justicia constitucional, pudo haber sido, al menos en parte, el origen de algunas de las confusiones en que ha incurrido la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia en algunos de los casos que serán analizados en este trabajo. En efecto, a pesar de haber sido concebida para “inaplicar” leyes únicamente en el marco de casos concretos sometidos a su conocimiento, algún fallo de la Corte Suprema ha llegado a deslizar, obiter dicta, un comentario en el cual parece dar a entender –aunque acaso inadvertidamente– que en otras latitudes la figura del máximo tribunal es conocida con el rótulo de “legislador negativo”[11]. Acaso esto resulte sintomático de la confusión que produce la confluencia de ambos modelos.
Por último, es importante hacer notar que el artículo 137 de la Constitución establece claramente que el parámetro de la constitucionalidad está dado exclusivamente por el texto de la Constitución. En el derecho positivo paraguayo, la Constitución es la ley suprema, y los tratados y otros instrumentos similares ocupan el segundo lugar en el orden de prelación, seguido finalmente por las leyes y otras disposiciones jurídicas de inferior jerarquía. Es importante tener presente este orden de prelación en la medida en que la evolución que será reseñada en este trabajo también puede llegar a afectar nada menos que al ordenamiento mismo de nuestro edificio jurídico-constitucional.
III. Tres momentos en el proceso de evolución de la justicia constitucional [arriba]
1. La declaración de inconstitucionalidad de las leyes con efectos “erga omnes”
Habiendo realizado la exposición que antecede, en este apartado me dispongo a analizar el primero de los cambios en el modelo de justicia constitucional que ha sido operado por nuestra jurisprudencia constitucional, el cual tuvo lugar cuando dicha jurisprudencia comenzó a concebir que la Corte Suprema poseía la facultad de dictar sentencias declarativas de inconstitucionalidad con efectos “erga omnes”. En efecto, a pesar de lo expuesto brevemente en el apartado anterior, desde sus primeros años de funcionamiento bajo la Constitución vigente, nuestra jurisprudencia constitucional acogió la doctrina en virtud de la cual consideró que la máxima instancia judicial poseía la facultad de declarar la inconstitucionalidad de las leyes y otros instrumentos normativos de rango infra constitucional con efectos “erga omnes”[12]. Conviene aclarar que con esta expresión se quiere dar a entender no sólo que las sentencias tienen efectos generales que trascienden el caso concreto sometido al máximo tribunal, sino que dichas sentencias lisa y llanamente producen “efectos derogatorios”, es decir, equivalen “a derogar el acto normativo (ley, decreto, etc.)”[13].
Como resulta obvio, este cambio en el modelo de justicia constitucional supone una mutación con implicaciones jurídicas y políticas significativas, pues asemeja a la Corte Suprema, como queda dicho, a la ya citada figura kelseniana del “legislador negativo”. No es necesario recordar aquí la concepción de Hans Kelsen sobre la justicia constitucional y acerca de la forma como concibió a dicho órgano, ni tampoco sobre sus diferencias con el modelo norteamericano de control constitucional[14]. Pero sí resulta importante resaltar el gran impacto que esto puede llegar a tener para un modelo constitucional que fue inicialmente concebido con la finalidad de resolver casos concretos, dictando sentencias que únicamente habrían de tener efectos con relación al caso sometido a su decisión, en oposición a un sistema de control con efectos derogatorios. Además, hasta los defensores de esta doctrina reconocen que la voluntad clara del constituyente fue la de establecer efectos “inter partes” y limitados al caso para las sentencias estimativas de inconstitucionalidad.
La fundamentación jurídica de esta posición se basa en un juego de disposiciones constitucionales dispersas e interpretadas con cierta laxitud. Por un lado, se invoca el artículo 132 de la Constitución, inserto en la parte dogmática de la Ley Fundamental, dentro de las garantías constitucionales, y no dentro del título que organiza y estructura el Estado, y en especial, en lo relativo al máximo tribunal y a su Sala Constitucional. Dicho artículo establece que “la Corte Suprema de Justicia tiene facultad para declarar la inconstitucionalidad de las normas jurídicas y de las resoluciones judiciales, en la forma y con los alcances establecidos en esta Constitución y en la ley”. En un segundo momento, se trae a colación otra disposición, el artículo 137, que expresa que “carecen de validez todas las disposiciones y actos de autoridad opuestos a lo establecido en esta Constitución”. Finalmente, estos dos artículos se complementan con una apelación al artículo 259 de la Constitución, el cual, antes de entrar a regular las facultades específicas de la Sala Constitucional, otorga a la Corte Suprema la atribución de “conocer y resolver sobre inconstitucionalidad”. De allí que se sostenga que la Corte, actuando en pleno, y a diferencia de la Sala, a efectos de poder hacer valer la disposición del artículo 137 acerca de la falta de “validez” de los actos contrarios a la Constitución, tendría la facultad de declarar inconstitucional los actos normativos contrarios a la Constitución “con efectos derogatorios”.
La interpretación, sin embargo, resulta poco plausible. En efecto, difícilmente el artículo 137 citado se refiera al supuesto específico de las sentencias estimativas de inconstitucionalidad, y su invocación para intentar establecer una supuesta concordancia con las normas acerca de las atribuciones de la Corte Suprema en materia de efectos de sus sentencias declarativas de inconstitucionalidad parece un tanto forzada, amén de que va directamente en contra la intención del constituyente plasmada en la sección relativa a la organización de la Corte Suprema de Justicia, en la cual se establecen de manera clara y expresa sus deberes y atribuciones[15].
Por lo demás, no parece que la organización de los tribunales o cortes supremas en “salas” guarde ningún tipo de relación –a nivel de derecho comparado– con la facultad de declarar la inconstitucionalidad con efectos limitados al caso concreto o con efectos “erga omnes”. Esto más bien parece obedecer a una simple técnica de organización de trabajo. De hecho no se entiende por qué razón, siguiendo de forma consistente la lógica de la jurisprudencia en cuestión, no se dictarían resoluciones con efecto “erga omnes” cada vez que la Corte actúa en pleno, en lugar de hacerlo sólo en determinados casos, y al parecer la Corte no ha establecido ningún criterio que pueda servir de orientación en esta materia.
Finalmente, la tesis bajo examen asume que, si bien existen disposiciones especiales relativas a la atribución de la Sala Constitucional que claramente circunscriben su poder a la declaración de inconstitucionalidad con efectos inter partes limitados al caso concreto, no existen –al menos no explícitamente– disposiciones concretas relativas al papel que compete a la Corte actuando en pleno. No obstante, si el constituyente ha regulado prolija y minuciosamente las atribuciones de la Sala Constitucional, atribuyéndole efectos limitados en su accionar, el argumento según el cual, ante la falta de una disposición expresa, la Corte actuando en pleno tendría poderes más amplios, no resulta convincente. Ello es así sobre todo considerando que, al tratarse de una cuestión relativa a las atribuciones de un órgano del Estado, la Corte debe ser, en su interpretación, muy rigurosa con la aplicación del principio legalidad (como lo ha sido en otros casos y con relación a otros poderes del Estado). No debe perderse de vista que la ley que organiza el funcionamiento de la Corte y que ha interpretado la Constitución en esta materia, no ha otorgado al pleno de la Corte Suprema la facultad de declarar la inconstitucionalidad de las leyes con efectos “erga omnes”.
Lo cierto es que, más allá de todo lo dicho, y sin tener ninguna atribución expresa prevista en el texto constitucional, nuestra jurisprudencia constitucional ha acabado atribuyendo a la máxima instancia judicial el poder de derogar normas reputadas inconstitucionales del sistema jurídico[16] . Como resultado, la modificación constitucional efectuada por vía interpretativa por la Corte Suprema de Justicia le ha permitido convertirse en un tribunal que no solamente resuelve casos y controversias concretos, sino que posee además la facultad de expulsar normas del sistema, es decir, de derogarlas, cuando las considere inconstitucionales. En este sentido, puede sostenerse que se ha desdibujado lo que parecía ser inicialmente un diseño constitucional que, en lo que a los efectos de la sentencias se refiere, se asemejaba más al modelo norteamericano de control judicial, y se ha introducido así un sistema ajeno al previsto en el diseño original de la Constitución paraguaya[17]. Por último, si bien es cierto que últimamente parece haber mermado el ímpetu de la Corte a la hora de dictar sentencias con efectos “erga omnes”, no es impensable que, una vez disponibles los precedentes, la doctrina sea reflotada en cualquier momento, que es lo que ocurrió con la figura que será analizada en el apartado siguiente.
2. Las “acciones declarativas de certeza constitucional”
El segundo cambio constitucional resaltado en este trabajo y que ha acabado por modificar nuevamente el perfil del sistema de justicia constitucional diseñado por la Constitución de 1992 consiste en la admisión de las llamadas “acciones declarativas de certeza constitucional”.
En el derecho constitucional argentino –de una impronta muy fuerte en el derecho paraguayo, tanto a nivel doctrinario como jurisprudencial– este tipo de acciones son conocidas. Al parecer, las mismas fueron producto de un proceso evolutivo en el contexto de un sistema de justicia constitucional que presenta fuertes rasgos pretorianos. Inicialmente, en dicho sistema jurídico la única forma de impugnar una disposición inconstitucional habría sido la vía incidental. Como no existía la acción directa, jurisprudencialmente se admitió la vía de la “acción declarativa de certeza” como un paso previo a la admisión de la impugnación directa de las normas reputadas inconstitucionales por vía de la acción[18].
En Paraguay, sin embargo, este paso nunca fue necesario, ya que el Código Procesal Civil, que regula los principales aspectos del derecho procesal constitucional, consagra y reconoce la figura de la acción de inconstitucionalidad contra actos normativos de carácter general.
A pesar de ello, la doctrina se inauguró en el año 1999, en el marco de un caso de perfiles políticos muy acentuados y que supuso la introducción de las acciones declarativas de certeza constitucional en la jurisprudencia constitucional del país[19]. Los hechos que motivaron el caso guardaban relación con la doble acefalía del Presidente de la República y del Vicepresidente. Ante esta situación, la Corte fue llamada a pronunciarse sobre si correspondía o no que las autoridades electorales llamasen a elecciones para elegir a ambos cargos, o si debían únicamente convocar a elecciones para elegir al Vicepresidente, ya que el artículo relevante únicamente hacía alusión a la elección del Vicepresidente en caso de acefalía. Lo más probable es que el constituyente no imaginó la hipótesis de la doble acefalía, o que por lo menos, omitió regularla expresamente[20].
La razón por la cual la Corte empleó este recurso procesal, hasta entonces inexistente en nuestro país, tiene una explicación sencilla, aunque quizás haya pasado inadvertida debido a las discusiones abstrusas que se vertieron en el fallo y que desviaron la atención de comentaristas posteriores sobre el problema de fondo (me refiero en concreto a la discusión de si debe existir o no un “caso” o “causa justiciable”, pues para cada situación es posible inventar un “caso” o “causa”, como lo demuestra el leading case). Lo cierto y lo concreto es que no había “disposición normativa” de ninguna naturaleza que impugnar por su supuesta incompatibilidad con la Constitución, y ésta es la cuestión fundamental que fue pasada por alto. El Tribunal Superior de Justicia Electoral formó un expediente (el “caso”), y se decidió posteriormente elevar la cuestión a la Corte a fin de que resuelva lo que, a criterio del órgano electoral, constituía una supuesta “antinomia” constitucional. Es decir, básicamente se solicitaba al máximo tribunal que interprete directamente la Constitución y le asigne un determinado significado ante la duda de los operadores jurídicos de la justicia electoral, pues las “antinomias” no son sino un problema interpretativo.
En este caso, la Corte Suprema declaró, con “alcance de certeza constitucional”, que únicamente cabía llamar a elecciones del Vicepresidente de la República, no así del Presidente[21]. La decisión resultaba jurídicamente muy cuestionable, pues lo más razonable hubiera sido admitir que, si para el caso del Vicepresidente debía convocarse a elecciones, con mayor razón correspondía hacer lo propio para el caso de acefalía del Presidente. A pesar de que la Corte pudo haber tenido buenas intenciones (el país se encontraba ante un escenario político muy convulsionado), lo cierto es que el fallo produjo como resultado la conformación de un gobierno no electo a través de las urnas, con todo lo que ello trae aparejado para cualquier sistema de democracia constitucional[22].
Con posterioridad a este fallo, la Corte cambió de composición, por lo cual no resultaba posible predecir si este tipo de acciones irían consolidándose, o si, por el contrario, habrían de limitarse a la especial coyuntura política que le dio origen. Sin embargo, unos años más tarde, cuando comenzaron a surgir dudas interpretativas acerca del tiempo de duración del mandato de los ministros de la Corte, algunos de éstos, ante la inminencia de los plazos que amenazaban con dejarlos fuera de sus cargos, promovieron “acciones declarativas de certeza” ante el mismo órgano al que pertenecían a efectos de que defina su situación[23]. La razón por la cual, nuevamente, y al menos en algunos casos, los afectados acudieron a esta vía en lugar de optar por los resortes legalmente previstos –como ser la acción o la excepción de inconstitucionalidad reguladas por el Código Procesal Civil– era obvia. No existía acto normativo alguno que impugnar ni litigio alguno al respecto[24]. Únicamente existía una supuesta “incertidumbre creada por personas de distintos sectores de la sociedad”, como se sostuvo en un fallo[25]. Por tanto, básicamente lo que se peticionaba era que la Corte se pronuncie acerca de si sus propios integrantes eran o no inamovibles en el cargo hasta la edad de 75 años, o si bien, debían volver a postular para el cargo al término de los cinco años de mandato.
Como era de esperar –pues dada la forma como funciona cualquier sistema, no había forma de que en este caso la Corte no actuara como juez y parte, salvo que ejerciera una improbable deferencia al legislador[26]–, en todos los casos la Corte falló a favor de la posición que beneficiaba a los ministros, declarando su inamovilidad hasta la edad de 75 años, a pesar de que se trataba de una interpretación controvertida, y que incluso fue desafiada por el Senado, órgano que sostenía un criterio diferente[27].
Finalmente, y sin pretender agotar la casuística[28], se trae a colación un último fallo a título de ejemplo de las implicaciones de esta jurisprudencia. En febrero de 2016, un ciudadano planteó a título personal una acción declarativa de certeza constitucional, a fin de obligar a la Corte Suprema a pronunciarse sobre el mecanismo adecuado para llevar a cabo la reelección presidencial, en concreto, si esta figura debía establecerse por vía de la reforma o de la enmienda[29]. Al igual que en los otros casos, el hecho de que no hubiera ley (en sentido material) alguna que impugnar y confrontar con la Constitución al parecer no jugó ningún papel en la decisión. La Corte fundamentalmente alegó falta de “interés” del afectado[30]. Con base en este argumento, la acción no prosperó, pero las cosas podrían haber sido distintas, o podrían llegar a cambiar más adelante, dependiendo de cómo se plantee la acción, del clima político o de las inclinaciones de la Corte. En efecto, habida cuenta los criterios de admisión sumamente maleables que dicho tribunal emplea ante este tipo de acciones, no debería extrañar si en cualquier momento, vía acción declarativa de certeza, se deja expedita la vía para “interpretar” directamente la Constitución en ésta o cualquier otra cuestión que defina el rumbo institucional del país.
En cuanto a los criterios jurídicos que ha empleado la Corte para justificar la acción declarativa de certeza, hay que distinguir el leading case de los casos subsiguientes. En un primer momento, con el leading case de 1999, se acude, entre otras nociones procesales dudosas, a los conceptos de “causa judiciable” o de “cuestión constitucional”, y al mecanismo previsto en el artículo 18 del Código Procesal Civil. Este artículo, sin embargo, resultaba claramente inaplicable, pues se halla previsto para activar ante la Corte Suprema el control judicial de una disposición normativa, situación que no existía. De allí que se puso hincapié además en la noción de “caso justiciable”. Al haber una “causa justiciable” –que no era cosa sino el “expediente” formado en la justicia electoral– la Corte supuestamente tenía la facultad de pronunciarse sobre la cuestión. Pero esta justificación resulta notoriamente insuficiente, en razón de que no se trataba determinar si existía o no “causa constitucional” que enjuiciar, sino que, como queda dicho, la esencia del control constitucional radica en la existencia de una norma inferior que debe ser confrontada con la ley fundamental a efectos de determinar su compatibilidad, algo que en este caso no existía, pues se solicitaba a la Corte que interprete una supuesta “antinomia” entre disposiciones contenidas en la propia Constitución.
Posteriormente, la Corte elaboró una posición doctrinalmente más sofisticada, apoyándose esta vez en la figura de las “acciones puramente declarativas”, previstas el Código Procesal Civil, cuerpo normativo que regula igualmente aspectos relativos al derecho procesal constitucional[31]. Lo que se pretendía era su aplicación a todo tipo de acciones, incluidas las acciones de naturaleza “constitucional”. No obstante, esta fundamentación parecía pretender adecuar la Constitución al código de forma y no a la inversa, contradiciendo así el principio de interpretación conforme a la constitución (en la versión más elemental de este principio). De este modo, este intento, aunque más refinado, resultaba a mi parecer nuevamente insatisfactorio, y se echaba de menos una explicación acerca de qué norma exactamente iba a controlar la Corte a través de las acciones declarativas de certeza[32].
Finalmente, cabe mencionar que para este tipo de acciones siempre se ha citado como fuente tanto la doctrina como la jurisprudencia argentina. Sin embargo, un examen de las fuentes citadas dejan en evidencia que la jurisprudencia nacional sobre la materia simplemente no contextualizó adecuadamente las citas de los autores argentinos empleados como fuente, quienes en todo momento hacen referencia a la acción declarativa de certeza en el marco de casos donde estaba en juego el control de una norma de rango inferior a la Constitución[33]. El desarrollo adecuado de cualquier referencia a esta cuestión –a nuestro trascendental, por tratarse de una cuestión consustancial a cualquier sistema de control constitucional– no resulta lo suficientemente ponderado en los fallos más relevantes de la Corte sobre la materia[34].
De esta forma, nuestra jurisprudencia constitucional nuevamente ha modificado el diseño del sistema de justicia constitucional establecido en la Constitución de 1992. De hecho, puede sostenerse que se ha incorporado un sistema de control constitucional que –hasta donde sepamos– no existe en ninguna democracia constitucional de la región o de países como Estados Unidos o los de Europa que constituyen referentes en materia de justicia constitucional. La peculiaridad de este mecanismo de control constitucional radica en que, en puridad, a través del mismo no se ejerce ningún tipo de control. Como es sabido, en todo sistema de control constitucional existe una “norma controlante”, que es la constitución (aunque el parámetro de la constitucionalidad pueda extenderse a otras normas), y una “norma controlada”, que es la norma de inferior jerarquía del ordenamiento que se contrasta con la constitución a fin de verificar su adecuación a ella. Con la acción declarativa de certeza constitucional (en su versión paraguaya y a diferencia de la versión argentina), simplemente se prescinde de la norma controlada, y se pasa a “interpretar” directamente el significado de las disposiciones constitucionales, con criterios de admisión que resultan, como queda dicho, sumamente dúctiles y que pueden ser aplicados de diversas maneras según la coyuntura de la que se trate. Por último, resulta obvio que esto se traduce en un poder nada desdeñable a favor de la Corte para atribuir significado al texto constitucional en cuestiones de suma trascendencia institucional, con prescindencia de la participación de otros actores.
3. La introducción del “control de convencionalidad”
El tercer cambio en el sistema de justicia constitucional que ha comenzado a ser introducido por la Corte Suprema –e incluso por tribunales inferiores– en realidad es atribuible a un tribunal internacional, a saber, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CtIDH). Como es sabido, el llamado “control de convencionalidad” es una creación jurisprudencial de la CtIDH que data del año 2006[35] (a pesar de que la CtIDH comenzó a funcionar en los años 80). La doctrina ha sido apuntalada por una profusa literatura que intenta darle sustento, además de ser difundida a través conferencias, cursos, y otros eventos de promoción, y auspiciada incluso por los jueces de la CtIDH y sus funcionarios, además de profesores de renombre de influyentes países de la región.
Más allá de su prestigio, se trata de una doctrina que, a mi modo de ver, no resulta exenta de problemas teóricos y prácticos de peso. Está claro que estos problemas no pueden ser discutidos en este trabajo[36]. En consecuencia, me centraré aquí a explicar de qué forma la recepción de la doctrina por parte de nuestra jurisprudencia constitucional podría llegar a operar cambios trascendentales en el sistema de justicia constitucional establecido en la Ley Fundamental de 1992.
La doctrina sobre el control de convencionalidad presenta varias aristas y matices que no pueden ser desarrollados exhaustivamente en este lugar, sobre todo cuando que la misma no ha tenido una evolución uniforme en la jurisprudencia la CtIDH. No obstante, en líneas generales, considero que la siguiente descripción captura dos aspectos esenciales que me interesan destacar aquí. Por un lado, la doctrina establece que los jueces y otras autoridades nacionales, deben “inaplicar” las disposiciones de su ordenamiento interno cuando sean contrarias a la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) y a otros tratados del sistema interamericano de derechos humanos (SIDH). Si bien resulta dudoso de que la CtIDH realmente haya sostenido algo así, de todas formas, algunos influyentes divulgadores de la doctrina la han interpretado de esta forma. De otra parte, la doctrina del control de convencionalidad establece que los jueces y otras autoridades deben seguir las interpretaciones que de dichos instrumentos ha efectuado la CtIDH.
Si bien la intención de la CtIDH al propiciar esta doctrina parecía ser, entre otros, la de lograr una mayor eficacia a nivel interno de la CADH y de otros tratados del SIDH, evitando la aplicación de disposiciones contrarias a estos instrumentos, lo cierto es que, a mi modo de ver, se trata, como queda dicho, de una construcción no exenta de problemas desde su concepción misma por parte de la CtIDH[37]. Como es natural, estos problemas se trasladan al ámbito interno, con consecuencias potencialmente significativas.
Siguiendo la tendencia regional, nuestros tribunales, incluida la Corte Suprema de Justicia, han comenzado a hacer alusión en algunos fallos recientes a la doctrina del control de convencionalidad. Si bien en algunos casos no se menciona expresamente la doctrina, la Corte transcribe pasajes de fallos de la CtIDH relativos a dicha figura. En otros supuestos, la mención a la doctrina del control de convencionalidad es meramente anecdótica, y no desempeña ningún papel relevante en la decisión[38]. Finalmente, en un último grupo de casos se emplea el control de convencionalidad en su versión más innocua, que exige una “interpretación conforme a la CADH”, lo cual no implica “inaplicar” ninguna disposición, sino solamente interpretarla conforme a dicho tratado[39]. No obstante, si la interpretación de las normas internas resulta “conforme” a la CADH, entonces no son incompatibles, con lo cual esta vertiente de la doctrina del control de convencionalidad no reviste la capacidad de afectar la estructuración del sistema de justicia constitucional local.
Lo cierto es que, más allá de estas incipientes y tímidas incursiones, las mismas podrían ir cristalizando e incluso robusteciéndose, para acabar modificando drásticamente el sistema de justicia constitucional paraguayo en caso de ser definitivamente receptadas. Y de hecho es muy probable que esta tendencia ya haya comenzado.
En primer lugar, el sistema de control concentrado establecido en la Constitución de 1992 y que permite a la Corte Suprema inaplicar disposiciones contrarias a la Carta Magna corre el riesgo de desvirtuarse en este aspecto, y no es impensable que, bajo el pretexto de la doctrina del control de convencionalidad, cualquier juez se disponga a inaplicar disposiciones del ordenamiento interno por considerarlas contrarias a la CADH (u otros tratados del SIDH). De hecho un juez o un tribunal inferior podría llegar a sostener que ya no resulta necesario elevar a la Corte una cuestión reputada inconstitucional, como mandan las leyes procesales paraguayas acorde a su sistema de control concentrado[40]. En resumidas cuentas, el argumento que permitiría soslayar el sistema de control concentrado establecido en la Constitución consistiría en que, en virtud al control de convencionalidad, y para dar mayor eficacia a los derechos y evitar tener que remitir el expediente a la Corte Suprema con merma para una tutela judicial efectiva pronta y eficaz, cualquier juez debe simplemente declarar la “inaplicabilidad” de una disposición si la estima “inconvencional”. Y con este argumento se podría sostener la inaplicabilidad de disposiciones legales del ordenamiento paraguayo fundado en su supuesta contradicción con la CADH.
No obstante, lo cierto es que a pesar de lo que propician algunas vertientes de la doctrina del control de convencionalidad, un tribunal internacional no puede en modo alguno atribuir facultades o competencias a nivel interno de los Estados, en especial, confiriendo a los jueces (y a otras autoridades) la facultad de “inaplicar” disposiciones jurídicas internas cuando se estime que son contrarias a la CADH u otros tratados del SIDH[41].
El segundo efecto de la introducción de la doctrina tiene que ver con el orden de prelación de las leyes establecido en el artículo 137 de la Constitución y al cual hacíamos alusión más arriba. Dicho artículo, a diferencia de otros ordenamientos constitucionales latinoamericanos (a través de la figura de los “bloques de constitucionalidad” u otras), coloca a la Constitución por encima de los tratados internacionales. Ahora bien, a partir de la recepción del control de convencionalidad, no resulta impensable que la propia Constitución se convierta, como lo admite la doctrina, en objeto de control de convencionalidad. De hecho algunos trabajos doctrinarios nacionales, que parecen simplemente reproducir fuentes extranjeras de forma acrítica, parecen apuntar ya en esta dirección. Como resulta obvio, esto nuevamente supondría un cambio dramático que no se condice con nuestra arquitectura jurídico-constitucional, sobre todo si cualquier juez –y no ya sólo los de la Corte Suprema o su Sala Constitucional– puede declarar la inconvencionalidad de normas constitucionales. En este caso, la fuente del problema radica en la concepción –a mi criterio errónea– según la cual el derecho internacional determina la forma de incorporación al derecho interno, y no a la inversa[42]. De todas formas, esto es algo que debería ser desarrollado en otro lugar.
Por último, el tercer impacto sobre el sistema de justicia constitucional tiene que ver con la obligación que impone la doctrina del control de convencionalidad de interpretar la CADH de conformidad a los lineamientos de la CtIDH, en su carácter de supuesto “intérprete supremo de la CADH”. Esta vertiente de la doctrina implica que a nivel interno habrá de supeditarse prácticamente toda la jurisprudencia en materia de derechos fundamentales a las interpretaciones de la CtIDH. Desde el punto de vista meramente instrumental, ello puede ser positivo en algunos casos, pero también puede tener efectos adversos en otros. Será positivo en la medida en que la CtIDH tenga una doctrina más favorable al principio pro persona. Pero podría no ser beneficioso en caso de que no sea así, y de que, en virtud a otros instrumentos, ya sea la propia Constitución nacional, o bien, en virtud a otros tratados internacionales –incluso de naturaleza universal– existan otras interpretaciones más favorables a la persona humana. En efecto, en materia de protección de derechos humanos, pueden existir múltiples fuentes, internas o internacionales, que conciban de distintas formas la protección de los derechos[43].
Más allá de esto, el hecho de seguir la jurisprudencia de la Corte (y haciendo abstracción de las bondades de un supuesto “diálogo” que fomentaría el control de convencionalidad[44]), lo cierto es que el seguir la jurisprudencia de un supuesto “intérprete supremo” puede tener además otras consecuencias negativas, de las cuales aquí sólo mencionaremos dos, y que guardan relación con el derecho interno[45]. En primer lugar, ello puede atentar contra el rol que compete a cada juez nacional –que se consideran mejor situados para internalizar normas internacionales en contextos específicos– y mermar sus capacidades para desarrollar la CADH y otros tratados del SIDH de acuerdo a sus propios criterios. En segundo lugar, esta obligación puede acabar ahogando el carácter pluralista que caracteriza a nuestras sociedades, estableciendo una única interpretación uniforme –contraria a la doctrina europea de los márgenes de apreciación[46]– y contraviniendo así el carácter esencialmente controvertido de los derechos, los cuales, en nuestras sociedades, son objeto de desacuerdos profundos[47]. Como es sabido, los mecanismos de justicia constitucional pueden cumplir roles diversos con relación a este pluralismo, sin necesariamente suprimirlo o uniformarlo de acuerdo a los parámetros de un tribunal internacional.
En fin, la recepción de la doctrina del control de convencionalidad constituye otra vía en virtud de la cual la Corte Suprema (así como otros órganos jurisdiccionales) habría comenzado a introducir cambios que si bien todavía no son del todo perceptibles, podrían llegar a tener una gravitación enorme en nuestro sistema de justicia constitucional de acentuarse esta tendencia. A diferencia de los anteriores, en este caso la evolución se nutre de la jurisprudencia establecida por un tribunal internacional. Sin embargo, la creación de la doctrina en sede internacional es dudosa en sí misma, pues a pesar de los intentos de justificación, lo cierto es que ni la CADH ni la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados “exigen” ningún tipo de control de convencionalidad[48].
En síntesis, la recepción de esta doctrina podría implicar que cualquier juez podría acabar inaplicando, incluso “de oficio”, una disposición del ordenamiento interno por considerarla inconvencional, soslayando el sistema concentrado de control constitucional. Incluso la Constitución, a pesar de estar por encima de los tratados según el orden de prelación de las leyes establecido en la Ley Fundamental de 1992, podría ser objeto de “control de convencionalidad” por los jueces domésticos. Finalmente, los jueces nacionales se verán obligados a seguir una jurisprudencia uniforme (a pesar de que los defensores del control de convencionalidad sostengan lo contrario), con las consecuencias ya apuntadas, en lugar de que el sistema de justicia constitucional ventile con mayor libertad las disputas sobre derechos fundamentales que pueden darse en el marco de un sistema político pluralista.
En este trabajo he explorado algunos de los cambios introducidos por vía jurisprudencial a lo largo de estos veinticinco años de vigencia de la Constitución, en virtud a los cuales se ha producido una evolución significativa en torno al sistema de justicia constitucional establecido en la misma. Como resultado de estos cambios, contamos con un sistema de justicia constitucional que se ha alejado del diseño establecido por el constituyente de 1992. Hay varias formas en las que esta evolución puede ser interpretada. Intentaré esbozar aquí brevemente algunas ideas que deberían ser desarrolladas en otro espacio, reiterando nuevamente que no entraré a realizar una valoración completa en este lugar acerca de si estos cambios son positivos o no para nuestro sistema de justicia constitucional, en términos globales y considerados en sí mismos (es decir, con prescindencia de la forma en la que han sido introducidos).
En un primer momento, y a raíz de las sentencias estimativas de inconstitucionalidad con efectos erga omnes, se modifican las bases del sistema establecido en la Constitución, acercándolo hacia un modelo europeo de control constitucional, lo cual es susceptible de traer aparejado además otras consecuencias, como la admisión como sujetos legitimados para promover acciones de inconstitucionalidad a las Cámaras del Congreso, etc. Todo esto es ajeno al sistema de control establecido en la Constitución de 1992, y sus implicaciones jurídicas y políticas son de una magnitud considerable.
A su vez, la introducción de la “acción declarativa de certeza constitucional”, desde el punto de vista de la teoría constitucional, acaba otorgando un poder significativo a los jueces del máximo tribunal para interpretar directamente la Constitución, sin ejercer ningún tipo de control constitucional. Se introduce de esta forma un sistema que no tiene precedentes –hasta donde sepamos– en el derecho constitucional comparado. Este cambio permite a la Corte Suprema decidir acerca del significado constitucional en materias sumamente sensibles para la vida pública, sin que quepa espacio alguno para que los ciudadanos y sus representantes electos puedan incidir en la construcción del significado que habrá de atribuirse a su propia Ley Fundamental.
En un tercer momento, y arropado por la CtIDH, la introducción de la figura del “control de convencionalidad” nuevamente supone una reconfiguración del sistema de justicia constitucional paraguayo. Tal es así que hasta un juez inferior, en el marco de un sistema de control concentrado podría soslayar a la Corte Suprema –quien a su vez, ha aprobado dicha doctrina– para inaplicar directamente una disposición del ordenamiento jurídico por considerarla “inconvencional”. Como resulta obvio, esto va más allá de lo previsto en la Constitución de 1992 y tiene la virtualidad de llegar a afectar a disposiciones de la propia Ley Fundamental que sean reputadas “inconvencionales”.
De otra parte, hay al menos otras tres perspectivas adiciones desde las que estos cambios podrían ser abordados. Por un lado, la evolución descrita podría ser concebida en clave de una “mutación constitucional”. El fenómeno de la mutación constitucional es bien conocido en la teoría constitucional[49]. Se trata, en términos generales, de cambios que han sido introducidos por fuera de los cauces formales previstos en las constituciones (que en nuestro caso, sería el mecanismo de la reforma constitucional). Aunque cada “momento” ameritaría un análisis separado (en especial el tercero), lo cierto es que no parecen obedecer a los criterios tradicionalmente empleados a nivel de teoría constitucional comparada susceptibles de justificar mutaciones constitucionales, lo cual podría generar cuestionamientos acerca de su legitimidad[50].
A su vez, los cambios también podrían ser interpretados como instancias de “desconstitucionalización” del sistema. Como es sabido, este término tiene varias acepciones. Me refiero aquí a la que podría resultar de prácticas o costumbres contra constitutionem, como diría Sagüés[51], que además han sido convalidadas de forma expresa por la máxima instancia judicial, con lo cual, a la postre, o acabarán consolidándose y siendo aceptadas, o bien, terminarán a la larga siendo revocadas por una línea jurisprudencial distinta al momento de operar un cambio en la composición de la Corte. De todas formas, este último supuesto resultaría improbable, por la tendencia que poseen los tribunales a ejercer el poder que tienen o que creen que tienen[52].
Por último, los cambios a nivel constitucional descritos en este trabajo no han sido operados a través de ningún mecanismo que dé cabida o participación a los ciudadanos ni tampoco a sus representantes electos, por lo cual la vía más idónea para introducirlos hubiera sido a través de la reforma constitucional, con su llamado a un involucramiento más activo por parte del pueblo como categoría constitucional. En contrapartida, los cambios pretorianos de esta naturaleza constituyen una disminución del derecho de los ciudadanos a participar en la configuración de su propio ordenamiento constitucional, y que en este caso afecta a una pieza clave de ese ordenamiento, a saber, su sistema de justicia constitucional. Con lo cual son nada más que tres, o en el mejor de los casos, nueve jueces, quienes acaban incidiendo en la configuración del orden constitucional de la polis, y no los propios ciudadanos, a quienes la Constitución pertenece. Naturalmente, esto debería despertar ciertas inquietudes en cualquier sistema constitucional y democrático[53].
Sea esto así o no, los tres momentos abordados en este estudio marcan una evolución significativa en nuestro sistema de justicia constitucional tras veinticinco años de la entrada en vigor de la Constitución.
∗ Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad de Salamanca. Master en Derecho por la Universidad Columbia de la ciudad de Nueva York. Abogado, Universidad Católica de Asunción.
Una versión previa de este trabajo fue publicada en AA.VV., Comentario a la Constitución, T. V, Corte Suprema de Justicia, Asunción, Paraguay, 2018.
[1] U.S. (1 Cranch) 137 (1803).
[2] Véase G. Gunther y K. M. Sullivan, Constitutional Law, Foundation Press, pp. 13 y ss.
[3] M. Cappelletti, “El ‘formidable problema’ del control judicial y la contribución del análisis comparado”, Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 13 (1980), p. 61. Para una crítica al razonamiento, véase C. S. Nino, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, Barcelona, 1997, pp. 261-9.
[4] Hay varios estudios sobre la evolución de la justicia constitucional en los Estados Unidos. Accesible resulta la obra de C. Wolfe, La transformación de la interpretación constitucional, Civitas, Madrid, 1991.
[5] Véase D. Moreno R.A., “Los perfiles de la justicia constitucional en el ordenamiento jurídico paraguayo”, en Revista Jurídica Paraguaya La Ley, núm. 2, 2005, pp. 154 y ss.
[6] Artículo 258. Por cierto, esta es la única referencia a la naturaleza de las salas en la Constitución. Las otras dos salas, también constan de tres miembros cada una. Se trata de la Sala Civil y Comercial y de la Sala Penal, las cuales se hallan previstas en la Ley No. 609/95 “Que organiza la Corte Suprema de Justicia”.
[7] Art. 16, Ley No. 609/95.
[8] Esto, sin embargo, requiere un matiz importante. La recepción ha sido por vía indirecta. La influencia del derecho constitucional argentino ha sido más gravitante que la norteamericana, dado el desarrollo histórico del derecho paraguayo y su vinculación con la doctrina argentina.
[9] Art. 260 de la Constitución. Cabe aclarar que la Corte también tiene la potestad de decidir sobre la inconstitucionalidad de las sentencias definitivas o interlocutorias, declarando la nulidad de las que resulten contrarias a la Constitución.
[10] Esto obviamente también requiere ciertos matices, en razón de que el derecho procesal constitucional paraguayo prevé vías directas de impugnación y no meramente incidentales. Por ejemplo, a través de la acción de inconstitucionalidad. Sobre el punto, véase, Moreno, “Los perfiles de la justicia constitucional…”, cit. Todo ello sin perjuicio, además, de las distintas aristas que a su vez presenta el derecho constitucional norteamericano.
[11] Acuerdo y Sentencia No. 880/2015. Como es sabido, ésta es precisamente la caracterización que le dio Hans Kelsen a su concepción del tribunal constitucional que habría de tener una fuerte influencia en Europa.
[12] Acuerdo y Sentencia No. 183 /93, Acuerdo y Sentencia No. 415 / 1998, Acuerdo y Sentencia No. 222/2000 y Acuerdo y Sentencia No. 223/2000. Los casos fueron dictados en distintos contextos. El primero de ellos bajo la antigua composición de la Corte. El segundo de ellos constituyó una respuesta a una grave crisis política (decreto de conmutación de penas). Los dos últimos tenían que ver con el art. 19 de la Ley No. 609/95, relativo a la inamovilidad de los Ministros de la Corte Suprema.
[13] L. Lezcano Claude, El control de constitucionalidad en el Paraguay, Asunción, La Ley, 2000, p. 116.
[14] H. Kelsen, “La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)”, en del mismo autor, Escritos sobre la democracia y el socialismo, Debate, Madrid, 1988.
[15] De otra parte, es cierto que el artículo 137, como se ha visto, emplea el término “validez” al expresar que carecen de dicha cualidad todas las disposiciones contrarias a las Constitución. No obstante, como los teóricos del derecho bien saben, se trata de un término ambiguo que tiene distintos significados en el lenguaje jurídico. Así, se puede distinguir entre el concepto de “validez” como pertenencia al sistema jurídico, y el concepto de “validez” como fuerza obligatoria. Véase, por ejemplo, C.S. Nino, Fundamentos de derecho constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, pp. 676-7. Únicamente el primero llevaría hacia la tesis de la supuesta necesidad de expulsar del sistema a normas inferiores que sean contrarias a la Constitución. La segunda acepción no acarrea esa consecuencia, y es compatible con el sistema según el cual la norma deviene “inaplicable” al caso concreto. Al ser ésta la interpretación más acorde con el espíritu plasmado expresamente en la Constitución en lo que concierne a las atribuciones de la Sala Constitucional, considero que la misma logra un resultado interpretativo conforme a la Constitución (al menos en este contexto específico).
[16] De otra parte, si admitimos que la Corte Suprema puede en efecto dictar sentencias con efectos “erga omnes”, esto podría traer detrás suyo otro tipo de consecuencias que van más allá del efecto de las sentencias, y que son a la vez el resultado de la mutación hacia un modelo distinto de justicia constitucional. Por ejemplo, la Corte Suprema ha admitido que el Congreso o sus cámaras poseen legitimación para entablar acciones de inconstitucionalidad, algo que también es más afín al modelo europeo y que se aleja de la concepción original del constituyente. Una discusión útil sobre el punto en J.C. Mendonca, La garantía de inconstitucionalidad, Asunción, edición del autor, 2000, pp. 59 y ss.
[17] Podría decirse que en el modelo americano de control judicial el efecto de las sentencias estimativas también puede llegar a ser “erga omnes”. Sin embargo, ello es así en virtud al principio de “stare decisis”, y no en función a la naturaleza del órgano jurisdiccional concebido en clave de legislador negativo y con capacidad para expulsar normas del ordenamiento jurídico, que al parecer, es la figura hacia la cual habría migrado el sistema paraguayo. Sobre el punto, véase, por ejemplo, M. Cappelletti y W. Cohen, Comparative Constitutional Law. Cases and Materials, Indianapolis, Bobbs-Merrill, 1979, p. 78.
[18] Veáse, por ejemplo R. Haro, “La doctrina judicial de la Corte Suprema de Justicia de la Nación sobre la acción declarativa de inconstitucionalidad”, disponible internet. Por descontado que quizás otros juristas argentinos sabrán explicar este proceso de otra manera. Pero ese no es mi punto. Aquí me baso en las fuentes argentinas citadas por la Corte Suprema de Justicia paraguaya para justificar su propia jurisprudencia. Sin embargo, una lectura atenta de estas fuentes revela conclusiones distintas a las extraídas por la Corte y no apuntalan su posición, como se verá más adelante.
[19] Acuerdo y Sentencia No. 191/99. Algunos pretenden ver un precedente más remoto en el Acuerdo y Sentencia No. 481/1996.
[20] El artículo 234 in fine se refiere a la acefalía definitiva en estos términos: “Si se produjera la vacancia definitiva de la Vicepresidencia durante los tres primeros años del período constitucional, se convocará a elecciones para cubrirla”.
[21] Una crítica temprana en J. Seall-Sasiain, “Interpretación asistemática sobre la acefalía coexistente de Presidente y VicePresidente (Crítica a fallo sobre el art. 234 de la Constitución”, y más recientemente, D. Moreno, “La invención de la acción declarativa de certeza y la reducción del espacio democrático a manos de la Corte Suprema” (manuscrito en poder del autor).
[22] Es más, de seguir la lógica del Corte hasta el final, en caso de seguirse el orden de sucesión previsto en la Constitución, pudo haber ocurrido que el Presidente de la Corte Suprema de Justicia acabase culminando el mandato presidencial, lo cual resulta absurdo.
[23] Por ejemplo, Acuerdo y Sentencia No. 19/2009, Acuerdo y Sentencia No. 37/2009 y Acuerdo y Sentencia No. 1010/2015, todos ellos de la Sala Constitucional.
[24] Como se señala el texto, sólo algunos ministros promovieron este tipo de acciones, ya que otros sí impugnaron actos normativos concretos vía la acción de inconstitucionalidad, que es el mecanismo normal previsto en la Constitución y en el Código Procesal Civil.
[25] Acuerdo y Sentencia No. 37/2009 de la Sala Constitucional.
[26] He argumentado a favor de una posición deferente en D. Moreno, “La inamovilidad de los ministros de la Corte Suprema: una visión desde la teoría constitucional”, en AA.VV., Comentario a la Constitución, Asunción, Corte Suprema de Justicia, 2012.
[27] Para una sólida interpretación contraria a la de la Corte Suprema, véase J. Seall-Sasiain, “Cuestionable inamovilidad permanente de los ministros de la Corte y limitación al Consejo de la Magistratura”, disponible en internet.
[28] En efecto, hay otros casos sumamente interesantes. Por ejemplo, el Acuerdo y Sentencia No. 880/2014 y el Acuerdo y Sentencia No. 185/2014. El primero pretendió armonizar dos resoluciones contradictorias de distintas salas de la propia Corte, al precio de erigir a la Sala Constitucional en una especie de “tribunal de supercasación”. El segundo, a su vez, pretendió enmendar la situación generada a raíz de unos fallos de más que dudosa legalidad, con lo cual la intención era buena, pero el mecanismo podría implementarse, en otros casos y por otros actores, con fines menos nobles. Una resolución más reciente en un caso de gran relevancia para el país fue el Acuerdo y Sentencia No. 81/2017, relativa a los bonos soberanos, que evidencia el enorme poder que este tipo de acciones confiere a la Corte.
[29] Al menos desde la presidencia de Nicanor Duarte Frutos (2008-2013), se ha debatido acerca del procedimiento adecuado para introducir la figura de la reelección presidencial, actualmente vedada por la Constitución. Los actores políticos intentan estratégicamente echar mano del procedimiento más sencillo y menos costoso políticamente, a saber, el de la enmienda, a pesar de que existen opiniones dispares sobre su viabilidad jurídica. Sobre el punto, véase, del autor, el siguiente link: https://wordpre ss.com/post/d iegomo renora.word press.com/68
[30] A.I. No. 204/2016.
[31]Por ejemplo, véase el Acuerdo y Sentencia 1010/2015.
[32] Es importante traer a colación el artículo 542 in fine del Código Procesal Civil, el cual establece lo siguiente: “Cuando se tratare de interpretación de cláusula constitucional, la Corte establecerá su alcance y sentido”. Algunos pretenden leer en este artículo el otorgamiento de una facultad a la Corte de “interpretar” directamente la Constitución. Pero una lectura armónica del código de forma desautoriza esta lectura, sobre todo en razón de que se trata de un artículo que regula la “excepción de inconstitucionalidad”, figura procesal que únicamente cabe cuando se estima que la demanda o reconvención “se fundan en alguna ley u otro instrumento violatorio” de la Constitución. La interpretación constitucional se efectúa, en consecuencia y en línea de principio, cuando la Corte ejerce la facultad de controlar las normas de inferior jerarquía. De hecho la interpretación constitucional propiamente dicha funciona de este modo en cualquier sistema de justicia constitucional, algo que ya fue previsto incluso en “El Federalista No. 78”, por lo cual, incluso los votos disidentes que se han vertido en algunos fallos (v.gr., Acuerdo y Sentencia No. 185/2014), son preocupantes en este sentido.
[33] Por ejemplo, véanse los trabajos de J. G. Birdart Campos, La interpretación constitucional y el control constitucionales en la jurisdicción constitucional, Buenos Aires, Adiar, 1987; M. M. Serra, Proceso y recursos constitucionales, Buenos Aires, Depalma, 1992, entre otras obras citadas por la Corte
[34] En un momento la Corte Suprema, buscando algún tipo de apoyo doctrinario nacional, e inadvertidamente, incluso llega a citar a un autor, cuando que el mismo claramente sostiene la posición según la cual dicha figura fue “introducida” (vale decir, “creada” a través de una modificación constitucional), por la Corte Suprema. Véase D. Mendonca, “Sentencia declarativa de certeza constitucional”, en La Ley online 133, 2012.
[35] Aunque hubo precedentes previos en los votos particulares del juez Sergio García Ramírez.
[36] Véase, por ejemplo, D. Moreno, “Una mirada escéptica al control de convencionalidad”, entrevista publicada en Revista Jurídica de la Universidad Católica, 2016, pp. 1071 y ss. Existen además varios trabajos de Karlos A. Castilla Júarez, entre ellos, “¿Control interno o difuso de convencionalidad? Una mejor idea: la garantía de tratados”, disponible en internet, que han demostrado las dificultades de la doctrina. Como último ejemplo, véase A. Dulitzky, “El impacto del control de convencionalidad. ¿Un cambio de paradigma en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos?”, disponible in internet.
[37] Para mi posición sobre el tema y sobre cómo podría darse una mayor eficacia a la CADH –que debería ser un objetivo prioritario–, sin necesidad de echar mano de la artificiosa y confusa doctrina del control de convencionalidad, véase Moreno, “Una mirada escéptica al control de convencionalidad”, cit.
[38] Tal es el caso del Acuerdo y Sentencia No. 1283/2104 de la Sala Penal. En un voto concurrente, en dos párrafos, se menciona el control de convencionalidad y se lamenta que los órganos de la jurisdicción militar involucrados en el caso no hayan hecho uso de dicha herramienta. Ahora bien, no se aclara exactamente qué tipo de operación se pretendía que dichos órganos llevasen a cabo, v.gr., una interpretación conforme, la inaplicación de normas, etc., cuando que ni siquiera la propia Corte parece emplear de forma eficaz el control de convencionalidad, más allá de esta alusión anecdótica. Otro caso de la Sala Constitucional, el Acuerdo y Sentencia No 160/2014, no menciona expresamente la frase “control de convencionalidad”, pero cita la doctrina de la CtIDH en un párrafo. Sin embargo, posteriormente la doctrina no parece desempeñar ningún papel en la decisión, y lo que prima finalmente es la aplicación de la Constitución de Paraguay antes que la CADH. De todas formas, según lo apuntado en el texto más abajo, estas menciones pueden tener el efecto de ir consolidando la paulatina recepción de la doctrina por la jurisprudencia de los tribunales paraguayos. Finalmente, otro fallo notorio es sobre el acceso a la información pública. Pero lo cierto es que en el Acuerdo y Sentencia No. 1306/2013, la Corte Suprema no va tan lejos en el empleo del control de convencionalidad. Estima pertinente considerar la jurisprudencia de la CtIDH, pero al final sostiene que prevalece la Constitución y que en todo caso la jurisprudencia del citado tribunal internacional puede servir como orientación para dar contenido a los derechos fundamentales.
[39] Sobre el punto, véase el excelente trabajo del joven y brillante jurista, el Dr. J. Melgarejo, “La protección judicial del derecho de acceso a la información pública. El control de convencionalidad en la labor de los magistrados”, en Revista paraguaya de Derecho, Economía y Política, núm. 1, 2016, en el que comenta el Acuerdo y Sentencia No. 17/2016 de la 6ª Sala del Tribunal de Apelación en lo Civil y Comercial de la Capital.
[40] V.gr., artículo 18 inc. a) del Código Procesal Civil.
[41] También es un error considerar a la CtIDH como un tribunal “supranacional”, o sostener que en nuestro ordenamiento constitucional existe, al igual que en algunos países latinoamericanos, un “bloque de constitucionalidad” que se extienda a otras normas fuera de la propia Constitución.
[42] A pesar de lo dicho, algunos invocan el art. 45 de la Constitución, que “admite un orden jurídico supranacional que garantice la vigencia de los derechos humanos”, entre otras cuestiones. No obstante, el segundo párrafo del artículo establece claramente que “dichas decisiones sólo podrán adoptarse por mayoría absoluta de cada Cámara del Congreso”. Con lo cual se soslayan dos cosas. Primero, que la CADH no constituye un orden jurídico “supranacional”, por lo cual este artículo no resulta aplicable. Y segundo, que cualquier decisión tendiente a admitir dicho orden, no puede provenir de un tribunal internacional, sino que requiere la aprobación del Congreso según lo establecido en el texto transcrito.
[43] Además, esta noción según la cual todos los Estados están obligados a seguir la jurisprudencia de la CtIDH no se condice con el art. 68.1 del CADH, el cual establece que las decisiones sólo obligan a las partes del caso.
[44] He criticado la noción del “diálogo”, aunque en un contexto distinto, en D. Moreno R.A., “Legitimidad democrática y diálogo interinstitucional: algunos desafíos para los sistemas débiles de control judicial”, en Revista da Advocacia-Geral da Uniao (AGU), núm 39, pp. 946 (2014).
[45] En efecto, en el plano internacional se señala también que esta concepción puede tener como efecto el anquilosamiento de la jurisprudencia, atentándose así contra el carácter evolutivo de la CADH, además de dejar de lado al otro órgano de protección de derechos humanos del SIDH, a saber, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Véase, Dulitzky, cit.
[46] Como es sabido, en el ámbito europeo, en el contexto del Convenio Europeo de Derechos Humanos, no existe una doctrina análoga a la del control de convencionalidad, sino que más bien impera la doctrina de los márgenes de apreciación. Llamativamente, en esta materia la CtIDH se aparta radicalmente de su par europeo, al que sigue muy de cerca en otras cuestiones.
[47] J. Waldron, Law and Disagreement, Oxford, OUP, 1999.
[48] X. Fuentes Torrijo, “El derecho internacional y el derecho interno: definitivamente una pareja dispareja”, disponible en internet.
[49] A título de ejemplo, véase K. Loewenstein, Teoría de la Constitución, Barcelona, Ariel, 1986, pp. 164 y ss.
[50] En primer lugar, y siempre haciendo la salvedad de que el tercer supuesto merecería un análisis separado, los cambios no han sido el resultado de la necesidad de adaptar la Constitución a nuevos tiempos (“living constitution”), ni son el resultado de grandes movilizaciones sociales, como pretendería Bruce Ackerman. De hecho estas teorías tienen pleno sentido únicamente en el contexto de constituciones más longevas, que no es el caso de la Constitución paraguaya. Además, los cambios no se refieren a la creación de nuevos derechos (como resultó paradigmático en Griswold v. Connecticut y el establecimiento del derecho a la privacidad en el ámbito estadounidense), ni se insertan, estrictamente hablando, en las coordenadas de un tribunal “activista” que pretende efectuar una revolución en materia de derechos, o de extender su protección al ámbito de grupos en situación de vulnerabilidad, o de promover otro tipo de valores constitucionales afines. Por último, tampoco pueden ser considerados como meros desarrollos o especificaciones de la Constitución.
[51] P. N. Sagüés, “El concepto de ‘desconstitucionalización’”, disponible en internet.
[52] M. Tushnet, Taking the Constitution Away From the Courts, Princeton, Princeton, 1999.
[53] Sobre el punto, véase D. Moreno Rodríguez Alcalá, Control judicial de la ley y derechos fundamentales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2011.