JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Capítulo IX - Principios derivados de la buena fe contractual
Autor:Ordoqui Castilla, Gustavo
País:
Uruguay
Publicación:Tratado de Derecho de los Contratos - Tomo II
Fecha:28-04-2015 Cita:IJ-LXXX-855
Índice Voces Relacionados Libros Ultimos Artículos
1. Presentación del tema
2. Principios derivados de la buena fe contractual
3. Principio del equilibrio prestacional (o de la conmutatividad)
4. Principio de igualdad jurídica y no discriminación
5. Principio de la adecuación económica
6. Principio de la tutela de la confianza en la apariencia legítima
7. Principio de la coherencia
8. Principio de la transparencia
9. Principio de la razonabilidad
10. Principio protectorio y de prevención (obligación de seguridad)
11. Principio de cooperación
12. Principio «favor contractus» (Conservación)
13. Principio de la congruencia o ponderación de la realidad
14. Principio de la mitigación del daño
15. Interpretación y aplicación de los principios
16. Pilares del Contrato Moderno
Notas

Capítulo IX - Principios derivados de la buena fe contractual

 

1. Presentación del tema [arriba] 

La buena fe en sí constituye un principio general del derecho y en cuanto tal, partiendo de la base de que el juez no puede dejar de fallar en caso de silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley (Art. 15 del C.C. y 25 del C.G.P.), en estas circunstancias se convierte en un instrumento de interpretación e integración de derecho de carácter fundamental. A la buena fe como principio general del derecho refieren los Arts. 16 y 1260 del C.C. y 332 de la Constitución

Los principios generales del derecho no pueden ser invocados para dejar de lado normas o cláusulas dictadas dentro de la legalidad. En ocasiones “el fantasma de la necesidad social” determinó que invocando la buena fe se pretendiera dejar de lado ciertas normas o cláusulas de contratos correctamente acordados dentro de la vigencia del orden jurídico, lo que es un grave error

La buena fe no está ni arriba ni debajo de la autonomía privada, ni afuera del contrato o de la norma. Conforma –como dijéramos– la misma realidad estructural del contrato, formando parte de él, existiendo en interacción con la autonomía privada, en ocasiones, para legitimar lo acordado, en otras, para facilitar la interpretación, para integrar o adecuar lo previsto con el respeto del orden jurídico. La buena fe no está pensada para desplazar ni para ser desplazada por la autonomía privada. Ésta no es libre de acordar o querer lo que se le ocurra sino que debe actuar dentro de lo que el ámbito jurídico y la buena fe le permiten.

2. Principios derivados de la buena fe contractual [arriba] 

En los últimos años la buena fe ha ampliado significativamente su ámbito de vigencia, consolidando su función integradora, interpretadora y jurígena, y dando respuesta a situaciones nuevas.

La importancia del principio general de la buena fe queda establecida cuando se determina que de su evolución han derivado principios fundamentales del derecho contractual como son, entre otros

Principio del equilibrio prestacional

Principio de igualdad jurídica y la no discriminación;

Principio de la adecuación económica;

Principio de la tutela de la confianza en la apariencia legítima;

Principio de la coherencia;

Principio de la transparencia;

Principio de la razonabilidad;

Principio protectorio;

Principio de la cooperación;

Principio “favor contractus”

Principio de la congruencia o ponderación de la realidad;

Principio de la mitigación del daño.

3. Principio del equilibrio prestacional (o de la conmutatividad) [arriba] 

A) Presentación del tema

La buena fe lleva a preservar el equilibrio objetivo entre la distribución de derechos y de deberes entre las prestaciones asumidas por las partes. Los contratos tal cual son regulados en el Código Civil, en principio están equilibrados en la distribución de derechos y obligaciones conforme a lo que es la causa del contrato, y se consideran naturalmente equilibrados.

B) Código Civil

La norma reconoce como fuente del contrato la consideración de su naturaleza en distintas disposiciones. Así, podemos contemplar el art. 1291 inc. 2º y el art. 1300 inc. 2 del C.C., que se remite a la consideración de la naturaleza de las cosas “en el ámbito contractual”. Esta referencia normativa implica ponderar la distribución normativa en el contrato.

Cuando el Código Civil regula la distribución de derechos y obligaciones de las partes en los distintos contratos lo hace en forma equilibrada y justa. En ciertos casos, lo hace por normas dispositivas y en otro con normas imperativas. Cuando las partes, en ejecución de la autonomía privada negocial, dejan sin efecto en forma injustificada ciertas normas dispositivas o cuando regulan derechos o facultades sólo en beneficio de una de las partes y en perjuicio de la otra, «rompen el equilibrio natural del contrato» acorde a lo que es su naturaleza.

Cuando ese equilibrio natural se destruye en forma ostensible e injustificada, aparecen en el contrato cláusulas abusivas que son censuradas en el ámbito del Código Civil por el principio general del abuso de derecho establecido en términos generales en el artículo 1321 del C.C. («el que usa de su derecho no daña a otro con tal de que no haya exceso de su parte»), que regula con carácter general las consecuencias del ejercicio de derechos (entre los cuales está el derecho de contratar) con exceso, o bien en el artículo 30 de la Ley 17.250 que refiere expresamente a los desequilibrios prestacionales como causa de la inclusión de cláusulas abusivas, estableciendo como consecuencia la nulidad parcial o total del contrato. Ambas normas configuran, un reflejo de lo que es la “doctrina más recibida” como fuente de derecho (Art. 16 del C.C. y Art. 332 de la Constitución)[1].

Sin duda que la norma ideada por el codificador para subsanar posibles desequilibrios prestacionales estuvo no sólo en el artículo 1321 del C.C., donde se consagra el principio general del abuso de derecho sino, además, y especialmente, en el artículo 1291 inciso 2º del C.C., donde se otorga a la buena fe facultades jurígenas e integracionales. En las fuentes de la buena fe suele encontrarse lo necesario para atemperar los desequilibrios injustificados que hayan generado las partes.

Otra norma tutora del desequilibrio prestacional la tenemos en el art. 1253 del C.C. cuando dispone que: «la validez y el cumplimiento de los contratos no puede dejarse al arbitrio de uno de los contrayentes». Esta prohibición radica en el hecho de que si ocurre lo contrario a lo que dispone la norma, se corre el riesgo natural de que el contrayente utilice esa situación para obtener beneficios injustos con ese desequilibrio. En esta misma línea podemos considerar también el artículo 1413 del C.C. cuando establece que «la obligación contraída bajo una condición que haga depender absolutamente la fuerza de ella de la voluntad del deudor, es de ningún efecto...»[2].

Balluguera Gómez (El contrato no contrato, Madrid, 2006, pág. 167) con acierto destaca que la regulación del contrato está dada por el principio del equilibrio que si bien no tiene una consagración expresa en un artículo concreto, surge del conjunto de los preceptos. Tal el caso, por ejemplo, del Art. 1304 de nuestro Código Civil, al establecer la regla “contra proferente”, de forma que el contrato se interpreta en contra del que lo redactó o causó la oscuridad. Al que causa un desequilibrio por ambigüedad en las cláusulas, la norma establece que se debe interpretar en su contra de forma de tratar con ello de restablecer el equilibrio perdido. Esta norma tiende a controlar el contenido del contrato, sea en aspectos jurídicos o económicos, tendiendo al equilibrio contractual que pudo haber sido afectado por el que prerredactó el contrato.

La figura del contrato conmutativo respecto del aleatorio (Art. 1250 del C.C.) indica la existencia de prestaciones recíprocas correlativas o sea, que están interrelacionadas (dependencia situacional) tanto en el origen (sinalagma genético) como en la ejecución (sinalagma funcional). Esta conmutatividad refiere a la tendencia a lograr un equilibrio prestacional del que deriva el equilibrio económico como consecuencia cuando todo ha sido realizado razonablemente.

En los contratos conmutativos por lo que se da se recibe; no en forma matemática exacta pero sí, al menos, en forma racional o equilibrada dentro del alea normal del contrato. El equilibrio propio de la conmutatividad es resultado de considerar el estado en que, con relación a un contrato determinado, se encuentran las partes en el que posibles desproporciones entre las prestaciones y sus valores son compensadas por una desproporción de análogo valor e inverso que beneficia a la otra parte del contrato.

Equilibrio –como ya dijimos– no significa exactitud de un lado y de otro sino una razonable equivalencia de las prestaciones y su significado tanto económico como en lo que a distribución de derechos y obligaciones se refiere. Un contrato puede considerarse desequilibrado en forma injustificada cuando sus prestaciones resultan significativamente desniveladas en forma injustificada, por lo que una parte queda ostensiblemente en predominio respecto de la otra. Estos desequilibrios son diferentes según:

a) su naturaleza. Puede ser un desequilibrio jurídico, económico o mixto, reuniendo referencias a ambas características;

b) su origen, el desequilibrio por ser causado por factores externos o internos a la voluntad las partes. En el primer caso tenemos una situación de excesiva onerosidad sobreviviente o imprevisión, o bien los casos desvalorización monetaria. En el segundo caso tenemos la situación de lesión o de cláusulas abusivas.

c) el momento en que se genera el desequilibrio puede ser genético, o sea, surgir en el origen del contrato (la lesión) o ser sobreviniente, como ocurre con la imprevisión.

C) Ley de relaciones de consumo

En el artículo 30 de la Ley 17.250 se da una aplicación concreta y clara de este principio cuando, al regular los criterios para determinar la abusividad de las cláusulas, se alude a la «existencia de claros e injustificados desequilibrios entre los derechos de los contratantes en perjuicio del consumidor».

Como sostuvimos en otra ocasión (Ordoqui Castilla, Derecho del consumo, Montevideo, 2000, pág. 206), aquí lo relevante es que debe existir un equilibrio en la distribución de derechos y obligaciones. Se está ante una típica norma de orden público de protección a la parte débil.

En el artículo 31 de la ley de relaciones de consumo se enuncian distintas formas de desequilibrios contractuales que marcan por sí la desigualdad. Cada una de las cláusulas que aparecen como abusivas está marcando un desequilibrio en el contrato, pues presupone una distribución irregular de derechos y obligaciones. Así, el hecho de que se autorice a una de las partes –al proveedor– a modificar los términos del contrato (artículo 31 lit. C), o que se le permita renunciar derechos (artículo 31 literal B), o que se le autorice a limitar o exonerar responsabilidades (artículo 31 literal A)... son todas cláusulas que evidencian una distribución irregular de derechos y obligaciones.

Con estas normas se da un paso importante que es controlar el significado de la distribución de derechos y obligaciones y la posición en que quedan las partes en el contrato (Roppo, “Il contratto”; Trattato di diritto privato, de Iudica Zatti, Milán, 2001 pág. 913). Esta pauta de carácter general que surge de la buena fe es aplicable no solo a las relaciones de consumo.

Lo abusivo no es sólo abstracto o formal sino real, y pasa por determinar en qué posición quedó cada parte después de la distribución de derechos y obligaciones y de allí se deduce si hay desequilibrios significativos o, en términos de Vettori (Codice del consumo, Milán, 2007, pág. 232), «ventajas excesivas»[3].

Como ya dijimos (Ordoqui Castilla, ob.cit., pág. 206), aquí el principio del equilibrio prestacional no refiere a un equilibrio económico sino a la distribución de derechos y obligaciones. Este desequilibrio prueba que el consumidor en la negociación perdió su poder o libertad negociadora y que no se ha procedido con transparencia, lealtad o buena fe por parte del acreedor, empresario o parte fuerte de la negociación.

Esto demuestra, además, en términos de Vettori (ob.cit., pág. 233) un abuso de dependencia económica (concepto introducido por la ley italiana de 18 de junio de 1998). Con razón este autor destaca que el desequilibrio normativo en la distribución de derechos y obligaciones suele tener un costo y puede tener un precio. Por ello el desequilibrio, que se presenta a primera vista como normativo puede, en definitiva, traducirse según los casos, en un desequilibrio de valores económicos. Ello conduciría a la aplicación del denominado principio de la adecuación que analizamos más adelante.

Integrado el contrato en parámetros de buena fe exige considerar la naturaleza del mismo, su ecuación económica y el equilibrio económico negocial del que partieron las partes.

Sin duda el desequilibrio contractual asume especial relevancia cuando irrumpe en el orden jurídico la figura del contrato por adhesión y el contrato de consumo, respaldadas por la ley 17.250 de relaciones de consumo. En términos generales esta es una ley que propicia la existencia de contratos más transparentes y equilibrados. Así, según Carlos Hernández (“El equilibrio en los contratos predispuestos de consumo”; Revista de Derecho Privado y Comunitario, 2007-1) el equilibrio contractual se ha convertido en el nuevo eje que cruza transversalmente el moderno derecho de los contratos.

Lo que importa destacar es que todas las normas anteriormente citadas son de orden público, lo que implica que éste avanzó sobre la autonomía privada imponiéndole criterios de equilibrio, transparencia y justicia que antes no existían. El tema del análisis del desequilibrio contractual en nuestro derecho comienza a tener especial relevancia cuando a él refieren diversas normas en forma clara y concreta. Nos estamos refiriendo a la ley de relaciones de consumo, n. 17.250, y a la ley que regula la libre competencia, actualmente n. 18.159.

El primer aviso legal importante de tutela al equilibrio contractual lo tuvimos con la ley de relaciones de consumo Nº 17.250 de 21 agosto del 2000. Con claridad esta ley se ocupó de los desequilibrios existentes entre los contrayentes a tal punto que propició la tutela del deber de informar; hizo expresa referencia a la necesidad de un tratamiento igualitario a los contratantes (artículo 6 lit. B); se ocupó de los desequilibrios causados por la publicidad engañosa; los desequilibrios motivados por las cláusulas abusivas y los contratos de adhesión; los desequilibrios causados por la sorpresa con la imposición que se realiza con las ventas a domicilio (artículo 16) e, inclusive, en términos generales, reguló los desequilibrios contractuales causados por prácticas abusivas (artículo 22).

El deber de información, sin duda uno de los aspectos más importantes de tutela en estas formas de desequilibrio, es en esencia una tutela de la libertad de expresar la voluntad por parte de una de las partes en el contrato, y aparece como exigencia para tutelar la prudencia y la responsabilidad del que va a tomar decisiones, de forma que lo haga acorde a sus necesidades y conveniencias en conocimiento de lo que realmente existe en torno al contrato que va a formalizar. Una información veraz, oportuna, clara, completa, posibilita una mayor reflexión, evitando desequilibrios injustificados en la interrelación de intereses.[4]

Otra de las vías muy claras que trae esta ley para imponer mayor equilibrio en el contrato está en la protección de la confianza al consumidor. Es por esta razón que se regula, por ejemplo, el efecto vinculante de la oferta al público (artículo 12) o al regular el efecto vinculante e integrativo de la publicidad al contrato (art. 14).

No menos importante ha sido la reciente ley 18.159 que al regular la libre competencia adopta medidas que inciden directamente a los efectos de enmendar las consecuencias perjudiciales que se pueden dar, por ejemplo, con el abuso de la posición preeminente en el mercado, utilizada con la imposición de contratos con condiciones injustamente dispares y abusivas.[5]

Actualmente la ley 18.159, desde nuestro punto de vista, viene a ajustar el enfoque del artículo 30, de forma que en la actualidad es posible incurrir en abuso en la imposición de precios, por lo que con toda claridad establece su artículo 4 literal A.

Por último, debemos destacar, como doctrina más recibida, que tanto los principios generales de UNIDROIT, art. 3.10, como los principios generales de la contratación Landó, artículo 4:109, regulan expresamente la excesiva desproporción en los contratos señalando, en el primer caso: «Una parte puede anular el contrato o cualquiera de sus cláusulas si al momento de su celebración el contrato o alguna de sus cláusulas otorgan a la otra parte una ventaja excesiva.

A tal efecto se deben tener en cuenta, entre otros, los siguientes factores: a) que la otra parte se haya aprovechado injustificadamente de la dependencia, restricción económica o necesidades apremiantes de otra parte, de su falta de previsión, ignorancia, inexperiencia, o falta de habilidad en la negociación; y b) la naturaleza y finalidad del contrato”.

Al margen de referencias concretas a la preservación del equilibrio contractual, que son cada vez más frecuentes en los últimos años con las leyes 17.250, 18.159 y 18.212 en materia de relaciones de consumo, de libre competencia y de usura respectivamente, la exigencia de equilibrio y de justicia en las relaciones contractuales está presente cuando se requiere en el ámbito contractual con carácter general proceder de buena fe (Art. 16, 1291 inc. 2º del C.C.) y evitar los abusos de derecho (Art. 16 y 1321 del C.C.). Estas últimas figuras, como veremos, se proyectan en el orden jurídico no en forma aislada sino que conforman verdaderos principios generales que sustentan la estructura misma del contrato y conforman la verdadera alma del cuerpo, de forma que el contrato no es mera forma o abstracción sino una realidad instrumental que responde a valores cuya custodia está en su razón de ser.

El juicio de valor que se realiza en el derecho contractual sobre lo que se entiende por equilibrado o justo no es meramente formal sino que requiere una consideración cuatridimensional del contrato, donde el acuerdo de partes, la norma, la realidad socioeconómica y la moral, interaccionan y se determinan mutuamente[6].

D) Desequilibrio contractual

El desequilibrio en los contratos puede surgir cuando una de las partes cuente con poder desequilibrante dado por su poderío económico, tecnológico, por sus conocimientos, por su posición institucional (Estado), o por la existencia de una relación de dependencia generada por un vínculo de confianza con la otra parte, entre otras causas. Ello le permite imponerse a la otra parte y poder llegar a abusar o lograr beneficios indebidos, distribuyendo derechos y obligaciones, beneficios económicos, riesgos o perjuicios en forma claramente irregular. Es claro que la libertad y la igualdad entre las partes en estos casos no existe, y por ello el resultado de la negociación, ante la falta de poder negociador, puede dejar de ser justo y equilibrado.

La voluntad o el conocimiento de una de las partes no pudo mantener el equilibrio en la negociación y ello determina que finalmente el contrato resulte significativamente desequilibrado e injusto en la distribución de derechos y obligaciones.

Si el orden jurídico no actúa para restablecer el equilibrio perdido por una de las partes, termina por exigirse a la otra más de lo razonable y podrá entrar injustificadamente en la ruina. Cuando el contrato y sus obligaciones dependen de lo dispuesto sólo por una de las partes, algo anda mal. Si la parte resulta obligada no porque consiente sino por lo que necesita imperiosamente y se le impone, de allí no podrá surgir un vínculo real que exija la libre voluntad de las dos partes.

Si el contrato obliga a las partes como la ley misma es porque fue libremente consentido y no impuesto, y si ello no ocurre puede quedar afectado el vínculo obligacional[7].

Debemos aclarar una vez más desde un comienzo que cuando nos referimos a la necesidad de un equilibrio contractual ello no significa pretender que las prestaciones sean idénticas, o que las partes no deban enfrentar los aleas propios de las prestaciones que asumen dentro de la fuerza vinculante del contrato. Los desequilibrios a que nos referimos son importantes o significativos, causados por encima del alea normal del contrato o por imposición del fuerte sobre el débil.

Por otro lado, que exista un fuerte y un débil en la contratación de por sí no quiere decir que esta diferencia se use para explotar o abusar, lo que nos lleva a aconsejar dejar de lado ciertos preconceptos como el que entiende, por ejemplo, que por usar un contrato de adhesión necesariamente hay abuso en la contratación, lo que sería un error.

No es cierto que vender barato o comprar caro suponga de por sí la existencia de desequilibrios. Tampoco es cierto que, como dicen los liberales, el precio de los bienes o servicios es el que surge del mercado y ello es lo justo, pues en la determinación del precio pueden incidir factores de abuso, concentración irregular de poderes económicos, etc.[8]

Cuando nos referimos a desequilibrios contractuales debemos señalar que estos pueden surgir de la distribución de derechos y obligaciones o bien de las diferencias significativas e injustificadas del valor de las prestaciones. Aquí, como dijimos, nos importa solamente el primer caso. Se debe diferenciar, además, los desequilibrios contractuales originarios de los sobrevinientes. Los contratos deben nacer, desarrollarse y extinguirse en forma equilibrada y esta exigencia se funda en el deber de actuar de buena fe.

Todas estas situaciones reclaman una fundamentación para una readecuación, de forma que el desequilibrio contractual y la injusticia desaparezcan. La doctrina propone diversidad de caminos: invocar la función social del contrato, voluntades implícitas, proyecciones de la causa… el nuestro, lo decimos desde ya, pasa por asumir conciencia de la relevancia que tiene la buena fe en sus funciones y principios “derivados” operando dentro del marco de la legalidad (art. 1291 inc. 2º del C.C.). [9][10]

El consentimiento de las partes, si están en situaciones demasiado desiguales, no basta para garantizar la justicia del contrato; la regla del libre consentimiento queda subordinada a las exigencias de la moral, el orden público y la buena fe.

En la doctrina nacional, Blengio (“Incidencia del principio de igualdad en la contratación privada”; Revista de Derecho de la Universidad Católica, Nº VI, año 2004, pág. 130) sostuvo que en el derecho contractual rige «el principio del equilibrio». Lo fundó en la existencia del principio de igualdad de origen constitucional (Art. 8) que se proyecta al contrato; en la regulación de la lesión calificada del artículo 1277 del C.C.; en los Art. 6, 30 y 31 de la ley 17.250 al regular los actos abusivos; en las normas que regulan los contratos onerosos y, en particular, en el decreto ley 14.500 que buscó mantener el equilibrio de las prestaciones ante la desvalorización monetaria.

Desde nuestro punto de vista, lo realmente relevante para marcar el equilibrio prestacional necesario en los contratos parte de la vigencia del principio general de la buena fe y sus derivaciones. Desde ya adelantamos que, a nuestro entender, lo que regula la ley de relaciones consumo sobre contratos por adhesión y cláusulas abusivas va más allá del derecho del consumo por reflejar, aún en contratos que no sean de consumo, lo que es la doctrina más recibida marcando pautas por analogía (y principios generales) que permiten considerar la clara preocupación por el equilibrio originario en la distribución de derechos y obligaciones. Cuando el contrato no es paritario o simétrico, existiendo una relación de sometimiento, los desequilibrios significativos adquieren relevancia jurídica. Al igual que lo que ocurre con el Art. 30 de la ley de relaciones de consumo, al regular las cláusulas abusivas en las relaciones de consumo, no cualquier desequilibrio es relevante sino el injustificado y claro.

Los desequilibrios suelen ser relevantes cuando escapan al alea normal de los contratos conmutativos o cuando se está ante contratos por adhesión o de sometimiento.[11]

El origen de muchos desencuentros doctrinales está en que no suele existir entendimiento sobre la forma de encarar el orden jurídico y sus instrumentos a la hora de enfrentar situaciones no previstas expresamente por el sistema jurídico. El análisis de los principios generales del derecho, en particular en el derecho contractual, suele ser un tema olvidado y para nosotros es esencial a la hora de tener que «marcar la cancha» sobre cuál es el derecho aplicable y, en especial, en temas referidos a desequilibrios contractuales, donde no siempre la ley da respuestas claras en situaciones nuevas generadas con posterioridad a su vigencia y donde especialmente debemos contemplar el alcance peculiar de principios de particular relevancia, como es el de la buena fe.

Puig Brutau (La jurisprudencia como fuente de derecho, Barcelona, s/f, pág. 179) señala que generalizar lleva a omitir y legislar es generalizar. Ante ello, juzgar es añadir partes, cuanto menos, de lo omitido. Esta reflexión es sustancial para encarar la respuesta en temas que sabemos pueden carecer de respuestas claras y concretas en el contrato o en la misma ley.

El juez no puede dejar de fallar en caso de omisión u oscuridad del contrato o de la misma ley (artículo 15 del C.C. y 25 del C.G.P.). Sus pronunciamientos, aún sin respaldo legal, deben ser fundados y convincentes. Esto se logra con una decisión razonable lo que supone asumir que una persona ante los hechos y circunstancias calificados, ubicada en similar situación, hubiera adoptado una decisión similar.

Como bien destacan López Mesa – Rogel Vide (La doctrina de los actos propios, Buenos Aires, 2005, pág. 18), el juez no es traductor sino actor ante la norma. El traductor lo único que hace es trasladar fielmente el significado de las palabras o ideas de una a otra lengua: efectúa una mudanza antes que una recreación[12][13].

Entiéndase bien que en nuestro planteo estamos muy lejos de propiciar la invocación de principios generales para desoír una ley o un contrato claro en su contenido, pero creemos que tampoco es correcto, por ejemplo, pretender incluir en la ley o en el contrato, lo que realmente no regularon. Si, por ejemplo, ocurre un hecho imprevisto y en cuanto tal no fue previsto, no se puede resolver por el pacta sunt servanda. El acuerdo sólo rige lo previsto y de él no se puede deducir nada respecto a lo imprevisto pues ello supondría una clara transgresión del sistema.

Cuando en el contrato o en la ley no se prevean soluciones claras en el tema a resolver debemos acudir a los principios generales del derecho, en particular a los vigentes para el derecho contractual pues ningún tema planteado ante un juez puede quedar sin resolver; de allí la particular relevancia que damos a estos principios generales y en particular a los principios generales de la contratación, que cuentan con respaldo normativo y operan como la verdadera columna vertebral del derecho contractual.

4. Principio de igualdad jurídica y no discriminación [arriba] 

A) Presentación del tema[14]

Otro principio derivado de lo que se supone actuar de buena fe en la interrelación de personas es el principio de la igualdad y no discriminación. Cuando se alude a la igualdad es frecuente incurrir en el error de confundir igualdad con igualación. Donde sin justa causa se pretende que a todos se les dé por igual.

Una cosa es que todos seamos iguales ante la ley y otra, muy diferente, es pretender que todos debamos ser ubicados y tratados de la misma manera y recibamos lo mismo. Igualdad es tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Discriminar es tratar igual a los desiguales o desigual o los iguales. Rescigno («Il principio de eguaglianza nel diritto privato»; Rivista Trimestralle di Diritto e Procedura Civile, 1959, pág. 1519) destaca que elementales razones de justicia requieren tratar desigual a los desiguales e igual a los iguales.

Consideramos esencial destacar que uno de los paradigmas del siglo XVIII fue el de sostener que todos somos iguales, todos somos libres y lo que se contrata es justo. Aquí el concepto de igualdad era meramente formal.

Hoy se propicia un criterio de igualdad real o material, no tanto por lo que uno es ante la ley sino por la situación en que se encuentra en el momento de contratar donde se debe actuar con particular espíritu de cooperación y solidaridad propio de un proceder de buena fe. Esta igualdad luce cuando los que contratan tienen un poder negociador similar en lo social y económico. Si ello no es así, estas igualdades formales llevan a desigualdades reales, con posibles consecuencias en la contratación por imposición o explotación de uno sobre otro. Esto es lo grave que se debe evitar y lo que ha generado toda la distorsión y la necesidad de cambio en lo que va de los Siglos XX y XXI.

B) La desigualdad

a) Presentación del tema

Uno de los aspectos en que más ha evolucionado el derecho contractual moderno es, precisamente, en denunciar la existencia de diferencias o desigualdades entre las partes, presentando como un hecho evidente las situaciones en las que se enfrenta el fuerte (económicamente) con el débil.

Cuando alguna de las partes carece de este poder, en ocasiones finalmente termina por asumirlo el orden jurídico, que pasa a reglamentar en todo o en parte la situación del que concurre sin poder suficiente. Es lo que ocurre cuando, por ejemplo, en el derecho laboral se pasa a imponer normas imperativas para tutelar los derechos del trabajador, o cuando se regula la relación de consumo para proteger de los abusos que se pueden dar con el contrato de adhesión.

El solo hecho de que exista desigualdad de poder no supone que se vulnere el poder de autodeterminación de la contraparte y ello porque el poderoso puede actuar forma equilibrada o correcta, o porque el propio mercado o el sistema jurídico neutralizan o controlan este posible exceso de poder y sus derivaciones. Así, por ejemplo, lo que ocurre con la regulación de la libre competencia en nuestro país con la Ley 18.159 (arts. 13 y 14), con la que se buscó nivelar estos poderes de autodeterminación eventualmente abusiva.

b) Posiciones doctrinaria

En nuestro país se diferencia la opinión de quienes niegan la consideración de la igualdad y quienes la ponderan debidamente.

i. Tesis que niega la necesidad de considerar la igualdad

Propiciando un paradigma histórico hoy superado están quienes piensan que lo único trascendente es la libertad y la igualdad, aunque sean meramente formales. El contrato obliga porque se actuó con libertad y lo decidido por ello es justo. Esto se funda en que la lesión, en el Uruguay, no es vicio de la voluntad (artículo 1277 del C.C.); que al definir la conmutatividad se establece que los contratos «se miran como equivalentes» (artículo 1250 del C.C. ); que el deudor sólo se libera si el vínculo deviene imposible (artículo 1549 del C.C.). Se entiende que no existe ninguna norma que exija considerar la igualdad, no siendo posible aplicar en forma directa las normas constitucionales que refieren a este criterio.

Gamarra (Tendencia hacia la objetivización..., ob. cit., pág. 51) entiende que debe existir neutralidad en la relevancia de las diferencias del poder negocial o sea, que según esta opinión sería irrelevante la desigualdad en la contratación.

ii. Tesis que entiende que debe ponderarse la igualdad en el contrato

Blengio (“La autonomía de la voluntad y sus límites. Su coordinación con el principio de igualdad”; A.D.C.U., t. XXVII, pág. 404), apartándose sustancialmente de la tesis de Gamarra, consideró: a) que el artículo de la Constitución (art. 8) que consagra el principio de igualdad tiene proyecciones en el ámbito contractual no solamente en aspectos formales sino también en su alcance material; b) el principio constitucional abarca la igualdad entre las partes; c) tanto del Art. 332 de la Constitución como del propio artículo 16 del C.C., surge este principio de validez universal; d) existen normas como los artículos 1253 y 1413 del C.C. que se orientan claramente en la tutela del principio de igualdad. Toda desigualdad que cause disparidad en el poder de negociar en forma injustificada, será arbitraria e ilegítima.

No sólo por razones doctrinarias sino en algunos casos con respaldo normativo claro (artículo 6 literal b de la Ley de relaciones de consumo 17.250 y artículo 4 literal A de la ley 18.159), el legislador en nuestro orden jurídico ya se ha preocupado de esta desigualdad de poder (que se presta para conductas contrarias a la buena fe contractual) al prever, por ejemplo, que está prohibido aplicar injustificadamente a terceros contratantes condiciones desiguales en el caso de prestaciones equivalentes, colocándolos en desventaja frente a la competencia. Además, en el art. 6 lit. B de la ley 17.250 ya referido, aludiendo a derechos del consumidor, se establece que son derechos básicos del consumidor: «b) la educación y divulgación sobre el consumo adecuado de los productos y servicios, la libertad de elegir y el tratamiento igualitario cuando contrate».

En el artículo 8 de la Constitución la igualdad ante la ley debe entenderse como inexistencia de subordinación entre los sujetos de un orden jurídico. Ante la ley estamos todos subordinados y somos iguales, pero entre las personas que conviven en sociedad no puede haber subordinación o imposición. No hay jerarquías entre los sujetos respecto al derecho. La única subordinación admisible es al derecho, pero no a otro sujeto. No se debe confundir el principio de la igualdad jurídica con el de la igualdad o equivalencia. El primero alude a la situación de las partes en el punto de partida, de forma que ninguna de ellas tenga prioridades, ventajas indebidas o privilegios.

Ciertos principios generales en el ámbito contractual consolidaron este criterio. Así, el denominado principio favor debilis establece que en caso de duda se debe interpretar el contrato en favor de la parte débil o la deudora. El derecho privado es claramente defensor de la persona como centro de su consideración sea como víctima en el ámbito extracontractual o como débil en el contractual.

c) Principio de igualdad y abuso de la posición dominante en el mercado

La incidencia de normas regulatorias del mercado en nuestro país ha sido relevante en especial desde la Ley 17.243 (hoy ley 18.159) que reguló la libre competencia, tratando de evitar abusos cometidos por la concentración del poder económico, preservando en lo posible la igualdad de poder negociador entre las partes.

Teniendo como meta la protección del libre mercado y la competencia leal, de forma de auspiciar la eficiencia y el equilibrio de precios en sana competencia, se regularon figuras realmente relevantes como ser, entre otras, la del abuso de la posición preeminente en el mercado; la imposición de precios en forma abusiva; la restricción injustificada de productos, la aplicación injustificada de condiciones desiguales. Se cuestionan los contratos que llevan a la concentración de poder económico que permiten imponerse abusivamente en el mercado dejando de lado una competencia real y equilibrada.

En ocasiones se limita la autonomía privada para proteger la transparencia en el mercado e indirectamente para evitar abusos, desigualdades sobre los contratantes débiles, impidiendo beneficios indebidos originados en la explotación y el abuso. Se limita la incidencia de la autonomía privada negocial en el mercado cuando puede incidir en éste en forma «dominante», o sea, sin competencia sustancial. Ello permite, por ejemplo, imponer precios abusivos e injustos y esto es lo que se pretende evitar.

Las leyes de defensa de la competencia, antimonopólicas o antitrust, tienen por fin evitar «abusos de la libertad del mercado o del contrato», protegiendo la competencia leal y la transparencia. Queda claro que la norma, al regular estos temas, impone que los precios no pueden ser artificiales o abusivos que distorsionen el libre mercado y perjudiquen a los consumidores.

d) Igualdad de los contratantes

Rezzonico (Ob.cit., pág. 288) señala que es innegable la estrecha relación entre la justicia, la libertad y la igualdad. Hallar una pauta única general y universal para medir en lo jurídico lo igual y desigual deviene francamente imposible si se tienen en cuenta las diferencias propias de la naturaleza humana. Cierto es que el principio de la igualdad no refiere solo al derecho constitucional o político antes bien su vigencia esta en el derecho laboral, comercial, civil. En forma concreta, en los contratos lo que se requiere es igualdad ante la ley como garantía fundamental del proceder de la persona al contratar. Se exige una igualdad en el punto de partida respecto a la forma en que se encuentra la persona para negociar. Se debe tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Toda solución que se pretenda en un ámbito de justicia conmutativa requiere un orden con igualdad de situaciones y de trato.

La igualdad jurídica en la contratación presupone que ambos contratantes son iguales ante las normas que regulan el derecho contractual. Existe igualdad jurídica en el punto de partida.

Otro matiz de esta igualdad pasa por considerar la realidad de esta igualdad en la situación en que se encuentran las partes a la hora de contratar. Aquí advertimos desigualdades reales en el poder económico, en la información, en la experiencia… Cuando las partes están en situaciones demasiado desiguales por ejemplo, en lo que respecta al poder de negociar es que se generan dificultades pues esa diferencia suele traducirse, como dijéramos, en cláusulas abusivas.

En realidad la igualdad a que se hacía referencia en el siglo XIX respecto a la situación de los contratantes a la hora del acuerdo fue más un mito que una realidad pues las causas de desigualdad siempre fueron notorias por diversidad de factores: en lo económico, en la información etc.

No se debe confundir la igualdad jurídica de las partes al contratar con la igualdad económica o conmutatividad de las prestaciones que refiere al sacrificio asumido por las partes a la hora de contratar y que evidencia la existencia o no de un equilibrio o equivalencia prestacional.

e) De la desigualdad a la debilidad.“Principio favor debilis”

El favor debilis es un principio general del derecho que, al estimar los efectos jurídicos de supuestos actos jurídicos, exige que los sujetos débiles sean protegidos ante su inferioridad. Si bien el principio favor debilis puede tener una función interpretativa, su aplicación es más amplia, y sustenta la fundamentación misma de la norma o la solución. Este principio, tanto en su enunciación como en su aplicación concreta a distintas situaciones jurídicas, es predicable universalmente. Esto se debe a que el favor debilis, al igual que otros principios jurídicos sistemáticos o fundacionales, actúa a la manera de pilar, dando sustento y fundamento a todo el ordenamiento, estando presente a lo largo y a lo ancho de él. Mediante la utilización del método deductivo se pueden obtener de este principio las normas o principios más específicos.

John Finnis (Ley Natural y Derechos Naturales, Buenos Aires, 2000: Abeledo Perrot, pág. 315) señala que este principio ha sido acuñado históricamente a partir del favor debitoris, como un modo de atenuar las obligaciones pecuniarias cuando el centro del sistema jurídico estaba puesto sobre la persona, en la época que era posible ejercitar la fuerza sobre el deudor y su familia, pudiendo el acreedor obligarlos a trabajar para sí. Gustavo J. Schötz (“El favor debilis como principio general del Derecho Internacional Privado”, artículo online) sostuvo que la vigencia del principio favor debilis se justifica y da nacimiento a una nueva calificación de las personas, sobre la base de un rol preciso en el proceso económico en general. La misma lógica se puede aplicar a otras categorías, como los expatriados, la niñez, los trabajadores: cada uno de estos grupos tiene su específica razón de ser de su debilidad. Por tanto, no se trata sólo de un principio de interpretación favorable de los contratos, sino de un sustento del sentido de justicia que debe dirigir todas las relaciones jurídicas de esa categoría

En el Derecho Privado el favor debitoris será siempre una orientación clara para la interpretación de la ley, en cuanto persigue una finalidad de justicia, restableciendo el equilibrio entre las partes, al presumir que el deudor suele ser, en la mayoría de los casos, la parte más débil de la relación jurídica.

Tanto la ley de relaciones de consumo n. 17.250 como la de libre competencia, n. 18.159, dedicaron especial trato al fenómeno de la desigualdad de las partes en el contrato y las derivaciones en situaciones de abuso, explotación, extorsión, etc., donde el fuerte se aprovecha del débil. Aparece claramente la preocupación por el débil a la hora de contratar. Debilidad marcada no solo por la falta de poder económico sino por la falta de información En su vertiente interpretativa, el principio favor debilis implica, que en la interpretación de situaciones que comprometen derechos en conflicto se considere especialmente a la parte que, en su relación con la otra, se halla situada en inferioridad de condiciones o, dicho negativamente, que no se encuentra realmente en pie de igualdad con la otra.

Blengio (“La parte contractual débil”; ADCU, t. XXXIX, pág. 623) encara con acierto el tema destacando que el débil que preocupa hoy al derecho civil no es el del siglo XVII. Hoy esta debilidad está en la falta de información, en las diferentes aptitudes y conocimientos que se poseen a la hora de contratar, a diferencias en el poder económico, a la existencia de necesidades diferentes, y todo ello se puede notar en diferentes grados, en situaciones más o menos debilitantes.

f) Derecho Trasnacional

Concretando la vigencia del principio de igualdad propiciado por lo que supone un proceder de buena fe, en los Art. 3.10 Unidroit y 4.109 de los Principios Landó. Preocupó la existencia de ventajas excesivas, la ignorancia, la carencia de poder negociador, y en tal sentido se dispuso que:

PRINCIPIOS UNIDROIT

Art. 3.10. Excesiva desproporción.

1) Una parte puede anular el contrato o cualquiera de sus cláusulas si en el momento su celebración del contrato o alguna de sus cláusulas otorga a la otra parte una ventaja excesiva. A tal efecto se deben tener en cuenta entre otros los siguientes factores: a) que la otra parte se haya aprovechado injustificadamente de la dependencia, aflicción económica o necesidades apremiantes de la otra parte, o de su falta de previsión, ignorancia, inexperiencia o falta de habilidad en la negociación; y b) la naturaleza y finalidad del contrato.

2) A petición de parte legitimada para anular el contrato, el tribunal podrá adaptar el contrato a la cláusula en cuestión a fin de ajustarlos a criterios comerciales razonables del acto a negociar.

3) El tribunal también podrá adaptar el contrato a la cláusula en cuestión a petición de la parte que recibió notificación de la anulación, siempre y cuando dicha parte haga saber su decisión a la otra inmediatamente y, en todo caso, antes que esta obre razonablemente de conformidad con su voluntad de anular el contrato.

PRINCIPIOS LANDO

Artículo 4:109: Beneficio excesivo o ventaja injusta

(1) Una parte puede anular el contrato si, en el momento de su conclusión:

(a) dependía de la otra parte, tenía una relación de confianza con ella, se encontraba en dificultades económicas o tenía otras necesidades urgentes, no tenía capacidad de previsión o era ignorante, inexperimentado o carente de capacidad negociadora, y

(b) la otra parte conocía o debería haber conocido dicha situación y, atendidas las circunstancias y el objeto del contrato, se aprovechó de ello de manera claramente injusta u obtuvo así un beneficio excesivo.

(2) A petición de la parte interesada, y si resulta oportuno, el juez o tribunal puede adaptar el contrato y ajustarlo a lo que podría haberse acordado respetando el principio de la buena fe contractual.

(3) La parte a quien se comunica el ejercicio de la acción de anulabilidad del contrato por beneficio excesivo o por ventaja injusta, puede igualmente solicitar del juez una adaptación del contrato, siempre que esta parte informe de ello sin dilación a la parte que le comunicó el ejercicio de su acción y antes de que dicha parte actúe en función de ella.

Estas normas marcan la corriente doctrinaria mayoritaria que entiende que a través de la buena fe se preserve la igualdad y el equilibrio estacional respecto a la distribución de beneficios sacrificios planteados originariamente en el tipo contractual. Se entiende que ciertos desequilibrios pueden invalidar el contrato dando relevancia a las situaciones de dependencia, de debilidad, de una parte respecto de la otra.

C) Principio de la no discriminación injustificada

a) Presentación del tema

El tema de la discriminación en el ámbito contractual está íntimamente relacionado a la vigencia del principio de la igualdad ante la ley e igualdad de trato y particularmente con la buena fe contractual. En la actualidad, en el ámbito contractual importa no solo la posible falta de igualdad entre las partes sino la posible existencia de discriminación injustificada a la hora de contratar. En principio toda persona tiene derecho no ser discriminada por razones de sexo, de religión, raza, etc., y también cuando contrata[15].

b) Concepto

Cuando la ponderación de la igualdad entre las partes pasa de lo formal a lo real, cobra sentido en pensar o dar relevancia a la incidencia en la contratación de las diversas formas de discriminación. Nadie es más que nadie en la medida en que finalmente todos somos personas. Como anota González Pérez (La dignidad de la persona, Ed. Civitas, Madrid, 1986, pág. 24), desde el punto de vista de la dignidad como personas todos somos iguales.

“La igualdad no es igualación” sino que supone tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Como dijéramos, se discrimina cuando se trata desigual a los iguales o igual a los desiguales. No se afecta la igualdad cuando se aplican criterios discriminatorios justificados en mérito a tratar situaciones diferentes. Así, por ejemplo, no es discriminatorio cuando se apoya al agro en situaciones de crisis por la sequía y que no se apoye a la industria de la misma forma. En el ser persona es algo en lo que todos somos iguales. Pero en la manera de vivir y de actuar somos todos diferentes. La igualdad, en esencia, es compatible con la diversidad en la existencia. Como bien destaca Zavala de González («Daños derivados de discriminación injusta», en la obra Derecho de Daños en homenaje a Trigo Represas, Buenos Aires, 1993 p. 136), la igualdad no entraña uniformidad. Existe un derecho a no ser discriminado injustamente, y de modo relativo el derecho a ser justamente discriminado. Discriminar como se dijo es tratar igual a los desiguales y tratar desigual a los iguales.

La igualdad supone el respeto de diferencias personales. Esta igualdad se lesiona cuando se afecta o causan discriminaciones injustas en relación a una persona o conjunto de personas. Esta injusticia en la discriminación se da cuando se coloca a ciertas personas en situación de inferioridad que afecta su dignidad. Distinto no significa inferior. La discriminación injusta conduce a excluir, a despreciar, a marginar, y esto daña seriamente a la persona en su integridad personal y social.

El derecho a no ser discriminado es uno de los derechos esenciales de la persona humana El rechazo de la discriminación injusta no puede hacernos perder de vista que no todas las personas son iguales, existiendo desigualdades por sus talentos y virtudes a que refiere el art. 8 de la Constitución de la República cuando establece: “Todas las personas son iguales ante la ley, no reconociéndose entre ellas otra distinción que no sea la de sus talentos o virtudes”. En realidad esta igualdad sería en principio meramente formal, pues las posibilidades idénticas solo lo serían en abstracto.

La única igualdad posible de exigir es la igualdad de trato ante la misma ley. Lo que se consagra en el art. 8 de la Constitución es, en realidad, igualdad de posibilidades, pero el acceder o no al objetivo depende de los talentos y las virtudes de cada uno. No hay discriminación al integrar un proceso natural de selección en los grupos que cada uno vive según las costumbres, ideas o intereses. La igualdad implica el respeto de las diferencias. La igualación incorrecta de desigualdades puede llevar a graves injusticias. Existe un derecho personal a no ser discriminado en forma injusta.

Discriminar es diferenciar, separar una cosa de la otra. Una persona es discriminada cuando es tratada en forma desfavorable, causándole daños, ya sea por razón de su raza, de su inclinación sexual, de su religión, de su discapacidad, por ser extranjero, por estar enfermo. Son innumerables las declaraciones de derechos donde se propicia el respeto de los derechos humanos y libertades sin distinción de razas, idiomas, ideologías, etc.[16]

En esencia, discriminar es tratar a una persona o entidad de forma diferente por razones políticas, raciales, religiosas, etc. Cuando existen diferencias justificadas no se lesiona a dignidad de la persona. La discriminación injusta lleva al desprecio y marginación de los afectados y por ello se les puede causar sufrimiento sin perjuicio de otros daños. La discriminación puede ser hecha de personas físicas o instituciones o asociaciones. Discriminar es separar, diferenciar o dar trato de inferioridad a una persona por razones raciales, políticas religiosas etc.

Discriminar supone privar injustamente a la persona del ejercicio de derechos y libertades que disfrutan otras personas. Por ejemplo, no dejar utilizar un ómnibus a los de raza distinta, o no permitir a un árabe que compre un apartamento en cierto edificio. Marcellino (“Le discriminazioni”, Tratatto dei nuovi danni, t. II, pág. 253) afirma que la discriminación se caracteriza por dos aspectos: a) tratamiento diverso o diferencial sobre distintos sujetos; b) inexistencia de causa de justificación para el tratamiento diverso, lo que lleva a una conducta ilícita por acción o por omisión. Lo importante es que el trato diferencial se produzca sin causa que lo justifique. Así, discriminar es tratar igual a los desiguales y desigual a los que están en situación similar. Hay grupos humanos que son víctimas de la discriminación todos los días por alguna de sus características físicas o su forma de vida. El origen étnico o nacional, el sexo, la edad, la discapacidad, la condición social o económica, la condición de salud, el embarazo, la lengua, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil y otras diferencias pueden ser motivo de distinción, exclusión o restricción de derechos en forma injustificada.

Por partir de una pauta clara y concreta nos remitimos a la norma del Marco Común de Referencia que señala que: “Una persona tiene derecho a no ser discriminado por razón de sexo u origen étnico o racial en relación con un contrato u otro acto jurídico cuyo objeto sea facilitar el acceso o el suministro a bienes, u otros activos o servicios que estén disponibles al público”.

Esta declaración es, a su vez, una concreción del principio de buena fe en las transacciones (art. I.- 1:10). Del derecho a la igualdad se deduce el derecho a la no discriminación que lleva a no hacer diferencias injustas entre las personas que están en igual situación. Discriminar implica hacer distinciones injustas o sin causa entre personas iguales.

Las formas tradicionales de discriminación refieren a causa étnicas, de sexo, de incapacidad y más modernamente se controla también la discriminación a la hora de contratar. Por ejemplo, ¿puede un empresario poner un negocio y no contratar con homosexuales, o con personas de determinada raza? ¿Puede establecerse que solo formaran parte del condominio personas homosexuales?[17]

La libertad de contratación no puede ejercerse de forma que suponga una discriminación injustificada pues en ocasiones puede suceder que al no contratar se esté actuando en forma irregular o lesiva a determinadas personas. Como bien se anota en el Marco Común de Referencia, art. II 2.101, una persona tiene el derecho a no ser discriminada por razón de sexo u origen étnico o racial en relación con un contrato u otro acto jurídico cuyo objeto sea el de facilitarle el acceso al suministro de bienes, otros activos o servicios que estén disponibles al público[18].

Corresponde sí aclarar que el trato desigual justificado no constituye discriminación siempre que los medios utilizados para conseguir esta situación sean los adecuados[19].

c) Criterios de discriminación

La norma referida, que es ilustrativa en los conceptos, marca criterios de discriminación. Estos serían el sexo y el origen étnico o racial. Se trata de un listado breve. pero ello no quiere decir que cualquier otro motivo de discriminación esté aceptado en el marco común de referencia sino que se ha querido limitar en este capítulo estos tres únicos motivos más notorios, quedando cualquier otro motivo susceptible de ser base de una discriminación en la interpretación general del Capítulo I, art. 1:102.

Hay que señalar, que es muy poco afortunada la utilización de la palabra sexo cuando en realidad desde el punto de vista jurídico habría sido más conveniente utilizar el concepto género, en el que quedan incluidos supuestos diferentes de la discriminación hombre vs. mujer, como por ejemplo casos de homosexuales o transexuales.

d) Derecho Trasnacional

i. Presentación del tema

En el Marco Común de Referencia se realizo una regulación detallada e importante del tema en el texto que se enuncia la final de este apartado. Por primera vez se propugna la aplicación del principio de la no discriminación en el ámbito contractual entre particulares. Se establece un criterio rector en un tema referido ya anteriormente por diversidad de Directivas como ser la no discriminación laboral Directiva 75/117 CE;79/7 CE no discriminación en seguridad social; Directiva 2000/43 CE no discriminación por motivos raciales étnicos. Directiva 2004/113 CC igualdad de trato y no discriminación entre hombres y mujeres.

La consagración del principio de la no discriminación supone no solo el reconocimiento de un principio general de la contratación sino que cumple una función relacionada con el derecho de daños. Se presenta como la concreción de una derivación del principio de la buena fe y especialmente se destaca su fundamento en pautas constitucionales en las que se consagra la igualdad de trato.

ii. Motivos

Los motivos de la discriminación referidos en la norma comentada (art. II 2:102) serían los que refieren al sexo, al origen étnico y a lo racial. Para nosotros este enunciado no debe ser visto como taxativo. No se incluyó, por ejemplo, la nacionalidad. Toda conducta discriminatoria injusta sería reprobada en aras de la vigencia del principio de la buena fe.

iii. Clasificación

En el art 2:102 del MCR se regulan dos tipos de discriminación: la directa y la indirecta. Ana Giménez Costa (El principio de no discriminación y su incidencia en la contratación privada en el Marco Común de Referencia, artículo online) analiza esta clasificación.

La discriminación directa se define como el tratamiento jurídico diferenciado y desfavorable que recibe una persona por razón de un criterio, en nuestro caso, el sexo o el origen étnico o racial, con independencia de los motivos del causante de la discriminación. Constituye la primera y la más clara exigencia del principio de no discriminación, además de ser la que mayor desarrollo jurisprudencial ha tenido. Por tanto, se considerará infringido el principio que prohíbe la discriminación cuando se pueda probar que un acto o contrato supone un tratamiento diferente de situaciones idénticas, o un tratamiento igual a situaciones diferentes.

La discriminación indirecta se puede definir como aquellas disposiciones, criterios o conductas que, siendo formalmente no discriminatorias, deben entenderse contrarias al principio de no discriminación porque sitúan a un grupo de personas de un determinado origen étnico, racial o condición sexual concreta en desventaja particular respecto de otro grupo de personas. Se trata de medidas aparentemente neutrales pero susceptibles de ser consideradas discriminatorias por el resultado fáctico que producen. El elemento clave del supuesto de hecho de la discriminación indirecta es el impacto adverso que la medida tiene en los diferentes sexos o grupos étnicos o raciales, esto es, la desventaja particular.

iv. Excepciones

La regulación de la excepción requiere que para que ésta se considere justificada debe perseguir una finalidad legítima y los medios empleados para conseguirlo deben ser adecuados y necesarios. Es obvia la necesidad de establecer límites al trato diferenciado que lo justifiquen y, por tanto, la regulación de esta excepción merece un juicio positivo, sin embargo, se podría objetar que los conceptos jurídicos que se han utilizado para introducir dicha flexibilidad adolecen de demasiada indeterminación

v. Inversión de la carga de la prueba

El art. 2:105 establece una inversión de la carga de la prueba con el objetivo de facilitar la prueba de la discriminación, en aras a proteger de una forma más efectiva y real a la víctima. En concreto, se establece que alegados los hechos que demuestren de forma indiciaria, o de los que se pueda presumir un trato desigual, debe ser la parte demanda la que cargue con la prueba de que tales hechos no constituyen una discriminación.

vi. Normativa

MARCO COMÚN DE REFERENCIA

II. - 2:101: Derecho a no ser víctima de discriminación

Una persona tiene derecho a no ser discriminada por razón de sexo, u origen étnico o racial en relación con un contrato u otro acto jurídico cuyo objeto sea facilitar el acceso a o el suministro de bienes, otros activos o servicios que estén disponibles al público.

II. - 2:102: Significado de discriminación

(1) Por “discriminación” se entenderá toda conducta por la que, o situación en la que, por motivos tales como los mencionados en el artículo anterior:

a. una persona sea tratada de manera menos favorable que otra persona es, haya sido o pudiera ser tratada en una situación comparable, o

b. una disposición, criterio o práctica aparentemente neutros que sitúe a un grupo de personas en situación particularmente desventajosa con respecto a otro grupo diferente de personas.

(2) La discriminación también incluye el acoso por motivos tales como los mencionados en el artículo anterior. “Acoso” significa una conducta no deseada (incluyendo la conducta de naturaleza sexual) que atenta contra la dignidad de una persona, sobre todo cuando dicha conducta crea, o lo pretenda, un entorno intimidatorio, hostil, degradante, humillante u ofensivo.

(3) Cualquier orden de discriminar constituye una discriminación.

II. - 2:103: Excepción

El trato desigual justificado por una finalidad legítima no constituye discriminación si los medios empleados para conseguirlo son adecuados y necesarios.

II. - 2:104: Remedios

Si una persona es objeto de discriminación en contra de II. - 2:101 (derecho a no ser objeto de discriminación), sin perjuicio de los remedios disponibles en el Libro VI (Responsabilidad extracontractual por daños causado a terceros), tiene a su disposición los recursos por incumplimiento de la obligación del Libro III, Capítulo 3 (incluidos los daños patrimoniales y no patrimoniales). Cualquier reparación concedida debe ser proporcional al perjuicio causado, puede ser tomado en consideración el efecto disuasorio de las reparaciones.

II. - 2:105: Carga de la prueba

Cuando alguien que considera haber sido discriminado o discriminada por alguno de los motivos mencionados en el II. - 2:101 (Derecho a no ser discriminado), pone de manifiesto, ante un tribunal u otra autoridad competente, hechos que hacen presumir que tal discriminación ha existido, corresponde a la otra persona probar que no ha existido infracción del principio de no discriminación.

El párrafo (1) no se aplica a los procedimientos en que el tribunal u otra autoridad competente deban investigar los hechos del caso.

D) Jurisprudencia

1. Tal como explica Recasens Siches, “... los hombres deben ser tratados igualmente por el derecho, respecto de aquello que es esencialmente igual en todos ellos, a saber en su dignidad personal y en los corolarios de ésta, es decir, en los derechos fundamentales o esenciales que todo ser humano debe tener. Y, resulta que, en cambio, deben ser tratados desigualmente en lo que atañe a las desigualdades que la justicia exige tomar en consideración” (Filosofía del Derecho, pág. 590). De ahí que, como lo recuerda el ilustrado constitucionalista nacional Justino Jiménez de Arechaga, la jurisprudencia norteamericana haya sustentado que “... ningún acto legislativo es válido si afecta claramente el principio de la igualdad de derechos garantizados por la Declaración de derechos...”, pero que el mismo no se opone a que se legisle para grupos o clases de personas, a condición de que “... todos los comprendidos en el grupo sean igualmente alcanzados por la norma...” y que la “... determinación de la clase sea razonable, no injusta, o caprichosa, o arbitraria, sino fundada en una real distinción.... Es que, si todas -o casi todas- las Leyes discriminan, debe saberse cuál ha de ser el criterio o la pauta que corresponde manejar por el juzgador de la constitucionalidad, para no inmiscuirse en la propia tarea legislativa. Y ésta es o debe ser el de la razonabilidad de los motivos invocados por el legislador, es decir, el de que las clasificaciones legales no creen clases sospechosas, motivantes de una ?discriminación perversa? y por ello mismo, contraria a la normativa superior” (Cf. Edward S. Corwin: La Constitución de los Estados Unidos y su significado actual, pág. 630). “No debe existir un propósito arbitrario, hostil, y que determine la formación de grupos o clases sin un sentido de razonabilidad, en ese supuesto permitido por la misma desigualdad en que se encuentra, pues de otra forma, al mantenérsela y no ser corregida, se transformaría en un ataque al propio principio de igualdad consagrado constitucionalmente” (Cf. LJU, Tomo 135, Año 2007, c. 15.382). BJNP (Base de Jurisprudencia Nacional Publica Suprema Corte de Justicia 1-118/2007 04/04/2008

2. Contrariamente a lo sostenido por la recurrencia, la Corte Constitucional italiana ha sostenido que el principio de igualdad no tolera injustificadas discriminaciones entre sujeto y objeto. Ha subrayado que el referido principio resulta violado cuando “en situaciones sustancialmente homogéneas se establecen tratamientos diversos” (cf. Blengio, A.D.C.U., T. XXVII, p. 407). En el caso el criterio hermenéutico literal y contextual en que se funda la recurrencia cede ante la aplicación del principio general de la, de raíz constitucional (arts. 7, 72 y 332 de la Carta) y fértil campo de aplicación en sede de interpretación y ejecución contractual. No puede aceptarse que actúe de quien pretende facturar un mayor precio que la contraparte en relación a la prestación de servicios idénticos. Si el principio de reciprocidad no fue estipulado expresamente en el complejo negocial, su operatividad en el caso fluye directamente de la bona fides, y en el caso no se advierte que por dicha vía se transgreda norma alguna que discipline la relación contractual entre las partes. No es admisible esgrimir la aplicación al caso del art. 1.291 del C. Civil, en el sentido de que los contratos forman una regla a la cual deben someterse las partes como a la Ley misma, como lo hace la actora a fs. 515 v., soslayando que la misma disposición establece a renglón seguido que deben ejecutarse de b, y, por consiguiente obligan, no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad, al uso o a la Ley.

Y precisamente, una conducta acorde a la equidad en la ejecución contractual es cobrar a la contraparte el mismo precio por una prestación correspectiva y recíproca sustancialmente idéntica. También es clara la debilidad argumental con que la parte actora pretende justificar el importante sobreprecio que cobraba a ANTEL por la misma prestación. Así sostiene que “en el caso no está en tela de juicio la buena o mala fe. Lo que el Tribunal no tiene en cuenta es que cada parte fija sus precios de acuerdo a varios criterios y el que fija uno puede ser diferente al que fija el otro. No está en juego por ello la buena o mala fe, sino los costos, las decisiones de posición cambiante en el mercado, la calidad del servicio, etc.” (fs. 515 v.). Nótese que se trata de afirmaciones genéricas carentes de precisión y de respaldo en elemento de convicción alguno, por lo que no poseen mayor eficacia persuasiva que la de una mera aseveración unilateral desprovista de asistencia probatoria, y que en nada enervan el argumento nuclear de la recurrida: ninguna razón, de índole convencional o racional, justifica que el Ente estatal deba pagar a la actora un precio mayor por la prestación de un servicio idéntico. Como sostiene Rezzónico (Principios fundamentales de los contratos, p. 292), en aplicación del principio de igualdad, la prestación y la contraprestación, principalmente en determinado tipo de contratos, como los convenidos con prestaciones correspectivas deben, en principio, tener una correspondencia, una equivalencia, la que habrá de presumir, siendo que la vía natural de los contratos bilaterales, sinalagmáticos o con prestaciones correspectivas, lleva a quienes contratan a no dar más de lo que reciben, lo que se representa en la máxima in contractibus natura aequalitatem imperat. Si bien es cierto que la demandada toleró por dos años que la actora le cobrara un precio mayor por servicios de interconexión correspectivos sustancialmente idénticos, ello no significa abdicación o renuncia a la facultad unilateral de variar la tarifa para lo cual estaba autorizado en los términos del convenio, al poder fijar su precio hasta el límite de $6 (Anexo 9).

El mantenimiento de una tarifa por determinado período, en el contexto de ejecución de un contrato de larga duración que autoriza la modificación unilateral de los precios, no configura un comportamiento idóneo para generar la confianza en que el precio permanecería fijo sine die. Además, como sostiene Barbieri, (A.D.C.U. T. XXX, p. 771) la teoría parece tener un ámbito restringido de aplicación en las relaciones jurídicas de índole contractual, ya que el relacionamiento derivado de este vínculo, enmarcaría –por lo menos prima facie- en la eficacia vinculante de dicho negocio, la que debería ser suficiente para superar las diferencias que eventualmente se presentaran en referencia al contenido negocial. Es fuera del campo negociador contractual donde la doctrina ha de cumplir con sus finalidades, otorgando al derecho un criterio remedial novedoso. Así planteado parece correcto afirmar que no corresponde invocar la teoría en situaciones en que, de lo que se trata es de hacer cumplir a las partes el contenido preceptivo del negocio, tal como lo pactaron.

Enseña el Maestro “Los casos resueltos por la jurisprudencia tienen por común denominador ejecuciones prolongadas en el tiempo a lo largo de años; este pacífico y concorde cumplimiento sólo puede significar dos cosas, o bien que corresponde al programa negocial acordado originariamente, o bien que las partes fueron adaptándolo a las nuevas conveniencias. Según la teoría del acto propio el comportamiento in excutivis devino irreversible y no puede ser desconocido; pero más bien que ir contra el hecho propio, se va contra la común intención o programa contractual que tiene fuerza de Ley. Nuevamente vuelven a plantearse las alternativas señaladas acerca de la pertinencia de regular por la teoría del acto propio situaciones que pueden encartarse en la normativa que disciplina la interpretación del contrato y el principio de su fuerza vinculante” (cf. Gamarra, T. XL, p.929). BJNP - Base de Jurisprudencia Nacional Publica; Suprema Corte de Justicia, sent. 2.418/2010 de 22/12/2010.

5. Principio de la adecuación económica [arriba] 

A) Presentación del tema

Para lograr mayor claridad es conveniente diferenciar conceptualmente el principio del equilibrio en las prestaciones (o de la conmutatividad) del principio de la adecuación económica. Al menos en el campo teórico están reflejando realidades diferentes: el primero se ocupa del desequilibrio en la distribución de derechos y obligaciones entre las partes, y el segundo apunta más concretamente a los desequilibrios económicos de las prestaciones. En la práctica ocurre que el desequilibrio entre las prestaciones suele estar acompañado de un desequilibrio en los valores de las prestaciones y suelen presentarse en forma similar.

D’Angelo (“La buona fede ne l´ejecuzione del contratto”, Contratti in generale de Alpa Bessone, tomo IV, Torino 1998 pág. 763) sostuvo que el deber de lealtad propio de todo contrato lleva a respetar el equilibrio económico negocial o la estructura económica jurídica de la relación. También a partir de la buena fe activada por la autonomía privada negocial se llega a limitar la exigibilidad del cumplimiento y la distribución de los riesgos asumidos por las partes conforme al orden económico del contrato (Mengoni, Voce: “Responsabilitá contrattuale” en Enciclopedia di Diritto, tomo XXXIX, Milán, 1988 pág. 1072; Bessone, Adempimento e rischio contrattuale, ob. cit., pág. 349; Breccia, Diligenza e buona fede nell´attuazione del rapporto obligatorio, Milán, 1968 pág. 57).

Gabrielli (“Il rischio contrattuale”; I contratti en generale; Alpa Bessone, tomo 1, pág. 125) considera que el programa negocial es un sistema de repartición de riesgos entre las partes acorde a una economía y el equilibrio contractual establecido y así consentido. Todo contrato refiere a una operación económica.

Con la aplicación del principio de la adecuación económica se procura que ninguno de los contratantes en prestaciones onerosas quede en situación de afectación sensible de su patrimonio cuando no medió causa previsible y justa. Aquí ya no se considera la distribución de derechos y obligaciones (principio del equilibrio prestacional), ni la posibilidad de ejercer un poder negocial similar entre las partes (principio de la igualdad); lo que se analiza es si las prestaciones onerosas mantuvieron su conmutatividad dentro de lo que fue un riesgo normal o bien, por factores externos o imprevisibles, alguna de ellas se volvió exageradamente onerosa, debiendo decidir qué ocurre con el futuro de la ejecución de la prestación.

B) Doctrina Nacional

El principio de la adecuación está implícito en el criterio de igualdad económica de las prestaciones tal cual son queridas por las partes cuando asumen contratos onerosos o conmutativos. Dentro de las facultades que confiere la autonomía privada negocial está la de decidir cuándo se da esta equivalencia entre las partes (equivalencia subjetiva). Según el enfoque clásico son sólo las partes las que determinan esta equivalencia. Según el enfoque objetivo moderno, esta avaluación no depende sólo de las partes (como de ellas tampoco depende el origen del vínculo obligacional), sino que, además, se debe tener en cuenta el orden jurídico del que, según este enfoque, podrían surgir pautas tendientes a lograr una equiparación objetiva de las prestaciones. Este principio es encarado por la doctrina desde dos puntos de vista: i) formalista; y ii) realista.

i. Los formalistas encaran el tema de la equivalencia de las prestaciones sólo desde el punto de vista formal, sin importarles realmente el centro del problema o sea, el verdadero significado económico de cada una de las prestaciones. Centran su atención en ciertas normas del Código Civil donde, por ejemplo, se niega la lesión como vicio del consentimiento (artículo 1277 del C.C.), y donde se señala que en los contratos conmutativos las prestaciones «se miran como equivalentes» (Art. 1250 del C.C.). Se parte de un paradigma (verdad sin demostrar) conforme al cual las partes consideraron equivalentes las prestaciones, y con ello alcanza, sin importar nada la realidad. En este enfoque, cegado por el positivismo, no importa la libertad; no importa la igualdad y no importa la justicia. Las partes se consideran libres; se consideran iguales y lo resuelto también se considera justo, en un mundo de ficción e idílico. Como este tema, según algún enfoque, tendría regulación en el Código Civil, indirectamente en las normas antes referidas, no existiría posibilidad de que este criterio sea revisado buscando pautas en la Constitución.

Gamarra (Imprevisión y equivalencia en los contratos, pág. 15) sostuvo que con el principio de igualdad de la Constitución no se puede modificar una solución consagrada en la ley (Código Civil). No es posible tergiversar las normas para hacerlas decir lo contrario. La Constitución sería aplicable sólo en lo que no está regulado en el Código Civil. Considera que respecto al artículo 1250 del C.C. no caben dos acepciones pues la única viable sería la subjetiva (pág. 23). Además, está el argumento de que esta postura sería la que preserva con mayor firmeza la seguridad jurídica (pág. 29). El juez debe mantener sus manos fuera del contrato pues la ley no le faculta a intervenir (artículo 31). Considera que los propulsores del equilibrio contractual de equivalencia objetiva deben considerar las consecuencias catastróficas que puede causar su loable afán del precio justo o del contrato justo.

Para Gamarra (“Tendencia hacia la objetivizacion del contrato. Equilibrio contractual”; Revista Crítica de Derecho Privado, t. III, pág. 52), la autonomía privada impone como regla la libertad contractual, lo que supone libertad de establecer precios, valores (art. 1250 y 1277 del C.C.). Un mercado libre es incompatible con la intervención moralizante del contrato (ob.cit., pág. 53). La libertad contractual es libertad de fijar el precio y márgenes de ganancia, lo que significa que no se puede intervenir para reprimir o sancionar abusos, o para evitar que se consigan ventajas, sean éstas cuales sean. Redondea sus ideas el autor cuando en otro artículo titulado «Circunstancias externas sobrevinientes que alteran el contrato en la fase de ejecución» (Revista Crítica de Derecho, nº 4, pág. 102) considera inadmisible la aplicación del principio de la equivalencia contractual dada la vigencia del principio de intangibilidad establecido en el artículo 1291 inciso 1º del C.C. y no existe ninguna causa autorizada por ley (artículo 1294 del C.C.) para no aplicar este principio.

El orden jurídico no tiene por fin proteger al deudor de prestaciones que se vuelven excesivamente onerosas. Gamarra se enfrasca en una polémica con Blengio e ignora por completo el argumento legal de mayor peso en lo que refiere al respaldo incuestionado que tiene la vigencia del principio de la adecuación o equivalencia contractual. Nos referimos a que en su planteo no se hace ninguna alusión al artículo 1291 inciso 2º del C.C. que es en su propuesta «la gran omisión».

No es posible plantear el principio de la equivalencia contractual sin hacer siquiera una referencia a la buena fe contractual del artículo 1291 inciso 2 del C.C. Se llega al extremo realmente peligroso de sostener que en un mercado libre es incompatible la intervención moralizante del contrato. Sobreponer el contrato a la moral consideramos que es un error pues ello incluso implica apartarnos de la normativa vigente (artículos 11 y 1284 y 1288 del C.C.). El derecho contractual vigente no se puede apartar de la moral porque es un valor esencial al orden jurídico contractual. La vigencia, precisamente, del principio de la buena fe lleva ineludiblemente a preservar este valor.

ii. En nuestra doctrina, la tesis de la equivalencia material o realista fue sostenida por Blengio («El principio del equilibrio con especial referencia a su incidencia en la ecuación contractual en la emergencia económica», ADCU, t. XXXV, pág. 571) y Fernández («La resurrección de la teoría de la imprevisión y sus vinculaciones con la noción de equivalencia», ADCU, t. XXXVI, pág. 553). Estos autores trataron de bajar a la tierra el problema planteado y hacen sus mejores esfuerzos para, con distintos argumentos, tratar de superar el enfoque formalista que lleva a la injusticia y a la inseguridad. Fernández (ob.cit., pág. 561) afirma que el artículo 1277 del C.C., al regular la lesión, dice que ésta no es un vicio del consentimiento y, por tanto, no causa la nulidad. Ello no impide que la lesión pueda tener otros efectos. La desproporción de las prestaciones sería relevante pero no podría resolverse por la vía de la nulidad pues la lesión no es vicio del consentimiento. Podría requerirse otro tipo de medidas vinculadas a la restitución total o parcial de las prestaciones.

Agrega que el artículo 1291 del C.C. garantiza la aplicación de la norma de equidad que integra el contrato, obligando a las partes a que de acuerdo a la naturaleza onerosa del contrato, sus consecuencias sean conformes a la moderación en los precios. Si se rompe la ecuación económica se debe «repotenciar la voluntad de las partes del contrato» (ob.cit., pág. 557). Para el autor, el criterio de equivalencia del artículo 1250 del C.C. es objetivo y no subjetivo. Cuando la norma dice: «se miran como equivalentes», en realidad presupone una equivalencia objetiva, pues el «se miran» alude a un enfoque de una tercera persona que, en forma objetiva, realiza una mirada a las prestaciones al margen de las partes (ob.cit., 560-561).

Para Blengio («Incidencia del principio de igualdad en la contratación privada»; Revista de Derecho, n. 6 de la Facultad de Derecho de la UCUDAL, pág. 111) se debe recurrir a la Constitución para de allí derivar el principio de la igualdad y proyectarlo al contrato. Se funda en la constitucionalización del derecho civil y en la posibilidad de aplicación directa de las normas constitucionales al derecho privado. El artículo 8 de la Constitución, al señalar que todas las personas son iguales ante la ley, consagra el principio de igualdad que se proyecta en el ámbito privado tanto desde el punto de vista formal como material. El criterio de igualdad está consagrado en los artículos 8, 72 y 332 de la Constitución y en los artículos 1277, 1321, 1291 inc. 2º, 1284 y 1288 del C.C.

El artículo 1458 del C.C. alteraría la unidad del sistema introduciendo la justicia en el contrato al establecer «sin embargo, si el deudor no puede entregar la misma cosa estipulada debe cumplir con otra equivalente a criterio del juez». Considera que al referir el artículo 1291 inciso 2º del C.C. a la naturaleza del contrato, ésta debe perdurar como la quisieron las partes en su origen y en su naturaleza gratuita u onerosa.

Blengio (ADCU, t. XXXV, pág. 582) destaca que la ley de relaciones de consumo 17.250; la de libre competencia 17.243 (hoy 18.159), y las de usura, generaron un nuevo orden público de protección económica referente a las ecuaciones contractuales. El principio del equilibrio (equivalencia económica) para el autor, como se dijera, tiene fundamento constitucional y legal por: a) el principio de la unidad del ordenamiento jurídico; b) su estructura jerárquica y c) lo dispuesto en el art. 332 y las normas constitucionales antes citadas.

Además, el artículo 1277 del C.C., para el autor, permite sostener que en nuestro derecho existe la lesión calificada y que, además, los Arts. 6, 30 y 31 de la ley 17.250 marcan una línea de imposición del equilibrio de las prestaciones contractuales. Sostiene luego que de los artículos 1250 y 1615 del C.C. surge que la equivalencia a la que se alude, exigible en los contratos onerosos, es objetiva y no subjetiva.

C) Nuestra opinión

Desde nuestro punto de vista, el tema no ha sido bien planteado pues no se trata aquí de imponer una equivalencia objetiva para desviar la autonomía privada negocial. El problema no se plantea con cualquier desequilibrio sino sólo con aquellos que tornan a la prestación inexigible o imposible por un hecho imprevisible sobreviviente. Ello supone superar el riesgo o alea normal del contrato y entrar en la zona de lo imposible o lo inexigible. No interesa el tema del desequilibrio mientras esté dentro del alea normal y lo que se previó o debió prever al tiempo de contratar. Dentro del alea normal del contrato es lógico y previsible que existan desequilibrios que deben asumirse en el ámbito del principio de la fuerza vinculante y de la autorresponsabilidad. El tema comienza cuando se sale de lo previsto o previsible y del alea normal del contrato, donde no alcanza el efecto vinculante ni la autorresponsabilidad por el contrato.

Cuando las partes «miran como equivalentes» (artículo 1250 del C.C.) las prestaciones o cuando es necesario recurrir a la «intención común» (artículo 1298 del C.C.), estas expresiones se utilizan para destacar lo subjetivo de la prestación o de la interpretación. Ello no obstante, lo cierto es que el «mirar” o el tener «intenciones» en común comienza siendo algo subjetivo pero se objetiviza a partir del acuerdo pues en ese instante dejó de ser algo subjetivo y pasa a ser objetivo. El resultado de las voluntades (subjetividad) que se unen conforma una realidad objetiva. Una vez que concluye esta instancia, el orden jurídico debe apreciar el equilibrio de lo que se «miró como equivalente» por las partes de manera de tratar de preservarlo dentro de lo razonable y respetando el alea normal del contrato.

Pero, en homenaje a la verdad, la equivalencia formal del artículo 1250 del C.C., en los hechos se sustancializa cuando pasamos a considerar qué es lo que ocurre en la regulación de cada contrato. Advertimos con facilidad que esta equivalencia a la hora de regular el alcance de las prestaciones pasa a ser esencialmente sustancial o económica. La protección formal de la equivalencia de las prestaciones en esencia no tendría ningún sentido. La protección de la reciprocidad sinalagmática tiene claro alcance patrimonial, tendiendo a mantener el equilibrio original previsto por las partes. Lo oneroso presupone en la regulación un equilibrio económico, y cuando este equilibrio se rompe, la norma –según los casos– da alternativas consistentes en disminuir el precio o ajustar la prestación, o legitimar la resolución del contrato.

Cuando salimos del alea normal dentro de la que se contempla la subjetividad en la ponderación de las prestaciones y entramos en circunstancias extraordinarias, imprevistas o exorbitantes que generan excesiva onerosidad, salimos del ámbito subjetivo y contemplamos lo objetivo pues en estas circunstancias lo que está en juego es la exigibilidad de la prestación por lo imposible y porque en estos casos pretender la ejecución puede configurar el ejercicio de un derecho abusivo. Saliendo del alea normal y de lo previsto o previsible, donde el efecto vinculante ni la interpretación llegan, debemos entrar en el terreno de lo imprevisto, de lo incompleto, que requiere integración o adecuación si de preservar la exigibilidad de la prestación se trata. Podemos decir que el principio de la adecuación económica opera para restaurar el equilibrio perdido en el ámbito de lo imprevisto y el alea normal del contrato[20].

Es propio del contrato conmutativo asumir un riesgo, una variación en el valor de las prestaciones dentro de lo razonable, como sacrificio para pagar la contraprestación o el beneficio que se espera. No es lógico cambiar la prestación por cualquier falta de equivalencia. En los contratos conmutativos onerosos se asumen los riesgos o aleas normales y previsibles. Diferente, repetimos, es el caso en que ocurran aleas anormales o imprevisibles, debiéndose afrontar situaciones no reguladas por el acuerdo de partes.

Como dijimos, es natural que todo contrato quede sometido a diferencias económicas entre las prestaciones expuestas al riesgo de toda operación económica. La oferta y la aceptación que se valoraron al realizar el negocio y la libertad de decidirlo, deben respetarse. Muy diferente es que ocurran situaciones imprevistas que distorsionen y afecten sustancialmente el contrato, escapando del alea normal, previsible. El contrato gira en torno a lo previsible y no dentro de lo imprevisible y sobre lo imprevisto, o sea, sobre lo no previsto, no opera el pacta sunt servanda.

Llegamos al punto en que la nueva situación provoca cambios imprevisibles y en cuanto tales pueden llegar a afectar la exigibilidad de la prestación. Cuando el cumplimiento de la prestación requiere esfuerzos desproporcionados, la prestación puede devenir inexigible. Cada día cobra más fuerza la teoría de la inexigibilidad de la prestación (a la que ya referimos anteriormente) cuando ésta deviene imposible dentro de los parámetros de exigencias razonables al deudor, en atención a la prestación debida y a las circunstancias del caso. El centro de este planteo es que si la ejecución exige esfuerzos desproporcionados, que exceden el límite de sacrificio razonable, el deudor puede quedar liberado aun cuando la prestación sea físicamente posible. Según los dictados de la buena fe, la prestación deja de ser exigible: a) cuando existe desproporción entre las prestaciones y la contraprestación; b) cuando la desproporción es manifiesta o considerable; y c) cuando ello no es imputable a ninguna de las partes.

Este criterio, sustentado en la buena fe, puede traducirse en la pauta de que el deudor puede rechazar el cumplimiento de la prestación a su cargo si exige esfuerzos que en atención al contenido del contrato y las exigencias impuestas por la buena fe están en notable desproporción con el interés del acreedor.

Este tema no está resuelto por el principio del pacta sunt servanda. En principio, el efecto vinculante abarca sólo lo que las partes previeron o era previsible al tiempo del contrato. Los acontecimientos a que nos estamos refiriendo, calificados generalmente como imprevisibles o determinantes de imposibilidad de las prestaciones, que generan onerosidad sobreviviente, son imprevisibles y en cuanto tales, las partes sobre ellos nada previeron y, en consecuencia, la situación escapa de la previsión del pacta sunt servanda y de la normativa del Código Civil que sobre el particular nada dice.

Preferimos el uso del término adecuación y no equivalencia económica pues no se trata aquí de medir si económicamente las prestaciones valen lo mismo sino si existe entre ellas una correspondiente adecuación en función de los riesgos normales asumidos, previstos o que se debieron prever al tiempo del contrato y los hechos imprevistos y sus consecuencias[21].

6. Principio de la tutela de la confianza en la apariencia legítima [arriba] [22]

A) Presentación del tema

Para Bianca (ob. cit., pág. 528) de la vigencia del deber de lealtad propio del proceder de buena fe se deducen tres pautas de conducta: a) No se debe suscitar (intencionalmente) una confianza falsa; b) No se debe especular con una confianza falsa; c) No se debe desconocer la confianza que razonablemente se generó en la otra parte.

Laure Benabón y Muriel Chagny (La confiance en droit privé des contrats, París, Ed. LGDJ, 2008, pág. 16) afirman que la buena fe contribuye a la promoción indirecta de la confianza necesaria para la instauración de una moral contractual que genera obligaciones positivas a cargo de los co-contratantes, dentro de las que se destacan el deber de lealtad y de cooperación. Desde esta óptica queda claro que la vigencia del principio general de la buena fe constituye una función central en la teoría general del contrato[23].

La buena fe relevante en el derecho contractual no es sólo objetiva, pues se tutela la apariencia y la legítima creencia que pudo haber generado lo declarado, lo que da especial protagonismo en estos casos a la buena fe subjetiva. Importa sobremanera tener presente que los principios fundamentales de la contratación entre sí coexisten y se determinan mutuamente, no existiendo prioridades o superposiciones entre ellos.

Como un derivado del principio general de la buena fe surge el principio de la tutela de la confianza en la apariencia legítima que opera, según los casos, como factor de atribución de obligaciones y responsabilidades, sea en el ámbito contractual o extracontractual.

Es básico en todos los órdenes de la convivencia humana tutelar la confianza en lo que se presenta como real objetivamente. Larenz (Derecho justo, pág. 91) señala que el ordenamiento jurídico protege la confianza suscitada por el comportamiento de otro y no tiene más remedio que protegerla porque poder confiar es condición fundamental para una pacífica vida colectiva y una conducta de cooperación entre los hombres. Quien defrauda la confianza, contraviene el derecho.

En el ámbito del negocio jurídico este principio es básico pues respalda el significado de lo declarado, de lo que significan las conductas concluyentes e, incluso, como ya lo dijéramos, opera como fundamento de vínculos obligacionales en contratos con verdadera de ausencia de consentimiento, como es el caso, por ejemplo, del contrato por adhesión (Ordoqui Castilla, Derecho del consumo, Montevideo, 2000, pág. 187).

El empresario debe asumir como costo o como riesgo las consecuencias de las expectativas que crea en su propio perjuicio. La manipulación que se hace con los efectos de la publicidad, en ocasiones induce y condiciona al consumidor. En una expectativa razonable, objetivamente constatable de conveniencia, es lógico que se confíe y, en consecuencia, el que la crea debe asumir las consecuencias de esa expectativa razonable.

Si el producto de tal marca, tiene tal precio y características, y lo presenta tal empresa, creo en la publicidad y adquiero el producto como tal, creo en la marca y en la seriedad de lo que se me presenta; no tengo porqué desconfiar. La expectativa razonable motiva o determina conductas del consumidor o usuario, y la confianza de éstos es la que protege el principio que se analiza[24].

Corresponde destacar que para que la confianza sea protegida, la expectativa o la apariencia creada debe ser razonable, objetiva, justificada en la eficiencia del grado de persuasión que logra un sujeto que actúa con diligencia media. Encontramos en este enfoque un elemento objetivo: expectativa objetiva, razonable; y un aspecto subjetivo, la confianza propia de un proceder diligente. Además, la sustanciación de la confianza debe ser imputable al que la crea, o sea, cuando la genera debía saber que el otro iba o podía confiar en lo dicho como verdadero. En un mercado despersonalizado y globalizado como el que vivimos, este tipo de propuestas tienen vigencia fundamental en lo que refiere al principio de la tutela de la confianza en la apariencia debida.

En forma clara, la autonomía privada negocial cede espacio a la confianza. Sin voluntad real puede surgir un vínculo obligacional como resultado de la existencia de una situación que inspiró objetivamente confianza, y en la que fue legítimo creer. En la etapa de las tratativas esta confianza adquiere especial relevancia, pudiendo sobre ella fundarse una eventual responsabilidad precontractual pues se generó la expectativa cierta de contratar, y luego de haber generado gastos o inversiones para la instrucción del contrato, finalmente se quiebra esta expectativa legítima, causando daños. No es admisible una confianza culpable, temeraria o irracional (Cariota Ferrara, El negocio jurídico, n. 19, pág. 54). Así, no toda confianza es digna de protección. Señala Santoro Passarelli (Doctrina general del derecho civil, pág. 277), que la confianza es una parte importante de la interpretación del contrato.

B) Buena fe y la teoría de la apariencia

a) Presentación del tema

Comenzamos por destacar que la denominada Teoría de la Apariencia está regulada en nuestro país no sobre la base de un reconocimiento expreso del Código, sino por obra de la jurisprudencia y la doctrina, que la extraen de algunos artículos aislados de cuerpo normativo. Sin recurrir a la analogía, se habla de un «Principio General de la Apariencia», cuyo fin, en esencia, es proteger al tercero de buena fe que confía legítimamente en la apariencia que se le presenta como real. Se llega a formular, basándose en la buena fe, un principio general de la apariencia jurídica, conforme al cual el sujeto que crea por hecho propio un apariencia jurídica y por ella se beneficia, no puede oponer luego al tercero que había confiado sin culpa en esa apariencia, la verdadera situación de hecho o de derecho para destruir la apariencia creada. La doctrina aplica esta teoría en diversos casos: socios aparentes; mandato aparente; representación aparente; sociedades aparentes; funcionarios aparentes; herederos aparentes, etc.

Apariencia, según el Diccionario de la Real Academia Española, significa aspecto o parecer exterior de una persona o cosa. Algo que aparece y no es. En su esencia, la teoría de la apariencia justifica el poder tratar como cierto y real lo que no lo es, reconociendo efectos a una situación que de suyo, por no ser verdadera, no podría producirlos.

“Quien crea una apariencia se hace víctima de ella” (Josserand, Derecho Civil, t. II, vol. 1, Buenos Aires, 1950, pág. 393). Con esta frase el autor francés señala que cuando se causa un error común, el mismo se vuelve excusable y queda legitimado el que confió en la apariencia actuando de buena fe. Hoy la tendencia está en favorecer el tráfico jurídico y la buena fe de los terceros.[25]

b) Concepto

Estando lo que surge del diccionario por apariencia se entiende: a) aspecto o parecer de una persona o cosa, b) cosa que parece y no es. Apariencia, como destaca Busto Pueche (La doctrina de la apariencia jurídica, Madrid, 1999, pág. 17) es lo que aparece a la vista porque existe, porque es real, pero también es lo que aparece y no es; lo que no es real pero se toma como si existiera. El que ve esa apariencia, esa exteriorización, se engaña porque en definitiva se da como real lo que no es.

Falzea (Voce: “Apparenzza”, Enciclopedia del Diritto, tomo II, Milán, 1958, pág. 687) entiende que como apariencia la situación de hecho que manifiesta y hace aparecer real una situación jurídica no real pero que tiene la peculiaridad de generar efectos jurídicos propios respecto a terceros cuya confianza razonable es necesariamente tutelada.

Ladaria Caldentey (Legitimación y apariencia jurídica, Barcelona 1952, pág. 125 y ss.) sostiene que la situación de apariencia es el fundamento de la legitimación extraordinaria para actuar. Para Busto Pueche (ob.cit., pág. 40) la apariencia es la institución en cuya virtud el orden jurídico reconoce eficacia jurídica a una situación que en principio debería ser ineficaz por incierta pero que al presentarse como externamente regular, debe ser considerada como tal para proteger al tercero de buena fe y preservar la seguridad jurídica[26].

c) No se debe confundir apariencia con ficción jurídica

Cano Martínez (La exteriorización del acto jurídico, la forma y la protección de la apariencia, Barcelona 1990, pág. 50) afirma que estos conceptos deben diferenciarse pues apariencia es realidad externa, mientras que ficción no es algo real sino inventado. La apariencia cobra relevancia por la protección debida a la buena fe, lo que no ocurre con las ficciones. La relevancia de la apariencia surge de la norma o de los principios generales. La posible relevancia de ciertas ficciones surge de presunciones. La apariencia equipara la institución que falta o falla con los efectos que tendría si existiese. La ficción sustituye no sólo los efectos sino la estructura que falla. Ejemplo, tradición ficta.

d) Función de la apariencia

Cano Martínez (ob. cit., pág. 58) entiende que la apariencia cumple dos fines: a) uno de orden privado, que es la defensa de la buena fe construida no por defecto el dolo sino sin él en virtud de creer en unas circunstancias unívocas determinadas, b) otro de orden público, pues con ella se trata de dar carta de naturaleza a una realidad necesaria para que no queden afectados elementales valores. En realidad, la función principal según Ghestin Goubeaux (ob. cit) es la consolidar mayor seguridad en las relaciones jurídicas.

e) Naturaleza jurídica

La naturaleza jurídica de la protección de la apariencia debe verse como una proyección más de las consecuencias del deber de proceder de buena fe y del deber de asumir sus consecuencias. Diversas normas que refieren en forma implícita a la tutela de esta apariencia en el fondo determinan un principio general que establece la necesaria protección de la legítima y razonable creencia de un tercero.

Lo importante a destacar es si a partir del estudio de los distintos artículos que consagran en forma implícita la teoría de la apariencia es posible realizar deducciones por analogía en casos similares o bien, se puede pensar en la existencia de un verdadero principio general del derecho.

Alpa (I principi generali; Milán, 1993, pág. 298 y 304) presenta como un principio general a la confianza en la apariencia legítima. Similar criterio sigue Rescigno (Manuale di diritto privado, Nápoles 1992, Ed. Jovene, pág. 215).

En Francia, Ghestin y Goubeaux (ob. cit.) entienden que existe en el derecho un principio no escrito del que las normas no hacen sino aplicación dispersa en cuya virtud la creencia errónea de los terceros de buena fe producen efectos jurídicos (ver nº 770 y ss.).

En definitiva, desde nuestro punto de vista, la tutela de la confianza en apariencia legítima constituye un verdadero principio general derivado de la buena fe. Corresponde agregar que el que comete el error de creer en lo que no debía, debió haber configurado un error no culpable: en todo caso su error debe haber respondido a un actuar diligente y de buena fe. Como bien anotan Ghestin y Goubeaux (ob. cit., nº 721, pág. 706), la creencia errónea del tercero de buena fe es lo que el orden jurídico tutela y considera como generador de efectos jurídicos. Con ello se logra mayor seguridad jurídica en las relaciones jurídicas. En definitiva, se protege al que incurre en un error legítimo inevitable.

f) Fundamento de la teoría de apariencia en nuestro derecho

El fundamento de la protección de la apariencia jurídica presentado como principio de derecho surge de la interpretación integradora del orden jurídico que se realiza a partir de la vigencia del principio general de la buena fe, y que responde a necesidades del tráfico y de seguridad jurídica. Se parte de situaciones de hecho objetivas que tienen idoneidad para engañar a terceros sobre el real estado de aquella. El tercero es protegido siempre que no hubiese tenido posibilidad de conocer la realidad actuando con la diligencia debida.

La protección a la apariencia no se basa en la voluntad privada sino en presunciones de lo que se quiso decir. Se trata, más bien, de una necesidad de justicia de asegurar situaciones no consolidadas considerándolas como si se hubieran perfeccionado o consumado. Según Cano Martínez (ob. cit., pág. 59) el fundamento de la apariencia está en la necesidad de buscar mayor seguridad jurídica. En realidad, la relevancia de la apariencia se debe a la buena fe y a la importancia de asumir las consecuencias de los propios actos en la línea de lo que exige el principio de la autorresponsabilidad[27].

La teoría de la apariencia, como ya dijimos, está fundada en diversos artículos tanto del Código Civil, del Código de Comercio, del Código General del Proceso. Sin pretender un enunciado exhaustivo de las normas ya referidas, podemos agregar el art. 852 del C.C. cuando ordena que la acción de indignidad no pasa contra terceros de buena fe. En el art. 1317 del C.C. se establece que el que de buena fe ha vendido la cosa cierta y determinada, que se dio como debida, es sólo obligado a restituir el precio de venta y a ceder las acciones que tenga contra el comprador que no la haya pagado íntegramente. Si actuaba de mala fe cuando hizo la venta, es obligado como todo poseedor que dolosamente ha dejado de poseer». En el art. 1426 del C.C. se dispone: «con relación a terceros poseedores, el efecto retroactivo de la condición suspensiva cumplida, se regulará por lo dispuesto en el párrafo siguiente». Y en el art. 1430 se dispone: «Sea la cosa mueble o inmueble, el cumplimiento de la condición no podrá hacer que se resuelvan los derechos conferidos a terceros de buena fe». También en el art. 1580 del C.C. se establece: «Los contradocumentos surten efectos entre los contrayentes y sus herederos; pero no pueden perjudicar a sus sucesores por título singular, los cuales se consideran como terceros».[28]

En el ámbito de las relaciones de consumo, estando a lo regulado por el artículo 14 de la Ley 17.250, debemos tener presente que «toda información, aun la proporcionada en afiches publicitarios, difundida por cualquier forma o medio de comunicación, obliga al oferente que ordenó su inclusión y a todo aquel que la utilice, e integra el contrato que se celebre con el consumidor».

También en el Código General del Proceso debemos tener presente el artículo 405.1, cuando se dispuso: «Salvo disposición legal en contrario, las providencias de jurisdicción voluntaria pueden ser siempre realizadas en el mismo o en otro proceso de igual índole, sin perjuicio de los derechos adquiridos por terceros de buena fe».

g) Buena fe y la legitimación aparente

Existen casos excepcionales de legitimación de quien realiza un negocio sin estar legitimado, sin tener poderes o derechos, y sin embargo el negocio termina dotado de eficacia jurídica en virtud de la tutela que se dispensa a los terceros de buena fe que han depositado su confianza en la legitimación aparente del autor del negocio. En este sentido, por ejemplo, según lo aclara Betti (ob.cit. pág. 186), el heredero aparente está legitimado a dar vida, frente a terceros de buena fe, que reconozcan en él un verdadero heredero, a convenciones a título oneroso, o relaciones jurídicas referidas a la herencia. Esto no supone que el heredero tenga algún poder, pues la protección del tercero de buena fe no parte del negocio carente de legitimación, sino de la valoración de la situación en que se encuentra este tercero. La explicación de este fenómeno tan peculiar está en la buena fe del tercero.

Con respecto a la situación del heredero aparente, debe tenerse en cuenta que las enajenaciones realizadas por éste respecto de bienes propios del causante serán consideradas eficaces y oponibles al heredero real. En este sentido puede consultarse ADCU t. XX, pág. 255 y 282, t. XXI, pág. 200, 583, 543.

h) Efecto de la apariencia

Para estudiar los efectos, siguiendo el orden propuesto por Ghestin Goubeaux (ob. cit., nº 799), corresponde diferenciar: a) efectos respecto de los derechos de terceros; y b) derechos y obligaciones del titular verdadero.

i. Efectos respecto de los derechos de terceros (en relación del titular aparente y de terceros)

Al aplicarse la teoría de la apariencia el tercero obtiene los efectos típicos del negocio jurídico que se celebra apoyado en la apariencia. El tercero logra los mismos efectos que con el negocio regular. El titular aparente tiene la posibilidad de realizar a nombre propio actos eficaces sobre la esfera jurídica ajena. En realidad la apariencia juega un rol creador o fuente de derecho para terceros. Se valida un acto irregular a favor del tercero. Las consecuencias de la teoría de la apariencia son que lo actuado le es oponible al verdadero titular del derecho.

ii. Derechos y obligaciones del titular verdadero y del tercero

El titular verdadero debe aceptar los efectos del negocio celebrado entre el titular aparente y el tercero.

i) Jurisprudencia

I. Publicada

1. La teoría de la apariencia y el principio general de no ir contra los actos propios, conduce también en el caso a solución determinante de la aptitud representativa de XX. La propia sociedad y sus socios consideraron al último como Vicepresidente, calidad que le habilitaba por sí solo a obligar a la sociedad, según los estatutos. En esa apariencia creyeron los terceros, incluido el actor. A mayor abundancia, de las declaraciones testimoniales emerge el rol importante que XX cumplía en la gestión social.

Todo ello conduce sin hesitación alguna a la aplicación de la teoría de la apariencia y los principios aludidos, que en protección de la buena fe de los terceros, viabilizan el reconocimiento de aptitud representativa de una sociedad a aquél sujeto que se comportó como legítimo representante con facultades bastantes, con consentimiento de la representada. Juzgado Letrado Primera Instancia Civil 1er. Turno; sentencia de 5.VIII.97 en A. J. U. tomo IX, caso 35.

2. En lo referente a la eficacia de tales enajenaciones (venta de bienes por parte de un heredero aparente) y consecuente oponibilidad al heredero Real en la cuotaparte correspondiente, cabe remitirse a los argumentos expresados por Blengio (ADCU, t. XX, pág. 255 a 282 y t. XXI, pág. 538 a 543) y Gamarra Raúl y Jorge Luis (ADCU tomó 20 pág. 415 a 417; y Anuario Derecho Civil t. 21 pág. 531 a 537) resaltándose la protección necesaria al tercero de buena fe como corresponde para el caso en examen según las constancias de las negociaciones comprometidas y no obstante las opiniones doctrinarias diferenciales de Gatti (Petición de herencia, pág. 281), FERREIRA (Tratado, pág. 204). T.A.C. 2do. Turno, sentencia Nº 8 de 7 febrero de 1996 en A.J.U., t. VIII, Nº 93.

II. La ley online

1. Esta Sala tiene jurisprudencia en el sentido de que, en materia de emplazamiento a sociedad comercial constituida en el extranjero, el régimen de la ley de sociedades comerciales priva sobre el CGP, ya que es específico y fue sancionado con posterioridad a la entrada en vigencia del CGP por haber entrado en vigor el 1 de enero de 1990, o sea que si hubiera alguna contradicción debe darse preferencia al art. 197 frente a lo que consagra el CGP sobre el mismo punto (Nº 119/97 en LJU caso 13376).

Empero, debe reconocerse que la preindicada norma refiere “a la persona que haya actuado en su representación (de la sociedad extranjera) en el acto o contrato que motive el litigio”, dato que se ignora pues no se aportó el contrato de compraventa de la camioneta (ni por el actor ni por el demandado), aunque razonablemente la contratación denunciada por el actor que lo une con los accionados se perfeccionó y cumplió en el país, la ley y la jurisdicción de éste son las aplicables, debiendo tenerse por bien dirigida la demanda en el domicilio (único) conocido, pudiendo aplicarse asimismo la teoría de la apariencia, ya que Rodolfo Medeiros S.A. se presenta como único distribuidor, usando el logo y creando frente al público la apariencia de ser representante convencional en el país de Ford Motors Company T.A.C. 2º T.; Nº 224/04; Fecha: 13/X/04 LJU SUMA 134070

2. Como indica la Sra. Juez a quo, la prueba documental y testimonial rendida conduce a concluir que el Vicepresidente del Organismo no se encontraba facultado a contratar por sí, ni a notificarse de cesiones, pues carecía de aptitud al efecto.

La notificación de una cesión, o su consentimiento por el cedido, debían provenir del órgano competente, actuando en forma, y la sola participación del Vicepresidente de la Comisión Directiva no resulta idónea para esos fines. No puede válidamente argumentarse en el caso en base a la teoría de la apariencia, porque tratándose de la actividad de un ente estatal, el régimen normativo pre­su­puestal y de contralor del gasto público, imponen estrictos requisitos de forma para las contrataciones y pagos a realizar, que no pueden ser obviados, cuya existencia al menos no es desconocida por el uruguayo medio (aunque pueda éste ignorar el especifico contenido).

Por ende, cualquier proveedor diligente se asegura de documentar en forma su crédito, para acceder oportunamente al pago. Asimismo, cualquier causahabiente de proveedores, que en forma lucrativa adquiera sus créditos contra el Estado, por monto menor al emergente de la factura, y cuya eventual participación se propicie aun desde el seno mismo de entidades estatales (por cuestionable que ello sea en punto a la transparencia debida en el manejo de los asuntos públicos); también conoce que no cualquier documento, ni con la firma de cualquier funcionario, instrumenta adecuadamente tales créditos.

La realidad nacional demuestra que la relativa incertidumbre de esos créditos, al menos en cuanto al plazo de pago u otros factores similares, es frecuentemente tomada en cuenta por personas como los accionantes, al momento de justipreciar la cesión. Tribunal de Apelaciones en lo Civil del 5to turno de Montevideo, Uruguay 17/02/2003 LJU Tomo 128, c/14707 Cita online: UY/JUR/98/2003

3. Y si la parte demandada actuara lealmente y fuera consecuente con la argumentación desplegada en la oposición a la pretensión, debería sostener que jurídicamente, por falta de legitimación o personería de quien suscribiera como su representante la declaración unilateral de rescisión del contrato de transporte y distribución que le vinculara a la parte actora, la relación convencional entre ambas aun permanecería vigente, lo cual, obviamente, ni siquiera insinúa.

Es que la teoría de la apariencia jurídica nace como respuesta de tutela a un estado de cosas en que el aspecto externo o forma visible más tangible -y no la realidad subyacente- ha sido lo que tuvieron en cuenta los terceros al contratar (Rezzónico: Principios fundamentales de los contratos, p. 407).

Ladaria Caldentey se refiere a la tesis que concibe la apariencia como un principio general de derecho que se manifiesta de manera uniforme y constante, asignándole entonces relevancia a la protección de la buena fe de los terceros fundada en una situación de apariencia, capaz de llevar a engaño a cualquier persona que use en el comercio la prudencia del hombre medio (Legitimación y apariencia jurídica, p. 156). Y aun en su posición restrictiva (p. 157), la apariencia prevalece sobre la realidad en el caso de la legitimación extraordinaria, como en el caso, en que los actos realizados por el representante aparente deben reputarse válidos y eficaces, y no es necesario para dotar de validez a la representación de la demandada invocada en los documentos de entrega y recepción de conformidad del camión (fs. 16 y 76), el análisis de si esta situación encarta en los supuestos previstos a texto expreso en el art. 79 inc. 5º de la ley 16.060.

El Juez está habilitado para aplicar directamente el principio general de la buena fe, de raíz constitucional (art. 7, 72 y 332 de la Carta) y jerarquía supralegal, en su expresión concreta de la confianza suscitada por la apariencia jurídica. Como sostiene Rezzónico (op. cit. p. 408), en estos supuestos el derecho hace prevalecer la apariencia jurídica sobre la realidad del hecho y de esa manera se ejerce una tutela de la confianza.

La apariencia es un elemento flexible y su procedencia depende de un proceso interpretativo de reconstrucción que debe cumplir el juez tomando como elementos básicos los datos fácticos que suministra el grupo social (Sacco, cit. 9 por Rezzónico, p. 408). Tribunal de Apelaciones en lo Civil del 5to turno de Montevideo, Uruguay • 27/11/2000 LJU Tomo 123, c/14142 01/01/2001, Cita online: UY/JUR/156/2000.

C) Confianza en la apariencia legítima

a) Presentación del tema

Con frecuencia quienes analizan la función integradora de la buena fe priorizan su efecto objetivo como norma de conducta y dejan de lado el aspecto de que de su vigencia sean derivados efectos integrativos importantes, como ser el significado subjetivo y su proyección en el mismo contrato.

La buena fe subjetiva contribuye a atribuir una legitimación y provoca en el sujeto de adquisición una cualidad en reconocimiento de una creencia razonable. Se protege a la persona como si tuviera derecho a la titularidad que ostenta aun cuando no la tenga. La persona procede como si fuera titular y no lo es por ignorancia o desconocimiento legítimo, y en cuanto tal se le tutela. No sabe que está dañando a un tercero ajeno. Confía legítimamente en una apariencia. Si no hubiera buena fe el proceder sería antijurídico. Esta forma de razonar se explica normalmente con relación a la titularidad de ciertos derechos reales.

La buena fe subjetiva facilita la adquisición de un derecho o evita su pérdida y opera a favor de quien actuó sin culpa. Así la buena fe tiene dos áreas claramente diferenciadas: a) La creencia de la apariencia de la titularidad de un derecho generada por un tercero; b) La creencia de titularidad de un derecho propio que realmente no se tiene.

En nuestra opinión, la buena fe subjetiva refiere al estado de conciencia o convencimiento del individuo de estar actuando conforme a derecho. Es subjetiva pues depende de la intención o íntima convicción del sujeto. Se sustenta en la ignorancia o creencia errónea y, por tanto excusable, acerca de la situación real del bien o de la situación jurídica propia de la persona.

La buena fe subjetiva en términos concretos aluden diversas disposiciones del Código Civil Uruguayo como ser los art. 693, 691, 694, 1207, 1302, 2001 entre otros. Pues bien. De este enfoque subjetivo de la buena fe se deriva como criterio rector el principio de la protección de la confianza en apariencia legítima lo que a partir de la vigencia del derecho de consumo tiene especial significación y genera incluso nuevas formas de integración, por ejemplo el de la publicidad del contrato al que se haga referencia.

b) Concepto

La confianza es un principio contractual de gran contenido ético con desarrollo en el campo interindividual que impone en los que participan en el trafico una particular deber de respetar las expectativas despertadas en los demás en cuando sean legitimas y fundadas. Rezzonico (Ob.cit., pág. 376) anota que el principio de la confianza se basa en el deber ético de no defraudar las expectativas suscitadas en otros. Las expectativas deben ser legítimas y fundadas.

Alpa (I principi generali, Milán, 1993 pág. 269) sostiene que los principios generales de la contratación son el de la libertad de contratación; el de la confianza y el de la buena fe. Hoy no sólo importa “lo querido” sino la tutela de la confianza del que creyó legítimamente en una apariencia. Por eso se tutela la legítima expectativa.

Como derivado del principio general de la buena fe surge entonces el principio de la tutela de la confianza legítima en la apariencia que opera según los casos como factor de atribución de obligaciones y responsabilidades sea en el ámbito contractual o extracontractual. Es básico en todos los órdenes de la convivencia humana tutelar al confianza en lo que se presenta como real objetivamente[29].

En definitiva, la confianza aparece para sustituir los déficit del planteo del consentimiento como fuente de la relación obligacional. Se protege la confianza para tutelar la seguridad, la buena fe, en poder creer legítimamente las apariencias tal como se presentan. Con la tutela de la confianza se evitan riesgos y se limita la industria del engaño. Se puede confiar en que lo que se le vende a una persona está en buen estado, funciona, está dentro de la ley… con la necesidad de seguridad, automatización, personalización… se necesita tutelar o proteger la confianza pues en ella se funda verdaderamente la fuerza vinculante del contrato.

Analizando el tema desde el punto de vista de quien crea la apariencia y ya no del que confía en ella, debemos reiterar aquella máxima de Josserand (Derecho civil, t. II, Vol. 1, n. 512) que decía «el que crea una apariencia se hace esclavo de ella». Aparenta el que se presenta o presenta una situación que realmente no es real pero dando a entender que sí lo es, simulando, fingiendo o aún actuando por error. Quien confía en la veracidad de esta situación debe ser protegido por el orden jurídico. En ello se tutela la buena fe del que creyó legítimamente en lo que no era y se protege su seguridad jurídica. Como dicen Ghestin - Goubeaux (Traité de droit civil, t. I, París, 1982, pág. 696), entramos en un tema en el cual el derecho se somete a los hechos.

En nuestro ordenamiento jurídico, en varias disposiciones se alude a la tutela de la apariencia jurídica. Así, por ejemplo, podemos tener en cuenta lo previsto en los artículos 852, 1327, 1455, 2101, 1430 y 1580 del C.C. ya referidos, y en particular el artículo 405.1 del C.G.P. Falzea («Apparenza», Enciclopedia del diritto, t. II, Milán, 1958, pág. 700), considera que es posible aplicar de estos artículos el criterio de la analogía y deducir la aplicación de estos criterios a otros casos similares. Busto Pueche (La doctrina de la apariencia jurídica, Madrid, 1999, pág. 107), en criterio que se comparte, entiende que los preceptos excepcionales que reconocen efectos a la apariencia podrán aplicarse para llegar a esa misma solución en casos semejantes o en los que existe identidad de razón o fundamento.

El orden jurídico prioriza también la relevancia de la confianza cuando protege lo que surge de lo declarado por las partes. La buena fe y la seguridad jurídica exigen que sea posible confiar en lo que significan las palabras empleadas sin que pueda defraudarse a la parte. No cualquier apariencia es apta para prevalecer sobre la realidad sino que debe tener entidad ante una razonabilidad de un hombre con diligencia media.

c) Importancia de la tutela de la confianza legítima

Ghersi-Weingarten (Tratado de los contratos, Buenos Aires 2010, tomo 1, pág. 253) destacan que es notorio cómo a partir de la década de los 70 las empresas invierten grandes sumas en estrategias de confidencialidad para poder posicionarse en el mercado en el que comercializan sus bienes o servicios. Esta confianza que se capta en publicidad y marketing lleva a que el consumidor priorice ciertas marcas de bienes o servicios o empresas. Se llega a sostener que de la confianza depende gran parte de la eficiencia económica. El criterio básico a considerar es que el que crea una confianza en una determinada apariencia debe asumir las consecuencias de la realidad de esta apariencia sobre la que se apoyó de buena fe una confianza.

La dinámica de la vida presente lleva a que el consentimiento como resultado de tratativas, haya sido sustituido por la adhesión o la confianza en el significado de ciertas conductas concluyentes. Cuando contratamos presuponemos que el que me ofrece el servicio o el producto está haciendo las cosas bien y no indago si el vehículo de transporte es seguro; si los alimentos cumplen las normas de calidad… y además, no conozco al responsable o dueño y en un margen de despersonalización en el relacionamiento, me proveo de servicios y productos conforme a mis necesidades.

Se confía no por imprudencia o negligencia sino por necesidad, dado que es la única forma de acceder a esos productos o servicios. La automatización de los actos de relacionamiento es inevitable, no existiendo conciencia de los efectos jurídicos de lo que se hace. El determinante de nuestra acción está muchas veces en la confianza que nos inspira una marca, un nombre comercial, y en función de ello tomamos decisiones. La confianza se ha vuelto el fundamento del contrato en muchos casos, cada vez con más evidencia, y al proteger la confianza se posibilita un contrato ágil y eficiente. Las instituciones, las empresas, los productos, valen hoy por la confianza que inspiran, por lo que la confianza incide como un factor económico. La confianza de los acreedores es básica para el crédito que se otorga y de este crédito depende la operativa de la empresa. También las relaciones sociales se sustentan y consolidan en la confianza. El derecho no puede estar ajeno a la tutela de este valor esencial[30].

d) Aplicaciones prácticas del principio de la confianza en la apariencia legítima en el derecho del consumo.

En el ámbito del Derecho del Consumo se han dado situaciones claras y concretas en las cuales este principio brilla por su presencia.

i. En la fuerza vinculante de la oferta al público.

ii. Integración de la publicidad al contrato.

iii. La responsabilidad precontractual.

iv. En la contratación por adhesión.

i. En primer lugar, tenemos la regulación de la oferta al público, estableciéndose que la misma tiene efecto vinculante. Ghestin – Desche (Traité des contrats. La vente, París, 1980, pág. 183), consideran que la publicidad de la oferta en el ámbito contractual normal tiene valor contractual.

El Artículo 12 de la Ley 17.250 es claro al señalar que: «la oferta dirigida a consumidores determinados o indeterminados, transmitida por cualquier medio de comunicación y que contenga información suficientemente precisa con relación a los productos o servicios ofrecidos, vincula a quien la emite y a aquél que la utiliza de manera expresa, por el tiempo que se realice”.

Al establecer el efecto vinculante, la primera explicación que tenemos que dar es porqué ocurre esta importante innovación. La explicación puntual la tenemos en el hecho de que desde el momento en que la oferta vincula se elimina toda iniciativa tendiente a engañar al consumidor proponiendo cosas que no es posible cumplir en la realidad. El consumidor confía en la veracidad de la publicidad o de la oferta, y en la medida en que ésta obliga, podrá exigir todo lo que ésta diga respecto a calidad, precio, condiciones o virtudes del objeto o servicio publicitado[31].

ii. Un segundo tema particularmente relevante que confirma la vigencia plena del principio en estudio, lo tenemos en el artículo 14 de la ley 17.250 cuando regula la integración de la publicidad al contrato estableciendo que: «toda la información, aun la proporcionada en avisos publicitarios, difundida por cualquier forma o medio de comunicación, obliga al oferente que ordenó su difusión y a todo aquel que la utilice, e integra el contrato que se celebre con el consumidor».

El consumidor es un espectador pasivo del anuncio y es vulnerable a lo que en él se dice, porque cree o confía legítimamente. En otra ocasión (Ordoqui Castilla, Derecho del consumo, p. 94) sosteníamos que el fundamento de esta obligación no está en el acuerdo de partes ni en la existencia de un contrato concreto sino en la protección de la confianza negocial u obligacional.

iii. En tercer lugar, podemos decir que la responsabilidad precontractual, aun antes de la vigencia del derecho del consumo, se fundaba en la necesaria protección a la confianza en la apariencia que se inspiraba en la instancia de las tratativas contractuales Por la forma de actuar se inspira confianza en que las tratativas son serias o que existe real intención de contratar. Mostrar una apariencia supone no mostrar o decir la verdad.

iv. Protección de la confianza como principio derivado de la buena fe. Adquiere especial relevancia en el ámbito de la contratación por adhesión como fundamento del vínculo obligacional que se asume (Ordoqui Castilla, Derecho del consumo, Montevideo, 2000, pág. 187).

e) Efectos jurídicos de la confianza legítima

Desde el punto de vista jurídico, cuando se crean expectativas de conducta razonables, se debe proteger a quien en forma legítima confía en la veracidad de las mismas. Quien confía en una empresa o en una marca tiene la esperanza firme que se actúe como se ha aparentado. Como señalan Ghersi-Weingarten (ob.cit., tomo 1, pág. 255) entre la confianza y el futuro hay una relación de previsibilidad del comportamiento empresarial esperado. Se parte de la existencia de una expectativa que se presenta a la comunidad pero no es una expectativa cualquiera sino que es seria, objetivamente justificada y razonable.

i. ¿La confianza legítima como fundamento del vínculo obligacional?

En principio la confianza legítima fue el fundamento del vínculo contractual y de la fuerza obligatoria del contrato. Benabon y Chagny (La confiance en droit privé des contrats, ob. cit., París, 2008, pág. 117) destacan como al principio el contrato es sustentado en un acto de buena fe en la persona del otro. La confianza en la palabra dada fue el origen de todo contrato.

Hoy se asume que el contrato obliga no sólo por la confianza que existe entre las partes sino por el efecto que logra ante lo dispuesto por la norma que le da a ese acuerdo fuerza de ley y vínculo obligatorio. Así, el orden jurídico confiere fuerza obligatoria al contrato y ello también es para proteger la confianza. De esta forma la confianza se constituye en el fundamento de la fuerza obligatoria del contrato[32].

En particular los contratos por adhesión, en los que el consentimiento es el gran ausente, la realidad marca que en estas situaciones la confianza opera como el verdadero fundamento del vínculo obligatorio y permite dar respuestas más reales y acertadas a los conflictos de interés que se puedan plantear en estas situaciones tan peculiares en los que la voluntad de una de las partes adherente está literalmente ausente.

Destacamos la especial importancia de ponderar debidamente la confianza que pueda existir entre las partes al momento de decidir la contratación pues lo cierto es que el vínculo obligacional existe no sólo porque las partes expresaron su voluntad sino porque el otro contratante «creyó y confió en lo que se le decía». Esto es actuar con el respaldo de la buena fe y de aquí se deduce la incidencia que la confianza tiene en el origen del vínculo obligacional.

Lo que importa destacar es que el vínculo obligacional en ciertas circunstancias no se funda en realidad en el consentimiento ni en la adhesión sino en la confianza que se tienen los contrayentes[33].

Al perfeccionar un contrato las partes confían entre sí e inclusive confían en el significado de los términos que utilizan para expresar sus voluntades a la hora de establecer el vínculo (Fuller Perdue, Indemnización de los daños contractuales y protección de la apariencia, Madrid, 1958; Ladaria Caldentey, Legitimación y apariencia jurídica, Barcelona, 1952, pág. 145).

ii. La confianza legítima como bien jurídico

Como lo señalan Lorenzetti - Lima Márquez (Contrato de servicio a los consumidores, Santa Fe, 2005, pág. 46), la confianza es un bien jurídico protegido y su afectación acarrea consecuencias resarcitorias cuando se prueba que con ello se causó un daño. Así, por ejemplo, en la instancia precontractual.

iii. La confianza legítima en la interpretación del contrato

Por regla, la norma prioriza el significado de lo declarado y no las intenciones ocultas. En este sentido, el Art. 1297 del C.C. señala que las palabras de los contratos deben entenderse en el sentido que les da el uso general aunque el obligado pretenda que las ha entendido de otra forma.

El principio de la confianza legítima está implícito en distintas disposiciones del Código Civil como, por ejemplo, la que refiere a que las palabras deben entenderse en el sentido que les da el uso general (artículo 1297 del C.C.). Se protege el hecho de que el destinatario de la declaración la pueda entender como la entienden otros según los usos y costumbres protegiéndose la confianza en el significado regular.

iv. Fuente autónoma de las obligaciones

Las razonables expectativas generadas por la confianza constituyen una fuente autónoma de las obligaciones y ello, como bien destacan Ghersi-Weingarten (ob.cit., pág. 262), tanto en el ámbito precontractual como en el post contractual, cuyo quebrantamiento determina por sí la reparación de los perjuicios que se pudieren haber causado.

v. Conclusiones

Buena fe, como bien destacan Ghersi-Weingarten (ob. cit., pág. 261), supone proteger la confianza generada por el consumidor respecto de la eficacia y seguridad del servicio o producto adquirido lo que constituye la legítima expectativa del contratante débil. Quien adquiere un producto o servicio confía en que estos sean eficaces en funcionalidad, integralidad y seguridad respecto a que de ellos no se deriven daños para la persona o el patrimonio del que los consume o contrata.

f) Confianza culpable

La ponderación de la legítima expectativa que se le presenta a la persona supone por parte de esta un proceder diligente en la confianza que realmente y razonablemente se podía tener en la apariencia o expectativa creada. Cariota Ferrara (El negocio jurídico, pág. 53) anota que es necesario que se haya podido confiar sin culpa en el comportamiento ajeno, de lo que se deduce que no se admite una confianza culpable, irracional o temeraria. O sea, no toda confianza es digna de protección pues se protege esta confianza al tiempo que se aplica el principio de la autorresponsabilidad, y nadie puede invocar su propia culpa en beneficio propio.

g) Jurisprudencia

1. Y ello por cuanto, la reiterada sucesión de renovaciones contractuales les confería derecho a confiar que en esta oportunidad se actuaría de la misma forma. En efecto, tal como lo expresan L. Larrañaga y R. Gamarra: “...Von Thur y Larenz sostienen que la confianza se basa en un deber ético de no defraudar las expectativas (justificadas) suscitadas en otros; y en igual enfoque, para Messineo la confianza (affidamento) implica una ‘legítima expec­tativa’ del destinatario. Un sujeto con sus palabras o actos determina ese elemento espiritual con valoración jurídica, que es la confianza. Constituye, a juicio de aquellos autores, una regla de interpretación y ejecución de un contrato, dado que determina el sentido de la manifestación de voluntad real o aparente, y además un criterio decisorio que hace primar el sentido objetivo de lo declarado por parte del sujeto que trasmite confianza a su co-contratante... La confianza aplicada al cumplimiento de las prestaciones tiene que ver con la buena fe fundada en la apariencia, protegiendo al sujeto que cree sinceramente que es verdadero aquello que aparece como tal en el comercio jurídico...” (‘Infracción a la doctrina del acto propio y al principio de la confianza en la ejecución de un contrato’, en Rev. Jurídica Jus, 3ª época, año 2 Nº 2 p. 12).

En tal sentido señala Kemelmajer, citando jurisprudencia argentina, que “...una de las consecuencias del deber de obrar y de ejercitar los derechos de buena fe, es la exigencia de un comportamiento coherente, según el cual, si una persona dentro de una relación jurídica ha suscitado con su conducta una confianza fundada en una determinada conducta futura, según el sentido objetivamente deducido de la conducta pasada, no debe defraudar la confianza suscitada con una actuación incompatible con ella...” (‘La buena fe en la ejecución de los contratos’, en Rev. de Derecho Privado y Comunitario, Nº 18, ed. Ruibal-Culzoni, p. 256) (cf. Rezzónico: ‘Principios fundamentales de los contratos’, ed. Astrea año 1999, p. 410). Suprema Corte de Justicia del Uruguay O.H. y otros c. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (P.N.U.D.) • 10/02/2006 Publicado en: LJU Tomo 135, c/15405 01/01/2007, Cita online: UY/JUR/266/2006.

7. Principio de la coherencia [arriba] 

A) Presentación del tema

Benabon y Chagny (La confiance en droit privé, París, 2008, pág. 52) afirman que la valoración de la confianza y la tutela al que legítimamente confía dieron sustento al concepto “venire contra factum propium”. La esencia de la teoría del acto propio está en proteger al que confió en el acto del otro, exigiéndose coherencia en el proceder. La idea central está en que la persona no puede contradecir lo que con su comportamiento o con sus palabras hizo creer en un tercero, inspirando legítimamente la confianza de éste.

De la vigencia plena del principio general de la buena fe se deduce la máxima de que «a nadie le es ilícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta». El actuar lealmente exige actuar en forma adecuada a la creencia y confianza despertada en la otra parte, conforme lo que se dijo o se actuó. De la actitud de una persona se puede y debe deducir o prevenir su posición jurídica. La denominada teoría los actos propios se funda en la buena fe objetiva y en la doctrina de la apariencia. Transgredir el acto propio en forma expresa o tácita implica no sólo destruir lo hecho, sino desconocerlo para evitar sus secuelas o eludirlas. Piaggi (“Reflexiones sobre los dos principios básicos del derecho, la buena fe y los actos propios”, Tratado de la buena fe, t. I, pág. 113) sostiene que la teoría de los actos propios, de creación jurisprudencial, se centraliza en el principio general y autónomo «veniere contra factum proprium nulis conceditum» que tiende a proteger la buena fe y la confianza en el tráfico jurídico.

Por todo lo expuesto, es inadmisible pretender valerse de un situación contradictoria con una conducta anterior jurídicamente relevante.

Como dice Diez Picazo (La doctrina de los actos propios, Barcelona 1983, pág. 183), la buena fe importa un deber de comportamiento que consiste en la necesidad de observar en el futuro la conducta que los actos anteriores hacían prever. Se deben asumir las consecuencias que se desprenden de los propios actos[34].

B) Concepto

Fueyo Laneri (Instituciones del derecho civil moderno, Santiago de Chile 1990, pág. 310) define la doctrina de los actos propios como un principio general del derecho fundado en la buena fe que impone el deber jurídico de respeto y sometimiento a una situación jurídica creada anteriormente por la conducta del mismo sujeto evitando la lesión a un interés ajeno y el daño que se pueda causar.

López Mesa-Rogel Vide (ob. cit., pág. 90) sostienen que esta doctrina constituye técnicamente un límite al ejercicio del derecho subjetivo o de una facultad reconocida al sujeto que luego pretende variar de comportamiento.

Se tutela la confianza en la conducta precedente que es la que después se pretende cambiar. Es un concepto que carece de respaldo normativo concreto pero que se funda en el principio general de la buena fe y que los jueces deben aplicar cuando se den los supuestos pre señalados. Esta teoría se funda en la realidad, en la apariencia y en la tutela de la confianza y la buena fe. Se actúa en pos de la seguridad jurídica cuando se da firmeza a la confianza legitimada en una apariencia creada. La parte no puede actuar contra la apariencia creada por ella misma, pues se afectaría la seguridad jurídica y el deber de actuar con transparencia y de buena fe. Se debe actuar con coherencia, y si una conducta inspira confianza debe protegerse a quien creyó legítimamente en la apariencia creada[35].

En esencia, la teoría de los actos propios se funda en el principio general de la buena fe consagrado en la Constitución, artículos 7, 72 y 332, y artículos 16 y 1291 inc. 2º del C.C., entre otros.

Cierto es que el principio de la coherencia está íntimamente ligado al de la protección de la confianza. No se debe defraudar la confianza inspirada en la contraparte pues ello en esencia implicaría una conducta desleal. El criterio rector en todo caso pasa porque la buena fe exige a las partes una conducta ajustada o coherente a la inteligencia que se puede deducir objetivamente de las conductas previas. El sistema jurídico protege la creencia legítima en la apariencia generada por la otra parte. Este principio está sustentado también en el respeto de la seguridad jurídica[36]. La exigencia de preservar la confianza suscitada en la relación contractual de que no podemos dar a nuestra propia conducta ninguna interpretación con la que podamos lesionar el principio de buena fe, obliga a no separarse del valor de significación que puede ser atribuido a la propia conducta por la otra parte. La buena fe, al obligar al respeto de las mencionadas reglas, tutela, a su vez, la confianza suscitada en las partes de que serán observadas las consecuencias jurídicas que se derivan de la conducta adoptada por ellas en el curso de la relación negocial, en apego a un deber de coherencia en el actuar y, por ende, preserva la apariencia de un estado jurídico creado por la conducta de una de las partes que determina ulteriores pasos de la contraparte; pues no concilia con la buena fe el que uno de los contratantes actúe de forma tal que contraríe su conducta precedente, desconociendo los actos o aseveraciones que haya realizado, los silencios u omisiones, que hayan hecho creer que actuará de determinada manera, al punto que la contraparte haya adecuado su conducta contando con ello

En síntesis, a partir del deber de actuar de buena fe y como principio derivado de él, a nadie le es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta cuando esta conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas costumbres y la buena fe, justifique la conclusión de que no se hará valer el derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe. Admitir lo contrario llevaría a la inseguridad jurídica y la deslealtad.

C) En nuestro derecho

Gamarra (Buena fe contractual, pág. 31) afirma que no se puede inferir de la Constitución la buena fe de los contratantes. Según el autor, el art. 7 garantiza en forma abstracta ciertos valores pero lo hace mediante normas genéricas, indeterminadas. La Constitución no se pronuncia sobre cuestiones entre contratantes. Las normas constitucionales se limitan a enunciar valores sin desarrollar las concretas implicancias en preceptos definidos, prohibitivos o impositivos. La Constitución no dice nada en cuanto a la buena fe.

No se comparte este criterio La buena fe, como principio general que es, no requiere consagración normativa expresa, alcanzando la referencia a los principios generales del derecho, como sucede con el art. 332 de la Constitución. La Constitución protege el alma del contrato pues vela por la tutela de la libertad de la persona, la libertad de comercio, el derecho de propiedad, sin los cuales el contrato no tendría sentido. Buffone, De Giovanni, Natali (Il contratto, Ed. Cedam, 2013, t. II, pág. 193). La buena fe es un principio general del derecho porque de él surgen a su vez obligaciones jurídicas. Si solo fuera un estándar jurídico o una cláusula general, no las produciría ni su violación sería fuente de responsabilidad.

D) La “teoría del acto propio” y la “legítima expectativa”

La lógica de las conductas humanas exige coherencia en los comportamientos. Como señala Weingarten (Derecho a la expectativa del consumidor, Ed. Astrea, Buenos Aires 2004, pág. 3), quien ve defraudada su razonable expectativa merece la protección del derecho tanto en situaciones contractuales como extracontractuales. La doctrina del acto propio configura así un factor de atribución de responsabilidad. Si no se actúa acorde a la expectativa creada y se causa un daño se debe resarcir. Cuando razonablemente, del acto realizado por una persona se genera una expectativa cierta de cuál es su voluntad, pueden surgir obligaciones que se sustenten en la doctrina del acto propio que a su vez se funda en la buena fe y en la tutela de la confianza debida en la interrelación de intereses.

El marketing, la publicidad, la información son actos propios que generan expectativas que pueden ser vinculantes como ya se viera.

Atento a pautas de conductas que surgen de lo que es un proceder de buena fe, la empresa o las personas terminan asumiendo obligaciones por la apariencia o las expectativas jurídicas creadas de las que razonablemente se podía deducir la existencia de una determinada voluntad. Ello se funda en la teoría del acto propio, que no es más que una proyección, como ya se dijera, del deber de actuar de buena fe. Por ello se debe asumir la responsabilidad por la apariencia creada por actos propios antecedentes. Como bien destaca Weingarten (ob. cit., pág. 5) la apariencia prevalece de esta forma sobre la realidad y actúa como fuente jurígena de los derechos en expectativa.

E) Requisitos

Los presupuestos de aplicación de la doctrina de los actos propios, conforme señala Diez Picazo (La doctrina de los actos propios, Ed. Bosch, Barcelona, 1963. son: a) que se haya observado, dentro de una determinada relación jurídica, una conducta relevante y eficaz; b) que posteriormente la misma persona intente ejercitar una facultad o un derecho subjetivo, creando una situación litigiosa y formulando en ella determinada pretensión; c) que entre la conducta anterior y la pretensión posterior exista incompatibilidad o contradicción atentando contra la buena fe; d) que exista perfecta identidad entre los sujetos vinculados por ambas conductas.

Si bien en la práctica se dan supuestos de hecho que inducen a confundirlas, desde un plano teórico la teoría del acto propio no equivale a la renuncia táctica de los derechos. Su principal diferencia reside en que la renuncia connota un acto que requiere una manifestación exterior cuyo fin es abandonar o abdicar de un derecho propio en favor de otro; mientas que la teoría del acto propio se traduce en una decisión jurisdiccional que declara inatendible una pretensión (o sea el ejercicio de un derecho) por exhibir una contradicción con el sentido que objetivamente y de buena fe se atribuye a una conducta propia precedente. La renuncia se manifiesta a través de un acto positivo de la voluntad que atiende a la extinción de un derecho a través de su abandono; y la doctrina de los actos propios produce el efecto de obstar al ejercicio de un derecho, con fundamento en la incompatibilidad entre la conducta impedida y la que le precede en el tiempo.

De lo dicho se deduce que esta teoría es mucho más amplia que la mera manifestación tácita de la voluntad y que entre ambas existen diferencias. Su vinculación, sin embargo, es estrecha, porque las actitudes asumidas por una persona respecto de una determinada relación jurídica, cuando son relevantes, crean ciertas condiciones que le impiden posteriormente ejercitar ciertas facultades o derechos subjetivos en contradicción con esa conducta anterior, produciendo el efecto de hacer perder esos derechos o facultades como si los hubiesen renunciado

En forma sintética, consideramos que se deben controlar diversos requisitos para ponderar la correcta aplicación de la denominada teoría de los actos propios. Estos requisitos en forma muy sintética son:

i. Debió haberse realizado un acto querido que se considera vinculante o inspirador de confianza. Esta es la llamada conducta vinculante, pues evidenció el interés de la persona y una toma de decisión. Debe ser una conducta jurídicamente relevante, válida y eficaz. Existe entonces una situación jurídica preexistente (actos propios) que refiere a sujetos que actuaron de buena fe, que es la que se utiliza como referencia para determinar luego una contradicción con otra actitud posterior. El acto originario debe ser eficaz en cuanto a proyectar confianza de su seriedad y relevancia.

Importa destacar que la conducta a considerar como inspiradora de la confianza debe ser objetiva. A una persona normal a tales circunstancias, tal conducta hace pensar que la persona asumió tal decisión. Esto se debe evaluar con objetividad. Lo esencial es la confianza objetivamente infundida. No es forzoso que esta conducta originaria contra la que luego se irá sea culposa o intencional. O sea, no es necesario que la expectativa creada haya sido el resultado de un proceder culpable o doloso.

Debe aclararse que para que se aplique esta teoría el acto originario en su alcance debe ser inequívoco; realizado con plena libertad y voluntad no coartada. Así, el silencio o la tolerancia no son actos de los que se pueda luego deducir contradicciones al actuarse en contrario, pues no son manifestaciones de voluntad inequívocas. Ejemplo, tolerar el incumplimiento durante años no puede considerarse contrario a adoptar o exigir luego la disolución del contrato. La pasividad o inacción no es declaración de voluntad o aceptación de una situación.

ii. En segundo lugar, se necesita una actuación contradictoria o incompatible con la anterior. Se pretende un proceder contradictorio por el mismo sujeto en relación al mismo acto, con una actitud atentatoria de lo que es propio de la buena fe. El acto contradictorio es una conducta distinta, no inmediata a la anterior, pues si no sería una retractación. Se pretende desvirtuar o dejar sin efecto lo hecho anteriormente. Por lo contradictorio es que la buena fe lo cuestiona. La contradicción en que se incurre debe ser clara, o sea, no dejar lugar a dudas.

La conducta contradictoria, como bien señala Carlos Ignacio Jaramillo (ob. cit., pág. 419), se debe caracterizar por ser el ejercicio de un derecho subjetivo lícito. Lo contradictorio no tiene por qué ser ilegal.

iii. En tercer lugar, se debe tratar de la misma persona física o jurídica la que realiza la conducta vinculante precedente y la posterior contradictoria. El emisor y el receptor deben ser la misma persona. Si el sujeto pasivo, o sea, aquel al que se dirige la declaración es distinto, no se aplica esta teoría y podría ser un caso de falta de legitimación.

iv. La contradicción debe darse respecto a la misma relación jurídica.

v. La conducta original que se pretende variar, debió ser vinculante.

vi. Por último debemos tener presente que este es un principio residual, o sea, se aplica salvo que la ley regule expresamente la situación, como sucedería si se estuviera ante un caso de confesión; de rescisión.

En nuestra opinión, tampoco es aplicable esta teoría cuando el acto contradictorio responde a la denuncia de una irregularidad o ilicitud, pues de lo contrario esta teoría protegería al infractor. Tal lo que sucede, por ejemplo, si una persona que participó en un negocio simulado e ilícito luego resuelve denunciarlo como tal ante la justicia. Sería absurdo que no se le permitiera denunciar la irregularidad en aplicación de la teoría de los actos propios, pues ésta no fue pensada para proteger la ilicitud sino el proceder de buena fe, la corrección y la verdad.

Es lo que ocurre, por ejemplo, con la facultad que tiene el oferente de retractarse antes de la aceptación de la contraparte. En este caso retractación está tutelada por el ordenamiento jurídico para proteger la libertad de contratar.

Corresponde señalar que la denominada teoría de los actos propios es una creación doctrino-judicial que se sustenta en la teoría de la apariencia, la que a su vez se funda en el principio de la buena fe. Su aplicación ha sido utilizada para fundamentar la denominada teoría del abuso de la personería jurídica, que finalmente, si bien su origen fue jurisprudencial, terminó consagrándose en el artículo 189 del C.C.

F) El acto propio como factor objetivo atribución de responsabilidad

En ciertos casos la norma en forma directa establece que deben asumirse las consecuencias de los actos propios por apariencia creada, protegiendo razonablemente las expectativas del consumidor. Así, por ejemplo, en el art. 14 de la ley 17.250 se establece: “Toda información, aun la proporcionada en avisos publicitarios, difundida por cualquier medio de comunicación, obliga al oferente que ordenó su difusión y a todo el que la utiliza, e integra el contrato que se celebra con el consumidor”.

Esta pauta de conducta debida, a nuestro entender, no rige sólo en las relaciones de consumo sino que es el reflejo de la aplicación del principio general del acto propio, y su vínculo de responsabilidad se funda finalmente en el respeto en el principio general de la buena fe y sus consecuencias. El acto propio obliga y esta responsabilidad es objetiva, fundada en el riesgo provecho de la actividad económica que se realice (ver Agoglia, Alterini y otros, Derecho de daños, Buenos Aires, 1993, pág. 539). Así, como lo destaca Weingarten (ob. cit., pág. 60), la empresa realiza actividades económicas para un beneficio y por tanto debe reparar el daño causado por pérdida o frustración de expectativa razonablemente generada en el consumidor.

G) Efectos de la aplicación de la teoría del acto propio

López Mesa - Rogel Vide (La doctrina de los actos propios, Madrid 2005, pág. 147) destacan que el efecto principal que provoca la aplicación de la doctrina es la irrelevancia de la conducta contradictoria con un acto anterior. Esto es, que el acto anterior contradictorio no se tiene en cuenta, y se está a la primera manifestación. Se trata de una teoría cuya vigencia involucra al orden público y a la seguridad jurídica, pudiendo ser de aplicación a juicio del juez sobre la base del principio iuria novit curia. Procesalmente, cuando es planteada por la parte, opera como defensa de fondo.

Actuar en forma incoherente, contradictoria o incompatible con la conducta anterior, en el ejercicio de un derecho, implica en primer lugar, un apartamiento de lo que supone en todo caso el deber de actuar de buena fe, conformando así una conducta esencialmente ilícita.

Debemos aclarar que cuando se habla de “contradicción” la misma debe ser interpretada en forma estricta y ser clara en el sentido de que, por ejemplo, no se confunda un proceder diferente al anterior asumido con lo que es contradictorio a lo antes hecho. En esta situación, el deber de buena fe se identifica con el deber objetivo de proceder con lealtad y con corrección. El deber de buena fe es incompatible con el asumir conductas contradictorias en sí[37].

H) Jurisprudencia

I. Publicada

1. La recepción de la teoría de los actos propios se sustenta en el principio de la razonabilidad de las normas y en el principio de la buena fe. La teoría postula una conducta congruente o coherente de cada sujeto frente a quienes se relacionan con él, y en consecuencia, el rechazo de actitudes contradictorias con los precedentes previos, en la medida en que éstos sean síntomas eficaces de un modo determinado de comportamiento. El principio la buena fe opera como una máxima de conducta ético jurídica entre cuyas manifestaciones se ubica el brocardo «venire contra factum proprium» que expresa de forma inmediata la esencia de la obligación de comportarse de acuerdo con la buena fe. En sus términos la no admisión de la contradicción con una propia conducta previa se basa en la misma exigencia del respeto a la palabra dada o el pacta sunt servanda. Exige no separarse del valor de significación que a la propia conducta pueda atribuirse la otra parte haciendo inadmisible la invocación de vicios de forma o defectos por quien por su conducta previa los ha ocasionado. La sala ubica el principio venire contra factum propium, expresión del principio general de la buena fe, entre los principios generales del derecho inherentes a la personalidad humana (Arts. 7, 72 y 332 de la Carta) de recepción constitucional y cuño iusnaturalista (Real, Los principios generales del derecho en la Constitución Uruguaya, pág. 15, 16 y 22) T.A.C. 5º turno, sentencia de 15.6.1992 en L.J.U., t. 108 caso 11.470.

2. Como sostiene Larenz (citado por De los Mozos, El principio de la buena fe, pág. 184) hay infracción de la buena fe «cuando el titular del derecho ha creado con sus actos una situación en la que la otra parte podía confiar, y después ejercita el derecho de crédito en contradicción con su anterior conducta» (venire contra factum propio). Pero esta fecunda aplicación de los principios morales reseñada precedentemente no constriñe su esfera de aplicación al derecho de las obligaciones sino que se considera principio general de jerarquía supralegales y extiende su vigencia a todo el ámbito del derecho privado. La buena fe opera como un límite al ejercicio los derechos subjetivos y en su expresión en el adagio «venire contra factum propio», se concreta en que el acto de ejercicio de un derecho subjetivo o de una facultad es inadmisible cuando con él la persona se pone en contradicción con el sentido que objetivamente, y de acuerdo con la buena fe, habría que dar a su conducta anterior. La regla veda una pretensión incompatible contradictoria con la conducta anterior. T.A.C. 5to. Turno, sentencia 11 del 23.2.94 en A.J.U., t. II, Nº 14.

3. En cuanto a la doctrina de los actos propios, no es otra cosa que la aplicación de los principios de la buena fe. Esta situación se presenta “cuando se pretende ejercitar algún derecho o facultad, en contradicción con anteriores conductas de relevancia jurídica y que también choquen con la buena fe”. Esto es, cuando se adopta una conducta diametralmente opuesta a su propia conducta anterior; ello colide con el principio de buena fe.

Como dice GELSI BIDART (Revista Jurídica Estudiantil, Nº 5, pág. 11 y ss.), la doctrina del acto propio sustenta la incoherencia o incongruencia de la conducta de un sujeto respecto a los anteriores comportamientos verificándose incompatibilidad por contradicción entre las mismas.

El autor cita a MORELLO, postulando la aplicación del principio en supuestos en que un sujeto de derecho intenta verse favorecido por un proceso judicial, asumiendo una conducta que contradice otra que la precede en el tiempo, por cuanto la conducta incoherente contraría al ordenamiento jurídico, debiendo descalificarse la contradicción con la conducta propia y previa.

La teoría del acto propio aplica el valor justicia por cuanto realiza determinada conducta que lleva al convencimiento de los demás, de que será permanente, no corresponde de manera abrupta introducir un cambio en aquella en perjuicio del sujeto que sobre tales bases, se ha relacionado con el sujeto activo.

La Sala ubica el principio referido como expresión del principio general de la buena fe, entre los principios generales del derecho inherentes a la personalidad humana (artículo 7; 72 y 332 de la Carta) de recepción constitucional y cuño jus naturalista (REAL, “Los principios generales del Derecho en la Constitución Uruguaya”, págs. 15, 16 y 22). Juz. Let. de Primera Inst. en lo Civil de 2º turno, sent. 66 de 12.10.96 en A.J.U., t. VII c. 30

II. La ley online

1. Es abrumante la prueba documental al respecto de la que surge indubitablemente la existencia de una relación regulada por el Derecho Civil, una sociedad de hecho. Basta analizar, como así lo hizo con total ponderación la Magistrada actuante, la prueba documental agregada por la propia parte actora 3 y ss. de la que surge el registro de la mentada sociedad en los organismos de Seguridad Social, DGI, BPS.

Esta situación no hace otra cosa que conducirnos por el camino de la teoría del acto propio.

En situaciones como la de autos cobra aplicación la doctrina del acto propio que puede sintetizarse expresando que, a nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando esta, interpretada subjetivamente según la ley, la buena fe y las buenas costumbres, justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho cuando el ejercicio posterior choca con la Ley, la buena costumbre o la buena fs., rebasando el derecho las protecciones que contradicen su conducta anterior (Gelsi Bidart, Adolfo, ‘Acerca de la teoría del acto propio’, Revista Jurídica Estudiantil Nº 5, año III, 1988, p. 9; Minvielle, Bernadette – Reyes, Alberto, ‘La doctrina de los actos propios’, RUDP 2/2000, p. 291; Barbieri, Laura, ‘La doctrina de los actos propios en nuestra jurisprudencia’, ADCU, t. XXX, p. 767/775;...).” (vide “Anuario de Derecho Civil Uruguayo”, tomo XL, summa 993, página 788). Tribunal del Trabajo del 3er turno de Montevideo, Uruguay, 323/2012 06/06/2012 Cita online: UY/JUR/329/2012

2. No corresponde como pretende el recurrente, sustituir la verdadera voluntad de las partes en el negocio pactado, en virtud del interés personal, sino por el contrario debe seguirse el imperativo negocial, obligacional, derivado del contrato mismo, atribuyéndole pleno ejercicio a la autonomía de las partes que son en definitiva las que determinaron las restricciones a la voluntad. No se debe atribuir al actor incumplimiento de la obligación de construir las dos canchas de cemento al estar consignado expresamente en el contrato que lo integraban, sino que, en todo caso pudo cuestionar las condiciones en que se encontraban y su funcionamiento, no obstante lo cual el concesionario aceptó y las recibió.

Por otra parte, asume especial relevancia la conducta del recurrente, teniendo en cuenta que J.D., como jugador y hombre de tenis de vastísima experiencia, tenía conocimiento o podía tener conocimiento antes de contratar, de cómo eran las instalaciones y la calidad de las canchas existentes en el complejo “Tenis Point”.

Aún más, emerge de autos que el recurrente incurrió en contradicción susceptible de ingresar en la Teoría del Acto propio, al asumir dos actitudes incompatibles, por cuanto articulando idéntica plataforma fáctica, al contestar la demanda a fs. 81v., sostuvo que “...el objeto del contrato -como surge de la cláusula Segundo- es el derecho de explotación de las tres canchas de polvo de ladrillo y dos can­chas de piso rápido (cemento) existentes en los predios, todas ellas canchas de tenis como surge de la lectura de todo el contrato”. Ello implica que el recurrente admitió y aceptó firmar un contrato de concesión sobre las cinco canchas de tenis que existían en el predio, resultando contradictorio que posteriormente al interponer el recurso de casación, cuestionara la existencia de las mismas, aduciendo motivos inaceptables que sólo buscan darle cobertura legi­ti­mante a su propio incumplimiento, determinado seguramente por la imposibilidad de afrontar el pago de las obligaciones pendientes.

La contradicción en que incurrió el recurrente resulta contraria a la buena fe (art. 5 CGP) y al encuadrar en la teoría del acto propio impide de plano el amparo de la pretensión casatoria articulada.

En definitiva, al no haber dudas de que el cese de pago de la contraprestación por parte de J.D., se erigió en un claro incumplimiento de su parte, de las obligaciones asumidas en el contrato de concesión, resulta acertada la conclusión a la que arribó el Tribunal, de recibir la pretensión de C.F. de hacer efectivas las sanciones previstas en el contrato. Suprema Corte de Justicia del Uruguay, 53/2009 20/03/2009 Publicado en: LJU 140, 20/03/2009, Cita online: UY/JUR/1960/2009

3. Sobre la doctrina del acto propio y el principio de indivisibilidad del medio probatorio

Por último, hará aplicación el Tribunal de la doctrina de los actos propios en detrimento de la tesitura del demandado, según el desarrollo que se hará del último de los agravios considerados.

La mencionada doctrina puede sintetizarse en la tradicional definición de Enneccerus: “A nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando esa conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas costumbres o la buena fe justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho; o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe” (ver, Gelsi Bidart, A., “Acerca de la teoría del acto propio”, Rev. Jurídica Estudiantil, Nº 5, Año 3, mayo 1988, pp. 9 y ss.; Minvielle-Reyes, “La doctrina de los actos propios (perspectiva procesal civil)”, RUDP 2/2000, pp. 291 y ss.; Barbieri, L., “La doctrina de los actos propios y nuestra jurisprudencia”, ADCU, T. XXX, pp. 767 y ss.).

En este sentido, no alcanza a comprender el Tribunal la dualidad de criterios que plantea el demandado, en su escrito de contestación y memorial de agravios, con total naturalidad. En un aspecto, el demandado reclama que la condena concerniente al rubro lana se exprese en dólares, contestando frontalmente el agravio planteado por la actora que reclamó la conversión de la condena a moneda nacional y el consecuente reajuste. En cambio, este mismo accionado pretende que no se confiera valor a la factura –el medio de prueba por antonomasia del contrato de compraventa de mercaderías– que, precisamente, para fijar el precio de la lana se expresan en dicha moneda.

Esta postura desconoce, en forma flagrante, el principio de indivisibilidad del medio probatorio y de unidad de la prueba, en este caso, aplicado a los documentos privados. Este principio tiene acogida en el Código Civil (arts. 1586 y 1588) y en el Código de Comercio (art. 76 inc. 2), en lo que concierne a la prueba documental, y significa –en buen romance– que no se puede estar “tan solo a las maduras”, es decir, únicamente a los aspectos favorables de la prueba. Tribunal de Apelaciones en lo Civil del 6to turno de Montevideo, Uruguay: 197/2011 10/08/2011 Publicado en: La Ley Uruguay 2011-11, 1569 Cita online: UY/JUR/398/2011

III. BJNP

1. A juicio de la mayoría, la teoría de los actos propios, proyección de un principio general del derecho como lo es el de buena fe, tal como enseña el profesor argentino Héctor Mairal en su obra “La doctrina de los actos propios y la administración pública”, 1988, pág. 52, impide el progreso de una impugnación que tiene su origen en la voluntad de dejar sin efecto la continuación de acciones judiciales por atraso en el pago de gastos comunes, voluntad que cabe deducir de la circunstancia de que ninguna otra convocatoria a Asamblea fue impugnada, aun cuando padeciera de las mismas irregularidades que la que pretende atacarse en autos, cuya única diferencia consiste en que en ella se resolvió proceder a intimar a los deudores por el atraso en el pago de los gastos comunes.

De acuerdo con la teoría de los actos propios, no es admisible una pretensión lícita pero objetivamente contradictoria con respecto al propio comportamiento anterior efectuado por el mismo sujeto. Nadie puede ponerse en contradicción con sus propios actos, ejerciendo una conducta incompatible con una anterior conducta deliberada, jurídicamente relevante y plenamente eficaz. Si se despliega una conducta objetivamente incompatible con una actuación anterior, se actúa contra los propios actos, lo que conduce a justificar en forma contundente el apartamiento respecto de su actuación anterior, de modo de garantizar un comportamiento coherente, no contradictorio, en armonía objetiva con la secuencia lógica de un obrar razonable. BJNP (Base de Jurisprudencia Nacional Publica Tribunal Apelaciones Civil 6ºTº 225/2011 07/09/2011

2. La eficacia de plena prueba que el Tribunal atribuye a la citada nota no resulte acorde a derecho, ya que dicho documento no puede acreditar por sí solo el monto del salario, ni dar lugar a la aplicación de la teoría del acto propio, pues como se sostiene en doctrina, dicha teoría tiene carácter subsidiario, impidiendo su aplicación cuando existen otros institutos específicos que resuelven la cuestión, porque de lo contrario se estaría impidiendo aplicar principios especiales del derecho del trabajo, como ser el de primacía de la realidad. Como lo sostuvo la Dra. Mangarelli, en la consulta agregada: “...la teoría del acto propio no resulta aplicable a cualquier caso de contradicción, resultando imprescindible que se configure una situación de confianza en la otra parte...”; “...no hay un comportamiento anterior de la demandada que haya generado la confianza en la trabajadora de determinado proceder, sino un documento, dirigido a un tercero (un Banco) en donde se expresa un monto de salario a efecto de la obtención de un préstamo por parte de la trabajadora” (fs. 576).

En cuanto a la aplicación de dicha teoría, la Corte, en Sentencia No. 706/098 ha señalado que: “Como sostiene Gelsi (Rev. Jur. Estudiantil No. 5, págs. 11 y ss.), la doctrina del acto propio (venire contra factum propium) se sustenta en la incoherencia o incongruencia de la conducta de un sujeto respecto de anteriores comportamientos, verificándose incompatibilidad por contradicción entre las mismas”. El autor de la cita transcribe a Morillo, postulando la aplicación del principio en supuestos en que un sujeto de derecho intenta verse favorecido en un proceso judicial, asumiendo una conducta que contradice otra que le precede en el tiempo, por cuanto la conducta incoherente contraria al ordenamiento jurídico, debiendo descalificarse la contradicción con la conducta propia y previa. La teoría del acto propio aplica el valor justicia, por cuanto realizada determinada conducta que lleva al convencimiento de los demás de que será permanente, no corresponde, de manera abrupta, introducir un cambio en aquélla en perjuicio del sujeto que, sobre tales bases, se relacionaba con el sujeto activo. Gelsi Bidart convoca adicionalmente, como sustractum de la recepción de la teoría del acto propio el principio de la razonabilidad de las normas y el principio de la buena fe (op. cit. págs. 14-16), concluyendo que la teoría postula una conducta congruente o coherente de cada sujeto frente a quienes se relacionan con él, en consecuencia, el rechazo de actitudes contradictorias con los precedentes previos, en la medida en que éstos sean síntomas eficaces de un modo determinado de comportamiento”. BJNP (Base de Jurisprudencia Nacional Publica Suprema Corte de Justicia 2.439/2010 24/12/2010

3. Como sostenía Mairal (La doctrina de los actos propios y la administración pagina 25 citado en ADCU Tomo XXXV caso 1089) “…el derecho rehúsa su protección a quien al contradecir su conducta anterior, vulnera el principio de la buena fe entendido éste en sentido subjetivo. Por ello, cuando la contradicción merezca un juicio ético negativo se rechazará la pretensión de desconocer la conducta inicial, sin importar la confianza que la contraparte le dio en los hechos.”

Y en el mismo sentido se pronunciaba Ennecerus, citado por Barbieri, respecto de la Teoría de los actos propios “ A nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando esa conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe “ y agregaba que esta herramienta conceptual era útil para los jueces que muchas veces debían resolver situaciones frente a las que se encuentran, desprovistos de una solución normativa específica o bien encorsetados por la misma. “ (Cf. LAURA BARBIERI “La Doctrina de los Actos Propios y nuestra jurisprudencia “ADCU Tomo XXX pagina 767 ).

La Teoría del Acto propio es sin duda, aplicación concreta del principio de buena fe, con consagración constitucional ( artículos 7, 72, 332 de la Constitución ), regla el negocio jurídico cuando consagra que las convenciones deben ejecutarse de buena fe conforme al artículo 1291 del CC y esta conducta debe observarse en el ámbito precontractual y su aplicación es residual y por lo tanto no es aplicable cuando otros preceptos legales regulen la misma idea ya sea impidiendo o permitiendo la contradicción (Barbieri, op.cit. pág. 771). BJNP (Base de Jurisprudencia Nacional Pública, Tribunal Apelaciones Civil 2ºTº 71/2010 07/04/2010

8. Principio de la transparencia [arriba] 

A) Presentación del tema

En el contrato importa no sólo lo que se dice sino cómo se dice. En la línea de revisar la tutela de la libertad del contratante en que se sustenta la autonomía privada negocial, se da hoy especial relevancia al deber de informar y actuar con transparencia a la hora de relacionarse con la otra parte para perfeccionar un contrato. Esta transparencia apareció visiblemente en distintas normas del derecho del consumo y luego el criterio afloró como derivado de la aplicación del principio general de la buena fe en todo el ámbito del derecho privado y especialmente en los contratos.

La trasparencia es entendida en nuestros días como un valor fundamental en las relaciones contractuales. Esta concepción se opone de manera directa a la “cultura del secreto”. O sea, el que contrata no tiene nada escondido o simulado y lo que muestra o informa es la realidad. La transparencia implica que la información sobre lo que se contrata esta disponible sin trabas o requisitos. Se debe tratar de una información comprensiva que incluya todos los elementos relevantes, que sea confiable y de calidad, y que permita brindar confianza y certidumbre.

B) En nuestro derecho

Ya en el Código Civil podemos encontrar alguna referencia implícita a la exigencia de trasparencia en el proceder de las partes a la hora de contratar cuando en el art. 1304 se establece que la cláusula ambigua se interpreta en contra del que la redactó.

En la Ley de relaciones de consumo 17.250, entre otros aspectos, en varias oportunidades se exige que la información que se brinda al consumidor sea clara, veraz, completa y oportuna (artículo 6 lit. c). También se exige que esta información sea visible y clara (artículo 8); que sea precisa (artículo 12); que sea clara y fácilmente legible (artículo 17).

Especial mención podemos hacer al hecho de que en el artículo 30 se considera abusiva la cláusula redactada en forma poco clara y comprensible, o sea, que transgreda el principio de la transparencia debida.

Transparencia se debe en la forma y en contenido. Ello supone que no alcanza con escribir claro, en letra legible, sino que se deben usar términos inteligibles. Se requiere que quien preformula un contrato lo haga en forma clara y comprensible. Esto de alguna forma es la contrapartida de permitir que una de las partes preformule el contrato unilateralmente. No creemos que este principio deba aplicarse sólo en el derecho del consumo o en los contratos por adhesión. El principio de la transparencia, o sea, la exigencia de la claridad e inteligibilidad, rige en toda relación contractual en la medida en que se debe desarrollar en parámetros de buena fe.

En ciertos ámbitos como en las relaciones de consumo se alude en forma expresa al deber de trasparencia cuando se regula, por ejemplo, la claridad y la comprensión de lo que se incluye en los contratos. En esta línea, el art 6 lit. C de la ley 17.250 alude a la exigencia de claridad en la información, y el art. 29, refiriéndose a los contratos por adhesión exige “términos claros”, “fácilmente legibles”, que faciliten la comprensión.

En la práctica las exigencias de trasparencia en la forma de relacionamiento, como bien destacan Buffone, De Giovanni, Natali (Il contratto, Ed. Cedam, 2013, t. III, pág. 2290), tuvo una importante evolución especialmente en materia bancaria y financiera, sectores caracterizados por la existencia de una destacada asimetría en el nivel de información con que operan las empresas frente a sus clientes. Esta trasparencia que se logra brindado la información debida y adecuada, asegura un equilibrio en los contratos.

En ciertos ámbitos, como en el de las relaciones de consumo, para respaldar esta trasparencia se imponen en forma concreta el deber de informar, de no realizar prácticas abusivas, etc.[38]

C) Jurisprudencia

1. Dada la importancia que la normativa le asigna a la información y a la publicidad de los medicamentos, no puede soslayarse la trascendencia que dicho hecho tiene en el caso, conclusión que los términos del art. 23 del Decreto 18/989, que regula, precisamente, tales extremos, no hace más que corroborar: “Los principios generales de la información y publicidad de los medicamentos propenderá a la exactitud, imparcialidad, claridad y objetividad de su contenido como medio para un mejor uso de los mismos”.

Tal conclusión resulta, además, corroborada por la Ley de Relaciones de Consumo (ley 17.250), que, como bien dice la actora a fs. 1577, otorga una gran importancia a la exactitud y a la transparencia en la información al consumidor (arts. 6 lit. C, 24 y 26). Tribunal de Apelaciones en lo Civil del 6to turno de Montevideo, Uruguay 23/2010 03/03/2010 LJU 16174 Cita online: UY/JUR/106/2010

2. La atacada, falló desestimando la demanda sin hacer especial condena en gastos procesales. (fjs. 350-359) La parte actora y apelante reprochó sustancialmente a la atacada, la excesiva gravosidad de los cuidados que pretendió imponer al asegurado particularmente en lo que respecta a la vigilancia desplegada.

Por su parte la adherente, expresó agraviarse de las expresiones de la sentencia en punto a la falta de identificación en el contrato de la obligación que asumía, violando así el principio de transparencia y claridad emergente de la buena fe que debe presidir la contratación.

El caso de autos. “Gustos Exclusivos S.A.” contaba con seis locales ubicados en la calle Marcelino Sosa dedicados a la fabricación y comercialización de ropa. En el correr de un fin de semana del 26-29 de noviembre de 1999, le resultaron hurtadas 1756 prendas por valor estimado de U$S 46.020, de los locales 2425, 2427, 2429 y 2433.

Tenía contratado un seguro con el BSE que cubría los riesgos de hurto e incendio y, pero, solicitada la cobertura éste la denegó argumentando la ocurrencia de dos de los supuestos previstos como causal de exclusión de cobertura prevista en el ib. b) del art. 41 de las condiciones Generales de la Póliza: bienes ubicados en lugar no convenido en la póliza e incumplimiento de las condiciones de seguridad estipuladas a cargo del asegurado BJNP Tribunal Apelaciones Civil 3ºTº16/2007 07/02/2007.

9. Principio de la razonabilidad [arriba] 

A) Presentación del tema

Los hombres nos diferenciamos de los animales por ser seres racionales y por tanto, capaces de razonar. Razonable es lo justo, lo equilibrado, lo moderado, lo prudente, lo que surge del sentido común. Permite determinar qué es posible exigir en la conducta debida.

Se entenderá por razonable, y por tanto exigible, lo que cualquier persona actuando de buena fe, que se hallare en la misma situación que las partes contratantes, considerare como tal. En especial para determinar aquello que sea razonable habrá que tener en cuenta: a) la naturaleza y objeto del contrato, b) las circunstancias del caso, y c) los usos y prácticas del comercio o del ramo de actividad a que se refiera. El carácter de razonable debe juzgarse de acuerdo con lo que considerarían personas que actuaran de buena fe y en la misma situación que las partes. En concreto, para determinar lo que es razonable, se deben tener en cuenta la naturaleza y el fin del contrato, las circunstancias del caso y los usos y prácticas de los ramos de negocios o profesiones involucrados.

La trascendencia práctica de esta proyección de la buena fe es realmente significativa, por ejemplo, en la consideración de los elementos que configuran la estructura de las causas extrañas no imputables como eximentes de responsabilidad. Así, a la hora de considerar qué es lo imprevisto o qué es lo imposible de los hechos que se pretenden configurativos, por ejemplo, de caso fortuito o fuerza mayor, o del hecho del tercero, la doctrina clásica exigió que estos requisitos fueran objetivos y absolutos, con lo que probar la causa extraña no imputable es realmente una proeza. De aquellas concepciones absolutistas y objetivas que terminaban por desplazar la existencia de esta figura, hoy de la mano de la buena fe se ha impuesto la ponderación de la razonabilidad al momento de considerar qué era lo previsible o lo imposible. Así, lo imposible para ser tal exige la consideración del caso concreto y determinar si en parámetros de razonabilidad se podía prever o no lo ocurrido.

En materia de imposibilidad no se requiere que se esté ante algo absoluto sino ante algo que con los esfuerzos razonables no era posible lograr. Opera con la aplicación del criterio de la razonabilidad la teoría del límite del sacrificio o de la exigibilidad de la prestación, ya comentada.

«Lo opuesto a la razonabilidad es la arbitrariedad”. Así entendido, el principio es una exigencia de justicia jurídica. El derecho válido se supone razonable por cuanto se arregla a ciertos valores y principios. El derecho es un orden humano, requiere el recurso a la razón; de aquí se deriva la idea de que el derecho es un orden racional y será orden humano en la medida que sea razonable. Es decir, razonable es lo que se considera arreglado, justo y conforme a la razón.Lo que busca el principio de razonabilidad es el imperio del sentido común y de la lógica. Si bien la ley permite, por ejemplo, el ejercicio del derecho de receso, no avala que cualquier falta –por ejemplo, en la relación de trabajo o de obra– sirva como excusa para rescindir el contrato de manera unilateral. El juez deberá atenerse al principio de razonabilidad para determinar si el ejercicio del derecho que tiene el empleador o el empresario de rescindir el contrato está siendo usado de manera razonable o si, por el contrario, constituye un abuso. Pensando en otro ejemplo y como caso práctico señalamos que la razonabilidad es un principio importante para juzgar la medida de la confianza que la manifestación de voluntad de una persona genera en otra. Dicho de otro modo, para juzgar, cuándo es “razonable” que una persona deposite toda su confianza en la manifestación de otra.

B) Derecho Trasnacional

El principio de la razonabilidad, que es una concreción del principio de la buena fe como veremos a continuación, proyecta sus efectos a la hora de la interpretación del contrato, orientando el criterio a seguir.

a) En la Convención de Viena de Compraventa Internacional de Mercaderías de 1980 (Ley 16.871), en el Art. 8.2, con claridad se indica que: «las declaraciones de las partes deberán interpretarse conforme al sentido que le habría dado una persona razonable de la misma condición que la otra parte”.

En el art. 79 del mismo documento señala que: «el deudor no será responsable de la falta de cumplimiento de cualquiera de las obligaciones si prueba que la falta de cumplimiento se debía a un impedimento ajeno a su voluntad y si no cabía razonablemente esperar que tuviere en cuenta el impedimento en el momento de celebración del contrato, que lo evitase o superase, o evitase o superase sus consecuencias».

b) En los Principios Landó se dispone: “(Art. 1.102) Son libres de celebrar un contrato y determinar su contenido dentro del respeto de a buena fe y las normas imperativas”.

Art. 1.201: «Cada parte tiene la obligación de actuar conforme a las exigencias de la buena fe».

En el Art. 1.302, se impone el criterio de la razonabilidad en la interpretación que se determina por lo que cualquier persona de buena fe que se hallare en la misma situación que las partes contratantes consideraría como tal. “Para los presentes principios, lo que se entienda por razonable se debe juzgar según lo que cualquier persona de buena fe, que se hallare en la misma situación que las partes contratantes, consideraría como tal. En especial, para determinar aquello que sea razonable, habrá de tenerse en cuenta la naturaleza y objeto del contrato, las circunstancias del caso y los usos y prácticas del comercio o del ramo de actividad a que el mismo se refiera”.

10. Principio protectorio y de prevención (obligación de seguridad) [arriba] [39]

A) Presentación del tema

La buena fe es la columna vertebral del derecho del consumo no solo en los aspectos económicos de la relación del consumidor sino en lo que respecta a la tutela de su propia persona. A la buena fe le preocupa la persona no solo en los aspectos patrimoniales cuando contrata sino en lo que respecta a la protección como tal en su plena dignidad. Se debe proteger al consumidor o al contratante no solo como parte débil a la hora de contratar sino como persona ante los riesgos o peligros que puedan estar presentes en las relaciones de consumo, o en las relaciones contractuales de cuya ejecución pueda depender su misma seguridad e integralidad.

Fernando H. Cayzac (“Obligación de seguridad, espectáculos públicos y defensa del consumidor”, artículo online) recuerda que es en Francia donde tiene origen y elaboración jurídica la “obligación de seguridad” y específicamente en el contrato de transporte de personas. El primer hito lo sienta la jurisprudencia francesa en el fallo de la Corte de Casación “Zbidi Amida v. Compañía Genera del Transatlántico”, del 21/ 11 / 1911. El recurso consistió básicamente en ensanchar el contenido del contrato y razonar que, además de lo que el acuerdo evidentemente decía, existían prestaciones implícitas que las partes entendieron o previsiblemente pudieron entender comprendidas en él. De este modo, se evitaba transitar por la vía extracontractual, con todos los escollos descriptos, y se proporcionaba a la víctima un camino más sencillo para verse compensada, como eran los remedios legales por incumplimiento del contrato, y específicamente la responsabilidad contractual.

B) Buena fe y la protección de la persona del contratante

También la buena fe cumple una función protectora de la seguridad cuando hace surgir, por ejemplo, la obligación de seguridad en los contratos de cuya ejecución pueden derivar daños a la persona. Tal lo que sucede con los contratos de transporte, donde por obra de la jurisprudencia y la aplicación del principio de la buena fe ha surgido la obligación de seguridad, de manera de respaldar el traslado del pasajero sano y salvo a destino.

El deber de seguridad surge frente a los peligros derivados del contacto social al que la relación obligatoria debe necesariamente dar lugar, de modo que este deber no implica relación directa con la prestación específica sino que es de raigambre general, consistente en garantizar la protección de la persona y bienes […], en cuanto los mismos podrían ser perjudicados durante el decurso de la prestación.

Como concepto “es aquella en virtud de la cual una de las partes del contrato se compromete a devolver a otro contratante, ya sea en su persona o sus bienes sanos y salvos a la expiración del contrato” . Agregando luego que “tal obligación puede haber sido asumida expresamente del contenido del contrato, a través de su interpretación e integración a la luz del principio general de la buena fe”.[40]

Un sector de la doctrina asegura que la obligación de seguridad no se genera en la órbita contractual, sino que es una simple consecuencia de aplicar e l genérico deber de no dañar a nadie (alterum non laedere). El contrato constituiría sólo la ocasión del daño, pero el deber de no dañar tiene vida propia fuera de él. La gran mayoría de la doctrina y la jurisprudencia reconoce que la obligación de seguridad surge como una derivación del alterum non laedere aquiliano, pero sostiene decididamente que su ámbito propio es el contractual y allí es donde adquiere su razón de ser. Su fundamento sería la buena fe y su soporte legal el art. 1291 del CC, de donde surge que los contratos obligan también en aquello que las partes verosímilmente entendieron o pudieron entender obrando con cuidado y previsión de acuerdo al principio de “buena fe”. De esta manera, la “buena fe” (objetiva) se presenta como el elemento fundante de la obligación de seguridad, y así lo admite pacíficamente la jurisprudencia.

C) Concepto

Roberto Vázquez Ferreira (La obligación de Seguridad, Ed. Depalma, Buenos Aires, 2001) define a la obligación de seguridad expresando que “es aquella en virtud de la cual una de las partes del contrato se compromete a devolver a otro contratante, ya sea en su persona o sus bienes sanos y salvos a la expiración del contrato”. Agregando luego que “tal obligación puede haber sido asumida expresamente del contenido del contrato, a través de su interpretación e integración a la luz del principio general de la buena fe”. Esta obligación aparece en forma expresa o tácita, anexa e independiente del deber principal, existente en todo tipo de contrato, por la cual el deudor garantiza objetivamente al acreedor que, durante el desarrollo efectivo de la prestación planificada, no le será causado daño en otros bienes diferentes de aquel que ha sido específicamente concebido como objeto del negocio jurídico”. [41]

Lo interesante de estas obligaciones es que se integran al contrato y rigen a pesar de las previsiones de la partes pues se consideran tutoras del mismo orden público. Se ha ampliado por algunos el alcance de este deber de seguridad entendiendo que se tutelan también las cosas que se pueden afectar durante la ejecución del contrato, aludiéndose en este caso a la existencia de un deber de protección. De alguna forma, a través de la buena fe llega al contrato una forma de protección de la persona propia de la responsabilidad extracontractual. Se ha dicho que con esta obligación se termina por extracontractualizar el contrato.

La obligación de seguridad tiene fundamento constitucional en el derecho de toda persona a la protección de su integridad y de sus derechos y, correlativamente, en el deber general de no dañar. Esta obligación se funda en el principio de buena fe, que en su función integradora ensancha el contenido del contrato, generando los deberes de protección junto a los deberes de prestación.

Como ya lo sostuviéramos (Ordoqui Castilla, Derecho de Tránsito, t. II, pág. 394) la obligación de seguridad es un deber de conducta que las partes asumen en forma expresa o por obra de la jurisprudencia en ciertos contratos de cuya ejecución puedan surgir daños a la persona del contratante. Se funda en la buena fe contractual partiendo de los arts. 1291 inc. 2 del C.C. y arts. 7 y 11 de la ley 17250. Es una obligación que exige la prevención del daño injusto.

D) Caracteres

Se trata de una obligación: a) de naturaleza contractual; b) fundada en la buena fe, c) es una obligación de resultado. El factor de atribución de responsabilidad es de base objetiva, con fundamento diverso (el riesgo creado, el deber de garantía, la apariencia, la generación de confianza). Como derivación de este postulado, el sindicado como responsable sólo se eximirá total o parcialmente si acredita la causa ajena: que el daño deriva de la culpa del consumidor, del hecho de un tercero por quien el proveedor no debe responder, o del caso fortuito o fuerza mayor.

El factor de atribución de responsabilidad es de base objetiva, con fundamento diverso (el riesgo creado, el deber de garantía, la apariencia, la generación de confianza). Como derivación de este postulado, el sindicado como responsable sólo se eximirá total o parcialmente si acredita la causa ajena: que el daño deriva de la culpa del consumidor, del hecho de un tercero por quien el proveedor no debe responder o del caso fortuito o fuerza mayor; d) está referida a personas; e) se aplica en los casos en que la víctima no tuvo oportunidad de cuidarse por sí misma sino que depende de la otra parte; f) es de orden público; g) es excepcional.

E) Protección del consumidor

a) Presentación del tema

El principio de la buena fe que ha sido expresamente positivizado en las leyes de relaciones de consumo (art. 32 de la ley 17.250), especialmente en su manifestación objetiva impone en los proveedores de servicios y productos con carácter general una conducta especialmente informativa, cooperativa, respetuosa de los intereses de la otra parte, solidaria, transparente, sin abusar de la posición dominante con quienes la propia ley considera parte vulnerable o más débil.

En el ámbito de las relaciones de consumo, la función de la buena fe desde antes del contrato (cuando se realiza publicidad, ofertas al público, en las tratativas), en la interpretación de los contratos (a favor del consumidor) y en la ejecución del contrato, tiene especial destaque.

En el ámbito de las relaciones de consumo la protección de su seguridad tiene expresa consagración en los Art. 6 a 7 y 11 de la ley 17.250. Se debe advertir al consumidor de los peligros de la prestación o del producto.

A través de la buena fe se ha ejercido cierto proteccionismo sobre el débil y un monitoreo del contenido el contrato para lograr este efecto. Este proteccionismo se ve no sólo en la consideración de los desequilibrios contractuales en lo que refiere a distribución de derechos y obligaciones o en la consideración del alcance económico de las prestaciones sino también en la tutela de la debilidad cognoscitiva que se ejerce a imponer el deber de informar con claridad, con veracidad, con oportunidad y en forma completa (artículo 6 lit. b y 29 de la ley 17.250).

La debilidad está marcada no sólo por no tener medios económicos sino por carecer de información, experiencia, tiempo para negociar, todo lo que lleva más a confiar que a consentir. Podemos decir que la relación jurídica de consumo está especialmente calificada por la protección que sobre la misma ejerce la vigencia del principio de la buena fe. En realidad, lo que protege la buena fe en estos casos es la autonomía y la toma de decisiones bien informadas por parte del consumidor.

b) Protección y prevención

Proceder de buena fe exige proteger y prevenir de daños, especialmente cuando éstos son naturalmente irreparables o cuando el riesgo es notorio e importante.

Proceder de buena fe exige adoptar medidas de protección y prevención en la etapa pre-daño, evitando en lo posible que éste se produzca.

Nuestra ley de relaciones de consumo, n. 17.250, refiere a la protección y prevención del daño en forma directa al enunciar los derechos del consumidor. Así, en el art. 6 lit. F se establece como derecho: “La efectiva prevención y resarcimiento de los daños patrimoniales y extrapatrimoniales”.

En el siguiente literal G se establece como derecho: “el acceso a organismos judiciales o administrativos para la prevención y resarcimiento de daños mediante procedimientos ágiles y eficaces en los términos previstos en los capítulos respectivos de la presente ley”. Sin lugar a dudas se establece que el principio de la prevención y protección debe ser tenido en cuenta en las relaciones de consumo, donde claramente se prioriza el análisis de la etapa pre-daño. En forma indirecta también se regular esta función de protección y prevención fundada en la buena fe cuando se regula, por ejemplo, la obligación legal de seguridad ya analizada (arts. 7 y 8) o la obligación de informar (art. 6 B, 13 y 14), todas ellas orientadas a prevenir en lo posible la ocurrencia de daños.

La buena fe exige proteger no sólo el “interés dañado” sino también el “interés amenazado” cuando el riesgo es grave y de previsible ocurrencia. Ante la posibilidad de daño grave e inminente se debe prevenir y actuar antes de que el perjuicio ocurra, ello tanto porque procede actuar de buena fe y porque no se debe dañar injustamente.

F) Jurisprudencia

a) BJNP

1.-Liminarmente cabe precisar, por la eficacia decisiva que proyecta sobre el agravio medular movilizado por la accionada, fincado en la imputación a su parte de la total responsabilidad en la causación del insuceso, a la luz de la obligación de seguridad derivada del art. 1342 C. Civil y 168 del C. de Comercio, en tanto involucra la responsabilidad del transportista, que la Sala comparte los argumentos jurídicos y fácticos invocados en la decisión apelada, y la valoración probatoria efectuada por la a-quo, en tanto se compadece con la regla del art. 139 C.G.P. y criterios de razonabilidad y sana crítica, enmarcados por los arts. 140, 141 de mismo cuerpo legal.

En efecto, resulta de autos que la Sra. Agop ya había ascendido como pasajera a la unidad de transporte de la empresa accionada previo al evento dañoso, hecho éste plenamente acreditado -y en sí mismo, si siquiera controvertido por CUTCSA-, en momentos en que la puerta del bus estaba abierta, fincando la controversia en las concretas circunstancias en que se produce la caída de la víctima hacia el pavimento, esto es, si se verificó con la unidad detenida o en cuanto ésta reanuda la marcha.

En tal marco, la discusión se centra básicamente en la pretensa configuración de la eximente de hecho de la víctima alegada por la empresa demandada como causal de exoneración de responsabilidad, en hipótesis del contrato de transporte, que hace nacer una obligación de resultado, comprometiéndose el transportista a conducir sano y salvo al pasajero al lugar de destino, contra la correspectiva obligación de pagar el precio del viaje (cfme. Gamarra Tratado... T. XVII, pág. 236 y ss.). BJNP Tribunal Apelaciones Civil 7ºTº, 14/04/2008

b) La ley on line

1.- En función de estas coordenadas es claro que la responsabilidad civil de la Asociación Volantes Arachanes debe juzgarse bajo el régimen de la responsabilidad contractual, respecto de quienes contrataron con ella.

Bajo la óptica de la responsabilidad contractual, AVA debe responder por haber violado una obligación de seguridad, en virtud de la cual estaba obligada a salvaguardar la integridad física de las personas que concurrieran al evento, brindándoles la protección necesaria mientras durara el espectáculo; obligación ínsita en el haz obligacional que vinculara a AVA, propietaria del local y organizador principal del espectáculo con las víctimas participantes en calidad de espectadores que sufrieran diversos perjuicios.

En este punto, cabe recordar que, en materia de responsabilidad contractual, para que exista la obligación de seguridad es necesario que la función misma del contrato imponga a una de las partes la misión de salvaguardar la vida o la integridad física del otro contratante.

Por ello, Gamarra sostiene que la imposición de una obligación tan severa (que garantiza un resultado) se justifica solamente cuando la propia relación contractual implica un riesgo ínsito e inevitable que, razonablemente, haga necesaria la protección de la integridad física de uno de los contratantes. En tal sentido, se mencionan como ejemplos de actividades respecto de las cuales es inherente la obligación de seguridad: todo tipo de transporte, los juegos organizados por parques de diversiones, ciertos deportes (natación, equitación, etc.) y alguna especie de enseñanza (por ejemplo, conducir vehículos), (Gamarra, Jorge, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, Tomo XX, 1a. edición, reimpresión inalterada, 1989, págs. 89 y 90, cf. A.D.C.U, Tomo XXXVIII, c. 636, pág. 342).

En este marco, parece evidente que la organizadora de la carrera de autos estaba gravada por una obligación de seguridad, consistente en proteger la integridad física y la vida de los espectadores que asistieran a la competencia.

Quien, como AVA, organiza y convoca espectadores a una competencia de automovilismo deportivo, en una pista en la que competirán vehículos a muy alta velocidad, tiene a su cargo la obligación de asegurar la integridad de los espectadores respecto de daños derivados del normal desarrollo del espectáculo. Suprema Corte de Justicia del Uruguay Casstagno, César y otros c. Asociación de Volantes, Arachanes y otros. • 11/12/2013 sentencia: 582/2013 LJU 149, 01/01/2014, Cita online: UY/JUR/847/2013

2.- No resulta controvertido que vinculaba a la actora con la demandada un contrato de espectáculo, y, la responsabilidad atribuida por la recurrida por el daño causado por la detonación de un petardo, a criterio de la Corporación no resulta compartible, por haber incidido en la producción del evento dañoso el hecho de un tercero.

Como expresa Gamarra, ‘’Esta eximente se tipifica cuando un sujeto, que no es el acreedor ni el deudor, interviene con su comportamiento de manera tal que excluye (total o parcialmente) la relación de causalidad entre la actividad del deudor y su incumplimiento. Se trata de una causa extraña no imputable, y por serio exonera al deudor, ya que el incumplimiento lo causa el tercero, y esta circunstancia es la que determina la irresponsabilidad del obligado; el deudor alega la ausencia de la relación de causalidad y que el incumplimiento no le es imputable (art. 1342 parte final) ‘‘(Responsabilidad Contractual, T. II, El Juicio de Responsabilidad, pág. 61).

Sin duda, no cualquier hecho de un tercero conforma la eximente de responsabilidad, sino que debe revestir las características de irresistible e imprevisible, pues ‘’... si así no fuera la obligación podría cumplirse” (op. cit., pág. 75).

En la hipótesis más severa para el deudor, esto es, que la obligación de seguridad a cargo de los organizadores del espectáculo sea una obligación de resultado, le es exigido para su liberación que acredite una causa extraña no imputable, por lo que de nada vale la ausencia de culpa como causal de exoneración. Por lo demás, en autos quedó por demás acreditada toda la diligencia que se empleó en relación a las medidas de seguridad, ninguna prueba en contrario meritó otra consideración.

Como enseña Gamarra, la ausencia de culpa no es suficiente para absolver al deudor de una obligación de resultado de responsabilidad, pues: ‘’... En materia de incumplimiento, lo que cuenta es el resultado, y no la mera diligencia del obligado (que en las obligaciones de medio basta para que el incumplimiento se verifique); en este tipo de obligación únicamente hay cumplimiento cuando el resultado es conseguido, y por la razón antedicha es apreciado objetivamente; vale decir, se trata de constatar si cual o tal hecho preciso y determinado aconteció o no, sin examinar la conducta del deudor...”.

Gamarra señalaba ‘’... la obligación de seguridad muestra los perfiles difusos que ostenta la noción, porque para delimitar la categoría será necesario examinar cada contrato (y más aún: las circunstancias particulares o concretas del mismo), y se emitirá un juicio, positivo o negativo, según que la exposición de un contratante a un peligro justifique que se considere comprendida dentro de la causa del negocio la necesidad de proteger la integridad física de uno de los contratantes...” (T.D.C.U., T. XX, Ed. 1993, pág. 91). Suprema Corte de Justicia del Uruguay sentencia: 135/2009 Scheurenberg Geber, Silvia Graciela y otra c. Majareta Producciones y otra • 20/05/2009 : La Ley Uruguay 2010-4, 519 - , LJU; Cita online: UY/JUR/575/2009

3. El actor, el 9 de setiembre del 2000, concurrió al evento organizado por la Asociación Rural del Uruguay; dado que estaba dentro del predio y no se invocó otra explicación plausible de su presencia en el lugar, debe inferirse, razonablemente, que estaba, como afirma, en carácter de espectador de la exposición. En consecuencia, recaía sobre la Asociación Rural del Uruguay una obligación de seguridad en su carácter de organizadora del evento.

Al respecto se ha expresado: “Finalmente..., en materia de prestación de servicios -a los que también comprende el art. 34 de la ley (No 17250)- también puede hablarse de obligación. A la referida obligación, en la zona de las prestaciones de hacer, la doctrina suele denominarla “obligación de seguridad”. Así por ejemplo, quien organiza un espectáculo además de la obligación (de hacer) concreta de cumplir con el espectáculo programado, tiene también una obligación general de seguridad que lo obliga a mantener al público indemne de accidentes derivados del referido espectáculo. Dicha obligación -cuya elaboración fue, desde hace años el fruto de una paciente labor jurisdiccional- ha sido ahora consagrada (a texto expreso) por el art. 34 de la ley” (Berdaguer: Responsabilidad Civil en la ley de Relaciones de Consumo” Anuario de Derecho Civil, t. XXX, 1999, p. 440). La obligación de seguridad en materia de responsabilidad contractual es objeto de discusiones (Zurdo en ADCU t. VIII p. 148-150).

En general se concluye que en ese ámbito tiene un contenido predominante de medios y que, respecto de daños sufridos por el contratante en su persona en ocasión de ejecutarse el vínculo, para calificar su contenido como de resultado se requiere que la función misma del contrato imponga a una de las partes la misión de salvaguardar la vida y la integridad física del otro (Gamarra: Tratado de Derecho Civil Uruguayo, t. XX, ed. 1989 p. 87-96, Responsabilidad contractual II. El juicio de responsabilidad, p. 397-407).

En el caso es preciso analizar si la protección de la integridad física en la posibilidad de exponerse el espectador contratante a un riesgo derivado de la misma asistencia a un evento multitudinario, es contemplado como satisfacción de un interés primario, o por el contrario, si puede ponderarse la diligencia debida y prestada por la deudora en el contenido obligacional, así como el comportamiento del contratante y de terceros. Y en tal análisis, a criterio de la Sala, es preferible la segunda hipótesis pues en la prestación de servicios se comprometen obligaciones de medios (Sent. de la Sala Nº 266/2004 y Nº 42/2007). Por lo tanto, al actuar la accionada con la diligencia debida en el contenido obligacional, esto es sin culpa o negligencia, se libera de responsabilidad.

En la especie, A.R.U. no probó, tampoco invocó, haber observado la diligencia de un buen padre de familia, en especial vigilancia y poda de árboles del predio, de forma que pudiera prevenirse el accidente del tipo del ocurrido o, en su caso, poder calificarlo como suceso irresistible. No resultó probado el hecho de la víctima invocado, ni tampoco que se tratara del hecho de un tercero (atentado) como sostiene el apelante. La valoración de la prueba y, en especial, de las declaraciones del testigo presencial (fs. 444), conduce a la Sala a la convicción de que el damnificado caminaba, en el momento del accidente, por un lugar que se encontraba habilitado, en uso y sobre el cual no pesaba prohibición de transitar, lo que descarta el hecho de la víctima pretendido. Tribunal de Apelaciones en lo Civil del 4to turno de Montevideo, Uruguay sentencia: 117/2008 R.D. y otro c. Intendencia Municipal de Montevideo y otro - daños y perjuicios • 04/06/2008 : LJU 141, 312 Cita online: UY/JUR/1668/2008

11. Principio de cooperación [arriba] 

A) Presentación del tema

Una de las evoluciones más trascendentes que ha tenido la aplicación del principio de la buena fe estuvo en descubrir dentro de su ámbito aspectos activos que se concretan en el deber de colaboración que tiene el acreedor respecto del deudor para facilitar la relación contractual, sea en su perfeccionamiento como en su ejecución. Al principio, en la etapa de las tratativas la información brindada entre las partes es esencial para determinar la existencia de un consentimiento con conocimiento. Llegado el momento de la ejecución, el acreedor debe colaborar con el deudor pues de lo contrario esta falta de colaboración puede determinar la mora de acreedor.

Betti (Teoría general de las obligaciones, T. I, pág. 71) entiende que la buena fe en los deberes de convivencia se presenta desde un doble punto de vista; uno negativo, previsto en la máxima de Ulpiano: “alterum non laedere” o de no dañar, y otro positivo, imponiendo la activa colaboración con el grupo social a fin de promover su interés. Para el autor “la cooperación es el hilo conductor que sirve para orientar al jurista a través de las cuestiones más importantes del derecho de las obligaciones”. La consecuencia de esto es que las partes deben colaborar para que cada una consiga los propósitos que tuvo en vista al tiempo de celebrar el contrato.

En ciertos países se presenta como el principio de “corretezza” (corrección) y se concreta en el deber de solidaridad o de cooperación que es una derivación del principio general de la buena fe (Bessone, Adempimento e rischio contrattuale, Milán, 1975 pág. 82 y 394; Rodota, Le fonti di integrazione del contratto, Milán, 1989, pág. 52)[42]. Especial importancia tiene este principio en la instancia precontractual, donde puede no estar claro hasta qué punto se debe informar a la contraparte previo al contrato. Sólo se debe informar sobre la representación fiel de la realidad que presupone el contrato, no sobre las intenciones o proyectos o motivación del proceder de la parte. Curioso resulta destacar que este deber de colaborar en ciertos casos se proyecta con el deber de informar y en otros, actuar de buena fe implica no informar. Así, por ejemplo, en la relación médico-paciente, si bien el principio es el del deber de informar, en ciertos casos un proceder de buena fe y la protección de la salud del paciente exigen no informar, al menos en forma directa, al paciente derivando la información a los familiares. Este principio se vio expresamente consagrado en el Art. 1.102 de los Principios Lando al señalarse: «cada una de las partes está obligada respecto de la otra a cooperar para lograr la plena efectividad del contrato».

En nuestra opinión, quien presentó con más claridad este principio fue Betti (ob.cit.) cuando afirmaba que el contrato no es reflejo del interés de una parte opuesto o predominante al de la otra sino que debe primar un espíritu de colaboración para el logro de las respectivas expectativas.

B) Caracteres de la «obligación de cooperar»

a) Presentación del tema

Barcelona (Diritto privato e società moderna, Nápoles, Ed. Giuffre: 1996, pág. 485) destaca que la obligación de cooperación entre conciudadanos marca la peculiaridad de la época presente, siendo un elemento esencial en la sociedad moderna. Antes, importó que todos fuéramos libres e iguales, y que se respetara nuestra individualidad (Revolución francesa). Hoy, somos conscientes de que el hombre es un ser social y que debe satisfacer sus intereses en la necesaria convivencia e interdependencia con sus semejantes. La necesidad de cooperación nace, en realidad, en el momento en que el hombre es pensado como sujeto de derecho. El deudor, respecto del acreedor, no se encuentra en situación de subordinación personal.

b) Cooperación del acreedor

Betti (Teoría general de las obligaciones, ob.cit., Madrid, 1969, pág. 86) sostiene con acierto que la cooperación representa el elemento que destaca la función social trascendente que tiene la obligación. A tal punto ello es así, que el autor antes citado alude a la crisis social como resultado de la crisis en la cooperación debida entre quienes viven en sociedad.

En la relación obligacional, las partes asumen el deber de cooperación para llegar al cumplimiento y la satisfacción de los intereses recíprocos. La cooperación del deudor está de manifiesto en su voluntad de hacer posible el cumplimiento. El acreedor tiene la obligación correlativa de cooperar y facilitar en lo posible para que el acreedor cumpla. Por lo dicho, la cooperación en la relación obligacional asume un contenido y relevancia particulares (Giacobbe, «Mora del creditore»; Enciclopedia del Diritto, vol. XXVI, pág. 955).

Luego de que Bianca (Diritto civile IV: L’Obbligazione, Milán, Ed. Giuffre: 1993, pág. 369) en su magnífica obra concluye con el estudio del «cumplimiento», el siguiente capítulo lo destina al estudio de la «Cooperación del acreedor». Partiendo de la base de que es necesaria la aceptación del acreedor para la liberación del deudor, cierto es que es esta aceptación depende de la consideración que el acreedor haga sobre la forma de cumplir del deudor. La aceptación va precedida de una verificación de lo actuado por el deudor. Puede suceder que el acreedor advierta ciertas irregularidades en el cumplimiento y las asuma o las tolere.

Para Cattaneo (La cooperazione del creditore all’inadempimento, Milán, Ed. Giuffre: 1964) la aceptación es un acto de cooperación del acreedor. La cooperación del acreedor es, en general, la actividad dirigida a hacer posible y no agravar la prestación del deudor.

Esta obligación, como ya lo indicamos en otra ocasión (Ordoqui Castilla, ob.cit., pág. 75), es secundaria, o sea, no integra la esencia de la bilateralidad originaria del contrato (Idem Giacobbe, «Mora del creditore», Enciclopedia del Diritto, vol. XXVI, pág. 460).

En este mismo sentido se pronuncia Bianca (ob.cit., nº 194, pág. 375), destacando que estamos ante una obligación accesoria y secundaria destinada a tutelar el interés del deudor en no sufrir la injerencia del acreedor que pueda extralimitarse en el ejercicio de sus derechos. Si el acreedor puede ser constituido en mora, deberá asumir las consecuencias de su proceder en perjuicio del deudor. Se está en presencia de un daño injusto que el acreedor pudo evitar.

La obligación del acreedor moroso de reparar el daño causado al deudor se presenta como una «excepción» del deudor perjudicado respecto del deber de cumplir que tiene con el acreedor.

Se ha sostenido, además, que ésta es una obligación de hacer que consiste en impedir la prestación del deudor o retardar su liberación (Berdaguer, ob.cit., pág. 34). Pensamos que, según los casos, también puede tratarse de una obligación de dar, cuando, por ejemplo, el cumplimiento de la obligación del deudor depende de cosas o instrumentos que el acreedor debe proveerle. Si el cumplimiento depende de que el acreedor entregue un autoelevador para bajar la mercadería, y ello no se hace, se incumple con una obligación de dar.

C) Derivaciones del deber de cooperación

Como ya viéramos, la buena fe se califica en buena fe pasiva referida al deber de actuar con lealtad, con honestidad, con transparencia y la buena fe activa que impone en el acreedor el deber de cooperar y ser solidario con la realización de los intereses del deudor. Bianca (ob. cit., pág. 529) señala que este deber de cooperación o de salvaguarda tiene distintas proyecciones:

a) Ejecutar prestaciones no previstas en ocasiones para proteger el interés de la otra parte se debe realizar prestaciones no acordes siempre que no afecte el interés del obligado en forma relevante. Ejemplo, si se vende un inmueble y en la escritura se equivoca un número por error corresponde que se permita acceder a la rectificación correspondiente;

b) Cambios en el comportamiento debido. Así cuando el deudor se da cuenta que el acreedor en el pedido de un producto incurre en un error de medida o de cantidad, debe advertirlo y resolverlo de común acuerdo. En ocasiones respetar el alcance de la prestación al pie de la letra, la puede volver inviable, situación que se puede resolver con pequeños ajustes que pueda hacer el deudor que no le signifique en lo más mínimo una forma de sacrificio injusto.

c) Se deben tolerar pequeñas imprecisiones en el no cumplimiento. Si no se ve afectado el interés del acreedor se debe aceptar la prestación aunque tenga algunas alteraciones que no sean graves y que no configuren por tanto incumplimiento. Así, por ejemplo, cuando se entregan vidrios que no están limpios.

d) La parte debe, aun después del perfeccionamiento el contrato, avisar a la contraparte circunstancias que se pasaron a conocer y que pueden ser relevantes para la ejecución del acuerdo.

D) Derecho Trasnacional

PRINCIPIOS UNIDROIT

“ART. 5.3 Una parte debe cooperar con la otra cuando dicha cooperación pueda ser razonablemente esperada para el cumplimiento de la obligación de esta última”

PRINCIPIOS LANDÓ

“ART. 1:202 Las partes tienen el deber de cooperar entre sí para asegurar el pleno cumplimiento del contrato, lo cual incluye el deber de permitir que la otra parte cumpla sus obligaciones y así obtener los frutos de la prestación pactada en el contrato”.

E) Conclusión

Como ya viéramos, la buena fe se proyecta sobre el derecho no sólo estableciendo normas de conducta respecto de lo que se debe hacer sino, y especialmente, aparece imponiendo en ocasiones conductas de colaboración con la contraparte con quien se coexiste en sociedad, por ser propio de quien quiere el bien del otro y en la medida en que ello no afecte de forma relevante sus intereses.

Este deber de colaboración como proyección activa de lo que supone actuar de buena fe se basa, además, en los principio de solidaridad debida entre quienes viven en sociedad.

F) Jurisprudencia

1. En la expresión de Betti (cit. por Rezzónico, p. 524-525), la buena fe exige una lealtad al tratar, como la obligación de expresarse con claridad, que impone hacer patente a la otra parte el verdadero estado de cosas, desengañándola de eventuales errores y absteniéndose de toda forma de reticencia fraudulenta (non disclosure). No se trata sólo de deberes negativos originados en la idea de no dañar, sino de cargas positivas de lealtad, claridad e información –dar a conocer la realidad de las cosas tal como se las conoce según ciencia y conciencia- configurando una buena fe de naturaleza contractual concebida como un efecto prodrómico del acuerdo derivado del contrato social”. Diez Picazo afirma, por su parte (en prólogo al libro de Wieacker, El principio general de la buena fe, p. 19-20), que este principio comporta una serie de limitaciones al ejercicio de los derechos subjetivos. Es inadmisible todo ejercicio de un derecho subjetivo que contravenga en cada caso concreto las consideraciones que dentro de la relación jurídica cada parte está obligada a adoptar respecto de la otra. El ejercicio de un derecho subjetivo es contrario a la buena fe no sólo cuando se le utiliza con una finalidad objetiva o con una función económico-social distinta de aquélla por la cual ha sido atribuido a su titular por el ordenamiento jurídico sino también cuando se ejercita de una manera o en unas circunstancias que lo hacen desleal, según las reglas que la conciencia social impone al tráfico”.

Con acierto, el Tribunal indicó que en este extremo se verificó un claro incumplimiento pues “Se advierte intención de cumplir formalmente con una obligación pero no una real intención de ‘considerar’ a las convertidoras del modo en que se había pactado la obligación...”, la falta de colaboración de la demandada fue la causa de que la pretensora perdió la oportunidad –chance- de participar en los trabajos a realizar. Tal comportamiento, trasgresor del deber de cooperación entre las partes que debe estar presente en la ejecución de las obligaciones recíprocas, obsta al progreso de las prestaciones constitutivas del objeto de la litis. Ello determina que resulte razonable la decisión de la Sala al condenar a Gaseba Uruguay a pagar a la actora en concepto de pérdida de chance el 25% del total de precio abonado a Teyma S.A., -adjudicataria en el referido llamado-, atento a la reputación de empresa accionante (más de 45 años de trayectoria y experiencia en este tipo de actividades) BJNP Suprema Corte de Justicia738/201224/08/2012.

2. No se acogerá, asimismo, el agravio referido a que el Tribunal no consideró el principio de buena fe en la ejecución del contrato. Señaló el impugnante que el promitente comprador “... aprovechó la más mínima diferencia entre las partes, para alegar que su obligación desaparecía automáticamente; en clara contradicción con el debe r de cooperación impuesto por el principio de buena fe” (fs. 433 in fine y 434).

Sostuvo la Corporación en Sentencia No. 204/2002: “Como aplicación concreta del principio general de buena fe, de raíz constitucional (arts. 7, 72 y 332 de la Carta) y fértil y concreta expresión legal en sede de ejecución contractual (art. 1.291 Código Civil), las partes deben cooperar o colaborar en la obtención de la finalidad común que conforme la meta misma del contrato. Como sostiene Juan Carlos Rezzónico (Principios Fundamentales de los Contratos, p. 476-477), es la finalidad común la que indica el mejor camino para cooperar (co-operar) es decir, actuar con concierto en la acción necesaria. Esto se hará armónicamente, de manera que no se desvíe el esfuerzo, con reciprocidad en el intento. Y es la buena fe el principio fundamental que orienta la cooperación. En la situación transitada por los contratantes de autos, surge que la obligación incumplida por el promitente vendedor sólo a él correspondía; véase que surge de la cláusula décimo quinta que: “La parte promitente vendedora se obliga a obtener previamente a la compraventa definitiva...” y no surge que con su conducta el Sr. Ugarte hubiera obstaculizado de alguna forma el cumplimiento de esa obligación por parte de Neldir S.A. BJNP, Suprema Corte de Justicia, sent. 348/2012 de 08/02/2012.

12. Principio «favor contractus» (Conservación) [arriba] 

A) Presentación del tema

En las sociedades organizadas, dentro de los conceptos de propiedad y la autonomía privada, es necesario que la aplicación del Derecho y los institutos por él creados lleven a que se respete lo acordado por las partes. La aplicación del principio a estudio conduce a que el Derecho y el juez deban inclinarse preferentemente por las soluciones que se traduzcan en lograr el cumplimiento normal y efectivo del contrato. En el caso de comportamientos ilícitos y ante la duda de la validez del contrato, las soluciones deben orientarse preferentemente en el sentido de permitir que el contrato desempeñe su función, conduciendo a las partes a su realización, con las correcciones necesarias para eliminar los efectos perjudiciales que pueda haber causado el incumplimiento.

En un mundo como el que vivimos hoy día, caracterizado por la globalización, la facilidad de comunicación gracias a las nuevas tecnologías y, en consecuencia, la creciente utilización del comercio y la contratación electrónica, resulta indispensable que los ordenamientos jurídicos, tanto nacionales como supranacionales, articulen cuantos mecanismos sean precisos para que los contratos celebrados entre partes independientes no devengan ineficaces y/o inválidos, sino, por el contrario, puedan preservar todos sus efectos (o al menos parte de ellos) a efectos de facilitar y mejorar el tráfico jurídico.

Grassetti (Conservazione (Principio di), Giuffre, Milán, 1961, pág 174) identifica a este principio señalando que “todo acto jurídico de significado ambiguo debe, en la duda, entenderse en su máximo significado útil”. Aplicado este criterio al contrato se enuncia así: cuando exista duda acerca de si el contrato en su conjunto (o también algunas de sus cláusulas individuales) deba surtir algún efecto o no producir ninguno, deberá entendérselo en el sentido en que pueda producir algún efecto (y no en sentido distinto, en que no podrá causar efecto alguno). El principio de conservación informa efectivamente todo el ordenamiento jurídico, siendo aplicable a toda declaración, privada o pública, negocial o no, cuya ratio se encuentra en la exigencia de presumir la seriedad del intento de quien emite una declaración de voluntad, mostrando así su carácter de universalidad desde que la necesidad de mantenimiento de los valores jurídicos es una exigencia de todos los tiempos y de todos los lugares.

B) Normativa

“La doctrina –explica Cariota Ferrara (El negocio jurídico, Madrid: Ed. Aguilar, 1956, p. 325)– considera innegable la existencia del principio de la conservación de los actos jurídicos. Aunque en realidad la naturaleza principal del favor negotti es plenamente discutible, puede reconocerse en el ordenamiento jurídico una tendencia más o menos general hacia la efectividad o eficacia de la disposición negocial, salvo que la misma supere en gran medida los límites éticos y de corrección fijados por la estructura legal del contrato Los negocios jurídicos, salvo en las excepciones legales, siempre están llamados a producir efectos; y aún si adolecen de algún defecto que genere ineficacia tienen vocación de saneamiento.

Este principio rige no sólo en la esfera de la interpretación del contrato, donde tiene referencia expresa en el art. 1300 del C.C.; también está implícito y con carácter general en el art. 1291 del C.C., en cuanto esta norma sienta el efecto vinculante de la autonomía de la voluntad, y está, además, presente en las normas que para el caso de incumplimiento otorgan preferencia a la ejecución forzada (arts. 1338 y 1339 del C.C.).

En ocasiones la buena fe viene en auxilio de la autonomía privada y en particular cuando se hace necesario intentar salvar la nulidad del intento contractual de las partes. Se trata de partir del criterio de que si las partes hubieren conocido la causal de nulidad la hubieran enmendado. Los errores u omisiones de la voluntad de las partes se debe tratar de superarlos partiendo de lo que surge de las normas dispositivas que integran el contrato, como las que permiten integrarlo de acuerdo a lo exigido por la buena fe.

C) Concepto

“Todo acto jurídico de significado ambiguo debe, en la duda, entenderse en su máximo significado útil”. Aplicado al contrato se enuncia así: cuando exista duda sobre si el contrato en su conjunto (o también algunas de sus cláusulas individuales) debe surtir algún efecto o no producir ninguno, deberá entendérselo en el sentido en que pueda producir algún efecto.

En nuestro derecho Jorge Gamarra (Tratado de Derecho Civil Uruguayo, T. XVIII, FCU, Montevideo, 1999, p. 243) entiende que aunque la expresión resulte inadecuada, desde el momento en que el contrato ha sido otorgado seriamente, no puede sino concluirse que tiene por fin producir efectos. No es razonable pensar que las partes hayan declarado una voluntad que en definitiva llevará a la frustración del negocio jurídico.

Rodríguez Russo (“El principio de conservación del contrato como canon hermenéutico”; Revista de la Facultad de Derecho, Nº 31, Montevideo, julio-diciembre 2011) sostiene que el principio a estudio fue recogido por el artículo 1300 del Código Civil en oportunidad de establecer las reglas para la interpretación de los contratos: “El legislador no deja al intérprete en la soledad de la duda”, sino que proporciona los criterios para la decisión. Pero se cuestiona que se trate de verdadera interpretación, pues se verifica más bien la “introducción de un significado hipotético en base a esquemas preestablecidos”.

Respecto a su fundamento, se debe considerar que el Derecho asume y da por sentado que los contratantes han querido declarar su voluntad con la idea de lograr un efecto práctico y un efecto jurídico, dado que nadie se obliga porque sí, sin una razón que lo justifique. Se trata de una regla dictada por la razón, porque en un acto serio como es el contrato, no es dable presumir que se haya querido insertar algo inútil.

En otra ocasión (Ordoqui Castilla, “Interpretación del contrato en el régimen uruguayo”; Contratación Contemporánea, Perú, 2001 pág. 347) destacábamos que la labor de interpretación se ordena sobre la base de principios generales básicos como ser el de la buena fe; el principio de la conservación del contrato entre otros. En toda interpretación se parte de que existió buena fe y se conformó una voluntad sana, positiva, razonable y que se buscó actuar con seriedad y justicia.

Con acierto Grassetti (voce “Conservazione”; Enciclopedia del Diritto, t. IX, pág. 172) considera que el principio de conservación es importante no sólo en el contrato sino en todo el orden jurídico pues parte de la presunción de seriedad de todo el que emite una declaración. La aplicación del principio de la conservación que tiende a preservar el acuerdo de partes puede llevar, en ciertos casos, a la integración del contrato. Para conservar no es posible cambiar pues se estaría en este caso en un proceso de conversión y no de conservación.

La conservación no justifica ninguna alteración de lo previsto por las partes sino que en el caso de que no esté clara esta previsión, o que exista más de una interpretación de la que pueda derivar la inexistencia o el mantenimiento del contrato, el camino a seguir es éste último, valiéndose para ello de la vigencia de este principio respaldado en la buena fe y la equidad. Si la ambigüedad lleva a dos interpretaciones, una las cuales determina la nulidad y otra la validez, se debe optar por esta última (artículo 1300 inc. 1º del C.C.). Pero si las dos interpretaciones, siendo diferentes, no cuestionan la validez o eficacia del contrato, debe priorizarse el sentido que más convenga a la naturaleza y equidad (art. 1300 inciso 2º del C.C.).

La conservación del contrato en estos casos se logra recurriendo a la solución más acorde a la naturaleza del contrato, o sea, al fin económico y social (la causa). Si bien el artículo 1300 del C.C. alude a la conservación de las cláusulas contractuales, ello lleva implícito también similar criterio para la conservación del contrato en su totalidad.

D) De la conservación a la conversión del contrato

La conversión del contrato que se estudia en los casos de nulidad absoluta refiere al medio técnico jurídico por virtud del cual un contrato nulo, que contiene los requisitos sustanciales y de forma de otro contrato, puede salvarse de la nulidad quedando transformado en aquel contrato o negocio cuyos requisitos contiene. Se está ante un medio de recuperar el contrato nulo, que salva sus efectos transformándolo en efectos diversos. En nuestro derecho carece de regulación expresa. Existe sí un caso de verdadera conversión sustancial contemplado en el Código Civil que es el previsto por el artículo 1130 en sede del negocio declarativo partición, cuando se omite la aprobación judicial.

Con frecuencia la doctrina señala que la propia razón de ser del instituto de la conversión se encuentra ligada a la idea de conservación del contrato, pues a través del mismo se logran efectos de menor intensidad que el pretendido por las partes con el negocio jurídico inválido, pero que en definitiva conducirían a la obtención de un resultado final similar al buscado.

Gamarra (Tratado de Derecho Civil Uruguayo, T. XVI, p. 104) destaca que esta actitud que trata de salvaguardar el interés de las partes contratantes, y hace posible la producción del efecto jurídico, se inspira en el principio general de la conservación del negocio jurídico, al que se vinculan varias disposiciones, la más notoria de las cuales es el artículo 1300 del Código Civil. Y como ejemplos concretos del principio de conservación del contrato cita la nulidad parcial y la conversión del negocio nulo.

Russo (Ob.cit., pág. 269) entiende que no es procedente fundarse en el principio de conservación del contrato para admitir la conversión del negocio jurídico nulo, pues son dos institutos sustancialmente diversos, con presupuestos también disímiles. Mientras en la interpretación objetiva es dudosa la voluntad real y concreta, y por ello se procede a la búsqueda de una voluntad abstracta, hipotética u objetiva, en la conversión la voluntad real se ha determinado claramente mediante interpretación, y sólo ocurre que el negocio, precisamente con ese contenido así determinado y seguro, es nulo.

No es posible fundar la conversión en el principio de conservación del contrato, pues en éste hay dos resultados interpretativos, uno que conduce a la validez, y otro antitético, que conduce a la nulidad. En cambio, en la conversión del negocio nulo, el mismo recibe una sola e invariable respuesta: la nulidad[43].

A la conversión es posible llegar por una nueva calificación del negocio y por la aplicación del principio general de la buena fe.

E) El principio de la conservación en el derecho del consumo[44]

La normativa vigente actualmente en materia de derecho del consumo en nuestro país, que parte de la ley 17.250, cuenta con una norma en la que se ve reflejado el principio a estudio. Nos estamos refiriendo al art 13 donde se prevé: “Toda información referente a una relación de consumo deberá expresarse en idioma español, sin perjuicio que además puedan usarse otros idiomas. Cuando en la oferta se dieran dos o más informaciones contradictorias, prevalecerá la más favorable al consumidor”.

Para Russo (Ob.cit., pág. 272) de esta norma se infiere la vigencia de un principio general de que en caso de duda la interpretación debe hacerse a favor del consumidor.

Enfrentamos aquí un delicado problema del momento que en aplicación de los principios generales (art 1304 del CC) los contratos por adhesión se deben interpretar en contra del que los redactó y, por otra parte, tratándose de una relación de consumo, podría pensarse que rige el principio de que en caso de duda se debe interpretar en favor del consumidor (Tesis de Russo, Ob.cit.). Ocurre que interpretar a favor del consumidor en ocasiones puede llevar a que se deba priorizar la nulidad sobre la validez.

Según se aplique uno u otro criterio, los resultados pueden ser sustancialmente diferentes. Para el autor citado la operatividad de la regla contra proferentem deberá estar orientada a favorecer al consumidor, ora a través de la interpretación contra el predisponente, ora mediante aquella aparentemente menos favorable, pero que en definitiva lo beneficia, al conducir a la calificación de abusividad de la cláusula.

No es posible acompañar la tesis de Russo pues en nuestro derecho no rige el principio de que en caso de duda se debe interpretar el contrato en favor del consumidor, por la simple razón de que la cláusula que preveía este aspecto fue dejada de lado a la hora de la aprobación del texto, desestimando el criterio expresamente. En consecuencia, el criterio rector sigue siendo el de que en caso de duda se interpreta el contrato en contra del que lo redactó (art. 1304 C.C.) y la interpretación a favor del consumidor opera solo cuando la norma lo dice, o sea, cuando en la oferta existan informaciones contradictorias.

F) Derecho Trasnacional

Este principio cuenta con regulación expresa en el ambito de los PRINCIPIOS LANDÓ Artículo 5:106: al señalar: “Interpretación útil. Toda interpretación favorable a la licitud o a la eficacia de los términos del contrato tendrá preferencia frente a las interpretaciones que se las nieguen”.

Aparece también en el MARCO COMÚN DE REFERENCIA II. 8:106: “Principio de interpretación que conceda eficacia a la cláusula. Toda interpretación favorable a la licitud o la eficacia de las cláusulas del contrato será preferida frente a las interpretaciones que la nieguen”.

G) Jurisprudencia

a) Publicada

La jurisprudencia nacional, en diferentes circunstancias ha aplicado este principio, por cierto muy importante en lo que hace referencia a la dinámica del contrato. Maestro sostuvo: “los jueces tienen el deber de velar por el mantenimiento de la vinculación contractual, siempre que ello sea posible, y en el bien entendido de que la ejecución no altera fundamentalmente la ecuación del contrato”.

La jurisprudencia ha sido clara al sostener que cuando de la duda de interpretación pueda deducirse en la eventualidad la extinción o nulidad del contrato, debe optarse por su conservación.

Se entendió que es fundamental que surja claramente de lo estipulado la existencia de un incumplimiento, presupuesto de la resolución, pues en caso de duda en cuanto a lo convenido, deberá optarse, en razón de la conservación del negocio, por la negación de la cláusula donde se dice haber pactado la resolución (Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 4to. Turno, sentencia Nº 227 de 6 de octubre de 1993, Anales de Jurisprudencia Uruguaya, t. I, vol. I, Nº 26, pág. 97).

En varios fallos se analizó en la práctica la vigencia el principio de la conservación del contrato. A modo de ejemplo podemos consultar L.J.U., t. 125 caso 14.362 y t. 130 caso 14.927.

b) La Ley Online

(Plazo de gracia y la conservación del contrato).- Gamarra sostiene que la promoción de la demanda resolutoria (art. 1431 del CC) sella la definitividad del incumplimiento, y es a partir de la presentación de la demanda, que el deudor pierde la facultad de realizar la prestación si no cuenta con la conformidad del acreedor (op. cit. pág. 65). En principio, a pesar de la mora el cumplimiento tardío sigue siendo posible hasta la demanda de resolución (op. cit. p. 119).

III.b- Pero, las circunstancias del caso (art. 1431 inc. 3º del CC) habilitan a que el oficio ejercite su potestad discrecional de homologar el cumplimiento tardío del deudor (constructor enajenante). Como señala Gamarra (TDCU t. XVII p. 133): “...si el acreedor cumplió tardíamente, el juez puede admitir ese cum­plimiento usando de la potestad que le confiere el inc. 3º del art. 1431. Pero (...) no se trata aquí de un derecho del deudor al cumplimiento tardío (esto es, luego de la demanda de resolución), sino del otorgamiento de un plazo de gracia. Conclusión a la que arriban por las siguientes razones:

a) el contrato ha desple­gado prácticamente todos sus efectos; sólo resta la escrituración definitiva (se puede otorgar en cualquier momento); el actor pagó íntegramente el precio y usa y goza en plenitud del inmueble. Aquí juega el principio de conservación del contrato que ya ha cumplido su función económica.

b) el incumplimiento pier­de gravedad cuando la prestación pendiente resulta objetivamente útil a los efectos de la realización cabal del programa contractual y el actor, correlativamente, no ha alegado ni probado perjuicios relevantes que le hubiere irrogado la dilación temporal en el otorgamiento de la escritura definitiva de compraventa. Distinta sería la situación si se hubiera esgrimido como fundamento de la pretensión resolutoria, el daño patrimonial emergente de la indisponibilidad del bien o la carencia de su titularidad dominial plena, que hubiere frustrado vr. gr. un negocio inmobiliario ofrecido al actor.

Es el supuesto previsto por Gamarra como habilitante para la concesión del plazo de gracia (op. cit. p. 131), al re­ferir al atraso, que no reviste mayor entidad comparado con la integridad de la relación obligacional en su conjunto.

c) la tolerancia del deu­dor en punto a la situación de incumplimiento temporal de marras: la intimación fue practicada recién en abril de 2002 y la habilitación fue concedida en febrero de 2003. No se trata de calificar de negligente su comportamiento en sede de ejecución contractual, sino de relevar, ante su extensa inactividad o inercia, que el retardo no le causaba perjuicio relevante.

d) al intimar el otorga­miento de la escritura, el actor alegó la causación de un importante perjuicio: “...siendo que luego de una excesiva espera, aún no obtiene la regularización del inmueble que se prometió comprar y abonó en su totalidad” (fs. 9).

En la demanda se efectuó una escueta alusión al perjuicio causado: “...al promitente comprador que no concreta su derecho de propiedad, manteniéndose el carácter irregular de una construcción...” (fs. 18v.).

Pero pese al cumplimiento tardío de la obligación de la habilitación municipal, echa de verse que el actor hizo uso y goce del departamento en su plenitud (desde el año 1996), con excepción de la posibilidad de acceder, a la titularidad dominial plena que en “las circunstancias del caso” no parece alcanzar una dimensión económica relevante. Suprema Corte de Justicia del Uruguay LJU Tomo 136, c/ 15462 01/01/2007, Cita online: UY/JUR/276/2006.

c) BJNP

1. Ello implica que -como se dijera- si en la recurrida se entiende que de la cláusula segunda surge una obligación de liberar a Ansuas de las garantías constituidas, es claro que tal obligación alcanza a todos los otorgantes. De modo que asiste razón al recurrente en cuanto a que la sentencia de segunda instancia violó el principio de conservación del contrato, contenido en el art. 1.300 del C.C., al preferir entre dos interpretaciones posibles aquélla que excluye como obligada en los términos de la cláusula segunda a una de las partes en el negocio, esto es que tiene por irrelevante o superfluo un texto del contrato. Tal como enseña Gamarra (Tratado de Derecho Civil Uruguayo, Tomo XVIII, pág. 235) |desde el momento en que el contrato fue pactado seriamente no puede sino concluirse que tiene por finalidad producir efectos. A lo largo de todo el convenio de fs. 6 la referencia obligacional es genéricamente a las partes sin que ningún elemento que surja del mismo haga suponer que se exonera a algún integrante de la parte representada por Kilian. Más aun, en la cláusula tercera la referencia es a las empresas que (Kilian) representa en este acto. Y sin duda ha de entenderse que las representa en el acto en su totalidad (salvo indicación expresa en contrario) o sea en todas las cláusulas del negocio. BJNP Suprema Corte de Justicia 275/2001 109/11/2001

2. Ante tales estipulaciones y considerando la duración del contrato y que el valor de la divisa norteamericana se ha mantenido sin mayores aumentos a lo largo del tiempo, la parte actora ha reclamado a la demandada el pago de los daños y perjuicios ocasionados por la negativa que imputa a dicha parte de no renegociar los términos del contrato de modo de establecer un nuevo precio de arriendo. El punto se relaciona pues directamente con la previsión contenida en el inciso segundo del art. 1291 del C.C. a cuyo respecto le asiste razón al apelante en cuanto a que Gamarra, en su Tomo XXVI del Tratado de Derecho Civil, ha reconocido la obligación de renegociar a fin de readecuar el contrato en base a la buena fé implícita en el contrato.

Como lo señalara el Profesor citado: “el principio de conservación del contrato (que acaba de aceptarse) no autoriza a que una parte (la perjudicada) pueda imponer a la otra tratativas (renegociación) con vistas a la adecuación del contrato, sin una norma legal que sustente su pretensión. A mi juicio el fundamento de derecho positivo se encuentra en la regla de conducirse de acuerdo a buena fé, consagrada en el art. 1291 precisamente para la etapa en la que puede acontecer “el riesgo contractual”, la buena fé in executivis... “ (Tratado de Derecho Civil, Tomo XXVI ed. 2009, pág. 243), lo que no significa, de modo alguno la revisión judicial del contrato, hipótesis ésta no admitida por el autor citado (cf. ob. cit. pág. 245-246) sino el eventual reclamo de los daños y perjuicios, en hipótesis coincidente con la pretensión deducida en autos (cf. ob. cit. Pág. 245). Ahora bien, aún cuando se aceptara tal postura, ha de observarse que la misma no puede resultar de aplicación en toda hipótesis de modificación de alguna de las condiciones consideradas por las partes a la hora de celebrar el contrato sino que, ello operará en casos extremos. Al decir del autor citado: “si el derecho a renegociar se basa en la necesidad de regular la incidencia de las circunstancias modificativas supervinientes sobre la economía del contrato, deben configurarse todos sus caracteres, antes puntualizados. En consecuencia, aunque se diga que el contrato ya no es más fijo y determinado, sino fluido y cambiante, la afirmación está acotada, porque el remedio conservativo va a operar excepcionalmente, en casos limítrofes y anormales; el carácter absolutamente extraordinario de la perturbación es imprescindible para evitar la litigiosidad” (ob. cit. pág. 244). BJNP Tribunal Apelaciones Civil 4ºTº 241/2012 28/09/2012

3. VI) Pero aún si se participara de la posición actora – en hipótesis de trabajo – igualmente la acción intentada no podría prosperar. Ello en tanto el elemento que se reclama para que proceda resolver un contrato es la trascendencia o materialidad del incumplimiento por cuanto supone el remedio más drástico que pueda otorgarse frente al supuesto incumplimiento al producir la aniquilación total de la relación jurídica obligacional creada por el contrato (Gamarra, Tratado Tomo XVII pag. 155). Por consiguiente, aún cuando en puridad el incumplimiento nunca es totalmente intrascendente en tanto implica una violación del comportamiento debido, cabe distinguir según su gravedad para determinar su capacidad para provocar la resolución del contrato o bien faculta a utilizar otros remedios – no ensayados en autos - todo conforme al principio de conservación del contrato (arts. 1816. 2191, 1799 del Código Civil a modo de ejemplo).

En términos generales se admite que el incumplimiento debe calificarse “de entidad “cuando emerja un grave perjuicio para el interesado o le plantee una situación que, de haberla previsto, lo hubiera inducido a no contratar. Claramente esto no se configura en autos, donde el actor al promover la acción lo que invoca es que, de saber que existía esta parte ocupada, no hubiera pagado el mismo precio. En autos la superficie comprometida por la ocupación abarca una pequeña parte del total como lo admiten las partes a s. 135, 136, 182, aproximadamente 86 Has. (fs. 131) en 4.084 Has (fs. 176 vto.) lo que significa un 2% lo que razonablemente permite concluir que el incumplimiento no ha afectado en modo principal la prestación del deudor (prueba evidente es que se estuvo en posesión del predio durante tres años sin objeción cuando la instalación del pueblo es de larga data y está a la vista) lo que veda el progreso de la específica acción promovida, pudiendo en todo caso obtenerse el ajuste de la situación por otras vías –como antes se expresara no intentadas en obrados – sin necesidad de aniquilar el contrato aún con el parcial alcance dado a la resolución del negocio. BJNP Tribunal Apelaciones Civil 7ºTº166/2012 03/09/2012.

13. Principio de la congruencia o ponderación de la realidad [arriba] 

A) Presentación del tema.

Ha sido en el ámbito del derecho contractual donde la vigencia de la buena fe proyectó la necesidad de no apartarse de la realidad y perderse en las formas cuando éstas son utilizadas para tratar de mostrar algo que realmente no es.

En un excelente artículo, D’Angelo («Contratto e Opperazione Economica» en Alpa Bessone, I contratti in generale, Torino, 1998, pág. 257 y ss), destaca que las técnicas de resolución de conflicto fundadas en una concepción objetiva de la causa terminaron por hacer abstracción del negocio como realidad particular causándose con ello desorientación en el conocimiento de la realidad.

Con buen criterio Rodota (Le fonti di integrazione del contratto; Milán, 1969, pág. 104) ya nos decía que el vínculo obligacional contractual se respalda en fuentes legales y convencionales y que dentro de ello la buena fe cumple una función integrativa indiscutible. Es precisamente la relevancia de esta buena fe la que nos lleva a sostener que no puede considerarse el contrato aislado de la operación económica a la que responde.

Todo contrato responde a cierta operación económica y a un determinado equilibrio programado por la autonomía privada. El deber de lealtad que se proyecta a través de la vigencia plena del principio de la buena fe lleva a que se respeten y consideren las realidades y operaciones económicas que subyacen en la relación obligacional[45]. Lo acordado por las partes y las normas referidas a ese acuerdo son la forma en que se sustenta una determinada operación económica que es su propia sustancia o naturaleza.

La norma reconoce como fuente del contrato la consideración de su naturaleza en distintas disposiciones. Así, podemos contemplar el artículo 1291 inc. 2º y el art. 1300 inc. 2º del C.C. que se remiten a la consideración de la «naturaleza de las cosas» en el ámbito contractual. Esta referencia normativa implica considerar la operación económica que subyace en el contrato. Los dictados de lo que en cada caso supone actuar de buena fe, parte de considerar el orden económico a que responde el contrato. Proceder de buena fe en la contratación implica adoptar criterios de negociación equilibrados económicamente, coherentes con estructura de intereses propia de la operación económica a que responde el contrato. Integrar el contrato en parámetros de buena fe exige considerar la naturaleza del mismo, su ecuación económica y el equilibrio económico negocial del que partieron las partes.

B) Concepto

D’Angelo (“Contratto e operazione economica”; I contratti in generale, Alpa-Bessone, Torino, 1998, pág. 257 y ss.), con un fino sentido jurídico, señala que debe priorizarse un criterio o principio de congruencia en los casos de conflicto de intereses entre las partes, adoptándose soluciones congruentes con la operación económica, es decir, con respecto al orden jurídico y económico de la relación tal cual ésta fluye de los pactos contractuales.

Para interpretar (o integrar) se debe reconstruir partiendo de la cláusula y la naturaleza del contrato (operación económica) tendiendo a reconstruir el equilibrio económico del contrato, la estructura de la operación, el plano negocial, que aún sin ser exhaustivo traza el orden global de repartición de cargas, riesgos y responsabilidades. Hay una relación de continuidad y de complementariedad entre la interpretación del contrato y la reconstrucción de normas no referidas en las cláusulas pero que se deducen de la operación económica. Así como se propone la consideración del contenido y efecto para indicar la relación de lo acordado con la norma que llevó a dar relevancia a lo que se interpreta, integra y califica, la doctrina más reciente integra la consideración de la operación económica cuando se pretende reconstruir el contrato considerando la distribución de riesgos y determinación del equilibrio contractual.

Cuando estudiamos como derivado de la buena fe el «principio de la congruencia”, vimos que acorde a este principio debe existir coherencia entre las prestaciones en su significado económico. El contrato entendido como una operación económica forma una unidad jurídica y económica. No tiene sentido analizar sólo lo jurídico sin lo económico o a la inversa. Cuando se recurre a la buena fe en su función integrativa se destaca que en esta función debe orientarse a preservar el equilibrio económico negocial (Galgano, Diritto privato, Padua, 1981 pág. 321; Visintini, Inadempimento e mora del creditore, Milán 1987 pág. 231; Rodota, Le fonti di integrazione del contratto, pág. 175).

C) Relevancia de la operación económica en la interpretación del contrato[46]

Cuando es necesario superar situaciones de ambigüedad no resueltas con claridad por el acuerdo de partes no sólo hay que considerar las pautas normativas de interpretación previstas en el Código Civil (Art. 1297 y ss. del C.C.) Los contratos no están separados de la operación económica a la que responden. El contrato no es el “ropaje” o la mera forma jurídica de la operación económica sino el esqueleto de la misma estructura. Así, el contrato es una realidad unitaria conformada por aspectos jurídicos, económicos y valorativos (enfoque tridimensional del contrato). No es posible conocer realmente el contrato si se desconoce su estructura económica y sus fines reales pues se trata de elementos que se complementan e integran mutuamente.

La necesidad de considerar la operación económica que subyace al contrato y forma parte de su misma estructura, no es una construcción meramente dogmática sin respaldo normativo sino que, por el contrario, algunas normas del Código Civil aluden a su necesaria ponderación. En este sentido no podemos ignorar que en el Art. 1291 inc. 2º del C.C. se señala que “Todos deben ejecutarse de buena fe y por consiguiente obligan no solo a lo que en ellos se expresa sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad, al uso o a la ley”. También en el Art. 1300 del C.C., al regular la interpretación del contrato, se establece «…debe tomarse en el sentido que más convenga a la naturaleza del contrato y a las reglas de la equidad». La remisión a la consideración de la naturaleza del contrato a la hora de su interpretación o integración supone “llevar un cable a tierra” para no apartarse de la realidad, o sea, de la operación económica a que responde el contrato.

En otro orden, en la relación e interacción necesaria entre la operación económica y el contrato rige el “principio de la congruencia” que como viéramos lleva a exigir una necesaria correspondencia entre los aspectos que integran esta misma realidad (económicos y jurídicos).

D) Aplicaciones prácticas del principio de la realidad

Tendiendo a la preservación de la realidad y evitando que se usen formas para disuadir o evitar responsabilidades o programar diferentes formas de fraude, la doctrina orientada en el respeto de la realidad realizó propuestas como la denominada “Teoría de los contratos conexos” y la “Teoría del abuso de la persona jurídica”.

a) Contratos Conexos[47]: En ocasiones el interrelacionamiento entre empresas se hace en forma operativa dependiente, pudiéndose actuar en forma organizacional con fines comunes. Así, por ejemplo, en los casos de concesionarias o distribuidores, en que actúan unas sociedades bajo el control de otras. Pues bien, en esta operativa es posible que empresas que se presentan como independientes en realidad no lo sean pues sus contratos en realidad son conexos.

Esta calificación, desde el punto de vista jurídico lleva, entre otros aspectos, a justificar la acción directa entre los participes de esta realidad contractual. Se dejan de lado las formas y se va a la realidad operacional que subyace a ella, reconociendo la conexidad de los negocios y sus consecuencias, pues se prioriza la realidad.

b) Abuso de la personería jurídica: La persona jurídica es legitimada para instrumentar los fines con los que se solicita para su operativa en el mundo jurídico. Puede suceder que se pretenda usarla con otros fines. Se usa una persona jurídica para evadir la aplicación de normas, defraudar al fisco, a los acreedores… pues bien se sabe que la responsabilidad de las sociedades es limitada al patrimonio que la integra (o que se quiere hacer aparecer).

En estos casos es posible recurrir a la vigencia del principio de la realidad “levantando el velo de la persona jurídica” y ver qué es lo que está detrás para que asuma las consecuencias que se quisieron evadir, priorizando la realidad sobre las formas. Cuando se ejercita un derecho para esconder la realidad, no se actúa de buena fe.

14. Principio de la mitigación del daño [arriba] 

A) Presentación del tema

Junto al principio de no dañar injustamente a otro, está con respecto a la víctima el principio de que se debe mitigar o atenuar en lo posible los efectos del daño después que éste fue causado. Con ello se previenen daños futuros y se trata de una conducta exigible por ser propia de un proceder de buena fe.

Se busca evitar nuevos daños o la continuación de los daños existentes, que es posible evitar actuando con la diligencia debida y acorde a los dictados de la buena fe. Este deber de mitigar el daño opera tanto en el ámbito contractual como extracontractual.

Benítez Caorsi (“Obligación de minimizar el daño”; Revista La Ley, n. 8 pág. 1), sostiene que la obligación de evitar o mitigar el daño se funda en nociones amplias como la de buena fe.

El daño que pudiendo ser evitado, no lo fue, se puede llegar a considerar como causado y formar parte de la causalidad compartida. Ante la existencia de un daño la víctima no puede asumir una actitud pasiva que se torne en un aumento de este daño sino que debe mitigarlo en lo posible.

Lo que se puede exigir a la víctima son conductas racionales o razonables para evitar el aumento del daño. No se le puede exigir poner en riesgo su vida o realizar gastos que estén fuera de su alcance o que no sean lógicamente razonables con lo que implica evitar ese perjuicio.

La buena fe, como ya se dijera, entraña un deber de cooperación y solidaridad con que deben actuar entre sí las partes. El deber de mitigar el daño, como proyección del deber contractual de buena fe, es en realidad una carga o un deber libre en cuanto no es coercible, pero es de necesario cumplimiento para respetar el interés del sujeto en cuestión. Aquí se beneficia el que causó el daño pero sin perjudicar a la víctima. Esa consideración de los intereses ajenos, más aun, de los intereses del responsable, no puede considerarse sino una conducta debida por el necesario proceder de buena fe.

B) Concepto

Pietro Rescigno (Tratatto di diritto privato. Obbligazioni e contratti, t. I, Torino, 1999, pág. 114) entiende que en el derecho italiano se consagró la obligación del acreedor de reducir las posibilidades del daño como una obligación derivada de la buena fe (art. 1227 y 1175 el C.C. italiano de 1942).

Diez Picazo (Derecho de daños, Madrid, 1999, pág. 322) afirma que tanto en el ámbito contractual como extracontractual el perjudicado tiene en todo caso el deber de mitigar el daño. Esta regla encuentra su fundamento en el principio de la buena fe. Es evidentemente contrario a la buena fe el aprovechar un accidente culposo para agravar la situación del causante del daño. Este deber pesa sobre el afectado desde que es previsible la producción misma del daño y subsiste tras la producción de éste respecto de sus consecuencias o secuelas.[48]

La mitigación del daño analizada en la primera parte de este trabajo procura involucrar al acreedor en la misión preventiva y procura provocar en él una gestión razonable de los remedios ante el incumplimiento. En el contrato de seguros esa mitigación se ha materializado en exigirle al asegurado (acreedor de la indemnización en el caso de seguros de daños) que adopte medidas mitigatorias del daño. Nada dice la ley de seguros, ni así los sistemas de derecho comparado, de exigir dicha mitigación al asegurador, pero elementales criterios de administración de los costes del daño, y de su mitigación, imponían la solución que se examina.

Alvaro Vidal Olivares (“La carga de mitigar las pérdidas del acreedor y su incidencia en el sistema de remedios por incumplimiento”, Cita Online: D3441/2009, Revista Crítica de Derecho Privado, 6) sostuvo que:

a) En una construcción de un sistema de remedios por el incumplimiento que sea funcional al interés del acreedor, la opción entre uno u otro debe pertenecerle exclusivamente.

b) En el ejercicio de esta opción el acreedor debe comportarse conforme las exigencias de la buena fe objetiva, esperándose de él una razonable gestión de los efectos del incumplimiento.

c) Esta razonable gestión de los efectos del incumplimiento es la que explica los límites a que la doctrina y la jurisprudencia ha sometido el ejercicio de la facultad resolutoria y la excepción de contrato no cumplido.

d) Por lo mismo, el acreedor frente al incumplimiento no puede mantenerse en un estado de pasividad, permitiendo que los daños, aun cuando previsibles, aumenten, si es que puede esperarse de él que los evite, adoptando medidas y precauciones razonables atendidas las circunstancias.

e) Sobre el acreedor pesa una carga o deber de mitigar o minimizar los daños derivados del incumplimiento cuya fuente inmediata es el principio de la buena fe objetiva del artículo 1546 C.C. (1291 del CC). Si no observa dicha carga las pérdidas razonablemente evitables se excluirán de la indemnización porque no son una consecuencia inmediata del incumplimiento, sino de la omisión del propio acreedor. Lo que explica la exclusión es el criterio de la causalidad propio de la responsabilidad civil.

f) Esta carga o deber de mitigar las pérdidas cumple una función inmediata sobre la indemnización de daños, reduciéndola o autorizando la inclusión de los gastos de las medidas mitigadoras; y, al mismo tiempo, una función mediata que incide en la funcionalidad del sistema de remedios del que se habla, confiriendo una protección equilibrada tanto a los intereses del acreedor afectado por el incumplimiento, como a los del deudor incumplidor.

Afirmamos en otra oportunidad (Ordoqui Castilla, Derecho de Daños, T. I, La Ley, Montevideo, 2012, p.110.) que cuando lo que importa es no dañar a otro, prevenir el daño se impone. Por aquello de que ‘más vale prevenir que lamentar’, también en este ámbito ‘más vale prevenir que dañar’. Así, el derecho de daños no actúa sólo después de daño sino antes, tratando de evitar que ocurra, máxime cuando están en juego valores esenciales de la persona humana, como la integridad, el honor, donde, como es claro, no siempre el dinero indemnizatorio elimina el daño causado

La función preventiva de la responsabilidad civil involucra dos diversas facetas que cargan sobre las espaldas de dañadores y dañados dos diferentes deberes jurídicos que no deben descuidarse: a) la evitación del daño; b) la reducción de sus consecuencias. Toda persona, sea sujeto activo o pasivo del daño, carga sobre sí con estos dos deberes jurídicos, lo cual resulta muy consecuente, pues el uno sin el otro, a la postre, podría resultar incompleto. Como lo señaláramos en otra ocasión (Ordoqui.Castilla, “Las funciones del derecho de daños de cara al siglo XXI”; Realidades y tendencias del derecho en el siglo XXI, Universidad Javeriana y Editorial Temis, T. IV, Bogotá, 2010, p. 7) la prevención hoy pasa a ocupar el centro, tratando de inducir a quienes pueden dañar a adoptar todas las medidas de seguridad para evitar conductas dañosas.

El deber de mitigar, minimizar, reducir o atenuar el daño, entre otras denominaciones más, por el contrario, se sitúa en otro entorno y momento: el post-daño, o sea, después de que se asome en la realidad factual y jurídica (ex post), con un objetivo diferente: el propender a que sus efectos no se propaguen, no se extiendan o ensanchen.

Ya no es entonces posible seguir refugiados en el daño-secuela, entendido como un posterius, sino contemplar su real etiología potencial, e intervenir en su posible evitación, por cuanto el Derecho no puede conformarse con las respuestas correctivas, únicamente, tanto más si la corrección, no siempre esviable y conveniente, pues el metálico -y sus sucedáneos- no son la solución óptima a todos los males.

C) Derecho Comparado

Se debe tener presente que en el art. 1479 del Código Civil de Quebec de 1994 se establece que si el daño se debe en parte a algunas circunstancias atribuibles a la víctima, la obligación de reparar se disminuirá o cesará en la medida de lo razonable. En términos generales la obligación genérica de mitigar el daño por parte del que lo padece aparece también referida en los art. 254-2 del BGB alemán y en el art. 44 del Código Civil Suizo de las obligaciones.

El artículo 1227 del Código Civil Italiano prevé que: “El resarcimiento no se debe por los daños que el acreedor habría podido evitar, usando la diligencia ordinaria”.

El artículo 6:101 del moderno Código Civil holandés, preceptúa que “Si el daño se debe a alguna circunstancia atribuible a la víctima, la obligación de repararlo se disminuirá o cesará, en la medida de lo razonable”.

En el Código Civil y Comercial Argentino de 2014, en el art. 1710 se dispone: “Deber de prevención del daño. Toda persona tiene el deber, en cuanto de ella dependa, de: a) evitar causar un daño no justificado; b) adoptar, de buena fe y conforme a las circunstancias, las medidas razonables para evitar que se produzca un daño, o disminuir su magnitud; si tales medidas evitan o disminuyen la magnitud de un daño del cual un tercero sería responsable; tiene derecho a que éste le reembolse el valor de los gastos en que incurrió, conforme a las reglas del enriquecimiento sin causa, c) no agravar el daño, si ya se produjo.

D) Código de Comercio

En nuestro derecho, una aplicación clara de este principio la tenemos en nuestro Código de Comercio cuando al regular el contrato de seguros, en el art. 668, dispone: “Salvas las disposiciones especiales para determinados seguros, el asegurado tiene que poner de su parte toda la diligencia posible para precaver o disminuir los daños y está obligado a participarlos al asegurador, tan luego como hayan sucedido, todos so pena de daños y perjuicios si hubiere lugar.

Los gastos hechos por el asegurado para precaver o disminuir los daños son de cargo del asegurador aunque excedan con el daño sobrevenido el importe de la suma asegurada o hayan sido inútiles las medidas tomadas”.

Queda muy claro que en caso de siniestro el asegurado tiene el deber de mitigar el daño y evitar que éste continúe o aumente, asumiéndose la obligación de comunicarlos al asegurador.

En este caso se establece: “so pena de daños y perjuicios”, lo que quiere decir que el incumplimiento de esta obligación no solamente llevará a que no se le resarzan los daños que se aumentaron injustamente sino que deberá reparar los daños que esa actitud haya supuesto en el caso concreto.

E) Fundamento

El fundamento inmediato de la carga o deber de mitigar se halla en el principio de la buena fe objetiva y el efecto que produce su omisión se funda a su vez en la causalidad. Por consiguiente, actúan dos fundamentos diversos, pero íntimamente relacionados, la buena fe objetiva que impone el deber al acreedor; y la causalidad que explica el efecto de la inobservancia de tal deber. Alvaro Vidal Olivares (“La carga de mitigar las pérdidas del acreedor y su incidencia en el sistema de remedios por incumplimiento”; Cita Online: D3441/2009) anota que la fuente de este deber de conducta, consistente en la adopción de medidas concretas, se hallaría en el principio de la buena fe objetiva del artículo 1291 del C.C. uruguayo.

Este principio explicaría por qué el deudor tiene derecho a esperar del acreedor una cierta actividad tendiente a ese objeto, evitar o mitigar las pérdidas subsecuentes del incumplimiento. Según la buena fe objetiva el deudor no puede esperar que el acreedor despliegue una actividad que le imponga sacrificios excesivos, sino una razonable atendidas las circunstancias del caso concreto. El acreedor, no obstante haber sido objeto del incumplimiento, sigue obligado a comportarse de buena fe y, por lo mismo, a observar una conducta diligente que minimice los daños.

En otra ocasión (Ordoqui Castilla, “Las funciones del derecho de daños de cara al siglo XXI”, en Realidades y tendencias del derecho en el siglo XXI, t. iv, Bogotá, Universidad Javeriana y Editorial Temis, 2010, pág. 7.)afirmamos que la prevención “[...] hoy pasa a ocupar el centro, tratando de inducir a quienes pueden dañar a adoptar todas las medidas de seguridad para evitar conductas dañosas” “La función preventiva de la responsabilidad civil involucra dos diversas facetas que cargan sobre las espaldas de dañadores y dañados dos diferentes deberes jurídicos que no deben descuidarse: la evitación del daño y la reducción de sus consecuencias.

En nuestro entender, el principio de la mitigación del daño parte no solo del deber de actuar de buena fe sino que a su vez es proyección de otro gran principio que está en la esencia del derecho de daños que es el principio de prevención. (Ver Ordoqui Castilla, Derecho de Daños, t. I, Ed. La Ley, pág. 431)

Carlos Ignacio Jaramillo (Los deberes de evitar y mitigar el daño en el derecho privado, Ed. Javeriana, Bogotá, 2013, pág. 178) anota que el fundamento vertebral en el que descansan los deberes de evitación y mitigación del daño, está en la buena fe que se ha revitalizado notoriamente, hasta el punto que se suele hablar de su segunda vida, de su reverdecimiento, de su redefinición. Al lado de la buena fe, robusto fundamento como se refrendó, corren otros fundamentos de especial significación, amén que indiscutida intensidad en sede de los deberes de evitar y minimizar el daño. Es el caso de la razonabilidad que, en esta materia, se anticipa, ocupa papel estelar, toda vez que será la brújula que oriente ininterrumpidamente el instituto sub examine. También hay que sublimar la solidaridad en el campo de la fundamentación, y finalmente el alterum non laedere, tan vigentes y caracterizados.

F) Requisitos

Para que opere el principio de la mitigación del daño se requiere:

a) Que se tenga conocimiento del incumplimiento o del daño causado por la contraparte o por un tercero;

b) Que las medidas exigibles para mitigar el daño deben ser razonables y estar al alcance del acreedor o del afectado. No se debe tener que invertir, por ejemplo, más de lo que es el valor del daño. El afectado en ningún caso puede actuar en forma irracional de forma de aumentar la pérdida.

El deber de mitigar debe ser interpretado tomando en consideración los intereses de ambas partes, las prácticas comerciales y el principio de la buena fe. Para mitigar el daño no se debe asumir costos irracionales o innecesarios, como ya viéramos.

G) Efectos de la carga de mitigar las pérdidas

La carga de mitigar el daño como anota Vidal Olivares (Ob.cit.), produce dos efectos, uno de signo positivo y otro negativo. El primero consiste en que el deudor incumplidor quedará obligado a indemnizar los costos razonables en que incurra el acreedor por la adopción de las medidas mitigadoras y, el segundo, en la reducción de la indemnización del valor de aquellas pérdidas que el acreedor podría haber evitado de haber actuado razonablemente.

H) Conclusión

Como señala Rodríguez Fernández (“Concepto y alcance del deber de mitigar el daño en el derecho internacional de los contratos”, cita online) la buena fe en principio entraña un deber de cooperación y solidaridad que deben acatar las partes para proteger no sólo sus intereses sino también los de aquellos que se benefician o perjudican con su actuar. Lo que se pudo mitigar y no se mitigó deja de ser daño resarcible a la víctima y se entiende causado por ésta.

Así, el deber de mitigar el daño como consecuencia del deber de actuar de buena fe impone a las partes la obligación de proteger sus propios intereses adoptando las medidas razonables con que cuentan, cuya inobservancia puede llevar a la pérdida del derecho al reclamo, como ya se dijera.

I) Derecho Trasnacional

En la Convención de Viena (ley 16.189) en el Art. 77 se ordena: “La parte que invoque el incumplimiento del contrato deberá adoptar las medidas que sean razonables, atendidas las circunstancias, para reducir la pérdida, incluido el lucro cesante, resultante del incumplimiento. Si no adoptan tales medidas, la otra parte podrá pedir que se reduzca la indemnización de los daños y perjuicios en la cuantía en que debía haberse reducido la pérdida”.

Artículo 167 del Código de los Contratos, reza:

“1. No se debe resarcimiento alguno por el daño que no se habría producido si el acreedor hubiera adoptado las necesarias medidas de su incumbencia antes de que aquél se produzca.

2. El agravamiento del daño que el acreedor hubiera podido impedir después de verificado éste, adoptando las medidas necesarias no es reparable.

3. Si una acción o una omisión del acreedor ha concurrido a causar el daño, el resarcimiento se reduce respecto de las consecuencias derivadas de ella.

4. Es relevante, a los efectos del apartado precedente, el hecho de que el deudor no haya sido advertido, por el acreedor, de los singulares riesgos, conocidos o debidos conocer por él, consustanciales con el cumplimiento

En la doctrina contractual de los Principios de los Contratos de Comercio Internacional Unidroit del 2004, art. 7.4.8, se dispuso: “La parte incumplidora no es responsable del daño sufrido por la parte perjudicada en tanto que el daño pudo haber sido reducido si esta parte hubiera adoptado medidas razonables. La parte perjudicada tiene derecho a recuperar cualquier gasto razonable efectuado en un intento de reducir el daño”.

Por su parte, el art. 9. 505 de los Principios Europeos del Derecho de los Contratos de 1998 (Principios Landó) se dispuso: “La parte que incumple no responde de las pérdidas sufridas por el perjudicado en la medida en que éste hubiera podido mitigar el daño adoptando medidas razonables El perjudicado tiene derecho a recuperar el importe de los gastos razonables que tuvo que hacer al intentar mitigar el daño.”

En el Marco Común de Referencia, artículo III. - 3:705: Reducción de la pérdida: (1) El deudor no es responsable de la pérdida sufrida por el acreedor en la medida que el acreedor podría haberla reducido tomando medidas razonables. (2) El acreedor tiene derecho a recuperar los gastos razonables en que incurra en pretender reducir las pérdidas”.

J) Jurisprudencia

1. Pero además la conducta del MSP colide con los fundamentos del Decreto que afirma cumplir. En efecto, en su único Resultando se establece que compete al MSP crear un Sistema Integrado de Salud que asegure la asistencia integral a todos los habitantes. En el Considerando I se precisa que esa atención comprende la prescripción y el dispensar medicamentos necesarios para el tratamiento y mitigación o prevención de una enfermedad, condición física o psíquica de una persona así como la restauración, corrección o modificación de las funciones fisiológicas.

Finalmente en el Considerando II se agrega que ese contenido de la asistencia integral de la salud de los habitantes del país, razón de ser del Sistema Integral de Salud, constituye parte esencial de la cobertura asistencial que debe garantizarse a todos los habitantes de la República ya se atiendan en centros privados o públicos.

Y bien, en el caso el MSP “ha borrado con el codo lo que ha escrito con la mano” porque no le ha permitido a los actores acceder a la medicación necesaria, no ya para curarse definitivamente, porque esto no está probado, pero sí para vivir más tiempo y para mitigar sus padecimientos, ambas circunstancias plenamente acreditadas. Tribunal Apelaciones Civil 5ºTº 101/2007 17/08/2007 BJNP (Base de Jurisprudencia Nacional Publica)

2. En el Uruguay, rige un orden público ambiental, por cuanto el Derecho Ambiental es un Derecho de Protección Pública (arts. 7, 72, 47 y 332 de la Constitución Nacional). 2º) La consecuencia connatural del emplazamiento del Derecho Ambiental como un Derecho de Protección Pública es la existencia de un deber del Estado a la protección del medio ambiente, claro correlato del derecho subjetivo de los habitantes de la República a ser protegidos en el goce de un ambiente sano y equilibrado (arts. 47 y 332 de la Carta; arts. 2, 3 y 4 de la Ley Nº 17.283). 3º) Es deber fundamental del Estado proteger el medio ambiente, para lo cual debe tener presente, como principios rectores, la prevención, la precaución y la mitigación de los impactos ambientales negativos (arts. 1 y 2 de la Ley Nº 16.466; arts. 4, 5, 6, 68 y 72 de la Ley Nº 18.308 de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible; arts. 7 y 8 de la Ley Nº 18.610 de Política Nacional de Aguas). (Base de Jurisprudencia Nacional Publica) Tribunal Apelaciones Civil 6ºTº37/2011 23/02/2011.

15. Interpretación y aplicación de los principios [arriba] 

A) Presentación del tema

El estudio de los principios generales de la contratación surge como algo esencial para el entendimiento de la verdadera doctrina general del contrato. Se organizan como criterio rector sobre la idea fundamental de respeto a la dignidad de la persona. En cuanto principios generales operan una fuerza expansiva no ya de índole lógica o dogmática sino de índole valorativa y axiológica. Hacen posible la flexibilización del sistema codificado y permite la consideración de nuevas realidades y exigencias.

Los principios a diferencia de las normas son contenido en oposición a la forma aunque el uso de estas categorías Aristotélicas no debe inducirnos a pensar que la forma sea algo accesorio de algo esencial Es a atreves de ellos que opera la verdadera evolución del derecho contractual. En su seno gradualmente maduran y se afirman criterios en proceso de ajuste a las necesidades.

B) Derecho Trasnacional

Prinicpios Unidroit

Art. 1.6. Interpretación e integración de los Principios.

1. En la interpretación de estos Principios se tendrá en cuenta su carácter internacional así como sus propósitos, incluyendo la necesidad de promover la uniformidad en su aplicación.

2. Las cuestiones que se encuentren comprendidas en el ámbito de aplicación de estos Principios, aunque no resueltas expresamente por ellos, se resolverán en lo posible según sus principios generales subyacentes.

Artículo 1:106: Interpretación e integración

1. Los presentes principios deberán interpretarse y desarrollarse de acuerdo con sus objetivos. En especial deberá atenderse a la necesidad de favorecer la buena fe, la seguridad en las relaciones contractuales y la uniformidad de aplicación.

2. Las cuestiones que tengan cabida en el campo de aplicación de estos principios pero que no estén expresamente resueltas en ellos, se solventarán en lo posible de acuerdo con las ideas en que se basan los principios. En su defecto, se aplicará la normativa que corresponda conforme a las normas de Derecho internacional privado.

Principios Lando

Artículo 1:107: Aplicación analógica de los principios

Los presentes principios se aplican, con las oportunas modificaciones, a los acuerdos de modificación o de extinción de un contrato, a las promesas unilaterales y a cualesquiera otras declaraciones y conductas que demuestren intención.

(2)Artículo 1:104: Cuestiones de consentimiento en la aplicación de los principios.

1. La existencia y validez del acuerdo de las partes para adoptar o incorporar los presentes principios se determinará conforme a los mismos.

2. No obstante, cualquiera de los contratantes podrá basarse en el derecho del país en el que posea su residencia habitual, para demostrar que no prestó su consentimiento para aplicar los principios, si de acuerdo con las circunstancias no resultara lógico que se determinen las consecuencias de su comportamiento conforme a los mismos.

16. Pilares del Contrato Moderno [arriba] 

Luego de concluido el estudio de los principios básicos del derecho contractual corresponde brevemente preguntarnos, junto al maestro Atilio Alterini (“Los pilares del contrato moderno”; Obligaciones y contratos. Doctrinas Esenciales, Ed. La ley, 2009, t. IV, pág. 367 y ss.), precisamente cuáles son realmente en la actualidad “Los Pilares del contrato en la época presente”. Todos sabemos que los pilares del contrato del siglo pasado estuvieron en el consensualismo, la autonomía privada, la fuerza obligatoria del contrato y el principio de la relatividad, los cuales, como vimos, si bien mantienen su vigencia actualmente no tienen ya el sentido sustancial que se les atribuía en el siglo XIX y gran parte del siglo XX.

1.- Respecto del principio de la autonomía contractual debemos señalar que en su origen la libertad de contratar estuvo en la esencia misma del contrato y en la actualidad mantiene en principio su jerarquía sustancial en el contrato (Principios Unidroit art 1.1, en el Código de los Contratos, art. 42 y en los Principios Landó, art 1:1102). Pero este derecho de los contratantes de determinar cuándo, con quién y cómo se contrata tiene cada vez más limitaciones en ciertos ámbitos. Esta libertad hoy no es ni sombra de lo que fue, al punto de que algunos la consideran un verdadero “mito” (Starck, Roland, Boyer, Droit Civil, t. 2, París, 1982, n. 22). Se destaca, por ejemplo, su permanente dependencia del orden público económico, como, por ejemplo, en la regulación del sistema cambiario arancelario, controles de inversiones extranjeras etc. Pensemos en forma complementaria, por ejemplo, en la regulación de cláusulas abusivas en las relaciones de consumo (arts. 30 y 31 de la ley 17.250).

No podemos evitar comentar que en los hechos todas las regulaciones limitativas como las referidas, que aparecen en principio limitadas a las relaciones de consumo, luego en la práctica se proyectan a las regulaciones contractuales en general.

2.- Respecto al alcance del principio del consensualismo, o sea, la expresión formal de la voluntad con intención de obligarse para generar el vínculo jurídico, se producen importantes cambios. En concreto se comienza a complementar con el otorgamiento de relevancia vinculante a conductas concluyentes que como tales fueron comprendidas por la otra parte como confluyentes respecto de la existencia de un vínculo. Se trata de una concesión a las exigencias del trafico jurídico comercial moderno que requiere que se dé relevancia a ciertos actos que generan en los demás la confianza de que el autor quiere realmente lo que exteriorizó.

En este sentido, a modo de ejemplo, en al art 2:102 de los Principios Landó se prevé: “La voluntad de una parte de obligarse por contrato se determinará a partir de sus declaraciones o su conducta, tal y como éstas fueran razonablemente entendidas por la otra parte”.

En base a la vigencia del principio de la buena fe se protege la confianza en la apariencia legítima haciendo valer, además, razones de interés general.

En esta línea, la promesa de vínculo que capta la confianza legítima del otro o la conducta de la que se pueda inferir la intención clara de vincularse obliga y puede, según los casos, generar responsabilidad precontractual. De la forma como se exterioriza la conducta de la persona se puede deducir la existencia del vínculo, siendo importante si racionalmente el otro podía entender que realmente la intención era la de vincularse.

Como bien anota Alterini (Ob.cit., pág. 371), la idea de generación de confianza está enraizada de alguna manera en los orígenes del sistema jurídico tal como lo conocemos actualmente, pues ya sean solemnes, reales o consensuales, todos los contratos tienen en común el respeto de la confianza.

En la práctica se termina ampliando el alcance de lo que es manifestación de voluntad mas allá de lo declarado, asumiendo relevancia las conductas con significación social típica. En esta línea se llega a un punto en el que comienza incluso a darse relevancia vinculante a las manifestaciones unilaterales, como la evidenciada, a modo de ejemplo, en las ofertas al público. En nuestro derecho el tema tiene regulación expresa en el ámbito de las relaciones de consumo, en el art. 14 de la ley 17.250 al ordenar: “Toda información, aun la proporcionada en avisos publicitarios, difundida por cualquier forma o medio de comunicación, obliga al oferente que ordenó su difusión y a todo aquel que la utilice, e integra el contrato que se celebre con el consumidor”.

La sustitución del consentimiento por la confianza se evidencia también en la contratación por adhesión o por vía cibernética. En otro orden, respecto a las formas ha aumentado progresivamente el número de contratos tipificados y la regulación legal imperativa de su contenido, en aras de la Seguridad Jurídica positiva y antiprocesal, como medio de asegurar el equilibrio de las partes y el respeto a los derechos del consumidor contratante.

En la misma línea, aumenta progresivamente el formalismo contractual, no sólo como medio de prueba, sino de control del contenido lícito del contrato.

3.- En relación a la vigencia del principio de la fuerza vinculante del contrato, la evolución más notoria que lleva a considerar la existencia cada vez más frecuente de normas de conducta derivadas de principios o normas no contenidos expresamente en el contrato, como, por ejemplo, los deberes derivados de la vigencia del principio de la buena fe. Tal lo que sucede con la presencia de la obligación de seguridad en los contratos de cuya ejecución puede depender la seguridad o integridad de la persona. Con frecuencia aparecen obligaciones en los contratos que las partes no establecieron expresamente.

Reina el criterio de que la buena fe debe guiar la conducta debida en la etapa antecontactual, precontractual, en la misma ejecución del contrato y aun en la poscontractualidad, y todo ello más allá de lo acordado expresamente entre las partes. Este principio viene siendo dejado de lado con la vigencia cada vez mas sostenida de la regulación de la excesiva onerosidad sobreviniente (Ver art 6.2.2 Principios Unidroit).

4.- En relación a la vigencia del principio de la relatividad de los contratos, más allá de las excepciones legales reguladas, por ejemplo, de la acción directa (art. 1851 del C.C.) también han surgido figuras como la de los contratos conexos de los que surgen obligaciones en contratos que inciden en otros contratos. También es admitida la transmisión de la posición contractual mediante la cual un tercero puede llegar a asumir la posición del cedente.

5.- Pensamos que el principio de la causa concreta pone en evidencia que .los sistemas jurídicos causalistas han demostrado ser más adecuados para imponer la condicionante ética en el contenido del contrato y en la solución jurisprudencial de los conflictos generados a la hora de interpretarlos, integrarlos, ejecutarlos, modificarlos y extinguirlos. Todo esto más que respaldar la tesis de la crisis del contrato o de sus principios o pilares básicos, lo que demuestra es que el contrato ha debido de enfrentar nuevas realidades complejas: sociales, tecnológicas, económicas y, lejos de actuar al margen de ellas, con inteligencia y progresión en la justicia del caso concreto ajustó su óptica para continuar dando respuesta a la interrelación de intereses a la luz de la seguridad y la justicia. Cierto es que: “la vida no existe para el contrato sino que este es un instrumento para la vida”.

6.- El papel del principio de “buena fe” contractual se ha ampliado, pues no sólo actúa como parámetro objetivo de valoración de conductas, sino como instrumento de integración positiva y negativa del contrato. Siendo especialmente relevante la serie de principios derivados de la buena fe como el de cooperación, trasparencia, coherencia, entre otros, que operan en su conjunto como un verdadero amortiguador entre la nueva realidad, los valores, la norma y el contrato.

Se ha producido un redimensionamiento de la función social del contrato a consecuencia de su reconocimiento como institución jurídica básica para vehiculizar el intercambio de bienes y servicios en miras al bien común.

 

 

Notas [arriba] 

[1] Ver Anexo I y II del Cap. IX.
[2] Ballesteros (Las condiciones generales de los contratos y el principio de la autonomía de la voluntad, Barcelona, 1999, pág. 165 y ss.) presenta la doctrina de las expectativas razonables, extraída de la doctrina norteamericana, como instrumento para restaurar el equilibrio perdido entre las prestaciones.
[3] Ver Anexo I del Cap. IX
[4] Si bien desde un punto de vista formal ambos agentes del mercado (proveedor o empresario, y consumidor) se presentan en plano de igualdad, en la realidad están enfrentados en situaciones claramente desiguales y asimétricas, lo que se evidencia en la capacidad de información que cada uno tiene respecto al producto o servicio que se comercializa, entre otros aspectos. La falta de información es grave pues refiere no sólo a los productos o servicios que se comercializan sino a «los contratos» que se instrumentan, donde el consumidor sufre el desequilibrio no sólo de información sino de poder económico negociador al desconocer, por lógica, «los insidiosos refinamientos jurídicos» que anidan en los contratos predispuestos con las empresas. Estos claros desequilibrios que reinan en el mercado han dado al Derecho del Consumo especial auge, y surge con un fin muy claro de tutela de sus derechos a través de logro de equilibrados relacionamientos de intereses. Este nuevo Derecho del Consumo comienza por asumir una realidad de debilidad en ciertos contratos y tiene por fin eliminar desequilibrios y restaurar igualdades en el plano de la realidad. Para ello se sale de las formas y se va a la realidad, tomando medidas para superar la situación de disparidad, tratando de adoptar medidas que puedan equilibrar la situación del débil en el momento que el fuerte pueda hacer valer su postura para imponer condiciones abusivas o desequilibradas.
[5] Esta norma, calificada de orden público, fue establecida para fomentar el bienestar de los actuales consumidores y usuarios a través de la promoción de la defensa de la competencia, operando como estímulo de la eficacia económica, la libertad e igualdad de condiciones de acceso al mercado (artículo 1). Para ello se prohíbe el abuso de la posición dominante, no estando permitido concertar o imponer directa o indirectamente precios de compra o venta, u otras condiciones de transacción de manera abusiva (artículo 4 inc. A). Este texto con toda claridad está regulando, desde nuestro punto de vista, la prohibición de imponer precios excesivos o abusivos, confrontando esta norma al artículo 30 de la ley 17.250 en la que especialmente se excluía el abuso de los precios como posible cláusula abusiva. En concreto, antes se disponía «la apreciación del carácter abusivo no referirá al producto o servicio ni al precio o contraprestación del contrato, siempre que dicha cláusula se redacte de manera clara y comprensible”. Frente a esta norma (artículo 30 de la ley 17.250) aparece el artículo 4 literal A de la ley 18.159 donde se dispone como práctica expresamente prohibida «concertar o imponer, directa o indirectamente, precios de compra o venta u otras condiciones de transacción de manera abusiva”.
Curiosamente, en este tema se dio un proceso interesante de derogación de normas por superposición: primero la ley 17.189, que fue la que originariamente reguló las relaciones de consumo, había establecido con claridad que, en principio, no existía posibilidad de abuso en la imposición de precios. Le siguió la ley 17.243 en la que se reguló en el artículo 14 la libre competencia, y en esta oportunidad ya se había impuesto el criterio de que podía existir abuso sobre los precios. Pero posteriormente la ley 17.250, que actualmente rige en materia de relaciones de consumo, con su artículo 30 terminó por limitar el abuso en los precios siendo relevantes sólo en caso de que las cláusulas se redacten de manera clara y comprensible.
[6] Como bien lo señala Larenz (Derecho Justo. Fundamentos de ética jurídica; Madrid, 1993, pág. 76), la extraordinaria e injustificada desproporción entre las prestaciones durante muchos años quedaba escondida en un supuesto acuerdo de voluntades y presunciones de justicia que realmente eran inexistentes. Ocurre que para perfeccionar el contrato no alcanza con el acuerdo de voluntades, dado que éste debe ser reconocido y calificado por el orden jurídico, de donde insoslayablemente aparecen las exigencias de moralidad, buena fe y justicia. Cuando se asiste a casos de imposición por el poder económico, por la existencia de una relación de dependencia, por desinformación, por estado de necesidad… no existe autodeterminación y lo que se protege es la confianza en que se actuará de buena fe. Aquí, en ausencia de autodeterminación y, en consecuencia, de autorresponsabilidad, la buena fe brilla por su presencia y marca exigencias peculiares. En el decir de Larenz (Ob.cit., pág. 89), en el derecho positivo moderno el derecho contractual no surge exclusivamente de los principios de la autodeterminación y de autovinculación. Colaboran con ellos el principio de la justicia, de la equivalencia objetiva y de la proporción mesurada.
[7] Corresponde destacar que si bien la toma de conciencia sobre la necesidad de un replanteo del contrato hacia el logro de un mayor equilibrio contractual, parte del análisis del contrato por adhesión o del contrato en las relaciones de consumo, lo cierto es que esta idea luego se proyecta al análisis del derecho contractual en general, determinando incluso que en ciertos países, como Italia, las normas de equilibrio contractual –como son las que regulan la abusividad de las cláusulas contractuales– pasaran de la ley de protección del consumidor al propio Código Civil.
Ello determina replanteos no sólo respecto de la imprevisión, lesión, cláusulas abusivas, sino que está llevando a la necesidad de reconsiderar los principios fundamentales de la contratación, como el de la autonomía privada, el de la fuerza vinculante, el del consensualismo y el de la relatividad de los contratos, todo ello sin perjuicio de la necesidad de profundizar aun más en los alcances del principio magno y superior de la buena fe contractual.
[8] Como destaca Mosset Iturraspe («La teoría de la corrección del contrato con base en el desequilibrio contractual»; en Revista de Derecho Privado y Comunitario, 2007, pág. 13 y 14) en los contratos debemos ponderar desequilibrios de valores y desequilibrios de poderes. Si el desequilibrio en el poder incide irregularmente en los valores se genera un desequilibrio irregular no admisible y este desequilibrio pone en evidencia no sólo un aprovechamiento injusto sobre el débil sino un vicio en su voluntad pues, como bien señala el autor referido, nadie en su sano juicio, en situación de normalidad, acepta voluntariamente que lo exploten o lo perjudiquen.
[9] Por su aplicación ha operado un verdadero “civismo contractual” y los cambios que por su intermedio se impusieron no son injustos y tampoco ilegales a la luz de la norma antes indicada.
A fines del Siglo XX y lo que va del Siglo XXI el contrato dejó de enfocarse sólo desde la voluntad de las partes y se considera como una realidad tridimensional, donde, la norma, la realidad económico-social y los valores interaccionan y se determinan entre sí a la luz de lo que exige el proceder de buena fe.
Quienes ven al contrato sólo desde la voluntad de las partes padecen una miopía que les lleva a ver una realidad que no es, con el peligro de llevar al contrato a su misma extinción como instrumento justo de interrelación de intereses entre particulares e incluso con el mismo Estado.
[10] Esta preocupación por el “Desequilibrio Contractual” responde, en términos generales, a un gran proceso de cambio que se viene dando en el derecho contractual privado, que ha “quebrado” paradigmas del siglo pasado y comienza por asumir la falsedad de las ideas originarias que marcaban que porque todos somos iguales y todos somos libres, ello es garantía suficiente de que lo que se establece en el contrato es justo. Con claridad hoy vemos que de cara a la realidad este planteo es falso e injusto, pues bien sabemos que no todos somos iguales y que el contrato en muchos casos es un verdadero instrumento de abuso y explotación. El derecho contractual moderno ya no puede quedar sustentado en utopías o falsedades y debe enfrentar nuevas necesidades dentro siempre, claro está, de la legalidad.
Nos habíamos acostumbrado a ver con resignación cómo a través del contrato y dentro de una supuesta legalidad el fuerte podía imponerse y explotar impunemente al débil hasta sacarle los ojos bajo la idea de “que se había hecho un buen negocio” que había sido aceptado.
[11] Durante muchos años, el contrato se analizó sólo a partir de la autonomía de la voluntad y de allí se marcaba el alcance de la fuerza vinculante. La doctrina moderna (Finlager, L’équilibre contractuel, París, 2002, pág. 90 y ss.) considera que el fundamento del contrato no está solamente en la voluntad sino además en los principios generales o complementarios que hacen a su misma esencia. En nuestro enfoque damos especial relevancia al análisis de la evolución del principio de la autonomía de la voluntad, hoy denominada autonomía privada, pues en ella está el origen del derecho contractual moderno y la comprensión de cómo el contrato obliga no sólo a lo que en él se expresa (Art. 1291 inciso 2 del C.C.), siendo posible la mutabilidad o adaptabilidad en caso de desequilibrios injustificados como forma de preservar la seguridad y la justicia en atención a lo que realmente las partes quisieron y ello porque, más allá de lo previsto por ellas, todo contrato se debe ejecutar de buena fe.
[12] El actor puede recrear de tal manera un texto que, para quien lo ha visto interpretado, ya nunca ese texto será el mismo actuando de otra forma. Nunca en el teatro dos puestas en escena son iguales aunque se represente la misma obra. El actor es el intérprete creativo que, además del libreto, le pone sensibilidad, expresión, su piel al personaje, pudiendo llegar a la cumbre con interpretaciones memorables. Como destacan los autores ante referidos, cuando el legislador falta a la cita (o la previsión contractual no es clara o completa), procede una interpretación evolutiva, que permita fallar con justicia a pesar de dicha ausencia. A la máxima de Saleilles, «más allá del Código Civil pero por el Código Civil», agregamos: «Más allá del contrato pero a partir del contrato».
El Derecho no es una realidad que pertenezca solamente a la lógica o a las necesidades sociales, como bien afirma Recasens Siches(Nueva filosofía de interpretación del derecho, México, 1986), sino que es un asunto de buen juicio, de prudente apreciación, de estimación valorativa. El derecho es una realidad referida a valores, y podemos y debemos conocerlo como ciencia que refiere a la realidad normativa, a la realidad socio-económica y a valores, como fenómeno cultural que es. Separar el derecho de esta fase axiológica sería como separar la uña de la carne. No es posible estudiar el Derecho Contractual sólo por el conocimiento de los artículos del Código Civil sin que se conozca la realidad a la que responde el contrato, y sin interesarnos por si el mismo es usado como medio de explotación o de imposición del fuerte sobre el débil.
No es posible un conocimiento cierto del Derecho Contractual sin un análisis de los principios fundamentales en que éste se apoya y la función e importancia que éstos asumen en la vida del contrato.
[13] Si el juez debe actuar en omisión del legislador –nos guste o no el término– lo que hace es crear criterios de solución que, de adquirir fuerza de precedentes en casos similares, podrán configurar un verdadero derecho en sentido sustancial.
Es un error pensar que el juez o la doctrina son soldados en el recinto cerrado de la legalidad cuando fue ésta la que se encargó de dejar puertas y ventanas abiertas para la oxigenación del derecho con el reconocimiento de la vigencia de conceptos generales abiertos y principios generales, y especialmente la orden de no dejar de fallar en caso de omisión legislativa.
Como si esto fuera poco, hoy cada vez con más fuerza se oyen los ecos de la Constitución que hace valer su jerarquía, con sus principios, valores y derechos esenciales, marcando caminos por los cuales transitar para no transgredir la ley o el contrato, encontrando soluciones justas para el caso concreto con su aplicación directa donde no hay ley.
[14] El tema de “Daños por discriminación injustificada” fue analizado en la obra Derecho de Daños t III pág. 377 y ss.
[15] El principio complementario al de la igualdad es el de la no discriminación expresado en forma clara por Recasens Siches (Filosofía del Derecho, pág. 590), al señalar: “los hombres deben ser tratados con igualdad por el derecho respecto de lo que es igual en todos ellos, a saber, en su dignidad personal y en los corolarios de ésta, es decir, en los derechos fundamentales que se le deben reconocer todo ciudadano. En cambio deben ser tratados en forma desigual en lo que atañe a las desigualdades que deben enfrentar y a las que la justicia debe atender. Por ello, la igualdad debe ser considerada no solo en sentido formal sino también en sentido material o real.
[16] Kiper (Discriminación y responsabilidad civil”, Revista de Responsabilidad Civil y Seguros, 2011, Nº 5, pág. 3) con acierto expresa que la discriminación es uno de los fenómenos más lamentables y vergonzosos que afectan a la sociedad en distintas partes del mundo. En esencia, se da un trato de inferioridad a una persona o grupo de personas por motivos raciales, religiosos, ideológicos, políticos, sexuales, etc. Se entiende que está prohibida toda discriminación injustificada que afecte la dignidad de la persona. Si existen diferencias o discriminación deben ser justificadas. Existen diferencias que son positivas. Ejemplo: para asumir ciertos cargos exigir especialización, o para jugar en la selección de fútbol requerir que se sepa jugar de tal manera.
[17] Régimen jurídico sobre discriminación injustificada.
En nuestro país se aprobaron distintas leyes para combatir estas formas de discriminación. Así, por ejemplo, tenemos la ley 17.338, por la que se aprueba el Protocolo de la Convención de Eliminación de toda forma de Discriminación contra la Mujer; la ley 17.330, donde se adoptan medidas para evitar la discriminación con los discapacitados; la Ley 17.817, que declaró de interés nacional la lucha contra el racismo y la xenofobia y toda forma de discriminación. En el Art. 2 de esta ley se estableció que: “se entenderá por discriminación toda distinción, exclusión, restricción, preferencia, o ejercicio de violencia física o moral basada en motivos de raza, color de piel, religión, origen nacional o étnico, discapacidad, aspecto estético, género, orientación e identidad sexual, que tenga por objeto o como resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en la esfera económica, política, social o cultural, o cualquier otra esfera de la vida en comunidad”.
Con esta ley se aclara el alcance del principio de igualdad ante la ley del artículo 8 de la Constitución. En realidad, esta ley protege a toda persona de toda forma discriminación pretendida por particulares o por el mismo Estado. En la norma referida se dan sólo algunos ejemplos de discriminación, presentado un enunciado no taxativo al referir a algunos casos de discriminación en diferencias de raza, de color, de sexo, de ideología, de caracteres físicos por la edad (ancianos). La persona tiene un derecho constitucional a la igualdad de trato (Art. 8 de la Constitución), y a no ser discriminada por su color, sus ideas políticas, religiosas y su condición social.
Al tema de la protección de la discriminación aludieron además distintas disposiciones recientes. Así, la ley 18.487 reguló la participación equilibrada de las personas de uno y otro sexo en la integración de los órganos electivos nacionales y departamentales y en la dirección de los partidos políticos.
Por su parte, la ley 18.335, referente a pacientes y usuarios de servicios de salud, en su art. 12, dispone que: “los pacientes y usuarios tienen derecho a recibir tratamiento igualitario y no podrán ser discriminados por ninguna razón ya sea de raza, edad, sexo, religión, nacionalidad, discapacidades, condición social, opción u orientación sexual, nivel cultural o capacidad económica”. En la práctica, donde hemos visto mayores discriminaciones injustas es en el caso de los enfermos de SIDA. Con el temor (en ciertos casos, fundado) de contagio, se discrimina injustamente en el trabajo, en lugares de recreo o de educación. Se coloca a la persona en situación de inferioridad, lesionando su dignidad. Con actos discriminatorios se pueden causar graves daños personales morales, lesivos de la dignidad de la persona, pudiendo en ocasiones estos daños derivar en repercusiones patrimoniales.
Dando otro ejemplo, creemos que se discrimina al anciano cuando se le margina por la misma familia sin justa causa.
La Ley 17.677 del 29 de julio de 2003 previó la existencia de delitos de “incitación al odio, al desprecio o violencia hacia ciertas personas” (art. 149 bis del Código Penal) y de comisión de actos de odio, desprecio o violencia hacia determinadas personas (art. 149 ter del C. Penal). Estas normas se orientan a la igualdad en derechos y garantías reconocidas en la Constitución. En la norma se enuncian las principales causas de discriminación basadas en la raza, en el color de piel, en la religión, en el origen étnico, en la discapacidad, en los aspectos estético, aspectos de género, en la orientación o identidad sexual. Se entiende que la norma refiere a discriminaciones injustas, o sea, carentes de justificación o racionalidad. No hay discriminación si se trata de distinciones a quienes están en situaciones distintas, existiendo motivos para la diferenciación. El afectado por la discriminación, si la invoca como causa de daño tiene la carga de probarlo, y si lo logra, deberá ser resarcido.
En la ley 17.817 se crea la Comisión honoraria con amplias facultades (art. 5) de difundir el conocimiento de estas disposiciones y de realizar campañas educativas y de prevención ante la discriminación.
[18] Quien en instancia de contratación es afectado por discriminación tiene las acciones resarcitorias correspondientes contra aquel que le causo el perjuicio. A la hora de determinar el daño resarcible se distingue entre un interés negativo, el interés de confianza, determinado por la no celebración del contrato y un interés positivo en el cumplimiento y ejecución del contrato. De estos dos intereses «la regla general en esta materia, asumida por la doctrina, sería la reparación del interés negativo, es decir los gastos generados por tal comportamiento» lo que «es perfectamente aplicable al supuesto de ruptura injustificada de los tratos, cuya responsabilidad no alcanza a los beneficios que hubiera generado el contrato no celebrado, ni a las ganancias dejadas de obtener por otra propuesta contractual no concluida, sino sólo a los desembolsos que se hubieran hecho con ocasión del contrato frustrado» En definitiva, «se trata de que la indemnización deje a aquél cuya confianza ha sido defraudada en la situación en que se hallaría de no haber confiado»
[19] Discriminación en el contrato de trabajo. Sin pretender entrar a las derivaciones que este tema tiene en el ámbito contractual laboral nos parecen atinadas unas reflexiones de Cámara Botía (Poder del empresario y prohibición de discriminación en el empleo) cuando sostuvo que la afirmación del principio de la libertad de contratación, por una parte, y del derecho a no ser discriminado en el empleo, por otra, plantea una serie de tensiones que el Derecho debe resolver. El empresario puede basar sus decisiones de selección y contratación de trabajadores en razones «racionales » (contratación del solicitante más cualificado) o puede estar discriminando injustamente, lo que en ciertos casos no es fácil diferenciar o probar.
Frente a la libertad de contratar con quien se quiera y por las razones que se quiera, se alza el principio de prohibición de la discriminación que actuará limitando la libertad empresarial. Queda afirmado que el empresario no está obligado a tratar por igual a todos los contratantes; sin embargo, no sería correcto deducir que puede contratar con quien quiera y establecer los criterios de selección que arbitrariamente determinara. En ciertos casos, por ejemplo, atentos al trabajo para el que se contrata, la discriminación puede estar justificada. Así, por ejemplo, si se contrata para lucir ropa femenina, se debe contratar a mujeres. Si se trata de cargos técnicos que requieren experiencia, los antecedentes pueden ser determinantes. Pueden ser, además, causa de distinción los malos antecedentes disciplinarios en otras empresas, etc. Es evidente que el empresario es titular de la facultad de decidir sobre la contratación de los trabajadores necesarios para la ejecución de su proyecto empresarial pero esta selección no puede ser discriminatoria en forma injustificada. Corresponde aclarar que la norma antidiscriminadora opera tanto en la fase precontractual o de empleo, que es la que aquí interesa, dentro de los llamados tratos preliminares que «se llevan a cabo con el fin de elaborar, discutir y concertar el contrato», como durante el cumplimiento del contrato por el trabajador ya empleado, es decir, rige una prohibición de discriminar en forma injustificable.
[20] Con claridad Roppo (Tratatto del contratto, t. II, Milán, 2007, pág. 143), bajo el título “Causa y justicia contractual”, considera que a partir de la causa se logra la justicia, respetando primero la equivalencia subjetiva. Justo es el precio que determinan libremente las partes dentro del alea normal. Pero inmediatamente aclara: otra cosa es el estado de necesidad, la imposibilidad sobreviniente. Aquí, a través de la causa se debe tender a restablecer el equilibrio, se controla y preserva la libertad de mercado asegurando la transparencia y el justo precio. Si falta esta transparencia o hay hechos imprevistos, se debe adecuar el contrato.
[21] Por último, no podemos ignorar que en la ley de relaciones de consumo se adoptaron normas claras tendientes a preservar indirectamente el equilibrio económico de las prestaciones. Cuando se reguló el deber de informar (artículos 6 y 13); el deber de seguridad (artículo 6); los efectos de la oferta al público; los efectos de las cláusulas abusivas (artículo 30); la regulación de la publicidad y la transparencia (artículos 20 y 22); al regularse el abuso de la posición dominante, particularmente en lo que se refiere a imposición de precios (artículo 4 lit. A de la Ley 18.159), todo ello no hace más que referir en forma directa o implícita a la necesaria preservación del equilibrio contractual.
[22] Ver sobre el tema Capítulo VII, Nº 8, J, d.
[23] Uno de los aspectos trascendentes del tema a estudio está en que la vigencia de la buena fe lleva a tutelar la confianza suscitada por el comportamiento del otro. Poder confiar en otro es, en el decir de Larenz (Derecho Justo, Madrid, 1993, pág. 91), condición fundamental para la pacífica vida colectiva y una conducta de cooperación entre los hombres y, por tanto, de la paz jurídica. Quien defrauda la confianza que ha producido en la otra parte del negocio contraviene exigencias que el derecho impone, pues la afectación de la confianza daña la seguridad en el tráfico interindividual. Como veremos, la protección de la confianza aparece muy visible en la interpretación del contrato según la buena fe; en la teoría los actos propios... lo que se declara debe coincidir con lo que se quiere y las partes confían en que lo declarado es lo querido; que la firma responde a quien la puso, etc. Cuando alguien despierta la confianza en un tercero de buena fe creando una apariencia razonable en la cual el otro cree, la misma debe ser protegida.
Alpa (I principi generali, Milán, 1993, p. 269) sostiene que los principios fundamentales de la contratación son el de la libertad de contratación; el de la confianza y el de la buena fe. Hoy no sólo importa «lo querido» sino la tutela de la confianza del que creyó legítimamente en una apariencia. Se tutela la legítima expectativa. Todo ello se sustenta en la vigencia plena del principio de la buena fe tanto en su dimensión subjetiva como objetiva.
[24] En la actualidad, la dinámica de la contratación en un proceso de rapidez y despersonalización, tiende a debilitar la información que se brinda o la forma en que se da. Ello es sustituido por la confianza en la empresa o en la publicidad con la que contrato. Adviértase que la confianza, como bien destaca Weingarten (ob.cit., pág. 51), puede volcarse en lo actuado por una persona, por una empresa o por el propio sistema económico del gobierno. Por ejemplo, es lógico que se confíe en lo que el Estado dice y prevé sobre la evolución del valor de la moneda. Si alguien confía y contrata en ella, la variación posterior de lo que se dijo puede configurar un acto imprevisible y, en consecuencia, debe protegerse en este caso la confianza del que creyó en lo que gobierno decía.
[25] Para Gordillo Cañas (La representación aparente, Salamanca, 1978, pág. 452), la apariencia jurídica es la equiparación instantánea y definitiva entre apariencia y realidad en relación al tercero de buena fe. En el Código Civil, en diversos artículos, se regula implícitamente la teoría de la apariencia; en este sentido podemos tener presente, por ejemplo, el artículo 1455 del C.C. que sostiene: «la paga hecha de buena fe al que estaba en posesión del crédito es válida, aunque el poseedor sufra después de evicción; por ejemplo, si el heredero tenido por sucesor legítimo y sin contradicción fuese después vencido en juicio». En este mismo sentido puede consultarse lo establecido en el artículo 2101 del C.C., cuando sostiene: «en general, todas las veces que el mandato expira por una causa ignorada del mandatario lo que éste haya hecho en ejecución del mandato será válido y dará derecho a terceros de buena fe contra el mandante». Aquí lo que se hace es proteger al tercero de buena fe que creyó en la existencia de este mandato aparente. La teoría de la apariencia se funda en la buena fe y razones de seguridad en el tráfico jurídico (Larenz, Derecho justo, Madrid, 1993 pág. 61; y Gordillo Cañas, ob.cit., pág. 470).
[26] Ghestin Goubeaux (Traité de droit civil, tomo 1, París 1983, pág. 695 y ss.) considera que la vigencia de la teoría de la apariencia en realidad lleva al triunfo del realismo sobre el formalismo. Lo relevante de este concepto es que, según esta teoría, lo aparente puede llevar a producir efectos jurídicos a pesar de ser ineficaz, por la necesidad de proteger la buena fe con la que actúan en ciertos casos los sujetos del derecho.
[27] Falzea (ob. cit., pág. 683) entiende que con esta teoría se busca una mayor garantía en la tutela de los derechos preexistentes. Larenz (Derecho justo, Ed. Civitas, Madrid, 1993, pág. 60) considera que este instrumento se justifica en lograr mayor seguridad en el tráfico jurídico negocial. Este autor considera además que la teoría de la apariencia se funda en la buena fe.
[28] En el ámbito del Derecho Comercial, podemos citar disposiciones tanto del Código de Comercio, de la ley de Sociedades Comerciales, como de la Ley de Títulos Valores. En concreto, en el art. 139 del C.Co. se establece: «En los contratos hechos por el factor de un establecimiento comercial o fabril que notoriamente pertenezca a persona o sociedad conocida, se entiende celebrado por cuenta del propietario del establecimiento, aun cuando el factor no lo declararse al tiempo de celebrarlos, siempre que tales contratos recaigan sobre objetos comprendidos en el tráfico del establecimiento – o si aun cuando sean de otra naturaleza, resulta que el factor obró con orden de su comitente – o que éste aprobó su gestión en términos expresos, o por hechos positivos que induzcan presunción legal».
En el artículo 22 de la Ley de Títulos Valores 14.701 se establece: «Quien haya dado lugar, con hechos positivos o por omisiones graves, a que se crea, conforme los usos del comercio, que un tercero está autorizado para suscribir títulos a su nombre, no podrá oponer la excepción de falta de representación ante el suscriptor».
Por su parte, en el artículo 53 de la ley 16.060 de Sociedades Comerciales, se regula la situación del socio aparente, estableciéndose que: «el que preste su nombre como socio, o el que sin ser socio tolere que su nombre sea incluido en la denominación social, no será reputado como tal respecto de los verdaderos socios, tenga o no participación en las ganancias de sociedad, pero con relación a los terceros, será considerado con las obligaciones y responsabilidades de un socio, salvo su acción contra la sociedad o los socios para ser resarcido de lo que haya pagado».
[29] Larenz (Derecho justo, pág. 91) señala que el ordenamiento jurídico protege la confianza suscitada por el comportamiento de otro y no tiene más remedio que protegerla porque poder confiar es condición fundamental para una pacífica vida colectiva y una conducta de cooperación entre los hombres. Quien defrauda la confianza contraviene el derecho. Como lo destaca Weingarten (La confianza en el sistema jurídico, 2002, pág. 23) las relaciones humanas se guían por cierta lógica y razonabilidad. Por ello las conductas asumidas deben tener coherencia en los comportamientos. Quien obra de acuerdo a una apariencia de credibilidad que luego es defraudada en perjuicio de quien puso su confianza en ella, merece protección del derecho y esto es válido en lo contractual y extracontractual.
La confianza es la creencia en una expectativa objetiva por la que actuando diligentemente se toma como cierta una información o un hecho que realmente no lo es. Con la vigencia de este principio se vuelve exigible lo captado como expectativa razonable.
No se depende de lo declarado sino de mostrado o de la misma situación jurídica de la que surge la expectativa. Para Larenz (ob. cit., pág. 95) el principio de la confianza tiene un componente ético fundamental (asumir las consecuencias de los propios actos) y otro que orienta la seguridad en el tráfico. Uno y otro son inseparables.
[30] Alterini (Estudios de derecho civil, Buenos Aires, 2007, pág. 199) sostuvo que las promesas son para captar la confianza y se trata de que se confíe en ella. En atención a la confianza que inspira el que la genera, es que adquiere relevancia el vínculo obligacional. Se debe proteger la buena fe depositada en la confianza y la apariencia generada por ésta.
La confianza también comporta una regla interpretativa pues como anota Rezzonico (Ob.cit., pág. 378)en esencia lleva a determinar el sentido de una manifestación de voluntad según el significado que el destinatario podía y debía conferirle con miras a la circunstancias presentes. Hace primar el sentido objetivo de lo declarado. El principio de la confianza está íntimamente ligado al de la buena fe pues se requiere asumir como proceden las personas razonables, actuando de buena fe.
[31] Como bien enseña el maestro rioplatense Atilio Alterini (“Responsabilidad objetiva derivada de la generación de confianza»; Derecho de daños, Bs. As., 1992, pág. 546), el consumidor adquiere el producto tal y como lo concibe en la publicidad o la oferta. En el mercado moderno existen compañías que no hacen nada salvo cobrar derechos por el uso de sus atractivos nombres, con lo cual los productos se revisten de una diferencia aparente. Así, quien cree en una apariencia y confía en una imagen que se le presentó como real, debe ser protegido en su buena fe.
[32]  En este sentido ver, además, Stoffel Munck (L´abus dans les contrats, París, 1978, nº 478); Berlioz (Le contrat d´adhesión, nº 367). En realidad, como anotan Benabon y Chagny (ob. cit., pág. 127), lo que está detrás de esta confianza y que se protege por la fuerza del vínculo es el principio de la buena fe.
[33] Trabucchi (Instituciones de derecho civil, pág. 209, n. 85), aclara que el que confía en falsas apariencias debe sufrir las consecuencias de su excesiva confianza o de su negligencia. La tutela de la confianza se basa especialmente en una valoración objetiva cuando el interesado tuvo razones para fiarse de la apariencia que se generó frente a él.
[34] Astone (Venire contra factum propio, Nápoles, 2006, pág. 59) entiende que este criterio de conducta no es más que la aplicación de la cláusula general de la buena fe. Festi (Il diritto de venire contra factum propio, Milán, 2007 pág. 54) presenta a este principio como la aplicación del deber de corrección.
Falco (La buona fede e l’abuso del diritto, Milán 2010, pág. 207) entiende que este principio del ir contra los propios actos es un caso de abuso derecho en la apariencia creada.
Los jueces pueden aplicar de oficio este principio cuando están dados todos los requisitos, pues de ello depende la coherencia del proceder.
[35] En el artículo 29. 2 de la Convención de Viena de Compraventa Internacional de Mercaderías se dispuso: «un contrato por escrito que contenga una estipulación que exija que toda modificación o extinción por mutuo acuerdo se haga por escrito no podrá modificarse ni extinguirse por mutuo acuerdo de otra forma. No obstante, cualquiera de las partes quedará vinculada por sus propios actos y no podrá alegar esa estipulación en la medida en que la otra parte se haya basado en tales actos”. En nuestro país, la ley 16.879 del 21 de octubre de 1997 aprobó este Convenio, y por tanto la norma citada es derecho positivo. En esencia, la teoría de los actos propios se funda en el principio general de la buena fe consagrado en la Constitución, artículos 7, 72 y 332, y artículos 16 y 1291 inc. 2º del C.C., entre otros.
[36] Martha Lucía Neme Villarreal (“Venire contra factum proprium: Prohibición de obrar contra los actos propios y protección de la confianza legítima. Tres maneras de llamar a una antigua regla emanada de la buena fe”; Revista de Legislación Uruguaya, 2012 (noviembre) 115) sostiene que la buena fe protege la confianza de las partes en que dichos acuerdos serán llevados a término, constituye garantía de que se respetará la palabra empeñada y que, como consecuencia, serán preservadas las expectativas creadas, no solo con la declaración contractual sino también con la conducta de la contraparte, así como protegidos sus derechos en cuanto, con base en dicho acuerdo y dicho actuar, el contratante haya adecuado su conducta. Pues, solo es lícito retractarse si ningún perjuicio resultara de la retractación y, con mayor razón, cuando la persona en perjuicio de la cual se efectúa la retractación, ya hubiere comenzado a realizar actuaciones atendiendo al derecho que le había sido conferido en virtud de la declaración que se pretende retractar.
[37] En cierta medida, debemos preguntarnos, como lo hace Falco (La buona fede e l’abuso del diritto, Ed. Giuffre, 2010, pág. 208), si tiene sentido referir al principio venire contra factum propium, que es la consecuencia o bien debemos aludir simplemente a la buena fe que es, a su vez, el “principio u origen gestor del principio referido originariamente, o el verdadero fundamento del mismo”.
[38] Desde el punto de vista comercial, la transparencia del mercado es una condición fundamental para el adecuado funcionamiento del mercado de valores. Conlleva que los participantes en éste accedan en forma oportuna, completa, fidedigna y clara a la información relativa a los aspectos relevantes de las sociedades emisoras y de los valores emitidos por ellas, de manera que puedan tomar adecuadamente sus decisiones de inversión.
La transparencia del mercado, señala, entre otros aspectos, la obligación de informar al mercado por parte de los emisores sobre el uso de la información reservada y de la información privilegiada, así como el deber de reserva; aspectos que han sido detallados en normas adicionales, como la de Hechos de Importancia, en donde se establecen los hechos que deben ser informados.
[39] Para el estudio del tema nos remitimos a lo analizado en Ordoqui Castilla, Derecho de Tránsito, T. II, pág. 391 y ss.
[40] Federico Arregui Mondada (Cita Online: UY/DOC/248/2012: La responsabilidad del concesionario vial en Uruguay) afirmó que la obligación de seguridad es un deber secundario y autónomo que, expresa o tácitamente, asumen las partes en ciertos contratos, de preservar a las personas y bienes de sus co-contratantes, respecto de los daños que puedan ocasionarse durante su ejecución. En nuestro ordenamiento jurídico tiene sustento en el principio de la buena fe. El artículo 1291 -como establece Gamarra en La buena fe contractual, pág. 35- aporta el escueto punto de partida: los contratos deben ejecutarse de buena fe. Dentro del mismo Código Civil existe otro texto fundamental, como lo es el art. 1420- que recoge la vigencia del deber de actuar de buena fe durante la pendencia de la condición, exigiendo que la conducta de las partes no incida en la verificación del evento condicional. La Ley de Relaciones de Consumo regula la obligación de informar específicamente en los artículos 12, 15, 17, 20 y 23. Y según el art. 30 (dedicado a la etapa de formación del contrato), que declara abusiva la cláusula contraria a la buena fe en los contratos de adhesión, se limita el poder de predeterminar unilateralmente el contenido del contrato y solamente en ese ámbito. Hay quienes entienden que la buena fe tiene origen constitucional y citan los arts. 7, 72 y 332 de la Constitución (Reyes Terra: El principio de buena fe, págs. 16 y 17).
[41] Asimismo, se expresa que es “aquél deber jurídico calificado de protección, complementario, distinto y autónomo de la obligación principal que, expresa o tácitamente, las partes asumen, en ciertos contratos, tendiente a preservar sanos y salvos a la persona y bienes de su cocontratante durante la ejecución de la obligación principal con el fin de satisfacer plenamente el interés del acreedor en el cumplimiento del contrato”. El derecho no solo debe posibilitar a la víctima a que obtenga un resarcimiento adecuado al daño injustamente sufrido, sino que debe proveer los mecanismos para contrarrestar, neutralizar los efectos dañosos y de tal manera, también disuadir ulteriores hechos similares. Una de las figuras de las que se vale el moderno derecho de daños a la hora de prevenir los eventos dañosos reside en la denominada obligación de seguridad (ver sobre el tema Ordoqui Castilla, Derecho de daños, t. I, pág. 450 y ss.).
Como bien ha señalado Prevo (“La obligación contractual de seguridad. Pasado, presente y futuro”, en Doctrina Judicial, año XXI, Nº 20, pág. 155), la calificación de la obligación de seguridad como obligación de resultado sería la única concebible en pro del objetivo perseguido, que es mejorar la situación del damnificado en el campo probatorio. La obligación de seguridad deriva como consecuencia del principio de buena fe y la tan mentada obligación objeto de esta subiúdice, que es tácita, es siempre de resultado.
[42] Carusi (voce “Corretezza”; Enciclopedia del Diritto, t. X, Milán, 1962, pág. 710) destaca que el acreedor en toda prestación tiene el deber de cooperación. Cooperar es facilitar la toma de decisiones y la ejecución de la prestación. En la etapa preliminar se coopera con una información clara, veraz y completa; en la ejecución de la prestación se coopera colaborando y brindando lo necesario para que el deudor pueda cumplir.
[43] Algún país como Portugal, en su Código Civil de 1967, reguló expresamente el tema cuando en el artículo 93 prevé: «El negocio nulo, anulado, puede convertirse en un negocio de tipo de contenido diferente del que contenga los requisitos esenciales de sustancia y forma cuando el fin perseguido por las partes permita suponer que ellas lo hubieren querido si hubiesen previsto la invalidez».
[44] Este tema será estudiado en otra oportunidad (Tratado de Derecho de los Contratos, T. VIII).
[45] D’Angelo (“La buona fede e l’esecuzione del contratto» en la obra I contratti in generale, de Alpa – Bessone t. IV, Torino, 1998, pág. 763) sostuvo que el deber de lealtad propio de todo contrato lleva a respetar el equilibrio económico negocial o la estructura económica jurídica de la relación. También a partir de la buena fe activada por la autonomía privada negocial se llega a limitar la exigibilidad del cumplimiento y la distribución de riesgos asumidos por las partes conforme al orden económico del contrato (Mengoni, voz “Responsabilitá contrattuale” en Enciclopedia di Diritto, t. XXXIX Milán 1988, pág. 1072; Bessone, Adempimento e rischio contrattuale, ob.cit., pág. 349; Breccia, Diligenza e buona fede nell’attuazione del rapporto obbligatorio, Milán 1968, pág. 57).
Gabrielli (“Il rischio contrattuale” en la obra I contratti in generale de Alpa-Bessone, t. I, pág. 625) considera que el programa negocial es un sistema de repartición de riesgos entre las partes acorde a una economía y el equilibrio contractual establecido y así consentido.
[46] Ver sobre el tema; Tratado de Derecho de los Contratos, Tomo I Capítulo V n 23 y 24
[47] Ver Capítulo XI M)
[48] Juan José Martínez Mercadal (“La buena fe y las perspectivas económicas de mitigar el daño contractual: “The contractual least cost avoider” y la construcción de un modelo general de prevención”; LJU, Tomo 147, Cita Online: UY/DOC/104/2013) considera que la hipótesis de partida de la carga de mitigación es, la completa conexión causal del daño cuyo resarcimiento se pretende con el incumplimiento imputable al deudor. Pese a ello, la exigencia de un comportamiento económico ordenado, subyacente en lo que llamamos “buena fe contractual”, demanda del acreedor del resarcimiento un esfuerzo de contención del daño, negándole el resarcimiento de las pérdidas (generalmente lucros cesantes) que pudiera haber evitado. No se trata, por tanto, de una obligación jurídica en sentido estricto, cuyo cumplimiento pueda ser exigido por el causante del daño y cuyo incumplimiento lleve aparejado sanción alguna. Estamos ante una mera carga que pesa sobre quien pretenda el resarcimiento de un daño precluyendo el mismo en la medida en que las pérdidas sufridas pudieran haber sido minoradas”.
Pero leído en sentido inverso el citado deber ofrece más matices: “limita la indemnización al importe de las pérdidas no susceptibles de haber sido razonablemente evitadas y al coste de las medidas mitigadoras de aquellas otras que sí fueron evitadas o debieron serlo”.



© Copyright: Ediciones del Foro