JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:El Poder Constituyente Reformador. Una Mirada Retrospectiva a cuatro años del Fallo “Fayt”
Autor:Spota, Alberto A.
País:
Argentina
Publicación:Revista Jurídica (UCES) - Número 8 - 2004
Fecha:15-11-2004 Cita:IJ-LXV-838
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1. Introducción
2. El Poder Constituyente Originario
3. Los Poderes Constituidos
4. El art. 30 de la Constitución Nacional
5. Precedentes de la “Causa Fayt, Carlos Santiago c/Estado Nacional”
6. El Razonamiento de la Corte Suprema en la Sentencia “Fayt Carlos Santiago c/Estado Nacional”
7. El Poder Constituyente Derivado o Reformador
8. Implicancias de la Sanción de Nulidad
El Poder Constituyente Reformador. Una Mirada Retrospectiva a cuatro años del Fallo “Fayt”
 
 
Por Alberto Antonio Spota (h)
 
 
1. Introducción [arriba] 
 
Reflexionar en derredor de la naturaleza del poder reformador requiere cuanto menos reelaborar nociones básicas que hacen al poder constituyente originario y a los poderes constituidos.
 
Pretenderé explicar cuanto entiendo por tales conceptos, y una vez satisfecho dicho cometido, me avocaré a discurrir en torno al carácter que reviste, a mi criterio, el poder reformador en los términos del art. 30 de la Constitución Nacional.
 
 
2. El Poder Constituyente Originario [arriba] 
 
La noción de Poder Constituyente, en una constitución de estructura rígida, está estrechamente vinculada al constitucionalismo liberal clásico nacido en los albores del siglo XVIII. Correspondió al abate Emmanuel Joseph Sieyés, en su obra ¿Qué es el tercer Estado?(1789), precisar tal concepto. Así lo hizo al constitucionalizar el “Contrato” roussoniano y con ello abstraer los derechos y garantías en él, consagrados del alcance de los vaivenes políticos de las mayorías que de manera transitoria y ocasional pudieren ganar el manejo del Estado. Junto a ello, dicha teoría vino también a oficiar como elemento legitimador de la nueva forma de Estado. Con prescindencia de consideraciones de neto corte filosóficopolítico, sólo pretende este apartado merituar la naturaleza propia del poder constituyente originario.
 
Entiendo que toda vez que una fuerza o facción logre, a expensas de las instituciones, de los procesos y de los procedimientos jurídicos, imponer un nuevo orden jurídico-político de base que sustituya en todo o en parte al depuesto, se habrá ejercido el poder constituyente originario.1 El instaurar la vigencia de cualquier plexo jurídico fundamental, siempre que lo sea con prescindencia de lo estipulado a los efectos de su implementación, importa consecuentemente, a la luz de régimen depuesto, ejercer facultades políticas de hecho. Tales normas valen porque existen y rigen por la fuerza de los hechos. Por lo tanto, ostentan título suficiente para revestir imperio. Es a su cobijo que regirá, de manera política y no jurídica, un nuevo plexo normativo.
 
En nada obsta para reconocer la existencia del poder constituyente originario la legalidad o legitimidad con la que la facción que lo realice haya accedido al poder. No se requiere para su ejercicio el haber accedido al poder mediando vías de hecho. Puede incluso acontecer que quienes hayan ganado al manejo de los resortes del Estado conforme los procedimientos jurídicos a ese efecto previstos, pese a ello se permitan, modificar la norma de base vigente contrariando lo reglado a su respecto. Tampoco importa a la materialización del poder constituyente originario el grado de consenso o legitimación que posean aquellos que lo articulen. La legitimación es un elemento contingente a la consumación del poder constituyente.
 
Corresponde también considerar que en tanto el ejercicio del poder constituyente originario sólo requiere valerse de políticas de hecho que redunden en la imposición de un nuevo estatuto político fundamental, el resultado de tal actividad en nada obsta para reconocer su existencia.2 Esto se debe a que toda constitución se asienta en decisiones políticas, y no en apreciaciones morales. Una postura netamente ideologizada, que hunde sus raíces en la obra de los ilustres librepensadores de la Europa de los siglos XVII y XVIII, y que hubo de materializarse jurídicamente de manera objetiva y evidente en el art. 16 de la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” del 24 de agosto de 17893, lleva a la confusión de juzgar la existencia del poder constituyente conforme su producido.
 
Las características del sistema político que sea adoptado, o la entidad y calidad de los derechos que hayan de ser reconocidos –todo ello por la norma dictada a consecuencia del ejercicio del poder constituyente originario– no hacen a la consumación de tal acto político.
 
La suerte y manera de la forma de Estado que sea plasmada en nada afecta a la materialización del poder constituyente originario. El negar esta posición implicaría desconocer que en la revolución bolchevique se ha ejercido tal potestad política, o que en nuestro país ha acaecido lo propio en los días de 1860, 1930, 1943, 1955, 1957, 1962, 1966 y 19764. Las apreciaciones o valoraciones que puedan efectuarse en torno al estatuto de base que se dicte no conciernen a este análisis ni deben hacernos olvidar que en tales oportunidades también se consumó de manera evidente y demostrable, por mal que me pese, el poder constituyente originario.
 
Tal realización política, como lo es la de ejercer el poder constituyente originario, no tiene porqué coincidir necesariamente –dicho esto en términos cronológico-temporales– con el momento mismo en el cual una nación determinada gana su independencia de una potencia extranjera. Si bien es cierto que en países tales como los Estados Unidos de América, como en otros tantos nacidos de lo que fueron los antiguos dominios americanos de la Corona española se ha entrelazado de manera simbiótica su independencia política –me refiero a la asunción por parte de una comunidad dada del ejercicio de su propia soberanía– con la sanción para sí misma de una Constitución; esto no debe llevarnos a desconocer el carácter contingente de tal secuencia en lo que hace a dilucidar los patrones determinantes del poder constituyente originario.
 
El desconocer lo expuesto implicaría cuanto menos, y para no citar ociosamente otros ejemplos, negar que en la Francia de 1791, pese a haberse logrado exitosamente imponer un nuevo régimen político soslayando lo prescripto por el hasta entonces imperante, en tanto no significó ganar la independencia de una potencia extranjera, no importó realizar el poder constituyente originario.
 
El evidenciar la esencia enteramente política y no jurídica del poder constituyente originario importa sostener que desde su propia óptica, su ejercicio no reconoce normativa jurídica alguna superior. Su actuar no está subordinado a lo estipulado por ninguna otra disposición. Está autoexento y desprovisto de cumplimentar con cualquier tipo de condicionamiento jurídico.
 
Desde aquí, insisto, se visualiza su naturaleza eminentemente política. Esto no significa desconocer que el poder constituyente originario podrá estar condicionado por factores extrajurídicos de diversa índole.
 
Ya sean estos, entre otros tantos, de naturaleza moral, ideológica, política o incluso religiosa. Simplemente procuro indicar que al no estar el actuar del poder constituyente originario subordinado a la cumplimentación de ninguna restricción jurídica, resulta imposible –para las instituciones nacidas a su amparo -ejercer sobre su producido–, me refiero a la norma de base que se dicte, un control jurídico de constitucionalidad. Reconozco que esta conceptualización llevada a sus extremos implicaría la necesidad de retrotraernos, cuanto menos, hasta el Pacto de San Nicolás de los Arroyos del 31 de mayo de 1852, y eventualmente hacia el Pacto Federal del 4 de febrero de 1831, para rastrear el ejercicio prístino de nuestro poder constituyente originario.
 
Pero fuera de esta y de otras tantas conjeturas5, quiero dejar de manifiesto que entiendo por poder constituyente originario a la realización política consistente en imponer el cumplimiento de una norma jurídica de base a expensas de lo instituido por el sistema político que rigió con inmediata anterioridad en el territorio en donde esto acontece. El poder constituyente originario es poder político en su más pura aquiescencia. Motivo por el que se encuentra exento, en absoluto, de ser controlado jurídicamente por las instituciones surgidas a su cobijo. Esta norma vale porque existe y se impone por la fuerza de los hechos dado que resulta la exteriorización jurídica del poder político de quienes hayan logrado eficazmente su instauración. He aquí el tránsito de lo político a lo jurídico.
 
Por ello, bien cabe concluir, siguiendo las enseñanzas de Spota6 que el poder constituyente originario es poder político que se jurisdiza al normarse.
 
 
3. Los Poderes Constituidos [arriba] 
 
Nuestro ordenamiento jurídico se encuentra estructurado de manera jerarquizada.
 
Esto importa y significa que la totalidad de normas que concurren a conformarlo no lo hacen en un mismo pie de igualdad sino que algunas de ellas imperan por sobre otras debiendo guardar, las de menor jerarquía con respecto a sus superioras, respeto al elemental principio jurídico de la lógica de los antecedentes. Dicho principio prescribe que toda disposición debe poder inferirse, sin margen alguno de contradicción, de la normativa existente por sobre ella. Este requisito de coherencia jurídica, no casualmente ubica en su cúspide a la Constitución Nacional sino que opera en directo resguardo y protección de los principios y valores que de ella misma emanan.
 
Lo aquí narrado se visualiza con nitidez en lo dispuesto por la Constitución Nacional en sus arts. 31 y 27. El primero de ellos, al ordenar que “Esta constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la nación; y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ella, no obstante cualquier disposición en contrario que contengan las leyes o constituciones provinciales…”, sitúa a la Constitución Nacional en lo más alto del ordenamiento jurídico. A su vez, el art. 27, al prescribir que “El gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén de conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta constitución”, ratifica aquel axioma al subordinar la vigencia y validez de los instrumentos internacionales que suscriba y apruebe nuestro país a su compatibilidad con el texto constitucional.
 
Nuestro plexo jurídico subsume el imperio de toda norma a lo dispuesto por la Constitución Nacional. El obrar de los Poderes Constituidos encuentra vida jurídica entre los extremos que le son señalados por la Constitución Nacional, estándole a ellos vedado, y no permitido, infringirlos. Hace a la esencia de todo poder constituido el ejercer atribuciones de carácter político. Pero sólo dentro de los parámetros que le son asignados por la Constitución podrá cada poder obrar discrecionalmente.
 
De aquí el carácter jurídico y constituido de aquellos.
 
La discreción política de los poderes constituidos está constreñida, jurídicamente, a las competencias que en su favor hayan sido arregladas por el poder constituyente. Asimismo, cada poder debe obrar de manera legítima y razonable. No basta con que se mantengan y comporten dentro de sus competencias para que su actuar sea constitucionalmente valedero.
 
También se exige que no desconozcan ni desnaturalicen, con su actividad reglamentadora, precepto constitucional alguno. De así hacerlo, su quehacer será factible de ser tachado por arbitrario e irrazonable. A ningún poder constituido le es dable transponer esos límites. No están facultados para decidir en contrario a lo que la Constitución manda. Carecen de potestades reformadoras. Para así disponer, deberá procederse indefectiblemente a su reforma en los términos del art. 30 de la Constitución. Caso contrario, corresponderá al Poder Judicial ejercer el control de constitucionalidad y encausar el poder infractor dentro de los causes de su competencia.
 
 
4. El art. 30 de la Constitución Nacional [arriba] 
 
De lo hasta aquí expuesto no cabe inferir veda jurídica alguna para modificar el texto constitucional. Es la propia Constitución la que prescribe y establece el procedimiento a seguir en caso de pretenderse su modificación. Mientras que los Poderes Constituidos al estar subordinados a lo preceptuado por el art. 31 de la Constitución Nacional deben guardar fiel respeto a lo que ésta manda; el poder constituyente derivado se encuentra facultado para modificar a la Constitución Nacional, ya sea en su todo o en alguna de sus partes, como así lo prescribe el artículo el art. 30.
 
A ese fin la Constitución faculta al Congreso a declarar, con el voto de las dos terceras partes de sus miembros, la necesidad de la reforma de la Constitución.
 
Esto se debe a que las leyes carecen de entidad jurídica suficiente para efectuar tal cometido. De la conjunción de ambas disposiciones se desprende que toda norma que controvierta cláusula alguna de la Constitución Nacional, sin haber cumplimentado previamente con los requisitos prescriptos por el art. 30, colisiona abiertamente con el texto constitucional.
 
Vale considerar que el art. 30 es la única disposición de nuestra norma fundamental que se ocupa de reglar el procedimiento de reforma. Lo escueto de su contenido no ha sido suficiente para evitar las múltiples y variadas interpretaciones a las que su lectura se ha prestado. Solo así puede comprenderse, como ha ocurrido, que en cada ocasión que se ha pretendido articular el procedimiento de reforma constitucional han resurgido posiciones encontradas que, con prescindencia de su mayor grado de acierto o error, pueden inferirse del artículo tratado.
 
Las clásicas disputas discurren en torno a determinar aspectos propios del quehacer preconstituyente. Entre ellas cabe considerar si la declaración de la necesidad de la reforma de la Constitución debe ser votada por ambas Cámaras del Congreso por separado o en Asamblea Legislativa. Compete también establecer el mecanismo a emplear para contabilizar las mayorías exigidas.
 
Se ha pretendido incluso develar la entidad jurídica del acto declarativo de la necesidad de la Reforma de la Constitución, llegándose a sostener que en tanto el mismo reviste naturaleza de ley, queda abierta la posibilidad de permitir la participación del Poder Ejecutivo en su promulgación.
 
Lo cierto es que los poderes públicos en poco y nada han procurado superar las vaguedades interpretativas a las que el art. 30 se presta. En su antípoda, y de manera generalizada, las facciones políticas ocasionales han preferido someter su lectura a sus necesidades y conveniencias circunstanciales.7 Compete aquí toda la responsabilidad del caso al quehacer político de los poderes públicos que, lejos de sostener una posición unísona y coherente en vista a zanjar consuetudinariamente las vaguedades interpretativas del texto, han preferido, toda vez que lo consideraron necesario, forzar su inteligencia cuando no ignorarla.
 
De haberse querido integrar el art. 30 con el resto del articulado se habría concluido por su evidencia y sin esfuerzo alguno, que es absurdo y contrario a toda lógica, que se exija una mayoría distinta a la de 2/3 de los miembros totales de cada una de las Cámaras del Congreso de la Nación para declarar la necesidad de la reforma de la Constitución. Caso contrario, resultaría más sencillo disponer la modificación del texto supremo que aprobar determinadas leyes. Tampoco resulta razonable que las Cámaras del Congreso se pronuncien en Asamblea Legislativa, y menos aún lo es participar al Poder Ejecutivo de la labor preconstituyente cuando el art. 30 no lo ha decidido. Este trabajo pretende identificar la naturaleza propia del poder constituyente reformador en vista a ameritar la posibilidad cierta de controlarlo jurídicamente. Es por ello que tales cuestiones exceden el propósito de la presente obra y aquí las doy por suficientes.
 
 
5. Precedentes de la “Causa Fayt, Carlos Santiago c/Estado Nacional” [arriba] 
 
Los principales antecedentes de la causa “Fayt, Carlos Santiago c/Estado Nacional s/proceso de conocimiento” (Fallos: 322:1616) (1999) se hallan en sendos párrafos de los votos en disidencia del mismo Doctor Fayt en dos causas falladas en 1994 con antelación a que fuera sancionada la reforma Constitucional de ese año. Ambos pronunciamientos pertenecientes a las causas “Polino, Héctor y otro c/Poder Ejecutivo” (Fallos 317:352) y “Romero Feris, Antonio José c/Estado Nacional s/Amparo” (317:718), se remiten, asimismo, a la sentencia recaída en “Antonio Jesús Ríos” (Fallos 316:2743)8 el 2 de diciembre de 1993 en donde la Corte sostuvo por primera vez, pero a nivel provincial y con respecto a la Provincia de Corrientes, que las facultades de las Convenciones Constituyentes lejos de ser ilimitadas están circunscriptas por los términos de la norma que la convoca y le atribuye competencia.9
 
Allí dijo: “4º) Que, sentado ello, es menester poner de relieve que de ningún modo, los poderes conferidos a la convención Constituyente pueden reputarse ilimitados, porque el ámbito de aquellos se halla circunscripto por los términos de la norma que los convoca y le atribuye competencia. En sentido coincidente vale destacar que, las facultades atribuidas a las convenciones constituyentes están condicionadas...al examen y crítica de los puntos sometidos a su resolución, dentro de los principios cardinales sobre los que descansa la Constitución (Manuel Gorostiaga, “Facultades de las Convenciones Constitucionales”, Estado Cromo-Lito-Tipográfico J. Ferrazini y Cía., Rosario 1898, págs. 52 y 53)”10.
 
Esta jurisprudencia fue recogida en el obiter dictum del voto propio del Doctor Vázquez en la causa “Iribarren, Casiano Rafael c/Provincia de Santa Fe” (Fallos 322:1253) (1999) y reproducida por la Sala II de la Cámara Federal de Apelaciones de La Plata con fecha 22 de junio de 1999 en “Hemmingsen, Jorge c/Estado Nacional” antes de desembocar en el pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación de “Fayt, Carlos Santiago c/Estado Nacional s/proceso de conocimiento” (Fallos: 322:1616) (1999) donde por primera oportunidad en la jurisprudencia del máximo tribunal se declaró la nulidad de una reforma de la Constitución Nacional.11 12
 
 
6. El Razonamiento de la Corte Suprema en la Sentencia “Fayt Carlos Santiago c/Estado Nacional” [arriba] 
 
La convención constituyente de 1994 dispuso, en el agregado tercero del inciso cuarto del art. 99, que todo magistrado federal que cumpla con la edad de 75 años cesará en funciones de no conseguir un nuevo nombramiento.
 
El Doctor Carlos Santiago Fayt, viéndose comprendido por los términos de la norma, dedujo, sobre la base de consideraciones que paso a exponer, una acción declarativa de certeza tendiente a lograr la nulidad de dicha disposición.
 
El argumento principal era el siguiente.
 
La Ley Nº 24.309, sancionada y promulgada en el mes de diciembre de 1993, declaró la necesidad de la reforma de la Constitución y convocó a ese efecto a una convención constituyente para el año siguiente en las ciudades de Santa Fe y de Paraná. No solo demarcó el radio de competencia de dicha convención al señalar en sus artículos segundo y tercero los puntos sometidos a su análisis y reforma, sino que también previó expresamente, en su artículo sexto, la sanción de nulidad para todo apartamiento que aquella efectuara de los extremos previstos en tales disposiciones.
 
Fueron muchos los puntos sometidos a revisión. Aquí interesan destacar los siguientes:
 
El artículo segundo letra I de la Ley Nº 23.309 habilitó a la Convención Constituyente a reformar el procedimiento de designación y remoción de magistrados federales inferiores a la Corte Suprema. La letra J de esa ley autorizó a arreglar el art. 45 de la Constitución en el sentido determinado por los artículos primero y segundo que se corresponden con los dos primeros párrafos del inc. 4 del art. 99.
 
Pero de ninguna manera la Ley Nº 24.309 habilitó a incluir un agregado del tenor del tercer párrafo del inc. 4 del art. 99 de la Constitución. Dicha ley, en ninguna de sus disposiciones, permitió alterar el por hasta entonces art. 96, hoy 110 de la Constitución, en razón del cual los magistrados “conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta”.
 
El día 18 de agosto la comisión de redacción, al tratar la letra E del artículo tercero de la Ley Nº 24.309, incorporó el párrafo en crisis. La convención se encontraba habilitada para modificar el sistema de designación y de remoción o destitución de magistrados federales inferiores a la Corte Suprema, tal cual lo hizo con la inclusión de los arts. 114 y 115 de la Constitución, pero de ninguna manera a avanzar sobre el antiguo art. 96 que consagraba el principio de inamovilidad de los jueces.
 
Pese a ello, y a las reiteradas advertencias del convencional Demócrata de Mendoza, Gabriel LLano13, del convencional sin bloque por Santa Fe, Iván José María Cullen14 y del convencional de Acción Chaqueña, Ernesto Maeder15, la Convención Reformadora se permitió resquebrajar el principio de inamovilidad de los jueces, al incluir el tercer párrafo del inc. 4 del art. 99. Garantía que había merecido una férrea defensa por parte de Alexander Hamilton en “El Federalista”16 en miras a salvaguardar el equilibrio y la división de poderes, y con ello, las libertades y los derechos individuales. Precepto que proveniente del “Act of Settlement”17 de 1701 fue adoptado por nuestros constituyentes de 1853 del texto sancionado en Filadelfia de 1787, pese a haber sido recepcionado con anterioridad por varias constituciones estatales.
 
La Corte Suprema tomó con debida precaución cartas en el asunto. Con fecha 25 de agosto de 1994, al momento de jurar la Constitución reformada, dejó de manifiesto en la acordada número 58, que “ha de establecerse el procedimiento para recibir el juramento de cumplir y hacer cumplir la Constitución Nacional conforme el texto sancionado en 1853, con las reformas de 1860, 1866, 1898, 1957 y las modificaciones realizadas en la reciente Convención Constituyente en los términos de las normas que habilitaron su funcionamiento” (Fallos 317:570). Esto comportó una suerte de reserva para con lo estipulado en el inciso en comentario.
 
El fallo de primera instancia, dictado por la Jueza en lo Contencioso Administrativo María Cristina Carrión de Lorenzo, con fecha 30 de abril de 1998, hizo lugar a la acción declarativa intentada por el Doctor Carlos Santiago Fayt y determinó por primera vez en nuestra historia constitucional la nulidad de una reforma constitucional.
 
Declaró “a su respecto la nulidad, en los términos del art. 6 de la Ley Nº 24.309, de la reforma introducida en el art. 99, inc. 4º, párrafo tercero del nuevo texto de la Constitución Nacional”, puesto que entendió que la habilitación que ostentaba la Convención Constituyente para introducir reformas al proceso de designación y destitución de magistrados federales inferiores a la Corte no alcanzaba para modificar el párrafo tercero del inciso cuarto del art. 99 tal lo efectuado por la convención reformadora.
 
Apelada que fue dicha sentencia por parte del Estado, la Cámara Nacional en lo Contencioso Administrativo Federal, con fecha 19 de noviembre de 1998, adhirió a los argumentos esgrimidos por el Fiscal de Cámara y revocó parcialmente el pronunciamiento impugnado en lo que hace a la declaración de nulidad de la normativa controvertida, y lo confirmó en lo atinente a la procedencia de la pretensión de la actora. Para ello trazó una sutil disquisición entre aquellos jueces que al haber sido designados conforme el régimen vigente hasta 1994 no se verían alcanzados por el párrafo cuestionado, y aquellos otros que, habiendo entrado en funciones según lo ordena el nuevo sistema, cesarían indefectiblemente en su cargo al alcanzar la edad de 75 años cumplidos de no mediar nuevo nombramiento.
 
Contra este decisorio fue interpuesto por parte del Estado el recurso extraordinario que permitió a la Corte conocer del caso y dictar sentencia con arreglo a lo sentado en las causa “Antonio Jesús, Ríos” (Fallos 316:2743).
 
Esto significó revocar la sentencia tachada y hacer lugar a la demanda declarando la nulidad absoluta del párrafo tercero del inc. 4º del art. 99 de la Constitución, y de la disposición transitoria undécima, por haber entendido que el marco de competencia de la convención reformadora estaba sujeto, bajo sanción de nulidad, a los puntos que le fueron sometidos por el Congreso a su revisión, y que de ninguna manera el poder reformador se hallaba habilitado a decidir conforme lo hizo.18
 
 
7. El Poder Constituyente Derivado o Reformador [arriba] 
 
Sólo acuerda la doctrina, en lo atinente al presente caso, en que existen tantas opiniones cuantos tratadistas. Así quedó de manifiesto en el encuentro que fuera desarrollado por la Asociación Argentina de Derecho Constitucional en la ciudad de Paraná los días 2 y 3 de marzo de 2000 para discurrir la problemática del poder constituyente.
 
La Profesora María Cristina Serrano parece sistematizar el cúmulo de críticas que ha despertado la causa de referencia en cierta parte de la doctrina.
 
Así dijo que “...el fallo lesionó principios fundamentales, tales como: a) el de supremacía constitucional; b) el de rigidez constitucional, que se relaciona estrechamente con el anterior; el que marca los límites precisos entre el ejercicio propio de los Poderes Constituidos del Estado, por el otro, que nunca pueden estar en su ejercicio por encima de aquel; d) el que expresa que el pueblo es el único titular legítimo, tanto del ejercicio del poder constituyente originario como derivado; e) el de la “presunción de constitucionalidad”, que establece que la declaración de inconstitucionalidad debe aplicarse como la última ratio del orden jurídico, o sea como un remedio extremo, que ha de usarse con suma cautela”.19
 
También se ha cuestionado el decisorio en el entendimiento que afecta la seguridad jurídica, habiendo preferido algunos doctrinarios soluciones más contemplativas que evitasen, ya que a su criterio las normas en disputa lo permitían, ofrecer una respuesta tan drástica.20 21 Incluso se ha sostenido que los jueces sentenciantes, a excepción del Doctor Petracchi –quién se inhibió de pronunciarse–, carecieron –visto el antecedente “Bonorino Peró” (Fallos 307:2174 7 2340) (1985)22– de una cierta dosis de prudencia. Pese a ello, puede también considerarse que la Corte ha preferido tomar a su cargo la responsabilidad de dictar una sentencia de la envergadura y trascendencia institucional como lo es la que nos ocupa. Pero mas allá del acierto o error de estas posiciones, que exceden y en demasía el campo de lo estrictamente jurídico –y en muchos casos ingresan dentro del plano de lo opinable– comprendo que desde aquella perspectiva tal pronunciamiento fue acertado por demás.
 
Esto no importa negar ni muchos menos desconocer que la Corte Suprema, en su condición de poder político, no sólo está obligada a ponderar los efectos jurídicos, sino que también las repercusiones extrajurídicas que sus pronunciamientos puedan contraer para con la sociedad toda. Sólo pretende este trabajo desentrañar la naturaleza del poder reformador. Entonces, consideraciones de aquella índole y tenor, por interesantes y valederas que sean, devienen aquí en prescindibles.
 
La Constitución Nacional es una constitución rígida. Para resguardar sus principios del alcance de las mayorías transitorias, nuestros constituyentes han previsto para su reforma un procedimiento más complejo que el estipulado para sancionar cualquier otra ley. Es el escueto art. 30 de la Constitución Nacional el que atiende la cuestión. Manda, tal lo expuesto precedentemente, que corresponde al Congreso de la Nación declarar la necesidad de la reforma de la constitución.
 
Siendo el Congreso el poder plurirrepresentativo por antonomasia del Estado, resulta harto lógico y coherente que el constituyente haya optado por dejar librado a su exclusivo arbitrio y discreción la potestad política de ameritar el concurso de las circunstancias suficientes que tornen necesario reformar la Constitución. Sólo al Congreso, por imperio constitucional, le corresponde ejercer la atribución política de ponderar la necesidad y conveniencia de articular la reforma de la Constitución Nacional.
 
El Congreso puede estimar conveniente reformar a la constitución en su todo y a ese efecto habilitar, de manera amplia e irrestricta, al poder reformador.
 
Pero puede también acaecer que considere menester modificar sólo puntuales y singulares disposiciones del texto constitucional dejando incólume e intacto el resto del articulado. Será a este exclusivo objeto, y en legítimo ejercicio de sus atribuciones preconstituyentes, que facultará a la convención reformadora. El poder constituyente derivado encuentra su competencia –según lo prescribe una sana hermenéutica del art. 30 de la Constitución Nacional– en la ley que declara la necesidad de la reforma y lo convoca.
 
Su actuar está circunscripto al temario escogido por el Congreso. Esto no significa que el poder reformador se halle compelido a reformar el texto constitucional. Si su opinión difiere de la del Congreso, y entiende que la Constitución no merece ser reformada, no hay ni existe obligación jurídica alguna como para que haga uso de las potestades reformadoras que le han sido asignadas. El poder reformador puede abstenerse, ya que no está obligado, de reformar la Constitución. Lo que no debe hacer es tratar asuntos para los que no ha sido convocado.
 
Así las cosas, la sanción de nulidad prescripta por el art. 6º de la Ley Nº 24.309 para todo apartamiento que la Convención reformadora efectuara de su ámbito de competencia fue superflua e innecesaria. Me explico: el constituyente ha investido al Poder Legislativo, con carácter exclusivo y excluyente, con la potestad de declarar la necesidad de la reforma de la Constitución, y en este orden de ideas de precisar el campo de competencia del poder reformador.
 
Si el poder derivado se atribuye facultades para reformar cuestiones que no han sido sometidas por el Congreso a su revisión violenta y resquebraja el principio de la lógica jurídica de los precedentes toda vez que tal actuar implica, sin ningún margen de duda, arrogarse la facultad congresal de precisar el texto factible a modificar.
 
El poder reformador no puede emplear facultades que el constituyente ha hecho reposar, de manera exclusiva y excluyente, en el Congreso. Ni aún, so pretexto de ejercitar potestades implícitas.23 El tolerar que la convención constituyente autohabilite su marco de competencia con prescindencia de lo dispuesto por la ley la convoca, en tanto significa echar mano sobre facultades exclusivas del Poder Legislativo, importa violentar los términos del art. 30 de la Constitución Nacional. Este proceder representa para la convención reformadora desconocer su naturaleza de poder jurídico, arrogarse de hecho, atributos propios del Congreso y obrar cual si fuera un poder soberano.
 
A igual conclusión se arriba si un poder constituido pretendiese atribuirse potestades reformadoras ya sea de manera directa –esto es dictando disposiciones inconstitucionales– o indirecta, condicionando el quehacer natural de la convención reformadora24.
 
Tales actos infringen el texto constitucional pues soslayan la distribución de competencias existente, a la luz del art. 30 de la Constitución, entre el poder constituyente reformador y los poderes constituidos. Tanto los poderes constituidos cuanto el poder reformador están instituidos jurídicamente. El patrón de competencia de aquellos es la Constitución Nacional.
 
El de éste, la ley que precisa el temario susceptible de reforma. Toda decisión que cualquiera de ellos adopte fuera del área de su competencia será plausible de resultar enervada por el Poder Judicial. Sin embargo, media una disquisición sustancial entre ambos. Las decisiones que los poderes constituidos adopten pueden ser tachadas por arbitrarias.
 
En sus antípodas, nada de ello puede acontecer con respecto al poder derivado, pues en los términos de su habilitación es soberano.
 
El Estado de derecho se sustenta sobre dos pilares básicos. La limitación de los poderes y el recíproco control. El poder constituyente en el caso en estudio, lejos de ser soberano, estaba condicionado jurídicamente, bajo expresa sanción de nulidad, por los extremos que le señaló la ley de convocatoria. Y lo estaba porque la Constitución le confirió exclusivamente al poder legislativo, y no al poder reformador, la facultad política de demarcar el texto a reformar. En el Estado de derecho no existen facultades de hecho. Tampoco existe poder libre de restricciones ni ilimitado políticamente. La esencia de nuestro sistema de gobiernos es “la limitación de los poderes de los distintos órganos y la supremacía de la Constitución”.25
 
De idéntica manera que no tenemos ningún reparo en aceptar la declaración de inconstitucionalidad de una ley, decreto o sentencia que violente los extremos de la constitución al hacer uso de un poder que no le ha sido dado por el constituyente, tampoco debe resultarnos irrito, que se haga lo propio cuando el poder reformador subvierta la ecuación y se atribuya facultades que el mismo constituyente le ha asignado al Congreso de la Nación, como lo es la de indicar el temario factible a reformar.
 
Pese a que a la fecha la potestad que ostentan todos los jueces de la instancia y fuero que fuesen26 de ejercer el control de constitucionalidad sobre las leyes, decretos y actos federales o provinciales no obstante no surgir ni expresa ni evidentemente de nuestra Constitución Nacional, es reconocida, aceptada y legitimada de manera prácticamente unánime; no debemos olvidar las voces críticas que en su momento se alzaron en ocasión de declarase, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, la inconstitucionalidad de una ley del Congreso Federal en el más que célebre “Marbury vs. Madison” (1, Cranch (5, U.S.), 137) (1803).
 
En cierta medida este fenómeno bien parece reproducirse. La carga emotiva que una “Convención Nacional Constituyente”, de por sí contrae, puede resultar óbice o impedimento suficiente para abordar su análisis libre de prejuicios o apasionamientos. Considero erróneo plantear la doctrina sentada en “Fayt” en términos dicotómicos ubicando al control judicial en las antípodas de la soberanía popular. Estos no son los extremos de la relación. Y no lo son por que de idéntica manera que el Poder Legislativo no es ilimitado –pese a representar en gran medida la soberanía popular– tampoco puede sostenerse lo propio para con el Poder Reformador.
 
Media en sendos casos la naturaleza jurídica de ambos cuerpos colegiados.
 
La convención reformadora no puede estar por sobre la Constitución en todo aquello que no haya sido sometido a reforma. Y así lo es, dado que la Constitución Nacional, única y final fuente de competencias, lo prescribe en su art. 30. Imaginemos que se decidiese cambiar la denominación del país. Y a ese propósito se declarase la necesidad de la reforma del art. 35.
 
¿Resultaría lógico que ante un supuesto como el expuesto, la convención reformadora se arrogue potestades para alterar cualquier otro punto del texto constitucional? A mi criterio, de ninguna manera. En absoluto. Se impone que ante circunstancias como las narradas, el Poder Judicial tache toda extroversión que de tales parámetros el poder derivado practique.
 
Esto no significa permitir un control judicial sobre el juicio de oportunidad mérito o conveniencia que la convención constituyente efectúe sobre la temática que ha sido sometida por el Congreso para su eventual revisión.
 
Controvertiría toda lógica que el Poder Judicial o cualquier otro poder se atribuyeran, conforme su exclusivo criterio, la facultad de sustituir la decisión política que aquel cuerpo ha tomado.
 
Es más, conforme lo indicado entiendo que no es factible realizar control alguno de razonabilidad sobre las reformas que, de acuerdo a derecho, sean efectuadas. Los arts. 14 y 28 de la Constitución Nacional delimitan una valla insalvable para con el actuar de los poderes constituidos.
 
Determinan que toda disposición tornará en ilegítima, y por lo tanto en arbitraria, cuando so pretexto de reglamentar un precepto de orden constitucional rebalse los limites de razonabilidad, y en tanto ello lo desnaturalice.
 
Esto se debe a que la norma reglamentadora no debe controvertir un estatuto de más alta jerarquía normativa como lo es la Constitución Nacional. Para realizar este cotejo de legitimidad debemos contar, indefectiblemente, con una norma que condicione jurídicamente el actuar del poder reglamentador.
 
Por lo tanto, habrá control de razonabilidad siempre que exista la posibilidad de contrastar la legitimidad de una reglamentación con un principio jurídico de superior naturaleza.
 
Ahora bien, conforme lo reseñado, hace a la competencia del poder derivado revisar todos aquellos asuntos que a su estudio hayan sido sometidos por el Congreso. Esta competencia es irrestricta.
 
Esto no importa decir que está obligado a tratar esos puntos. Simplemente señalar que en el caso que así lo entienda conveniente podrá modificarlos a su entero arbitrio y discreción.
 
Ello, atento la inexistencia de norma jurídica alguna que restrinja, dentro de la temática que le ha sido asignada, su obrar.
 
Así las cosas, cabe considerar que el poder derivado, lejos de reglamentar cuestión alguna, decide política y soberanamente dentro del temario plausible de ser reformado. No media en la especie posibilidad de que el poder derivado enerve precepto alguno mientras se comporte dentro de los márgenes establecidos por la ley que le asigna competencias.
 
Cede aquí el requisito esencial a todo control de razonabilidad ya que la ley de convocatoria no es una disposición que pueda ser reglamentada, mas no desnaturalizada, sino que, lejos de ello, permite el ejercicio de una atribución enteramente política. Por lo tanto, corresponde entender que siempre que su actuar se dé en los patrones de su habilitación resulta irrestricto.
 
En razón de lo expuesto resulta lógico y aceptable que el poder reformador en ejercicio de sus atribuciones sea limitado temporalmente por el poder que lo convoca. De aquí se declina que todo actuar que efectúe a extramuros del plazo que le haya sido asignado por el Congreso resultará impugnable.
 
Idéntico es el resultado si quienes hayan cumplido funciones en cualquier poder del Estado pretenden ejercer atributos políticos inherentes al cuerpo que integraron una vez fenecido el plazo de su designación.
 
La convención reformadora perderá irremediablemente su condición de tal cuando haya expirado su mandato.
 
Toda modificación que la convención practique, una vez cumplida tal condición resolutoria, no será más que una manifestación de voluntad de un simple agregado de individuos que no revisten, ni por si acaso, imperio ni autoridad jurídica.27
 
Por otra parte, es aplicable al quehacer reformador la jurisprudencia creada por nuestra Corte Suprema sobre el control judicial con respecto al procedimiento de sanción y aprobación de las leyes. De aquí que toda modificación que no haya cumplimentado previamente, como para entrar en vigor, con los pasos procesales y procedimentales de aprobación que imponga la normativa que la rija será de ningún valor y por ello cuestionable ante los tribunales.
 
Cabe concluir que el poder reformador es una suerte de poder constituido ad hoc, de vigencia limitada, cuya competencia está circunscripta al análisis y revisión de los puntos que el Congreso de la Nación le ha sometido en ocasión de convocarlo. En tanto su actuar se mantenga dentro de los márgenes de su habilitación, la decisión política que adopte será irrevisable por el Poder Judicial. Caso contrario, será plausible de tacha de nulidad.
 
 
8. Implicancias de la Sanción de Nulidad [arriba] 
 
Conforme lo expuesto, la Corte Suprema declaró en la causa bajo estudio la nulidad de ciertos agregados indebidamente incorporados al texto supremo por la convención reformadora.
 
Ello, por no haber contado con facultades bastantes como para reglar a su tenor. Llegado a este punto, quiero hacer una digresión. La Corte no declaró la inconstitucionalidad de una disposición constitucional. Sólo impugnó por nula una modificación que a su texto la Convención reformadora había efectuado pues fue introducida de manera inválida. Es de mi intención indagar con respecto a los efectos jurídicos que acarrea, para con todos aquellos ajenos al proceso, una declaración de tal carácter.
 
Bien sabemos que la declaración de inconstitucionalidad carece de efectos derogatorios. Solo tiene alcance entre las partes involucradas en el pleito. La decisión no trasciende del litigio en el que se pronuncia. No tiene afectación general. Por ello, y hasta tanto la norma que sea declarada inconstitucional no sea derogada por el poder legislativo, continuará siendo derecho positivo.
 
Son principalmente dos, las razones acercadas para defender el carácter interpartes de una declaración de inconstitucionalidad.
 
La primera de ellas es de orden político- institucional. Se sustenta en el principio de la división de poderes. Acuerda que el conferir a la declaración de inconstitucionalidad carácter erga omnes importa desnaturalizar la división de poderes al otorgar prevalencia al poder judicial sobre el legislativo.
 
La restante argumentación atiende consideraciones de estricta índole jurídico- procesal. La declaración de inconstitucionalidad, lejos de pronunciarse en abstracto, sólo opera dentro de un caso. Toda controversia está determinada por cuestiones propias y peculiares.
 
Por ello, es dable sostener que la impugnación constitucional de una misma norma puede arrojar resultados dispares en atención al cúmulo de circunstancias jurídico-fácticas que se hagan presentes en el pleito que se ventile.
 
Este fenómeno se acentúa en base al empleo de una lectura dinámica de las normas en disputa y más aún en consideración al rol político de la Corte Suprema.
 
En el pleito de marras la Corte declaró la nulidad del inc. 3 del art. 99 y de su correspondiente disposición transitoria.
 
Y así lo hizo por entender que el constituyente derivado era incompetente para practicar tales reformas. O sea, que su incorporación fue indebida, y merece ser tenida por inválida.
 
Los hechos o probanzas que en autos fueron aportados, en nada afectan la controversia jurídica sustanciada.
 
El determinar si la convención reformadora excedió su marco de competencia excede toda consideración probatoria ya que es una cuestión de puro derecho. Lo allí resuelto puede ser traspolado a cualquier otro contexto donde la normativa tachada podría aplicarse.
 
Me inclino por sostener que corresponde tachar por nulo, tener por existente y no reconocerle efecto jurídico alguno a cualquier acto que sea realizado por un poder que carezca de competencias jurídicas para efectuarlo.28
 
Así las cosas, dicha declaración de nulidad alcanza y se proyecta a todo aquél sujeto que esté comprendido por las previsiones de la norma invalidada, por más que no haya sido parte en el proceso. O mejor dicho, conforme el precedente en estudio, corresponde tener por inexistentes -con carácter erga omnes- al párrafo 3 del inc. 4 del art. 99 y a su disposición transitoria undécima.
 
 
 
 
 
 
 
 
Notas:
1 Ver: Alberto Antonio Spota, “Origen y naturaleza del poder constituyente”, Abeledo-Perrot, 1970, pág. 7/40 y “Lo político, lo jurídico, el derecho y el poder constituyente”, Editorial Plus Ultra, 1981.
2 Ver: Alberto Antonio Spota, “Lo político, lo jurídico, el derecho y el poder constituyente”, Editorial Plus Ultra, 1981, pág. 103.
3 Allí sólo se reconoció como constitución a aquella norma jurídica de base que instaurase la división republicana de poderes y reconociese derechos y libertades naturales. Así se dijo que “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no este asegurada, ni determinada la separación de poderes, carece de constitución” .
4 Me refiero indudablemente a la convención constituyente de 1860 que al no respetar el plazo fijado por el antiguo artículo 30 de la Constitución de 1853 -que impedía modificar su texto por diez años- vino en los hechos, al controvertir la lógica de los precedentes, a ejercer el poder constituyente originario pues dio vida a un nuevo estatuto normativo de base. Cabe también aseverar lo propio para con los estatutos dictados a instancias de lo acaecido en los tristes golpes de Estado de 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. La Constitución de 1957, habiendo entrado en vigor fuera de lo previsto por el texto de 1949, se vio también comprendida por idénticos extremos.
5 Entre la que merece destacarse el requisito de durabilidad que permite, a criterio de Alberto Antonio Spota, distinguiré entre una mera manifestación de poder político y la consumación real del poder constituyente Ver: “Lo político, lo jurídico, el derecho y el poder constituyente”, Editorial Plus Ultra, 1981, págs. 100/104 y 140/157.
6 Ver: Alberto Antonio Spota, “Lo político, lo jurídico, el derecho y el poder constituyente”, Editorial Plus Ultra, 1981, pág. 98 y siguientes.
7 Sólo en el año de 1898 se declaró la necesidad de la reforma con el voto de los dos tercios de los miembros totales de cada Cámara del Congreso. Si bien la aprobación de la ley 24.309 contó con esa cantidad, debe recordarse que el punto que habilitaba a modificar la duración del mandato de los senadores no fue aprobado por ambas cámaras.
8 Causa que no tuvo ninguna disidencia y llevo la firma de los Doctores Barra, Boggiano, Fayt, Levene (h), Cavagna Martínez, Nazareno y Moliné O’Connor.
9 Resulta anecdótico recordar que la convención reformadora nacional de 1957, una vez instaurada, se declaró soberana extendiendo los extremos para el cual fuera convocada. A su vez, la convención reformadora mendocina de 1965 se permitió modificar el sistema de elección de Gobernador pese a no estar habilitada para hacerlo. Para ello sostuvo la naturaleza enunciativa y no taxativa de la ley que hubo de convocarla. Fue en base al nuevo sistema electoral que se procedió a elegir autoridades el año siguiente. Tal reforma quedó en pie al ser considerada por los tribunales como una cuestión política. En la causa “Castiglione c. H. Convención Constituyente” del 6 de enero de 1986 (E.D. 118:153) el Superior Tribunal de Justicia de Santiago del Estero declaró el carácter limitado de la convención constituyente a los puntos que fueron puesto bajo su análisis.
10 Debe señalarse que esta obra fue escrita a instancias de lo acaecido en la convención reformadora de 1898. En tal ocasión se intentó llevar a consideración de ese órgano colegiado la posibilidad de ameritar la supresión de toda disposición de la constitución que versara sobre religión. Alternativa que fue desechada por el mismo cuerpo en el convencimiento que correspondía abstenerse puesto que no había sido convocada para rever dicha cuestión. Resulta anecdótico recalcar que fue el presbítero Gregorio Romero quien llevó la voz cantante arguyendo la inhabilitación de la convención para avanzar sobre tal aspecto.
11 Es ilustrativo acotar que en la causa “Causa Número V. Criminal. Contra Ramón Ríos (alias Corro), Francisco Gómez y Saturnino Ríos, por salteamiento, robo y homicidio, perpetrado a bordo del pailebot nacional “Unión” en el Río Paraná.” (Fallos 1:32) (1864) la Corte Suprema declaró la primer inconstitucionalidad de un decreto, en ese caso fue del Presidente Urquiza, por investir de jurisdicción, ante la ausencia de tribunales federales, al Capitán del puerto de la ciudad de Rosario. A su vez, en “Causa XI. Contra D. Tomas Tomkinson y Ca. sobre diferencias de aforo entre mantas y mezcla é importación pampas” (Fallos: 1:62) (1864) , por primera vez, se tachó por contraria a la constitución una multa establecida por autoridad administrativa aduanera. Fue en “Don Domingo Mendoza y hermano, contra la Provincia de San Luis, sobre derechos de exportación” (Fallos 3:131) (1865) donde se hizo lo propio con una ley provincial por violentar la distribución de competencias.
Fue en “Municipalidad de la Capital c/ Elortondo” (33:162) la primera oportunidad en la que la Corte tachó por inconstitucional una ley del Congreso toda vez que en “Sojo” (32:120) se limitó a declarar su incompetencia para conocer el caso.
12 Si bien en sus considerandos la Corte se remite a lo expuesto en “Soria de Guerrero, Juana Ana c/ Bodegas y Viñedos Pulenta Hermanos” (Fallos: 256:556) (1963), entiendo que lo hace de manera impropia. Allí no se trataba de identificar el ámbito de competencia de la convención constituyente sino que se ventilaba una cuestión concerniente a la facultad judicial para controlar el proceso de formación y aprobación de las reformas introducidas por la convención reformadora. En tal ocasión la Corte se reservó la potestad de examinar el procedimiento de aprobación de las modificaciones efectuadas por ese poder ante la falta de concurrencia de los requisitos mínimos e indispensables que hacen su exigencia. Entiendo que esta doctrina es una paso intermedio entre la sentada en “Cullen c/ Llerena” (Fallos: 53:420) (1893), “Compañía Azucarera S.A. c/ Pcia. De Tucumán” (Fallos: 141:271) (1924); “Compañía Azucarera Concepción c/ Pcia. De Tucumán” (Fallos: 143:131) (1925); “Giulitta, Orencio y otros c/ Estado Nacional” (Fallos: 189:156) (1941); “Petrus S.A. de Minas c/ Nación Argentina” (Fallos: 210:855) (1948); y lo resuelto en “Collela, Ciriaco c/ Febre y Basset S.A.” (Fallos: 268:352) (1967). Jurisprudencia que recientemente fue afirmada en el reciente “Nobleza Piccardo S.A.I.C. y F. c/ Estado Nacional - Dirección General Impositiva s/ repetición” (Fallos: 321:3487) (1998).
13 Obra de la Convención Nacional Constituyente 1994, Centro de Estudios Jurídicos y Sociales, Ministerio de Justicia de la Nación República Argentina, Tomo VI, pág. 6174.
14 Obra citada, pág. 6193/94.
15 Obra citada, pág. 6196.
16 Ver: el Federalista, capítulo LXXVIII, “Examen de la Constitución del Poder Judicial, con relación á (sic) la buena conducta”, El Federalista, Buenos Aires, Imprenta del Siglo, Victoria 151, 1868.
17 Ver: su punto tercero considerando séptimo.
18 Por tales motivos la Corte consideró superflua e innecesaria la sanción de nulidad prescrita en el art. 6 de la ley 24.309 para con todo apartamiento que efectuara la convención de los parámetros señalados por el Congreso.
19 Ver: Boletín informativo de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional nro. 167, Marzo de 2000.
20 Dentro de esta postura parece enrolarse el voto en disidencia parcial del Doctor Gustavo A. Bossert de Fallos 322:1678.
21 Sentenció desde antiguo la Corte que siendo la declaración de inconstitucionalidad un acto de suma gravedad, debe preferirse la interpretación que armonice las disposiciones en conflicto evitando ponerlas en pugna. Muestra de ello es el decisorio de “Benjamín Calvete” (Fallos: Tomo 1:300) (1864) donde expuso: “Que la inconsecuencia ó (sic) la falta de previsión jamás se supone en el legislador, y por esto se reconoce como un principio inconcuso, que la interpretación de las leyes debe hacerse siempre evitando darles aquel sentido que ponga en pugna sus disposiciones, destruyendo las unas por las otras, y adoptando, como verdadero, el que la concilie, y deje á (sic) todas con valor y efecto”. Puede verse tambien entre otros muchos: Fallos: 167:212; 181:243, 209:28, 214:642, 234:482, 236:100, 272:99; 303:248.
22 Ver: también, Fallos: 311:1946 y 2788 y 318:248 entre otros tantos.
23 Entiendo como poderes implícitos del poder reformador a todas aquellas facultades, no prohibidas mas si permitidas tácitamente, puestas de manera ficta por la ley de convocatoria al alcance suyo en estricta función de la consumación de todo cometido para el que sí ese poder esté expresamente habilitado por tal norma a procurar.
24 Soy de la opinión que la “cláusula cerrojo” de la 24.309 que impedía modificar el Pacto de Olivos fue inconstitucional porque significó una intromisión del Congreso dentro del campo discrecional de la Convención reformadora.
25 Ver: “Don José Horta v. Harguindeguy, sobre consignación de alquileres” (Fallos: 137:47) (1922).
26 Ver: entre otros Fallos: 149:122; 254:437; 263:297; 302:1325; 308:490; 311:2484.
27 Viene al caso añadir que en el año de 1921 el Gobernador santafecino Mosca declaró vía decreto la caducidad del mandato conferido a la convención constituyente provincial y la nulidad de todas las reformas por ella practicadas, alegando que dicho cuerpo colegiado se había excedido en el plazo que le fuera fijado para sesionar. (Puede verse “La Constitución santafecina de 1921”, Adriana Beatriz Martino, “Todo es Historia”, nro. 176, pág. 81, enero de 1982; “La Constitución de Santa Fe” Alejandro Gómez, “Todo es Historia”, nro. 249, pág. 70, octubre de 1987; “La Constitución de Santa Fe de 1921. Problemas institucionales que motivó”, Manuel T. Marull, “Revista de Historia del Derecho”, nro. 14, pág. 479, año 1986.). Esto suscitó en intenso debate en la Cámara de Diputados de la Nación. En tal ocasión, los Diputados Arturo Bas, González Calderón, y Montes de Oca justificaron la suspensión defendiendo la legalidad del veto. Posición que fue contrarrestada por Lisandro de la Torre que entendió que el decreto no tenía entidad suficiente como para ejercer tal cometido.
Con respecto a este asunto, huelga acotar que habiendo sido cuestionada por ante los estrados de la Corte Suprema de Justicia de la Nación la validez de la Constitución santafecina de 1921, y en su consecuencia, de las leyes pronunciadas a su cobijo, en base a las que se acusó a un particular de infringir la ley de juego, nuestro máximo Tribunal declaró la incompetencia para pronunciarse sobre el aserto por una cuestión política ajena a su competencia (Ver: “Pablo Siganevich” (Fallos 177:390) (1937)).
28 Me pregunto si no debería seguirse idéntica tesitura siempre que se declare la inconstitucionalidad de una norma con motivo que el poder que la dictó era incompetente para hacerlo. Siguiendo la tónica expuesta no veo razón valedera para que esto no ocurra y lo sea con efecto erga omnes.
¿Acaso no resultaría lógico reproducir dicho criterio cuando se llegue a la conclusión que una disposición de la autoridad federal violentó la distribución de competencias arrogándose atribuciones propias de las provincias?, ¿O cuando estas últimas hiciesen lo propio al usurpar facultades delegadas al Estado central?, ¿Y qué decir con respecto a todo decreto de necesidad y urgencia que sea declarado nulo por desconocer los impedimentos de orden material fijados en el inciso tercero del articulo 99?. Lo mismo para cuando se declare que una ley falta a la estricta observancia de su proceso de sanción y/o promulgación. Creo que en todos estos supuestos la sanción que corresponde es la de nulidad y con efecto erga omnes puesto que no corresponde tener por existente y en tanto reconocerle efectos jurídicos a un acto que haya sido aprobado por un poder que carecía de competencias suficientes para emitirlo, o que haya incumplido con las solemnidades procesales que para su producción impone la Constitución.


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