Parte V
La COVID-19, el Contrato, la Buena Fe y el art. 1291 Inc. 2 del Código Civil
Gustavo Ordoqui Castilla
1. Presentación del tema [arriba]
Pasamos al análisis de las posibles repercusiones que pudo tener en la existencia jurídica del contrato un evento como el del COVID-19. Nos estamos refiriendo especialmente a los contratos, por ejemplo, de ejecución continuada que vieron interferida su ejecución por las consecuencias derivadas de las medidas que se dispusieron para prevenir la enfermedad del COVID-19 como ser la obligación de quedarse en las casas, de evitar la presencia en aglomeraciones, de no poder viajar. Los primeros interrogantes que saltan a la vista son el de si se está ante una situación, de imprevisión o excesiva onerosidad sobreviniente, o de fuerza mayor (caso fortuito) que afecta el cumplimiento contractual. De ser ello así se debe ponderar cual es la conducta debida o exigible entre las partes para superar la grave situación y es a ello que se dedican los próximos numerales.
En nuestro planteo se propondrá considerar al principio general y fundamental de la buena fe como eje de soluciones a la hora de establecer consecuencias de lo fortuito o imprevistos tendientes a propiciar las posibilidades de renegociar, o adecuar el contrato a las nuevas circunstancias.
En la ejecución de los contratos, no es posible aplicar estrictamente lo pactado (pacta sunt servanda) sin analizar cada caso en particular a donde nos conduce a la hora de tener que enfrentar nuevas circunstancias o hechos imprevistos y sobrevinientes que alteran esencialmente el alcance de las prestaciones. La cuestión es saber quién tiene que asumir las consecuencias, es decir, determinar si el coronavirus y sus consecuencias son eximentes de responsabilidad (“fuerza mayor” o caso fortuito) o si se trata de un hecho causante de excesiva onerosidad sobreviniente. Y a través de este concepto, y de otros similares, si una parte puede terminar o suspender la ejecución de un contrato —no entregar un producto o servicio temporal o definitivamente— sin necesidad de compensar a la otra. O exigir —como ocurre en los contratos con el Estado— la renegociación.
En nuestro caso comenzaremos a recurrir a la buena fe como principio general del derecho y luego haremos algunas reflexiones sobre sus proyecciones específicamente en el ámbito contractual, a la hora de enfrentar situaciones como las generadas con el COVID-19.
La expansión del coronavirus (COVID-19) se ha convertido en una epidemia con efectos sustanciales en la salud y la economía, ocasionando cuarentenas en países, cierres de fronteras, suspensiones de operaciones, clausura de oficinas y afectando negativamente a industrias y consumidores. Entramos a uno de los aspectos más interesantes en la fundamentación de la buena fe como instrumento de tutela y custodia contractual. Hoy la buena fe no refiere sólo a un no asumir determinadas conductas, sino que impone —como ya se dijera— deberes activos de cooperación y colaboración entre las partes, imponiendo un fin solidarista y personalista que en muchos casos asegura una verdadera justicia contractual. La buena fe exige que cada parte se preocupe por la otra y colabore en la realización de la prestación recíproca. Desde esta perspectiva la buena fe lleva a dejar de lado el individualismo egoísta con que se presentó el contrato en los siglos XVIII y XIX, exigiéndose hoy la consideración prioritaria del interés del otro. Lograr propuestas y soluciones justas en el ámbito contractual dentro del marco de la legalidad y en el respeto de la autonomía de voluntad, en un momento en que se abusa del contrato para lograr la explotación del más débil, no es sencillo.
La buena fe permite encontrar soluciones en el marco de la ley pues el legislador utilizó cláusulas generales con remisión a principios generales, lo que permite al juez moverse de otra manera, propiciando soluciones justas dentro de la legalidad. La vigencia plena de este principio lleva a ver el negocio jurídico como un instrumento solidario de cooperación entre partes para obtener un fin común. La comprensión del valor y sentido de valorar la solidaridad que se incorpora al derecho a través de lo que supone el deber de actuar de buena fe, tiene la virtualidad de poner en manifiesto la imposibilidad de concebir derechos subjetivos absolutos propios de un inimaginable ser incomunicado. Todos los derechos de las personas, en mayor o menor medida, deben admitir la presencia o coexistencia de un interés social. Derecho subjetivo como los que se ejercen al contratar devienen así una situación jurídica compartida con otros intereses y, por tanto, destinado a cumplir una función social.
Gianluca Falco[1] señala que la buena fe como cláusula general en todo contrato marca un camino de flexibilización del orden jurídico y del contrato en particular. Ello permite mayor adaptabilidad a las circunstancias del caso concreto y posibilita tener una regulación actualizada no obstante el pasar del tiempo. Por su intermedio, el juez puede y debe ajustar el contrato a la realidad del caso e integrarlo con las pautas de conducta debida que hagan falta. La buena fe ajusta la norma aplicable y el acuerdo de partes de forma que el “reglamento contractual” pasa a obligar a partir de la voluntad, de la norma, de los usos, de la equidad y, en particular, de los dictámenes de la buena fe.
Cuando se tienen que enfrentar situaciones tan complejas como la aplicación o vigencia del contrato ante las nuevas circunstancias generadas por el coronavirus la pregunta básica parte de determinar cuál es el alcance de la acordado por las partes y de lo no acordado pero exigible por las circunstancias del caso. Si dijimos bien, pues como veremos los contratos obligan no solo a lo que en ellos se expresa lo que es versión textual del Código Civil en su art 1291 inc. 2.
Consideramos de interés a esta altura de los estudios realizados presentar algunas reflexiones cobre las proyecciones de la buena fe contractual que aparece cada vez que debemos determinar los efectos del contrato sea a vía de ejemplo, en los casos de renegociación de la aplicación de la teoría de la imprevisión, de la determinación de las obligaciones existentes en relaciones intrahospitalarias.
Cuando enfrentamos un contrato ante circunstancias no previstas con claridad por las partes no podemos olvidar a Betti (ob.cit., pág. 370) cuando destaca que en la labor de integración no corresponde preguntarse qué es lo que las partes hubieren previsto si hubieran caído en cuenta sobre el punto no regulado explícitamente, sino que lo que corresponde preguntarse es cómo, en tal tipo de negocio, en tal situación económica y social, se hubiere razonablemente resuelto. Presumir o inventar voluntades es una visión individualista hoy superada. Dada la gran importancia que atribuimos al estudio de esta norma para el conocimiento de nuestro tema, consideramos imprescindible realizar un breve análisis de sus antecedentes históricos.
2. Diferencia entre el “contenido» y los “efectos» del contrato [arriba]
Señala DE LOS MOZOS[2] () en una página de real valía, que:
“La voluntad negocial en virtud del reconocimiento jurídico del dogma de la autonomía privada sigue siendo la única capaz de crear el negocio jurídico. El Derecho, en este caso, se limita a recibir esa manifestación de la voluntad. Lógico es, por tanto, que, si en cada caso la voluntad se eleva a la categoría de norma, el Derecho intervenga para disciplinar la actuación de la autonomía privada.
Existe, ante todo, una primera regulación: aquella que va a fijar la trascendencia fáctica como declaración de voluntad, como hecho jurídico que condiciona su manifestación para hacerla relevante a la vida de Derecho, bien en abstracto (consentimiento y capacidad) bien en relación con el contenido del negocio (error, requisitos de la declaración de voluntad)”.
Pero, sobre todo, como sostiene BETTI (ob.cit.), “respecto de la iniciativa privada el orden jurídico no tiene más que una función limitadora y ordenadora y no es concebible que pueda sustituir al individuo en el cometido que es propiamente suyo, o sea, el dar existencia a aquello que es contenido del negocio jurídico”.
De ahí que, según el citado autor, sea preciso distinguir entre “contenido» y “efectos» del negocio jurídico en consideración a las diferentes esferas de competencia de que unos y otros están sometidos. El contenido del negocio que está constituido por el intento práctico de las partes, si bien no halla inconveniente en configurarlo como intento jurídico, al tratar de perseguir el fin propuesto por un procedimiento de tal índole pertenece a la esfera de la autonomía. En cambio, los efectos jurídicos son fijados exclusivamente por la ley, sin que a las partes les sea preciso fijarlos o establecerlos, bastando que su conducta quede comprendida dentro del amplio campo normativo en el que se permite el libre juego de la autonomía privada. El negocio que se produce fuera de ese campo no es tal por inválido o inexistente. Pero es evidente que esto sólo se produce cuando la voluntad de las partes vulnere, por no ajustarse a ella, una norma de Derecho necesario (jus cogens), ya que el otro tipo de norma en este sentido, las de Derecho voluntario (jus dispositium), coexisten con la autonomía privada como supletoria de la misma, para configurar el contenido propio del negocio. En suma, la norma dispositiva sirve para integrar, sustituir o corregir la voluntad privada, no ya de los efectos jurídicos del negocio sino de su mismo contenido.
Y es una ficción absurda e inútil —dice BETTI—, tratar de explicar este fenómeno apelando a una:
“presumible voluntad de las partes” cuando la postura de éstas hubiera sido muy diferente en relación con la adquirida por su situación jurídica ante un conflicto de intereses, no pudiendo dejarse a su arbitrio la integración de los efectos del negocio consecuencia de un determinado contenido que es atributo de la ley, como fiel reflejo de la conciencia social, y no resultando por ello modificada la propia voluntad de las partes que ha sido estimada para el derecho en la plenitud de su manifestación y respetada en toda su realidad psicológica. Lo que quiere decir que el negocio jurídico no sólo produce los efectos jurídicos perseguidos por las partes en la consecución de un fin práctico, sino, además, otros efectos propios de la norma dispositiva, que integran la voluntad negocial completándola, o bien, que la suplen en lo que la declaración no haya previsto o, por último, corrigiendo su contenido si a ello no se opone la propia voluntad de las partes”.
Para nosotros la gran importancia de estas ideas radica en que nos están ubicando claramente ante una nueva dimensión del contrato. Ya no alcanza con interpretar el contenido, lo querido por las partes, sino que debe analizarse los efectos queridos por el ordenamiento jurídico a través de una eventual integración del negocio. Ante la ausencia de regulación expresa en un tema como el que nos ocupa, tanto en el contrato como en el ordenamiento jurídico debemos realizar una labor de integración.
Nos guste o no, quien en definitiva realiza esta labor, normalmente es el Juez. Es aquí donde comienza el punto en el cual se establecen dos claras posiciones: por un lado, estarán aquellos que tienen gran temor en que el magistrado intervenga en el asunto, pues para integrar deberá utilizar principios, conceptos de imprecisa latitud y terminaría por entrometerse en la vida del negocio. Por otra parte, están quienes a la luz de lo preceptuado por el art. 15 del C.C. cuando establece que “los Jueces no podrán dejar de fallar en materia civil, a pretexto de silencio, oscuridad o ineficiencia de las leyes”, y frente a las pautas que con tanta claridad señala el art. 1291 inc. 2 del C.C., intentarán “integrar” o adecuar el negocio jurídico.
3. Interpretación “integradora” [arriba]
Para determinar el alcance del contrato a la hora de enfrentar las consecuencias del coronavirus es oportuno recordar las enseñanzas de BETTI (ob.cit., pág. 368) cuando con acierto refiere a la posibilidad de una interpretación integradora que recae sobre puntos de la regulación negocial que, no estando comprendidos en la fórmula, pueden en todo caso comprenderse en la idea que ella expresa siendo, por ello, encuadrados en el contenido del negocio. Se interpreta lo que está expresado o declarado y si no está declarado se entiende que algo está implícito y se interpreta integrando lo no expresado. Es en este ámbito donde se destaca la importancia de la buena fe, la equidad, los usos y costumbres en la interpretación (integradora). La interpretación presupone conceptualmente un dato contenido en el negocio concreto ya implícito (interpretación integradora) ya explícito en una idea manifestada o en una fórmula adecuada. Integración supone tener que resolver un aspecto o situación sobre la que no hay nada previsto ni implícita ni explícitamente. Se integra con los efectos del orden jurídico proyectado sobre el contrato. Todo contrato se integra por normas imperativas y dispositivas que se activan con su funcionamiento o perfeccionamiento.
Por la interpretación se accede al significado de lo declarado o actuado por las partes en el contrato. Con la denominada interpretación integradora o complementaria se accede al significado de la regulación objetiva creada con el contrato. Se integra a la interpretación normas de conducta que no fueron previstas por las partes ni resultan de la ley pero que son propias del tipo contractual. Por la interpretación integradora se puede ampliar la nómina de deberes o incluso limitar, en ocasiones, los derechos contractuales.
La denominada por Larenz (ob.cit., pág. 744) “interpretación complementaria del contrato» no es interpretación de las declaraciones de voluntad y de su significado normativo, sino de la “regulación objetiva” creada por el contrato. El resultado de interpretar conforme a la buena fe exige que cada parte admita el contrato tal como se ha de entender por contratantes honestos según la idea básica y la finalidad del mismo, tomando en consideración los usos del tráfico. Se debe llevar a término la ponderación de los valores en que se basaron las partes. Han de contemplarse todas las circunstancias que confieren a un determinado contrato su especial carácter. No se acude a voluntades presuntas o hipotéticas sino a lo que ambas partes hubieren querido y aceptado como justo, en equilibrio de intereses, actuando de buena fe.
La interpretación integradora apunta a lograr el sentido de lo acordado por las partes y proyectado en el tiempo, más allá del escrito o de las intenciones presuntas que no existieron, y ello se logra por aplicación de la buena fe objetiva. Juegan aquí principios derivados de la buena fe objetiva, como son el principio de autorresponsabilidad, el principio de la apariencia, el principio de la conmutatividad y el criterio de la justicia contractual.
El contrato tiene un “sentido total, global y para llegar a él en ciertos casos debe considerarse la buena fe objetiva”. Se debe destacar que en esta interpretación integradora operan también los denominados principios generales de la contratación, a los que alude, por ejemplo, el art. 1260 del C.C. al regular los contratos atípicos o innominados.
La interpretación integradora o complementaria, como vimos, permite la aplicación de ciertos principios como el de la apariencia. Ello determina la posibilidad de que operen juntas la buena fe objetiva y la buena fe subjetiva. Así, por un lado, se protege la creencia de la parte que confió en lo que aparentaba objetivamente la otra, y además, la valoración de la parte que creó la apariencia, conforme a los cánones de conducta debida. De lo expuesto se deduce que en estos casos la buena fe no es una simple aplicación de normas éticas, sino que impone por sí efectos al contrato. Así, el deber de buena fe como norma de conducta constituye uno de los puntos cardinales de todo el reglamento contractual, sea en lo que concierne al alcance de sus deberes principales o en lo que refiere a los deberes accesorios.
4. Nuestra opinión. Análisis del art 1291 inc. 2 del CC [arriba] [3]
Es muy importante para poder pensar en el fundamento de la teoría de la imprevisión en nuestro derecho que se tenga un claro concepto de lo que encierra en realidad el art 1291 del CC determinante de la esencia misma de todos los contratos.
Como ya lo dijéramos en otra ocasión[4], se interpreta no sólo en caso de oscuridad del contrato o de la ley. Para decir que el texto es claro debió haber procedido previamente un acto de interpretación. Interpretar de buena fe significa que no se debe pretender más que lo que es debido conforme a la neta inteligencia de las cláusulas contractuales habida cuenta de su finalidad. Los términos del contrato deben ser analizados conforme a la naturaleza, las circunstancias del caso, la buena fe, los usos y las costumbres. Esto es interpretar de buena fe.
Dar relevancia a la conducta posterior implica exigir conductas coherentes, lo que es también propio de la buena fe. En este sentido puede estarse a lo que surge del artículo 1301 del C.C.: “los hechos de los contrayentes posteriores al contrato, que tengan relación con lo que se discute, servirán para explicar la intención de las partes al tiempo de celebrar el contrato”.
A su vez, el deber de redactar con claridad también es propio del proceder de buena fe. En este sentido, el artículo 1304 del C.C. establece que en los casos dudosos que no pueden resolverse según las bases establecidas, las cláusulas ambiguas deben interpretarse a favor del deudor. Pero las cláusulas ambiguas que haya sido extendidas o dictadas por una de la partes, sea acreedora o deudora, se interpretarán contra ella siempre que la ambigüedad provenga de su falta de explicación También esta norma se sustenta en la buena fe que se concreta en el deber de actuar con transparencia a la hora de redactar un contrato.
Cuando el artículo 1298 del C.C. alude a la intención común de las partes no se debe buscar qué dijo o cuál fue la voluntad de cada uno, sino que se debe interpretar lo consentido, o sea, el resultado de lo acordado por las dos partes, lo que adquiere por sí objetividad. En definitiva, no se interpretan voluntades sino acuerdos. Por ello, la interpretación según la intención común no contrasta, sino que coincide con la interpretación según la buena fe, que exige objetividad en lo expresado orientado conforme a lo que exigía el haber actuado de esta forma.
Seguidamente, pasamos a analizar el texto de nuestro artículo 1291 inciso 2º del C.C. cuando expresamente dice, refiriéndose a la ejecución del contrato que: “todos deben ejecutarse de buena fe y por consiguiente obligan no sólo a lo que en ellos expresa, sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad, el uso o la ley”.
A) Todos (los contratos)
DIEZ PICAZO en el prólogo a la obra de WIEAKER[5] advertía que una cosa es la buena fe y otra diferente es el principio general de la buena fe. La buena fe opera como supuesto de hecho de algunas disposiciones cuando, por ejemplo, se regula la posesión de buena fe, el matrimonio de buena fe. Otra cosa es cuando nos referimos a la buena fe como principio general de derecho en su fuerza jurígena como norma jurídica a contemplar y a exigir, o como regla de derecho con la que se controla la legalidad de los procederes, incluso los de la propia Administración Pública.
La afirmación de que todos los derechos se deben ejercer y todas las obligaciones se deben cumplir de buena fe alcanza para tener una idea de la dimensión de este principio que hoy habiendo surgido del derecho privado no es ajeno a ninguna rama del derecho.
B) Deben ejecutarse de buena fe
Cuando el codificador ordena que “todos (los contratos) deben ejecutarse de buena fe" y por consiguiente obligan, no sólo a lo que en ellos se expresa sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad pone en un mismo plano la necesidad de regular determinada forma de conducta que deben seguir las partes y como consecuencia, ciertos resultados a los que deben de arribar. Es porque se actúa o se debe actuar de buena fe, que el contrato obliga a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad. En su propia esencia se trata de dos conceptos que pueden ser calificados como ”standards jurídicos” tema ya analizado.
Estamos de acuerdo con GAMARRA (ob.cit., pág. 244) en el sentido de que las leyes vigentes pueden resultar adecuadas por el desarrollo incesante y veloz de la sociedad moderna y lo que es justo para una época puede dejar de serlo para otra, pero no debe olvidarse que esto el primero en saberlo y reconocerlo fue el propio legislador y precisamente por ello que recurrió a los denominados standards jurídicos, conceptos válvulas, normas en blanco, ventanas de valoración a través de las cuales delegar al intérprete la adopción de medidas tendientes a lograr la justicia del caso concreto. Y si esto lo ordena el propio Código, mal puede pretenderse que se esté bregando por una mayor justicia que legalidad pues es la propia ley la que reclama la justicia del caso concreto.
¿Cómo opera el deber de actuar de buena fe y las consecuencias conforme a la equidad ante la superveniencia de acontecimientos imprevistos no imputables a las partes, que vuelven extremadamente onerosa la prestación?
Descartando el hecho de que el problema haya sido regulado o previsto por las partes y que no podemos transitar por la zona del “contenido” y la eventual interpretación del contrato, pasamos a investigar la zona de los “efectos” del contrato y es desde aquí que podremos advertir que, partiendo de la naturaleza, de la finalidad del contrato —a la que ya hemos hecho referencia— aparece el deber de actuar de buena fe, que en el caso se presenta como un deber de cooperar, como un deber de solidaridad, de seguridad (efecto de origen constitucional, art. 7) y dado que debe tenderse a lograr consecuencias conformes a la equidad, acierta quien en consideración de las circunstancias del caso adopte medidas tendientes a preservar la conservación de la ecuación económica del contrato dentro de las variantes propias del riesgo o alea normal del negocio, dada su finalidad.
Con la consagración del principio de la buena fe el codificador ha dejado un margen de discrecionalidad al Juez para que éste efectúe “un control sobre la compatibilidad entre las circunstancias del caso y el cumplimiento debido”.
Como se podrá haber constatado, los elementos para poder arribar a una solución en el problema no surgen propiamente del contrato, de lo previsto por las partes, sino más bien, del ajuste que se da entre aquél y la norma y lo que ésta le impone como efecto. Así, la solución no surge más que de la norma y no porque al Juez de motu propio se le ocurra hacer justicia. El hecho imprevisto afecta al contrato, altera su causa, su objeto, el alcance del consentimiento originario y es frente a esta situación de anormalidad que reacciona el ordenamiento jurídico.
Es propio de la finalidad, de la naturaleza del propio contrato, todo efecto tendiente a preservar “su causa», “su objeto», en cuanto relación de utilidades recíprocas con las variaciones propias del alea, del riesgo normal en estos casos, según las circunstancias. El Juez puede integrar el contrato con efectos tendientes a conservar la ecuación económica con las variaciones propias del alea de riesgo normal. Esto no surge de la voluntad de las partes, ni porque el Juez tenga por sí facultades para rever el contenido del contrato, sino por el simple hecho de que se trata “de una consecuencia que según su naturaleza” (finalidad) corresponde aplicar (art. 1291 inc. 2º C.C.).
Si por diversas circunstancias que no le son imputables a las partes se desdibuja totalmente la ecuación del contrato al punto de que no es posible hablar más de prestación y contraprestación y en la que, además, se ha visto seriamente dañada la finalidad propia del negocio querido, el Juez puede y debe lograr, porque así lo quiso el propio codificador, que el contrato obligue a todas aquellas consecuencias propias de su finalidad, de su causa, de su objeto, tendiendo a que estas persistan aunque las mismas no surjan expresadas en su propio contexto (contenido).
La finalidad, la naturaleza del contrato, su causa, no se analizan sólo al origen del mismo, sino que con él conviven como la sangre en el cuerpo durante toda su vida. Las partes no quieren una estructura, quieren un fin. La norma no tutela una estructura vacía, sino que da relevancia a un fin y es a éste que protege y tutela durante su existencia, en su ejecución.
Resulta conveniente recordar que el propio codificador estableció que en todo contrato oneroso, es causa para obligarse cada parte contratante, la ventaja o provecho que le procura la otra parte. A su vez, el contrato oneroso es definido como aquel que tiene por objeto la utilidad de ambos contratantes gravándose cada uno en beneficio del otro. Así, la causa, la finalidad, no importa sólo al inicio del contrato sino durante toda su existencia y es precisamente hacia ella que debe apuntar el Juez cuando, precisamente para preservarla y como efecto del contrato impuesto por el propio ordenamiento jurídico, adopta medidas tendientes a su conservación y adecuación.
José Luis DE LOS MOZOS (ob. cit., pág. 45) comentando el art. 1258 del Código Civil español, similar a nuestro art. 1291 inc. 2º, señala que desde un enfoque objetivo, el principio de la buena fe adquiere función de norma dispositiva y de aquí su naturaleza objetiva obligacional, que no se halla basada en la voluntad de las partes sino en la adecuación de esa voluntad al principio que inspira y fundamenta el vínculo negocial. La buena fe interviene en la configuración de la norma del negocio jurídico situándose en el mismo lugar que los usos del tráfico, o la norma dispositiva. Desde este punto de vista, se impone sobre el negocio y es por ello que autores como J. L. DE LOS MOZOS llegan a sostener que “de esta manera el principio de la buena fe sirve para suplir, integrar y corregir el contenido del negocio” (pág. 46, ob. cit.). La observación de la buena fe objetiva por parte de los contratantes (acreedor y deudor) significa que el acreedor no debe pretender más, en el ejercicio de su crédito, ni el deudor puede dar menos en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que exige el sentido de la probidad, habida cuenta de la finalidad del contrato[6].
Puede ocurrir que cuando circunstancias imprevistas produzcan un disloque de la ecuación económica del contrato, el deudor o el acreedor deban afrontar contraprestaciones realmente irrisorias por lo exageradamente altas o bajas. Si a pesar de ello igualmente se exigiera el cumplimiento se estaría corriendo el riesgo de pretender una ejecución del contrato abusiva y atentatoria contra el principio de la buena fe debida. Frente a ello, al Juez compete hacer que se respete este principio y en cuanto norma dispositiva que es podría imponerlo en todas las consecuencias que ello implique, estando habilitado incluso para hacer resurgir el objeto del negocio entendido como el resultado al que tienden las partes, pero el resultado jurídico, es decir el intento práctico de los negociantes al vincularse con sujeción a un esquema normativo determinado[7].
El fin perseguido por los contratantes que se objetiviza en el objeto negocial debe ser reflotado, redescubierto por el magistrado, pues ha sido oscurecido, encubierto por factores extremos imprevistos no imputables a las partes.
Así, el principio de la buena fe consagrado en el art. 1291 inc. 2 del C.C., entendido como norma objetiva, puede ser utilizado para integrar el contrato y decidir si lo pretendido por una de las partes guarda congruencia con el debido equilibrio del sinalagma funcional y la reciprocidad de las contraprestaciones así como la proporción de las cargas y sacrificios que la justicia conmutativa impone y que los contratantes han tenido en consideración al integrar uno de los tipos negociales previstos por el Derecho[8].
C) “Y por consiguiente obligan no sólo a lo que en ellos se epresa”
Fue muy claro NARVAJA al establecer que: “Todos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente obligan no sólo a lo que en ellos se expresa”. Estas pocas palabras bastan para entender que el contrato no es sólo lo que las partes declaran, sino que lo integra algo más. ¿Y qué es este algo más? Pues precisamente aquellos “efectos» a los que hacíamos referencia en el párrafo anterior y que están consagrados en normas de diversa jerarquía: constitucionales, legales, jurisprudenciales.
MOSSET ITURRASPE, FALCÓN, PIEDECASAS[9] comentando el art. 1298 del C.C. argentino (similar al 1291 del C.C. uruguayo), consideran que cuando la norma alude a que el contrato obliga a lo que “en él no se expresa”, se refiere a que hay consecuencias declaradas y consecuencias virtuales no declaradas y ambas son obligatorias y se deben contemplar a los efectos de la interpretación e integración del contrato. Por este camino se llega a que fue voluntad de las partes asumir deberes de colaboración solidaria o deberes de búsqueda en común de un resultado provechoso para ambas; o que propiciaron el deber de información, entre otros.
Dar valor a lo “no expresado” significa que las partes contrataron presuponiendo una realidad y que ésta permanecería de determinada forma. Hay motivos que, no obstante no haber sido expresados, no son irrelevantes pues de la forma que actuaron las partes se deduce que fueron considerados como parte integrante del contrato.
El art. 1291 inc. 2º del C.C. está dando espacio para respaldar la teoría de la presuposición pues está claro que el Código Civil reconoce a las partes como obligadas a algo que no declararon pero que sobreentendieron o presupusieron. Desde el punto de vista objetivo, también las partes presuponen una realidad en la que confían, invariable. El contrato no depende sólo de palabras expresadas sino de una realidad considerada que no se expresa pero que debe ser contemplada, en especial lo que de ella deriva.
D) “Sino a toda las consecuencias que según su naturaleza”
Según se indica por la doctrina, el antecedente de normas como el art 1291 inc. 2 del CC estaría en DOMAT, pues éste afirma en Les loix civiles dans leur ordre naturel que, “les conventions obligent non seulement à de qui y es exprimé,mais, encore à toutes les suites ce que l’equité, l’usage ou la loi donnet à l’obligation d’apreés sa nature”
Para saber con más precisión de qué efectos se trata debe recurrirse a la “naturaleza» del contrato, o sea, a su finalidad (económica y social). Y una vez que tengamos claro cuál es la finalidad que se busca cumplir con el contrato, podremos pretender conocer cuáles pueden ser los efectos propios del mismo A través de los elementos de la naturaleza se incorporan al contrato “las prácticas usuales y los estándares propios de las negociaciones honestas seguidas en el tráfico”, toda vez que las “cosas de la naturaleza” de un contrato no son “simplemente aquellas normas del régimen contractual sobre las cuales guardaron silencio los contratantes, porque estas normas La referencia que hace el legislador a la “naturaleza de la obligación” o, según se ha entendido tradicionalmente, a la naturaleza del contrato, no debe pasar inadvertida, como ocurre frecuentemente. Para nosotros el término “naturaleza» equivale a “finalidad» (causa).
Es entonces que, si tenemos presente, por ejemplo, “contratos de cambio” de carácter oneroso en los cuales las partes no han regulado ni en forma positiva ni en forma negativa lo que debe ocurrir en casos de superveniencia de acontecimientos gravosos e imprevistos, tomando como guía su naturaleza, su finalidad de cambio esencialmente sinalagmática, debemos proceder a integrar el contrato con efectos propios de su finalidad (causa).
Diez Picazo[10], trabajando con el artículo 1258 del C.C. español, similar a nuestro 1291 inc. 2º del C.C., considera que la referencia a la “naturaleza de la prestación» lleva a considerar la función económica y social del mismo, o sea, se valora la causa que las partes tenían para contratar en busca del resultado perseguido. Así, si el contrato es oneroso, la solución de integración trata de mantener el equilibrio prestacional buscando preservar las utilidades de ambos contrayentes, gravándose cada uno en beneficio del otro.
E) “Sean conforme a la equidad, al uso o a la ley”
Haremos algunas reflexiones sobre la equidad, los usos y la ley en su función integradora.
I. La equidad
ALTERINI[11] señala: “En Uruguay el artículo 1291 del C.C. dispone que los contratos obligan conforme a la equidad consagrándose la máxima de justicia conforme a la cual sólo puede haber libertad con justicia (…). Esta máxima tiene en su certeza nada menos que el respaldo de PORTALIS. Este es un reclamo candente que el sistema jurídico de estos tiempos está precisando aun satisfacer”. El autor citado, con acierto destaca que deben aparecer nuevas formas de lesión. Así, el en el proyecto de Código Civil Argentino de 1998, en el artículo 327 se disponía:
“puede exigirse la invalidez o modificación del acto jurídico cuando una de las partes obtiene una ventaja patrimonial notoriamente desproporcionada y sin justificación, explotando la necesidad, la inexperiencia, la ligereza, la condición económica social o cultural que llevó a la incomprensión del alcance de la obligación, la avanzada edad o el sometimiento de la otra parte a un poder resultante de la autoridad que ejerce sobre ella o a una relación de confianza”.
PORTALIS[12] sostuvo que la libertad de contratar sólo puede ser limitada por la justicia, las buenas costumbres y la utilidad pública. Queda claro que el criterio que invoca la libertad no es patente para la explotación o el abuso. Este criterio es asumido en el Código Civil cuando, como bien destaca ALTERINI (ob.cit.), se ordena que los contratos obligan conforme a la equidad porque la ley así lo dice. El contrato no es sólo libertad sino libertad para un fin, que no puede ser el del abuso sino el de la solidaridad o la fraternidad para el bien común.
Debemos confesar que cuando tenemos que hacer algún comentario respecto al término “equidad» nos entra cierto rubor dada la frivolidad y parquedad con que ha sido tratado recientemente por la doctrina nacional, atribuyéndosele una “modesta función residual» subsidiaria o supletoria dado que recién opera —según lo que propone GAMARRA (Tratado, ob. cit., pág. 242) — cuando la voluntad de las partes, la voluntad de la ley, o los usos, sean insuficientes para colmar las lagunas del contrato.
No compartimos esta opinión por los argumentos que seguidamente se enuncian:
1. Del segundo inciso del art. 1291 del C.C. surge con una claridad meridiana que todos los contratos deben de ejecutarse de buena fe y como consecuencia de ello, o sea, porque deben ejecutar de buena fe, obligan no sólo a lo que en ellos se expresa (contenido) sino a todas las consecuencias que según su naturaleza (causa) sean conformes a la equidad, al uso o a la ley (efectos). Pone así el propio codificador en un mismo nivel y jerarquía el hecho de que el contrato debe de ejecutarse de buena fe con el hecho de que obligue a consecuencias conforme a la equidad, el uso o la ley.
El contenido del contrato (lo querido por las partes, el objeto) se debe interrelacionar necesariamente con los efectos del contrato y dado que debe ejecutarse de buena fe, obliga a las consecuencias que sean conformes a la equidad.
En algunos casos, el inciso 2 del art. 1291 del C.C. ha sido ignorado, en otros ha sido considerado en forma subsidiaria o secundaria al 1er. inciso; en otros la equidad dentro del segundo inciso ha sido presentada como jerárquicamente subordinada a lo querido por las partes, a los usos o a la ley. Nada de esto surge de la norma.
En la vida del contrato existen diferentes elementos que se condicionan e interrelacionan mutuamente. Así, lo querido por las partes (art. 1291 inc. 1º del C.C., contenido, objeto del contrato) no puede apartarse de la necesidad de una ejecución de buena fe, y es precisamente por ello que el contrato no obliga sólo a lo que en él se expresa, sino que en un plano de igualdad jerárquica, y en forma condicionada e interrelacionada, obliga conjuntamente a todas las consecuencias que de acuerdo a su propia naturaleza (causa) sean conformes a la equidad, al uso o a la ley (efectos).
Estos efectos que surgen de la consideración de la equidad, los usos, o la ley, tienen igual relevancia jerárquica que el propio contenido del contrato. Todos ellos deben de convivir e interrelacionarse mutuamente en un plano de igualdad. Cualquier distinción o jerarquización que se haga de estos elementos supone apartarse de lo establecido por el codificador.
2. Entendemos que la equidad considerada en este artículo como justicia conmutativa para el caso en concreto, está muy lejos de cumplir una mera función residual en el contrato. Muy por el contrario, ella está o debe de estar latente durante toda la vida del negocio jurídico. Y ello es tan así que ciertos autores, como veremos seguidamente, hacen referencia a la existencia de un verdadero “principio general de la conmutatividad” que es el que en definitiva nos orienta, en aquellos momentos que bien podemos denominar patológicos en la vida del contrato, o sea, cuando no ha existido cumplimiento o ejecución correcta del mismo.
Se suele plantear en forma errónea el tema cuando se sostiene que la equidad es subsidiaria de la ley como si recurrir a la ley fuere, en definitiva, una solución diferente a la aplicación de la equidad. La equidad está presente en la aplicación del derecho dispositivo o supletorio cuando éste existe, y está presente cuando éste no existe y el tema se resuelve en parámetros de equidad directa. La equidad no es algo secundario o subsidiario. No hay jerarquías entre las fuentes.
Es precisamente en tutela de esta conmutatividad, que en las reformas introducidas en los Códigos Civiles modernos (como es el caso del Código Civil italiano, Código Civil portugués, Código Civil argentino, Codigo Civil boliviano, etc.) se regula toda una serie de medidas que se conocen precisamente con el nombre de “justicia contractual» y que son, entre otras, la regulación de la lesión, de la onerosidad superviniente, del abuso del Derecho...
En nuestro derecho, atentos a la ratio legis que funda toda una serie de disposiciones inspiradas en la preservación de la conmutatividad, a que ya hiciéramos referencia en forma sumamente sintética, y muy particularmente por lo que surge del art. 1291 inc. 2 del C.C., en su remisión clara a la equidad como medio de integración y efecto necesario del contrato, consideramos que existe un verdadero “principio general de la conmutatividad” que se extrae del espíritu de todas estas y otras normas.
Se trata de un verdadero principio general de “orden público económico” que subyace en la vida misma del Derecho contractual. De este principio se deducen dos manifestaciones básicas:
a) ningún desplazamiento de bienes puede producirse de un patrimonio a otro sin que concurra una causa real que justifique el desplazamiento;
b) en el cambio debe existir el mayor equilibrio posible entre las prestaciones[13].
La equidad autoriza al juez a integrar (adecuar, reducir) el contrato con normas de conducta debida no previstas por las partes, creadas por la experiencia que pueda tener el juez y referidas al caso concreto, partiendo de la naturaleza del contrato y los principios y valores del orden jurídico (ROPPO, t. II, pág. 402).
Se debe diferenciar la equidad interpretativa (artículo 1300 inc. 2º del C.C.) de la equidad integradora del artículo 1291 inc. 2º del C.C. En este último caso se tiende a la conservación del contrato y a reencauzarlo a la realidad del mercado, conforme a su naturaleza, contemplando y subsanando omisiones que pudieren existir tanto por lo previsto por las partes como por las normas establecidas para regular supletoriamente la voluntad de las partes.
La equidad no es fuente de integración creativa para alterar el equilibrio cuantitativo del contrato en lo querido por las partes dentro del alea normal del contrato. No se puede —como ya viéramos— invocar la equidad para alterar el equilibrio económico de las prestaciones asumido por las partes originariamente dentro del alea normal del contrato. No se puede invocar la equidad para cambiar el contrato sino para integrarlo, o sea, completar lo que le falta. Lógica jurídica y razonabilidad, dentro de lo que es la naturaleza del contrato (la causa), marcan los parámetros dentro de los cuales el juez debe proceder a la integración con respaldo de equidad y en la buena fe.
En síntesis, frente a una ausencia de previsión por parte de los contratantes (contenido del contrato) el Juez debe proceder a la integración del negocio, o sea, al análisis de sus efectos. Es aquí donde pasa a guiarse por el principio general de que todos los contratos deben ejecutarse de buena fe y que, en consecuencia, pueden llegar a obligar no sólo a lo expresado en el contrato sino a todas las consecuencias que conforme a la naturaleza del negocio sean conformes a la equidad los usos o la ley.
La remisión del codificador a la equidad y a las circunstancias del caso se entienden como delegación de poder provisional al juez para disponer lo que se considera justo para el caso concreto. Se debe ir a una solución particular y dejar de lado las propuestas generales. La equidad está dentro del sistema jurídico y no fuera y ello es así porque la norma lo dice.
Con claridad REZZONICO (Principios, ob.cit., n. 219) señala que aplicar la equidad supone atemperar el rigor de la norma pues su aplicación ciega o rígida llevaría a sacrificar intereses que el legislador no puede tutelar expresamente al dictar la norma desconociendo la realidad del caso concreto.
II. Los usos
A la integración por los usos y costumbres solemos darle poca trascendencia. En nuestro derecho, la costumbre y los usos tienen relevancia cuando la ley lo establece (artículo 9 del C.C.). En el caso en cuestión, tanto en la interpretación como en la integración, los usos y costumbres tienen relevancia porque la ley lo dice expresamente (el artículo 1291 inc. 2º del C.C.), por lo que los usos y costumbres operan como fuente integradora del contrato. Estos usos pueden ser generales y particulares, o sea, que surgen de cómo se procede en términos generales o de lo que las partes en su relación han venido haciendo y en cuanto tal dando origen a una determinada costumbre. Una cosa son los usos comerciales o prácticas de estilo y otra las conductas especiales que se venían gestando entre las partes. Como criterio rector, los usos y costumbres son relevantes cuando la ley así lo indica (artículo 9 del C.C.). En el caso tenemos los Arts. 1291 inc. 2º y 1303 del C.C, que refieren a los usos en función de integración o de interpretación del contrato.
También operan en el ámbito de la interpretación según lo preceptuado en términos generales por el artículo 1302 del C.C. Se advierte aquí remisiones genéricas de los usos o costumbres para cumplir estas funciones, no siendo necesaria una ley para la aplicación en casos concretos. Estos usos refieren a la forma de actuar en los negocios, destacándose aquellas conductas que al reiterarse terminan por ser la conducta esperada, aun cuando nada se haya previsto sobre el particular. Los usos expresan una forma normal de comportamiento de aceptación socialmente reconocida y admitida como razonable.
En nuestro tema la presencia de las costumbres es relevante para determinar en ocasiones la corrección no de los comportamientos de las partes en el contrato Así por ejemplo a nuestro entender, como veremos, recurrir a una renegociación en casos de desestabilización o frustración del fin del contrato resulta una exigencia no solo del proceder de buena fe asi no de actuar conforme a las buenas costumbres
C) Principios Contractuales “derivados” del Principio General y Fundamental de la Buena Fe
a) Presentación del tema
PEIRANO FACIO (Curso obligaciones, Montevideo, pág. 37) al inicio del curso de los contratos, insistía mucho sobre el necesario conocimiento de los “principios generales de los contratos”. Estos principios en cuanto tales orientan la vigencia del derecho contractual como algo orgánico y homogéneo. Posibilitan la armonización, la interpretación, la integración y la delimitación del contrato. A ello se refiere en forma expresa el art. 16 del Código Civil y el art. 332 de la Constitución y en especial el art. 1260 del Código Civil que al regular los contratos innominados establece: “Los contratos, ya tengan o no denominación particular están sujetos a unos mismos principios generales” (el resaltado es propio).
De una interpretación sistemática de toda la ley, deducimos que ella se sustenta en la aplicación de ciertos principios generales del derecho del consumo, que tienen desde nuestro punto de vista la peculiaridad de derivarse del principio general y fundamental de la buena fe. Ellos son:
a) Principio de protección al consumidor;
b) principio de autodeterminación de la voluntad;
c) principio de la confianza;
d) principio de la seguridad;
e) principio de la transparencia y la veracidad;
f) principio de la igualdad jurídica;
g) principio de la equidad o equilibrio contractual;
h) principio del formalismo;
i) principio protectorio;
j) principio de la prevención;
k) principio de la adecuación[14]
A los efectos de nuestro tema priorizamos algunas reflexiones sobre el principio de la colaboración y la adecuación
b) Principio de la Colaboración o de Cooperación y Solidaridad
Una de las evoluciones más trascendentes que ha tenido la aplicación del principio de la buena fe estuvo en descubrir dentro de su ámbito aspectos activos que se concretan en el deber de colaboración que tiene el acreedor respecto del deudor para facilitar la relación contractual, sea en su perfeccionamiento como en su ejecución. Al principio, en la etapa de las tratativas la información brindada entre las partes es esencial para determinar la existencia de un consentimiento con conocimiento. Llegado el momento de la ejecución, el acreedor debe colaborar con el deudor pues de lo contrario esta falta de colaboración puede determinar la mora de acreedor.
BETTI[15] () entiende que la buena fe en los deberes de convivencia se presenta desde un doble punto de vista; uno negativo, previsto en la máxima de ULPIANO alterum non laedere o de no dañar, y otro positivo, imponiendo la activa colaboración con el grupo social a fin de promover su interés. En ciertos países se presenta como el principio de corretezza (corrección) y se concreta en el deber de solidaridad o de cooperación que es una derivación del principio general de la buena fe[16]. CARUSI[17] destaca que el acreedor en toda prestación tiene el deber de cooperación. Cooperar es facilitar la toma de decisiones y la ejecución de la prestación. En la etapa preliminar se coopera con una información clara, veraz y completa; en la ejecución de la prestación se coopera colaborando y brindando lo necesario para que el deudor pueda cumplir.
Especial importancia tiene este principio en la instancia precontractual, donde puede no estar claro hasta qué punto se debe informar a la contraparte previo al contrato. Sólo se debe informar sobre la representación fiel de la realidad que presupone el contrato, no sobre las intenciones o proyectos o motivación del proceder de la parte.
Curioso resulta destacar que este deber de colaborar en ciertos casos se proyecta con el deber de informar y en otros, actuar de buena fe implica no informar. Así, por ejemplo, en la relación médico-paciente, si bien el principio es el del deber de informar, en ciertos casos un proceder de buena fe y la protección de la salud del paciente exigen no informar, al menos en forma directa, al paciente derivando la información a los familiares.
Este principio se vio expresamente consagrado en el Art. 1.102 de los Principios Lando al señalarse: “cada una de las partes está obligada respecto de la otra a cooperar para lograr la plena efectividad del contrato”.
En nuestra opinión, quien presentó con más claridad este principio fue BETTI (ob.cit.) cuando afirmaba que el contrato no es reflejo del interés de una parte opuesto o predominante al de la otra, sino que debe primar un espíritu de colaboración para el logro de las respectivas expectativas.
La solidaridad significa compartir la carga de los demás. En una situación como la que atravesamos, la contratación no es ajena a la buena fe. Y me parece que esta no solo exige una conducta que exprese corrección y lealtad sino también, dependiendo de las circunstancias, una necesaria solidaridad.
5. Conclusión: El Buen contratante [arriba]
A) Presentación del tema
En la vida se debe ser buen padre, buen hijo, buen trabajador y buen contratante. Ello exige considerar no solo los intereses propios contra los de la contraparte, sino lograr los propios colaborando en lo posible con los de la otra parte El contrato no es un instrumento de explotación del fuerte contra el débil. Si las circunstancias los alteran sustancialmente existe el deber de renegocias recomponer la base negocial para evitar precisamente la explotación injustificada. La obligatoriedad del contenido natural del contrato no se deriva del pacto ni de fuentes de integración normativa (ley dispositiva y usos), sino del principio de la buena fe que obliga a respetar la confianza legítima en la vinculación de lo que razonablemente cabe esperar como conjunto de derechos y obligaciones que completan el programa contractual.
Basándonos en la definición que da el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, afirma: “La buena fe es el criterio de conducta al que ha de adaptarse el comportamiento honesto de los sujetos de derecho en las relaciones bilaterales, comportamiento adecuado a las expectativas de la otra parte”
B) Concepto jurídico indeterminado
Las cláusulas generales como la buena fe contractual constituyen una técnica de regulación del comportamiento en que es el propio legislador quien adopta la decisión de ordenar las relaciones jurídicas mediante un estándar o modelo general de conducta en lugar de establecer una regulación más precisa y detallada de la relación contractual.
La buena fe contractual es, en general, calificada como un concepto jurídico indeterminado, cuyo exacto contenido no se deja definir con precisión de una manera general y abstracta, que satisfaga condiciones necesarias y suficientes de aplicación. La particularidad de todo concepto jurídico indeterminado como el de la buena fe contractual es, en realidad, que su aplicación no puede efectuarse de una manera meramente mecánica, sino que presupone siempre un acto de evaluación y valoración del juez en cada caso particular, efectuado sobre la base de un conjunto de directivas a que ese mismo concepto remite, y que lo dotan de un contenido relativamente preciso en un contexto concreto.
La gran ventaja de ordenar la relación contractual con una norma jurídica que asume la forma de una cláusula general como la contenida en el art. 1291 inc. 2 del Código Civil, es su enorme plasticidad y flexibilidad, la que le permite hacerse adecuadamente cargo de todas las circunstancias y particularidades que pueden afectar a la relación obligatoria surgida del contrato. La señalada plasticidad no solo permite aplicar el derecho de un modo que sea consistente con el sentido económico y la finalidad práctica del contrato cuando una aplicación puramente formal de la ley puede llevar a un resultado insatisfactorio, sino que tiene, también, una especial aptitud para resolver nuevos supuestos de hecho no explícitamente previstos por normas legales más precisas, presuponiendo la introducción de una cláusulas general, por lo mismo, un explícito reconocimiento a la incapacidad del legislador de prever todos los hechos y circunstancias futuras que pueden resultar jurídicamente relevantes para la configuración de la relación contractual.
La razón de ese traspaso o delegación en la figura del juez tiene su origen en que es este quien en ejercicio de la función jurisdiccional se confronta con los hechos, circunstancias concretas y transformaciones que resultaban imprevisibles e inconmensurables para el legislador al momento de dictar la ley, y que son los que determinan la introducción de una cláusula general como la buena fe contractual en el conjunto de normas jurídicas que configuran el derecho de contratos
C) El deber de actuar de buena fe contractual surge de una norma
Para algunos la desventaja de la buena fe estaría en que por su intermedio se abre, un cierto espacio para que los jueces puedan hacer prevalecer sus propias convicciones subjetivas o ciertas tendencias valorativas por sobre lo ordenado por el legislador, con todos los riesgos que ello necesariamente conlleva
Pero no podemos olvidar que es el propio legislador el que se remite a la buena fe Una característica fundamental de toda cláusula general como la buena fe contractual es de hecho vista en la circunstancia de que se trata de una norma jurídica formulada en una disposición legal, la que debe ser aplicada al igual que cualquier otra disposición legislada que forma parte del derecho vigente.
D) Colaboración, lealtad, honestidad
Ese estándar de conducta es el estándar del contratante leal y honesto, el que esencialmente implica honrar la confianza que supone la especial relación de intercambio y cooperación que subyace al contrato, de modo de no comportarse abusivamente y no defraudar las legítimas expectativas d comportamiento de la parte contraria, en atención a la finalidad económica o el propósito práctico que subyace a la convención
Destaca Adrián Schopf Olea[18] que mientras la autonomía privada se refiere a los aspectos explícitamente acordados por las partes contratantes, el estándar del contratante leal y honesto se refiere a lo que no se encuentra expresado en el acuerdo contractual, pero constituye un presupuesto indispensable de realización del mismo, de manera tal que través de la buena fe contractual el derecho cautela los legítimos intereses de las partes contratantes más allá de su explícito reconocimiento en la promesa contractual. El contenido del contrato en cuanto ordenamiento privado que regula las relaciones recíprocas de las partes contratantes se compone de ambos aspectos: lo expresamente acordado por las partes en virtud de la autonomía privada y lo implícitamente presupuesto en el mismo en virtud de la buena fe contractual
E) Con la regulación de la buena fe contractual se quiere llegar a circunstancias no previsibles por el legislador. Potestad delegada
La razón por la cual el legislador recurre a la buena fe en la ordenación de la relación obligatoria radica en la imposibilidad de prever la inconmensurable cantidad de circunstancias concretas y transformaciones futuras que resultan relevantes para la relación contractual, lo que se traduce en la incapacidad de la ley de formular previamente y de manera exhaustiva todos los supuestos y todos los deberes de conducta y demás efectos jurídicos que rigen la relación contractual. La aplicación de la buena fe presupone, de este modo, necesariamente, el ejercicio de una potestad delegada en el juez para definir en concreto una serie de deberes de conducta y demás efectos jurídicos que configuran el contenido implícito de una determinada relación contractual.
En el ejercicio de esa potestad el juez debe siempre efectuar un especial acto de valoración, lo que significa que los diferentes hechos y circunstancias que en concreto resultan relevantes para la configuración de la relación contractual deben ser ponderados y evaluados a la luz de ciertos valores y fines, para por esa vía poner al descubierto y precisar los deberes de conducta y demás efectos jurídicos que rigen a los contratantes.
F) Especial dinámica del derecho contractual
De este modo, la buena fe contractual da cuenta de un especial dinamismo interno del derecho de contratos, constituyendo el medio que permite su continuo desenvolvimiento y desarrollo desde adentro, de una manera que resulta consistente con los valores y fines que lo fundamentan. Por ello es posible pensar que con nuestro CC es posible llegar a figuras que contemplen la casuística a las que nos enfrente el derecho con la COVID-19
Notas [arriba]
[1] La buona fede e l’abuso del diritto, Ed. Giuffre, Milán, 2010, pág. 4
[2] El principio de la buena fe, pág. 55
[3] Siendo esta norma esencial en el desarrollo de nuestra temática y en particular para la fundamentación de la Teoria de la Imprevisión la estudiamos más detenidamente
[4] ORDOQUI CASTILLA, Lecciones de Derecho de las Obligaciones, t. III, vol. 2, pág. 98
[5] El Principio general de la buena fe, Madrid, 1986
[6] MESSINEO, Doctrina general del contrato, t. II, pág. 206
[7] J. L. DE LOS MOZOS, ob. cit., págs. 177-178
[8] VENINI, La re¬visión del contrato y la protección del adquirente, pág. 165
[9] La frustración del contrato, Buenos Aires, 2002, pág. 41
[10] Fundamentos de derecho civil patrimonial, t. 1 pág. 410 y ss.
[11] Estudios, ob.cit., pág. 112
[12] Discurso preliminar del proyecto de Código Civil francés, obra traducción, Buenos Aires, 2004, pág. 85
[13] DIEZ PICAZO, Sistema de Derecho Civil, t. II, pág. 6
[14] Ver Ordoqui Castilla, Buena Fe Contractual, Ob, cit pág. 677 y ss.
[15] Teoría general de las obligaciones, T. I, pág. 71
[16] BESSONE, Adempimento e rischio contrattuale, Milano, 1975 pág. 82 y 394; RODOTA, Le fonti di integrazione del contratto, Milán, 1989, pág. 52
[17] voce “Corretezza” en Enciclopedia del Diritto, t. X, Milano 1962, pág. 710
[18] “La buena fe contractual como norma jurídica”, en R Ch DP, Nº. 31, Santiago, Dic. 2018
|