JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Violencia familiar
Autor:Curi, Sara Gabriela
País:
Argentina
Publicación:Colección de Tesis de la Universidad del Aconcagua - Acceso a la justicia de mujeres en condición de vulnerabilidad
Fecha:01-02-2013 Cita:IJ-DXLII-486
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1. Distinción y recorte del fenómeno
2. Distintos modos de ver la violencia
3. Sistematización de indicadores
4. Reconocimiento y regulación jurídica del fenómeno

Violencia familiar

Sara Gabriela Curi 

En el presente capítulo, hacemos una breve descripción de cómo el fenómeno de la violencia familiar, a partir del siglo XX, pudo ser distinguido y recortado en sí mismo, cobrando conciencia la sociedad, sobre la existencia del problema. Luego recorremos diferentes modelos teóricos que nos posibilitan ordenar la percepción del fenómeno, enfocándonos en el modelo de Perrone y Nannini (1997), especialmente en la descripción de la pauta de interacción violenta en la pareja, identificada como “violencia castigo”. Sobre la misma, nos explayamos en una sistematización de indicadores de la pauta (Curi y Gianella, 2003). Para concluir con una síntesis del reconocimiento y regulación jurídica del fenómeno.

1. Distinción y recorte del fenómeno [arriba] 

En nuestra cultura, no hace mucho más de treinta años que se empezó a hablar sobre la violencia familiar. Antes de esto, hablar de violencia en la familia resultaba algo así como una contradicción. El siglo XX ha sido testigo de movimientos sociales y científicos que permitieron complejizar la construcción acerca de la familia y, ésta puede ser concebida tanto como sistema social contenedor y protector, que posibilita a sus miembros el desarrollo de sus potencialidades y de su autonomía, como también lugar de sufrimiento, arbitrariedad y amenaza, donde se vulneran derechos individuales. Esta perspectiva ha permitido conceptualizar a las interacciones violentas como una realidad familiar posible. Las investigaciones llevadas a cabo durante las últimas décadas (Perrone y Nannini, 1997, Echeburúa y Corral, 1998, ELA, 2006) nos han aportado un conocimiento cada vez más preciso respecto a la entidad de la violencia familiar y sobre las formas que puede adquirir, y, simultáneamente, la sociedad ha ido cobrando conciencia sobre la existencia del problema, así hemos empezado a hablar sobre la violencia familiar como fenómeno que puede ser recortado en sí mismo, aún cuando todavía este discurso, esté cargado de mitos que dificultan una adecuada comprensión.

Nutridos por los estudios sobre normalidad, género y autoritarismo, diversos autores como Ferreyra, 1995; Ravazzola, (1997); han analizado dos procesos culturales básicos, que han dificultado el reconocimiento y la comprensión de la violencia familiar: el de invisibilización y el de naturalización.

Los autores citados, coinciden en que la invisibilización de la violencia familiar estuvo directamente vinculada con la ausencia de herramientas conceptuales (partiendo de su definición misma), que permitieran percibirla, identificarla y recortarla como objeto de estudio. Respecto a la naturalización, el sistema patriarcal de género, aún imperante en nuestra cultura, sostiene un particular ordenamiento de la distinción hombre-mujer: dicotomiza las diferencias, las jerarquiza en una relación de dominación-subordinación y legitima esta jerarquización apoyándose en una naturalización de las características de cada sexo. Así, aún existe en nuestra cultura una naturalización o normalización de ciertas dicotomías, que, en tanto “naturales” resultan inamovibles: los hombres son racionales y las mujeres emotivas, los hombres son autónomos, las mujeres dependientes, los hombres son agresivos, las mujeres son tiernas, entre muchas otras. Grimberg, (1999), refiere que esta concepción produce y reproduce relaciones de desigualdad social y Lamas, (2002), explica que el género además de marcar los sexos, marca la percepción social, lo religioso, lo político, lo cotidiano. Al marcar la percepción en la esfera de la vida cotidiana, la lógica del género aparece como una forma de poder y dominación. La violencia familiar se inscribe en este proceso de naturalización.

María Cristina Ravazzola (1997), analiza los procesos de invisibilización y naturalización a partir del concepto de doble ciego de Heinz von Foerster (1994). Esta autora plantea que la violencia social tiende a no repetirse cuando se logra registrar el malestar que genera, entendido como disonancia afectiva. El registro conciente del malestar –que debería aparecer frente a las prácticas violentas- es lo que permite que las personas involucradas “reaccionen”, esto es, intenten alguna acción diferente que posibilite interrumpir la violencia. El abuso en las relaciones familiares se repite porque sus actores “no ven” su malestar, y no ven que no ven, definición del fenómeno del doble ciego. Este no ver que no ven descansa en las creencias sociales de género, que justifican y hacen posibles las prácticas violentas en el entorno de las relaciones entre hombres y mujeres. En este punto es importante tener en cuenta que estos procesos de invisibilización y naturalización son culturales y como tales, en menor o mayor grado, nos involucran a todos, protagonistas o espectadores del fenómeno de la violencia familiar.

 2. Distintos modos de ver la violencia [arriba] 

De los diferentes modelos teóricos propuestos para ordenar la percepción del fenómeno de la violencia elegimos trabajar con, el modelo ecológico, (Ferreyra, 1995), el modelo basado en la diferencia social, (Ravazzola, 1997), enfocándonos especialmente en el modelo interaccional ( Perrone y Nannini, 1996).

2.1. El modelo ecológico.

Para los autores del modelo, (Ferreyra, 1995), pensar el problema de la violencia familiar desde una perspectiva ecológica y multidimensional implica renunciar a todo intento simplificador de explicar el fenómeno a partir de la búsqueda de algún factor causal, para abrir la mirada a un abanico de determinantes entrelazadas que están en la base y en la raíz profunda del problema.

La violencia familiar se ubica en un punto crucial como usina generadora de variados y graves problemas que afectan a una sociedad y que hasta ahora han sido encarados de manera aislada, no obstante la violencia familiar se perfila como denominador común de una serie de dificultades sociales y culturales que se han abordado fragmentariamente. Pero no nos engañemos depositando en la familia la responsabilidad y el origen de este cúmulo de graves problemas. Lo que sucede en el núcleo familiar son los síntomas de un sistema social, histórico y cultural en crisis.

A partir del momento en que el mal trato y la violencia dentro de la familia fueron “descubiertos” y definidos como graves problemas sociales, se han llevado a cabo, numerosas investigaciones tendientes a conocer mejor el fenómeno

La mayoría de ellas pronto alcanzaron coincidencias en lo que respecta al “qué” y al “cómo”. Se definió la relación de abuso como toda conducta que por acción o por omisión ocasiona daño físico o psicológico a un miembro de la familia; se estableció que las víctimas más frecuentes de abuso intrafamiliar son las mujeres, los niños y los ancianos; se describieron las diferentes formas de abuso: físico, psíquico y sexual; se describieron las secuelas físicas y psicológicas que presentan quienes han sido víctima de abuso

Las dificultades comienzan cuando los investigadores se formulan la pregunta acerca del “por qué” es decir cuando buscan la explicación del fenómeno. Las respuestas esbozadas desde el modelo médico o del modelo sociológico o psicológico, podemos considerarlas como respuestas parciales, a la pregunta de la cual partimos. Ninguno, por sí solo, puede explicar la totalidad del mismo.

En la búsqueda de un modelo que permita comprender la especificidad del problema sin reducirlo a esquemas previos ya conocidos, los autores de la perspectiva ecológica han adaptado el modelo propuesto por Urie Bronfrembrenner (1979), que postula que la realidad familiar, realidad social y la cultural pueden entenderse organizadas como un todo articulado, con un sistema compuesto por varios subsistemas que se articulan entre sí de manera dinámica.

Desde una perspectiva ecológica, necesitamos considerar simultáneamente los distintos contextos en los que se desarrolla una persona, si no queremos recortarla y aislarla de su entorno ecológico:

a.- El contexto más amplio, macrosistema, nos remite a las formas de organización social, los sistemas de creencias y los estilos de vida que prevalecen en una determinada cultura o subcultura. Son patrones generalizados que impregnan los distintos estamentos de una sociedad ( por ej. la cultura patriarcal).

b.- El segundo nivel, exosistema, está compuesto por la comunidad más próxima que incluye las instituciones formales e informales, mediadoras entre el nivel de la cultura y el nivel del individuo, como la escuela, la iglesia, los medios de comunicación, ámbitos laborales, instituciones judiciales y de seguridad. El exosistema se refiere a uno o más entornos que no incluyen a la persona en desarrollo como participante activo pero esta persona se ve afectado indirectamente por lo que ocurre en ese entorno.

c.- El contexto más reducido, microsistema, se refiere a las relaciones cara a cara, que constituyen la red vincular más cercana a la persona. Dentro de esa red juega un papel privilegiado la familia, entendida como estructura básica del microsistema. El micro sistema engloba los diferentes contextos inmediatos en que se desenvuelve la persona. Está conformado por tres elementos: la actividad, las relaciones interpersonales y el rol.

Al modelo de Bronfrenbrenner se le incluyó el nivel individual (Ferreyra, 1995), con cuatro dimensiones psicológicas interdependientes: la conductual (repertorio de comportamientos con que una persona se relaciona con el mundo), cognitiva (estructurar y esquemas cognitivos de la persona, su modo de ver el mundo), psicodinámica (dinámica intrapsíquica) y la interaccional (pautas de relación y comunicación interpersonal).

Estas cuatro dimensiones deben considerarse en su relación recíproca con los distintos niveles referidos (macrositema, exosistema, microsistema)

Para poder entender integralmente el fenómeno de la violencia necesitamos salir de esquemas estrechos y ubicarnos en una perspectiva más amplia y compleja teniendo presente a su vez que la interacción recíproca entre cada uno de los niveles, es dinámica y permanente.

El macrosistema: Las creencias culturales asociadas con el problema de violencia familiar han quedado definidas en su entorno más amplio como “sociedad patriarcal”, dentro de la cual el poder conferido al hombre por sobre la mujer y a los padres sobre los hijos, es el eje que estructura los valores sostenidos, históricamente, por nuestra sociedad occidental. El sistema de creencias patriarcal sostiene un modelo de familia vertical, con un vértice constituido por el jefe del hogar, que siempre es el padre y estratos inferiores donde son ubicados la mujer y los hijos. Y dentro del subsistema filial también reconoce cierto grado de diferenciación basado en el género.

Unida a este modelo vertical, encontramos una concepción de poder y obediencia en el contexto familiar que desde formas más flexibles o rígidas, sostienen la obediencia incondicional al jefe de familia.

Las creencia culturales acerca de lo que es un hombre, incluyen estereotipos sobre la masculinidad, que asocian al varón con la fuerza, y el uso de la fuerza para resolver conflictos. Como contrapartida la mujer es percibida como débil y por lo tanto se la asocia con la dulzura, sumisión y obediencia. Este es el marco más general en el que se desarrolla el drama de la violencia familiar.

El exosistema: los valores culturales no se encarnan directamente en las personas, sino que se hallan mediatizados por una serie de espacios que constituyen el entorno social más visible, las instituciones educativas, recreativas, laborales, religiosas, judiciales etc. La estructura y el funcionamiento de tales entornos juegan un papel decisivo para favorecer la realimentación permanente del problema de la violencia en la familia. Pensemos en la “legitimación institucional de la violencia”, cuando las instituciones reproducen en su funcionamiento el modelo de poder vertical y autoritario. Las escuelas reproducen un estilo de relación autoritario y los contenidos de los planes de estudios están impregnados de estereotipos de género. También es importante considerar a los medios masivos de comunicación atento su potencial efecto multiplicador, los modelos violentos que proporcionan tienen una influencia decisiva en la generación de actitudes y en la legitimación de conductas violentas. Tampoco puede dejarse de lado la evaluación de la influencia que tiene el contexto económico y laboral. Ahora ninguno de estos factores es la causa única de la violencia familiar pero son factores que potencian el riesgo de la violencia cuando se combinan con otros determinantes del macro y micro sistema

Desde el punto de vista de los recursos con que cuenta una comunidad determinada en relación con el problema de la violencia también encontramos factores que se asocian a la perpetuación del fenómeno, por ejemplo la carencia de una legislación adecuada que defina el maltrato y la violencia dentro de la familia como conductas socialmente punibles, o escasez de apoyo institucional para las víctimas de abuso intrafamiliar, o la impunidad de quienes ejercen la violencia hacia los miembros de la familia.

El microsistema: en este ámbito analizamos elementos estructurales de la familia y patrones de interacción familiar, tanto como las historias personales de quienes constituyen la familia. En las familias con problemas de violencia predominan las estructuras familiares de corte autoritario, en la que la distribución del poder sigue los parámetros dictados por los estereotipos culturales. Habitualmente este estilo verticalista no es percibido por la mirada externa, ya que la imagen social de familia puede ser sustancialmente diferente de la imagen privada. Esta diferenciación para ser mantenida requiere de cierto grado de aislamiento social, que permite sustraer el fenómeno de la violencia de la mirada de otros.

La violencia familiar en la familia de origen, ha servido de modelo de resolución de conflictos interpersonales y ha ejercido el efecto de normalización de la violencia. Estos modelos tienen un efecto cruzado cuando consideramos la variable de género. Los varones se identifican con el agresor, incorporando activamente en su conducta lo que alguna vez sufrieron pasivamente. Las mujeres en cambio llevan a cabo un verdadero aprendizaje de la indefensión, que las ubica más frecuentemente en el lugar de quien es víctima del maltrato en las sucesivas estructuras familiares. El factor común es la baja autoestima, de quienes han sufrido la violencia en la infancia.

El nivel individual, para analizarlo considera a la mujer maltratada por un lado y al hombre violento por el otro.

a.- Dimensión conductual: el hombre violento suele adoptar modalidades conductuales disociadas: en el ámbito público se muestra como una persona equilibrada y en general sus conductas no trasuntan la existencia de actitudes violentas. En el ámbito privado en cambio se comportan de modo amenazante, utiliza agresiones verbales con la actitud y físicas como se transformara en otra persona. Siempre está a la defensiva y se caracteriza su conducta por la posesividad respecto de su pareja. La mujer maltratada suele ocultar a su entrono sus padecimientos, adopta conductas contradictorias por momentos se muestra sumisa para “no dar motivos”, para el maltrato y en otros expresar sus sentimientos, en un momento hace la denuncia y luego la retira.

b.- Dimensión cognitiva: el hombre violento tiene una percepción rígida y estructurada de la realidad sus ideas son cerradas con poca posibilidad de ser revisadas. Percibe a la mujer como provocadora y tiene una lente de aumento para observar cada pequeño detalle de la conducta de su pareja, en cambio le resulta sumamente difícil observarse a si mismo. La mujer se percibe a si misma, como sin posibilidades de salir de la situación. El mundo se le presenta como hostil y cree que nunca podrá valerse por si misma, muchas veces puede llegar a dudar de sus propias ideas o percepciones (se ve a sí misma como inútil, tonta o loca)

c.- Dimensión interaccional: la violencia en la pareja no es permanente, sino que se da por ciclos, la interacción varía desde períodos de calma y afecto hasta situaciones de violencia que pueden llegar a poner en peligro la vida. El vínculo que se va construyendo es dependiente y posesivo, con una fuerte asimetría, se produce entonces un juego de roles complementarios.

d.- Dimensión psicodinámica: un hombre violento puede haber internalizado pautas de resolución de conflictos a partir de la más temprana edad. Cuando la demanda externa se le vuelve insoportable, necesita terminar rápidamente con la situación que la genera y él ha aprendido que la vía de la violencia es la más rápida y efectiva para aliviar la tensión. La identidad masculina tradicional se construye sobre la base de dos procesos simultáneos y complementarios: un hiperdesarrollo del yo exterior (hacer, lograr, actuar) y una represión de la esfera emocional. El hombre violento se caracteriza por la inexpresividad emocional, la baja autoestima, la escasa habilidad para la comunicación verbal de sus sentimientos, la resistencia al autoconocimiento y la proyección de la responsabilidad y la culpa.

La mujer maltratada suele haber incorporado modelos de dependencia y sumisión. Habitualmente experimenta sentimientos de indefensión e impotencia y desarrolla temores que la vuelven huidiza y evitativa. Experimenta un verdadero conflicto entre la necesidad de expresar sus sentimientos y el temor a la reacción de su pareja, a menudo vehiculiza la expresión de lo reprimido a través de síntomas psicosomáticos.

2.2. Modelo basado en la diferencia (modelo social)

Ravazzola, (1997) presenta un estudio que aporta una profundización microsocial de las relaciones de abuso, en el cruce de abordajes psicológicos y sociales que se apoyan en la perspectiva sistémica. Dentro de ese marco, los elementos desarrollados se vincula al construccionismo social y también a las teorías de las emociones y análisis del discurso

El abuso implica siempre un abuso antisocial de algún plus de poder en la relación afectada, tal que coloca al abusado o abusada en la condición de objeto, y no de sujeto.

El abuso alude a un estilo, a un patrón, a una modalidad de trato que una persona ejerce sobre otra, sobre si misma o sobre objetos, con la característica de que la primera no advierte que produce daños que van desde un malestar psíquico hasta lesiones físicas concretas (enfermedad, incluso la muerte).

Quien ejerce abuso no aprende a regular, a medir, a decir a escuchar y respetar mensajes de si mismo y del otro, como son: no quiero, no puedo, no va más, sólo hasta ahí; o se encuentra en contextos en los que estos aprendizajes se le borran, se diluyen o pierden firmeza. Esto puede producir prejuicios a sí mismo y a otros de muy diversas maneras.

La violencia familiar es una forma de abuso, y al contextualizarla histórica y socioculturalmente, podemos pensarla como parte de una estructura, y ubicarla en el extremo de una línea continua que abarca las distintas formas en la que los seres humanos ejercen su poder y dominación sobre otros. Asimismo nos conduce a enfocar el análisis de la vida familiar en dos de sus aspectos: sistema de género y sistema generacional y a profundizar algunos temas ligados a sus formas organizativas como autoridad, poder y jerarquías.

En un grupo social doméstico que manifiesta una relación cotidiana y significativa, supuestamente de amor y protección existe “violencia familiar” cuando una persona físicamente más débil que otra es víctima de abuso físico o psíquico por parte de otra. A los actos mismos se suman las condiciones en que se producen, que son de tal naturaleza que resulta difícil implementar recursos de control social capaces de regular o impedir esas prácticas, las que por lo tanto tienden a repetirse.

Para que exista una interacción violenta concurren generalmente condiciones necesarias descritas aquí por separado pero imbricadas unas con otras. Ellas son según Ravazzola, (1997):

a. Aislamiento familiar: una situación familiar en la cual existe un déficit de autonomía de los miembros y una significativa dependencia de unos a otros; donde no es posible elegir libremente la pertenencia o no al grupo. Las investigaciones describen al grupo familiar como aislado de amigos y vecinos.

b. Supuesto de desigualdad jerárquica fija: subordinación a un estereotipo por el que ambos, victimario y víctima supone que el primero es el único responsable de la relacionen el sentido de que es quien debe definirla y debe decidir sobre lo que suceda. Existe una desigualdad jerárquica fija que hace que miembros del grupo deleguen las decisiones en quien reconocen como autoridad. Ambos polos de la interacción reciben presiones, al victimario para que sea responsable dueño y guardián del sistema frente al peligro del cambio y la víctima para que se resigne y subordine y no se defienda

c. Una circulación tal de estos significados que el abuso que implica no llegue a percibirse sino que por el contrario se considere legítimo y justificado proporcionando la impunidad del victimario. Significados que reconocen un sistema de creencias subyacente que pueden llevar al hombre a pensar que:

- Sólo él tiene la capacidad de determinar que está bien y que no está bien

- Su mujer y sus hijos carece de aptitud para estar en desacuerdo; irse; rebelarse ante una orden; hacer lo que creen que es bueno para ellos mismos según su propio criterio y asumiendo las consecuencias.

- La sociedad lo hace responsable de que se cumplan en su familia ciertos estereotipos: que el hombre sea la autoridad de la casa; que la mujer sea su aliada, encargada de la infraestructura doméstica y de la educación y socialización de los hijos;,, que la hija mujer no tenga vida sexual prematrimonial ( sólo reproductiva); que el hijo varón sea súper sexuado (al servicio de la confirmación de su virilidad y de la de su padre).

- El hombre puede llegar a cualquier extremo para sostener estos valores, ya que es su guardián, y por lo tanto los extremos, los actos violentos no son punibles, son el cumplimiento de un deber social

Según la autora que seguimos en el tema, estas creencias son tan poderosas que las mujeres: desestiman o asignan poca importancia a las primeras manifestaciones de violencia; se someten, se avergüenzan; no facilitan y hasta dificultan la acción en su defensa; reaccionan tardíamente; vuelven con su castigador y declaran amarlo.

La organización autoritaria requiere tres condiciones básicas: que se produzcan ideas que proporcionen sustrato teórico, que estas ideas se trasmitan y se produzcan en interacciones y que los distintos sectores sociales las reconozcan como legítimas, cosa que generalmente se expresa a través de estructuras.

El discurso autoritario, según Ravazzola (1997), consta de los siguientes enunciados:

- Existen desigualdades jerárquicas inamovibles entre los seres humanos, para esto hay que creer que existen diferencias jerárquicas entre rasgos distintivos esenciales y naturales como el sexo, la raza, etc.

- Existen distintas formas de invisibilización de las indignidades. Todos nos acostumbramos a ciertas formas de maltrato

- Existen mistificaciones que proveen disfraces a renuncias y resignaciones. Son formas idealizadas de definir funciones sociales que se vuelven entonces una meta por alcanzar y se transforman en incuestionables

- Existen descalificaciones del interlocutor perturbador, es decir distintas maneras de rotularlo quitándole valor a su mensaje, es una loca o una histérica.

- Existen formas de encierro en pertenencia: si alguien pretende hacer un movimiento recibe acusaciones de deslealtad, egoísmo u otros modos de presiones cohesivas que atentan contra la autoafirmación.

Junto con la desigualdad jerárquica fija coexisten:

- El supuesto de concepto monolítico de familia, como si en los hechos de la vida cotidiana la familia representara lo mismo para el hombre que para la mujer.

- La mística de la condición maternal y su estereotipo, como idea de entrega altruismo personal de la mujer en relación con la crianza de los hijos.

- Una autoridad desigual, así como una capacidad desigual para la toma de las decisiones económicas en los hogares.

La violencia familiar se mantiene en el tiempo cuando encuentra un contexto favorable y persiste mientras todos los actores coincidan en las ideas, en las acciones y también en la forma de participar y de avalar las estructuras sociales a las que pertenece.

Son contextos propicios para la aparición y mantenimiento de los fenómenos de violencia familia, según la autora, el sistema autoritario y el sistema de género. Si bien ambos sistemas se basan en la desigualdad jerárquica entre ambos, desde su perspectiva, existen algunas diferencias:

- El sistema autoritario elabora argumentos que justifican la opresión y utiliza medidas disciplinarias para asegurarla, pero los subordinados conspiran cada tanto para que ocurran cambios capaces de aliviar la opresión.

- El sistema de género se ha convertido en un principio organizativo tan “esencializado” y “naturalizado” que ya forma parte de la identidad de los sujetos de la cultura, por lo que no genera conspiración en su contra. Se ha incorporado como una realidad.

Ravazzola (1997), analiza algunas interacciones específicas que se repiten en las familias donde se producen abusos a fin de que su registro y manejo permitan neutralizar los efectos de esas interacciones. Su objetivo es reconocer ciertas construcciones del lenguaje y fenómeno de la comunicación, habituales en las familias violentas, que logran anestesiar las sensaciones de malestar y ocultar la capacidad de control de parte de los que abusan y la capacidad de defensa de los que son objeto de abuso. Señala que el efecto hipnótico que producen estas formas comunicacionales es tan potente que termina por proveer una plataforma de legitimidad para el descontrol y los malos tratos.

2.3. El modelo interaccional.

Este modelo, (Perrone y Naninni, 1997), distingue dos formas principales para ver el fenómeno, la violencia castigo y violencia agresión, focalizando nuestro trabajo en las relaciones que se configuran como violencia castigo, por ser estadísticamente las de mayor frecuencia y de peor pronóstico y para la cual hemos sistematizado una serie de indicadores (Curi y Gianella, 2003) como herramientas de percepción del fenómeno.

Ninguna relación humana con historia se desenvuelve en forma totalmente azarosa, sino que se organiza según reglas o pautas. Una vez que las reglas están establecidas, el sistema las mantiene si permiten determinado equilibrio, o son modificadas en nuevas interacciones que redefinen las relaciones.

Las relaciones que incluyen la violencia no escapan a esta forma de organización, según reglas que se instauran en la historia de interacciones. En esta línea, Perrone y Nannini (1997), plantean que las relaciones familiares violentas no constituyen un fenómeno indiscriminado o multiforme, sino que, por el contrario, muestran determinadas pautas organizadas de interacción, que se pueden categorizar en dos posibles formas y una variante de una de ellas:

Violencia agresión: es una forma de relación violenta que se construye sobre una pauta simétrica, es decir, una pauta de relación en la que A y B se encuentran en una actitud de igualdad y de competencia. Si A emite determinada conducta, B va a responder con otra conducta que lo ubique en un plano de igualdad respecto de A, reivindicando cada uno para sí el mismo status en la relación con el otro. Poco importa que uno sea más fuerte físicamente, ya que la verdadera confrontación se realiza más bien a nivel existencial. Los actores tienen conciencia de esta forma de violencia bidireccional, recíproca y pública.

En la continuidad de la relación simétrica, tras la agresión suele haber un paréntesis de complementariedad, que los autores han denominado pausa complementaria. Uno de los que ejecutó el acto violento pide “perdón”, pasa a la posición baja, se produce un breve armisticio entre los actores. La pausa comprende dos etapas diferentes:

Un primer momento, en el que surge un ssentimiento de culpa en uno de los actores, que se ubica en una posición de complementariedad inferior, que es aceptada por el otro, y que funciona como motor de la voluntad de reparación.

Un segundo momento, en el que el actor en la posición baja hace movimientos reparatorios de cuidado del otro, pedido de disculpas, etc., que funcionan como mecanismos de olvido, banalización, desresponsabilización y desculpabilización. La pareja entra en una etapa de reconciliación y genera una fantasía de armonía desde una sincera intención de cambio, que en más o menos tiempo se ve seguida de una nueva escalada.

En esta forma de violencia la identidad y la autoestima están preservadas: el otro es existencialmente reconocido.

Violencia castigo: es el otro modo diferenciado por los autores, y se construye sobre una pauta complementaria, es decir una relación en la que ambos actores han acordado una diferencia entre ellos y una relación de mutua adaptación. Ambos aceptan que no tienen un mismo status en la relación, y que mientras uno propone el otro acepta. Esta forma de violencia es unidireccional e íntima. En la violencia castigo no hay pausa. Ambos actores tienen muy baja autoestima. El maltratado presenta un importante trastorno de identidad y su sentimiento de deuda respecto a quien lo castiga lo lleva a justificar los golpes y sufrirlos sin decir nada. La persona que ocupa la posición alta sólo tiene un confuso sentimiento de culpabilidad.

Violencia castigo con simetría latente: Perrone (2000), propone una variante de esta segunda pauta. Siendo una forma de violencia castigo, tiene sus mismas características, con la diferencia de que quien ocupa la posición baja internamente no acepta esta definición de la relación, y si bien ve alternativas relacionales, no cuenta con algún tipo de recurso necesario para salir de la pauta. Cuando hablemos de violencia castigo a lo largo de este trabajo incluiremos esta variante sin distinciones.

Estas formas se caracterizan a la vez por la rigidez, que se confirma en la observación de las relaciones a lo largo del tiempo, repetitivas y casi estereotipadas.

Violencia episódica: a las formas propuestas por Perrone y Naninni, (1997), cabe agregar una cuarta posibilidad que hemos denominado violencia episódica. Esta se caracteriza por la ausencia de una pauta estable de relación violencia con la ocurrencia de episodios de este tipo que se ligan a alguna crisis en curso: separación de la pareja, perdida de trabajo, muerte de un hijo, etc.

3. Sistematización de indicadores [arriba] 

Planteábamos en un trabajo previo, (Curi y Gianella, 2003), que cualquier intervención en grupos familiares que incluyen la violencia en su repertorio relacional, requiere una formación profesional especializada. El operador en estos contextos necesita contar con habilidades instrumentales específicas para poder intervenir en forma efectiva, y como condición previa, necesita contar con habilidades perceptivas, que le permitan distinguir tales contextos. Sugeríamos que, si bien este enunciado puede generalizarse para cualquier campo social, a partir de lo expresado en los antecedentes, podemos entender que la problemática de la violencia familiar supone una especial importancia de estas habilidades de distinción del fenómeno, como también una especial dificultad vinculada a esta distinción (procesos de invisibilización y naturalización de la violencia, Ravazzola, 1997). Retomando nuestro artículo, referíamos que el mediador tenía la posibilidad de decidir si trabajaría o no este tipo de problemáticas, pudiendo adherir a una postura u otra sobre las posibilidades de la mediación en estos contextos relacionales, pero no podía dejar de encontrarse con ellos, y como condición para cualquiera de los supuestos previos, necesitaba distinguir, darse cuenta de que -aún en el primer contacto- se había incluido interaccionalmente, desde un rol profesional específico, en un contexto de violencia familiar. Lo mismo ocurre, a nuestro entender con los operadores judiciales, que podrán o no dar curso a determinados reclamos, demandas o requerimientos, pero necesitan distinguir el contexto relacional con el que están trabajando.

Agregábamos que como operadores constituimos parte del contexto de la violencia, parte actora desde las acciones y omisiones, que puede ayudar a interrumpir la violencia o a sostenerla. Citábamos a Ravazzola (1997:90) cuando dice “…tenemos que aprender a registrar y recuperar sistemáticamente nuestro propio malestar, además del malestar que les toca registrar a las instancias protagónicas…” Cada vez que nosotros mismos lo negamos o lo minimizamos, reforzamos la lógica que admite nuevos episodios violentos.

Nos pareció importante sumar un dato más, desde nuestra experiencia en mediación en divorcio, y es que nos hemos encontrado con situaciones diversas en relación a las condiciones primeras de visibilización de la violencia en la pareja. En algunos casos, las partes hablan espontáneamente acerca de la violencia en sus relaciones. En la mayoría de estos casos los relatos condicen con la historia interaccional y en otros más de uno, nos hemos encontrados con etiquetas erróneamente autoasignadas o asignadas por terceros (servicio de salud, por ejemplo) que generalmente definen a la mujer como víctima de violencia. También sucede que las partes no hablan de la violencia y esto puede responder a un ocultamiento intencionado, como también a una ausencia de alarma (de malestar) ligado a lo que es una forma cotidiana de relación.

Desde la necesidad planteada de distinguir las especificidades del contexto relacional propusimos una sistematización de herramientas útiles para identificar un contexto de violencia en la pareja a los que llamamos “indicadores” y que explicitaremos luego.

Partiendo de las teorías ecológicas, entendemos que la violencia familiar responde a una multicausalidad, es decir a los efectos interactivos entre múltiples factores y sistemas -individual, familiar, comunitario, cultural-Diferentes autores (Ferreyra; Perrone y Nannini, 1997; Ravazzola, Echeburúa y Corral 1998), han desarrollado, dentro de la concepción de las teorías ecológicas, diversos modelos teóricos que permiten entender el fenómeno de la violencia familiar. Partiendo de conceptos comunes, podemos pensar que cada línea focaliza en alguno de los factores y o sistemas que intervienen en la multicausalidad, y a la vez, nos aportan herramientas teóricas que pueden transformarse en habilidades perceptivas, a través de la formulación y utilización de indicadores. (Curi y Gianella, 2003).

En el trabajo citado, expresamos que cuando hablamos de indicadores nos referimos a datos distinguibles en la interacción que se produce durante una intervención, en la relación de las partes entre sí, de las partes con el operador y de las partes consigo mismas. La clave de este movimiento cognoscitivo está en identificar pautas de relación, es decir, distinguir indicadores, y, en un paso más complejo, observar cómo estos se vinculan entre sí. Esto es fundamental, y por una sencilla razón. Los indicadores que vamos a enunciar a continuación son datos que, en sí mismos y aislados unos de otros, se pueden observar en la vida relacional de cualquier pareja. Entonces, es necesario que al distinguir tales indicadores estos además puedan ser ordenados en determinados juegos relacionales, que constituyen las pautas. Si no se tiene en cuenta este segundo y esencial movimiento, es posible que todas las parejas con las que trabajemos se conviertan a los ojos del observador en una pareja violenta.

La primera distinción que consideramos necesario realizar es la que permite diferenciar la existencia de una pauta estable o de episodios de violencia sin pauta estable.

Para poder trazar esta distinción y en su caso diferenciar entre las pautas posibles resulta de utilidad valerse de los siguientes indicadores: interaccionales, sistémicos e individuales según se haga foco en los distintos niveles de análisis.

Desde una perspectiva ecológica, necesitamos considerar simultáneamente estos distintos niveles de análisis si no queremos recortar el fenómeno y aislarlo de su entorno ecológico. Para poder entender integralmente el fenómeno de la violencia necesitamos salir de esquemas estrechos y ubicarnos en una nueva perspectiva, teniendo presente, a su vez, que la interacción recíproca entre cada uno de los niveles, (de indicadores), es dinámica y permanente. Identificábamos tres niveles de indicadores:

- Indicadores sistémicos: datos que percibimos si consideramos a la familia como totalidad, como un sistema dentro de otro mayor que incluye a la familia extensa, la escuela, el trabajo, la comunidad.

- Indicadores interaccionales: datos que percibimos cuando focalizamos en el análisis de la secuencia de interacciones, es decir en el intercambio de conductas de los miembros de la relación, básicamente para determinar la existencia o no de una pauta o regla de interacción.

- Indicadores individuales: datos que percibimos al centrar nuestra atención en los pensamientos, sentimientos, dichos y conductas de cada uno de los miembros de la relación.

Nos focalizaremos en la pauta estable de relación denominada violencia castigo incluida su variante (simetría latente).

3.1. Indicadores interaccionales.

La pauta de violencia castigo puede identificarse a partir de los siguientes datos perceptibles:

- Relación complementaria rígida: mientras uno de los actores reivindica una condición superior a la del otro y se arroga el derecho de infligirle un sufrimiento, el otro acepta esta definición de la relación. Las posiciones arriba-abajo en la complementariedad son fijas.

- Violencia unidireccional e íntima; el actor en posición alta es quien ejerce la violencia y ambos sostienen estrategias de ocultamiento de la violencia en relación a su entorno social.

- Marcada diferencia de poder entre uno y otro: el que se encuentra en posición baja encuentra que no tiene alternativa y debe someteré contra su voluntad.

- No hay pausa: podrá cesar momentáneamente el ejercicio de la violencia pero la relación se mantiene en la complementariedad fija.

- La identidad del actor en posición baja está severamente afectada, en tanto se le niega el derecho a ser otro. La diferencia no es admitida en el contexto de la relación y el actor en posición alta es quien define las reglas. La relación no se basa en el rechazo, sino en la desconfirmación del actor en la posición baja.

- El actor en posición alta manifiesta una mínima conciencia de la violencia y un confuso sentimiento de culpabilidad.

La violencia castigo con simetría latente la distinguimos porque en la relación complementaria, está en forma latente la simetría; la definición de la relación propuesta por quien está en la posición alta no es aceptada internamente por quien está en la posición baja.

- Alternativa relación: quien está en la posición baja ve alternativa relacional pero no cuenta con recursos para implementarlas en la relación. Internamente discute la relación de subordinación pero sostiene la pauta a partir de un déficit de recursos que pueden ser económicos, de red social, de autonomía psicoafectiva, etc.

- Amplificación de los rituales de violencia: la no aceptación interna de la relación de subordinación puede explicitarse en la interacción (a través de un comentario, un gesto de desaprobación, un mensaje desafiante) ocasiones en que el actor en posición alta intensifica los actos violentos en un intento de sostener la definición complementaria.

La violencia castigo es la pauta más frecuente, más grave y de peor pronóstico. En coherencia con estas características, la mayor parte de la investigación y de la bibliografía disponible sobre violencia está dedicada a esta forma.

Este mayor nivel de desarrollo teórico, ha aportado indicadores que desde dos niveles diferentes abonan la existencia de la pauta complementaria de violencia

3.2. Indicadores sistémicos.

Dentro de este nivel agrupamos tres tipos de indicadores que se pueden observar como elementos propios de la familia como totalidad y que siguiendo a Cristina Ravazzola están atravesados por dos sistemas culturales, que ella describe a partir del discurso patriarcal y del discurso autoritario: un supuesto de desigualdad jerárquica fija, el aislamiento familiar y un sistema de creencias compartido por ambos miembros de la pareja. Esta diferenciación tiene fines descriptivos, pero necesariamente están estrechamente vinculados unos con otros.

- La autora llama supuesto de desigualdad jerárquica fija a un estereotipo compartido por ambos miembros de la pareja, según el cual quien ejerce la violencia es el único responsable de definir la relación y decidir sobre lo que puede ser dentro de sus límites.

- El aislamiento familiar que se deduce de las pautas de relación que la familia establece y mantiene con su entorno, se observa en un empobrecimiento de las relaciones con el mismo. Este surge de una restricción explícita por parte de quien ejerce el control de las relaciones desde el supuesto de la desigualdad jerárquica fija y se vincula a un déficit de la autonomía de los miembros de la familia y a una significativa dependencia mutua. Son ejemplos típicos los relatos sobre el distanciamiento de la familia extensa, los amigos, e instituciones extrafamiliares, como la escuela de los hijos, los vecinos, etc.

- A la vez la pareja sostiene un sistema de creencias, que es el que hace posible, desde la coherencia interna el funcionamiento de la pauta interaccional y de su vinculación con el entorno, y que se relaciona fundamentalmente con la construcción acerca de qué es la familia, qué es la pareja, y los roles del hombre y de la mujer que sostiene el sistema de género al que nos referimos en el punto pertinente de los antecedentes, y cuyos rasgos principales fueron caracterizados en el punto 1.2.2.

3.3. Indicadores individuales.

En general los indicadores interaccionales y sistémicos pueden distinguirse en el relato espontáneo de las partes, en una entrevista típica mediación, de admisión, etc. Los indicadores individuales suelen requerir del mediador (operador) una exploración específicamente orientada, en la búsqueda de confrontar una hipótesis acerca de la existencia de una pauta de violencia castigo. Los indicadores más frecuentes en este nivel son los siguientes:

El actor en la posición baja:

- Minimiza el problema por una habituación a la tensión (“son peleas normales de todas las parejas”)

- Siente miedo hacia su pareja, generalmente sólo el hecho de su cercanía le provoca temor, que puede asumir diferentes grados.

- Se muestra (y se siente) incapaz de defenderse. No logra predecir o controlar la ocurrencia de los actos violentos.

- Se resiste a reconocer el fracaso de la relación y sostiene una expectativa de cambio, generalmente basada en la creencia de que si ella lo ama, lo cuida y lo acepta, va a encontrar reciprocidad.

- Teme al futuro en soledad, desde la percepción de una falta de recursos internos y externos que le permitan valerse por sí misma. Tal percepción es congruente en algunos casos con un déficit real y en otros depende de la baja autoestima.

- Sienten vergüenza de relatar conductas degradantes y asumen la vergüenza por la conducta de su pareja (vergüenza ajena).

- Creen que la violencia familiar atañe sólo al ámbito privado.

- Tienen una baja autoestima, una asertividad deficiente y una escasa capacidad de iniciativa.

En el actor en posición alta podemos reconocer:

- Una actitud de hostilidad.

- Un estado de ira que surge de forma descontrolada que varía de intensidad dese una suave irritación a la rabia intensa.

- Un déficit de habilidades de comunicación y resolución de problemas.

- Una negación del maltrato que constituyen estrategia s de afrontamiento para eludir la responsabilidad y que puede aparecer en cuatro formas:

a) Utilitarismo: la violencia como modo de obtener de su pareja la conducta determinada. “es la única manera de hacerle entender”

b) Justificación: argumentos que legitiman la conducta violenta “ella me provoca y yo no soy de madera”, “ ella sabe qué cosas me ponen mal y parece que las hace a propósito”

c) Arrebato: argumentos que refieren a un descontrol, “no era yo” me volví loco; pero que a diferencia del modo que asumen en la violencia episódica, sirven también como mecanismo de desresponsabilización.

d) Olvido: referencia a una ausencia de registro del acto violento “se que nos peleamos, pero no recuerdo qué pasó”.

En la práctica profesional vinculada con parejas en contextos de violencia, la sistematización de indicadores y su utilización en nuestra tarea cotidiana ha sido una de las herramientas más útiles con la que contamos. La identificación de las diferentes formas de violencia ha resultado un eslabón esencial para adecuar la intervención al contexto.

4. Reconocimiento y regulación jurídica del fenómeno [arriba] 

Una vez que el fenómeno de la violencia se hizo visible, y pudo ser recortado como objeto de estudio, diferentes ciencias entre ellas la ciencia jurídica comenzó a preocuparse por él, otorgándole categoría jurídica propia y regulación específica con normativas de jerarquía internacional, nacional y provincial (Grela, 2006). Hasta 1993 los delitos entre personas que sucedían puertas adentro del hogar pertenecían a la intimidad, a la privacidad, al secreto y eran consideradas invisibles más allá de ese espacio. La violencia estaba escondida dentro de los derechos privados y en el consagrado derecho familiar. En la conferencia mundial de la ONU en Viena, durante junio de 1993, en el Tribunal Internacional, los derechos de las mujeres se declararon derechos humanos y por tanto exigibles y se definieron potestades y obligaciones del Estado al respecto.

Es entonces que, como sociedad mundial, nos encontramos descubriendo lo invisible y reconociendo nuevos delitos en viejas estructuras. En el maltrato y abuso entre personas están presentes conductas humanas que fueron aceptables, legitimadas, impunes o correctas. La violencia se presenta ante nuestros ojos como forma o costumbre de relación dentro de la intimidad familiar. En este ámbito es que la legitimación de los derechos humanos se hace imprescindible y una cuestión obligatoria. La intimidad está regida por leyes. La protección al derecho a una vida digna y sin violencia, aún entre los que conviven, con diferencias de poder físico, psíquico y en relación de interdependencia no es sólo filantropía, sino una cuestión de aplicación del derecho. (Grela, 2006).

La evolución de las ideas a partir de los movimientos de mujeres y derechos humanos condujo a visualizar el fenómeno como problema social (no solo individual) de orden público (no solo privado) de competencia de los tribunales y que exige políticas públicas con obligaciones específicas para las instituciones. Desde la década del 70 la violencia contra la mujer ha sido un tema de preocupación y debate en el ámbito internacional, así por ejemplo las Conferencias mundiales sobre la mujer de México 1975, Copenhague 1980, Nairobi 1985 y Beijín 1995. (Grela, 2006).

Existen Instrumentos jurídicos internacionales ratificados por nuestro país que revelan preocupación por el tema, así la CEDAW de 1979, fue incorporada al art. 22 de nuestra Constitución Nacional con la reforma de 1994 y Ley 24.632 que ratifica la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra la Mujer, "Convención de Belem do Pará" en 1996.

A nivel nacional fue a partir de la transición democrática se inicia un proceso de reforma legislativa tendiente a eliminar la discriminación en la legislación, especialmente en el Derecho de Familia. En este contexto la violencia doméstica se incorporó al debate social y se legitimó como tema. Fue necesario crear instrumentos que garantizaran el ejercicio de sus derechos a quienes sufren agresiones que la mayor parte de las veces son las mujeres. Con ese objetivo y después de un importante debate convocado por la Comisión de Familia del Senado de la Nación se sancionó a fines de 1994, la ley 24.417, que resultó una medida cautelar, de protección más que una ley de violencia, sin embargo se trató de un paso significativo (Birgin, 1999).

Transcurridos más de quince años de vigencia de la ley 24.417, de numerosas reflexiones sobre la efectividad de la misma, y de la entrada en vigencia de la Convención de Belem do Pará, ratificada por ley N° 24.632, se sanciona en la Argentina en el 2009, la ley N° 26.485 del P.L.N. de Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales.

En Mendoza, contamos con la Ley N° 6672 de Protección Contra la Violencia Familiar (1999), que adhiere a la ley nacional 24.417, en cuanto no contradiga los preceptos de la misma y la Ley N° 7253 de Protección Contra la Violencia Familiar que incorpora el art. 5 bis a ley N° 6672, en el 2004. Estas leyes se dictaron en el marco de una importante reforma judicial iniciada al dictarse la Ley de Niñez y Adolescencia (6354/95). A partir de esta ley se crearon en Mendoza dos fueros, el de Familia con competencia civil y tutelar respecto de niños, niñas y adolescentes víctimas y el Penal de Menores, creándose a tal efecto toda una nueva estructura judicial (Juzgados Familia, Cuerpo Auxiliar Interdisciplinario, Registro Único de Adopción, (RUA). Este sistema se vio modificado en algunos aspectos, en el año 2005 con la sanción de la Ley 26.061 e Protección integral de derechos de niños, niñas y adolescentes, especialmente en lo que respecta a un nuevo y más ambicioso concepto de garantía constitucional del debido proceso legal.(Kielmanovich,2005).



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