JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:El Debido Proceso y la Caducidad en los procesos de la función pública
Autor:Martínez Prieto, Arnaldo
País:
Paraguay
Publicación:Anuario Paraguayo de Derecho Procesal Constitucional - Número 1 - Noviembre 2020
Fecha:12-11-2020 Cita:IJ-CMXXVIII-537
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
Intención
Breve retrospectiva histórica
Esbozo de un concepto del Debido Proceso
El Trabajo como Derecho Fundamental
Raíces constitucionales del derecho en debate
Raíces convencionales del derecho en debate
La sentencia
Conclusión
Notas

El Debido Proceso y la Caducidad en los procesos de la función pública

Por Arnaldo Martínez Prieto[1]

Intención [arriba] 

Lo pretendido con estas reflexiones es demostrar que la Caducidad de Instancia, como forma de conclusión del debate procesal, es una anomalía que no puede ser tolerada por la equidad que determina el Debido Proceso en el debate jurídico de los Derechos Fundamentales, que incluso lo es en el marco de los Derechos Humanos.

Breve retrospectiva histórica [arriba] 

El Debido Proceso es una institución arraigada en una inmensa mayoría normativa, cuyos contornos e ingredientes se hallan dispersos, incluso en las de fondo cuando despliegan criterios que reflejan la equidad que debe presidir toda la hermenéutica -toda; forma y fondo- del conflicto. Como se verá en los párrafos que siguen sus postulados axiomáticos permean desde las disposiciones cimeras contenidas en las constituciones y convenciones internacionales iluminadas desde los escarceos de la defensa romanista y el principio angloamericano del debido proceso legal -due process of law- sin preterir las cartas revolucionaria de 1789, Filadelfia y Cádiz, que fungieron de faro a las noveles disposiciones latinoamericanas, para, con mayor detenimiento y proyección, ser tratada como una derecho fundamental luego de la reconsideración de los parámetros universales que fluyeron de la inhumanidad de la catarsis del holocausto.

Con dicha particular prosapia histórica, en la que se omite deliberadamente -por razones de espacio- la Carta Magna de 1215 suscripta por el Rey inglés Juan “sin tierra” Plantegenet, el Habeas Corpus Act de 1679, el desarrollo del Derecho Natural de Grotius, Puffendorf y los enciclopedistas franceses, entre otros, es incluida en la Declaración Americana de los Deberes y Derechos del Hombre de Bogotá en 1948, en cuyo art. 18 se lee:

“Derecho de justicia. Toda persona puede ocurrir a los tribunales para hacer valer sus derechos…disponer de un proceso sencillo y breve por el cual la justicia lo ampare contra actos de la autoridad que violen, en perjuicio suyo, alguno de los derechos fundamentales consagrados constitucionalmente.”

Se halla igualmente contenida en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948, cuyo art. 10 establece:

“Toda persona tiene el derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación en materia penal.”

Criterios de notoria amplitud y generalidad que se fueron perfeccionando para evitar resquicios por donde pudieran penetrar intentos de inequidad, otros abarcativos del acceso a la justicia y a la tutela judicial efectiva, que más adelante fuera moldeada en la exigencia de igualdad para el tratamiento de las personas con discapacidad, considerado como un derecho humano. En este caso la responsabilidad se trasladó al Estado, desde entonces encargado de demoler los obstáculos actitudinales y materiales de toda situación de vulnerabilidad, entre las que se halla la de dotar de un proceso igualitario y personalizado, según las condiciones particulares de cada capacidad.

Esbozo de un concepto del Debido Proceso [arriba] 

Su riquísima historia refleja la evolución del instituto, la que ha generado una gran dificultad en concretar su definición, ya que conceptualmente el mismo nos anima la idea de un mecanismo de equidad tendiente a clarificar la dialéctica en un marco procesal que converge hacia la determinación jurídica de un objeto conflictivo.

De esta manera, la postulación que a continuación se expone adapta sus contornos a los novísimos criterios dinámicos expuestos por la Justicia Constitucional que fija su fuerza en la Supremacía Constitucional -inclusiva de la aplicación convencional- (art. 137 CN) y se traduce en la operatividad directa sin requerir normas (me refiero a normativa, en general, debe ser norma) de menor graduación que la habilite, siempre que se traten (es normativa que trate) de Derechos Fundamentales. Esto, a mayor claridad, porque sus lineamientos, de orden público irrenunciables, no pueden quedar al albur de hábitos disruptivos de la legislatura o de otras circunstancias exógenas -órganos jurisdiccionales y abogados omisivos- que ubican a los derechos fundamentales en peligroso trance de ser cohonestados.

El Debido y Justo Proceso, a mayor adjetivación, se sujeta a una estructura cuyos cánones se desprenden de los principios rectores del Estado de Derecho Constitucional y Democrático, en especial de la igualdad, la justicia y la libertad, tríplice que aúna la dignidad como esencia del ser humano, y la garantiza, momento propicio este para recordar las premonitorias palabras del art. XVI de la Declaración Universal del Hombre y del Ciudadano de 1789, cuando diserta: “Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinadas, no tiene Constitución.”

Entonces, debemos apreciar al proceso en general como una garantía extendida, continente de las fijadas en la Constitución; un manto amplio que cubre y difiere en los casos diferenciados su misión de tutela operativa.

Dice el gran publicita Augusto M. Morello[2]:

“Ahora estamos en aptitud para recibir esa ‘nueva edad’ en que se han situado las garantías constitucionales, que al terminar la centuria ocupan -con otra dignidad- un llamativo registro. Queremos expresar que tienen un poder jurídico diferente; que hay a su respecto una cultura o ética que les reconoce un valor antes recortado o sólo potencial. Que su alma noble se ha galvanizado al comprobarse: a) el incremento de número y calidad; b) el aumento de contenido o espesor; c) que existe un generalizado consenso en Occidente sobre un nivel mínimo de garantías que tejen una red universal de seguridad de los Derechos y Libertades Fundamentales; d) que hay criterios compartidos que han de ejercerse con eficacia; e) que se han estrechado filas para, en un sentido lato, mejorar a su través la suerte y efectividad de la tutela judicial de los derechos; f) asimismo, que en el presente, esas garantías en diversas direcciones, funcionan de manera más firme y segura; que han subido de tono e intención al tomarse conciencia que desempeñan un papel esencial, más sólido; g) por último -la dura experiencia de este siglo- que las sociedades de Occidente, dispuestas y atentas, han terminado por comprender que si las garantías operan enérgicamente y hay voluntad ciudadana que eso sea de verdad así los resultados serán muy distintos: conviviremos en una sociedad habitable, humanamente más justa y solidaria.” (Refiriéndose al S. XX, cuyas experiencias poco han incidido en mejorar el presente), para concluir la fuerza expresiva de la transcripción: “En síntesis: las garantías jurisdiccionales, muchas de las constitucionalizadas y otras consagradas en tratados de igual jerarquía (en la Argentina), no están hoy ‘contenidas’, ni significan solo una protección virtual o tibia; se las ve como un formidable andamiaje a funcionar a pleno y de modo continuo y real, modificándose el pensamiento político…”

Hemos preferido, de esta manera, sacrificar la paciencia y el tiempo del lector con la cita y transcripción, poco breve, de un gran Maestro, antes que intentar compendiarla y caer en el peligro de omitir su enjundiosa proyección. Osamos, pese a ello, intentar una visión sinóptica al enfatizar el ingreso de la comunidad a una época en la que sus miembros ofrecen mayor amplitud y receptividad a los problemas reales, que hoy al exceder a los que les afectan directamente se internan por la vía tutelar de aspectos ayer impensados, como ser el “…ambiente saludable ecológicamente equilibrado…” y “su conciliación con el desarrollo humano integral” (art. 7 CN), entre otros tantos de novísima concepción.

El Trabajo como Derecho Fundamental [arriba] 

Para facilitar el desarrollo y la comprensión del caso, hemos hallado interesante puntualizarlo en un derecho constitucionalizado; el trabajo, que, como actividad privada o función pública, observan como variante la calidad del empleador en la actividad dependiente, unidos -de ahí en más- en casi todas sus connotaciones por la naturaleza y la virtuosa semejanza que reconocen dada su condición de vitalidad y, por ello, de fundamentalidad.

Pero, centrémonos en la variante de Función Pública.

El trabajo es un derecho asaz constitucionalizado, vertido en el art. 86, que con autoridad expresa:

“…Todos los habitantes de la República tienen el derecho al trabajo lícito, libremente escogido y a realizarse en condiciones dignas y justas. La ley protegerá el trabajo en todas sus formas y los derechos que ella otorga al trabajador son irrenunciables.” Más certeramente en el art. 101 (op. id.) señala sobre la Función Pública: “Los funcionarios y empleados públicos están al servicio del país. Todos los paraguayos tienen el derecho a ocupar funciones y empleos públicos…”.

Normas éstas que deben ser contextualizadas con las del Capítulo VIII de la Norma Normarum, y más allá, con los principios mandatorios que surgen de la nómina de la dignidad.

El precepto señalado lo rotula como “derecho al trabajo”, que involucra una prescripción genérica (de policía y salubridad), dada en favor del trabajador, considerándose dicha inclusión como la cúspide del constitucionalismo social. Agrega el reconocido maestro y publicista Néstor Pedro Sagüés[3], que el trabajo

“…debe guardar una adecuada proporción con la necesidad de salvaguardar el interés público…la moral y la conveniencia colectivas autorizan a suprimir ciertas actividades no honorables o no reconocidamente útiles…”, agregando que “…la irracionalidad de una reglamentación del derecho a trabajar aparece cuando el medio que arbitra la ley no se adecua a los fines cuya realización procura esa norma, o cuando consagre una manifiesta iniquidad.”

De estas notorias prevenciones, surge la particular tuitividad que el Estado reserva a la actividad dependiente y remunerada, tanto en el ámbito privado, cuanto en el público, por lo que resulta de violento contraste que, pese a todo ello, la misma se halle sujeta a una condición anormal de conclusión de los procesos en cuyo seno se debata dicha actividad. Nos referimos señaladamente a la caducidad.

Raíces constitucionales del derecho en debate [arriba] 

El Debido Proceso y la Función Pública son derechos constitucionales, si bien innominado el primero, se nutren de los derechos contenidos en el propio Preámbulo Constitucional, dada su condición de índice del continente semántico, teleológico y principial que debe primar en su hermenéutica, con asociación indisoluble de los principios pro homine, in dubio pro libertate y pro libertatis, en los derechos de la libertad y de la igualdad, amén de estar condensados operativamente en las normas constitucionales de los Arts. 12 y 17.

Al hablar de la operatividad constitucional, y ser la que vamos a exponer insertada en la normativa del proceso civil, es propia del rito constitucional cuando trata el control de supremacía del art. 137 CN. Luego, dicho de paso, en breve excursus, su ubicación debe ser materia principal en un eventual Código del Proceso Constitucional, que junto con el Amparo comparte espacio en la misma ley, el Hábeas Corpus que se asienta en ley propia normalmente incluida en el código de rito penal y la cenicienta de las garantías, el Hábeas Data que ha sido socorrida por el art. 45 CN para prestar el proceso del Amparo, y, tras 28 años de haber visto la luz aún no ha obtenido suficiente mayoridad para ser independiente en razón de la morosidad legislativa.

En el tratamiento del control de constitucionalidad existe un caos normativo, v.g. los Arts. 540 y 563 del CPC. El primero de ellos, en el marco del tratamiento de la Excepción de Inconstitucionalidad, indica:

“Allanamiento a la Excepción. Aun cuando la contraparte se allanare a la excepción, el incidente seguirá su curso…”, mientras que el segundo, esta vez en el marco de la Acción de Inconstitucionalidad reza “Declaración de oficio por la Corte Suprema de Justicia. Cuando correspondiere, la Corte Suprema de Justicia, declarará, de oficio, la inconstitucionalidad de resoluciones, en los procesos que le fueran sometidos en virtud de la ley, cualquiera sea su naturaleza.”

El Prof. Juan Carlos Mendonca en sus comentarios del cuarto tomo del Código Procesal Civil al art. 540, nos remite al art. 169 CPC que considera la imposibilidad de acoger el allanamiento cuando el objeto del debate reviste condición de orden público, que, en el fondo, es lo que queremos abonar dentro de un esquema de generalidad en que el estudio de fondo no puede abandonarse ante situación formal alguna que lo impida. Este es el criterio que debiera trasladarse al tratamiento de la caducidad, en debates de cuestiones de orden público.

Sin embargo, el código de marras no mantiene incólume su espíritu pues, nada más en la norma siguiente se apea -si bien menguadamente- del criterio de indisponibilidad en caso de desistimiento en primera instancia. En el caso, no obstante, faculta al juez a que ocurra ante la Sala Constitucional por vía del art. 18 de dicha normativa, aunque tal vez hubiese sido más eficiente que se la norme en forma imperativa, que siga la impronta del art. anterior o, en fin, la del art. 563, ya expuesto. Es que, reiteramos, en materia de orden público, fundamentalidad e irrenunciabilidad no puede descuidarse la tutela, tal como se ha hecho por el codificador, despojándola de autoridad imperativa al ubicarla en el índice de las laxas facultades.

En dicho marco, ya que estamos, el art. 562 del CPC, también expone otra oportunidad en que la norma veda el acceso al estudio de la constitucionalidad, fijada en circunstancias atingentes a conductas de parte. Así, atendiendo al criterio de unidad de la representación considera la pertinencia de la acción en la conducta anterior, esto es si ha excepcionado oportunamente como requisito ineludible para acoger la acción. También este criterio se debe inscribir en una merma al acceso a la justicia constitucional, en torno a la cual debe girar toda validez jurídica.

Pasando a otra normativa, en este caso supralegal, empero infraconstitucional, pues informa sobre la organización de la máxima instancia del Poder Judicial; debemos aludir a la Ley N° 609/95 “Que organiza la Corte Suprema de Justicia.” Ella, cuando se refiere a la irrecurribilidad de las resoluciones de las salas, en su art. 17 -in fine- regula: “…No se admite impugnación de ningún género, incluso las fundadas en la inconstitucionalidad”, impeditiva, otra vez, de la consideración constitucional, cuando claramente, lo que sería objeto del más alto nivel es un recurso ordinario que quedaría firme no obstante su posibilidad de lucir la mácula de invalidez constitucional.

Alguna sensación parecida habría sentido Justiniano, cuando se percató del caótico desbarajuste que le impuso el deber de unificar la diversidad normativa del Imperio Romano de Oriente.

Raíces convencionales del derecho en debate [arriba] 

No es menor la incidencia convencional en el proceso y en el trabajo, ambos perfilados en diversos instrumentos internacionales a los que vamos a referir.

Mientras, un breve ex curso. Se inquiere entonces ¿cuáles son aquellas características singulares señaladas reiteradamente por el material transcripto?; y se responde, los Derechos Humanos que contienen en su marco iusnatural e ilimitado a los derechos fundamentales positivizados por cada país.

Veamos entonces: el debate se centra en Derechos Humanos por lo que su hábitat de tratamiento es el constitucional y el convencional por sobre el meramente legal, lo que se halla apontocado por el art. 143 CN, que dispone:

“La República del Paraguay, en sus relaciones internacionales, acepta el derecho internacional y se ajusta a los siguientes principios: … 5) la protección internacional de los derechos humanos; …”, tal como el art. 145, que impone: “La República del Paraguay, en condiciones de igualdad con otros Estados, admite un orden supranacional que garantice la vigencia de los derechos humanos…”

Ello es así merced a una sencilla ecuación hermenéutica enunciada en los siguientes términos: “El compromiso internacional implica compromiso de cumplimiento interno, reconociendo la validez del control externo”.

En este contexto, a mayor certeza y entendimiento debemos recurrir a la exposición de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, en cuyos Arts. 26 y 27 respectivamente, se refieren al principio Pacta sunt servanda, enunciado como:

“Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe” y “El derecho interno y la observancia de los tratados. Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Esta norma se entenderá sin perjuicio de lo dispuesto en el art. 46.”

La Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica[4], en su 8vo. art. enseña sobre las Garantías Judiciales, en el inciso 1) advierte:

“Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”, enlazando entonces, ambos derechos.

En el caso señalado, la norma supranacional garantiza el derecho que a ser oído tienen todas las personas. Este derecho abarca mucho más que lo apretado de la semántica que la expone. En efecto, el derecho a ser oído incluye el desarrollo de un proceso sobre carriles debidos y justos, afianzándose con ello, la seguridad de una expedición jurisdiccional conforme a la exposición de hechos y derechos, y no al cercenamiento de derecho tan principal por vías irregulares, tal como lo es la caducidad de la instancia en el marco de esta exposición.

El art. 11.1, en su momento, breve, lato sensu, expone: “Toda persona tiene derecho al respeto de su honra y al reconocimiento de su dignidad.”

Los arts. convencionales 17 y 19, aunque no aparentan relación con el asunto, se hallan en plena intimidad de efectos y consecuencias. Así, el primero enuncia la protección a la familia, mientras que el siguiente la preferencial tutela a los derechos del niño. Al hablar de trabajo (función pública), nos referimos a una actividad retribuida, medios materiales estos indispensables para atender al entorno familiar inmediato, que podrían ser privados al ciudadano desde su inmerecida destitución.

La norma del art. 24 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) expone la igualdad ante la ley en los siguientes términos:

“Todas las personas son iguales ante la ley. En consecuencia, tienen derecho, sin discriminación, a igual protección de la ley.” y, de consuno con la misma, la del art. 25.1 hace lo propio cuando asienta, respeto de la protección judicial: “Toda persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, la ley o la presente Convención, aun cuando tal violación sea cometida por personas que actúen en ejercicio de sus funciones oficiales.”

De esta exposición surge algo similar a lo comentado al referir al art. 8, en el sentido que de su semántica se debe obtener mucho más de lo que se incluye al mencionar “un recurso sencillo…rápido…efectivo”. En primer lugar, entender que no se refiere a recurso en cuanto herramienta revisora contra una decisión recaída en el contencioso de que se trate, pues, en efecto, se refiere a vías -cualquiera sea su denominación y forma de impetrarla- que sea adecuada para reprimir actos violatorios de los derechos fundamentales, que es, precisamente, lo que se insta desde esta ponencia, ante la agresión a dichos derechos desde la autoridad jurisdiccional.

A continuación, el segundo apartado del art., en tres incisos, comprometen, a entender que el Estado asume el compromiso de dotar al ciudadano de autoridad competente para desplegar operativamente garantías acordes para que dichas situaciones extremas sean revisadas y compuestas. Compromiso que impone al Estado garantizar la existencia de autoridad competente, para desarrollar el recurso y hacerlo efectivo.

Los tres incisos, a saber:

“2. Los Estados Partes se comprometen: a) a garantizar que la autoridad competente prevista por el sistema legal del Estado decidirá sobre los derechos de toda persona que interponga tal recurso; b) a desarrollar las posibilidades de recurso judicial; y, c) a garantizar el cumplimiento, por las autoridades competentes, de toda decisión en que se haya estimado procedente el recurso”.

Contienen claras precisiones dirigidas al Estado en relación a la operatividad efectiva de dichas vías, generalizadas bajo la nominación de recursos. El desarrollo efectivo de las mismas, con todas las garantías largamente mencionadas competen (de ahí competencia y competente) al funcionario estatal investido de jurisdicción.

De entre todas las normas referidas y brevemente desarrolladas, la del art. 29 marca especial inflexión por lo que debe ser acogida reflexivamente, dejando de lado la convicción positivista que se pudiera tener al momento de ubicar el texto del precepto en el contexto del instrumento y del hecho respecto del cual debe ser aplicado.

En lo que refiere al trabajo, que es una de las más altas dignidades y valores que la sociedad reconoce y atribuye al ciudadano, pues quien no satisface sus necesidades y las de su familia por dicha vía, ingresa, sin solución de continuidad a un rango de indignidad y deshonra descalificadoras. Así, una función pública o privada que se vendría desempeñando con toda trascendencia, coartada en forma inmerecida, como agravio generador de un proceso no puede coronarse, más adelante, por la caducidad de la instancia incoada en reclamo de los derechos emergentes.

El tema -o los temas- escogidos nos dirigen a las entendidas y acreditadas palabras de un clásico del constitucionalismo garantista, emblematizadas por Luigi Ferrajoli[5], en cuya introducción el autor plantea:

“el cambio en las condiciones de validez de las leyes, ligado no solo a las formas y los procedimientos de su producción, sino también a sus contenidos, es decir, a la coherencia de sus significados con los principios establecidos por las normas constitucionales, los primeros entre todos el de igualdad y los derechos fundamentales.”

La sentencia [arriba] 

En este punto, se considera importante referir a la sentencia y sus presupuestos como entidad conclusiva del debate.

La excelsitud de la función jurisdiccional halla su climax al exponer el dispositivo sentencial, el cual es la suma y síntesis de lo invocado y probado al pasar por el tamiz del principio de legalidad y de la complexión intelectual del juez.

Prescribe la normativa constitucional en su art. 256 -2do. párr.- “Toda sentencia judicial debe estar fundada en esta Constitución y en la ley”, la que en estricta observancia del art. 137 (op. id.) debe incluir en el orden prelativo indicado a las convenciones, a su vez el art. 15 CPC cuando refiere a los deberes del juez en el inc. a) indica: “…dictar las sentencias…”; y, en el b): “…fundar…en la Constitución y en las leyes, conforme a la jerarquía de las normas vigentes y al principio de congruencia bajo pena de nulidad…”, completando la receta al aludir a la congruencia que debe presidirla.

Sobre dicha intención la CADH en el art. 8 -Garantías Judiciales- inc. 1. Refiere “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías…”, mientras que el 25 -Protección Judicial-inc. num. 2. lit. a) indica “Los Estados Partes se comprometen: a garantizar que la autoridad competente prevista por el sistema legal del Estado decidirá sobre los derechos de toda persona que interponga tal recurso;” De la norma convencional transcripta se obtiene, en consideración contextual, que la decisión a que refiere la misma deberá hallarse revestida de criterios armónicos con los principios de orden garantista que sustentan el debido proceso, para el caso, siendo breves, motivación razonada y congruente con lo invocado y probado.

Los argumentos esbozados en los fallos jurisprudenciales de la Corte IDH, así lo avalan en los siguientes términos:

“Las decisiones que adopten los órganos internos que pueden afectar derechos humanos deben estar debidamente fundamentadas, pues de lo contrario pueden ser arbitrarias. El deber de motivar las resoluciones es una garantía vinculada con la correcta administración de justicia, que protege el derecho de la ciudadanía a ser juzgada por las razones que el derecho suministra, y otorga credibilidad a las decisiones jurídicas en el marco de una sociedad democrática.”, según así lo han recogido “Tristán Donoso vs. Panamá”, -27/I/09, serie C No.: 193, párr., 152-154.157-“ en los siguientes términos “…la motivación es la exteriorización de la justificación razonada que permite llegar a una conclusión” y en términos similares “López Mendoza vs. Venezuela” y “Escher y otros vs. Brasil” entre otros[6].

Finalmente, la caducidad de los procesos en que se debaten las cuestiones relacionadas con la función pública es la Ley Nº 1462 del año 1935. Nos hallamos entonces, ante una normativa vigente que vio la luz hace 85 años, en pleno auge del positivismo filosófico aplicado a todas las ciencias, entre ellas la jurídica que delimitaba la existencia del derecho al contenido de la ley dictada por el hombre a través de la formalidad estatal, y a ésta, para determinar su alcance, la mera, dura y simétrica semántica. En efecto, dicha ley fue suscripta por el entonces Presidente de la República del Paraguay Dr. Eusebio Ayala y su Ministro de Justicia, a la sazón el Dr. Justo P. Prieto, éste, uno de los adalides del positivismo paraguayo y autor del panegírico más notable al fundador de dicha escuela, cuyo título “La vida indómita de Augusto Comte el apóstol de una religión sin Dios”, Editorial Ayacucho, Buenos Aires, 1944, revela su pasión intelectual y la convicción que profesaba hacia la misma.

Esta ley, recogía la escueta norma siguiente, en su art. 8 “Se tendrá por abandonada la instancia contencioso administrativa, si no se hubiesen efectuado ningún acto de procedimiento durante el término de tres meses…”

En otro orden, pero con la misma proyección, el art. 132 CN refiere:

“La Corte Suprema de Justicia tiene facultad para declarar la inconstitucionalidad de las normas jurídicas y de las resoluciones judiciales, en la forma y con los alcances establecidos en esta Constitución y la ley.”, en tanto que el art. 138 “Carecen de validez todas las disposiciones y los actos de autoridad opuestos a lo establecido en esta Constitución.”, términos estos que no haría difícil un atinado replanteamiento constitucional en el sentido que venimos tratando, aunque más no sea en voto minoritario, que es de donde históricamente surgen las nuevas verdades que esconden los espíritus tradicionales y pusilánimes.

¿No es momento acaso, que se dejen de lado estas posturas vetustas y obsoletas para con las razones conclusivas que a continuación se explayan, se revierta esta penosa situación jurídica en que la mera forma devasta los derechos fundamentales y el orden público?

Conclusión [arriba] 

A partir de tales asertos, la caducidad o cese del proceso por la inepcia procesal, originada no solo en la conducta omisiva de los intervinientes, sino también en el abandono del órgano juzgador que se guarda de ejercer a plenitud su autoridad, arrumbando la tutela de un derecho fundamental como lo son el proceso y el derecho de fondo en conflicto, es un criterio que debe ser superado. Ello, máxime si el mismo se halla en desarrollo ante instancias constitucionales, al que se adicionaría, en su caso, la esencialidad y la calidad de orden público del derecho en conflicto.

Con ello, entonces, debemos evitar el criterio de parcialidad manifiesta con el que fácilmente se rotula a los juzgadores que optan por buscar la verdad real del debate por sobre las formas del proceso, pues al someter dicha conducta al marco de la lealtad procesal, ésta debe investir al litigante como sumiso y consiente de que en la justa debe prevalecer aquella; no la veracidad artificiosa que se obtiene por vías formales.

Siendo así la situación radica en el marco de los derechos fundamentales, que como tales, no pueden depender de rigores formales, sometidos -como se dijera- al deficiente desempeño del profesional o a la falta de ejercicio de la autoridad del órgano encargado de juzgar la causa. Esto último así, porque la norma convencional impone al Estado la obligación de dotar al juez competente, la condición adjetiva que se pierde si el mismo cercena los derechos en la forma descripta, más aún si derivado de ello concluye la discusión con una decisión incongruente y no razonada.

Esta corriente ha sido aplicada en distintos momentos, tanto en Europa como en América, tal vez, en el orden interno nacional no con tanta asiduidad como se quisiera para que adquiera la prestancia y la autoridad que requiere un criterio jurisdiccional para imponerse. No obstante, los mismos ya han ganado espacio y lugar natural en la doctrina constitucional más reiterada y respetada.

En nuestro medio, para que ello ocurra, se debe contar con la solidez, no solo del criterio, sino también de la valentía del juez que lucha por un derecho real y efectivo, que, aunque sepa de su decisión minoritaria en el cierre del debate interno y contramayoritario en el externo, se explaye en ella fundándose en la verdad y fuerza que contiene. Estos serían, entonces los méritos y virtudes que deben exornar a un juez paraguayo, para quebrar la superlativa licencia con que se obra al tratarse los temas candentes, y por qué no, revolucionarios de la ciencia jurídica.

Como conclusión, vale reiterar como puntos de inflexión, la directa operatividad de la Constitución y de las Convenciones y la obligación del órgano juzgador de llevar adelante ex officio el proceso, sobre todo aquellos en el que se debaten cuestiones de orden público y de derechos fundamentales.

 

 

Notas [arriba] 

[1] Doctor en Ciencias Jurídicas, ex magistrado judicial.
[2] MORELLO, Augusto Mario, Constitución y Proceso, La nueva edad de las garantías constitucionales, pág. 115/16, Librería Editora Platense (La Plata) Abeledo-Perrot, Buenos Aires, Argentina, Año 1998 (Cap. VIII, La nueva edad de las garantías, No. 78).
[3] Sagüés, Néstor Pedro, Derecho Constitucional 3, Estatuto de los Derechos, pág. 449, Editorial Astrea, Buenos Aires, Argentina, Año 2017.
[4] Aprobada por Ley Nº 1 de año 1989 en Paraguay.
[5] Ferrajoli, Luigi, La democracia a través de los derechos – El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político. Editorial Trotta, Madrid, España, Año 2014
[6] CIDH, MPF, Comisión IDH, Academy on Human Rights and Humanitarian Law, El Debido Proceso Legal, Análisis desde el Sistema Interamericano y Universal de Derechos Humanos, T. I, pág. 661, Instituto de Derechos Humanos Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata, Argentina, Año 2013.