Código Civil y Comercial de la Nación - Libro Segundo - Relaciones de FamiliaArtículo 706 - Artículo 709 (Argentina - Nacional)Constitución de la Nación Argentina Artículo 18 - Artículo 75 (Argentina - Nacional)Código Procesal Civil y Comercial de la Nación - Libro I - Disposiciones GeneralesArtículo 35 (Argentina - Nacional)
I. El Poder Judicial y la división de poderes en el Estado Constitucional [arriba]
De acuerdo al principio constitucional de división de poderes nuestra Carta Maga influenciada por el liberalismo clásico, previó un sistema en virtud del cual a cada uno de los poderes del Estado le atribuyó una facultad principal y excluyente. Esta situación tiene como principio rector el de “tutelar los derechos individuales, separando los distintos poderes de gobierno en distintos departamentos para evitar la concentración de aquél en manos de uno solo o de unos pocos individuos”[2].
Señala la doctrina Constitucional que la teoría de la división de poderes reconoce sus orígenes en la obra “El espíritu de las leyes” de Monstesqiueu, sin perjuicio de reconocer la gran influencia de Aristoteles y Locke[3].
De conformidad a la concepción actual, todo Estado de Derecho tiene como principal objetivo la realización del bien común. Con el fin de lograr dicho objetivo, se procura la distribución de distintas funciones a diferentes órganos que gozan de autonomía e independencia frente a los restantes. El conjunto de estas funciones constituyen el llamado “poder del Estado”.
Esta teoría parte de la idea de que cada uno de los órganos primarios del estado deben ostentar una función típica, distinta a la de los restantes (Legislativa, Judicial o Administrativa). En este sentido resalta Cassagne que “parte del reconocimiento de que todo órgano que ejerce el poder tiene naturalmente a abusar de él, por lo cual es necesario instaurar un sistema de frenos y contrapesos sobre la base de la asignación de porciones de poder estatal a diferentes órganos”[4].
Esta doctrina ha sido materia de distinta interpretación a lo largo de la historia, pues mientras en algunos países se le atribuyó prelación al Parlamento frente a los restantes órganos, posteriormente se le otorgo preeminencia al Poder Ejecutivo. En la actualidad podemos afirmar que el Poder Judicial está teniendo un rol cada vez más activo en la cotidianeidad de los ciudadanos.
Aquella división típica y “taxativa” de atribuciones en la práctica resultó de imposible aplicación. En este sentido, es necesario resaltar que si bien la Constitución Nacional le atribuyo a cada órgano una función esencial y primaria, ello no obsta a que puedan ejercer funciones “materialmente” distintas. Esta circunstancia es consecuencia de una necesidad de contralor reciproco y de coordinación entre los distintos poderes del estado, sin dejar de señalar que en muchos casos obedece a razones prácticas.
Explica muy bien Diez que el Estado no es estático, sino dinámico. “Actúa en el ejercicio de su poder con el objetivo de alcanzar sus fines. Las funciones de aquel consideradas en su conjunto representan el ejercicio pleno del poder del Estado, de acuerdo a las normas que regulan la competencia y con las modalidades que requieren los correspondientes intereses públicos que han de tutelar”. [5]
Las funciones del Estado pueden clasificarse desde el punto de vista orgánico o material. Vale adelantar que el segundo criterio es el adoptado por nuestra ley suprema, por eso suele denominarse también como “clasificación constitucional”.
De acuerdo a la primera, las distintas funciones del estado se clasifican de acuerdo al órgano del cual emanan. En este orden de ideas, se considera que no es ley, aunque tenga naturaleza normativa, ningún acto que no emane del Parlamento.
En cambio, la clasificación material atiende al contenido del acto sin importar de qué órgano emane, por ejemplo el Poder Judicial al dictar una acordada estaría ejerciendo una función materialmente legislativa. Claro está, que aquella función en ningún caso puede invadir la zona de reserva del Poder Legislativo, pues este órgano fue investido por nuestra Constitución Nacional para el dictado de normas generales y abstractas como función primordial. En este sentido, resultaría inconstitucional que el órgano jurisdiccional a través de una acordada dictara un código procesal o de fondo. Sería violentar el principio de división de poderes.
En este contexto, la Constitución Nacional, le atribuyó al Poder judicial la función de administrar justicia, ya sea entre particulares o entre aquellos y el Estado, y también cuando aplica una sanción de naturaleza penal. Esta función fundamental siempre lleva consigo la protección de nuestra carta magna. En efecto, además de aquellas atribuciones, es deber del órgano jurisdiccional determinar en última instancia si los actos emanados de los restantes departamentos gubernamentales (legislativo y administrativo) se adecuan a la ley suprema.
En el derecho argentino, aquel control es judicial y difuso, en el sentido de que todos los órganos judiciales de la Nación, sean nacionales, provinciales o de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y tanto si fuese un juez o un tribunal, son competentes para declarar la invalidez de una ley o de un acto administrativo (decreto o acto administrativo individual) que no guarden conformidad con el propio texto de la Constitución Nacional, siempre que el caso sea sometido a su consideración.
Sin perjuicio de esta atribución, calificada doctrina administrativa ha considerado que existen ciertos actos que son exentos de la revisión de los magistrados. Éstos actos recibieron el nombre de “actos institucionales” (también llamados “actos de gobierno”) que fueron definidos por Marienhoff como “aquellos que se vinculan a la organización y subsistencia del Estado, sin generar relaciones directas o inmediatas con los particulares o administrados” [6]. Esta teoría parte de la idea de sostener que sería absurdo y contrario al principio de división de poderes que, por ejemplo, un juez federal suspendiera la apertura de las sesiones del Congreso Nacional o bien un estado de sitio. Sin embargo, actualmente aquella concepción no es acogida por nuestra doctrina que ha optado por no aceptar limitación alguna al Control Judicial, sin llegar a caer en el denominado “gobierno de los jueces”.
Todas estas funciones deben ser ejercidas por aquél inexorablemente a petición de parte (art. 2. ley 27.) y a través de un proceso respetando todas las garantías constitucionales. La resolución de un conflicto por parte del órgano jurisdiccional siempre se exterioriza a través de una sentencia que goza de imperium. Ésta necesariamente implica la aplicación del derecho sustancial al caso sometido a su conocimiento, o bien como afirmaba Chiovenda; “la actuación de la voluntad de la ley”. De esta manera el juez cada vez que falla aplica a una situación de hecho un presupuesto normativo específico. Esta operación de adecuar un hecho a una norma determinada lleva el nombre de “subsunción jurídica”, que en caso de que el juez lo omita “se convertiría en legislador, o un despótico tirano”[7]. Vemos acá un claro límite al poder judicial en ejercicio de sus funciones, restricción necesaria para mantener el equilibrio entre los órganos constitucionales.
Por último, con el fin de asegurar este sistema de frenos y contrapesos, se ha caído en el absurdo de considerar que el método de selección de magistrados es contrario a cualquier sistema democrático. Se ha afirmado que no tiene sentido que mientras los restantes órganos constitucionales sean elegidos por el pueblo de manera directa y por medio del sufragio universal los integrantes del órgano jurisdiccional sean elegidos de manera distinta.
Verbic con gran acierto argumenta frente a aquella tesis que “otro de los argumentos principales en la materia descansa sobre el carácter contra mayoritario del Poder Judicial, lo cual permite a éste mantener la suficiente imparcialidad e independencia de criterio para resolver conflictos respetando los derechos individuales y de las minorías que pudieran verse vulnerados durante el proceso democrático de toma de decisiones”[8].
Una vez analizada la función del Poder Judicial se plantea un interrogante: ¿Qué debe hacer el órgano jurisdiccional cuando no existe ley que se adapte a las necesidades sociales actuales o bien carece de instrumentos idóneos para proteger los derechos constitucionales de los ciudadanos?.
II. Principio dispositivo o inquisitivo (¿Inquisitivo u Oficiosidad?) [arriba]
Señala Palacio que los principios procesales son aquellas “directivas u orientaciones generales en que se inspira cada ordenamiento jurídico procesal”[9]. Éstos tienden a armonizar y estructurar los distintos sistemas procesales, y colaboran en su interpretación.
Los principios procesales pueden variar de acuerdo a la legislación local (art. 75 inc. 12) o bien de acuerdo al derecho sustancial que se debate en un proceso (por ejemplo; derecho de familia o el derecho laboral).
A su vez, Falcón destaca la diferencia entre los principios procesales y los llamados tipos procesales: “los tipos procesales representados por la oralidad y la escritura, jueces técnicos y jurados, etc. devienen de una polaridad que responde a situaciones aún no concretadas en la legislación. Cuando las situaciones aún no concretadas se vuelcan en la legislación constituyendo un sistema o guía total dejan de ser tipos procesales para convertirse en principios procesales”[10].
Una vez aclarada esta distinción, resulta necesario marcar las diferencias entre el principio dispositivo y el inquisitivo.
Principio Dispositivo: es aquél en virtud del cual se confía a las partes no solo la disponibilidad del proceso, sino también la “excitación” o estímulo de la función jurisdiccional. Este principio a su vez se divide en otros “subprincipios”, a saber: Iniciativa (inicio a instancia de parte), disponibilidad del derecho material (desistimiento, transacción, etc.), impulso de parte, aportación de hechos y prueba, etc.
Principio Inquisitivo: Este principio se funda en la idea de que sea el juez u otro órgano del estado quien lleve a cabo la investigación con respecto a los hechos debatidos en el proceso.
La doctrina ha entendido que el proceso civil necesariamente debe posarse sobre una estructura dispositiva, sin embargo en la actualidad esta concepción no es absoluta. Así por ejemplo el art. 35 del CPCC refiere a las llamadas “facultades ordenatorias e instructorias”, destacando aquellas facultades que puede llevar a cabo el órgano jurisdiccional con el fin de llegar al conocimiento de la llamada “verdad jurídica objetiva”. Sin perjuicio que éste principio está más familiarizado con los procesos penales, lo cierto es que con arreglo a nuestra legislación procesal nacional nuestro proceso civil y comercial no tendría que ser plenamente dispositivo, sino que se trataría de una combinación “dispositivo-inquisitivo”.
En este contexto, el juez debe ejercer aquellas facultades en pos de esclarecer la verdad de los hechos controvertidos, sin que aquello signifique suplir totalmente la actividad de las partes. En este orden de ideas, sería absurdo que en un proceso en el que se debatan cuestiones meramente patrimoniales entre personas plenamente capaces la parte actora se limite a interponer la demanda y pretender que el juez lleve a cabo la totalidad de la actividad probatoria impulsora. Considero que la función “instructoria del juez” debe ser complementaria a la de las partes.
El nuevo Código Civil y Comercial (Art. 706) estableció respecto de los procesos de familia el siguiente principio: “El proceso en materia de familia debe respetar los principios de tutela judicial efectiva, inmediación, buena fe y lealtad procesal, oficiosidad, oralidad y acceso limitado al expediente”.
Ahora bien, antes de adentrarme en el alcance que le ha querido atribuir el nuevo código con respecto al principio que rige a esta clase de procesos, es dable plantear el siguiente interrogante ¿Son sinónimos el principio de oficiosidad y el principio inquisitivo? ¿Constituyen opuestos el principio dispositivo y el principio de oficiosidad?
Enseña Lino Palacio que el impulso procesal es “aquella actividad que es menester cumplir para que, una vez puesto en marcha el proceso mediante la interposición de la demanda, aquél pueda superar los distintos períodos de que se compone y que lo conducen a la decisión final”[11] .
Asimismo, se suele distinguir de acuerdo a que dicha actividad provenga de las partes (impulso de parte) o del juez (impulso oficial). Nuestro CPCC ha receptado este último “subprincipio” en su art. 36 inc. 1, que ha puesto en cabeza de los jueces la posibilidad de “tomar medidas tendientes a evitar la paralización del proceso. A tal efecto, “vencido un plazo se haya ejercido o no la facultad que corresponda, se pasará a la etapa siguiente en el desarrollo procesal, disponiendo de oficio las medidas necesarias”. Sin embargo, se trata de una disposición que en la realidad de los tribunales ha caído en desuso, no solo por la falta de personal o medios para llevarla a cabo, sino también por la institución de la caducidad de instancia prevista en el mismo ordenamiento.
Una vez dejada a salvo tal distinción considero necesario destacar que, a título personal, el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación ha caído en un error técnico. El impulso procesal no es un principio en sí mismo, sino un subprincipio que se ha encuadrado en otro general. Así, en los procesos de estricto corte dispositivo prevalecerá el impulso en cabeza de la parte mientras que, en los procesos inquisitivos, habrá preeminencia casi plena del impulso en a cargo del órgano jurisdiccional o del órgano estatal que tuviere tal facultad. En este sentido Kielmanovich con referencia al principio que rige en materia de derecho de familia sostiene “es claro que estas prevenciones (refiriéndose al principio dispositivo) no resultan aplicables a aquellos procesos de familia predominantemente o plenamente inquisitivos, así en los juicios de filiación en los cuales se admitirá toda clase de prueba aún de oficio… sin que interese si con ello se suple o no la negligencia de las partes, aunque respetando, en todos los casos, el derecho de defensa de las partes…” y a su vez con referencia a la posibilidad de iniciarse este tipo de procesos por una persona ajena a la parte a cuyo efecto se inicia el proceso destaca que “a su vez, el Ministerio de Menores, a la par que es representante promiscuo de los incapaces, se halla legitimado para promover la demanda frente a la denuncia recibida, ante su omisión e incluso en contra de la voluntad, v.g.r. , del cónyuge”[12]. Claro está, que estos principios rigen siempre en procesos de familia donde estén comprometidos los derechos de menores o personas con capacidad restringida, donde el Estado tenga un interés relevante en la tutela de sus derechos por tratarse de personas que se encuentran en un estado de vulnerabilidad frente a la sociedad. Tal principio no regiría en procesos que si bien son de familia, se lleva a cabo entre personas capaces y donde se debaten derechos patrimoniales como sería el caso de la liquidación de la sociedad conyugal (Art. 709 CCyCN).
Para ir finalizando con este capítulo del trabajo considero necesario manifestar que cuando se trata de procesos de familia donde intervienen menores o personas con capacidad restringida el principio a través de cual se rige aquel es el inquisitivo, pues puede iniciarse incluso por persona ajena a la parte interviniente (Defensor Público de menores) e incluso desarrollarse a solo instancia del juez, quien puede ordenar prueba oficiosamente, decretar medidas cautelares sin que exista petición de parte (guarda de menores) e incluso apartarse del llamado “thema decidendum” y por último inaplicar el principio de congruencia en aquellos supuestos donde se tratan temas absolutamente indisponibles (por ejemplo; juicios de adopción).
Más allá de toda distinción que podamos hacer en el plano estrictamente técnico, la doctrina civilista es celosa a emplear el término “inquisitivo” por su fuerte vinculación con el proceso penal. Se prefiere emplear en estos casos el término “oficiosidad” para delimitar a aquellos procesos que se caracterizan por la actividad impulsora en cabeza del órgano jurisdiccional. Así lo ha interpretado el legislador nacional (art. 706 CCyCN).
Uno de los temas que genera mayores polémicas dentro de la Teoría General del Proceso es el problema de la verdad material y la verdad formal. La cuestión se plantea en torno a esclarecer si el proceso necesariamente debe ceñirse a la búsqueda de los hechos “como realmente sucedieron en la realidad”, o si bien aquella debe recaer respecto de las constancias que surgen del propio expediente judicial. Por un lado lo cierto es que si consideramos que el órgano jurisdiccional tiene como función principal administrar justicia y que dicho fin se encuentra plasmado en nuestro preámbulo cuando manifiesta la necesidad de “afianzar la justicia”, la realidad demuestra que conocer la verdad absoluta de los hechos es casi imposible.
En este sentido señala Kierlmanovich que “calificar a un hecho como verdadero, sobre la base de la personal convicción adquirida por el sujeto en tal contexto, importaría, cuando menos, un exceso terminológico, teniendo en cuenta no solo la falibilidad de aquél, sino las propias restricciones y limitaciones impuestas desde afuera a la formación de ese juicio, así cuando se excluyen apriorísticamente determinados hechos, medios y fuentes probatorias del debate, se tarifa el valor de la prueba, se limita el curso de la investigación judicial, etc”[13].
Si bien es cierto lo que señala el autor, no podemos dejar de lado nuestro preámbulo que consagra a la justicia como “valor supremo del mundo jurídico político y su realización en el campo de la realidad se convierte en la obligación insoslayable de todo gobernante. Y esa justicia como valor alcanzará a ser verdad cuando se nutra de justicia”. Por ello considero que si bien es difícil poder acceder a la “verdad verdadera”, ello no obsta a que en todo proceso judicial la verdad formal se asemeje lo mayor posible a aquella.
De alguna manera esta concepción fue receptada por el Código Procesal Civil y Comercial, pues si bien del contexto del mismo se puede inferir lo contrario (primacía del principio dispositivo), aquel le ha reconocido al juez facultades instructorias y “esa instrucción que puede realizar el juez, no se encuentra vacía, sino que está enderezada a adquirir el conocimiento de la verdad jurídica objetiva”.
Una de las situaciones más complejas que se suscita en este punto, es el de la actividad probatoria en cabeza del órgano jurisdiccional, llegándose a sostener por un sector de la doctrina que aquella facultad seria contraría al art. 18 de la CN, ya que de esta manera el juez estaría produciendo prueba que beneficiaría a alguna de las partes, llegando a ser parcial, afectando el derecho de defensa en juicio y la igualdad procesal lo que resulta, a criterio personal, totalmente absurdo.
En primer lugar, cuando el juez ordena una medida de mejor proveer no pretende beneficiar a ninguna de las partes, sino que tiende a complementar los elementos probatorios aportados por los litigantes y en su caso a despejar las dudas que tenga aquel respecto a algún hecho controvertido. El derecho de defensa de alguno de los sujetos intervinientes en el proceso estaría afectado si el juez no le otorgase la posibilidad de fiscalizar aquella actividad probatoria o un plazo prudencial y oportuno para contradecirla. Claro está que los resultados de la prueba beneficiarán en última instancia a alguna de las partes, pero dichos resultados no tienen otra finalidad más que “beneficiar al proceso”, pues en definitiva se adquieren para él.
En principio, comparto la idea de Gozaini quien sostiene que “las medidas de mejor proveer no pueden suplir la negligencia de las partes, pero tampoco pueden evadir, a sabiendas, el compromiso hacia la verdad y la justicia”. Sin embargo este autor continúa diciendo: “interpretamos que aún ante la ausencia de prueba ofrecida, puede el juez convocarla y producirla si considera que, mediante ella, reportaría en un elemento decisivo para solucionar el conflicto”[14].
Si bien del texto citado no se llega a inferir si el mentado autor refiere al supuesto en que exista una ausencia total de actividad probatoria de las partes, o bien se refiere a un medio de prueba específico que los litigantes omitieron, lo cierto es que en este punto hay que establecer un cierto límite. Toda persona que inicia un proceso en el cual pretende que su demanda sea acogida tiene que demostrar un interés en que aquel fin sea cumplido, interés que se manifiesta en la actividad de aquel en generar convicción del juez sobre la verdad de los hechos alegados, como así también la parte contra quien se deduce la pretensión tiene que exteriorizar su voluntad de resultar absuelto. Es decir, la actividad del juez no puede suplir la total ausencia de actividad de las partes, pues éstas tienen la carga de probar los extremos alegados como fundamentos de sus demandas y defensas. De lo contrario (como hice referencia en las páginas anteriores) se llegaría al absurdo de creer que las partes solo tienen la carga de interponer la demanda y en su caso contestarla, debiendo el juez continuar con la realización de todos los actos tendientes al desarrollo, desenvolvimiento del proceso, e incluso al ofrecimiento y producción de prueba, denotando de esta manera una falta de intención de aquellas de que se llegue a una sentencia definitiva que dirima el conflicto declarando el derecho que le corresponde a cada una.
Obviamente tales consideraciones solo juegan con respecto a los procesos en los que se debaten derechos de naturaleza patrimonial y entre personas capaces, pues en los procesos de familia donde intervienen menores o personas con capacidades restringidas rigen otros principios.
Peyrano, a pesar de ser un ferviente defensor del rol activo del juez en toda clase de proceso, es consciente de aquellas limitaciones pues considera que “el juez civil nativo no puede, como regla, ser un investigador infatigable de la verdad histórica, puesto que la consecución de esta depende, en buena medida, de la actividad de los litigantes, de su diligencia o negligencia”, en efecto “debe admitirse que campea en el proceso civil argentino una suerte de principio de oportunidad de acuerdo al cual existe graduación jerárquica de las causas, no siendo lo mismo una donde está comprometido el derecho a la salud que otra consistente en un cobro de pesos de cuantía módica”[15].
Por último, sin perjuicio de afirmar que buena parte de la doctrina considera que el fin de la prueba no es otro que “generar la convicción al juez de la verdad de los hechos controvertidos y alegados”, es necesario destacar la trascendencia que tiene la actividad probatoria en la averiguación de la verdad material. De esta manera, quienes sostienen que aquel es el fin de la prueba también afirman que unos de los principios que rige en materia probatoria es el llamado “principio del favor probationes” definido como “aquel en virtud del cual en casos de duda o dificultades probatorias deberá estarse en favor de la admisibilidad, conducencia o eficacia de la prueba, y flexibilizando en particular el criterio que gobierna el régimen de admisibilidad y eficacia de la prueba indiciaria”[16], demostrando una vez más que la averiguación de la verdad material tiene una trascendencia fundamental dentro del proceso, pues si no fuese así ¿Para qué se admite una prueba dudosa?.
En nuestra doctrina procesal nos encontramos frente a dos teorías absolutamente opuestas. Por un lado el mal llamado “Garantismo judicial” y por otro el “Activismo Judicial”. Ambos parecerían el anverso y reverso de una misma moneda. La distinción fundamental entre ambas posturas radica, no solamente en el fin del proceso, sino también en el rol que debe asumir el juez dentro de aquel.
IV.a. Garantismo Procesal
El mal llamado garantismo judicial proclama la idea de un proceso donde el juez se ciñe a controlar el vínculo jurídico que une a cada una de las partes intervinientes en el proceso, asegurando una “supuesta igualdad de las partes” teniendo como pilar fundamental de su teoría el artículo 18 de la nuestra Carta Magna.
Ante todo debo remarcar que considerar que una teoría es fiel protectora o garante de los principios constitucionales, hace suponer que las demás corrientes que no siguen sus lineamientos pretenden quebrantar aquellas garantías. Sostener esta idea implicaría afirmar que en nuestro actual estado de derecho existen jueces que no adecuan sus decisiones a nuestra ley suprema, convirtiéndose en “jueces de facto”.
El juez garantista tiene como objetivo el dictado de una sentencia, decisión que no tiene el deber de asimilarse a la verdad material. En este contexto, el magistrado es un mero espectador que solamente se limita a controlar la plena vigencia de los excesivos ritualismos procesales, no pudiendo en ningún caso buscar la verdad histórica del caso concreto. Para sostener esta tesitura esta corriente parte de la idea que de esta manera se respetarían el principio de legalidad y de igualdad procesal, afianzando de esta manera el debido proceso. En síntesis, se trataría de un juez pasivo y sumiso, un verdadero espectador de lujo.
En efecto, se plantea la idea que el juez es un tercero y dentro del proceso debe actual como tal[17]. Existe casi unanimidad en la doctrina en considerar que el órgano jurisdiccional no es un tercero. Éste es un sujeto primario dentro del proceso que se encuentra en un estado de preeminencia frente a los restantes sujetos primarios que intervienen en aquel (parte actora y demanda). Afirmar que el juez es un tercero totalmente ajeno al proceso, es desconocer el rol trascendental de los magistrados, no solo en todo proceso judicial sino también en nuestro orden constitucional.
El juez es un funcionario público al que nuestra ley fundamental le otorgó la función primordial de administrar justica, y tal atribución trae consigo la necesidad de que éste tenga un interés en el proceso, interés que no debe considerarse como una intención de favorecer a alguna de las partes, sino más bien que el proceso finalice con una decisión lo más justa posible.
Así planteada la cuestión, para reforzar esta idea la corriente garantista sostiene que “para comprender mejor, imaginemos en primer lugar un magistrado sin elementos de convicción suficientes para fundamentar la sentencia, que en vez de fallar a favor del demandando, decide ordenar de oficio una nueva prueba. Si la prueba producida inclina la balanza hacia uno u otro lado ¿Se afectaría la imparcialidad judicial?”.
Sostener esta idea implica partir del error dogmático de no distinguir entre objeto del proceso y proceso mismo: “si bien respecto al primero el juzgador no puede tener la iniciativa alguna; con referencia al proceso debe atribuírsele, con ciertos límites, la posibilidad de actuar ex officio, pues solo así el proceso se convierte en un instrumento idóneo para alcanzar la efectiva y real tutela, por parte del Estado, de los intereses en conflicto. Exacerbando al máximo la garantía sobre la imparcialidad, se olvida que es el instrumento que tiene el juez para que –sin afectar la igualdad y derechos de las partes- puede cumplir justa y eficazmente con su función” [18].
Esta postura parte de creer que el juez, al ordenar una medida de mejor proveer lo hace en pos de beneficiar a alguna de las partes. En rigor de verdad la imparcialidad del tribunal nunca se puede considerar viciada cuando ejerce una facultad que le fue provista por el propio ordenamiento local y cuyo deber es observar.
En el caso de los párrafos anteriores, si el juez falla a favor del demandado sin tener la plena certeza de un hecho determinado y absteniéndose de ejercer las facultades que le posibilita la normativa vigente tendiente esclarecer tal circunstancia, estaría dictando verdaderamente sentencia injusta por cuanto no estaría agotando todas las vías y medios que la ley le posibilita realizar para la averiguación de los hechos.
Alvarado Velloso, criticando a los jueces activistas, sostiene que aquellos “han intervenido en toda suerte de asuntos, propios de la competencia constitucional exclusiva de otros poderes del Estado, interfiriendo con ello en la tarea de gobernar al asumir el cumplimiento de funciones que son privativas de otras autoridades”.[19]
En síntesis, esta corriente es reacia a muchas de las instituciones que tuvieron origen en fallos judiciales, acogidas por muchos ordenamientos procesales y que luego fueron acogidos de buena manera por la mayoría de la doctrina como son:
1. La prueba de oficio por el juez.
2. La tutela Anticipada.
3. La flexibilización de la regla procesal de congruencia.
4. La eliminación de la preclusión procesal, entre otras.
Es imposible adentrarnos de manera profunda en cada uno de los institutos, pues cada uno de ellos contiene una complejidad que le es propia. Pero sí puedo sostener que el error que comete esta corriente es partir de la idea que el único derecho que debe reconocerse es el de la persona contra la cual la decisión del juez perjudica, más nunca reconoce la protección y el reconocimiento del derecho de aquella persona en cuyo favor la medida es dictada. Se tratan en sí, de medidas tendientes al descubrimiento de la verdad material, o más bien a la realidad más cerca de aquella. Si partimos de sostener que el juez a través de ellas descubre la existencia de un derecho a favor de una de las partes, no puede sostenerse que aquel reconocimiento implicaría un desbaratamiento de los derechos de la parte contraria.
En efecto, la única manera en que el derecho de defensa de la parte contra quien se llevan a cabo tales medidas, se vería afectada sería el caso de que el juez no le otorgase un tiempo razonable y oportuno para ser escuchado y ofrecer pruebas.
En síntesis, Peyrano enseña que el debido proceso es una avenida de doble mano que ampara a ambas partes y no solo a la demandada. Ciertamente, en los últimos años se ha buscado favorecer en exceso la situación procesal de la demandada, con olvido de que no siempre la actora es una entidad multinacional o un banco sin escrúpulos. Por el contrario, es frecuente que hoy la parte débil sea la actora.
IV.b. Activismo Judicial
La doctrina mayoritaria considera que el origen del activismo judicial se remonta a la corte Suprema de Estados Unidos, donde se lo asociaba con la facultad del órgano jurisdiccional de invalidar los actos del Poder Legislativo que no se amoldaban a la Constitución de aquel país. Sin embargo, algunos hacen referencia a que su génesis estaría en las Siete Partidas de Alfonso el Sabio, donde en la Partida Tercera, Ley 11, Titulo IV, se le imponía al juez “saber la verdad del pleito por cuantas maneras pudiese” otorgándole un poder muy amplio, siempre en miras de esclarecer los hechos controvertidos[20].
La doctrina nacional ha interpretado aquel principio del derecho anglosajón con diferentes significados: Por un lado, se habla de activismo judicial cuando el órgano jurisdiccional crea de manera pretoriana nuevas herramientas para consagrar los derechos constitucionales frente a una omisión negligente del Congreso local o nacional que no adapta la normativa vigente a las necesidades sociales contemporáneas. Por otro, se hace referencia al rol activo que asume al juez frente al proceso.
El activismo judicial proclama la idea de ver al proceso como una herramienta o un medio a través del cual el juez tiene un deber moral de proveer a la búsqueda de la verdad jurídica objetiva. En este contexto, el juez asume un rol preponderante en el proceso para asegurar la justicia como valor, tal como lo hace nuestro preámbulo nacional, convirtiéndose en un verdadero director de aquel.
En este contexto, “esta práctica judicial” ha dado origen a diferentes instituciones del derecho procesal. Incluso algunas han sido receptados por los códigos de forma locales, como así también por el Código Civil y Comercial de la Nación, tales como: medidas autosatisfactivas, Reposición in extremis, cargas probatorias dinámicas, tutela anticipada, etc. Señala Godoy[21] que esta corriente tiene su fundamento en lo que se denomina 'Nuevo Estado De Derecho Constitucional' donde los principios y garantías constitucionales cobran plena operatividad.
Es decir que el Activismo toma una actitud activa, frontal y “agresiva” frente a los distintos obstáculos que se presentan ante las nuevas necesidades. El juez activista se desprende el excesivo ritualismo y formalismo con el fin de buscar no solo la verdad jurídica objetiva (o en su caso lo más parecido a aquella), sino que también se esfuerza en arribar al medio más idóneo para garantizar los derechos constitucionales y asegurar la tutela judicial efectiva. Como bien dice Peyrano[22]: “el activismo judicial confía en los jueces, y como consecuencia le otorga a aquellos la facultad de generar nuevas herramientas procesales, como así también le otorga facultades instructorias para la búsqueda de la razonable y acotada verdad histórica”.
Para nuestra doctrina, el modelo de proceso justo que hacía referencia Morello solo puede traer como resultado una sentencia justa. Para ello es necesario que el juez ejerza un rol activo dentro de aquel para la búsqueda y la reconstrucción de la verdad material, pues nuestra constitución le ha confiado la facultad primordial de administrar justicia, constituyendo un valor fundamental de todo Estado de Derecho.
Así lo ha interpretado la Corte Suprema de Justicia de la Nación en una sentencia de importante repercusión y de gran acogida por parte de la doctrina nacional como fue el célebre fallo “Camacho Acosta c/ Maximino c. Grafi Graf, S.R.L. y otros”.
El mencionado precedente tuvo lugar cuando la parte actora en un proceso de indemnización por daños y perjuicios solicitó una medida cautelar que obligase al demandado al pago de una prótesis ortopédica en reemplazo de su brazo izquierdo que había sido amputado por una maquina propiedad de la demandada.
Tanto el juez de primera instancia como la Cámara habían rechazado aquella pretensión cautelar bajo el entendimiento de que importaba un prejuzgamiento sobre la cuestión de fondo. Contra dicho pronunciamiento la actora interpuso recurso extraordinario federal, el cual fue declarado inadmisible, lo que motivó la queja. Este último recurso judicial fue admitido por la Corte Suprema de Justicia de la Nación bajo el fundamento de que “si bien es cierto que las resoluciones adoptadas en materia de medidas cautelares no son susceptibles de revisión por la vía del recurso extraordinario, tal principio cede cuando la decisión produce un agravio de insuficiente, tardía o dificultosa reparación ulterior, o bien cuando la alteración de la situación de hecho o de derecho pudiera influir en la sentencia o convertiría su ejecución en ineficaz o imposible”.
En este caso, el máximo tribunal se encontró con una situación no prevista por la legislación procesal. En efecto, la normativa local no contiene una norma específica que prevea un tratamiento para situaciones extremas, que no admiten demora y cuyo fin sea una tutela anticipatoria en un proceso conexo al principal, dando origen a un nuevo tipo de proceso: el proceso urgente.
Es así que el tribunal “tomó prestado” elementos de las medidas cautelares y forjó un nuevo instituto del derecho procesal con el fin de garantizar y resguardar el derecho a una tutela judicial efectiva. Si el máximo tribunal se hubiese quedado pasivo aplicando de manera rígida la normativa “estática” vigente, se hubiese producido un perjuicio irreparable y de imposible satisfacción posterior.
En este tipo de situaciones la Corte “subsana” o declara una verdadera “inconstitucionalidad por omisión”, definida por Bidart Campos como “cuando no se hace lo que la Constitución Nacional manda hacer”[23].
Nuestra ley suprema le atribuyó al legislador local el dictado de los códigos procesales, pero no es menos cierto que cuando existe una verdadera omisión/negligencia de aquel en el dictado de normas que no se adapten a las nuevas necesidades jurídicas, los jueces no pueden mantenerse como meros espectadores mientras se frustran los derechos de los justiciables. El órgano jurisdiccional como último garante y protector de nuestra ley suprema debe observar, aplicar y en su caso crear el vehículo más idóneo para la tutela de los derechos fundamentales.
El instituto de la tutela anticipada fue objeto de crítica por el activismo judicial so pretexto de constituir una violación del derecho de defensa en juicio (art. 18 CN.) Dentro de los argumentos esgrimidos se alega que aquellas medidas son decretadas mediante una prueba meramente “sumaria” y acreditando solo la verosimilitud de aquel derecho supuestamente en peligro. Se sostiene también que constituye prejuzgamiento sin posibilidad de que, la persona contra cual la medida se dicta, pueda ejercer su derecho a contradecir dentro de un plazo oportuno y razonable. Lo cierto es que la misma Corte afirmó que la tutela anticipada no produce cosa juzgada material, no constituye prejuzgamiento y los jueces deben extremar sus recaudos al fallar. Por último, aquella decisión no obsta a lo que pueda decidirse en el proceso principal.
Esta tesis fue mantenida por el máximo tribunal en el caso “Halabi” donde al referirse a la negligencia del Legislador en el dictado de una normativa acorde a las nuevas realidades sostuvo que “constituye una mora que el legislador debe solucionar cuanto antes sea posible, para facilitar el acceso a la justicia que la Ley Suprema ha instituido, cabe señalar que la referida disposición constitucional es claramente operativa y es obligación de los jueces darle eficacia, cuando se aporta nítida evidencia sobre la afectación de un derecho fundamental y del acceso a la justicia de su titular. Esta Corte ha dicho que donde hay un derecho hay un remedio legal para hacerlo valer toda vez que sea desconocido; principio del que ha nacido la acción de amparo, pues las garantías constitucionales existen y protegen a los individuos por el solo hecho de estar en la Constitución e independientemente de sus leyes reglamentarias, cuyas limitaciones no pueden constituir obstáculo para la vigencia efectiva de dichas garantías”.
Podemos reafirmar una vez más que el juez activista no tiene recelo en crear nuevas instituciones procesales con el único objetivo de consagrar los mandatos constitucionales.
Para concluir, entonces, considero oportuno citar a Bidart Campos que con gran elocuencia enseñaba: “el juez es el administrador de la justicia; con ley, sin ley, o contra la ley. Porque el valor de la justicia prevalece sobre la ley y nuestra Constitución así lo deja entrever a quienes saben comprenderla cuando manda en el Preámbulo a afianzar la justicia. Con ley, sin ley o contra ley”[24].
[1] Abogado (USAL). Actualmente cursa la Especialización en Derecho Procesal (USAL). Ayudante cátedra de la asignatura "Elementos de Derecho Procesal Civil" (UBA). Profesionalmente, se desempeña en la Asesoria General Tutelar (Poder Judicial CABA).
[2] Bidart Campos, German, Tratado Elemental de Derecho Constitucional, Ediar, Buenos Aires, 1995, t. ll, p. 16.
[3] Zarini, Helio J., Constitución Argentina Comentada y Concordada, Astrea, Buenos Aires, 2010, ps. 401-403.
[4] Cassagnee, Juan C., Curso de Derecho Administrativo, La Ley, Buenos Aires, 2011, t. l, ps. 31-32.
[5] Diez, Manuel, Manual de Derecho Administrativo, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1977, t. l, p. 18.
[6] Cita a Miguel Marienhoff, Cassange, Juan Carlos, Curso de Derecho Administrativo, ob. Cit., t. l, p. 51.
[7] Carli, Carlo, La demanda Civil, Editorial Lex, 2008, p. 8.
[8] Verbic, Francisco, Procesos Colectivos, Astrea, Buenos Aires, 2007, ps. 278-284.
[9] Palacio, Lino E., Manual de Derecho Procesal Civil, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2016. p. 59.
[10] Falcón, Enrique, Código Civil y Comercial de la Nación Comentado, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1986, p 34.
[11] Palacio, Lino E., Manual de Derecho Procesal Civil, Editorial Abeledo Perrot, 2016, p. 61.
[12] Kielmanovich Jorge, Código Procesal Civil y Comercial de la Nación Comentado y Anotado, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2016, ps. 44-72.
[13] Kielmanovich, Jorge, Teoría de la prueba y los medios probatorios, Rubinzal – Culzoni, Santa Fe, 2004, p. 62.
[14] Gozaini, Osvaldo, Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, La Ley, Buenos Aires, 2006, p. 141.
[15] Peyrano, Jorge, Los roles actuales del juez civil argentino, La Ley, Buenos Aires, 2017.
[16] Kielmanovich, Jorge, Teoría de la prueba y los medios probatorios, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2004, p. 73.
[17] Melgajero, Flavia García, “Activismo Judicial y Garantismo Procesal”, http://www.aca demiade derecho.o rg/uploa d/biblio/c onteni dos/Activis mo_ju dicial_y_ Garanti smo_Pr ocesa l_FLAVIA _GAR CIA_M EL.pdf.
[18] Gardiol, Ariel, Activismo y Garantismo Procesal, Advocatus, Buenos Aires, 2009, p. 39.
[19] Alvarado Velloso, Adolfo, El garantismo procesal, La Ley, Buenos Aires, 2010.
[20] Maraniello, Patricio A., “El activismo judicial, una herramienta de protección constitucional”, http://www. derech o.ub a.ar/pu blicacio nes/pe nsar- en-de recho/rev istas/1 /el-activismo -judici al-una- herra mienta- de-protecc ion-constit ucional.pdf.
[21] Godoy, Mario R., “Garantismo y Activismo Judicial”, http://www.c artap acio.ed u.ar/ ojs/in dex.ph p/ctp/art icle/vie wFile/1 147/1147.
[22] Peyrano, Jorge, Los roles actuales del juez civil argentino, La Ley, Buenos Aires, 2017.
[23] Bidart Campos, German, Tratado Elemental de Derecho Constitucional, Ob. Cit., T. l, p. 88.
[24] Bidart Campos, German, Peyrano, Jorge (Dir.), Sobre activismo judicial, La Ley, Buenos Aires, 2008.