JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Los contratos de colaboración
Autor:Sánchez Herrero, Andrés
País:
Argentina
Publicación:Temas de Derecho Privado (Tomo I) - Contratos
Fecha:12-11-2021 Cita:IJ-II-LXXIII-765
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1. Normativa vigente
2. Conclusiones
Notas

Los contratos de colaboración

Andrés Sánchez Herrero[1]

1. Normativa vigente [arriba] 

¿Qué son los contratos de colaboración?; ¿existen?; ¿qué dice la ley al respecto?; ¿qué relación tienen con los contratos asociativos?; ¿qué implicancias prácticas y jurídicas se desprenden de esta calificación? Responderé estos interrogantes en los parágrafos que siguen.

Partamos de esta base: la ley alude a los contratos de colaboración. En el art. 1442 del Cód. Civ. y Com. —el primero de las disposiciones comunes aplicables a todos los contratos asociativos del Capítulo 16— se establece que las disposiciones de este Capítulo se aplican a todo contrato de colaboración, de organización o participativo, con comunidad de fin, que no sea sociedad[2].

Salvo que el legislador haya utilizado una expresión vacía de significado, hay que admitir que la categoría de los contratos de colaboración existe. De otro modo, no se explica la referencia contenida en el art. 1442.

Asumido que, desde el punto de vista normativo, los contratos de colaboración existen, el paso que sigue es determinar qué son. El legislador no los define. Con todo, en los Fundamentos del Anteproyecto del Cód. Civ. y Com. hay un pasaje que puede servirnos para comprender el tema: “La colaboración asociativa, como la societaria, presenta comunidad de fines, de modo que las partes actúan en un plano de coordinación y compartiendo el interés, lo que la diferencia claramente de la colaboración basada en la gestión”.

Avancemos a partir de estos elementos. Según el Diccionario de la lengua española, la palabra “colaboración” significa ‘acción y efecto de colaborar’, y “colaborar” significa ‘trabajar con otra u otras personas en la realización de una obra’ (primera acepción), como así también ‘contribuir (‖ ayudar con otros al logro de algún fin)’[3].

Partiendo de esta base, son concebibles al menos dos acepciones de la expresión “contrato de colaboración”. Conforme a un sentido amplio, sería tal el contrato en virtud del cual al menos una de las partes contribuye con la otra, ayudándola al logro de algún fin. Así entendido, todo contrato es de colaboración: ¿acaso hay alguno en el cual no haya al menos una parte que colabore con la otra en el sentido apuntado? Esto ocurre hasta en una compraventa de poca monta. (De hecho, en el art. 1137 del Cód. Civ. y Com. se establece que “el vendedor debe transferir al comprador la propiedad de la cosa vendida. También está obligado (…) a prestar toda cooperación que le sea exigible para que la transferencia dominial se concrete”. Dado que “cooperar” y “colaborar” son sinónimos, bien podríamos afirmar, entonces, que la compraventa es un contrato de colaboración o cooperación). En todo caso, habrá una diferencia de grado en cuanto a la intensidad de la cooperación requerida en los distintos tipos de contratos, pero, insisto, todo contrato implica cierto nivel, aunque sea mínimo, de colaboraciónAncla[4].

Dado que el legislador no es redundante, tenemos que concluir que, cuando se refiere a los contratos de colaboración, no lo hace en este sentido parcialmente tautológico. Si ha acuñado la expresión, debe haber una categoría de contratos que comparten una característica en común que no está presente en los demás, y que los hace ser de colaboración. Ahora bien, ¿cuál? Por lo general, la doctrina que se refiere al tema concibe a estos contratos como aquellos en los que al menos una de las partes coopera con la otra para la consecución de una finalidad que constituye o integra la causa del contratoAncla[5]. Puede que esa cooperación tienda a la satisfacción de un interés común a los contratantes (en cuyo caso, según la expresión acuñada en los Fundamentos, estaremos ante una colaboración asociativa [v. gr., un contrato de sociedad o un contrato de unión transitoria]) o a la satisfacción de un interés de la otra parte (en cuyo caso, también conforme a los Fundamentos, estaremos ante un contrato de colaboración basada en la gestión [v. gr., un mandato, un contrato de obra o un contrato de distribución]).

No obstante, seguimos sin deslindar con claridad los contratos de colaboración de los que no lo son. Al fin y al cabo, se podría objetar que, en la compraventa (que no es un contrato de colaboración), el vendedor tiene que colaborar con el comprador para que este reciba la cosa vendida y adquiera su dominio, satisfaciendo así su interés, y el comprador tiene que hacer otro tanto para que el vendedor se haga del precio y quede igualmente satisfecho. Como se ha señalado con relación a los contratos asociativos, “calificar a [estos] contratos (…) como de colaboración presenta el inconveniente de que todo contrato implica alguna forma de colaboración entre las partes y de que no hay un sistema de consecuencias precisas atribuibles a la categoría de contratos de colaboración”[6]. Esta afirmación, referida a los contratos asociativos, vale para los contratos en general.

Por lo expuesto, me cuesta incorporar a los contratos de colaboración como una categoría contractual autónoma. Sin embargo, dado que el legislador la menciona explícitamente, hay que admitirla. Todo contrato requiere cierto grado de colaboración de las partes. Cuando esa colaboración que es exigible alcanza cierta entidad al menos respecto de una de las partes, estamos ante un contrato de colaboración. El punto de corte puede resultar arbitrario: no hay un criterio preciso para determinarlo. Nos enfrentamos, entonces, con una línea que tiene en un extremo a los contratos que no son de colaboración (no porque de ellos no resulte algún deber de colaborar [ya hemos visto que esto es imposible], sino porque ese deber está reducido a su mínima expresión) y en el otro a los que inequívocamente encuadran en esta categoría. Por ejemplo, la compraventa y la donación no son contratos de colaboración, y la sociedad y el mandato sí (el primero, de colaboración asociativa; el segundo, de colaboración gestoría). Entre uno y otro extremo se ubican los distintos contratos, que, en función de cuál sea el punto de corte, se ubicarán en una u otra categoría.

2. Conclusiones [arriba] 

De lo expuesto se desprende que tanto los contratos asociativos como los de cambio pueden ser de colaboración[7]. En los primeros, la colaboración es asociativa; en los segundos, gestoría. También se infiere que, tanto entre los contratos de cambio como entre los asociativos hay contratos que no son de colaboración. En cuanto a los primeros, el tema no requiere mayores aclaraciones (siempre que admitamos que no todos los contratos son de colaboración, lógicamente), pero ¿qué hay de los asociativos? ¿Acaso no son siempre, por el mero hecho de ser tales, contratos de colaboración? En términos teóricos, la respuesta depende de cómo definamos esta última categoría. Antes de la reforma introducida por el Cód. Civ. y Com., un sector de la doctrina entendía que todo contrato asociativo, por el mero hecho de serlo, es de colaboración[8]. Pero el panorama ha cambiado: ahora hay un dato normativo que, al menos en términos lógicos, resuelve la cuestión en un sentido distinto. De acuerdo con el art. 1442, las disposiciones de este Capítulo se aplican a todo contrato de colaboración, de organización o participativo, con comunidad de fin, que no sea sociedad.

De aquí se infiere que no todos los contratos asociativos son de colaboración, al menos si partimos del postulado de que el legislador no es redundante. Como mínimo, habría algunos contratos asociativos de organización o participativos que no serían de colaboración.

La incorporación de la categoría de los contratos de colaboración es pasible de una segunda crítica (que, paradójicamente, rebaja la incidencia de la crítica anterior): dado que no existe un régimen jurídico específico para los contratos de colaboración, carece de mayor importancia práctica y jurídica calificar a un contrato como tal. En suma: a la vaguedad de la categoría se le agrega su inutilidad práctica. Sin duda, del hecho de que un contrato sea de colaboración se desprenden ciertas consecuencias jurídicas (por ejemplo, que cada contratante debe cooperar para satisfacer el interés de que se trate), pero no dejarían de producirse por el hecho de que al contrato no se lo encuadrara dentro de esta categoría, dado que son efectos que se desprenden de las reglas generales (v. gr., el carácter vinculante del contrato, la buena fe, etc.). Por ejemplo, no cambiaría en lo más mínimo el régimen de un contrato de sociedad por el hecho de que no lo calificásemos como de colaboración: ningún socio dejaría de tener las obligaciones que tendría si le aplicásemos este rótulo; tampoco cambiaría el régimen de un contrato de compraventa por el hecho de que lo calificásemos como un contrato de colaboración: ninguna de las partes tendría más obligaciones a su cargo que las que debería asumir si no lo encuadráramos de este modo. Como señalara, la utilidad práctica de esta categoría es, en el mejor de los casos, muy limitada.

 

 

Notas [arriba] 

[1] Profesor titular de Derecho de los Contratos de la Universidad Austral.
[2] Énfasis agregado.
[3] Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, vigesimotercera edición.
[4] Vease Guillermo Cabanellas de las Cuevas, en Andrés Sánchez Herrero (director) y Pedro Sánchez Herrero (coordinador), Tratado de derecho civil y comercial. Tomo V. Contratos. Parte especial, Buenos Aires, La Ley, 2016, p. 619 (“[d]esde el punto de vista del sentido usual de la voz ‘colaboración’, puede decirse que prácticamente todo contrato tiene un contenido de colaboración, aun los que son a título gratuito”).
[5] Vease Juan María Farina, “Contratos de colaboración, contratos de organización, contratos plurilaterales y contratos asociativos”, en La Ley Online, AR/DOC/21663/2001, § 2.
[6] Vease Guillermo Cabanellas de las Cuevas, en Andrés Sánchez Herrero (director) y Pedro Sánchez Herrero (coordinador), Tratado de derecho civil y comercial. Tomo V…, cit. nota 4, p. 632.
[7] Vease Francesco Messineo, Doctrina general del contrato. Tomo I, traducción de R. O. Fontanarrosa, S. Sentís Melendo y M. Volterra, Buenos Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1952, p. 36.
[8] Vease Juan María Farina, “Contratos de colaboración, contratos de organización, contratos plurilaterales y contratos asociativos”, cit. nota 5, § 2.