El interés social es un concepto que, a pesar de no estar expresamente definido en nuestra legislación, informa todo el régimen societario. Si bien trazar sus límites y aprehender su significación reporta una practicidad incontestable por brindar una pauta para la solución de los más variados conflictos societarios, la cuestión plantea diversos interrogantes: ¿quién es titular del interés social? ¿es el interés de la mayoría? ¿se puede hablar de interés social en abstracto, o sólo se puede interpretar en el caso concreto? ¿tiene relevancia jurídica per se, o sólo cuando se lo valora a la luz de conflictos de intereses?
II. Institucionalismo vs. Contractualismo [arriba]
Sin lugar a dudas, los socios persiguen un fin al contratar y participar de una sociedad. La doctrina y la jurisprudencia durante el último tiempo han intensificado sus esfuerzos por elaborar un concepto autónomo de interés social en la inteligencia de identificar cuál es el fin común que subyace a la constitución de sociedades, y cuáles son las reglas que derivan de esa finalidad común que une a los socios.
Algunos autores encontraron en la affectio societatis la respuesta. En este sentido, FARGOSI[2] sostiene que la cooperación que caracteriza a este concepto, exigida a los socios tiene como finalidad lograr que prevalezca el interés social sobre el interés individual y egoísta de cada uno de ellos. Otros[3], han utilizado al objeto social para explicar el fin subyacente a las sociedades.
Desde la doctrina, dos grandes corrientes han intentado elaborar un concepto concreto y conciso de éste instituto.
Por un lado, el tema del interés social ha sido abordado desde el traspersonalismo alemán, “Unternehmen an sich”, o también llamada tesis “de la empresa en sí”. Basada en la teoría institucionalista cuyo origen remite a las ciencias políticas que pretenden la postergación de los derechos individuales del hombre frente a los fines superiores del Estado, elaborando de tal manera un paralelismo entre sociedad y Estado, sostiene que la sociedad -en cuanto institución del orden jurídico- tiene un interés social propio, autónomo y superior al de sus participantes, los cuales deben subordinarse relegando sus intereses propios en favor del social. Esa subordinación genera una obligación de fidelidad[4]. Es esta una visión puramente económica, en donde la empresa debe ser protegida de sus propios dueños –accionistas-, sustrayéndola de los intereses personales de éstos, para que así triunfe el interés general.
Se concibe a la institución empresa como un eslabón fundamental para el desarrollo de la economía nacional, con valor y fines sociales propios, tales como creación de riqueza, de empleo, desarrollo de tecnologías, etc. Fue concebida en el colofón de la Primera Guerra Mundial, momento económicamente desventurado para Alemania. De allí esa función social que se le asigna a la empresa.
El medio para lograr la protección de la sociedad del provecho e interés individual y leonino de los socios era dotar de mayores –casi absolutas, de hecho- atribuciones al órgano de administración, desplazando de escena a la asamblea de accionistas. Los administradores son los encargados de interpretar e instrumentar el interés social, limitando correlativamente los derechos de los socios. Los socios ya no ocupan el lugar de dueños, sino de meros integrantes de un grupo más de los tantos que participan en una estructura como la societaria.
Siguiendo el pensamiento de su máximo exponente, WALTER RATHENAU, otras varias versiones que se desprendieron del traspersonalismo alemán, postularon que, la gran empresa bajo la forma de la sociedad anónima, encierra y genera intereses de otros grupos, además del de sus accionistas, verbigracia los trabajadores y dependientes, los consumidores, la comunidad en general, el Estado con un marcado interés en el progreso de la economía, etc.[5].
En este escenario fue desvaneciéndose prácticamente la diferencia entre empresa pública y empresa privada[6]. El interés social deviene así en anticontractual, actuando como obstáculo, condicionamiento o limitación de la libertad contractual de los socios[7].
El negocio societario dejo de ser concebido como un mecanismo técnico jurídico por el cual los particulares deciden desarrollar una actividad común, participando tanto de las ganancias como de las pérdidas, transformándose en una “figura social jurídicamente regulada”[8]. Las sociedades son un instrumento utilizado por el Estado para organizar la economía. En esta inteligencia, el derecho privado pasa a ser uno de los cimientos de la estructura política del Estado[9].
El trasindividualismo o supraindividualismo francés, gestado alrededor del concepto tomista del bien común, considera a la empresa como una institución cuyo interés estaría representado por una categoría intermedia, ubicado entre el de los individuos o particulares y el del Estado. Los adeptos reconocen la existencia de un interés más general, y la necesidad de la vigencia del principio de autoridad, aunque sin desatender las pretensiones ni los derechos de los socios. La personalidad jurídica es medular, rige las relaciones de la sociedad con terceros ajenos a ella, pero no tiene incidencia en el ámbito intrasocietario en donde el patrimonio pertenece a todos los socio, en una suerte de comunión, tanto en las ganancias como en las perdidas.
Tal como expresa ROIMISER “(…) en este esquema teórico, el concepto de interés social se ha modificado sustancialmente, y ya no es considerado como la síntesis de los intereses de los accionistas, de los empleados y de los acreedores sociales, sino que se identifica con el interés superior y autónomo de la empresa en su propia vida y existencia, asumiendo carácter traspersonalista similar al de la concepción alemana (…)”[10]. El mismo encontró adeptos en Alemania, en donde se dio en llamar a esta teoría “person an sich”, y se caracterizó por atribuir la titularidad del interés social a la sociedad, basándose en la teoría de la realidad de la persona jurídica.
Las críticas que reciben las teorías institucionalistas son variadas. En primer lugar les reprochan desvirtuar el concepto de interés, ya que sólo las personas físicas pueden ser titulares de uno. Al pasar por alto este dato de la realidad, construyen el interés social sobre una abstracción, e incluso negación, de los intereses individuales de los socios, sin los cuales sería imposible que existiera colectividad alguna. Tal como plantea CABANELLAS[11], ni la empresa, ni la persona jurídica pueden existir al margen de las personas físicas.
Otra critica pasa por la pretensión de abordar y dar respuesta desde el derecho societario cuestiones relativas a los intereses de consumidores, trabajadores, etc., las que deberían ser resueltas por otras ramas del derecho, con legislación específica a tal fin, o bien a través de decisiones políticas o políticas económicas.
Muchos autores consideran a las teorías institucionalistas como peligrosas por cuanto se basan en una construcción abstracta, que termina por sustituir el interés de las personas que realmente forman parte de una sociedad, por el interés de otros grupos de interés como empleados públicos, consumidores, burócratas, la sociedad, el Estado, etc. Al mismo tiempo que sustituyen los intereses de los socios, los dejan en estado de desprotección y desasistencia, lo cual es un motivo desalentador para utilizar la figura jurídica societaria.
Finalmente, como contrapartida de la tesis institucionalista, se forjó la tesis italiana contractualista. Esta corriente repudia la existencia de un interés social superior y distinto del interés de los socios, desde que, la sociedad es un mecanismo técnico y jurídico que viene a satisfacer intereses individuales, compartidos por un grupo de personas. Se hace una distinción entre intereses sociales y extrasociales, y en esa diferenciación el interés social es el interés común de los socios como tales: es el interés que tienen los socios de obtener el mayor lucro posible. Es un interés “depurado de todo interés extrasocial (…) el mínimo común denominador que une a los socios desde la constitución de la sociedad hasta su disolución”[12]. En virtud de ser un interés presente en todos y cada uno de aquellos que detenten la calidad de socio de una empresa se vincula directamente con el status socii.
En cuanto a la función social que son llamadas a cumplir las empresas, rasgo particular y exclusivo que destacan las teorías de corte institucionalistas, esta tesis contractualista concibe una separación de la estructura organizacional de la sociedad de los vaivenes propios de la realidad y política económica, sin que por ellos se deje a un lado ni se subestime el impacto que en la economía tiene la actividad productiva privada. De esta manera, los administradores son desnudados, sin detentar ya las facultades extraordinarias de las que los embiste la tesis institucionalista, ya que el único que puede interpretar y determinar como lograr el progreso social es el legislador o el poder ejecutivo, tarea privativa de la autoridad pública, porque de lo contrario se produciría una confusión entre empresa privada y empresa pública, una “´tacita autosocialización”, lo que conlleva a que no exista diferenciación entre régimen capitalista y régimen socialista[13].
Para el contractualismo, el desarrollo económico, la creación de puestos de trabajo, así como el régimen laboral vigente en un Estado son cuestiones que no pueden ser resueltas por la legislación societaria unilateralmente, sino que por el contrario, resultaría acertado efectuar un abordaje conjunto con la legislación extrasocietaria (laboral, sindical, protección al consumidor, organización sindical, etc[14]) que conduzca a ese camino.
1.1. En la doctrina nacional
Posición defensora del interés social. Dentro de la doctrina nacional, encontramos defensores de la tesis contractualista, y quienes enarbolan la bandera negatoria de la existencia del interés social.
Dentro del primer grupo se destaca HALPERÍN[15], define al interés social como un instituto que se enraíza con los intereses comunes de los socios, la buena fe y la lealtad que un negocio jurídico de tal envergadura exige. Las decisiones que resultan fundamentales para la actividad y giro de la sociedad deben fundarse en el interés social. Desestima el institucionalismo alemán al decir que, la concepción de un interés independiente del de los socios, superior y distinto a este, indefectiblemente degenera en un aplastamiento de la minoría. Admite que el socio persigue el máximo beneficio con el menor sacrificio, pero ese fin personal debe subordinarse o supeditarse al fin común que persigue la sociedad a través del objeto social consagrado en el contrato de constitución. Agrega que el concepto en cuestión es la realización de todo aquello idóneo para el logro y la satisfacción del objeto social, y se trata de un concepto objetivo, no psicológico, apreciable en concreto. Para el autor, existe interés contrario “no sólo cuando la sociedad tiene una perdida actual o futura, sino también cuando pierde de ganar o tiene una ganancia menor de la posible con otra solución. Para la apreciación – en caso de conflicto- el juez debe traspasar el velo de la corrección formal para valorar los intereses que se ocultan o disimulan”[16].
En igual sentido opina MANÓVIL[17], quien rechaza la idea de interés social como un elemento o instituto al cual deban subordinarse y someterse los socios, tal como lo representan las teorías institucionalistas, ya que la sociedad es un instrumento para que ellos logren su finalidad común, y no para someterlos, sojuzgando sus derechos. El principio mayoritario entra en escena y cobra protagonismo en el supuesto de discordia en un caso concreto. Ante tal situación, resulta lógico que prevalezca el criterio de la mayoría. Pero no es una herramienta a ser utilizada “para sustituir el interés común de todos los socios por el interés de esa mayoría, cualquiera sea la naturaleza del mismo, y por justificado que parezca”. Para el autor, la causa fin del contrato de sociedad radica en la voluntad de los socios de compartir riesgos y pérdidas, y ganancias, y es en ese sentido en el que cabe hablar de interés social, “entendido como el común denominador de los socios en la sociedad”.
ANAYA[18] critica las teorías que afirman rotundamente que el interés no puede sino quedar implicado a un sujeto, a una persona física. Queda al descubierto la inexactitud de la atribución de la noción de interés social a los socios en cuanto a su calidad de tales, ya que en ese contexto, éstos se encuentran en posiciones diferentes, y consecuentemente poseen intereses diferentes. El principio mayoritario es llamado a resolver el conflicto de intereses, siempre con un límite o cerco infranqueable, cuanto es la causa del contrato social, es decir que sería social todo interés que se ajuste al esquema causal del contrato de sociedad, coincidentemente con MANÓVIL.
En igual sentido opina CABANELLAS[19], quién considera que el interés social es un elemento caracterizante del contrato de sociedad. Ahora bien, mención aparte merecen las asociaciones bajo el ropaje de sociedades o las sociedades sin fines de lucro, cuyas actividades no irrogan renta o provecho económico alguno. Sin embargo, en ellas igualmente está presente el interés social, sólo que mutará, y consecuentemente lo harán las obligaciones de atenderlo. En el caso, será necesario que en el contrato social se especifique mediante una cláusula el apartamiento a la normal distribución y participación en los beneficios[20].
Recae en cabeza de los integrantes de la sociedad la obligación de atender el interés social. No basta con no perjudicarlo. Se requiere diligencia en el accionar de los mismos, en función de la posición que ocupen dentro de la estructura social, a fin de no apartarse de aquel. Así, los órganos sociales no pueden ampliar, modificar o asumir fines ajenos al beneficio económico de la sociedad. Esto no excluye la posibilidad de efectuar actos a título gratuito, de caridad, o que atiendan a intereses públicos o pretendan mejorar ciertos aspectos de la calidad de vida de la comunidad en general, siempre que sean fundados, convenientes y acertados para la sociedad.
Posición negatoria del interés social.- En otro orden de ideas, existe un grupo de autores que niegan la existencia del interés social. Este sector de la doctrina entiende que el interés es un subjetivismo, que sólo puede estar presente en las personas físicas, más no en las de existencia ideal[21]. COLOMBRES[22] expresa no hay tal diferencia entre las teorías institucionalistas y las contractualistas ya que ambas confluyen en el reconocimiento de una obligación en cabeza de los socios y de los órganos sociales de rastrear, a través del giro de la empresa, un interés específico y típico. Así como también coinciden en el poder, con mayor o menor amplitud, que tiene la autoridad pública para hacer un seguimiento del cumplimiento de dicha obligación.
El autor[23] señala que admitir la existencia de un interés social implica indefectiblemente la aplicación, en mayor o menor grado, de teorías institucionalistas, las cuales son objeto de su crítica en base al hecho, para él comprobable, de que no existe relación necesaria, ni imperiosa, ni inmediata, ni ineluctable entre interés y personalidad jurídica. El autor hace extensible a todas las teorías que dan tratamiento al tema intentando definirlo, el vicio de comenzar a delimitarlo en abstracto, para luego ser aplicado a través del régimen legal, mientras que para el autor el camino a recorrer debió haber sido exactamente el inverso: el punto de partida debe ser la norma positiva para, en base a ella, elaborar la regla.
Niega la existencia en un interés social ya que es inadmisible una abstracción generalizante. Los intereses son múltiples, poliformes, variados. Agrega que aceptar la existencia de un interés social en el negocio societario llevaría a hacerlo presente al mismo en otros negocios jurídicos de estructura similar, tales como un consorcio de propiedad horizontal, o un fondo común de inversión, lo cual no se condice con la realidad de esas figuras a pesar de que en ellas participen una pluralidad de personas con intereses.[24]
Además, en la hipótesis de reconocer un interés social, surge el interrogante: ¿quién lo interpretaría en abstracto? Las opciones son dos: o aplicar conceptos institucionalistas, o trasladar dicha tarea al órgano judicial. El primer supuesto implica destruir el valor seguridad jurídica, y la segunda, además de traer incertidumbre al negocio societario, importaría asignarle al juez una tarea ajena a su función, y para lo cual además no está preparado. Para desterrar la idea de interés social como parte de la normativa societaria, resalta que se trata de un concepto subjetivo, y el derecho prescinde de cuestiones susceptibles de apreciación subjetiva, y “consecuencia de ello es que una sociedad podrá disolverse por imposibilidad de cumplirse el objeto social, pero no por aplicación de un interés del ente específico y contrario al de los socios”[25].
ROIMISER[26] también se ubica en las filas de la doctrina que niega la existencia del interés social. Critica las teorías contractualistas por insuficientes, ya que si se interpreta al interés social como el interés de los socios en su calidad de tales, éste no sería inmutable ni constante, sino que por el contrario mudaría de socio en socio. Más aún: habrá tantos intereses sociales como socios formen parte del elenco de la empresa. Y todos ellos serán absolutamente válidos.
La autora continúa afirmando que “la sociedad no es titular de ningún interés social; los socios lo son, y ellos son dispares y, a veces, irreconciliables”[27]. El interés social sirve para discriminar los intereses de los socios en cuanto a su calidad de tales, de sus intereses particulares y extrasociales. Solo a tal fin es plausible utilizar el concepto sin quedar atrapado en las contradicciones a las que inevitablemente conduce la teoría de la realidad jurídica.
Agrega que los intereses sociales de los accionistas son desiguales y múltiples, motivo por el cual, resulta imposible concebir al interés social como el interés común a todos los socios. Por tanto, procurar dotarlo de un alcance amplio, o concebirlo como una abstracción generalizante importa, fatalmente, reconocerle a la persona jurídica la titularidad del mismo, diferenciándolo del interés de sus socios. Así, para evitar que la disquisición del concepto de dicho instituto en cada caso concreto genere controversias y diferencias, resulta fundamental enlazarlo con un parámetro objetivo, concreto y constante: el objeto social. Cada uno de los socios es titular del interés social, de allí que el mismo mute de socio en socio. Sin embargo, la sociedad tiene un objeto, establecido en el acto constitutivo, o bien, modificado ulteriormente. Toda su actividad se desarrollará con la pretensión de dar cumplimiento al mismo, de lograrlo, de no apartarse de aquél.
Se transforma de este modo, el objeto social en el parámetro a tener en cuenta, o, en la vara con la que se medirá si el accionar, tanto de los socios individualmente a través de su voto, como de los órganos sociales, se ajusta a la actividad que debe desarrollar la empresa a fin de su concreción (del objeto social), y por ende si ese accionar es legítimo, o bien, por el contrario carece de legitimidad[28].
Resulta importante recordar que en nuestra legislación societaria actual, se le atribuye a la sociedad la naturaleza jurídica de contrato plurilateral de organización. Y es a partir de ese contrato, que adquiere protagonismo en nuestro sistema normativo la teoría institucionalista de la realidad jurídica. Con la celebración del contrato de sociedad, nace un nuevo sujeto de derecho, titular de derechos y obligaciones, con una imputación diferenciada de las personas físicas que la conforman y forman parte de los órganos societarios.
No obstante, ello no implica que la normativa societaria vigente en nuestro país propugne la adhesión a la concepción institucionalista. Por el contrario, tal como señala HALPERÍN, al decir de la misma, “se trata pura y simplemente de una ley regulatoria de la constitución, funcionamiento y liquidación de las sociedades mercantiles; no persigue el cambio de las estructuras sociales, ni dar pautas a los gobiernos para la política de inversiones extranjeras, ni fijar la orientación de la política económica”[29], éstos últimos factores ajenos a la regulación de la sociedad anónima.
La LSC argentina no lo define ni explicita, sin embargo la doctrina es conteste en admitir que sigue la concepción contractualista del interés social.
A pesar de no estar expresamente regulado, el instituto adquiere notoriedad en diversas disposiciones de la legislación societaria, las cuales analizaremos brevemente a continuación:
i) Art. 251 LSC.- Con respecto al órgano de gobierno de la sociedad, el interés social obra como un límite o un coto a las atribuciones del mismo. La decisión que se adopte, fruto de la deliberación de los socios, debe respetarlo. No obstante esa obligación de atenderlo, no existe en la legislación societaria actual un mecanismo que limite las decisiones de la asamblea de accionistas cuando éstas se apartan del interés social.
La norma del art. 251 LSC, que permite interponer acción de nulidad contra decisiones del órgano de gobierno que se oponen al interés social, es la vía que permite evitar dicho fenómeno, ante la falta de mecanismo específico. Así, “el control judicial pasa ser el control de los órganos de gobierno”[30].
La importancia de que las decisiones asamblearias respeten el interés social surge de la necesidad de evitar abusos por parte de la mayoría que muchas veces goza de una libertad absoluta, como también evitar abusos de la minoría, que frente a su debilidad, opta por una actitud obstruccionista u obstaculizadora, impidiendo el normal desenvolvimiento de la sociedad negándose a otorgar quórum, solicitando incansable y maliciosamente información al órgano de fiscalización, impugnando constantemente resoluciones asamblearias, etc., es decir, sirviéndose astutamente de remedios legales para actuar de manera claramente maliciosa.
ii) Art. 248 LSC.- Prohíbe al accionista con interés contrario al social en una determinada cuestión emitir su voto en la asamblea en que se delibere dicho asunto, bajo pena de responder por los daños y perjuicios ocasionados cuando con su voto se forme la voluntad social para adoptar dicha medida.
iii) Art. 59 LSC.- Ésta norma fija un standard en base al cual deben actuar los administradores y representantes de la sociedad: “con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios”. A este respecto expresa BALBÍN[31] que dicho standard exigiría del administrador una diligencia en su gestión superior a la que observaría el hombre medio.
Quienes así no lo hicieran, serán responsables ilimitada y solidaria por los daños y perjuicios que dicha conducta aparejare a la sociedad.
Dentro de ese standard, está contemplada la observancia y el cumplimiento del interés social. Por lo cual, una decisión del órgano de administración contraria a dicha interés, podría generar la responsabilidad de la presente norma.
Es importante resaltar acá, que como parte de la obligación de actuar con lealtad y diligencia de un buen hombre de negocios, si la asamblea de accionistas adoptase una resolución violatoria del interés social, los directores deben desconocerla y actuar de manera ajustada al interés social, ya que, según CABANELLAS[32] “(…) éste se desprende del contrato social, que es un elemento normativo de nivel superior a las decisiones de los órganos de gobierno, dentro de la estructura jurídica de la sociedad.”.
iv) Art. 241 LSC.- La intención de la norma es evitar un conflicto de intereses, excluyendo del ejercicio de voto que le corresponde a los directores y administradores, las cuestiones relativas a la aprobación de su gestión, su responsabilidad, y la remoción con causa, en base al precepto que expresa nadie puede ser juez en causa propia.
v) Arts. 271, 272, y 273 LSC.- La protección del interés social también fue tenida en mira a la hora de reglamentar las normas mencionadas. Se trata de tres supuestos que establecen pautas y condiciones en la relación director-sociedad.
El art. 271 LSC fija los requisitos que deben cumplir los contratos celebrados entre miembros del directorio y la sociedad, tanto cuando fueran de la actividad que aquella realice, como cuando no tuviere que ver con esa actividad. En caso de incumplimiento de dichas condiciones, la sanción que prevé la ley es la nulidad, sin perjuicio de la responsabilidad por daños y perjuicios que dicho incumplimiento irrogue a la sociedad.
Por su parte, el art. 272 LSC contempla el supuesto en que el director tuviere un interés contrario al social, en cuyo caso tiene vedado por ley la posibilidad de participar en la deliberación de la cuestión concreta. Haciendo una remisión al art. 59 LSC, la consecuencia legal es similar a la establecida para la norma objeto de éste trabajo –art.248 LSC-, la responsabilidad por daños y perjuicios, en este caso, solidaria e ilimitada.
Por último, la regla del 273 prohíbe al director, por cuenta propia o por medio de un tercero, participar en actividades en competencia con la sociedad que administra. En esta hipótesis, existe la posibilidad de que la asamblea autorice aquella actividad. De no ocurrir esto, el director responde en los términos del art. 59 LSC.
vi) Art. 54. LSC.- Ordena desestimar la personalidad jurídica de la sociedad e imputar los actos jurídicos celebrados por la misma a los socios o controlantes que, apartándose del interés social, hubieren utilizado este mecanismo técnico-jurídico para violar la ley, el orden público o frustrar derechos de terceros.
vii) Art. 70 LSC.- También está presente el interés social a la hora de decidir la constitución de reservas – distintas a la reserva legal exigida para las sociedades por acciones y las de responsabilidad limitada-, ya que la ley exige que las mismas sean razonables y decididas en el marco de una prudente administración. En el caso de que la reserva que se pretende constituir supere la suma del capital social y la reserva legal, se agrava la mayoría, siendo necesario obtener el voto favorable de la mayoría de las acciones con derecho a voto, sin que se admita el voto plural.
viii) Art. 197 LSC y la decisión de aumentar el capital social.- El aumento de capital, a pesar de permitir a la sociedad aumentar sus recursos, financiarse, y consecuentemente aumentar los beneficios, muchas veces no responde a necesidades de expansión financiera de la empresa, sino que se constituye en una herramienta a la que se recurre con finalidades espurias y maliciosas en la intención de diluir o disminuir la participación de los socios minoritarios. Sin embargo, como expresa CABANELLAS “(…) no se puede decir que se afecta el interés social por el solo hecho de que las participaciones de los socios minoritarios se ven diluidas: tal dilución siempre puede ser imputable al hecho de que tales socios no hayan acompañado a los restantes en el aumento de capital, lo cual, si tal aumento reúne los extremos legales pertinentes, no sería un accionar antijurídico.”[33].
Ante una decisión de ésta índole, los minoritarios se ven acorralados: o suscriben las nuevas acciones emitidas en proporción a su tenencia accionaria, y desembolsan un monto de dinero del que muchas veces no disponen, o bien, ven licuada su participación. Más aún, en ocasiones ni siquiera tienen la posibilidad de suscribir acciones correspondientes al aumento de capital. El art. 197 LSC regula este supuesto. Establece la posibilidad de limitar o suspender el derecho de preferencia en la suscripción de nuevas acciones, de manera excepcional, siempre que el interés social así lo exija.
De esta forma, la ley de sociedades comerciales argentina asimila la violación del interés social a lo que en derecho penal se conoce como figura de peligro, la cual se caracteriza no por responsabilizar a quien efectivamente lo vulnera, más si a quien tiene un interés en violarlo.
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[1] MDE Universidad Austral. El presente es un extracto del primer capítulo de su libro “”, IJ Editores, Buenos Aires, de próxima aparición.
[2] Cfr.: FARGOSI, H. P., La affecio societatis, Bs. As., 1995, citado por CABANELLAS, G., en El interés societario y su aplicación, RDCO, 149/150, p. 577.
[3] Cfr.: ROIMISER, M. G. C. de, El interés social, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1979; y HALPERÍN I., Sociedades Anónimas, 2° ed., Depalma, Buenos Aires, 1998; con opiniones divergentes ambos autores enlazan el concepto de interés social con el objeto social.
[4] Cfr.: COLOMBRES, G., Curso de Derecho Societario, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1972, p. 32.
[5] Cfr.: ROIMISER, M. C. G., ob. cit., p. 7.
[6] Cfr.: ROIMISER, M. G. C., ob. cit., p. 6.
[7] Cfr.: CABANELLAS, G., El interés societario y su aplicación, RDCO, 25-149/150,p. 580.
[8] CABANELLAS, G., ob. cit., p. 586, citando al fallo Fruehauf del Tribunal de Casación Comercial de Francia, del 22/V/65, publicado en “Revue Trimesrielle de Droit Commercial”, 1965, p. 619.
[9] Cfr.: ROIMISER, M. C. G., ob. cit., p. 13.
[10] Fallos: Cass. Com., 6 de febrero de 1957, en “J.C.P.”, 1957-II-10325; Cass. Com., 18 de abril de 1961 (arret Piquard), en “J.C.P.”, 1961-II, 12164, y “arret Freuhauf” del 22 de mayo 1965, en “Rev. Soc.”, 1968, p. 363, con nota de Contin, citados por ROIMISER, M. G. C., en ob. cit., lug. cit., p. 21.
[11] Cfr.: CABANELLAS, G., ob. cit., lug. cit., p. 589.
[12] Cfr.: ROIMISER, ob. cit., lug. cit., p. 33.
[13] Cfr.: MIGNOLI, L’ interesse sociale, en “Riv. Delle Societá”, 1958, p. 732, citado por ROIMISER, ob. cit., lug. cit., p. 35.
[14] Cfr.: ROIMISER, ob. cit. p. 36.
[15] Cfr.: HALPERIN, I., Sociedades Anónimas, lug. cit., p. 216.
[16] HALPERIN, I., Sociedades Anónimas, lug. cit., p. 216.
[17] Cfr.: MANÓVIL, R.M., Grupo de Sociedades, Buenos Aires, 1998, p. 571.
[18] ANAYA, Jaime Luis, La consistencia del interés social en Anomalías Societarias. En homenaje a Héctor Cámara, Advocatus, Córdoba, 1996, p. 227.
[19] CABANELLAS, G., ob. cit., lug. cit., p. 580.
[20] Cfr.: CABANELLAS, G.; ob.cit., lug. cit, p. 606.
[21] Cfr.: RICHARD, E. H., Sociedad por Acciones: Efectos de la resolución adoptada merced a voto emitido en interés contrario al social nota al fallo “C.N.V. c/ Laboratorio Alex S.A.C.”, en E.D., t. 153, p. 686.
[22] Cfr.: COLOMBRES, G.; ob. Cit., lug. cit., p. 36.
[23] Cfr.: COLOMBRES, G.; ob. Cit., lug. cit., p. 36.
[24] Cfr.: COLOMBRES, G.; ob. Cit., lug. cit., p. 38.
[25] COLOMBRES, G.; ob. cit., p. 38/40.
[26] ROIMISER, M.; ob. cit., lug. cit., p. 52.
[27] ROIMISER, M.; ob. cit., lug. cit., p. 58.
[28] ROIMISER, ob. cit., lug. cit., p. 57/60.
[29] HALPERÍN, I., Sociedades Anónimas, lug. cit., p. 10.
[30] CABANELLAS, G., ob. cit., lug. cit., p. 616.
[31] BALBÍN, S., Acción de responsabilidad contra el directorio, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, p. 21.
[32] CABANELLAS, G., ob. cit, lug. cit., p. 619.
[33] CABANELLAS, ob. cit., lug. cit., p. 625.