JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La capacidad de los menores en el Derecho Civil Argentino. La capacidad de ejercicio y la madurez progresiva
Autor:Valente, Luis A.
País:
Argentina
Publicación:Revista Colegio de Abogados de La Plata - Número 77
Fecha:05-06-2013 Cita:IJ-LXX-217
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1. Introducción
2. La cuestión en el Código de Vélez, en la reforma de la Ley N° 17.711 y en la Ley N° 26.579
3. La constitucionalización del derecho civil y los tratados internacionales
4. La cuestión en el Proyecto de Código Civil
5. Conclusión

La capacidad de los menores en el Derecho Civil Argentino

La capacidad de ejercicio y la madurez progresiva

Luis Alberto Valente

1. Introducción [arriba] 

Si bien es posible coincidir con que lo que antes se denominaba Régimen jurídico de los menores, hoy es más correcto referirse a los Derechos de los niños, niñas y adolescentes.

Esa modificación no implica sólo un juego de denominación, sino todo un cambio cultural, sobre todo social y, desde luego, jurídico.

Puede pensarse, entonces, que ese cambio de paradigmas encierra una nueva forma de concebir a la infancia como una etapa de desarrollo efectivo y progresivo hacia una adolescencia, cuyo eje central es la mayor autonomía personal, social y jurídica del menor.

A su vez, la pujanza de una materia de contornos inconmensurables relativa a los derechos personales, comprende, ahora, a los derechos personalísimos de los niños y adolescentes por su sola condición de tal, siendo más correcto sustituir lo que otrora se denominaba, de forma absoluta, “capacidad” por otro concepto más acorde a los nuevos tiempos: el relativo a la competencia de los menores.

Todo un cambio de modelos epistemológicos que ameritan ser analiza- dos desde las razones mismas que lo justifican.

Tampoco se debe obviar que referirse al régimen relativo a niñas, niños y adolescentes implica referenciar una problemática asaz compleja y una población no menos heterogénea.

La protección integral de la minoridad es el norte al que confluyen la evolución y el desarrollo del denominado derecho de los menores.

Y a su vez, no puede soslayarse a la denominada minoridad en riesgo social, vale decir, aquella que es socialmente vulnerable, y que comprende tanto a los menores en situaciones de carencia (sobre todo materiales); como a los menores en situaciones de conflicto (debido a la indolencia o malevolencia de los padres, tutores o guardadores, que los condena al abandono, los malos tratos, el abuso, la explotación o la disposición al delito)1.

Las distintas variantes pueden confluir en la misma cuadratura, y sien- do así, se exige al operador jurídico que avizore prudentemente el escenario en el que habrán de recaer las soluciones que adopte.

He allí el real desafío.

2. La cuestión en el Código de Vélez, en la reforma de la Ley N° 17.711 y en la Ley N° 26.579 [arriba] 

A los fines de nuestro análisis, el actual régimen de los menores puede ser considerado de la siguiente manera:

A.- Los menores en el Código Civil Argentino

El art. 126 del Cód. Civil Argentino, tal como Vélez Sársfield lo había concebido, establecía que son menores los individuos de uno y otro sexo, que no tuvieren la edad de veintidós años cumplidos.

La reforma 17.711 consideró prudente establecer esa edad a los veintiún años (art. 126 citado).

El art. 20 del Proyecto de 1998 estableció que eran menores las personas que no tienen la edad de dieciocho años, cesando su incapacidad el día que cumpliesen esa edad.

Al fin, la Ley N° 26.579 (sancionada y publicada en el año 2009) modifica el art. 126 del Cód. Civil y establece que son menores las personas que no hubieren cumplido la edad de dieciocho años. En sentido concordante el art. 128 del Código de la materia, en su primer parte, establece que cesa la incapacidad de los menores por la mayor edad el día que cumplieren los dieciocho años.

En todos los casos el legislador, en una materia en sí opinable, consideró posible establecer una pauta objetiva, teniendo en mira el probable desarrollo físico e intelectual alcanzado por la persona.

Por otra parte, la Ley N° 26.529 concilió los preceptos del derecho interno con las normas vigentes en el orden internacional incorporadas a nuestro ordenamiento con jerarquía constitucional. En tal sentido resulta procedente recordar a la Convención de los Derechos del Niño.

Obsérvese cómo ha ido variando en función de las diferentes épocas, pero considerándola siempre una pauta más o menos inflexible.

La solución implicaba brindar una protección a quien, por su escaso desarrollo psíquico o físico, no puede apreciar acabadamente los actos que realiza y entendiendo el legislador que a esa edad los puede concluir correctamente.

Siguiendo los lineamientos que desde siempre estableció el codificador originario, la Ley N° 26.579 mantuvo la distinción entre menores impúberes y menores adultos.

El art. 127 del Cód. Civil, establece que son menores impúberes los que aún no tuviesen la edad de catorce años cumplidos, y adultos los que fueren de esa edad hasta los dieciocho años cumplidos.

Por el art. 54 del mismo Código los menores impúberes tienen in- capacidad absoluta. En tanto los menores adultos tienen incapacidad relativa (art. 55 del Cód. Civ.)

Esa distinción fue tomada por Vélez siguiendo a Freitas pero no tuvo recepción en el derecho comparado.

Recuerda D ́Antonio que en la nota al art. 921 del Cód. Civil y tras referirse al derecho romano, Vélez sostuvo que el derecho moderno debía emanciparse de las antiguas clasificaciones que no tienen un fundamento general para los individuos de todas las naciones 2.

A su vez, y como se sabe, esta clasificación es, desde hace mucho, resistida tanto por nuestra doctrina como por nuestra legislación.

De esa forma, se sostiene que la distinción entre menores impúberes y adultos no tiene relevancia, pues la regla debe ser siempre la incapacidad, y cuando el legislador autoriza a los menores a realizar ciertos actos, debe fijar la edad apropiada para cada uno, según su naturaleza y caracteres3.

El Proyecto de 1998 suprimió la distinción entre menores impúberes y adultos. Y siguiendo al Anteproyecto de 1954 establece un régimen de capacidad del menor que ha cumplido catorce años, como por ejemplo, reconocer hijos; otorgar actos o contratos concernientes al trabajo; promover, con autorización de los padres, juicio contra un tercero, etc.

En otro orden, el menor que ha obtenido título habilitante para el ejercicio de una profesión puede ejercerla por cuenta propia, como así, disponer y administrar libremente los bienes adquiridos con el producto de su trabajo (artículo 128 Cód. Civil)

B.- Status jurídico del menor.

De lo expuesto se deduce que el menor es un incapaz de hecho, absoluto o relativo, según su edad.

Por lo pronto, debe observarse, desde ya, la trascendental influencia que en esta materia ha tenido la Convención de los Derechos del Niño. Aportes a los que aludiremos seguidamente.

Aquel documento con jerarquía constitucional –sobre todo en su artículo 12- alude a que se debe tener en cuenta la evolución de las facultades del menor de acuerdo a su edad y madurez.

De allí que, a través del concepto de capacidad progresiva, se intenta mensurar la evolución concreta del desarrollo del menor y al mismo tiempo se promueve el principio de autonomía.

Bajo esa égida, nada impide que antes de alcanzar la mayoría de edad puedan efectivizar determinados actos si aquellas pautas relacionadas a su discernimiento se lo permiten.

Como se ha observado siempre, en nuestro ordenamiento, el menor de edad fue habilitado por el ordenamiento para realizar determinados actos4.

Sin embargo debe destacarse que el actual enfoque no apunta sólo a específicas actividades del menor. Es que la incorporación del principio de capacidad progresiva se dirige fundamentalmente al juez, quien debe ponderar si, en una circunstancia concreta, puede aplicar esa pauta abierta y flexible que permite que el niño pueda realizar ciertos actos, y todo ello, en función a la madurez y desarrollo que se observa en el menor.

Es que las tendencias actuales en esta materia exigen superar aquellas limitaciones que, imperativamente y con incuestionable rigidez, imponían una edad determinada.

Ahora se permite ponderar la madurez y desarrollo del menor, quien tiene una intervención activa en las cuestiones que lo afectan.

Queda en manos del juez apreciar en qué medida debe acatar esa voluntad.

La Ley N° 26.061, denominada Ley de Protección Integral de los Niños, Niñas y Adolescentes ha impulsado una serie de directivas que, en aquella línea, trastocan la vieja interpretación que prevalecía acerca de la problemática de los menores.

Por lo pronto, el art. 3 de la Ley N° 26.061 expresamente alude al interés superior del niño, axioma que actúa como un principio rector aplicable en todos los supuestos o procedimientos en que puedan llegar a verse vulnerados los derechos o garantías de los menores.

La citada norma expresamente determina que se entiende por interés superior del niño y adolescente la máxima satisfacción integral y simultánea de los derechos y garantías reconocidos en la ley.

A su vez, establece una serie de pautas que se deben respetar (su condición de sujeto de derecho, la obligación de ser oídos, el respeto al pleno desarrollo personal, como así, a su centro de vida, etc.).

De ese mismo dispositivo, vale la pena extraer una parte visceral que ha modificado la vetusta rigidez del tradicional Código de Vélez (arts. 54 y 55 citado).

Nos referimos al art. 3 ap. d) de la Ley N° 26.061 que expresa- mente determina que se debe respetar la edad del menor, pero también su puntual grado de madurez, capacidad de discernimiento y demás condiciones personales del menor o adolescente.

Lo expuesto concuerda con lo reglado por los arts. 5 y 14. 2 de la Convención de los Derechos del Niño -con jerarquía constitucional- y que aluden a la evolución puntual de las facultades del niño, lo cual implica referirse a un proceso evolutivo inherente al grado de madurez concreto del menor y de acuerdo al desarrollo mental, espiritual y social del mismo.

A su vez, la ley dice que de existir conflicto entre los derechos e intereses de las niñas, niños o adolescentes frente a otros derechos e intereses igualmente legítimos, prevalecerán los primeros.

Sin embargo, esta pauta legal también debe ser considerada atinada- mente, pues en una materia tan sutil como ésta, el legislador no podría jamás atreverse a sentar reglas de aplicación automáticas.

La efectividad de los derechos de esta población se hace fortaleciendo el rol de la familia (art. 7 Ley N° 26.061).

De todo lo expuesto, se deduce que la aptitud del menor no debe comprenderse ligada, de forma inexorable, a períodos cronológicos impuestos por el legislador sino, más bien, se debe priorizar la autonomía progresiva del menor.

El sistema de capacidades graduales persigue el respeto por la autonomía del niño y adolescente, razón por la cual se le asignan mayores prerrogativas. Antes de finalizar estas consideraciones preliminares una última reflexión motoriza una importante elucubración.
En efecto, el legislador primigenio tuvo en miras un modelo patriarcal por el cual el menor estaba sometido, tanto en lo personal como en lo patrimonial, al poder decisorio del padre.

Paulatinamente, el entendimiento fue diluyendo una concepción rígida de la relación que el padre tenía con el hijo hacia otra más acorde con una nueva manera de concebir los derechos del menor.

Hoy esa premisa se hace patente al sustituir el viejo concepto de patria potestad por el de responsabilidad parental, básicamente referida al compromiso que el mayor tiene de orientar al hijo hacia su autonomía.

De allí que la tarea de los padres apunta primordialmente a la crianza y desarrollo del menor y de allí que las autoridades deben prestar asistencia apropiada a los padres o representantes para el desempeño de sus funciones, debiendo los Estados crear instituciones, instalaciones y servicios para el cuidado de los niños (conf. artículo 18 CDN).

Esa responsabilidad o los derechos y deberes se ejercerán en consonancia con la evolución de las facultades del menor, orientándolo apropiadamente (art. 5 de la CDN)

De manera concordante, el art. 7 de la Ley N° 26.061 establece la responsabilidad que, de manera prioritaria, tiene la familia en asegurar el disfrute pleno y el efectivo ejercicio de los derechos y garantías de los menores.

Tanto el padre como la madre, por igual, tienen responsabilidades y obligaciones comunes e iguales en lo que respecta al cuidado, desarrollo y educación integral de los hijos. Los organismos del Estado deben cooperar con ellos.

Volveremos sobre este concepto más adelante.

3. La constitucionalización del derecho civil y los tratados internacionales [arriba] 

A.- La constitucionalización del derecho civil y el interés superior del niño.

1.- Como bien se explica, el tratamiento de la niñez como fenómeno particularizado no despertó interés en el discurso jurídico sino hasta comienzos del Siglo XIX, en especial, a partir de la recordada Declaración de Ginebra en el año 1924, momento considerado como el inicio de un importante proceso de positivización, internacionalización y expansión de los derechos humanos del niño5.

Pero, sin lugar a dudas, fue la Declaración de los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General hacia 1959, la que permitió que los niños contaran con un instrumento universal que reglara sus derechos.

2.- En relación al ordenamiento argentino, el artículo 75 inciso 23 de la Constitución Nacional establece un marco protectorio especial para los niños, mujeres, ancianos y personas con discapacidad, debiendo el Congreso dictar un régimen de seguridad social especial en protección del niño en situación de des- amparo.

Antes, como se anticipó, el art. 75 inciso 22 de la CN otorga jerarquía constitucional a los tratados allí enumerados.

Entre estos últimos se recuerda el art. 19 del Pacto de San José de Costa Rica que alude expresamente a los derechos del niño.

Pero, sin duda, es la Convención sobre los Derechos del Niño la que de manera concreta se refiere a la problemática.

Aquélla fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York (Estados Unidos), el 20 de noviembre de 1989 y aprobada por la República Argentina según ley 23.849, sancionada el 27/09/90 para ser promulgada y publicada en octubre del mismo año.

Entre sus fundamentos aquélla destaca que el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de la familia, y, entre otras consideraciones, señala que debe estar plenamente preparado para una vida independiente en sociedad y ser educado en un espíritu de paz, dignidad y libertad.

Aquella Convención declara que por niño debe entenderse todo ser humano desde el momento de la concepción y hasta los dieciocho años de edad (art. 2).

La Convención sobre los Derechos del Niño –Ley N° 23.849- destaca que en todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño.

En similar sentido, se orienta el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que en su art. 10 inc. 3 obliga a los Estados partes a adoptar medidas especiales de protección y asistencia a favor de todos los niños y adolescentes, sin discriminación alguna por razón de filiación o cualquier otra condición.

3.- El paradigma referido al interés superior del niño es el eje sobre el que se asienta una vasta plataforma especulativa referida a toda la problemática concerniente a los menores.

Hay una notable mutación de la posición de los actores ya que junto al niño (y no sobre éste) se conforma la relación protegida por el orden jurídico. Éste propone que se respete al menor colocándolo en paridad con sus mayores y en la toma de decisiones que a él le conciernen o afectan.

De allí que se debe respetar el ámbito de decisión de aquél. Estamos en el campo de los Derechos Humanos y la finalidad es protectoria de la parte débil. De manera, pues, que el interés superior del niño se erige en un estándar jurídico de riquísimas proyecciones cuyas bases exceden las previsiones del derecho interno, pues su enunciado se remonta a los que se enuncian en la comunidad global organizada.
Atendiendo a esto último, la ley 26.061, denominada Ley de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, en su art. 1, preceptúa que ella tiene como objeto garantizar las prerrogativas que a aquéllos le han sido reconocidas no sólo por el ordenamiento jurídico nacional, sino también por los tratados en los que la nación es parte.

De manera consecuente indica que los derechos allí reconocidos están asegurados por su máxima exigibilidad y sustentados en el principio del interés superior del niño.

En línea con lo expuesto la misma normativa establece que aquel estándar hace referencia a la máxima satisfacción (integral y simultánea) de todos los derechos y garantías que la ley les reconoce a los niños, niñas y adolescentes.

En ese paradigma se halla el reconocimiento del mismo como sujeto de derecho; el referido a ser oído y que su opinión sea tenida en cuenta; se debe respetar su desarrollo personal, social y cultural; se debe considerar su edad, grado de madurez, su grado de discernimiento, y demás condiciones personales; a su vez, se deben equilibrar esos derechos con las exigencias del bien común; se debe respetar el centro de vida del menor, vale decir, aquel lugar donde haya transcurrido en condiciones legítimas la mayor parte de su existencia (conforme, art. 3 de la Ley N° 26.061).

El niño, en cualquier situación en que esté involucrado, debe ser considerado como sujeto y no como objeto de controversias o pretensiones de los adultos. Es un sujeto de derecho, a lo que se le añade un plus de prerrogativas que emergen de su condición de persona en desarrollo, y en consonancia con ello, cabe que se le dispense el debido marco protectorio.
Se le reconocen los derechos que emergen del Título 2 de la ley, como ser, el derecho a la vida, a la dignidad, a la identidad, a la salud, a la educación, etc. (artículos 8 y siguientes).

Una consideración especial merece el tratamiento de aquellas medidas de protección ante amenazas o violación de derechos (art. 37, Ley N° 26.061).

En líneas generales tales medidas se orientan a que los niños, niñas y adolescentes permanezcan conviviendo con su grupo familiar (lo que no excluye el apoyo y seguimiento temporal de este último); o las orientadas a brindar tratamiento médico, psicológico o psiquiátrico al menor o a sus representantes (art. 37, ley citada).

El principio del mejor interés del niño, a su vez, constituye un estándar jurídico en sí indeterminado pero susceptible de ser amoldado de acuerdo a una concreta casuística, teniendo en cuenta las particularidades que asisten al menor y ponderando el interés básico en el desarrollo progresivo de sus potencialidades.

Como bien se ha observado, los tribunales especializados en temas de familia no pueden limitarse a decidir problemas humanos mediante la aplicación de una suerte de fórmulas o modelos prefijados, y desentendiéndose de las circunstancias del caso que la ley les manda concretamente valorar6.

Pero hay una idea que nos interesa remarcar: cuando se dice que el interés de los niños es superior, no implica una automática jerarquía, sino que debe entenderse como complementario e interrelacionado con los intereses del resto de los miembros de la familia, de modo de coordinarse y combinarse armónicamente con los intereses opuestos7.

Debe evitarse una hermenéutica abusiva del concepto, y asimismo, no se debe interferir en la dinámica interna del grupo so pretexto de darle al menor un grado de autonomía que por la edad, lógicamente, no tiene y cuyas consecuencias, por la misma razón, no puede prever.

Bien se ha dicho que la familia constituye el ámbito insustituible para que tengan lugar las conductas inherentes al desarrollo del menor, conforme al marco sociocultural de pertenencia primaria que permitirá el crecimiento individual y relacional8.

Debe pensarse en el interés del menor pero contemplando al grupo fa- miliar que lo contiene, y que debe ser, efectivamente, su principal orientador y legítima directriz.

B.- El principio de progresividad y el interés del menor.

Muy unido a lo anterior llegamos al punto neurálgico de la problemática al que preliminarmente hicimos alusión

En efecto, tal como anticipáramos, es una nueva mirada a la tradicional postura y que ahora invita a hacer a un lado un sistema cerrado y determinante de incapacidad, y ameritar en la toma de decisiones del menor un desarrollo progresivo de sus potencialidades y de acuerdo al grado de madurez alcanzado por aquél.

El art. 5 de la Convención de los Derechos del Niño establece que la responsabilidad y derechos de los padres se ejercen en consonancia con la evo- lución de las facultades del menor y de la educación apropiada para que el niño pueda ejercer sus derechos.

A su vez, y de acuerdo al art. 12, punto 1, de la Convención de los Derechos de Niño, su opinión debe ser escuchada y tenida en cuenta en función de su edad y madurez. Que sea escuchada no significa que deba ser ineludible- mente acatada.

La citada Ley N° 26.061, y tal como ya se advirtiera, establece que se debe respetar la edad, el grado de madurez, “capacidad de discernimiento” y demás condiciones personales del menor (art. 3 d).

Aquel derecho que asiste al menor tanto a opinar como a ser oído se desplaza como una prerrogativa que impone al juez la adopción de un procedimiento que de manera ineludible debe seguir.

En tal sentido el art. 24 de la Ley N° 26.061 establece que los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a manifestarse sobre asuntos en los que tengan interés, debiendo su opinión ser tenida en cuenta conforme a su madurez y desarrollo.

La cuestión merece ser avistada como un proceso evolutivo compuesto de diferentes etapas de desarrollo psicofísico y que van determinando distintos grados en cuanto a la capacidad de decidir, llegando a afirmarse que la capacidad de obrar depende de las efectivas condiciones de madurez que se van adquiriendo progresivamente

Estamos frente a un concepto dinámico que impone atender al desarrollo paulatino del menor determinado por el grado de madurez.

Bajo tal entendimiento los padres deben entender que no es imponiendo reglas rígidas de conducta como se forman seres pensantes sino que debe enseñárseles a reflexionar acerca de las consecuencias de sus acciones. La sabiduría del adulto consiste en ser capaz de entender que el menor que tiene a su cuidado es una persona diferente de él, que no es de su pertenencia sino su responsabilidad 9.

Tales ideas conforman el núcleo directriz de una nueva forma de concebir la relación del padre frente al adolescente. Se trata de pensar en un adulto democrático que proporcione al menor un ambiente libre de presiones excesivas, rico en estímulos, y que, conservando la autoestima, sea generador de responsabilidades proporcionales a la capacidades de aquél.

Pasar de la heteroprotección a la autoprotección del menor supone pensar en un equilibrio dinámico en función a una gradual autonomía volitiva del niño. A través del concepto de interés del menor no se trata de compensar una situación desfavorable, sino de reconocer al menor de edad como persona con plenitud de derechos que, si bien por sus particulares circunstancias no será capaz de ejercitar plenamente, le corresponde su titularidad 10.

En esa línea de pensamiento, pensar en el interés del menor es considerar una directriz legal que intenta orientar factores extra normativos, como ser, la realidad psicológica, afectiva y social en la que efectivamente se mueve el menor.

Pero como valor jurídicamente protegido, debe constituirse en el eje fundamental que permita fiscalizar de una manera amplia, toda la relación interpersonal del menor y los adultos bajo cuya autoridad se halla.

Sobre todo en cuestiones relativas a la salud del menor se asiste directamente a una revisión del tradicional concepto de capacidad, el que debe, en determinados supuestos, ceder terreno al de competencia.

Dicho concepto proviene de los aportes de un fallo de la jurisprudencia inglesa que derivó en la conocida regla Gillick competence.

A mayor abundamiento, la regla se basa en una decisión de la Cámara de los Lores en el caso Gillick v. West Norfolk and Wisbech Area Health Authori- ty -1985-. Es una bisagra que opera en Inglaterra y Gales, y ha sido aprobada en Australia, Canadá y Nueva Zelanda. Una disposición similar se aplica en Escocia e Irlanda del Norte.

De manera sucinta, se trataba de una madre que requería que la justicia ordenara que no se diera, sin su consentimiento, ni consejo ni tratamiento a sus hijas menores acerca de anticonceptivos. Dicho temperamento (entendía la Sra. Gillick) violaba el derecho de los padres a educar a sus hijos.

En la resolución de la Cámara de los Lores hay un reconocimiento del niño, que siendo inteligente, puede considerarse sujeto competente para evaluar de manera autónoma las cuestiones que a él atañen y teniendo en cuenta su concreta evolución y madurez.

La decisión entendió que la autoridad parental disminuye a medida que se acrecienta la autonomía de los niños y que los derechos parentales se reconocen hasta que el niño arriba a una edad de suficiente entendimiento e inteligencia como para entender lo que se le propone.

Es una idea que emerge del principio de autodeterminación del niño, niña o adolescente estrechamente ligado al rico paradigma bioético relativo al consentimiento informado.

Sin embargo, la idea de que el adolescente es un sujeto activo en el ejercicio autónomo de sus derechos, no puede ser llevada a tal extremo que implique el abandono del menor a las resultas de sus propias decisiones. Ello implica decir que no siempre ni en todos los casos el menor puede decidir por sí.

Refiriéndose a las soluciones que se brindan en el derecho comparado, se ha pensado en un juez que ante el deber de resolver un conflicto cuyo eje de discusión, en mayor o menor medida, lo constituye la madurez del menor; y ante la toma de sus propias decisiones, el sentenciante se debe recostar sobre otras áreas de conocimiento (como ser, la psicología, sociología, psicopedagogía, e incluso, la medicina). Es que diferentes teorías sobre el desarrollo y maduración del menor sirven como base para la toma de decisiones que afectarán el futuro de aquél11.

C.- La necesidad de oír al menor.

En sentido concordante con lo dispuesto por el art. 12 (puntos 1 y 2) de la Convención de los Derechos del Niño, la Ley N° 26.061 -arts. 2 y 24- ordena que los menores tienen derecho a opinar y a ser oídos, como así, que sus opiniones sean tenidas en cuenta conforme a su madurez y desarrollo.

Deben ser comprendidos, cualquiera sea la forma en que se manifiesten, lo que implica sostener que no existe impedimento físico que pueda servir como valladar que obste a la manda legal.

Asimismo, deben ser oídos en todos los ámbitos, pudiendo expresar su opinión en aquellos en los que se desenvuelve y con las limitaciones que sólo la ley determine.

De esa forma, la ley les reconoce la prerrogativa de expresarse en todos los procesos judiciales y administrativos en los que puedan verse afectados sus derechos (artículo 19 apartado b y c).

La opinión del menor debe ser primordialmente tenida en cuenta al momento de arribar a una decisión que pueda afectarlo (art. 27, Ley N° 26.061).

Bien lo dice la Convención de los Derechos del Niño (art. 12) al establecer que se lo debe escuchar desde que esté en condiciones de formarse un juicio propio, pudiéndose expresar libremente y en todos los asuntos que le conciernen.

Ello permite mensurar la visión que tiene del conflicto que lo involucra sin que implique que deba ser acatada, pero sí contribuye de manera importantísima en la fundamentación y justificación de toda resolución.

Cada etapa tiene su lógica expresiva y debe ser analizada de diferentes formas, adecuándose a aquélla (puede ser lenguaje corporal, signos, símbolos, dibujos, etc.)

La edad no debe servir de argumento para impedir cumplimentar acabadamente con la manda legal. Es que dicho expediente no está sujeto a parámetros cronológicos, resultando a toda luz inconveniente que el legislador brinde directivas acerca de a qué edad se debe oír al menor.

A lo sumo, es la escucha la que debe adecuarse y no impedir al menor ser escuchado. Ello implica reconocer que cada etapa del desarrollo del niño, niña o adolescente, presenta características comunicacionales propias que deben ser mensuradas a fin de decodificar las necesidades y deseos que se esconden detrás de una problemática determinada.

El art. 26 del Proyecto de Código Civil y Comercial del que seguidamente nos ocuparemos, expresamente determina que la persona menor de edad tiene derecho a ser oída en todo proceso judicial que le concierne, así como participar en las decisiones sobre su persona.

4. La cuestión en el Proyecto de Código Civil [arriba] 

El Proyecto de Código Civil y Comercial de la Nación, redactado por la Comisión de Reformas designada por Decreto Presidencial 191/2011, mantiene la diferencia entre capacidad de derecho y capacidad de ejercicio.

De esa manera se establece en el art. 23 del Proyecto que toda persona humana puede ejercer por sí misma los derechos, excepto que las limitaciones estén expresamente previstas en el Código o en una sentencia judicial.

La incapacidad de ejercicio corresponde decretarla respecto de la persona que no cuenta con edad y grado de madurez suficiente con el alcance dispuesto en el mismo cuerpo legal, y que someramente pasamos a analizar (art. 24 inciso b).

Antes, sin embargo, conviene hacer notar la flexibilidad de la norma al considerar un concepto (como lo es la madurez del menor) que exige referirse a las particularidades que concretamente exhibe el mismo menor. Es el principio de capacidad progresiva.

Si se sostiene que la persona que adolece de una incapacidad de ejercicio es aquella que no tiene madurez, ello implica concebir una puntual resolución, predicada en un supuesto concreto y por un juez que analiza la casuística tras informes y diferentes opiniones que incluyen (obviamente) a la del mismo menor. A su vez:

1) De acuerdo al art. 25, menor de edad es la persona que no ha cumplido dieciocho (18) años.

Se mantiene la mayoría de edad en un todo de acuerdo no sólo a la actual solución sino también a lo dispuesto por otras legislaciones europeas.

También, la Convención de los Derechos de Niño (artículo 1o) señala que para los efectos de la presente Convención, se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad, salvo que en virtud de la ley que le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad.

Es la solución de la actual Ley N° 26.061 (art. 2)

El Proyecto actualmente en discusión recepta, además, como categoría legal la figura del adolescente, y se establece que se denomina así al menor de edad que cumplió trece (13) años.

Según el Proyecto, a la edad de trece años el menor adquiere discernimiento para los actos lícitos (art. 261).

Suprimiendo las criticadas distinciones entre incapaces absolutos y relativos, como así, entre menores impúberes y menores adultos, el proyectado cuerpo normativo establece, sin embargo, la categoría jurídica del adolescente.

2) Del art. 26 se desprende que, contando con edad y grado de madurez suficiente, puede ejercer, por sí, los actos que le son permitidos por el ordenamiento jurídico.

Se entiende que si el menor ha alcanzado un grado de madurez adecuado hay una fuerte probabilidad de que su interés superior coincida con sus opiniones y deseos.

El mismo dispositivo legal introduce en materia de capacidad (como categoría genérica) la puntual cuestión del discernimiento que lo faculta a ejercer por sí los actos autorizados por el ordenamiento.

La noción de discernimiento apunta a la naturaleza concreta del su- jeto, mientras que la capacidad es una determinación genérica y ordenadora propia -por ende- del dispositivo legal.

La verdadera esencia del discernimiento está dada en la madurez intelectual que el sujeto tiene para razonar, comprender y valorar el alcance de sus actos. En suma, medir sus consecuencias.

Determinar si un menor cuenta o no con grado de madurez suficiente implica sujetarse a alguien que así lo determine.

A su vez, el dispositivo indica: “...En situaciones de conflicto de intereses con sus representantes legales, puede intervenir con asistencia letrada.

Será muy difícil para un juez poder definir por sí mismo o prescindiendo de los especialistas cuál es el mejor interés del menor, sin correr el riesgo de que su decisión aparezca contaminada por sus propios prejuicios ideológicos y sociales.
 De allí que, siguiendo los lineamientos mismos de la Corte Suprema, es menester que los tribunales acudan a organismos interdisciplinarios para materializar en cada caso concreto el mencionado interés.

Tal como se anticipó, se observa en la ley la recepción de la idea de autonomía progresiva, diferenciándola de la capacidad civil tradicional.

Sin embargo, lo hace estableciendo categorías jurídicas que parecen ser determinantes de acabados moldes conceptuales, olvidando, por momentos, que nos encontramos ante un devenir adolescente determinado por diversos factores psicosociales.

En tal sentido, la misma norma también señala:

A.- Se presume legalmente que entre los trece (13) y dieciséis (16) años tiene aptitud para decidir por sí respecto de aquellos tratamientos que no resultan invasivos, ni comprometen su estado de salud o provocan riesgo grave en su vida o integridad física.

Dos cuestiones merecen observarse.

Primero, la ley efectúa la presunción sin establecer si el niño es competente para decidir en un determinado sentido teniendo en cuenta las consecuencias de su determinación.

Segundo, que se alude a la decisión (en general) sin establecer distinciones sobre si se trata de consentir o rehusar tratamientos, con lo cual, debe en- tenderse que las dos posibilidades están contempladas por la misma letra legal.

En otros términos, a partir de los trece años se presume que está en condiciones de decidir la realización de esos tratamientos.

Existe una tendencia actual según la cual el menor puede participar de las decisiones relativas al cuidado de la propia salud. Inclusive, si bien la Convención de los Derechos del Niño no contiene expresamente una norma que conceda al menor tal prerrogativa, se entiende que ese silencio no debe interpretarse como una negación de la Convención de tal derecho de los menores. Ello implicaría una vulneración del derecho a la libertad del niño12.

El Proyecto, como se vio, se ocupa de resolver expresamente la cuestión consolidando una serie de presunciones.

Desde luego, es de suponer, que es una presunción que admite prueba en contra.

Sin embargo, no está de más argumentar que resulta dudoso que aquella solución pueda presumirse en todos los casos, o que pueda considerarse general; lo que, seguramente, es una excepción. Y ello por razones sumamente esperables en la etapa adolescente.

Quien se oponga deberá esgrimir cuáles son las razones por las cuales no procede en el caso esa presunción.

No dudamos que determinar a priori, esto es, en todos los supuestos, que un tratamiento no comprometerá el estado de salud, ni provocará riesgo grave es caer en una peligrosa generalización.

Como bien se ha dicho, una simple inyección a una persona que es alérgica le puede costar la vida; además, hablar de grave riesgo es realmente alarmante, ya que el simple riesgo sin la protección de los padres es francamente un desatino13.

A lo sumo puede pensarse que se torna litigiosa una relación a la que la ley debe procurar afianzar, alejándola de toda conflictividad. Debe apostarse por el afianzamiento de la familia evitando que aquella caiga en procedimientos que poco ayudan a su consistente articulación.

B.- En sentido opuesto y en párrafo seguido, el mismo art. 26 del Proyecto señala que, de encontrarnos ante tratamientos invasivos que comprometen su estado de salud o si están en riesgo la integridad o la vida, el menor debe prestar su consentimiento con la anuencia de sus progenitores. El conflicto entre ambos se resolverá teniendo en cuenta el interés superior del menor, sobre la base de la opinión médica respecto a las consecuencias de la realización o no del acto médico.

El eje de la decisión pasa por mensurar la naturaleza y peligrosidad de tratamiento, lo que supone la opinión previa de especialistas.

En todos los casos, en última instancia, la decisión sólo puede resultar de un juez que legalmente avizore si es el caso subsumible en el estándar fijado por la ley. Cuestión ésta que no le será siempre fácil de resolver.

Seguramente la opinión de los facultativos será la determinante.

C.- Pero es la tercera hipótesis la que merece una especial atención.

El Proyecto asevera que a partir de los dieciséis (16) años el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo.

Ello es olvidar que a esa edad no todos los jóvenes son maduros.

Lo expuesto permite conjeturar que, aún cuando pudiera pensarse que todos han recibido una adecuada nutrición y estimulación, es dudoso que la totalidad de la población aludida tenga el grado de madurez suficiente como para tomar las decisiones a las que alude la norma.

Desde otra óptica epistemológica, se ha considerado que el devenir adulto es una etapa de numerosas reorganizaciones del ser humano. No es pertinente considerar maduro al adolescente; la adolescencia, como etapa, suele identificarse con una subjetivación tardía que, en algunos casos, implica un profundo sufrimiento psíquico y un prolongado proceso de elaboración que no siempre concluye en forma exitosa14.

He allí el origen de depresiones, algunas veces encubiertas, con prácticas toxicomaníacas o alcohólicas. Todo ello en una etapa de búsqueda de la propia identidad, lo que a su vez, puede generar una perturbadora angustia.

La identidad, en sentido amplio, es un derecho que articula experiencias pasadas, vivencias actuales y proyectos futuros potencialmente determinados por el libre desarrollo de la personalidad del menor.

Bajo ese entendimiento es altamente discutible la solución legal.

Por otra parte, el dispositivo alude a las decisiones atinentes a su propio cuerpo, no dice “salud”, si bien una decisión de aquella especie puede afectar a ésta. De todas formas, puede pensarse que, atento a una hermenéutica restrictiva, la solución no implica necesariamente consentir toda decisión que ponga el juego la propia salud del adolescente.
3) En consonancia con lo expuesto, al enumerar los principios generales que rigen en materia de responsabilidad parental (art. 638 del Proyecto) la normativa aludida establece que aquélla se rige por los principios a los que ya hicimos referencia: a) el interés superior del niño; b) la autonomía progresiva y c) el derecho del niño a ser oído y que su opinión sea tenida en cuenta según su edad y grado de madurez (art. 639).

Aquel concepto de responsabilidad parental impone entre los adultos un mayor respeto por los postulados que emergen de la denominada autonomía progresiva de los menores.

Este último principio se ha transformado en el eje rector de toda la hermenéutica atinente a la capacidad de ejercicio de los menores.

Y una de las transformaciones que genera esa regla se produce al pasar del concepto de patria potestad al de responsabilidad parental.

Tal como se lee en los fundamentos del Proyecto, la noción de potestad o poder de los padres sobre los hijos se conecta con el poder que evoca a la “potestas” del derecho romano centrado en la idea de dependencia absoluta del niño en una estructura familiar jerárquica.

El vocablo “responsabilidad”, en cambio, implica el ejercicio de una función en cabeza de ambos progenitores que se manifiesta en un conjunto de facultades y deberes destinados, primordialmente, a satisfacer el interés superior del niño o adolescente.

La función de los padres o representantes es capacitar a los hijos para lograr en ellos su autodeterminación. El concepto de responsabilidad es inherente al de deber, que cumplido adecuadamente, subraya el compromiso paterno de orientar al hijo hacia la autonomía15.

Bajo ese entendimiento se entiende adecuada la locución responsabilidad parental

Las figuras legales derivadas de la responsabilidad parental permiten distinguir: a) quién es titular y tiene el ejercicio de la responsabilidad parental; b) el cuidado personal del hijo por los progenitores y c) la guarda que el juez le da a un tercero (art. 640)

4) Es evidente que la ley pretende reconocer derechos y garantías que le corresponden al menor. Y ello no sólo es aceptable sino que es lo coherente al compás de los nuevos tiempos.

El adolescente tiene derecho a expresar su opinión. Al respecto coincidimos con lo sentado por el artículo 26 del Proyecto en el sentido de que la persona menor de edad tiene derecho a ser oída en todo proceso judicial que le concierne, así como a participar en las decisiones sobre su persona.

Ello es así, previa información que deba suministrársele de la manera lo más acorde posible con su edad, y considerando su puntual grado de madurez.

Coincidimos plenamente con la idea según la cual no sólo se lo debe in- formar sino también éste puede consentir el tratamiento que se le propone, lo cual implica una manifestación del derecho a la libertad de que es titular el menor16.

Y en casos puntuales (como en caso del menor en el que los padres rehúsan sin mayores argumentos un tratamiento aconsejado por los galenos), debe intervenir el juez.

La facultad de decidir es una prerrogativa inmersa en el principio bioético de autonomía. Ser adolescente, sobre todo, implica reconocer la necesidad que el menor tiene de autoafirmarse como individuo, todo lo cual acaece en sucesivas etapas en la cual es fundamental el respeto y consideración mutua de padres e hijos.

Sin embargo, las presunciones apriorísticas del legislador, parten por desconocer que el mayor desarrollo adolescente para poder comprender o razonar depende, en definitiva, del ámbito cultural en el cual éstos se desarrollen, siendo irrelevante la posición más o menos rígida que, en principio, pueda arrogarse el legislador.

Podrá argumentarse que son presunciones que admiten prueba en contra. Si bien lo expuesto puede ser cierto, no lo es menos que dicho juego indicia- rio predispone a discusiones y enfrentamientos en el seno de la familia.

Siguiendo la hermenéutica legal puede pensarse en cierto grado de autonomía y activa participación del adolescente, pero ello es así de acuerdo a la concreta realidad psicofísica y a su mayor o menor grado de competencia.

El concepto de competencia del menor quiere significar si el sujeto puede o no comprender acabadamente lo que se le dice, como así, los alcances concretos de esa comprensión, y si razona o puede razonar acerca de la conducta que puede asumir y de las alternativas que se le ofrecen. Y todo ello en un determina- do marco axiológico fundado, a su vez, en un contexto histórico determinante.

A su vez, es prioritario pensar en el consentimiento informado y en función de una ética dialógica.

El límite real de toda la problemática lo constituye el bienestar del niño; y a juicio de todos los sujetos involucrados y trátese o no de tratamientos invasivos. Vale decir, no sólo se debe contemplar la posición del menor sino también la de su familia, y, fundamentalmente, los argumentos del personal médico que lo atiende.
Es desafortunada la solución por la cual se entiende que a partir de los dieciséis años el adolescente es considerado adulto para las decisiones atinentes al cuidado del propio cuerpo.

Y ello es así por cuanto tales decisiones pueden ser muy graves o funestas para la salud o integridad psicofísica del menor.

A su vez, la duda pasa por determinar qué se entiende por “cuidar el cuerpo” a los dieciséis años.

No puede decirse que el menor deja de pertenecer a esta categoría de una manera tan genérica y, en muchos casos, en función de un desprejuiciado y fugaz hedonismo.

5) Sin embargo el juez puede restringir la capacidad de una persona mayor de trece años que padece de adicciones o alteraciones mentales permanentes o prolongadas, de suficiente gravedad, siempre que estime que del ejercicio de su plena capacidad puede resultar un daño a su persona o a sus bienes (artículo 32 –primer parte- del Proyecto).

Vale decir, la protección legal sólo procede en estos últimos supuestos. Cede aquélla si se trata de un menor adicto o con insuficiencia mental pero que no tiene suficiente gravedad.

La estimativa debe ser fundada. Pero no debe olvidarse que la norma debe ser protectoria, y a su vez, preventiva, pues estamos ante menores en peligro. Nos parece que ante supuestos de conducta desviada minoril (como en el caso de adicciones) ésta debe ser evaluada, específicamente, desde la órbita de la prevención. De esa forma y a los efectos protectorios, articular de manera urgente los mecanismos apropiados en función de la concreta problemática.

Y todo ello antes de que se agrave, o no esperar a que el daño se produzca, o pueda llegar a producirse.

Como bien se ha dicho, la incapacidad es una materia que trasciende a las relaciones meramente civiles, y siendo una institución del Derecho de Menores, se dirige al sujeto de él y lo comprende en sus distintas vinculaciones jurídicas17.

El concepto de capacidad progresiva se inserta en el modo en que los derechos son ejercidos pero aquélla sólo puede ser entendida en el marco de una protección integral del niño, niña o adolescente.

El art. 43 define lo que legalmente se entiende por apoyo como sistema que facilite el ejercicio de la capacidad.

Se destaca que por “apoyo” se entiende cualquier medida de carácter judicial o extrajudicial que facilite a la persona que lo necesite la toma de decisiones para dirigir su persona, administrar sus bienes y celebrar actos jurídicos en general.

Esas medidas de apoyo tienen como función la de promover la autonomía y facilitar la comunicación, la comprensión y la manifestación de voluntad de la persona.

5. Conclusión [arriba] 

No se puede dudar de la necesidad de mejorar la ya vetusta sistemática civil en materia de menores, adaptándola a los nuevos requerimientos de la materia. El menor ya no es sólo el sujeto pasivo necesitado de protección, sino que se ha constituido en el sujeto que desempeña un rol activo en defensa de sus derechos. Y la ley, al tiempo que los reconoce, consagra ese nuevo status que lo ubica en una posición privilegiada. 
Por otra parte, al adherir nuestro país a la Convención de los Derechos del Niño se han aceptado postulados diametralmente diferentes al de nuestro Código Civil primitivo.

Pero si bien son ciertas tales premisas, las mismas sólo son aceptables respetando el marco protectorio que justifica la básica situación de incapacidad del menor.

Actualmente los derechos de las niñas, niños y adolescentes prevalecen frente a otros derechos e intereses igualmente legítimos pero en el marco de la familia, pues por mandato legal se pregona el dictado de políticas públicas que tiendan al fortalecimiento de ésta.

Y todo ello aún frente a lo determinado por el art. 3, in fine, al señalar que “cuando exista conflicto entre los derechos e intereses de las niñas, niños y adolescentes frente a otros derechos e intereses igualmente legítimos, prevalecerán los primeros”.

Pero si bien esto es exacto, ello no implica conceder una automática jerarquía al interés del niño pues sus intereses deben ser interrelacionados con los del resto de los miembros de la familia.

No debe partirse por entender que poseen connotaciones diferenciadas el interés del menor con el interés familiar. El interés de aquél se ha de identificar con el interés de ésta. Y si no es así es porque, en la especie, el interés del niño no se compadece con su interés superior 18.

Interferir en el marco direccional que le cabe a la familia del menor y, aún cuando pueda predecirse que no causarán daño o perjuicio a la salud, implica un entrometimiento del legislador en cuestiones que deben debatirse en el ámbito familiar.

Desde luego lo expuesto deja de ser factible si en el caso se observa ilegitimidad, abuso o se infringen, de alguna forma, las reglas de solidaridad familiar. En cuyo caso, obviamente, debe judicializarse la coyuntura y, con seguridad, aconsejar una terapia que ayude a atemperar las anomalías. Es aquí donde debe intervenir el operador jurídico aplicando los principios rectores de la materia.

A su vez, se ha sostenido que obligar a empoderar en forma desequilibrada y arbitraria es violar la regla prudencial de la autonomía progresiva. Es tan paternalista como lo es establecer categorías arbitrarias de edad. Se sustituye el sujeto del paternalismo, ya que en lugar del padre, ahora quien fija la edad es el Estado. Y lo es, porque condena a una inmadurez crónica por haber provocado una adultización precoz. Para ejercer la libertad, hace falta poder afrontar las consecuencias de los propios actos. El desamparo interior es un proceso de des- humanización y expulsión temprana del útero social19.

Otra óptica especulativa ha sostenido que los jóvenes comienzan a ser púberes mucho antes, pero no por razones de madurez sino de precocidad: los adultos no tienen tiempo para seguir los tiempos de infancia de los chicos y entonces los “crecen” -los “malcrecen”- mucho antes de que transcurra la etapa de disfrute de la niñez y de la adolescencia, como una necesidad de que se pongan rápido a la par, que no demanden cosas. Esta actitud no es excluyente de los padres sino que es compartida por todo el universo adulto20.

El legislador parece avalar esta anomalía, y le adjudica al menor un poder decisorio del que, debido a su condición de tal, no puede ser depositario.

El principio de capacidad progresiva, más allá de ser un principio rector que debe estar presente al mensurarse la actuación de menor, se ha positivizado de tal forma que termina siendo la misma ley la que toma partido por presumir- la para una población tan heterogénea.

Las excepciones al principio de incapacidad del menor pueden ser asequibles, pero no sólo en función de personas determinadas sino también teniendo en cuenta siempre la regla de incapacidad del menor.

A su vez, lo preocupante es judicializar en exceso la vida de aquél pues la misma norma da pie a rencillas en el seno familiar.

La realidad del niño sólo se concibe en el marco de la familia. Incluso, así lo reconocen los Convenios y Tratados a los que hicimos referencia. Pero al desinterpretarse el puntual rol que al Estado le cabe en los asuntos de familia se desdibuja también el de los padres en asuntos concernientes al cuidado del menor.

 

 

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1 GONZÁLEZ del SOLAR, José: Derecho de la Minoridad, Editorial Mediterránea, 3 o edición, Córdoba, p. 472.
2 D ́ANTONIO, Daniel Hugo: La ley 26.579 y la capacidad de los menores, Rubinzal Culzoni, 2010, p. 80.

3 BORDA, Guillermo: Tratado de Derecho Civil, Perrot, Buenos Aires, 1984, t. 1, n o 487, p. 443
4 SOLARI, Néstor E.: La capacidad progresiva en la nueva ley de mayoría de edad, La Ley, t.2011-C, 1000.
5 GIL DOMÍNGUEZ, Andrés – FAMÁ, María Victoria – HERRERA, Marisa: Derecho Constitucional de Familia; Ediar Bs. As, 2006, t. 1o, p. 534.
6 LLOVERAS, Nora y OVIEDO, María Natalia: El interés superior del niño, niña y adolescente: una vez más como núcleo central de una decisión jurisdiccional, comentario al fallo: CS, 2010/08/31.- A. M., M. A y A. M., C. s/ protección especial, EN: La Ley, t. 2011- B, 390

7 GIL DOMINGUEZ, Andrés – FAMÁ, María Victoria – HERRERA, Marisa: Derecho Constitucional de Familia, Ediar, Buenos Aires, 2006, t. 1, p. 569
8 D ́ANTONIO, Daniel Hugo: Convención sobre los derechos del niño, Astrea, 2001, (comentario artículo 5), p.55
9 GIL DOMINGUEZ – FAMÁ – HERRERA: Derecho Constitucional de Familia...p. 545 y s.

10 ALES URÍA, Mercedes: Tendencias en el Derecho Europeo de Familia y el principio del mejor interés del menor, en: SOLARI, Néstor Eliseo – BENAVENTE, María Isabel (Directores): Régimen de los Menores de Edad, La Ley, Buenos Aires, 2012, p. 78
11 ALES URÍA, Mercedes: Tendencias en el Derecho Europeo de Familia y el principio del mejor interés del menor en SOLARI- BENAVENTE, ob. Cit. p. 82
12 GORVEIN, Nilda Susana y POLAKIEWICZ, Marta: El Derecho del Niño a decidir sobre el cuidado de su propio cuerpo, puede verse en: Los derechos del niño en la familia. Discurso y realidad. (Dirección: Grosman). Editorial Universidad, 1998, p.127 y s.
13 GHERSI, Carlos: ¿Qué modelo de familia queremos los argentinos? El Proyecto de Código Civil y Comercial: un modelo de disgregación y no de pertenencia. (2 – 10- 2012). MJ- DOC–5998-AR
14 FLECHNER, Silvia: Simbolización en la adolescencia (24-10-2012) En: www.apururay.org/ apurevista
15 MINYERSKI, Nelly – HERRERA, Marisa: Autonomía, capacidad y participación de la ley 26.061 en: GARCIA MENDEZ (compilador): Protección integral de niñas, niños y adolescentes, ediciones Del Puerto, 2006, p. 60 y s.

16 GORVEIN – POLAKIEWICZ: El Derecho del niño a decidir sobre el cuidado de su propio cuerpo, en Los derechos del niño en la familia...Ob. Cit., p. 137
17 D ́ANTONIO, Daniel Hugo: La ley 26.579 y la capacidad de los menores, Rubinzal Culzoni, 2010, p. 20
18 MIZRAHI, Mauricio: Interés superior del niño. El rol protagónico de la Corte., La Ley, 2011-E, 907 y s.
19 Conf. BASSET, Ursula: Autonomía Progresiva. Tendencias jurisprudenciales. Revista de Derecho de Familia y de las Personas. La Ley; año 2, n o 9, octubre de 2010, p. 228 y s.

20 GIBERTI, Eva: Los adolescentes están siendo informados, educados y dirigidos por los medios (10/11/2012) ; EN: http://eljineteinsomne2.blogspot.com/



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