JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Una reflexión crítica sobre el Derecho Administrativo Sancionador. La necesidad de interiorizar el espíritu y el modelo de trabajo judicial
Autor:Barnés, Javier
País:
España
Publicación:Anuario Iberoamericano de Derecho Administrativo Sancionador - Año 2019
Fecha:01-12-2019 Cita:IJ-CMXI-67
Índice Voces Relacionados Ultimos Artículos
I. Introducción. Cuestiones clásicas (despenalización, diálogo Derecho Penal–Derecho Administrativo)
II. Elementos inherentes al modelo judicial que la administración ha de interiorizar cuando juzga
III. Elementos del espíritu y mentalidad que acompañan a la función judicial
IV. Una reflexión final. El tiempo y el derecho administrativo. Las prerrogativas de la administración y las condiciones para su ejercicio
Notas

Una reflexión crítica sobre el Derecho Administrativo Sancionador

La necesidad de interiorizar el espíritu y el modelo de trabajo judicial

Javier Barnés*

I. Introducción. Cuestiones clásicas (despenalización, diálogo Derecho Penal–Derecho Administrativo) [arriba] 

A) Resumen y tesis. Toda actividad materialmente judicial ha de seguir los principios que le son propios, más allá de sujetarse a criterios formales

La sanción administrativa ha seguido creciendo exponencialmente frente a la pena. Y ello no ya sólo a consecuencia del movimiento despenalizador –y la consiguiente “administrativización” del ius puniendi del Estado–, esto es, de la transferencia del ilícito penal desde el ámbito jurisdiccional hacia la esfera administrativa, sino también y sobre todo en paralelo y a resultas del crecimiento de las responsabilidades de la Administración contemporánea derivadas de una creciente legislación ordinaria, que hace un uso constante de la técnica sancionatoria como mecanismo para asegurar su cumplimiento y efectividad. El Derecho Administrativo sancionador, un gigante en términos cuantitativos si se compara con el Derecho Penal, se ha nutrido, pues, de antiguos ilícitos penales que pasan a convertirse en ilícitos administrativos, y, más aún, de la legislación ordinaria, en su inmensa mayoría de carácter “administrativo” –por implicar de alguna forma a la Administración–, que establece para cada sector nuevas infracciones y sanciones.

Cualquiera que fuere el origen, antiguo o nuevo, de la sanción, lo cierto es que el Derecho Administrativo sancionador, en un esfuerzo civilizador, aprendió a imitar al Derecho Penal (así sucede en la tipificación de los ilícitos, en el ejercicio de las potestades sancionatorias o en la configuración del procedimiento administrativo). La mimetización, que es trasvase, analogía y adaptación, ha acaparado los mejores esfuerzos.

Ahora bien, jurisdicción y Administración ocupan una posición institucional bien distinta en el marco de los poderes públicos del Estado, operan con modelos de trabajo dispares, y emplean a un personal diverso en su respectivo ejercicio. Y, lo que es aún más importante, la función judicial y la administrativa, con independencia del poder que la desempeñe, obedecen a lógicas diferentes, se materializan con estilos desiguales y requieren mentalidades igualmente características y propias.

El “método judicial” y el “método administrativo” difieren sustancialmente, como habrá ocasión de esbozar. Y ello ha de tenerse en cuenta muy especialmente cuando la Administración juzga (y lo hace cuando sanciona). Tal es el punto de partida de las páginas que siguen: el sujeto privado juzga, la Administración juzga, y los órganos jurisdiccionales juzgan. Y en todos esos casos resultará necesario preservar garantías comunes o equivalentes –como la audiencia del interesado y, en general, los derechos de defensa–. Pero también –y he aquí el punto crítico– unos principios que son inherentes o intrínsecos a toda actividad materialmente judicial.

Ello significa que no todo se agota en reproducir en el ámbito administrativo lo “externo” de la jurisdicción y del Derecho Penal, es decir, lo que se ve (tipificación de las infracciones y sanciones, delimitación de las potestades sancionatorias, diseño de un procedimiento con todas las garantías), sino que es necesario que la Administración asuma e interiorice en la medida adecuada elementos que son propios del “método judicial”, tales como la cualificación jurídica del personal que juzga, la lógica artesanal y no industrial de todo enjuiciamiento, y, desde luego, las notas singulares que acompañan al actuar judicial (coherencia, trato igual, certidumbre, imparcialidad, publicidad…).

Para explorar esta vertiente menos elaborada en el seno del Derecho Administrativo conviene salir al paso del equívoco que parece generar el principio de división de poderes. Y es que, más allá de su razón de ser –esto es, de las finalidades constitucionales que éste cumple– y de la diferenciación orgánica que implica, no contiene por sí modelo explicativo alguno acerca de en qué consiste la actividad de juzgar, esto es, acerca de la naturaleza y del método que le son inherentes. El principio de división de poderes sirve para lo que sirve, pero nada dice sobre cómo se juzga o cómo se administra.

B) Cuestiones clásicas (recapitulación)

Sin pretensiones de exhaustividad, y a los solos efectos de situar en su debido contexto la reflexión principal que aquí interesa, puede recapitularse el estado de cosas en los siguientes términos:

El Derecho Administrativo sancionador se ha ocupado tradicionalmente de dos grandes temas: el movimiento despenalizador y la consiguiente administrativización de los ilícitos, de un lado, y la paralela transferencia de las garantías procesales penales al procedimiento administrativo sancionador, de otro. Ambos movimientos implicaban la construcción jurídica de la potestad sancionadora.

a) La despenalización y administrativización de ilícitos

En primer lugar, en efecto, destacan las cuestiones que traen su causa de los fenómenos de despenalización y de la sucesiva administrativización de los ilícitos o infracciones, históricamente en continuo movimiento[1], así como de otros temas asociados, como los relativos a la legitimidad jurídica –y a la motivación– de la política legislativa en favor de una u otra opción[2]–. En este primer grupo de problemas ha preocupado, por ejemplo, la determinación de los límites constitucionales de la libertad de configuración que asiste al legislador cuando desea servirse del instrumento penal o del sancionador, así como, en última instancia, la cuestión identitaria, esto es, el concepto y fundamento jurídicos de la pena y de la sanción administrativa.

b) La aplicación analógica de los principios sustantivos y procedimentales del Derecho Penal en el Derecho Administrativo

Por otra parte, uno de los ejes más relevantes del Derecho Administrativo sancionador se sitúa justamente en el trasvase de garantías sustantivas y procedimentales del ámbito penal al administrativo. Aquí se debate sobre la aplicación analógica de los principios penales y los límites de esa analogía; y, en definitiva, sobre la proyección de los derechos fundamentales de referencia en el Derecho Administrativo sancionador.

Con todo, la inducción de los principios de orden penal y procesal que han de presidir la sanción administrativa es anterior a, e independiente de, la tendencia despenalizadora de nuestra época. Anterior en el tiempo, porque la sanción administrativa es tan antigua como la Administración misma y desde sus orígenes se ha debatido su régimen jurídico. E independiente de ese movimiento, porque el crecimiento exponencial de ilícitos administrativos no se ha nutrido tanto de la despenalización, como, más bien, de las nuevas e incesantes leyes administrativas –con sus nuevos ilícitos– en tantos sectores de la vida social, económica, ambiental, tecnológica o informativa, como ha quedado dicho. El Derecho Administrativo, en suma, no ha crecido sólo a costa del Derecho penal, sino señaladamente a resultas de la expansión de la Administración contemporánea y de “Estado administrativo” de nuestro tiempo. Si la Administración comienza a convertirse en el artífice del Estado a raíz de la Revolución francesa[3], para satisfacer las necesidades sociales e individuales, desde la cuna a la tumba, la sanción se convertirá en un instrumento capital.

C) Algunas cuestiones pendientes

Sin embargo, y es lo que ahora importa insistir, no todo se agota en el trasvase o en la aplicación analógica de los principios penales –y procesales– al ordenamiento jurídico–administrativo, en la identificación de la respectiva naturaleza, o en los límites constitucionales de la pena y de la sanción, porque el juez penal y el administrador, aun cuando materialmente y con sus debidos matices desempeñen en su caso actividades materialmente análogas, nunca serán lo mismo por más de un concepto. Es esa la dirección que quiere aquí apuntarse.

A los efectos que interesan, el método judicial –practicable por todo juzgador (sea, por ejemplo, una asociación privada que como sanción expulsa a uno de sus miembros, una Administración que sanciona, o un órgano jurisdiccional que impone una pena) requiere desde luego, entre otras cosas, unas garantías elementales, a la luz de los derechos y libertades en juego: primero, un procedimiento adecuado para asegurar la correcta aplicación del ilícito de que se trate y de las garantías individuales (derechos de defensa), y, segundo, una delimitación suficiente de las potestades punitivas.

Pero a ello ha de añadirse algo más profundo, a saber: los elementos propios del método judicial, es decir, de un lado, una organización del trabajo (personas que intervienen, carácter artesanal y no industrial de la actividad de enjuiciamiento, actuación objetiva) y, de otro, una determinada actitud o mentalidad en quienes desempeñan la función judicial (coherencia, trato igual, certidumbre, razonamiento…). Tal es la cuestión de la que nos ocupamos de seguido.

II. Elementos inherentes al modelo judicial que la administración ha de interiorizar cuando juzga [arriba] 

A) Introducción: la posición singular de cada poder

La posición de la Administración, como la de cada uno de poderes del Estado, es singular y característica. El Ejecutivo y las Administraciones poseen, por su parte, una función específica y distinta a la de los demás poderes públicos[4], y que no se detiene por cierto en lo meramente “aplicativo”, por más que la Administración se halle vinculada a la ley y al Derecho, esto es, se sujete al principio de legalidad[5]. La sanción ha de contemplarse también desde la perspectiva más amplia que bucea en lo que de específico y propio tiene la Administración en comparación con los demás poderes y, por lo que ahora interesa, con el poder judicial.

Ello permite adelantar, primero, que sanción administrativa y pena no se pueden comparar sólo en abstracto ni aisladamente, sino también por su obligada inserción en las funciones características de los distintos poderes a las que pertenecen (ejecutivo y judicial, respectivamente); y, segundo, que las especificidades de la Administración determinan la necesidad de construir unos principios propios, que ya no se importan, ni siquiera por vía analógica, del Derecho Penal, sino que se edifican con los materiales propios de esta rama del ordenamiento al servicio de sus necesidades y funciones que le son propias.

Dicho de otro modo: conviene reflexionar no ya sobre la pena y la sanción, sino aún antes sobre el juez penal y la Administración, es decir, sobre su anatomía y fisiología, a fin de determinar lo que en su caso le falta a la Administración. Veámoslo más despacio.

B) Diferencias de contexto. La diversidad de funciones de la Administración y del juez penal

a) Una diferencia radical de partida entre Administración y juez (penal)

Puede afirmarse que la específica responsabilidad de la Administración consiste en organizar la vida en sociedad[6]. La recomendación de una dieta sana, la expropiación de un terreno para construir un puente, la prestación de un servicio sanitario, la aprobación del planeamiento urbano de una ciudad, la deliberación de criterios de seguridad bancaria en un foro internacional, la orden dirigida al contratista del servicio de recogida de residuos urbanos, la aprobación de una norma local sobre la circulación de vehículos sin motor en la ciudad, o el control para la observancia del medio ambiente atmosférico, entre tantos ejemplos, obedecen a esa alta misión: organizar la vida en sociedad. Es esa finalidad la que reconduce a unidad la heterogénea variedad de Administraciones, de estrategias de gobierno, y de acciones e instrumentos.

Por su parte, la función de juzgar del juez penal, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado en relación con las penas, se halla mucho más acotada: ahí comienza y termina su papel. El juez no es responsable de organizar la vida en sociedad. Su función se limita a aplicar la pena que resulte procedente.

Por el contrario, una misma Administración –un organismo regulador, por ejemplo– se implica en la creación de un mercado de telecomunicaciones, establece unas reglas para su funcionamiento, determina cuáles son los jugadores, vigila que la actividad responda a las exigencias de un servicio público de interés general en régimen de competencia... Y, para ello, aprueba reglas, dicta actos jurídicos de toda clase, realiza prestaciones, vigila y arbitra..., e impone sanciones. Una misma Administración y un mismo personal.

b) La sanción como parte de un todo

Ha de comenzarse por notar lo más evidente: la Administración, a diferencia del juez penal, no es una organización diseñada específicamente para ejercer el ius puniendi del Estado, aunque lo haga. La Administración no representa un sistema para sancionar, para administrar o gestionar las sanciones que correspondan a eventuales ilícitos administrativos, por más que deba ocuparse de ello. No es que la sanción constituya un cuerpo extraño, como un injerto, dentro de la Administración, pero ciertamente ocupa una parte de un todo mucho más complejo y poliédrico, y funcionalmente distinto.

La acción administrativa no concluye en la sanción. Ni tan siquiera, en contra de lo que podría pensarse y se ha afirmado, puede decirse que se trate de un instrumento central en aquellas políticas públicas en las que, como la de defensa de la competencia o la protección de los usuarios y consumidores, se utiliza con profusión. La Administración no administra, ni gobierna o gestiona mediante sanciones. No se trata de realidades coextensas –administración y sanción–, pues la primera es mucho más amplia y heterogénea. Es cierto que la sanción constituye un instrumento clásico –como un “anexo”– en pro de la ejecución de las leyes en tantos casos. Como es obvio, ello no entraña, sin embargo, administrar a través de un aparato sancionador. Sería confundir la parte por el todo. En la consecución de los objetivos de interés general que el ordenamiento le encomienda a la Administración, ésta podrá desplegar, por decirlo en una expresión clásica, actividades de fomento, de servicio público o de policía administrativa (en sentido material) y, dentro de esta última, imponer sanciones; así como atribuir o reconocer derechos, restringir o establecer limitaciones. Ahora bien, la sanción no constituye la estrella de las políticas públicas. No es más que una herramienta[7].

c) La función aplicativa del juez penal y la función creativa de la Administración

Juez y Administración, obvio es decirlo, interpretan y aplican el Derecho en sus respectivos ámbitos y aplicaciones. Ahora bien, la Administración –respecto del Derecho– no ocupa siempre y en todo caso una posición puramente “ejecutiva”, como corresponde al juez penal. La posición de aquélla, eso sí, es siempre subordinada a la ley y al Derecho. Pero la Administración no es sólo “ejecutante”, sino también “autoprogramable” –en el marco de la ley–, puesto que la propia ley y el Derecho le confían funciones, tareas y políticas públicas cuya realización no se lleva a efecto como si fuera una simple correa de transmisión de la ley, como si ésta contuviera la receta para todo. Así, y por citar tan sólo algún ejemplo, el Derecho urbanístico o el Derecho del Medio Ambiente le otorgan a la Administración un amplio margen que va más allá de la mera aplicación del Derecho. Y es que las Constituciones y el legislador contemporáneos le reconocen a la Administración una cierta capacidad de conformación o de configuración autónoma, un ámbito propio de responsabilidad –y de prestación– que atender[8]. Y todo ello al servicio de una finalidad última o superior cual es la de organizar la vida en sociedad.

C) Diferencias relacionadas con el modo de trabajo de la Administración

Además de esas diferencias de carácter estructural y funcional, cabe registrar, consecuentemente, una diversa forma de trabajo:

a) El jurista que administra la pena y el personal que gestiona e impone la sanción administrativa

En el plano del personal que participa en uno y otro caso, sobresale una nota distintiva. Mientras la aplicación de la pena se halla en manos exclusivamente de profesionales del Derecho (en primer lugar y ante todo del juez penal, que resuelve con la participación del fiscal, de los abogados, eventualmente de letrados de las Administraciones y de Abogados del Estado, así como del correspondiente personal de apoyo), por el contrario, la aplicación de la sanción administrativa no está confiada, o no lo está necesariamente, a profesionales que reúnan condiciones mínimamente asimilables a las del proceso penal. Ninguna norma secundaria obliga –hasta ahora– a que intervenga un letrado al servicio de la Administración actuante –siquiera sea en los momentos más relevantes del procedimiento sancionador–, y menos aún a que sea experto en Derecho Administrativo y esté dotado de un estatus de independencia. Y ello pese a que el Derecho Administrativo en general, y el sancionador en particular, puede representar una de las ramas del Derecho de mayor complejidad (y dentro de ese ámbito se incluyen desde luego otras parcelas del ordenamiento jurídico que, por división del trabajo docente, suelen segregarse de la matriz común, como, por ejemplo, el Derecho tributario o la Seguridad Social).

De hecho, una masa inmensa de sanciones es administrada por personal al servicio de la Administración que no es profesional del Derecho, menos aún del Derecho Administrativo: maestros, médicos, profesores, economistas, regantes, ingenieros, biólogos, informáticos...

La falta de la debida cualificación jurídica y de especialización técnica no se da sólo en el “momento aplicativo”, señaladamente en la instrucción del procedimiento administrativo sancionador, sino también, y ello es aún más trascendente, en el del diseño o “configuración del sistema sancionador”, en desarrollo de la ley o en el marco de la ley en el ejercicio de la respectiva autonomía, que puede quedar en manos de los técnicos sin la participación de los letrados de la Administración[9].

Ciertamente, llama la atención que una misma infracción por el simple hecho de despenalizarse y convertirse en ilícito administrativo se aplique y administre sin conocimiento experto en Derecho. Pero más allá de ese contraste, quiere subrayarse, como luego se abunda, que esta peculiaridad –en realidad, anomalía– del Derecho Administrativo sancionador, impensable por lo demás en el ámbito penal aun cuando se tratare de una misma conducta, constituye un déficit en sí mismo; y representa a la postre una relevante minoración de las garantías, que en nada o en poco pueden quedar, si su aplicación se confía a profesionales sin el debido conocimiento jurídico e independencia.

b) De carácter estructural. Juez y parte. La objetividad del trabajo administrativo

Como es bien sabido, la potestad sancionadora está sujeta a estrictos principios sustantivos y de procedimiento sin que la Administración goce de discrecionalidad en sentido propio para determinar si se ha incurrido o no en un ilícito administrativo. En múltiples ocasiones, sin embargo, la imposición de una sanción requiere de un margen de apreciación técnica, que puede alcanzar en ocasiones una complejidad fáctica y jurídica superior a la que se enfrenta de ordinario el juez penal. Ello plantea también cuestiones relativas a la condición de juez y parte que puede ostentar la Administración cuando todo queda en manos de la misma persona jurídica.

Con todo, aquí quiere apuntarse otro problema relacionado. Y es el de la objetividad y neutralidad.

Puestas las cosas en un contexto más amplio, es claro que mientras la función del juez concluye con la sentencia y su ejecución, la de la Administración no se detiene ahí, en la sanción, habida cuenta de que es responsable de toda una política pública en cuya satisfacción está implicada. En otras palabas: la Administración está “interesada” en la efectiva y eficaz consecución de sus correspondientes responsabilidades y competencias: la agencia tributaria, en recaudar los impuestos; el centro de enseñanza, en impartir la docencia; el hospital, en las prestaciones médicas y sanitarias correspondientes. Y así sucesivamente.

Mientras el juez se dedica en exclusiva a la impartición de justicia (penal), el administrador hace otras muchas cosas, en las que la sanción no ocupa sino un pequeño lugar. La Administración no es ni de lejos un “aparato para sancionar”, aunque sancione, como ha quedado dicho, sino para hacer efectivas políticas públicas, en ocasiones sumamente ambiciosas.

En ese contexto, cabría hacer una sutil distinción entre objetividad (servicio objetivo de los intereses generales al que se orienta necesariamente toda acción administrativa)[10] y neutralidad (en lo que hace a la defensa del respectivo interés general: recaudatorio, educativo o sanitario, por mantener los mismos ejemplos)[11]. Si bien es cierto que la protección de los derechos, también del eventual imputado, forma parte del interés general, no lo es menos, sin embargo, que la agencia tributaria no ocupa exclusivamente la posición de juez, menos aún pasivo, sino que es “parte” (protagonista, con frecuencia) en la defensa y consecución de los respectivos intereses generales.

En otras palabras, la Administración, y esta afirmación ha de entenderse en su contexto, no es neutral, y no puede serlo, por definición. Una cosa es que sirva con objetividad los intereses generales (esto es, de modo equilibrado y justo), y otra, muy distinta, que sea pasiva respecto de la consecución y defensa de los intereses generales que tenga encomendados. El juez penal, por el contrario, no está implicado en la satisfacción de la política pública subyacente en cada caso al delito de que se trate: si impone una pena a quien haya ofrecido “en el mercado productos alimentarios con omisión o alteración de los requisitos establecidos en las leyes o reglamentos sobre caducidad o composición”[12], ahí termina su función y, podría decirse, le es del todo ajeno cómo, y en qué grado, se esté realizando la política pública en materia de salud pública y seguridad alimentaria. No es su responsabilidad. En cambio, si es la Administración la que impone una sanción en materia de seguridad alimentaria[13], es evidente que su papel no acaba ahí y que no le es irrelevante ni indiferente la buena marcha de esa política. La sanción será una medida entre tantas. Y por ello habrá de seguir dictando las normas adecuadas, realizando análisis de riesgo, inspecciones y controles, intercambiando información con otras Administraciones, adoptando medidas de emergencia cuando un alimento pueda constituir un peligro grave para la salud de las personas, y así sucesivamente.[14] La Administración, pues, no es neutral en el sentido expresado.

La objetividad –entendida como actuación independiente y sujeta al principio de legalidad– exige que la potestad sancionadora se ejerza con plena sujeción a la ley y al Derecho, es decir, obliga a operar como si de un juez se tratara. La posición de no neutralidad –concebida como implicación activa con la política pública y los intereses generales en cuestión– llama a la eficacia y a la efectividad[15] en la consecución de los objetivos marcados por la ley y el Derecho, esto es, a actuar como “parte interesada”, por utilizar una imagen procesal.

En teoría, desde luego, pueden convivir ambos principios. La convivencia, sin embargo, aunque no imposible, no está exenta de riesgos cuando ambas condiciones pretenden atenderse con excesiva proximidad organizativa y de personal. Las tensiones son evidentes. Una misma Administración –una agencia tributaria, por ejemplo– puede verse envuelta en situaciones en las que resulte difícil conciliar la objetividad –un ejercicio correcto, y no pro forma, de las potestades sancionadoras a la luz de los hechos y de la norma aplicable– y las necesidades recaudatorias a las que sirve, señaladamente cuando no se da una suficiente autonomía funcional entre quienes adoptan medidas y criterios en beneficio de las responsabilidades atribuidas, y los órganos competentes en materia sancionadora.

La convivencia se rompe de facto en no pocos casos. Una evidente patología, con frecuencia no manifiesta, consiste en incentivar, directa o indirectamente, el número y cantidad de actas y denuncias levantadas, o de expedientes sancionadores tramitados. En esa dirección podría llegarse al extremo de incurrir en desviación de poder (por hacer uso de la potestad sancionadora, por ejemplo, con fines recaudatorios; en un caso menos radical para obtener determinados objetivos en el cumplimiento de la política concernida)[16]. Cuestión distinta y desde luego necesaria es que, por razones del reparto de la escasez, una Administración ponga particular diligencia en la vigilancia de determinadas conductas (poniendo el acento para un determinado período en la supervisión de ciertas actividades, comerciales, laborales, o ambientales, por ejemplo, frente a otras). Pero esto último es ajeno por completo al “activismo sancionador”, bien sea éste errático y caprichoso, o bien contaminado con otras finalidades, como pudiera ser la recaudatoria, la presión mediática o la sindical, por ejemplo. Por lo demás, el uso táctico y, por tanto, desviado, de la sanción no sólo se puede dar por exceso, sino también por defecto[17].

Sea como fuere, lo cierto es que el juez se sitúa en un entorno de objetividad y neutralidad en nada comparable al del administrador, por más que se separen a efectos procedimentales (dentro de una misma Administración, lo cual ya no es lo mismo) el órgano instructor y el que resuelve.

c) La lógica y racionalidad del trabajo subyacente. La pugna entre el juez artesano y el administrador industrial

Toda actividad materialmente judicial requiere tiempo. Y ello por un doble concepto. De un lado, porque su fruto natural consiste en argumentos, en pensamiento. Así, el órgano jurisdiccional, cuando ejerce su función judicial, expresa a través de sus resoluciones reflexión. De otro, porque el objeto del trabajo judicial es singular, es decir, se dirige a un sujeto o a un grupo individualizable de sujetos, a los que habrá de escuchar, conocer las singularidades que presente el caso, indagar lo que la norma aplicable pretende. Es un traje a la medida lo que debe confeccionar en cada caso. Ello requiere tiempo. La producción judicial es artesanal.

Por contraste, y aunque la Administración realice igualmente actividades de ese tipo, su producto típico o es la acción, en cualesquiera de sus manifestaciones, señaladamente en el ámbito prestacional. El servicio, entendido este término en el sentido más amplio posible, que la Administración ofrece se traduce en toda suerte de actividades. La producción administrativa es predominantemente industrial. Así sucede cuando realiza tantas actividades y políticas públicas (educación, salud pública, transporte, urbanismo, comercio, mercados financieros, medio ambiente, telecomunicaciones, energía...). Lo que conviene subrayar ahora es que, sin perjuicio de la atención personalizada, la Administración aspira a organizar tantas actividades en masa, y dirigirse a todos los miembros de la sociedad.

En este contexto, no ha de olvidarse que la sanción resulta por definición incompatible con un tratamiento “industrial”. Y aquí radica el riesgo, en nada desconocido, consistente en extender la lógica “industrial” al mundo de las sanciones administrativas, de suyo necesariamente “artesanal”[18]. Las sanciones mecanizadas o seriadas, luego informatizadas, y más tarde robotizadas, no son radical y absolutamente incompatibles con las premisas que derivan del principio del Estado de Derecho y de la dignidad de la persona, siempre y cuando se observen unos criterios estrictos, y desde luego no se desborden límites absolutos, que han de respetarse en todo caso. Entre éstos, es necesario subrayar que tanto el diseño de una sanción, como su aplicación, además de responder a las exigencias de la transparencia y de la motivación, ha de admitir siempre la posibilidad real y efectiva de atender las circunstancias singulares del caso, de ponderar los posibles matices, de analizar las alegaciones vertidas. No cabe ceder a la tentación de la eficacia y de la eficiencia, con automatismos y generalizaciones.

D) Recapitulación: principios complementarios e inherentes al modelo judicial que ha de adoptar el Derecho Administrativo sancionador

Para asumir el modelo judicial cuando la Administración juzga, el Derecho Administrativo sancionador, con las adaptaciones necesarias, habrá de preocuparse por adoptar ciertos principios. Aquí se seleccionan tres:

a) El principio de profesionalidad (conocimiento experto en Derecho Administrativo)

El principio del Estado de Derecho, el principio de legalidad, y más específicamente, de vinculación de la Administración a la ley y al Derecho, sirven de fundamento constitucional para sostener que la aplicación de determinadas parcelas del Derecho Administrativo –el Derecho que primariamente gobierna el ejercicio de potestades públicas o el ejercicio de autoridad– y, en lo que ahora importa, de las sanciones, se confíe a expertos, a quienes tengan la pericia técnica para ello. ¿De qué serviría un Derecho Administrativo, por depurado y perfecto que éste fuere, si su gestión se hallara en manos de quienes no son expertos en la materia? Desde luego, ante el ejercicio del poder punitivo del Estado esta conclusión parece fortalecerse. Las garantías que el Derecho Administrativo sancionador ha incorporado se desvanecerían, si su comprensión y aplicación se atribuyera a arquitectos, ingenieros, maestros, profesores, médicos, ambientalistas, biólogos... sin la participación (supervisión, vigilancia, examen o directa implicación) de juristas especializados[19]. El riesgo potencial de desviaciones del sistema no es menor.

Podría formularse en forma abreviada como principio de profesionalidad, en cuya virtud debe intervenir un jurista independiente y experto en Derecho Administrativo, tanto en la aplicación del procedimiento sancionador, como en el desarrollo en su caso de los ilícitos administrativos, así como de los sistemas de vigilancia e inspección. De este principio cabe, pues, inferir tres exigencias: la pericia en Derecho Administrativo (y no ya en cualquier otra rama del Derecho); la independencia (que cabe asegurar en distintas formas: condición de funcionario, separación funcional u orgánica, cooperación entre Administraciones); y participación activa y obligatoria del experto, de la que quede además constancia, al margen de que esa intervención pueda resultar o no vinculante[20], según los casos.

Frente a lo que se ha quedado dicho no cabe oponer de contrario que el juez (jurisdiccional) siempre podría revisar ulteriormente, como experto en Derecho, la legalidad de la sanción impuesta. El poder punitivo se habría ejercido ya sin esas garantías elementales (de carácter preventivo). Y el lapso de tiempo hasta obtener una sentencia revisora –una eventual reparación ulterior– no hace sino debilitar la pretendida objeción.

b) El principio de objetividad

La objetividad a la que se somete el actuar de la Administración, en este ámbito, se resuelve en la aplicación del método jurídico.

La imposición de una sanción constituye una actividad materialmente judicial y en consecuencia exige la aplicación del conocido método jurídico, de acuerdo con el cual se ha de determinar si concurre el presupuesto de hecho al que anudar la correspondiente consecuencia jurídica. Esta actividad materialmente jurisdiccional resulta, pues, incompatible, por su propia naturaleza, con otras consideraciones de eficacia (en el sentido de consecución de objetivos) y con otros métodos de trabajo.

De ahí cabría derivar, por ejemplo, la supresión de toda forma directa o indirecta, dura o blanda, de incentivo o promoción de la actividad sancionatoria. En el plano organizativo, de otro lado, obliga a repensar la configuración de los órganos administrativos intervinientes en virtud del sector y de la Administración de que se trate, así como la conveniente separación orgánica y funcional de la actividad sancionatoria[21]. En ese contexto, ha de enjuiciarse el criterio de oportunidad que, por contraste con el mundo penal, se halla presente en el ámbito sancionador. Sin duda, la profesionalización y autonomía del aparato sancionador dentro de la propia Administración contribuiría a fortalecer el principio de objetividad.

c) Principio de individualidad y de dignidad de la persona

La dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes son fundamento del orden político[22]. El individuo no es un súbdito, tampoco un individuo mudo, sino una persona dotada de dignidad. La sanción administrativa ha de estar presidida por la individualidad, como se ha notado. Aun asistida la Administración por las nuevas tecnologías, la imposición de una sanción no puede perder nunca su esencia “artesanal”.

En ese sentido, habrán de establecerse los equilibrios y los contrapesos obligatorios a esas formas de gestión para evitar que las sanciones en masa terminen por tratar al ciudadano como un objeto frente a la máquina. Así, cabe pensar en deberes específicos de respuesta individual a cualquier recurso o reclamación, motivadamente, de acuerdo con las circunstancias singulares del caso, de modo que, en caso contrario, cuando no hay mediación humana, se pueda hablar de “vía de hecho” y de suspensión ope legis de la resolución, hasta tanto no se produzca una respuesta expresa y motivada. A mayor automatización, más afilados habrán de ser los medios de defensa.

La transparencia y, con ella, un debate real y efectivo en cada caso, han de extenderse en este contexto a la programación y al software de los procedimientos administrativos electrónicos en el ámbito sancionador y, más específicamente, a los algoritmos. Cuáles sean las opciones, las alternativas, las garantías y valores que se esconden detrás de la configuración técnica de esos sistemas de acción administrativa ha de ser debatido al nivel que corresponda, si se quiere salvaguardar la centralidad del individuo, que es sujeto, y no objeto, del Derecho; y, desde luego también, la cláusula del Estado de Derecho, que obliga a que esa forma de regulación sea dirigida por la ley y el Derecho (lo que implica al personal experto en Derecho, como se ha dicho); y el propio principio democrático, en cuya virtud no cabe dejar en poder de los técnicos decisiones que a todos afectan. No es la máquina la que en última instancia decide, sino el ser humano

E) Una reflexión final. Cuando la Administración no sigue el modelo (de trabajo) judicial, no puede disfrutar de las prerrogativas judiciales

Los tres principios enunciados se hallan profundamente entrelazados y hunden sus raíces en principios y valores constitucionales. La Constitución ofrece asiento para exigir que el trato hacia el ciudadano sea individualizado, lo que excluye el tratamiento industrializado propio de las sanciones automatizadas en condiciones incompatibles con las exigencias básicas derivadas del Estado de Derecho; que la acción se produzca en un entorno fiable, que no comprometa la objetividad en el diseño e imposición de las sanciones; y que en la apreciación de los hechos y en la determinación de la norma aplicable intervenga en última instancia de forma determinante el experto en Derecho (Administrativo).

Por otro lado, a nadie escapa que los principios y garantías enunciados no son de fácil implantación en el seno de la Administración pública. Y que no son pocas las Administraciones escasamente dotadas de los recursos personales necesarios para proceder del modo que aquí se postula. Ahora bien, conviene recordar que el reconocimiento y garantía de los derechos y libertades y, más ampliamente, la efectividad de la cláusula del Estado de Derecho, han tenido siempre un coste, también económico, que resulta obligado asumir. Desde luego, caben fórmulas cooperativas entre Administraciones, como las que se dan en otros ámbitos (por ejemplo, y salvando las distancias, la experiencia de los tribunales administrativos de contratación), que pueden permitir el establecimiento de un sistema más eficiente. Parece claro en todo caso que esas deficiencias no se admitirían en otros ámbitos de la realidad administrativa contemporánea.

Cuando no concurren esos principios derivados del método jurídico en que se basa el modelo judicial, cabe cuestionar los privilegios y prerrogativas que asisten a la Administración. Téngase en cuenta que la Administración contemporánea ha adquirido potestades sancionatorias por trasvase de unas funciones históricamente reservadas en exclusiva a los jueces. Pero ese trasvase está sujeto a condiciones. No son prerrogativas que la puedan acompañar en todo caso, como la clásica institución de la “vía de hecho” se encarga de desmentir. De entrada, la sustracción de potestades típicamente jurisdiccionales supuso la obligada y paulatina extensión analógica de los principios del proceso penal al procedimiento administrativo sancionador, así como la construcción de los principios reguladores de la potestad sancionadora. Ahora bien, como se ha dicho, ello no basta, con no ser poco. Si la Administración, cuando juzga –y, se reitera, lo hace cuando sanciona– no resolviera de conformidad con el método jurídico inherente a toda actividad judicial, habrá de concluirse en buena lógica que no puede disfrutar de esos privilegios y prerrogativas.

En concreto, la ejecutividad y ejecutoriedad de los actos administrativos, su presunción de validez y la ejecución forzosa, no constituye un dogma que no admita diferenciaciones o matices. En la hipótesis de que no pueda implantarse el modelo judicial en la actividad sancionadora de la Administración, habrá de ser el juez (judicial) el que finalmente resuelva, aunque el procedimiento administrativo sirviera a modo de instrucción. El principio de eficacia –entendido éste ahora como indeseable “industrialización” de las sanciones– no puede ganarle el pulso al principio del Estado de Derecho, sino que debe de armonizarse con éste. Sobre ello habremos de volver (infra V).

III. Elementos del espíritu y mentalidad que acompañan a la función judicial [arriba] 

En el epígrafe anterior se han esbozado algunas de las singularidades o características típicas de cada uno de los dos poderes en consideración, así como las diferencias y el necesario trasvase de ciertos principios que afectan al trabajo administrativo cuando realiza actividades judiciales. Se trata de principios de carácter estructural.

Ahora, en cambio, y de un modo sucinto, interesa ahondar en la mentalidad o espíritu judicial, a fin de explorar hasta qué punto cabe identificar algunos elementos que puedan inspirar asimismo el trabajo de las personas que intervienen en la sanción administrativa.

A) Premisa: el principio de división de poderes y el espíritu judicial

Ciertamente, según sabemos, la Administración hace otras muchas cosas y su razón de ser no estriba en juzgar. Pero juzga. Históricamente, de hecho, las funciones de administrar y de juzgar, antes y después del Antiguo Régimen, han estado indisolublemente unidas.

Y si juzga, ¿no le es exigible que interiorice también la actitud o mentalidad propia de la actividad judicial, que asuma su espíritu?

El principio de división de poderes no es un obstáculo para concluir en tal sentido. Es más, este principio ha sido perturbador para el Derecho Administrativo, cuando se ha extrapolado su proyección[23].

El hecho de atribuirle al órgano jurisdiccional la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado[24], de un lado, y de confiarle la última palabra a estos órganos[25], de otro, podría inducir a creer que la Administración no ejerce actividad judicial ya que ésta corresponde a otro poder. Ni lo uno ni lo otro representan un obstáculo para apreciar que esa actividad de la Administración constituye materialmente una actividad típicamente judicial. La Administración juzga, aunque su juicio pueda a su vez ser enjuiciado por el poder judicial. Y tampoco es óbice el hecho de que en el ámbito administrativo no haya propiamente –de ordinario– dos partes y un tercero, la instancia juzgadora, para concluir que se trata de una actividad materialmente judicial[26].

Y si la Administración juzga, ¿no le es exigible que actúe y se comporte como si de un juez se tratara, con todas las matizaciones que se quieran? ¿No ha de “actuar judicialmente”?[27] ¿No deberá de cumplir ciertos “deberes judiciales”[28], inherentes a la función? La respuesta no es sino resueltamente positiva. Si ha de desplegar funciones judiciales, deberá de seguir no sólo un procedimiento y un modo de trabajar, sino el “espíritu”, la mentalidad judiciales –con sus eventuales consecuencias sobre la organización y el personal, a las que se ha hecho antes referencia.

La Administración juzga cuando determina los hechos relevantes al caso y las normas aplicables, por referencia, nótese bien, a los derechos e intereses de las personas. Ahí tiene lugar una actividad materialmente judicial. Juzga, en efecto, cuando decide otorgar o no una licencia, o revocarla; juzga cuando resuelve un recurso. En estos y en otros casos la Administración ostenta la potestad no sólo de determinar las cuestiones de hecho, sino también las de Derecho respecto de la esfera subjetiva de las personas.

B) La esencia del espíritu judicial

Antes se han destacado las singularidades derivadas de la posición institucional de la Administración por contraste con el órgano jurisdiccional y la necesidad de interiorizar ciertos elementos propios del modo o modelo de trabajo judicial (supra núm. II). Ahora conviene añadir lo que es propio del espíritu judicial, esto es, de lo que tienen, o han de tener, en común los jueces y los administradores cuando juzgan.

Como afirmaba el célebre administrativista británico W. A. Robson, el proceso judicial –y, más ampliamente, cualquier actividad materialmente judicial– no puede entenderse ni valorarse con la sola referencia a la organización institucional, o a la estructura en que se inscribe. De hecho, afirmaba, nos importan más los procesos mentales que un juez pueda seguir, que la estructura del proceso, o la organización de la planta judicial. Y ello vale, en opinión del autor, tanto para el juez profesional, que se inserta en el órgano jurisdiccional, como para el juzgador que forma parte del aparato administrativo[29].

Ha de advertirse, antes de esbozar algunas de esas condiciones que acompañan al actuar judicial, que los órganos que intervienen en el procedimiento sancionador (instructor y órgano que resuelve) no han de estar compuestos íntegramente por juristas. Antes al contrario, , de ordinario resulta necesario que en esos órganos y procedimientos administrativos participen expertos en la materia de fondo[30], en función del asunto de que se trate y de la Administración implicada (maestros, médicos, ingenieros, economistas, ambientalistas…). Ahora bien, la presencia de juristas se hace necesaria en primer lugar y ante todo porque, como se ha dicho, la “gestión” del procedimiento, la aplicación de complejos principios jurídicos al caso, la interpretación de las reglas de forma y fondo, exigen un conocimiento especializado[31]. La combinación de ambos saberes (jurídico y técnico) permite, por ejemplo, identificar adecuadamente los hechos relevantes, o desentrañar mejor el sentido que haya de darse a conceptos legales que integran el ilícito (precio justo, abuso de la posición dominante…).

Lo que a continuación se enuncia no pretende ser sino un mero esbozo de la actitud, mentalidad o espíritu judiciales.

a) Coherencia

Una primera nota que caracteriza la acción de juzgar es la coherencia en la doctrina o criterios sentados. Las sanciones, tanto en su diseño normativo como, en lo que ahora interesa, en su aplicación, han responder a criterios objetivables y previsibles, consistentes. La necesidad de coherencia se halla profundamente enraizada en el ser humano[32]. La coherencia está emparentada con otras necesidades –con otros valores y principios jurídicos–, como es la seguridad jurídica. No se trata sólo de una disposición subjetiva, sino también de una exigencia objetiva, puesto que hace predecible el criterio a aplicar en el futuro. Ninguna sociedad con un mínimo de complejidad (desde el sistema tributario y sus sanciones, hasta la defensa de la competencia, por ejemplo), podría operar sin una mínima coherencia en lo que hace a las reglas de juego.

Coherencia no es sinónimo de uniformidad, de un sistema monolítico e indiferenciado, sin matices. Lo que exige la coherencia por el contrario es la creación de un conjunto de reglas congruentes, en el que se trabe una relación razonable y proporcionada entre las distintas resoluciones o decisiones que se adopten, en función de la diversidad de factores en juego.

b) Igualdad de trato

Otra nota inherente a la actividad judicial, e íntimamente relacionada con la coherencia, es la necesidad de tratar a todos por igual. La imparcialidad y el trato desinteresado se traducen en un trato igual a todos los miembros de una categoría de personas en análoga situación, con independencia de su raza, religión, antecedentes, apariencia física, intelecto o educación, ideas y opiniones, ocupación, fortuna…, y desde luego territorio.

La observancia de la igualdad remite en primer término a una atenta mirada a los hechos y circunstancias de cada caso. A tal efecto el juzgador debe de distinguir cuidadosamente entre aquellos hechos que son relevantes para el caso, de aquellos otros que no lo son, aunque aparezcan inevitablemente relacionados o hagan relación con la biografía de la persona. Saber discernir y acotar los hechos determinantes constituye un ingrediente básico de la actividad judicial.

Carece de ese espíritu judicial, en cambio, el constructor que pone al frente de la obra a su hijo por el mero hecho de serlo o el político que consigue un puesto en el sector público para el amigo de un seguidor. Y no lo tienen porque no están tratando a cada persona en razón de sus propios méritos, al margen de toda consideración personal, social o económica. El tratamiento diferenciado que no se funde en legítimos criterios objetivos constituye la vía de agua por la que se vacía el principio de igualdad. Las desigualdades de rango, fortuna o fama no autorizan en modo alguno a un trato desigual. Sin embargo, parte del descontento social obedece, afirmaba W.A. Robson, al hecho de que las cosas suceden de otro modo, a que muchos no se comportan “judicialmente” y hacen diferenciaciones por razones no atendibles[33]. La esencia del Derecho consiste precisamente en que cualquier regla o principio se aplique universalmente a todos por igual, sin hacer distinciones inadmisibles. La “facilidad” para admitir “fundamentos objetivos” que permitan distinguir y discriminar resulta también contraria al espíritu judicial.

El trato igual en el plano administrativo, cuando la Administración realiza actividades materialmente judiciales, requiere elementos añadidos, como la publicidad de las resoluciones sancionatorias –de modo análogo a como se hace con las judiciales–, en cuya virtud la propia Administración conoce cómo ha resuelto en casos similares y el interesado sabe a qué atenerse a efectos de previsibilidad, control y defensa; la separación entre el plano o momento normativo (de fijación de ilícitos, bases, perfiles o criterios, por ejemplo) y su ulterior aplicación; una estricta comprensión del principio de legalidad y de vinculación de la Administración pública a la ley y al Derecho, de modo que –a nuestros efectos– el ilícito sea predeterminado por la ley formal, no por la Administración, principio éste que viene padeciendo acumuladas relajaciones por razones de eficacia. Y así sucesivamente.

c) Certidumbre

La necesidad de generar certidumbre representa otra exigencia del espíritu judicial. Certidumbre no sólo para saber si el Derecho se aplica de modo coherente e igual, sino en primer término para poder observarlo. El Derecho ha de ser predecible.

Esta necesidad de certidumbre no puede satisfacerse si el órgano administrativo no está especializado; si en cada caso lo integran personas distintas sin continuidad o estabilidad alguna; si las decisiones no se conocen o no resultan suficientemente accesibles; si no se formulan los criterios interpretativos en que se fundamentan... En particular, toda persona necesita saber con certeza cuáles son los deberes que se desprenden de las normas y, más específicamente, del conjunto de ilícitos administrativos que éstas contemplan, lo cual a su vez exige no ya sólo una tipificación adecuada –de nuevo, asistida por expertos en Derecho Administrativo–, sino en lo que ahora importa, conocer cuál es la “jurisprudencia” recaída en su aplicación (certidumbre en la ley y en su aplicación).

d) Motivación

La motivación constituye otro compuesto básico del espíritu judicial. Conocer las razones de una decisión –en este caso, de carácter sancionador– constituye una exigencia elemental. La motivación sirve a múltiples propósitos y con el paso del tiempo ha adquirido una importancia inusitada[34]. La motivación ha de ser suficiente en cada caso; se trata de una exigencia de geometría variable, que cambia en función del asunto de que se trate. Baste aquí señalar que la cadena de razonamientos resulta imprescindible para procurar certidumbre, generar consenso y aceptación por parte de los destinatarios, así como para facilitar el control, el debate y, en su caso, la discrepancia. Al juzgador le ayuda a adoptar una decisión justa. Lo contrario induce a concluir que la decisión es arbitraria o caprichosa, que carece de fundamento racional y razonable, que el órgano decisor es autocrático; en suma, que actúa sin espíritu judicial.

e) Una síntesis provisional

El espíritu judicial, en otras palabras, es un modo o forma de pensar, una actitud intelectual, antes que un conjunto de reglas o de conocimientos. Luego vendrá una forma de actuar en consecuencia. Consiste en primer término en un modo de razonar que pasa por seleccionar los hechos relevantes dentro de una determinada situación, pues no todos los hechos presentan igual valor y significado[35]. Esa selección responde a la necesidad de clasificar los hechos en torno a categorías bien definidas[36]. Ello permite simplificar y objetivar las cosas, tratarlas de un modo más impersonal, diferenciarlas de acuerdo con criterios objetivos[37]. Y, en segundo lugar, actuar con coherencia, igualdad y certidumbre cada caso.

En otras palabras, la mera subsunción de los hechos en el presupuesto de la norma no es la única tarea que lleva a cabo el juez.

IV. Una reflexión final. El tiempo y el derecho administrativo. Las prerrogativas de la administración y las condiciones para su ejercicio [arriba] 

Como se ha notado, el Derecho Administrativo tradicional ha puesto el acento en el elemento formal –un procedimiento que imita al proceso– con evidente olvido del método de trabajo y del espíritu judiciales, esto es, se ha quedado en cierto modo en un puro legalismo formalista. Se utiliza un procedimiento con evidentes analogías con el proceso judicial –el procedimiento administrativo sancionador–, que queda, sin embargo, en manos no ya de personas inexpertas en su manejo, sino poco entrenadas en la mentalidad judicial. Se han traído al Derecho Administrativo las formas, no las esencias del método de trabajo, ni de la mentalidad judiciales. Y se han insertado por lo demás en un esquema de propio de la Administración, con evidentes riesgos para la pureza del ejercicio del ius puniendi del Estado.

La administrativización del poder que se inicia en el siglo XIX –de la que el Derecho Administrativo sancionador no es sino una manifestación más– se vio pronto acompañada de las prerrogativas judiciales. La asunción de funciones hasta entonces desempeñadas por el poder judicial conllevaba, como adheridas, las prerrogativas propias de éste.

Entre las razones de eficacia que coadyuvaron a ese movimiento, se quiere destacar ahora el factor tiempo.

Y es que el Derecho Administrativo clásico no se entendería si no es por la necesidad de organizar a tiempo la vida en sociedad. Es más, no habría nacido como hoy lo conocemos si no es “por las prisas”, valga la exageración. La eficacia de la acción administrativa llamada a velar por el interés general constituye, en efecto, la explicación y justificación oficial, al margen otras consideraciones ideológicas derivadas de la Revolución francesa. Eficacia traducida por “prontitud”, “celeridad” o “urgencia”, sea de la recaudación de la Hacienda, de la realización de una obra pública y las consiguientes expropiaciones, de las medidas en caso de epidemia, o de la prestación médica o social en el momento oportuno. La conclusión o respuesta es bien conocida: el tiempo –según el Derecho Administrativo– juega en favor de la Administración. Ella es la dueña del tiempo. Y el individuo afectado ha de soportar el paso del tiempo y quebrar ulteriormente en su caso la presunción de legitimidad y validez en los tribunales.

Los poderes exorbitantes de la Administración, a imitación del poder judicial, se miden en buena medida en términos de tiempo.

Así se explican los elementos arquitecturales del sistema tradicional del Derecho Administrativo: los privilegios o prerrogativas más llamativos (como la ejecutividad y la ejecutoriedad y las presunciones de veracidad y legitimidad en las que éstas se basan y cuya destrucción requiere tiempo a cargo del afectado) o la idea misma de potestad, marcada por la nota de la unilateralidad; la necesidad de agotar la vía administrativa para que el acto adquiera firmeza; la distinción entre acto de trámite (no impugnable) y acto definitivo (a cuyo dictado deberá aguardarse); el carácter revisor de la justicia administrativa (es necesaria, salvo excepciones en el modelo originario, la obtención de un acto administrativo a impugnar, o, en su ausencia, y mediante el silencio, un acto presunto, transformando la inactividad material en inactividad formal, esto es, con una nueva espera). A ello se añade que la Administración disfruta del objeto litigioso mientras pende la sentencia, por regla general. La motivación de un acto administrativo no motivado en su momento puede realizarse póstumamente en el seno del proceso judicial, a posteriori, incumplimiento y ulterior subsanación que ha de soportar el justiciable. La expropiación forzosa puede hacerse con carácter urgente –el expropiado puede verse privado del bien aun antes de haber obtenido la indemnización y a él corresponde soportar esa urgencia–. La actividad sujeta o reservada a licencia ha de aguardar a que la Administración realice el control ex ante y levente el obstáculo para el ejercicio de un derecho preexistente... Y así sucesivamente[38].

La dimensión temporal en beneficio de la Administración resulta, pues, esencial al Derecho Administrativo.

La cuestión consiste en determinar si siempre y en todo caso el tiempo ha de jugar en contra del afectado o, por el contrario, si es posible compartir, con los matices necesarios, el “coste temporal” de los asuntos, esto es, graduar la intensidad de las prerrogativas formales de la Administración, o, aún antes, su propia activación.

El Derecho Administrativo, alentado por el Derecho Constitucional y otros instrumentos internacionales de protección de los derechos y libertades, ha introducido en esa línea una cierta compartición de los tiempos. Así, el efecto suspensivo de los recursos administrativos y judiciales, las medidas positivas de la tutela cautelar, o la previa autorización judicial para la entrada en domicilio, no son sino algunas de esas manifestaciones. También lo son el carácter potestativo del recurso administrativo previo al judicial o un agotamiento de la vía administrativa más breve. A ello cabría añadir en otro orden de consideraciones la sustitución de la comunicación previa o la declaración responsable que auspicia el Derecho de la Unión Europea, en lugar de aguardar al otorgamiento de una licencia para ejercer la actividad de que se trate. Algunas experiencias, como la del control de una Administración distinta (tribunales administrativos) en posible evitación del recurso jurisdiccional, o la eventual intervención judicial en una fase intermedia del procedimiento administrativo, antes de que éste concluya, en supuestos de procedimientos complejos, responden en parte a esa misma lógica.

A nuestro juicio, ha de darse un paso más, como ya notábamos (III.5), cuando la Administración ejerce el ius puniendi del Estado sin someterse al método judicial, bien sea porque no sigue el modelo de trabajo que le es propio (III), o bien porque no actúa con el espíritu judicial (IV). En tales supuestos, cabe sostener que las prerrogativas formales –y nos referimos en esencia a la presunción de legitimidad o veracidad del acto sancionador, y a la consiguiente ejecutoriedad o ejecución forzosa– no habrían de acompañarle. El procedimiento administrativo servirá de instrucción, pero tendrá que ser el órgano jurisdiccional el que haga suya en su caso finalmente la sanción que corresponda.

 

 

Notas [arriba] 

* Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de Huelva, Huelva, España. Director de Global Law Press. Profesor visitante de las universidades Humbodlt y Speyer de Alemania. Doctor en Derecho, Universidad de Sevilla, Sevilla, España.
Es éste un artículo, como otros, marcado por el idealismo y, acaso por ello, por una cierta heterodoxia. Quiero rendir aquí un cariñoso homenaje a nuestro querido Profesor José Luis Meilán, al que en el Foro habrá de echársele tanto de menos en su siempre jovial, tenaz y justificada defensa del pensamiento clásico. Y es que, al fin y al cabo, conocer la propia identidad cultural e historia jurídica constituye el presupuesto inexcusable para abrirse al futuro.

[1] Y en ocasiones esas operaciones pueden presentar un cierto carácter circular, aunque no siempre se trate de conductas del todo coincidentes. Por ejemplo, la conducción sin licencia ha estado penada, después despenalizada y administrativizada y, finalmente, de nuevo tipificada penalmente (cuando se trate de casos de pérdida de vigencia de permiso o licencia por pérdida total de los puntos asignados).
[2] En otro contexto se inscribe la “penalización del Derecho Administrativo” –o utilización instrumental de la legislación administrativa sectorial por parte del Código penal para tipificar el ilícito penal–. Sobre el tema en España, véase L. Parejo. Transformación y ¿Reforma? del Derecho Administrativo en España, Global Law Press-Editorial Derecho Global, Sevilla, 2012.
Cuando el Código penal se remite a conceptos legales del Derecho Administrativo ha de procederse a una cuidada interpretación, porque ello no significa que el Código penal haga en todo caso una asunción plena y automática del concepto tal y como ha sido cultivado en el seno del Derecho Administrativo.
[3] Véase L. Manori & B. Sordi. 2009, “Science of Administration and Administrative Law”, in A Treatise of Legal Philosophy and General Jurisprudence, Vol. 9, A History of the Philosophy of Law in the Civil Law World, 1600-1900 (edited by Hasso Hofmann, Paolo Grossi, and Damiano Canale), New York, Springer, 2009.
[4] Véase el epígrafe siguiente y la bibliografía allí recogida.
[5] Y es que esa legalidad que la gobierna no ha creado una Administración puramente “ejecutante”, sino también una Administración “auto-programable”, con funciones propias. Basten los ejemplos del urbanismo o de la organización de los servicios públicos para evidenciar la función autónoma que en esos ámbitos desempeña la Administración. Véase asimismo el siguiente epígrafe.
[6] Me remito a mi trabajo “El Derecho Administrativo como el verdadero Derecho de la sociedad: desafíos y consecuencias para el siglo XXI”, Revista de la Asociación Argentina de Derecho Administrativo, Núm. 15 (2016) .
[7] Por lo demás, ha de diferenciarse conceptualmente la sanción, de otros actos de gravamen o restrictivos de derechos, como pudieran ser, por ejemplo, la caducidad de una concesión demanial (por incumplimiento de sus condiciones), el arrendamiento forzoso de una finca rústica (por incumplimiento de la función social de la propiedad de la tierra), o la mal llamada “expropiación-sanción” de una finca urbana (por incumplimiento del deber de conservar y rehabilitar el inmueble).
La finalidad de esos instrumentos no reside en el castigo por una determinada conducta (en los ejemplos citados, omisiva), sino en la atención de las necesidades de interés general: salir al paso de la infrautilización del bien o su deterioro, esto es, conseguir su adecuado uso y utilización, o explotación. La sanción en sentido estricto, en cambio, concluye y termina en sí misma.
[8] Constituye una aportación de la doctrina alemana relativa a la “reforma del Derecho Administrativo” (llamada también, no sin cierta exageración aunque con pretensiones didácticas, “nuevo Derecho Administrativo”) subrayar la “autonomía” e “identidad propia” de la Administración. Para entender en su debido contexto este postulado, cabe remitirnos en español a E. Schmidt-Aßmann, La teoría general del Derecho Administrativo como sistema, cit. capítulo cuarto y, también, segundo. En alemán, por todos, Hoffman-Riem, §10, “Eigenstandigkeit der Verwaltung”, en Grundlagen des Verwaltungsrechts, II, Beck 2ª ed. 2012.
[9] Por hipótesis, en el ámbito local, un ingeniero podría diseñar un sistema de radares para determinar si se respeta la señal en rojo del semáforo que, aunque eficaz y eficiente, no respondiera al principio de proporcionalidad, porque, por ejemplo, no sea susceptible de medir y graduar el incumplimiento. Una cosa es, por ejemplo, no respetar el semáforo en rojo porque el ámbar dura escasamente unas décimas de segundo y no cabe frenar en seco si no es con grave peligro para los vehículos que circulan inmediatamente detrás, y otra, muy distinta, que se produzca la infracción unos instantes después de haberse puesto en rojo. Un jurista, en diálogo con el técnico, bien podría recomendar que se adoptaran las medidas técnicas necesaria para poder hacer tal distinción. Al jurista corresponde advertir la lógica de la proporcionalidad y la evitación del automatismo; al técnico disponer los medios oportunos.
[10] Así se expresa el art. 103.1 C.E.
[11] No es tampoco neutral en términos políticos en el sentido de que la ley puede ofrecer un marco suficientemente amplio para el ejercicio de políticas distintas (por ejemplo, en materia de urbanismo a cargo de la Administración local), aunque esta perspectiva queda fuera de nuestra consideración.
[12] Art. 363.1 del Código penal español.
[13] Por ejemplo, por una infracción grave consistente en el etiquetado insuficiente o defectuoso conforme a la normativa vigente de alimentos y piensos, cuando dicho incumplimiento comporte un riesgo para la salud pública (art. 51.2 de la Ley N° 17/2011, de 5 de julio, de seguridad alimentaria y nutrición).
[14] Véase, por ejemplo, la Ley N° 17/2011, de 5 de julio, de seguridad alimentaria y nutrición, dictada en el marco del Derecho de la Unión Europea.
[15] La propia Constitución, como es sabido, en su art. 103.1 C.E. dispone que la Administración ha de actuar con eficacia. El Capítulo Tercero del Título Primero la presume, y el Derecho como tal está naturalmente llamada a su efectividad.
[16] La multa, como forma característica de sanción administrativa, participa de la común finalidad a toda sanción (la preventiva y disuasoria de determinadas conductas). Pero cumple además una función específica y que consiste en eliminar la ventaja económica que la infracción pudiera llevar aparejada. Se trata, en otras palabras, de desincentivar en términos económicos determinadas conductas.
[17] Una Administración por hipótesis podría preferir no iniciar un expediente disciplinario por razones variadas, aunque haya motivo fundado para hacerlo, a fin de evitar el conflicto que su apertura pudiera conllevar.
[18] Ese riesgo se genera no sólo por el establecimiento y programación de procedimientos administrativos “seriados”, cuando no robotizados, sin consideración alguna a las singularidades del caso que, en el mejor de las hipótesis, apenas contienen un breve y mecánico párrafo referido al supuesto concreto, sino también por el propio diseño del ilícito, en una intensa colaboración entre la Administración responsable (proponente de la norma) y el legislador (que la adopta), cuando no con la Administración a solas, y de donde se sigue no ya una escasa distancia entre legislador y Administración-juez, sino un deslizamiento en ocasiones hacia una suerte de responsabilidad cuasi-objetiva en una clara tentación por la eficacia (con tipos que pueden llegar a resolverse en una desafección de la norma, por ejemplo).
[19] En términos generales, es de advertir que el estudio del personal al servicio de la Administración -elemento determinante en términos de calidad de la acción administrativa y de garantía de los ciudadanos- no ha sido atendido en manera suficiente en la doctrina (el capítulo del personal es estudiado en los manuales en una clave completamente distinta, sin referencia a la formación y condiciones personales).
No se concebiría, en el ejemplo de la contratación administrativa que el tribunal administrativo de contratación no estuviera compuesto por expertos en Derecho Administrativo. Del mismo modo que tampoco resultaría aceptable que la autorización para comercializar un nuevo medicamento no estuviera consensuada por científicos.
¿Por qué se admite entonces que las sanciones y el Derecho Administrativo sancionador sea aplicado por quienes no son expertos en la materia, incurriendo fácilmente en excesos o defectos? ¿Por qué un instrumento tan poderoso se halla sujeto al criterio de oportunidad? ¿Por qué se construyen procedimientos sancionadores en masa, seriados –y pronto robotizados–, con desconocimiento sistemático de las singularidades que el caso pueda presentar?
Con todo, han de buscarse soluciones específicas para un sujeto específico (la Administración), a su vez necesariamente matizable y subdividible entre diversas especies de Administraciones, muy relevante a estos efectos.
No es lo mismo, por ejemplo, una Administración ministerial, dotada de un personal altamente cualificado y un funcionariado independiente, que una Universidad, por ejemplo, que no esté dotada de ese personal, o que tuviere tan sólo un abogado externo contratado (con lo que ello significaría, entre otras cosas, en el plano de la independencia). No se puede hablar aquí tampoco, pues, de “la” Administración, sino de “las” Administraciones.
Por lo que a este último extremo se refiere, la participación vigilante y confirmatoria ha de darse en las fases relevantes: las denuncias y actas, las diligencias informativas y la apertura de oficio, el ejercicio de potestades de investigación, la obtención de la información necesaria, la práctica de las pruebas, motivación, y así sucesivamente.
[21] Naturalmente, se alude aquí otras experiencias comparadas, distintas de la simple separación entre órgano instructor y de resolución, de escasa utilidad práctica.
[22] Así, la Constitución española, en su art. 10.1. El derecho al libre desarrollo de la personalidad o derecho a la dignidad personal, como derecho fundamental, ha sido reconocido en el art. 2.1 de la Constitución alemana.
[23] Y se ha tomado como modelo explicativo en supuestos y ámbitos que no pueden disciplinarse ni resolverse a su trasluz, como sucede, por ejemplo, cuando se pretende definir lo específico de la Administración pública por referencia a esa división, en la búsqueda de la singularidad de cada poder público (tarea poco menos que imposible); o se explica el proceso regulador de un modo bifásico -un momento legislativo y otro aplicativo a cargo del ejecutivo poderes- (lo que plantea no pocos problemas, en cuanto minusvalora la producción normativa secundaria, deja fuera la regulación privada y desconoce la aportación de la jurisprudencia).
[24] Así se expresa, por ejemplo, el art. 117.3 C.E.
[25] Consecuencia ésta consolidada a resultas del reconocimiento del derecho a la tutela judicial efectiva.
[26] Sí hay dos partes cuando se forman, al modo profusamente utilizado en el modelo del common law, tribunales administrativos, como en el caso del económico-administrativo, o de la contratación pública.
[27] Sobre este tema y referido al Derecho inglés, véase la obra de W.A. Robson Justice and Administrative Law. A Study of the British Constitution, London, Stevens & Sons Limitd, 1947, in totum, especialmente, capítulos 5 y 7.
[28] Ibidem, p. ej., págs. 380-382.
[29] Esto es, de los llamados tribunales administrativos. Vid su obra clásica. Justice and Administrative Law. A Study of the British Constitution, London, Stevens & Sons Limitd, 1947, págs. XXIX y ss., 255 y ss.
[30] Especialistas en la materia y otros profesionales, para evitar así corporativismos. Véase la obra citada en nota anterior.
 Siendo ésta una cuestión ahora colateral, baste la lectura de la obra citada en nota anterior en la que se considera una experiencia positiva la participación de miembros de distintas especialidades. Téngase en cuenta que en el sistema inglés han predominado los tribunals (con otras denominaciones, en ocasiones, como commissions), que imparten justicia administrativa, no judicial.
[31] En otro orden de consideraciones, la composición de esos órganos se basa en gremios profesionales, sin presencia de asistencia letrada, no es impensable que al problema principal se añada otro, como puede ser la defensa de los hábitos profesionales, de los intereses de grupo, y de las tradiciones, en detrimento de la competencia y de la innovación. En sentido análogo, aunque referido a los “tribunales” administrativos en general, véase W.A. Robson, cit., págs. 478 y s.
[32] Robson págs. 258-263. Enemigo de la coherencia es la subordinación, afirma el autor.
[33] Cfr. 266. Y añadía que las manzanas siguen la ley de la gravedad, cada especie las leyes de Mendelson, del mismo modo que todos los seres humanos están convencidos de que han de estar sujetos a las mismas reglas (ibidem pág. 267).
[34] La motivación de los actos del poder público es expresión necesaria de la democracia. Vid. Mashaw, Jerry L., "Reasoned Administration: The European Union, the United States, and the Project of Democratic Governance" (2007). Faculty Scholarship Series. 1179., http://digitalcom mons.law.yale.ed u/fss_papers/11 79. La motivación deja traslucir la centralidad del individuo en un Estado democrático, constituido en sujeto del Derecho, no en objeto. No es un súbdito, tampoco un ciudadano mudo, sino un ser dotado de dignidad.
En otro orden de consideraciones, la motivación comienza a valorarse como un requisito sustantivo enjuiciable por los tribunales.
[35] Robson, ibidem, pág. 282.
[36] Ibidem, pág. 284. Recoge la definición de “clasificación” de A. Wolf (Essentials of Scientific Method): un método científico, una forma de conocer las cosas. La esencia de la clasificación consiste en el hecho de que ciertas cosas son consideradas o pensadas en la medida en que se hayan relacionadas en distintas formas unas a otras. De ese modo, afirma W.A. Robson, clasificación se opone a colección. Ibidem, 285.
[37] Ibidem pág. 286.
Este rápido esbozo podría multiplicarse en todas las direcciones, pero es suficiente a nuestro limitado propósito. Baste tan sólo añadir que una justicia tardía –y de escasa calidad e intensidad, cuando no poco atenta a las técnicas de control de la discrecionalidad- no sólo no suple ni compensa ese peso del tiempo soportado, sino que termina por sepultar en el olvido la controversia, eso sí a un mayor coste temporal, y desde luego también económico.