JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La acción declarativa de inconstitucionalidad y otras instituciones procesales protectoras de los derechos fundamentales
Autor:Cassagne, Juan C.
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Justicia Constitucional - Número 3 - Marzo 2017
Fecha:29-03-2017 Cita:IJ-CCLXIV-361
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
1. Liminar
2. La triple faz de la tutela judicial efectiva (mandato vinculante, derecho y garantía)
3. Origen y alcance del principio
4. El fundamento y la expansión de la tutela judicial efectiva en el derecho argentino
5. Instituciones y herramientas procesales vinculadas con el principio de la tutela judicial efectiva
6. El requisito del agotamiento de la vía administrativa y del reclamo administrativo previo
7. Un cambio paradigmático: la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica
Notas

La acción declarativa de inconstitucionalidad y otras instituciones procesales protectoras de los derechos fundamentales [1]

Juan Carlos Cassagne*

1. Liminar [arriba] 

En el campo del derecho se llevan a cabo, cada tanto, transformaciones que modifican instituciones caducas, dan vida a nuevos principios y crean reglas jurídicas compatibles con los fines que persigue el cambio o la adaptación del sistema jurídico.

El fenómeno jurídico actual se caracteriza por la pérdida de la centralidad de la ley como fuente jurídica cuyo papel ha sido sustituido por los principios generales del derecho que prevalecen sobre las normas. Al propio tiempo, la justicia y la moral no se consideran ajenas al derecho (como en la teoría pura de Kelsen) sino partes sustanciales del mismo que informan todas las instituciones.

Este ha sido, el cambio de orientación más grande que ha habido en el plano de la filosofía del derecho, producido a partir de la segunda guerra mundial con la caída del dogma positivista que postulaba la separación absoluta entre moral y derecho.

Lo curioso es que, como en los primeros tiempos del cristianismo, el resurgimiento del nuevo derecho natural se produjo por quienes militaban en el campo opuesto. En efecto, es significativo el hecho de que muchos iusfilósofos formados en el positivismo hayan abandonado sus postulados esenciales al aceptar que sin moral y sin principios de justicia, el derecho resulta ser solo un instrumento formal, susceptible de ser manejado a su antojo por dictaduras autoritarias de izquierda o de derecha. Lo que sucedió con el nazismo y el fascismo es la demostración más acabada de la quiebra del positivismo legalista en el mundo.

El problema de todos los países es, y seguirá siendo, el de la limitación del poder para hacerlo compatible con los derechos humanos básicos, entre los que cuentan no sólo los nuevos derechos colectivos y los derechos sociales de segunda generación, como algunos pretenden, sino también los derechos de la persona individual que hacen a su libertad y a la de sus necesidades materiales y espirituales, como la propiedad y la igualdad.

Salvo el derecho a la vida y a la consecuente integridad física, que poseen carácter absoluto, no hay jerarquía dogmática entre los distintos principios que fundamentan los derechos de las personas sino de una manera convencional ya que no puede existir un conflicto entre principios ni entre los derechos individuales con los colectivos, porque al afectar el principio de no contradicción, nunca puede ser la negación de un principio una regla interpretativa válida.

Porque atribuirle preferencia dogmática a un principio sobre otro implica negar de antemano este último, despojándolo de su condición de principio. Ello sólo puede acontecer con el derecho a la vida que es un “megaprincipio” absoluto, base de todo el derecho y de sus principios generales.

Lo que sí puede reconocer, y de hecho acontece a diario, es la existencia de un conflicto entre pretensiones que se apoyan en derechos que, en cada caso, aparezcan enfrentados, cuya resolución corresponde a los jueces, quienes darán toda o parte de la razón a uno u otro sobre la base de la ponderación y de las exigencias de la razonabilidad.

En ese escenario, el nuevo constitucionalismo (expresión que preferimos a la de neoconstitucionalismo) ha excedido el alcance del control judicial y ha contribuido a reafirmar la tendencia del derecho administrativo que pugnaba por frenar las arbitrariedades en la Administración, sobre la base de transformaciones normativas y jurisprudenciales pero, sobre todo, repotenciando el papel que deben jugar los principios generales del derecho en el sistema jurídico, cuya primacía no se discute.

A su vez, los tratados internacionales de derechos humanos han complementado el sistema de protección de los derechos individuales y sociales que prescribían los distintos ordenamientos constitucionales latinoamericanos, y obligan a la aplicación de sus principios, los que se proyectan a todas las instituciones del derecho público.

En el nuevo constitucionalismo, el mundo jurídico se halla caracterizado por un universo de principios generales que actúan como mandatos vinculantes prevaleciendo sobre las leyes. Se ha operado, pues, un cambio radical en el sistema de fuentes formulado por el positivismo y el sistema se concibe ahora como algo abierto y permeado por la justicia y la moral, así como, en ciertas circunstancias, también la equidad. Como efecto de ese fenómeno, la creatividad atribuida a los jueces para interpretar e incluso crear el derecho, se amplía considerablemente y, si bien no se confunde con las funciones ejecutivas y legislativas, es evidente que no se limita a la función de resolver entuertos y de reparar los daños que sufren los individuos sino que se proyecta hacia la aplicación de nuevos principios y herramientas procesales que tienden a la protección de los derechos fundamentales[2] de las personas.

En el marco de las herramientas procesales, la tutela judicial efectiva, ya sea que se la conciba como principio, derecho o garantía, cobra una trascendencia principalísima convirtiéndose en el paradigma central que informa a todo el sistema protectorio de los derechos de las personas.

2. La triple faz de la tutela judicial efectiva (mandato vinculante, derecho y garantía) [arriba] 

Existe un acuerdo, bastante generalizado en la doctrina, en el sentido de asignarle la condición de paradigma a la tutela judicial efectiva como un concepto que engloba el derecho y la garantía de la defensa en juicio.

Al ser un paradigma proporciona una nueva visión sobre la tutela judicial, convirtiéndola en un megaprincipio que agrupa todos los subprincipios que en el derecho clásico integraban la garantía de la defensa en juicio (a ser oído, a producir prueba y a que se dicte una decisión fundada) poniendo el acento en la efectividad de la protección judicial.

Ahora bien, la tutela judicial efectiva puede ser descripta a través de tres prismas diferentes. En primer lugar, como principio general del derecho, es decir, como mandato que vincula a los jueces y los protagonistas del proceso, que se aplica en caso de vacíos normativos, además de prevalecer sobre cualquier norma que se oponga a la efectividad de la tutela judicial. En segundo término, si se toma el concepto moderno del derecho subjetivo (en un sentido amplio que incluye todos los intereses que protege el ordenamiento), la tutela judicial efectiva constituye una facultad que confiere el derecho a accionar judicialmente, sin trabas ni escollos de ninguna especie. Por último, la tutela judicial efectiva precisa, para realizarse en plenitud, disponer de las herramientas procesales que garanticen el acceso pleno a la justicia, la defensa en el trámite del juicio y la ejecución de la sentencia, lo que incluye también, como se verá más adelante, la tutela anticipada y las llamadas medidas autosatisfactivas. Desde luego que el instrumento procesal no constituye un principio pero es la herramienta indispensable para realizar el derecho de una persona que demanda en sede judicial el cumplimiento del principio de la efectividad de la tutela de su derecho.

3. Origen y alcance del principio [arriba] 

En la última parte del siglo XX, aproximadamente desde treinta años atrás, la tutela judicial efectiva ha cobrado gran relevancia en el plano jurídico, gracias al impulso dado por la doctrina en España, con motivo de su recepción constitucional (art. 24).

Su proyección en Hispanoamérica, particularmente en la Argentina, ha sido notable, habiendo sido recogido el principio tanto en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación como en la Constitución de la Provincia de Buenos Aires del año 1994, aunque no siempre se han desprendido de él las consecuencias que cabe extraer en punto a reafirmar la tendencia hacia un control judicial pleno y sin cortapisas de la actividad administrativa.

Nuestra Constitución, en línea con el molde de los antecedentes normativos y proyectos preconstitucionales, consagró en su art. 18 la garantía de la inviolabilidad “de la defensa en juicio de las personas y de los derechos”, siguiendo el Proyecto de Constitución para la Confederación Argentina elaborado por Alberdi[3].

Esa garantía apuntaba, entonces, a brindar protección judicial a los derechos individuales y tendía a tutelar, fundamentalmente, la libertad de los ciudadanos, configurando uno de los ejes en los que se concretaba la filosofía constitucional.

En su evolución posterior, la garantía[4] de la defensa fue completada con otras, tendientes a ampliar el círculo de los derechos protegidos originariamente por el art. 18 de la Constitución nacional. Tal es lo que ocurrió con el trasplante del debido proceso adjetivo, proveniente del derecho norteamericano[5], y, más modernamente, con el llamado “derecho a la jurisdicción”.

Mientras el debido proceso adjetivo desarrolla positivamente la protección de los derechos a exponer y plantear con amplitud las pretensiones en el proceso o procedimiento administrativo (derecho a ser oído), a ofrecer y producir la prueba conducente y a una decisión fundada que haga mérito de las principales cuestiones planteadas, el derecho a la jurisdicción reclama, simultáneamente, el derecho a ocurrir ante un juez en procura de justicia a fin de obtener una sentencia justa y motivada susceptible de los recursos previstos en las leyes, junto con la exigencia de que el proceso se sustancie con rapidez, dentro de plazos razonables[6].

Estas garantías, que la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y la doctrina[7]consideraron, en su momento, incluidas en la garantía del art. 18 o vinculadas a ella, resultan sustancialmente potenciadas en virtud de la recepción de la tutela judicial efectiva, en el sentido que pasamos a exponer[8].

En efecto: no obstante la similitud que guardan las garantías constitucionales clásicas del ordenamiento constitucional argentino con la tutela judicial efectiva, esta última, como aconteció con la garantía constitucional innominada del debido proceso adjetivo[9], se caracteriza por su mayor amplitud no sólo en el plano garantístico sino también en cuanto a la protección del interés general en procurar una buena administración[10] proyectándose también al procedimiento administrativo[11].

Los principales matices diferenciales comprenden variados aspectos ya que la tutela judicial efectiva apunta a la eliminación de las trabas que obstaculizan el acceso al proceso, a impedir que, como consecuencia de los formalismos procesales, queden ámbitos de la actividad administrativa inmunes al control judicial y, por último, tiende a asegurar el ejercicio pleno de la jurisdicción (ejecución de sentencias, medidas preventivas y autosatisfactivas).

Resulta evidente que se trata de una garantía que armoniza de modo cabal con el reparto de funciones propio de la separación de poderes que ha instituido nuestra Constitución, al prescribir positivamente el sistema judicialista (arts. 116 y 117 de la Constitución nacional), en el cual los jueces son los órganos encargados de resolver los conflictos entre los particulares y el Estado[12].

En la Argentina, antes de la moderna configuración del principio, un destacado sector de la doctrina[13] propició, en su momento, la postura que afirmaba la plenitud de la jurisdicción frente a las interpretaciones restrictivas que, con fundamento en las antiguas concepciones del contencioso-administrativo francés y español, propugnaban la limitación de los poderes del juez sobre la base de la naturaleza esencialmente revisora[14] que atribuían a esta clase de jurisdicción (la cual era concebida como una jurisdicción de excepción).

Recién en la última década algunos ordenamientos y la jurisprudencia —en forma limitada, por cierto— han comenzado a transitar por el camino correcto. Sin dejar de reconocer la influencia que ha tenido en esta evolución la obra de los juristas vernáculos, que actuaron como verdaderos pioneros en este campo para desterrar los ápices formales que caracterizaban el contencioso-administrativo de su época, no se puede menos que señalar la profunda gravitación que entre nosotros ha alcanzado la doctrina española a partir de la fundación de la “RAP” (Revista de Administración Pública) y de la publicación de las obras y trabajos científicos de sus juristas más eminentes[15].

En el presente trabajo vamos a abordar la recepción de la tutela judicial efectiva en el ordenamiento y la incompatibilidad que plantea su vigencia constitucional con el dogma revisor y, particularmente, con el carácter preceptivo del requisito del agotamiento de la vía administrativa (mal llamada “instancia administrativa”), sin dejar de advertir que, tal como ha dicho González Pérez, “el derecho a la tutela judicial efectiva que se despliega, básicamente, en tres momentos diferentes del proceso (en el acceso a la jurisdicción, en el debido proceso y en la eficiencia de la sentencia) es, en definitiva, el derecho de toda persona a que se ‘haga justicia’, que se traduce, en el plano jurídico­ administrativo, en que siempre que crea que puede pretender algo con arreglo a Derecho frente a un ente público, tenga la seguridad de que su petición será atendida por unos órganos independientes y preparados”[16]. Por tales razones, la moderna tutela preventiva, así como las medidas autosatisfactivas, forman parte de la tutela judicial efectiva.

4. El fundamento y la expansión de la tutela judicial efectiva en el derecho argentino [arriba] 

4.1 En el orden nacional

La recepción del principio en nuestro país se ha visto favorecida, primero, por el propio sistema y por una serie de principios de rango constitucional anteriores a la reforma de 1994, y, a partir de ésta, por la recepción en la Constitución del llamado Pacto de San José de Costa Rica (Convención Americana sobre Derechos Humanos).

La adopción del sistema judicia1ista de control de los actos del Ejecutivo y demás poderes del Estado (ex arts. 100 y 101 CN) y la previsión constitucional que, en forma expresa, veda al Poder Ejecutivo el ejercicio de funciones judiciales (art. 109 CN), completan la garantía de la defensa prescrita en el art. 18 de la Constitución na­cional que cabe asimilar a la consagración del debido proceso como garantía innomina­da por parte de la jurisprudencia.

A su vez, el Preámbulo de nuestra Constitución revela el propósito que persiguieron los constituyentes al proclamar, entre los fines del Estado, el de “afianzar la justicia”, configurando así un principio jurídico afín a la efectividad de la tutela judicial debida a los particulares, en cuanto éste constituye el modo principal de afianzamiento de la justicia (en sentido lato).

De esa manera, la conexión entre la garantía de defensa y la tutela judicial efectiva se produjo sin forzar la positividad constitucional y aun antes de la reforma constitucional de 1994, en la cual el principio se introdujo a raíz de la incorporación al ordenamiento constitucional del Pacto Internacional de San José de Costa Rica.

Antes de la referida reforma constitucional 1994, la Corte Suprema de Justicia de la Nación –en uno de sus fallos notables- sentó el principio con fundamento en que “la idea directriz de la división de poderes que opera sincrónicamente con otra idea directriz de nuestro sistema constitucional —que emerge de la garantía del debido proceso— cuál es el principio pro actione a que conduce el derecho fundamental de la tutela judicial efectiva, que se deriva, necesariamente, del art. 18 de la Constitución nacional, cuya regulación se integra, además, con las disposiciones del Pacto de San José de Costa Rica, que al ser aprobado por la ley 23.054 y ratificado el 5 de diciembre de 1984, tiene el carácter de ley suprema de la Nación, de acuerdo con lo dispuesto por el art. 31 de la Constitución nacional”[17].

Operada la recepción constitucional de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) a causa de lo prescrito en el art. 75, inc. 22, de la Constitución de 1994, cuyos arts. 8º y 25 consagran el derecho a la tutela judicial efectiva, el principio que nutre ese derecho adquirió plena operatividad constitucional, obligando también a las Provincias, habida cuenta de que los pactos internacionales y máxime, aquellos incorporados expresamente a la Constitución nacional constituyen conforme a su art. 31 la ley suprema de la Nación, debiendo entenderse como reza el inc. 22 del art. 75 que los derechos reconocidos por ellos complementan los derechos y garantías constitucionales.

Con algunas excepciones[18], el principio de la tutela judicial efectiva goza en nuestro país de un amplio consenso doctrinario[19].

4.2 En el orden provincial

En el marco de la evolución hacia el reconocimiento de la tutela judicial efectiva se ubica la nueva Constitución de la Provincia de Buenos Aires de 1994, que eliminó una serie de instituciones y principios procesales que habían terminado por anquilosar el sistema provincial, al haber contribuido a generar, por cierto, típicas denegaciones de justicia.

Desaparecieron, de ese modo, construcciones procesales que, fuera de no existir razones valederas que justificaran su alojamiento en el texto constitucional, traducían barreras formales en punto al acceso y al derecho a obtener una sentencia sobre el fondo del proceso, circunscribiendo las controversias judiciales a las pretensiones plantea­das en sede administrativa. Así ocurrió, entre otras figuras procesales, con conceptos que traducían una rémora a la plenitud del ejercicio de la potestad jurisdiccional, al suprimirse requisitos cuyo cumplimiento estricto y exclusivo se exigía para habilitar la acción contencioso ­administrativa, tales como los relativos a que el acto proviniera de autoridad administrativa, la previa denegación o retardación en sede administrativa y que los derechos fueran gestionados por parte interesada, extremos éstos que habían sido usados como verdaderas válvulas de cierre de la jurisdicción.

La Constitución de 1994 comienza por prescribir, en su art. 15, que la Provincia de Buenos Aires “asegura la tutela judicial continua y efectiva, el acceso irrestricto a la justicia, la gratuidad de los trámites y la asistencia letrada a quienes carezcan de recursos suficientes y la inviolabilidad de la defensa de la persona y de los derechos en todo procedimiento administrativo o judicial”, agregando que “las causas deberán decidirse en tiempo razonable”, y que “el retardo en dictar sentencia y las dilaciones indebidas, cuando sean reiteradas, constituyen falta grave”.

El otro precepto constitucional (art. 166, último. párrafo), que resulta trascendente para la protección de los derechos de las personas, al eliminar el recaudo de la decisión previa que agotaba la vía administrativa como requisito ineludible de admisibilidad de la pretensión procesal.

En este aspecto, si bien no todas las opiniones coinciden en punto a si se mantiene o no el principio en el plexo constitucional[20] lo cierto es que a partir de ahora el requisito tiene origen legal, y no constitucional, sin que la Constitución establezca criterio o pauta alguna que vincule al legislador.

Por otra parte, si se repara en que el último párrafo del art. 166 dispone que los casos que determinan la competencia de los tribunales en lo contencioso-administrativo resultarán conformes a los procedimientos que prescriba la ley, la cual “establecerá los supuestos en que resulte obligatorio agotar la vía administrativa”, va de suyo que, fuera de tales supuestos, dicho principio no existe. Aunque la Constitución consagra la regla del no agotamiento, por medio de una habilitación constitucional expresa permite que la ley tipifique excepciones, las cuales podrían configurarse en la medida en que armonicen con las garantías y principios constitucionales, particularmente con la tutela judicial efectiva.

Es cierto que al no establecer pauta limitativa alguna para consagrar las excepciones, el legislador podría llegar a excederse en la determinación de los supuestos. Sin embargo, en tal caso, jugará siempre el límite de razonabilidad para poder impugnar toda decisión legislativa que afecte el principio de la tutela judicial efectiva, cuya incompatibilidad con el dogma revisor y la exigencia generalizada del requisito del agotamiento de la vía administrativa han sido cabalmente demostradas en la doctrina argentina[21] y española[22].

Veamos, a continuación, cómo se proyecta o debe proyectarse el principio de la tutela judicial efectiva en el ordenamiento argentino.

5. Instituciones y herramientas procesales vinculadas con el principio de la tutela judicial efectiva [arriba] 

Las razones que justifican la configuración de la tutela judicial efectiva como mandato vinculante, supuesto como principio que está en la cima del ordenamiento procesal, obedecen a la acuciante necesidad de proteger los derechos fundamentales de las personas y de realizar la justicia en los casos concretos sometidos a juzgamiento mediante procedimientos eficaces, que persigan tanto la restitución o mantenimiento de los derechos de las personas afectadas como la prevención de daños futuros.

5.1 Razonabilidad de la duración de los procesos

Hace a la efectividad de ese principio que los procesos se ventilen dentro de plazos razonables[23] en sintonía con el antiguo y simple axioma del derecho anglosajón subrayado por la doctrina del continente europeo, que afirma que la justicia tardía no es justicia.

La principalidad que caracteriza a la tutela judicial efectiva explica la proyección que tiene en diversas instituciones e instrumentos procesales que tienden a la mayor eficacia del principio mediante el acceso irrestricto a la jurisdicción, la posibilidad de obtener rápidamente medidas cautelares y preventivas de daños, así como a garantizar la ejecución de las sentencias.

En lo que sigue, vamos a ver cómo se proyecta la tutela judicial efectiva en otras instituciones y herramientas procesales.

Pero el principio del plazo razonable no se limita al proceso penal, rigiendo en toda clase de procesos judiciales[24], así como en el proceso administrativo[25].

5.2 Acciones declarativas de inconstitucionalidad

A partir de la década del ochenta del siglo pasado, la Corte Suprema comenzó a reconocer la procedencia de acciones declarativas de inconstitucionalidad siguiendo, en parte, los criterios expuestos por el entonces Procurador General de la Nación, Dr. Marquardt en un notable dictamen emitido en el caso “Hidronor c/ Provincia de Neuquén”, en el año 1971[26].

En una apreciable porción de casos en que la Corte sostuvo la procedencia constitucional de esta acción la encuadró en el art. 322 del CPCCN que regula la acción meramente declarativa de certeza. Sin embargo, esta norma fue diseñada para su aplicación, en principio, a las relaciones entre particulares y sólo por analogía y ante el vacío legislativo existente puede acudirse a ella en el derecho público, porque los requisitos que contemplan no resultan, en todos los supuestos, compatibles con las situaciones que vinculan a los particulares y el Estado, cuando se emiten leyes, reglamentos o actos inconstitucionales.

En otros casos, que a nuestro juicio revisten una trascendencia no siempre advertida, la Corte aceptó la procedencia de las llamadas acciones directas de inconstitucionalidad sin exigir el cumplimiento de los requisitos que prescribe el art. 322 del CPCCN (situación de incertidumbre, lesión actual y no disponer de otro medio legal), los cuales resultan incompatibles con esta clase de acción.

Con esta última afirmación no queremos decir que no proceda la acción meramente declarativa de certeza en el orden constitucional sino que ella sólo tiene sentido en caso de duda sobre el alcance de una norma o acto mientras que la situación de incertidumbre no se da en las acciones declarativas directas de inconstitucionalidad en las que se alega y se pretende demostrar la certidumbre de su inconstitucionalidad.

Tampoco en esta acción declarativa directa de inconstitucionalidad tiene sentido exigir que la lesión sea actual habida cuenta que, por lo común, estas acciones tienen por objeto la prevención de daños futuros[27], ni menos aún que no se disponga de otro medio legal porque se trata de una exigencia vinculada al carácter subsidiario que se atribuía erróneamente a la acción de certeza y que no tiene lógica alguna imponer en este tipo de acciones en que se procura economía de tiempo y la tutela judicial efectiva dentro de un plazo razonable.

El reconocimiento de la procedencia de la acción por parte de la Corte se llevó a cabo a partir del fallo “Constantino Lorenzo” de 1985[28], que consideramos un precedente fundamental en la materia (aún cuando se trató de un “dictamen”), cuyas principales líneas fueron recogidas en diferentes precedentes posteriores[29], aunque cabe advertir la existencia de fallos subsiguientes que optaron por la vía de la acción meramente declarativa de certeza prevista en el art. 322 del CPCCN.

Los errores jurisprudenciales cometidos al encuadrar la acción en el art. 322 del CPCCN provienen de no haber advertido que se trata de dos acciones distintas (la declarativa de certeza y la acción directa de inconstitucionalidad) que tienen diferente objeto y requisitos.

Uno de los escollos que debieron superar las acciones declarativas de inconstitucionalidad ha sido el argumento basado en la inexistencia de causa o controversia o de “caso contencioso”, a la luz de los arts. 116 y 117 de la CN y de la ley 27.

Al respecto, de la jurisprudencia de la Corte norteamericana que sirve de fuente doctrinaria a nuestra interpretación constitucional, en razón de tratarse de un sistema similar, se desprende el alcance amplio que atribuyen al concepto constitucional de caso o controversia, que se configura siempre que: a) no se trate de obtener un pronunciamiento consultivo o hipotético; y b) existiera “una controversia real y sustancial que admitiese una solución específica mediante una decisión de carácter definitivo”[30]. Poco más tarde, en el año 1941, la Corte -en el caso “Maryland Casualty Co. V. Pacific Coal and Oil Co.”- expresó que “La diferencia entre una acción abstracta y una controversia prevista por la ley de sentencias declarativas es necesariamente una diferencia de grado y sería difícil, sino imposible, establecer un patrón definido para determinar en todo caso cuando hay tal controversia. Básicamente, la cuestión es en cada caso si los hechos alegados, teniendo en cuenta todas las circunstancias, muestran que hay una sustancial controversia, entre partes que tienen intereses legales opuestos, de suficiente inmediatez y realidad para autorizar la emisión de una sentencia declarativa”[31], con remisión al caso “Aetna”[32].

En resumidas cuentas, si se cumplen las circunstancias antes señaladas, no hay obstáculo constitucional para el reconocimiento de las acciones declarativas directas[33] de inconstitucionalidad y así lo ha reconocido la Corte en el caso “Constantino Lorenzo” cuando expresó que “…resulta preciso disipar la confusión entre las peticiones abstractas y generales de inconstitucionalidad que no pueden revertir forma contenciosa por la ausencia de un inmediato interés del particular que efectúa la solicitud… y las acciones determinativas de derecho de base constitucional cuya titularidad alega quien demanda y quien tiende a prevenir o impedir las lesiones de tales derechos…”, refiriéndose, más adelante (Considerando 5°), a la admisión de la acción directa de inconstitucionalidad[34].

Consecuentemente, al no existir un marco legal positivo en el derecho nacional para encuadrar la acción declarativa directa de inconstitucionalidad y ser inaplicable la regulación procesal civil del art. 322 del CPCCN[35] la procedencia de la acción directa encuentra sustento constitucional en el principio de la tutela judicial efectiva que se desprende de los arts. 8 y 25 de la CADH y, asimismo, en una interpretación extensiva del precepto contenido en el art. 43 de la CN, por el juego de aquel principio, supera el marco de la acción de amparo.

En síntesis, la acción declarativa directa de inconstitucionalidad, de acuerdo a la jurisprudencia nacional y norteamericana procederá aún cuando se trate de una acción preventiva interpuesta para prevenir daños futuros, no se trate de una hipótesis de consulta o de un pronunciamiento hipotético que excluya el carácter real y sustancial que debe revestir la causa, que la controversia se entable entre partes con intereses contrarios y que el demandado persiga con la acción la realización de un interés inmediato.

Pero la configuración de la acción declarativa directa de inconstitucionalidad no agota el ámbito de las acciones declarativas de inconstitucionalidad pues, aparte de la acción meramente declarativa de certeza, pueden promoverse distintas acciones en las que se persiga también la obtención de una sentencia declarativa, tales como a) la acción impugnatoria de actos y reglamentos (art. 23 y ss. de la LNPA), y b) la acción de amparo prevista en el art. 43 de la CN, sin perjuicio de la opción para acumular, en un proceso de conocimiento, una pretensión declarativa con una pretensión de condena o constitutiva.

5.3 Medidas precautorias (en general). Tutelas anticipadas y autosatisfactivas

Uno de los campos más fértiles en el que se desarrolla el principio de la efectividad de la tutela judicial es, evidentemente, el de las medidas precautorias en general (sobre todo las que prescriben los arts. 230 a 232 del CPCCN) a las que corresponde adicionar lo concerniente a las tutelas anticipadas y autosatisfactivas.

En efecto, la teoría de las medidas precautorias ha ido evolucionando hasta aceptar la procedencia de medidas que persigan el mismo objeto que la pretensión principal del juicio, postura que había sustentado la doctrina[36] hace unos cuantos años y que fuera recogida por el Código Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires[37].

No obstante ello, una norma reciente de la ley sobre medidas cautelares[38] sostiene la vetusta regla consistente en exigir la no coincidencia entre el objeto de la cautelar y el objeto de la demanda, lo cual contraría el principio de la tutela judicial efectiva ya que nadie ha podido explicar con rigor en qué extraño principio, razón o argumento se basa semejante limitación a los derechos de las personas.

Otro de los obstáculos que interfieren en la efectividad de la procedencia de la medida cautelar radica en la exigencia de requerir la configuración de un “daño irreparable” (el cual se afirma que, por la solvencia teórica del Estado, es de imposible concreción) cuando basta con alegar y demostrar la existencia de un grave daño o la amenaza (en ciernes) de sufrirlo.

De otra parte, no puede desconocerse que las modernas herramientas procesales como las tutelas anticipadas y las medidas autosatisfactivas contribuyen al fortalecimiento del principio de la tutela judicial efectiva, bajo el cual han surgido nuevos instrumentos procesales[39]. Ambas medidas se distinguen de las cautelares en que su finalidad no consiste en asegurar el resultado del proceso sino que actúan directamente sobre el derecho sustancial[40]. Sin embargo, en el caso de la medida autosatisfactiva consideramos que se requiere, en resguardo del derecho de defensa[41], se le corra una breve vista o traslado a la Administración, con carácter previo a su dictado.

La medida anticipada se inscribe dentro de la categoría de las tutelas urgentes pero –a diferencia de la medida autosatisfactiva- se interpone en el marco de un proceso principal al cual accede[42] al igual que las clásicas medidas cautelares[43].

Los requisitos para su procedencia, inspirados, en gran parte, en las normas del ordenamiento procesal civil brasileño, son: a) la verosimilitud del derecho en un grado mayor que las medidas cautelares ordinarias; b) la alegación de una urgencia impostergable en el sentido que si la medida anticipada no se dictase se frustraría el derecho del demandante; c) el otorgamiento de suficiente contracautela; d) que la medida no produzca efectos irreparables en la sentencia definitiva y e) que la resolución judicial favorable no implique prejuzgamiento[44].

En cambio, la medida autosatisfactiva, aunque también se inscribe en la categoría de las tutelas urgentes, se agota con la resolución judicial que la otorga, no siendo necesaria la promoción de una acción principal para evitar su caducidad o decaimiento[45].

5.4 La ejecución de sentencias

Hasta el precedente “Pietranera” de la Corte Suprema, los particulares que obtenían una sentencia de condena o constitutiva contra el Estado no podían ejecutarla en virtud del art. 7 de la Ley de Demandas contra la Nación Nº 3952, que consagraba el efecto declarativo del fallo adverso al Estado.

Esa situación fue fuente de desigualdades y corruptelas porque los demandantes que habían triunfado en un pleito dependían de la buena o mala voluntad de los funcionarios de turno y en no pocas ocasiones debían aguardar extensos plazos para que se hiciera efectivo el cumplimiento de la sentencia.

La conexión con el principio de la tutela judicial efectiva es tan obvia y evidente que no requiere demostración argumental por cuanto si la sentencia no se cumple por tener sólo efecto declarativo se puede decir que la efectividad de la protección judicial se resiente al punto de resultar inexistente[46].

Aunque esa situación de injusticia clamaba al cielo recién en el año 1966 –en el caso “Pietranera”[47]-, la Corte Suprema articuló, en forma pretoriana, un sistema bastante equilibrado en el sentido que reconocía la potestad judicial para intimar al gobierno nacional a que fije la fecha en que estima va a cumplir la sentencia bajo apercibimiento de fijarlo el juez. De esa manera, se conciliaba el interés público de la Administración en el cumplimiento del presupuesto y en evitar trabas a la actividad de la Administración con el derecho de los particulares a que se cumplan las sentencias dictadas en contra del Estado.

A partir de dicho fallo, los tribunales elaboraron, en forma pretoriana, una serie de reglas que debían observarse si el particular pretendía el cumplimiento de las sentencias estableciendo que, si la sentencia se encontraba firme y consentida, el juez debía requerir al Estado Nacional que, en plazo perentorio, hiciese saber al tribunal el plazo dentro del cual cumpliría la sentencia, con la advertencia que, de no hacerlo, el mismo será determinado por el juez. Vencidos tales plazos (el fijado por la Administración o el decidido por el juez) quedaba expedita la vía judicial de ejecución de sentencia conforme a las prescripciones del Código Procesal Civil y Comercial[48].

Los errores de una política procesal a todas luces incoherente salieron a la luz con motivo del Decreto 679/88, que subordinaba el cumplimiento de las sentencias a las disponibilidades presupuestarias. En esa oportunidad, señalamos que lo que pretendía dicho Decreto era nada menos que “quitarle a la Administración la responsabilidad principal en el cumplimiento de las sentencias judiciales firmes, que ahora pasa a depender de la decisión final del Congreso, ya que conforme con el artículo 3° el pago recién podría hacerse de acuerdo a lo que finalmente se prevea en el presupuesto general de la Nación, sin perjuicio de los actos previos que debe llevar a cabo la Secretaría de Hacienda para incorporar los respectivos créditos al proyecto de presupuesto que envíe al Congreso. Hay que advertir, entonces, que el cambio sustancial que introduce consiste en sustituir un sistema que permitía finalmente, ante la renuencia de la administración, la determinación de un plazo cierto y razonable por parte de los jueces para lograr que se hiciera efectiva la sentencia por otro radicalmente distinto, donde el plazo y forma de cumplimiento resultan inciertos ya que, por una elemental derivación del principio de la división de poderes, los magistrados judiciales carecen de potestad para intimar al Congreso a que sancione el presupuesto [...] La jurisdicción se integra no sólo con la potestad conferida por el Estado nacional a determinados órganos para resolver mediante la sentencia las cuestiones litigiosas que les sean sometidas sino también con el poder de “hacer cumplir sus propias resoluciones”. Esto último constituye uno de los elementos imprescindibles a tal objeto que desde antiguo viene denominándose executio y que consiste en la potestad de disponer la ejecución de sus decisiones mediante el empleo de la fuerza pública. Ahora bien, como ese derecho a la jurisdicción, que hace a la tutela judicial efectiva, integra en el sistema constitucional las garantías del debido proceso, si las sentencias judiciales firmes que condenan al Estado al pago de sumas de dinero quedasen sometidas al ejercicio de facultades discrecionales y a plazos inciertos de cumplimiento no cabría sino concluir que se operaría una seria y grave afectación del principio contenido en el artículo 18 de la Constitución Nacional. Porque una cosa es que la administración pública condenada haga saber al juez el plazo en el que va a cumplir la sentencia con fundamento en las dificultades concretas por las que atraviesa en alguna circunstancia y otra cosa diferente es la de subordinar aquel plazo a un procedimiento engorroso, en gran parte discrecional, donde la incertidumbre sobre el tiempo en el que se hará efectiva la sentencia es prácticamente total hasta que el Congreso apruebe el gasto y lo incluya en el presupuesto general de la Nación"[49].

Poco tiempo más tarde, en el año 1989, se dictó la ley 23.696 cuyo art. 52 volvió a retomar el sentido abierto por “Pietranera” que había instrumentado un sistema de avanzada entre los existentes en el derecho comparado.

Dejando de lado una serie de normas sancionadas en el intermedio (v.gr. Ley 24.447), debemos hacer referencia al sistema actual, previsto en la Ley de Presupuesto 24.624 pasando, a continuación, a transcribir su contenido:

Art. 19: "Los fondos, valores y demás medios de financiamiento afectados a la ejecución presupuestaria del sector público, ya sea que se trate de dinero en efectivo, depósitos en cuentas bancarias, títulos, valores emitidos, obligaciones de terceros en cartera y en general cualquier otro medio de pago que sea utilizado para atender las erogaciones previstas en el presupuesto general de la Nación, son inembargables y no se admitirá la toma de razón alguna que afecte en cualquier sentido su libre disponibilidad por parte del o de los titulares de los fondos y valores respectivos [...] En aquellas causas judiciales donde el tribunal, al momento de la entrada en vigencia de la presente, hubiera ordenado la traba de medidas comprendidas en las disposiciones precedentes, y los recursos afectados hubieren sido transferidos a cuentas judiciales, los representantes del Estado nacional que actúen en la causa respectiva, solicitarán la restitución de dichas transferencias a las cuentas y registros de origen, salvo que se trate de ejecuciones válidas firmes y consentidas con anterioridad a la fecha de la presente ley".

Art. 20: "Los pronunciamientos judiciales que condenen al Estado nacional o a alguno de los entes y organismos enumerados en el artículo anterior al pago de una suma de dinero o, cuando sin hacerlo, su cumplimiento se resuelva en el pago de una suma de dinero, serán satisfechos dentro de las autorizaciones para efectuar gastos contenidas en el presupuesto general de la administración nacional, sin perjuicio del mantenimiento del régimen establecido en la ley 23.982. En el caso que el presupuesto correspondiente al ejercicio financiero en que la condena deba ser atendida carezca de crédito presupuestario suficiente para satisfacerla, el Poder Ejecutivo nacional deberá efectuar las previsiones necesarias a fin de su inclusión en el del ejercicio siguiente, a cuyo fin la Secretaría de Hacienda del Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos deberá tomar conocimiento fehaciente de la condena antes del día treinta y uno (31) de agosto del año correspondiente al envío del proyecto. Los recursos asignados por el Congreso Nacional se afectarán al cumplimiento de las condenas siguiendo un estricto orden de antigüedad conforme la fecha de notificación judicial y hasta su agotamiento, atendiéndose el remanente con los recursos que se asignen en el siguiente ejercicio fiscal".

Art. 21: "Las sentencias judiciales no alcanzadas por la ley 23.982, en razón de la fecha de la causa o título de la obligación o por cualquier otra circunstancia, que se dicten contra las sociedades del Estado, sociedades anónimas con participación estatal mayoritaria, sociedades de economía mixta, empresas del Estado y todo otro ente u organización empresaria o societaria donde el Estado nacional o sus entes de cualquier naturaleza tengan participación total o parcial, en ningún caso podrán ejecutarse contra el Tesoro nacional, ya que la responsabilidad del Estado se limita a su aporte o participación en el capital de dichas organizaciones empresariales".

Con esas normas se hizo tabla rasa con la conquista procesal alcanzada en el caso “Pietranera” y con el art. 52 de la Ley 23.696, echando por tierra “el alto grado de avance en el nivel teórico” que había alcanzado el sistema, susceptible de ser exhibido en cualquier escenario internacional[50].

La referida regulación legal del sistema de ejecución de sentencias de la Ley 24.624 fue primero declarada constitucional por un fallo de la Corte Suprema en el año 1998[51], aunque luego atemperó esa doctrina[52] reconociendo que esa declaración de constitucionalidad no podía convalidar la elusión del cumplimiento de las sentencias cuando existen partidas para ello en el presupuesto, autorizando incluso a decretar embargo sobre los fondos públicos en la inteligencia que el Estado no puede quedar al margen del orden jurídico.

Pero la cuestión parece no tener fin pues lo que parecía conformar un esquema previsible[53] ha vuelto a modificarse con la Ley 25.344 de Emergencia Económica, dividiendo a los acreedores en dos categorías conforme a la fecha de sus respectivas acreencias y disponiendo el pago con bonos emitidos por el Tesoro Nacional.

En resumen, con la citada regulación estamos como alguna vez dijo la Corte que no podíamos estar: fuera del orden jurídico y llama la atención que esas regulaciones no hayan recibido por parte de los jueces, la tacha de inconstitucionalidad.

6. El requisito del agotamiento de la vía administrativa y del reclamo administrativo previo [arriba] 

En nuestro derecho procesal administrativo la situación es paradójica, ya que mientras en la Nación no estaba prescripto el requisito del agotamiento de la vía administrativa para promover una demanda judicial contra el Estado y sus entidades hasta la sanción de la LNPA en el año 1972, las provincias y, particularmente, la provincia de Buenos Aires, exigían la previa denegación, la retardación o el agotamiento de la vía administrativa, según las respectivas regulaciones locales[54]. En la Nación, con anterioridad a la LNPA, el único requisito era la promoción de un reclamo administrativo previo (ley 3952).

Y la situación resulta paradójica porque mientras que el Estado federal ha establecido el requisito del agotamiento de la vía administrativa para poder impugnar ante la justicia un acto de alcance particular o general, con plazos de caducidad a los que la jurisprudencia y una parte de la doctrina les asigna un carácter fatal y perentorio[55], manteniendo, para los otros supuestos, la figura del reclamo administrativo previo[56], por otro lado, el nuevo Código Procesal de la Provincia de Buenos Aires ha consagrado sus puntos de demandabilidad en sintonía con el principio de la tutela judicial efectiva (art. 166 de la Constitución de la Provincia)[57].

De ese modo, en el CPCA de la Provincia de Buenos Aires se han configurado una serie importante de supuestos en los que no resulta necesario el “agotamiento de la vía administrativa” de cara a diversas pretensiones procesales, a saber:

a) los actos administrativos definitivos o asimilables que emanen de la máxima autoridad administrativa con competencia resolutoria final o de un órgano con competencia delegada, dictados de oficio o con la previa audiencia o intervención del interesado. El CPCA considera que estos actos son directamente impugnables en sede judicial (art. 14, ap. 2, inc. b, CPCA) sin necesidad de agotar la vía administrativa.

En línea con el principio de la tutela judicial efectiva, el Código prescribe, además, que si el particular interpusiere en tales casos los recursos de revocatoria o de reconsideración, queda suspendido el plazo de caducidad para demandar (art. 18, inc. 1, del CPCA), lo cual implica que el recurso administrativo juega como una opción en favor del afectado por el acto administrativo.

b) se configure el supuesto que la doctrina, califica como de “ritualismo inútil”, que puede darse tanto cuando la conducta de la demandada haga presumir la ineficacia cierta de agotar la vía administrativa, como cuando, en atención a las circunstancias del caso, la exigencia del agotamiento de la vía deviene en una carga excesiva o inútil[58], en la misma línea que su antecedente nacional (art. 32 LNPA). A este respecto, los casos que exhibe la jurisprudencia, sobre todo nacional, son de variada gama, y se los puede sintetizar[59] en cuatro grupos:

(i) casos en que la Administración rechazó numerosas reclamaciones que contenían pretensiones idénticas[60];

(ii) medidas dispuestas por el Estado en el ámbito de determinada política estatal[61];

(iii) supuestos en que el Estado, al contestar la demanda, no opuso la falta de un reclamo previo como defensa o excepción. La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha considerado que exigir, en estos casos, el reclamo administrativo previo, constitui­ría un ritualismo inútil e inoperante[62];

(iv) cuando se plantea la inconstitucionalidad de una ley en sede administrativa, en virtud de que se considera que dicha facultad pertenece, en exclusiva, al Poder Judicial[63] y que por ende ésa es la sede en que corresponde formular el planteamiento.

c) Otros supuestos.

Entre los otros casos en que no resulta necesario agotar la vía administrativa, el CPCA contempla:

(i) la impugnación directa de actos de alcance general emanados de una autoridad jerárquica superior o del órgano con competencia delegada por aquélla[64];

(ii) cuando se configure el silencio administrativo[65];

(iii) cuando la pretensión tenga por objeto la impugnación o el cese de la vía de hecho administrativa[66];

(iv) la pretensión resarcitoria proveniente de la responsabilidad provincial por su actividad lícita o legítima o de hechos o vías de hecho administrativas y las pretensiones meramente declarativas y de certeza[67].

En el orden nacional, la sanción de la LNPA en 1972 implicó un verdadero retroceso garantístico, en la medida en que introdujo, por primera vez, dos instituciones entonces extrañas al contencioso-administrativo federal, como son el requisito del agotamiento de lo que la ley denomina “la instancia administrativa” y el establecimiento de plazos de caducidad para promover el proceso (arts. 23 a 25). Al propio tiempo, la LNPA (arts. 30 a 32) mantiene el régimen, aun­que morigerado, de la reclamación administrativa previa, salvo para las pretensiones de nulidad, en que procede la denominada vía recursiva.

Esta reclamación administrativa previa contemplada en la ley 3952, de demandas contra la Nación, si bien nació para superar el principio de la indemandabilidad del Estado, de origen norteamerica­no, en reemplazo de la exigencia de la venia legislativa que la Corte Suprema de Justicia de la Nación había establecido para sortear aquella interpretación constitucional[68], es un requisito que proviene del derecho francés para la apertura del recurso ante el Consejo de Estado[69].

La mezcla de fuentes que exhibe ese cuadro normativo, que poco tiene que ver con los antecedentes de nuestro derecho federal, ha conspirado y seguirá conspirando contra la armonización del sistema procesal, habiendo generado una situación anárquica en materia interpretativa que la jurisprudencia ha zanjado, generalmente, en contra de la tutela judicial efectiva.

Cabe advertir, asimismo, que el requisito del agotamiento de la vía administrativa se halla atenuado, en la Argentina, por la utilización de la acción de amparo como proceso idóneo tendiente al pronto restablecimiento de los derechos y garantías constitucionales. Esta situación se da cuando la Administración ha violado los derechos constitucionales en forma manifiesta por acción u omisión, procediendo también en el supuesto de que la acción administrativa no se hubiera consumado, siempre que ésta fuera inminente. Tampoco el requisito resulta exigible para promover acciones declarativas de inconstitucionalidad ni para requerir el dictado de medidas autosatisfactivas.

Ahora bien: aunque en tales casos no se exige el agotamiento de la vía administrativa, cuando se pretende el dictado de alguna medida cautelar dentro del proceso de amparo, alguna jurisprudencia requiere que se formule previamente un pedido de suspensión del acto administrativo que afecta los derechos del particular, lo que provoca demoras indebidas en el trámite procesal de la medida cautelar y puede generar la inutilidad de la sentencia a dictarse en el amparo.

Las otras trabas que presenta el proceso de amparo para abrir la competencia del juez implican notorias restricciones al acceso jurisdiccional, dado que mientras, por un lado, se ha exigido, en algunos supuestos, la demostración de que no hay otros remedios administrativos o judiciales para restablecer los derechos constitucionales o impedir su violación (lo cual configura una prueba difícil de producir), por el otro, se requiere como requisito habilitante del amparo que la violación de los derechos y garantías constitucionales adolezca de “arbitrariedad o ilegalidad manifiesta” (lo cual deja fuera de la protección judicial los supuestos en que el vicio no surja del propio acto).

Con todo, el amparo, cuando ha funcionado, constituye un remedio eficaz para realizar con prontitud la tutela judicial de derechos constitucionales vulnerados, y en la práctica, aunque la sentencia que se dicta hace cosa juzgada exclusivamente respecto del amparo, la Administración suele corregir la arbitrariedad en que ha incurrido, sin que sea necesario acudir al proceso contencioso-administrativo ordinario.

Volviendo al agotamiento de la vía administrativa, la situación descrita ha fomentado, en los hechos, un nivel de litigiosidad mayúsculo, dado que al requerirse que el acto cause estado[70], surge la paralela exigencia de recurrir en tiempo y forma todos los actos administrativos que resuelvan peticiones finales o de fondo, trasformando la sede administrativa en una instancia jurisdiccional.

Si a ello se le agrega que, para acudir a la justicia, hay que interponer la demanda de unos fatales plazos de caducidad, muchas veces exiguos, se puede comprender cuánta razón tiene González Pérez al propiciar el carácter optativo de los recursos administrativos[71].

En lo que atañe al derecho de Hispanoamérica, se puede advertir que, con excepción de Méjico, donde se asigna carácter potestativo a los recursos administrativos como regla general[72], el requisito del agotamiento de la vía administrativa se encuentra impuesto en las legislaciones administrativas de Venezuela[73], Colombia[74] y Costa Rica, adquiriendo en Perú status constitucional[75]. En los Estados Unidos, si bien la doctrina ha debatido acerca de su configuración, se reconocen numerosas excepciones (en la misma línea que las que se dan en nuestro país para eximir del reclamo administrativo previo en el orden nacional)[76]existen dos grandes barreras previas: el requisito de que el obrar impugnado se encuentre maduro (ripeness)[77] y la concepción de la llamada “jurisdicción administrativa primaria”[78], aplicable a la actividad de las agencias reguladoras.

En definitiva, el requisito del agotamiento de la instancia carece de toda base constitucional y resulta opuesto, al menos como regla generalizada aplicable a todos los supuestos, al principio de la tutela judicial efectiva, que reclama tanto el acceso irrestricto a un juicio pleno como el juzgamiento sobre el fondo de la pretensión articulada en un caso contencioso-administrativo[79].

7. Un cambio paradigmático: la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica [arriba] 

La Corte Suprema de Justicia de Costa Rica ha impuesto un giro copernicano al planteo tradicional que exhibía el derecho comparado (y que aún se mantiene en diversos ordenamientos) que legitimaba la exigencia de agotar la vía administrativa para poder acceder a la justicia, con fundamento en una serie de principios tales como eficacia, eficiencia y buena administración.

Si bien el legislador entendía que, con dicha exigencia, la propia Administración podía defender el acto administrativo impugnado, declarar su invalidez o modificarlo, evitando comparecer ante la justicia, lo cierto es que la regla del agotamiento se erigía en un formidable privilegio a favor de la administración que conculcaba el principio de igualdad de las cargas procesales y la tutela judicial efectiva.

La jurisprudencia de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica, en el caso “Fonseca Ledesma”[80], consideró que, a la luz de la supremacía de la Constitución y de la mayor jerarquía y vinculación de los derechos fundamentales (la Corte habla de la eficacia expansiva y progresiva y de la interpretación más favorable) el carácter preceptivo u obligatorio de la regla “riñe con el derecho fundamental de los administrados a obtener una justicia pronta y cumplida – ex artículos 41 y 49 de la Constitución Política (tutela judicial efectiva) y con el principio de igualdad, puesto que –sólo en el proceso contencioso-administrativo-… se le obliga al justiciable, antes de acudir a la vía jurisdiccional…” al agotamiento de la vía administrativa, mediante la interposición de los recursos ordinario correspondientes.

El Alto Tribunal costarricense enfatiza en el sentido de que la violación de la tutela judicial efectiva deriva de los siguientes aspectos:

a) el hecho de que los recursos administrativos no logran que los superiores jerárquicos modifiquen o revoquen las decisiones adoptadas por los órganos inferiores. Puntualiza, al respecto, que es algo así como pretender “sacar agua de un pozo seco”, transformado el procedimiento previo a la instancia judicial en una pesada carga para el administrado;

b) las demoras que dilatan la decisión de fondo en el procedimiento administrativo, lo cual prolonga –en forma indefinida- el acceso a la justicia; y,

c) la sumatoria de éste último plazo (el necesario para agotar la vía administrativa) con el término de duración de los procesos en lo contencioso-administrativo, sumatoria que, en definitiva, genera una justicia tardía.

Adquiere relevancia, a su vez, la fundamentación concerniente al principio de igualdad, cuyo contenido refuerza la tesis garantística que se encuentra en la entraña del principio de la tutela judicial efectiva. Al respecto, la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica señaló que:

“En lo que atañe a la vulneración del principio de igualdad, debe indicarse que el agotamiento preceptivo de la vía administrativa, derivado del privilegio de la auto-tutela declarativa, expone al justiciable que litiga contra una administración pública a una situación discriminatoria, puesto que, no existe un motivo objetivo y razonable para someterlo a ese requisito obligatorio, a diferencia del resto de las órdenes jurisdiccionales. Debe tenerse en consideración que, incluso, la libertad de configuración o discrecionalidad legislativa al diseñar los diversos procesos, tiene como límite infranqueable el principio de igualdad. Lo anterior, queda reforzado si se considera que las administraciones públicas son un sujeto de Derecho más que no tienen por qué gozar de tales privilegios o prerrogativas y que el eje central en una administración prestacional o en un Estado Social y Democrático de Derecho lo es la persona, esto es, el usuario o consumidor de los bienes y servicios públicos. En esencia, los intereses públicos y la satisfacción de las necesidades colectivas no pueden tenerse como cláusulas de apoderamiento para enervar los derechos fundamentales de los administrados o, sencillamente, como el altar para ser sacrificados[81]”.

La línea inaugurada por la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica, mantenida en sentencias posteriores[82], alcanzó consolidación parcial en el Código Procesal Contencioso administrativo de dicho país que entró en vigencia el 1º de enero de 2008. En este último ordenamiento, se sienta el carácter optativo de la regla del agotamiento como principio general que sólo hace excepción en materia municipal y de contratación pública[83].

En Argentina, muchos administrativistas se han volcado a favor de la tendencia tendiente a suprimir la regla del agotamiento de la vía administrativa o, al menos, atenuarla, basados en que su subsistencia conculca el principio de la tutela judicial efectiva, de base constitucional y supra-constitucional[84].

Ese vuelco encuentra apoyo en la doctrina de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos –en adelante CIDH- expuesta en el caso “Palacios”[85] en el que sostuvo que la exigencia de un recurso de revocatoria[86], contra un acto administrativo cuando de la máxima autoridad administrativa que había resuelto el fondo del asunto, conculca el derecho a la tutela judicial efectiva y al debido proceso, garantizado por los arts. 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos[87].

En conclusión, la CIDH y en época reciente, de un modo más asertivo, la Corte Suprema de Costa Rica han establecido un nuevo paradigma. Esta última, sintonía con la doctrina que venía bregando por la supresión o atenuación de la regla del agotamiento declara que la mencionada regla es inconstitucional, por violación de la tutela judicial efectiva y de otros principios constitucionales, como el de igualdad de cargas procesales, con lo que el requisito de agotar la instancia, en el que descansaba el sistema, ha pasado a ser opcional y no obligatorio o preceptivo. La consecuente primacía constitucional se ha impuesto así como los principios del Estado de Derecho. Más aún, han salido ganando los justiciables con ésta nueva conquista del derecho público.

 

 

Notas [arriba] 

* Profesor Emérito de la UCA y Consulto de la UBA. Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid y Académico Honorario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid.

[1] Trabajo presentado para el Congreso Mundial de Justicia Constitucional Universidad del Salvador 25, 26 y 27 octubre 2015.
[2] Derechos fundamentales son los reconocidos en los primeros artículos de la CN (art. 14 y ss.) así como los nuevos derechos (arts. 41 y ss.), sin que exista jerarquía entre ellos.
[3] En la parte primera, cap. II, el art. 19 del Proyecto de Alberdi expresa que “el derecho de defensa judicial es inviolable”.
[4] Las garantías constitucionales constituyen medios tendientes a asegurar la protección de los derechos y a afianzar la seguridad jurídica. Actúan como instrumentos para contener el poder y lograr una buena Administración; han sido establecidas en el plano de las normas y principios de la Constitución nacional y de las leyes; ver Linares, Juan Francisco, El debido proceso como garantía innominada en la Constitución Argentina. Razonabilidad de las leyes, Depalma, Buenos Aires, 1944, ps. 203/206; Linares Quintana, Segundo V., Tratado de la ciencia del derecho constitucional y comparado, t. V, 1ª ed., Alfa, Buenos Aires, 1953-1963, p. 355. Para Carrió, cuando aludimos a las “formas de protección de los derechos”, “queremos aludir a la acepción restringida de la palabra ‘garantía’ o sea la que se refiere a la posibilidad que tiene el titular de un derecho de poner en movimiento el aparato estatal, particularmente el jurisdiccional, a fin de que éste actúe a su servicio y lo tutele” (cfr. Carrió, Genaro R., Recurso de amparo y técnica judicial, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1959, p. 28).
[5] Ver, por todos: Linares, Juan Francisco, Razonabilidad de las leyes. El “debido proceso” como garantía innominada en la Constitución Argentina, 2ª ed., Astrea, Buenos Aires, 1970, p. 17 y ss.
[6] Bidart Campos, Germán J., Derecho constitucional, t. 2, Ediar, Buenos Aires, 1969, p. 473 y ss.
[7] “Alcaraz, Anatalia y otros c. Cía Sansinena SA”, Fallos 247:246 (1950), Bidart Campos, Germán J., Derecho constitucional, t. 2, cit., ps. 499/500.
[8] Una postura contraria a la sustentada en el texto ha sido sostenida por Luqui en una obra excelente (Luqui, Roberto Enrique, Revisión judicial de la actividad administrativa, t. I, Astrea, Buenos Aires, 2005, p. 241 y ss.) sobre la base de que nada agrega de nuevo a la clásica garantía de la defensa en juicio que preceptúa el art. 18 de la CN. Sin embargo, ambas garantías guardan una relación de género y especie, en el sentido de que la tutela judicial efectiva comprende a la garantía de la defensa y, al propio tiempo, es más amplia, habida cuenta que tutela, entre otras cosas, el acceso a la justicia para que ésta sea efectiva. En suma, se trata de una nueva categoría histórica que supera algunos dogmas antiguos, como el de la justicia revisora (en el contencioso administrativo).
[9] Art. 1º, inc. f, LNPA.
[10] Cfr. Fernández, Tomás Ramón, “Juzgar a la Administración contribuye también a administrar mejor”, REDA, núms. 15/16, Depalma, Buenos Aires, 1994, p. 51 y ss.
[11] Canosa, Armando N., “Influencia del derecho a la tutela judicial efectiva en materia de agotamiento de la instancia administrativa”, ED 166-988.
[12] Un completo desarrollo del principio y consecuencias que derivan de la adopción del sistema judicialista se encuentra en la excelente tesis doctoral de Bosch, Jorge Tristán, ¿Tribunales judiciales o tribunales administrativos para juzgar a la Administración pública?, Zavalía, Buenos Aires, 1951, p. 36 y ss. Según este autor, la Constitución Argentina de 1853 representa, más que una ruptura con los antecedentes españoles, un salto adelante dentro de la línea evolutiva de las instituciones de la Metrópoli (ob. cit., p. 45).
[13] Linares, Juan Francisco, “Lo contencioso administrativo en la justicia nacional federal”, LL 94-919 y ss., especialmente p. 926; Gordillo, Agustín A., Tratado de Derecho Administrativo, vol. 2, 1ª ed., Macchi, Buenos Aires, 1980, p. XIX-21 y ss.
[14] Fiorini, Bartolomé, ¿Qué es el contencioso?, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1965, p. 88.
[15] García de Enterría, Eduardo, Hacia una nueva justicia administrativa, 2ª ed., Civitas, Madrid, 1992; González Pérez, Jesús, La reforma de la legislación procesal administrativa, Madrid, 1992; Fernández, Tomás Ramón, “Sobre el carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa”, Revista Española de Derecho Admi­nistrativo, 1976, p. 728.
[16] González Pérez, Jesús, Comentarios a la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa, t. I, 3ª ed., Civitas, Madrid, 1998, p. 17.
[17] In re “Ekmekdjian, Miguel Angel c. Sofovich, Gerardo y otros”, Fallos 315:1492 (1992) y en ED 148-338, considerando 15; “Serra, Fernando H., y otro c. Municipalidad de Buenos Aires”, Fallos 316:2454 (1993), con nota de Bianchi, Alberto B., “¿Tiene fundamentos constitucionales el agotamiento de la instancia administrativa?”, LL 1995-A, 395.
[18] Luqui, Roberto E., en su excelente obra Revisión judicial de la actividad administrativa, t. I, Astrea, Buenos Aires, 2006, p. 241 y ss.
[19] Cfr. Aberastury, Pedro, La justicia administrativa, Lexis Nexis, Buenos Aires, 2006, p. 37 y ss.; Gallegos Fedriani, Pablo O., Las medidas cautelares contra la Administración Pública, Abaco, Buenos Aires, 2002, p. 29; García Pulles, Fernando R., Tratado de lo contencioso administrativo, t. I, Hammurabi, Buenos Aires, 2004, p. 100 y ss. con otra terminología, aunque en varias partes de su obra hace mención a la tutela judicial efectiva (v.gr. p. 71 y p. 1049, punto 13).
[20] Perrino, Pablo Esteban, “El régimen de agotamiento de la vía administrativa en el nuevo Código Contencioso Administrativo bonaerense”, ED 184-842. Aun cuando cabe ubicar a este autor en una línea garantística afín a la que propugnamos, ha interpretado que la Constitución mantiene el principio. En cambio, para D’Argenio la nueva disposición constitucional consagra corno principio la inexistencia del agotamiento de la vía administrativa, posición que compartimos. Ver D’Argenio, Inés, “El juzgamiento de la contienda administrativa en la Provincia de Buenos Aires,” REDA, núms. 19/20, Depalma, Buenos Aires, 1995, p. 404 y Soria, Daniel Fernando, “El agotamiento de la vía en el proceso administrativo de la Provincia de Buenos Aires”, REDA, núms. 24/26, Depalma, Buenos Aires, p. 54, nota 31.
[21] Cfr. Gordillo, Agustín A., Tratado de Derecho Administrativo, vol. 2, cit., p. XIX-21 y ss., postura que ha mantenido en las ediciones posteriores del Tratado; Mairal, Héctor A., Control judicial de la Administración pública, t. I, Depalma, Buenos Aires, 1984, ps. 346/347. Para un mayor desarrollo del tema se puede ver el lúcido trabajo de Tawil, Guido S., “Los grandes mitos del derecho administrativo, el carácter revisor de la jurisdicción, la inactividad de la Administración y su fiscalización judicial”, ED 128/958; y Simón Padrós, Ramiro, “El carácter revisor y el denominado principio de congruencia en el pro­ceso contencioso-administrativo”, REDA, núms. 19/20, Depalma, Buenos Aires, 1995, ps. 497/525; ver también Bielsa, Rafael, Sobre lo contencioso-administrativo, Santa Fe, 1949, p. 149, y la nota de Bianchi, Alberto B. al fallo “Ekmekdjian” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, antes citada.
[22] Cfr. Fernández, Tomás Ramón, “Sobre el carácter revisor de la jurisdic­ción contencioso-administrativa”, Revista Española de Derecho Administrativo, nro. 16, Madrid, 1976, p. 728; Muñoz Machado, Santiago, “Nuevos planteamientos de la jurisprudencia sobre el carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa”, Revista Española de Derecho Administrativo, nro. 26, Madrid,..., 1980, p. 497; Fernández Torres, Juan Ramón, La jurisdicción admi­nistrativa revisora y la tutela judicial efectiva, Civitas, Madrid, 1998, ps. 29 y 55; y el prólogo de García de Enterría, Eduardo a la obra de Fernández Torres, Juan Ramón, La jurisdicción admi­nistrativa revisora y la tutela judicial efectiva, cit., ps. 21 y 55. Con anterioridad, Nieto y Parada Vázquez criticaron la evolución regresiva y formalista de la jurisprudencia en orden a la conceptuación de la jurisdicción como puramente revisora, ver Nieto, Alejandro, “Sobre la tesis de Parada en relación con los orígenes de lo contencioso”, RAP, nro. 57, Madrid, 1968, p. 33.
[23] El principio según el cual los procesos deben resolverse en plazos razonables conforme al principio del art. 8.1. de la CADH y del art. 14.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos ha tenido, últimamente, una gran proyección en el proceso penal. El principio ha sido reconocido en el orden nacional e interamericano. La Corte Suprema argentina, en el caso “Podestá”, de fecha 7 de marzo de 2006 y la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el fallo “Acosta Calderón”, del 24 de junio de 2005 (Serie C N°129, párrafo 105 entre otros) lo han postulado. Allí sostuvo la CIDH que para medir la razonabilidad de la duración de los procesos hay que tener en cuenta: a) la complejidad del asunto; b) la actividad procesal del interesado y c) la conducta de las autoridades judiciales. 
[24] Incluso, con anterioridad a la reforma constitucional de 1994 (Fallos 287:248). También tras la reforma constitucional, la Corte se pronunció en el mismo sentido (Fallos 330:2975).
[25] Perrino, Pablo E., “El derecho a la tutela administrativa efectiva”, en AA.VV., El derecho administrativo, hoy, 16 años después, RAP, Buenos Aires, 2013, p. 75 y ss.; y Durand, Julio C., “La duración razonable del procedimiento administrativo como garantía vinculada al debido proceso y condición de validez del acto administrativo”, Revista Iberoamericana de Derecho Administrativo y Regulación Económica, del 14/12/2012 (IJ-LXVI-909).
[26] El dictamen del Dr. Marquardt se publicó más tarde a continuación del fallo “Santiago del Estero c/ EN” (Fallos 307:1387), y recibió un elogioso comentario por parte de Germán J. Bidart Campos (LL 154-515).
[27] Véase el dictamen del Dr. Marquardt (reproducido en Fallos 307:1387, especialmente p. 1399) donde se puntualiza que: “…cabe afirmar que el sistema de control constitucional norteamericano es de carácter concreto, pero se ejerce no sólo por la vía reparatoria o retributiva, sino también preventiva… Rasgo característico de ese régimen es la posibilidad de impedir la ejecución de leyes inconstitucionales”. De ahí que la Corte argentina acepta la procedencia cuando se busca precaver un acto “en ciernes” (Fallos 307:1379, in re “Santiago del Estero”, de 1985).
[28] Fallos 307:2384.
[29] Véase Fallos 310:2342; 317:335, 317:1224 y 320:691.
[30] La frase pertenece al Chief Charles Evans Hughes, en el caso “Aetna Life Insurance Co. v. Haworth (300 US 227).
[31] 312 US 273.
[32] 300 US 227, 239-242.
[33] Bianchi, Alberto B., Control de constitucionalidad, T°1, Abaco, Buenos Aires, 1992, p. 415 se pronuncia a favor de la procedencia de la acción declarativa directa de inconstitucionalidad advirtiendo que, según la jurisprudencia de la Corte, la expresión directa se referiría a la instancia originaria y habría sido tomada del caso “Gomen” (Fallos 310:142) de 1987. Sin embargo, en “Constantino Lorenzo” la Corte había empleado el concepto de acción directa sin hacer alusión a que se refería a la instancia originaria.
[34] Fallos 307:2384 (1985).
[35] Bianchi, Alberto B., Control de constitucionalidad, cit., T°1, p. 414, señala que el art. 322 del CPCCN “está claramente desbordado con la acción declarativa creada por la Corte”.
[36] Vid, por ejemplo, Cassagne, Juan Carlos – Perrino, Pablo E., El nuevo proceso contencioso administrativo en la Provincia de Buenos Aires, Lexis Nexis, Buenos Aires, 2006, p. 328.
[37] Art. 177.
[38] Art. 3 ap. 4, Ley Nº 26.854.
[39] Cfr. Fernández Balbis, Amalia, Contingencias del Proceso Civil, Nova Tesis, Rosario, 2015, p. 31.
[40] De los Santos, Mabel A., “Diferencias entre la medida autosatisfactiva y la cautelar”, en Peyrano, Jorge W. (Dir.), Medidas autosatisfactivas, Tº I, 2ª ed., Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2014, p. 439.
[41] Barraza, Javier I., “Las medidas de urgencia o las llamadas medidas autosatisfactivas”, en Cassagne, Juan Carlos (Dir.), Tratado de Derecho Procesal Administrativo, 2ª ed., Tº II, La Ley, Buenos Aires, 2011, p. 481, quien critica el uso del término “autosatisfactiva” por ser un neologismo que no figura en el diccionario. Tratándose de una palabra de uso corriente en el lenguaje procesal optamos por mantener la denominación de “auto-satisfactiva” ya que el término auto (que significa propio o por uno mismo) es un elemento compositivo que al unirse a satisfactiva da idea de la superación de una dificultad (que es una de las acepciones del verbo satisfacer). De acuerdo a las advertencias de la Real Academia Española, las voces formadas mediante composición pueden ser parte del Diccionario. 
[42] De los Santos, Mabel A., “Diferencias entre la medida…”, cit., p. 441.
[43] Cassagne, Ezequiel, “Las medidas cautelares contra la Administración”, en Cassagne, Juan Carlos (Dir.), Tratado…, cit., Tº II, p. 350.
[44] Fernández Balbis, Amalia, Contingencias…, cit., p. 31.
[45] Véase: Peyrano, Jorge W., “La medida autosatisfactiva. Forma diferenciada de tutela que constituye una expresión privilegiada del proceso urgente. Génesis y evolución”, en AA.VV., Medidas autosatisfactivas, Rubinzal Culzoni, Rosario, 2002, p. 13.
[46] Cassagne, Juan Carlos, “Sobre la ejecución de las sentencias que condenan al Estado a pagar sumas de dinero”, ED 128-920.
[47] Fallos 265:291 (1966).
[48] Gallegos Fedriani, Pablo O., “Ejecución de sentencias contra el Estado Nacional”, en Cassagne, Juan Carlos (Dir.), Tratado…, cit., Tº II, p. 296.
[49] Conf. Cassagne, Juan Carlos, “Sobre la ejecución de las sentencias que condenan al Estado a pagar sumas de dinero”, ED 128-920.
[50] Cfr. Bianchi, Alberto B., Responsabilidad del Estado por su actividad legislativa, Abaco, Buenos Aires, 1999, ps. 17/20 formula críticas severas al régimen.
[51] In re “La Austral Cía de Seguros SA c/ Lade”, Fallos 321:2284.
[52] En el caso “Giovagnoli”, de fecha 16/09/1999, Fallos 322:2132.
[53] Gallegos Fedriani, Pablo O., “Ejecución de sentencias …”, cit., p. 316.
[54] Ver Hutchinson, Tomás, “Mitos y realidades en el derecho administrativo argentino”, LL 1989-C, 1071, especialmente p. 1077 y ss. Según Hutchinson, la fuente a que acudió Varela al consagrar en “vía previa”, no fue la ley Santamaría de Paredes, sino los antecedentes nacionales y provinciales anteriores (art. 156, inc. 3, de la Constitu­ción de la Provincia de Buenos Aires de 1873). Aunque no es nuestro propósito polemizar con este distinguido autor, creemos que la norma de la Constitución de la Provincia de 1873 (que pasó a ser el art. 157, inc. 3, en la reforma constitucio­nal de 1889) no establecía el requisito del agotamiento de la vía administrativa, sino tan sólo que hubiera “previa denegación de la autoridad administrativa”. En realidad, esta exigencia aparece recién en el art. 28, inc. 1, del Código de Varela de 1905, al prescribir como condición de admisibilidad del proceso contencioso­ administrativo que “la resolución sea definitiva y no haya recurso administrativo alguno contra ella”. Este precepto fue, en rigor, el que impuso en la provincia el requisito del agotamiento de la vía administrativa. Cuadra apuntar también que al referirse al carácter definitivo de la resolución administrativa y agregarle “que no haya recurso administrativo alguno contra ella”, el citado Código generó interpre­taciones erróneas de la jurisprudencia provincial en punto a lo que se entiende por definitividad, comprendiendo en el concepto tanto las resoluciones que deciden el fondo del asunto como las que causan estado (es decir, las que agotan la vía ad­ministrativa). Ver Vallefín, Carlos A., Proceso administrativo y habilitación de ins­tancia, cit., p. 51 y ss., que mantiene el concepto amplio de “definitividad”, aunque distingue ambas categorías y, más aún, las trata en forma separada como, por demás, corresponde a dos requisitos diferentes. Por su parte, la doctrina ha sostenido la distinción entre el concepto de acto definitivo y acto que causa estado en el sentido de que el primero es el que decide la cuestión de fondo finalmente mientras que el segundo es el que agota la vía administrativa de una situación contenciosa (cfr. Linares, Juan Francisco, Derecho Administrativo, Astrea, Buenos Aires, 1986, ps. 544/545). Al propio tiempo, hay autores como Soria que han precisado más aún el concepto de acto definitivo, sosteniendo que son aquellos que “se exhiben de ordinario como el eslabón final de un encadenamiento de situaciones heterogéneas y no equivalentes que lo preceden y complementan” (Soria, Daniel Fernando, “Los actos administrativos de trámite equiparables a definitivos y su impugnabilidad judicial”, LL 1990-C, 947). La confusión o, si se quiere, la mezcla de conceptos, aparece en algunas obras de la antigua doctrina española, que probablemente habría seguido Varela (ver Abella, Fermín, Tratado teórico-práctico de lo contencioso-administrativo, 2ª ed., Administración, Madrid, 1888, p. 570).
[55] Cfr. González Arzac, Rafael M., “Los plazos de impugnación judicial de actos administrativos,” ED 51-955.
[56] Arts. 30 a 32 de la LNPA, sin prescribir plazos de caducidad para la promoción de la demanda. Ver Estrada, Juan Ramón, “Agotamiento de la vía admi­nistrativa y habilitación de la instancia judicial: dos importantes fallos de la Corte Suprema”, REDA, núm. 4, Depalma, Buenos Aires, 1990, p. 323.
[57] Entre los trabajos doctrinarios ver Gordillo, Agustín A., “El reclamo administrativo previo”, LA LEY 89-777.
[58] Art. 14, ap. 1 inc. b del CPCA.
[59] Cfr. Perrino, Pablo Esteban, “El régimen de agotamiento de la vía administra­tiva en el nuevo Código Contencioso Administrativo bonaerense”, cit., ED 184-842 especialmente p. 849 y ss., a quien seguimos en todo este punto IV.
[60] CNCont.Adm. Fed., sala II, in re, “Macera Aibe y otros c. Ministerio de Educación y Cultura, s/ Empleo público”, fallo del 1995/07/18, cit. por Perrino en la nota 114 del referido trabajo.
[61] CNCont.Adm.Fed., sala II, en la causa “Calzar SA c. Estado nacional, Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos”, LL 1996­-A, 633, con nota de Gordillo, Agustín A., “Nuevos argumentos para la innecesariedad del reclamo administrativo previo”.
[62] “Guerrero, Luis Ramón c. Municipalidad de Córdoba”, Fallos 312:1306 (1989) y “Pozzi, Angel Luis c. Municipalidad de Córdoba”, Fallos 313:326 (1990).
[63] “Ingenio y Refinería San Martín del Tabacal SA”, Fallos 269:243 (1967) y “Provincia de Mendoza c. Nación”, Fallos 298:511 (1977) y la causa “Calzar S.A.”, cit. en nota 30.
[64] Art. 14, ap. 1 inc. c. del CPCA.
[65] Art. 14, ap. 1 inc. d, CPCA. Ver Muñoz, Guillermo Andrés, Silencio de la Administración y plazos de caducidad, Astrea, Buenos Aires, 1982, p. 26 y ss.
[66] CPCA, art. 21.
[67] Cfr. Perrino, Pablo Esteban, “El régimen de agotamiento de la vía administra­tiva en el nuevo Código Contencioso Administrativo bonaerense”, cit., ED 184-842 especialmente p. 851.
[68] Mairal, Héctor A., Control judicial de la Administración Pública, t. I, cit., p. 356.
[69] Ver Vedel, Georges – Delvolvé, Pierre, Droit administratif, t. 2, 12ª ed., Presses Universitaires de France, Paris, 1992, p. 151 y ss. En el proceso de plena jurisdicción presenta gran aplicación la regla de la decisión previa, que se excluye o se supera, sin embargo, en algunos casos (por ejemplo, en reclamos vinculados a contratos de obras públicas o en caso de silencio administrativo).
[70] La exigencia de que el acto cause estado como requisito de admisibilidad de la acción contencioso-administrativa es de origen español y proviene de la llamada “Ley Camacho”, de 1881. Anota García de Enterría: “A partir de ese momento se inicia la diferencia en nuestro derecho entre los conceptos de ‘firmeza’ y de ‘causar estado’: un acto administrativo que no causa estado por proceder de órganos inferiores de la jerarquía alcanza, sin embargo, ‘firmeza’ tanto frente al particular que deja vencer los plazos de alzada contra él, como frente a la Admi­nistración, para la cual se hace, desde el mismo momento de dictarse, definitivo e irrevocable” (cfr. García de Enterría, Eduardo, “La configuración del recurso de lesividad”, Revista de Administración Pública, nro. 15, Madrid, 1954, p. 144 y ss.). Por esta causa, aunque ambos requisitos procesales sean hijos del dogma revisor, lo cierto es que no hay que confundir (defecto en que incurre gran parte de la doctrina y jurisprudencia) el recaudo de la decisión previa del derecho francés con el agotamiento de la vía administrativa, proveniente del derecho español. Sobre cómo jugaba la exigencia de “causar estado” en España, incluso antes de la Ley Santamaría de Paredes, se puede ver Abella, Fermín, Tratado teórico-práctico de lo contencioso-administrativo, cit., ps. 67 y 567 y ss.
[71] González Pérez, Jesús, “La Constitución y la reforma…”, cit., p. 52 apunta al respecto: “Dictado un acto administrativo, cualquiera que sea el órgano administrativo del que proceda, se ha de admitir la posibilidad de acudir a los tribunales en de­fensa de los derechos e intereses legítimos que por él hubieran resultado lesiona­dos. Si bien cabe admitir la posibilidad de que el interesado pueda, si lo desea, interponer contra él los recursos administrativos que, en cada caso, se prevean. Lo que dependerá de la confianza que se tenga en obtener por esta vía plena satisfac­ción de las pretensiones. Si el administrado, en razón a la naturaleza del asunto, evidencia de la infracción del ordenamiento jurídico en que el acto incurre o circunstancias personales del titular del órgano competente para resolver, considera posible una resolución estimatoria por esta vía, sin tener que acudir al proceso, siempre más lento, complicado y costoso, se ha de admitir la posibilidad de recur­so. Pero si tiene la convicción de que nada logrará en esta vía, no tiene sentido demorar el momento de acudir al proceso con la exigencia de un recurso que cons­tituirá un trámite inútil. Y, por supuesto, no tiene sentido establecer un sistema de recursos sometidos a distinto régimen jurídico, con las consiguientes dudas y dificultades a la hora de tener que agotar la vía administrativa. Un único recurso administrativo y potestativo”.
[72] Art. 83 de la Ley Federal de Procedimientos Administrativos y art. 29 de la Ley del Tribunal Contencioso-Administrativo del Distrito Federal.
[73] Art. 93 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos y arts. 84.5 y 124.2 de la Ley Orgánica de la Corte Suprema de Venezuela, que regula la ju­risdicción contencioso-administrativa.
[74] Art. 135 del Código Contencioso-Administrativo.
[75] Art. 148 de la Constitución del Perú.
[76] Tawil, Guido S., Administración y justicia. Alcance del control judicial de la actividad administrativa, t. I, Depalma, Buenos Aires, 1993, p. 110.
[77] Como lo explica Schwartz, Bernard, en su clásica obra Administrative Law, 3ª ed., Little, Brown & Company, London, 1991, p. 561, cit. por Perrino, Pablo Esteban, “El régimen de agotamiento de la vía administra­tiva en el nuevo Código Contencioso Administrativo bonaerense”, cit., ED 184-842 especialmente p. 835.
[78] Ver Aguilar Valdez, Oscar, “Reflexiones sobre las funciones jurisdicciona­les de los entes reguladores de servicios públicos a la luz del control judicial de la Administración. Con especial referencia al ente regulador de la energía eléc­trica”, en AAVV, Anuario de Derecho Administrativo de la Universidad Austral, t. I, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1994, p. 193 y ss.
[79] En igual sentido, ver el excelente artículo de Soria, Daniel Fernando, “El agotamiento de la vía en el proceso administrativo de la provincia de Buenos Aires”, cit., p. 53 y ss.
[80] Se trató de un proceso ordinario promovido por William Fonseca Ledezma contra Gerardo Bolaños Alvarado, Claudia Reyes Silva y el Estado, resuelto con fecha 15 de marzo de 2006.
[81] Considerando V de la sentencia “Fonseca Ledezma”.
[82] Resoluciones Nos, 10.263 del 19 de junio de 2008 y 13.022 del 27 de agosto de 2008.
[83] Jiménez Meza, Manrique y otros, El nuevo proceso contencioso administrativo, ed. Poder Judicial, Escuela del Poder Judicial, Costa Rica, 2006, p. 129, cit. por Zuñiga Bolaños, Heidy, El agotamiento preceptivo de la vía administrativa en la contratación administrativa, Universidad de Costa Rica, Facultad de Derecho. Curso a cargo del Prof. Jorge Enrique Romero Pérez, Costa Rica, 2008, p. 15.
[84] Vid. Aguilar Valdez, Oscar R., “El agotamiento de la vía administrativa y la tutela judicial efectiva: una evaluación general del sistema de la ley 19.549 a treinta años de su vigencia”, Cassagne, Juan Carlos (Dir.), Procedimiento y Proceso Administrativo, Jornadas de la UCA, Lexis-Nexis, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2009, p. 367 y ss.
[85] Informe de la CIDH Nº 105/99, caso Palacios Narciso c/ Argentina (Nº 10.194).
[86] Requisito exigido por la jurisprudencia de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires.
[87] Véase: Botassi, Carlos A., “Habilitación de la instancia contencioso-administrativa y derechos humanos”, LL 2000-F-594, anota, con acierto, que “La decisión de la CIDH posee una extraordinaria importancia porque denuncia la ilegitimidad de las trabas rituales, inconsecuentes y superfluas que impiden contar con una defensa efectiva de los derechos esenciales, o, en el mejor de los casos, postergan extraordinariamente los ya morosos trámites judiciales. Asuntos tales como la obligación de recurrir el acto definitivo emanado del órgano superior con competencia decisoria, los plazos breves de caducidad, la exigencia irrestricta del pago previo a la demanda judicial, la legitimación limitada a los titulares de derechos subjetivos, la invocación de actos de gobierno, institucionales o no justificables, la exclusión del control de discrecionalidad, y otras medidas y pseudoinstituciones restrictivas que aparecen en las leyes y en la jurisprudencia clásica, deben ser revisadas y ajustadas a la nueva realidad de las normas constitucionales”.