Apuntes sobre el arbitraje internacional comercial Iberoamérica y España
Julio González Soria*
El Arbitraje, desde los inicios del Derecho hasta el día de hoy, ha demostrado ser una forma rápida, económica y especializada de resolver los conflictos de los particulares, que evitan, así, tener que comparecer ante un juez. En el mundo de hoy, las ventajas del Arbitraje se vuelven particularmente importantes para resolver conflictos de índole comercial en un mundo globalizado.
En el presente artículo, el autor hace un análisis de la legislación española e iberoamericana en general, referida a la aplicación y reglamentación del Arbitraje Internacional. Hace especial énfasis en la existencia de convenios internacionales sobre el tema, como los convenios de Nueva York y de Ginebra, y la importancia de su vigencia para resolver conflictos comerciales.
Si observamos el entorno mundial, vemos que la institución del Arbitraje ha venido, paulatinamente, consolidándose como el medio idóneo para resolver los conflictos comerciales, gracias a sus características de celeridad, menor costo, confidencialidad y especialización. Y ello es así porque el nuevo entorno mundial favorece y necesita de medios alternativos a la justicia estatal para resolver sus litigios. Las sociedades avanzadas se caracterizan por su grado de apertura. Son sociedades abiertas, como las definía Karl Popper. Abiertas a la libre circulación de las comunicaciones y de la información, abiertas al libre movimiento de los ciudadanos, abiertas también al libre comercio de bienes y servicios.
Esa apertura e internacionalización de la economía y la complejidad de las transacciones han forzado a los agentes económicos a buscar vías alternas que sean capaces de garantizarles la adecuada seguridad jurídica a sus operaciones sin sobresaltos y sorpresas. Por ello, partiendo del hecho de que en los negocios internacionales se aplican, ante todo, usos, terminologías y costumbres establecidas por los comerciantes respecto a la materia, condiciones, y formas de sus transacciones, lo deseable es que sean ellos mismos los que establezcan las reglas del mecanismo que sirva para resolver eventuales conflictos, lo que sólo es posible si se recurre al Arbitraje.
En el mundo actual, esos agentes económicos han creado sus propias reglas autónomas de comportamiento que integran la nueva lex mercatoria, a las cuales los miembros de la societas mercatorum reconocen un carácter y una aceptación universales. Ese desarrollo del Derecho de usos de comercio transnacional ha producido la creación y florecimiento de lo que pudiéramos llamar una jurisdicción transnacional que encuentra en la institución arbitral su instrumento idóneo, que se ha convertido, así, en el sistema adecuado para resolver las discrepancias que puedan surgir de los contratos internacionales.
Iberoamérica no ha sido ajena a esa realidad, aunque es cierto que se ha incorporado con retraso y está todavía en periodo de consolidación. Como ejemplo ilustrativo de su evolución, cabe señalar que en octubre del año 1992, se celebró en Madrid la XI Conferencia Interamericana de Arbitraje Comercial, organizada por la Comisión Interamericana de Arbitraje Comercial (CIAC), que tuve el honor de presidir.
Con motivo de esa Conferencia, la Cámara de Comercio de Bogotá publicó un libro titulado “Panorama y Perspectivas de la Legislación Iberoamericana sobre Arbitraje Comercial”, en el que, como conclusión, se señalaba que “no puede afirmarse que el Arbitraje Internacional es sólido y próspero en América Latina, pues, no obstante tantos instrumentos de Derecho Internacional suscritos y/o ratificados por los países, sigue pesando en un buen número de ellos, el arraigado concepto de la soberanía nacional que, en últimas, ha determinado con frecuencia la inaplicabilidad de los tratados existentes en un malabar jurídico que no puede ser fácilmente entendido” [El énfasis es nuestro].
Puede explicarse esta situación por el hecho de que América Latina, tradicionalmente, tuvo una actitud general de reticencia, incluso podría hablarse de hostilidad, hacia el Arbitraje Internacional. Esa reticencia estuvo basada, entre otras posibles explicaciones, en la llamada doctrina Calvo, de tanto arraigo en América, que no permitía a los inversores extranjeros utilizar el Arbitraje Internacional, autorizándoles únicamente acudir a los Tribunales del Estado receptor y bajo la legislación local a efectos de obtener una reparación por cualquier violación contractual suscitada.
También es preciso tener presente que América fue tributaria de códigos procesales de Derecho continental europeo que regulaban el Arbitraje nacional y no el internacional, con un fuerte énfasis en los aspectos formales de procedimiento, una gran injerencia de la justicia estatal en todas las instancias del proceso arbitral, una limitada autonomía de la voluntad de las partes para someter cuestiones a arbitraje y convenir el procedimiento arbitral, y un diverso número de recursos para impugnar el laudo. Y, a la hora de suscitarse un arbitraje internacional, lo que se hacía, en general, era trasladar y aplicar a éste las normas del Arbitraje nacional que, en muchas ocasiones, podrían resultar inapropiadas para esa modalidad de solución de diferencias.
Afortunadamente, esta situación se ha modificado sustancialmente y hoy nos encontramos con una modernización de la legislación del Arbitraje Internacional en Iberoamérica que ha sido consecuencia de diversos factores y circunstancias.
En primer término, cabe mencionar la ratificación de convenios, instrumentos internacionales y regionales en materia de Arbitraje por parte de los Estados latinoamericanos y del Caribe. En materia de tratados internacionales, la mayoría de los países americanos adoptaron la Convención de Nueva York del año 1958 sobre reconocimiento y ejecución de sentencias arbitrales, así como la Convención Interamericana de Arbitraje Comercial Internacional, conocida como Convención de Panamá, suscrita en el año 1975. Los últimos países americanos que ratificaron la Convención de Nueva York fueron Brasil y República Dominicana en 2002, y Nicaragua en 2003; como anteriormente lo habían hecho Honduras en 2001, El Salvador y Paraguay en 1998, Venezuela y Bolivia en 1995, Argentina en 1989, Perú y Costa Rica en 1988, Panamá en 1985, Guatemala en 1984, Uruguay en 1983, Colombia en 1979, Chile y Cuba en 1975, México en 1971, y Ecuador en 1962. En lo que se refiere a la Convención de Panamá ha sido igualmente ratificada por todos los Estados citados anteriormente, con la excepción de Cuba.
El otro acuerdo cuya adopción ha resultado de gran relevancia en la práctica arbitral americana es el Convenio Constitutivo del Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones, conocido bajo las siglas inglesas de MIGA (Multilateral Investment Guarantee Agency). Este organismo pertenece al grupo del Banco Mundial y su objetivo es apoyar el flujo de recursos extranjeros de inversión entre sus países miembros en vías de desarrollo. También otros acuerdos de ámbito regional y subregional vigentes en América, como pueden ser los del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), Pacto Andino (Acuerdo de Cartagena), Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN/NAFTA) y los múltiples Acuerdos Bilaterales de Inversión conocidos como BIT’s (Bilateral Investment Treaties), seleccionan al Arbitraje como mecanismo de solución de controversias.
No obstante el avance que supuso la incorporación de los instrumentos internacionales indicados en los diversos ordenamientos jurídicos locales, persistía una legislación interna inadecuada en materia de Arbitraje que adolecía de los graves defectos a los que nos referimos antes y es así que, a partir del año 1993, comienza en Iberoamérica un proceso de revisión de las leyes de Arbitraje Internacional. Desde entonces hasta hoy, han sido numerosos los países americanos que han modernizado sus legislaciones nacionales sobre Arbitraje Internacional.
México fue pionero cuando, precisamente en 1993, sin promulgar una nueva ley de Arbitraje, introdujo cambios sustanciales a su regulación sobre Arbitraje domestico e internacional en el Código de Comercio, el Código de Procedimiento Civil y el Código de Procedimiento Civil del Distrito Federal y de Territorios. Desde entonces, se han aprobado nuevas regulaciones del Arbitraje en Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, Guatemala, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú, Republica Dominicana y Venezuela.
Los únicos países de la región que no han podido, hasta ahora, implementar con éxito procesos de modificación de la legislación vigente sobre Arbitraje Comercial Internacional son Argentina y Uruguay, si bien hay que señalar que en ambos países se han presentado al proceso de discusión y aprobación parlamentaria sendos proyectos de ley. Y, para complementar el panorama iberoamericano antes de referirnos a España, tenemos que señalar que Portugal también modernizó su regulación del Arbitraje con la Ley 31/1986 de 27 de diciembre de 1986 que contiene la Ley sobre el Arbitraje Voluntario.
Este proceso de actualización e implementación de leyes especiales relativas al Arbitraje Internacional no ha sido casual. La globalización de la economía fue un factor desencadenante para que ello sucediese, a lo que debe sumarse la influencia de la Ley Modelo de la Comisión de Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (UNCITRAL), y la importante labor realizada por el Fondo Multilateral de Inversiones (FOMIN) y la Comisión Interamericana de Arbitraje Comercial (CIAC). Como resultado del nuevo marco, ha aparecido y se ha consolidado una red importante de cortes y centros de arbitraje, muchos de ellos ubicados en el seno de las cámaras de comercio e industria de los diferentes países, que ofrecen unos servicios de alta calidad tanto en medios físicos cuanto humanos, con árbitros de una gran valía y reconocimiento personal.
Pero este andamiaje legislativo y físico tiene, necesariamente y para ser realmente efectivo, que estar acompañado de una actitud positiva de los órganos judiciales de cada país hacia el Arbitraje, ya que es el elemento que puede condicionar el fin último del Arbitraje que no es otro que la posibilidad de ejecutar lo resuelto en el laudo. Y es en esta faceta en la que todavía queda camino por recorrer en Iberoamérica como, desgraciadamente, han puesto de manifiesto ciertas decisiones judiciales en Argentina, Brasil, Colombia, Panamá, México y Venezuela.
En lo que se refiere a la situación del Arbitraje en España, parece oportuno señalar, en primer lugar, que el Arbitraje en España tiene una larga tradición que se inicia en el Derecho Romano, en el que la institución del Arbitraje tuvo una amplia regulación y utilización y que tuvo su continuación en el Derecho histórico español, estando presente en el primer libro jurídico considerado hispánico, como es el Breviario de Alarico, en el que, aunque de una manera fragmentaria, se reflejan determinados aspectos característicos de la institución en el Derecho Romano postclásico. Seguimos encontrando la institución del Arbitraje en los principales instrumentos jurídicos, tanto en el ámbito que podríamos llamar estatal cuanto en los fueros reguladores del Derecho local, muy importantes en España y en los que encontramos, sistemáticamente, una referencia al Arbitraje.
Y es interesante observar que las ventajas y funciones que modernamente se atribuyen al Arbitraje se encuentran ya de manera clara en el Derecho histórico español, funciones que eran, por un lado, como nos dice la Ley de Madrid de 1502, intentar alcanzar una solución de las controversias jurídicas más pacífica y amigable que el proceso oficial y, por otro, sustituir el proceso oficial por otro privado, a fin de eludir determinados defectos técnicos propios del proceso oficial como son el exceso de gastos, la lentitud y el excesivo formalismo procesal o la incompetencia técnica de los que juzgan, como nos dicen muy elocuentemente las Ordenanzas de Bilbao de 1737, que justifican el arbitraje forzoso entre los Socios de una compañía mercantil para evitar ”pleitos largos y costosos capaces de arruinar a todos como la experiencia ha demostrado”.
Pero son, sin duda, Las PartidasI las que presentan la más extensa regulación de la institución, regulación que con sus modificaciones posteriores estuvo vigente hasta la promulgación de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855, que estableció un nuevo sistema de Arbitraje que quedó como único aplicable tras la promulgación del Decreto de Unificación de Jurisdicciones de 1878, que derogó el especial sistema mercantil contenido en la Ley de Enjuiciamiento sobre los Negocios y Causas de Comercio de 1830. Incluso puede decirse que España es, sin duda alguna, uno de los pocos países en que el Arbitraje fue considerado como un derecho fundamental y elevado al rango constitucional en la Constitución de Cádiz de 1812.
Toda esa larga tradición tuvo su antepenúltima manifestación en la Ley de Arbitraje Privado de Diciembre de 1953, que vino a regular la institución en conexión con las normas aplicables sobre la materia recogidas en el Código Civil y en la Ley de Enjuiciamiento Civil. Esa ley, que en el momento de su publicación podría estar justificada, con el paso del tiempo se convirtió en una auténtica ley contra el Arbitraje.
Afortunadamente, y gracias a los esfuerzos de los diferentes estamentos interesados y muy especialmente de las cámaras de comercio e industria españolas, se promulgó una nueva Ley de Arbitraje de 5 de diciembre de 1988, que aportó un nuevo marco jurídico para el desarrollo de la institución. La citada ley supuso y posibilitó el amplio desarrollo de la institución arbitral en nuestro país pudiéndose afirmar que el Arbitraje ha tenido a lo largo de los quince años de vigencia de la Ley del 88 hasta la promulgación de la nueva Ley 60/2003, una amplia utilización como medio de resolver los litigios y discrepancias entre los agentes económicos. Y como muy acertadamente señala la Exposición de Motivos de la Ley de 2003, ha aumentado en gran medida el tipo y número de relaciones jurídicas, sobre todo contractuales, para las que las partes pactan convenios arbitrales; se ha asentado el Arbitraje institucional; se han consolidado prácticas uniformes, sobre todo en arbitrajes internacionales; se ha generado un cuerpo de doctrina estimable; y se ha normalizado la utilización de los procedimientos judiciales de apoyo y control del Arbitraje.
A este respecto, es de justicia señalar que a ese extraordinario desarrollo ha contribuido, de una manera muy significativa, el tratamiento jurisdiccional que, dentro de sus respectivos ámbitos, han dado al Arbitraje tanto el Tribunal Constitucional cuanto el Tribunal Supremo y las audiencias provinciales, así como los jueces de primera instancia en las funciones que la Ley les había encomendado. La nueva Ley 60/2003, de 23 de diciembre de 2003, vino a consolidar ese desarrollo del Arbitraje y a posibilitar aun más el desarrollo del Arbitraje Internacional en nuestro país. Este es, quizás, el objetivo más claro que pretendía la nueva ley y que ha inspirado, condicionado y moldeado su texto.
Así, vemos que la Ley 2003, como una de sus innovaciones más significativas, opta por una regulación unitaria del Arbitraje interno y del Arbitraje Internacional, de forma que, salvo contadas excepciones, los mismos preceptos se aplican por igual a uno u otro, siguiendo así el sistema monista. Partiendo de esta premisa, la ley está inspirada básicamente en la Ley Modelo de 21 de junio de 1985 de la UNCITRAL/CNUDMI que, aunque está concebida fundamentalmente para el Arbitraje Comercial Internacional, el legislador español, siguiendo el ejemplo de otras recientes legislaciones extranjeras, ha considerado que su inspiración y soluciones son perfectamente válidas, en la mayoría de los casos, para el Arbitraje interno, ya que son pocas y muy justificadas las normas en las que se requiere una regulación distinta.
Con ello aspira, como se desprende de la propia Exposición de Motivos, a que en las muy importantes relaciones internacionales, en particular en el área iberoamericana, los agentes económicos puedan incrementar la utilización del Arbitraje sin tener que recurrir a instituciones de otro contexto cultural e idiomático.
Esta aproximación trajo, como primera consecuencia, un cambio importante, cual es la inversión de la presunción que la Ley 1988 contenía a favor del arbitraje de equidad en defecto del acuerdo de las partes, dando preferencia al Arbitraje de Derecho, con lo que se sigue la orientación más generalizada en el Derecho comparado. Cabe también señalar que la Ley 2003, según su Exposición de Motivos, aspira a representar un salto cualitativo respecto a la anterior de 1988 y ha querido incorporar elementos que favorezcan la rapidez, antiformalismo y eficacia, que son factores imprescindibles de la institución, junto a la aspiración de que la institución sea lo más autónoma y autosuficiente posible.
En ese sentido, puede citarse la recuperación, siguiendo el criterio de la Ley de 1953, de la posibilidad de ejecución provisional del laudo, sin perjuicio de que el ejecutado pueda solicitar la suspensión de la ejecución, siempre que ofrezca caución por el valor de la condena más los daños y perjuicios que pudieran derivarse de la demora en la ejecución del laudo. Con ello, se contribuye a reducir la presentación de acciones de anulación del laudo que respondan exclusivamente al objeto de demorar la ejecución del mismo, dañando de manera grave a la institución que tiene, como uno de sus objetivos, el resolver la controversia en el plazo más corto posible.
Igualmente, merece destacarse la regulación de las medidas cautelares que pueden adoptar, a petición de las partes, indistintamente los árbitros y el Juzgado de Primera Instancia competente. Y, por supuesto, y lo más importante, el mantenimiento de la limitación de los motivos de la anulación del laudo, contenidos en el artículo 41 de la Ley 2003, que sigue la regulación de la Ley Modelo en esta materia y que excluye la revisión del fondo del laudo, salvo en lo que se refiere al orden público, supuesto éste que la jurisprudencia recaída a lo largo de estos últimos años ha situado en sus justos términos.
En consecuencia, el regimén de la impugnación del laudo, configurado como verdadero proceso de anulación y no como recurso, sigue teniendo como base una tabla cerrada de causas o motivos de impugnación y que se enumeran en el artículo 41 de la Ley, en virtud del cual contra un laudo definitivo podrá ejercerse la acción de nulidad, exclusivamente:
– Cuando el convenio arbitral no existe o no es válido (inciso 1, literal a).
– Cuando una parte no haya sido debidamente notificada de la designación de un árbitro o de las actuaciones arbitrales; o no ha podido, por cualquier otra razón, hacer valer sus derechos (inciso 1, literal b).
– Cuando el nombramiento de los árbitros o el desarrollo de la actuación arbitral no se haya ajustado al acuerdo entre las partes, salvo que dicho acuerdo fuera contrario a una norma imperativa de la ley, o, a falta de dicho acuerdo, no se haya ajustado a la Ley de Arbitraje (inciso 1, literal d).
– Cuando los árbitros hayan resuelto sobre puntos no sometidos a su decisión o que, aunque lo hubieren sido, no pueden ser objeto de arbitraje (inciso 1, literales c y e).
– Cuando el laudo fuese contrario al orden público (inciso 1, literal f).
– Los motivos contenidos en los párrafos b, e y f podrán ser apreciados de oficio o a instancia del Ministerio Fiscal en relación con los intereses cuya defensa le está atribuida.
– En el caso de apreciación de los motivos c y e, la anulación afectará solo a los pronunciamientos del laudo sobre cuestiones no sometidas o no susceptibles de arbitraje, siempre que puedan separarse de las demás.
La acción de nulidad habrá de ejercerse dentro de los dos meses siguientes al de la notificación del laudo o en el caso de que se haya solicitado corrección, aclaración o complemento del mismo, desde la notificación de la resolución sobre esta solicitud o desde la expiración del plazo para adoptarla.
De acuerdo con la Ley 2003, la acción de nulidad había que sustanciarla por los cauces del juicio verbal ante la Audiencia Provincial del lugar donde se hubiera dictado el laudo. En virtud de la modificación introducida por la Ley 11/2011, el tribunal competente ha pasado a ser la Sala de lo Civil y de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma del lugar donde se hubiera dictado el laudo. No obstante, la demanda deberá presentarse conforme a lo establecido en el artículo 399 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y, en la misma, se expondrán los fundamentos que sirvan para apoyar el motivo o motivos de anulación invocados, proponiéndose la prueba que sea necesaria y pertinente. Y deberá ir acompañada de los documentos justificativos del convenio y del laudo arbitral. Por su parte, la Sala dispondrá los apremios necesarios para compeler a los árbitros a la entrega de las actuaciones arbitrales, si fueren necesarias y el recurrente no las hubiere podido obtener.
Aun cuando un altísimo porcentaje de los laudos son ejecutados de manera voluntaria, para asegurar la eficacia de la institución es imprescindible que la legislación positiva contemple los medios coercitivos necesarios para asegurar, en su caso, la ejecución forzosa de los laudos, que se rige por lo dispuesto en la Ley de Enjuiciamiento Civil y en los artículos 44 y 45 de la Ley de Arbitraje. En su virtud, el laudo arbitral es eficaz desde su notificación a las partes, por lo que, si transcurrido el plazo para ser solicitada su anulación éste no ha sido cumplido, podrá obtenerse su ejecución forzosa ante el Juez de Primera Instancia del lugar en que se haya dictado.
Como hemos señalado anteriormente, el laudo es ejecutable aun cuando contra él se haya ejercitado la acción de anulación. No obstante, el ejecutado podrá solicitar la suspensión de la ejecución siempre que ofrezca caución suficiente por el valor de la condena más los daños y perjuicios que pudieran derivarse de la demora en la ejecución. El Tribunal, tras oír al ejecutante, resolverá sobre la caución, sin que quepa recurso alguno sobre la decisión.
En lo que a los laudos arbitrales extranjeros se refiere, la Ley de 2003 entiende como laudo arbitral extranjero aquel que no haya sido dictado en España. El exequátur de laudos extranjeros se regirá por el Convenio de Nueva York de 1958, sin perjuicio de lo dispuesto en otros convenios internacionales más favorables a su concesión.
A este respecto, hay que señalar que, en su aplicación en España, la Convención de Nueva York implica que no existe ninguna limitación relatione personae y ese mismo criterio es aplicable, con carácter general, en los convenios bilaterales suscritos por España, en los que la nacionalidad o el domicilio de las partes en el acuerdo arbitral, o el de los interesados en la ejecución del laudo es, desde el punto de vista de la determinación del ámbito de aplicación, irrelevante.
La Convención de Nueva York mantiene también el criterio, que ya encontrábamos en la Convención de Ginebra, relativo a la ratione materia. Ha mantenido la facultad de los Estados de reservar su aplicación a los litigios surgidos de relaciones jurídicas consideradas comerciales por el Derecho interno, pero ha ampliado el ámbito de aplicación al señalar que esos litigios pueden derivarse tanto de una relación jurídica contractual, que era lo que prevean los textos ginebrinos, como de una relación jurídica no contractual (articulo I.3).
La posibilidad de reserva para los temas no comerciales fue incluida en la Convención, ya que se consideró que de otra manera sería imposible para algunos países, que distinguen entre las relaciones comerciales y no comerciales, adherirse a la Convención. Esta reserva ha sido utilizada por algo menos de la mitad de los Estados contratantes. España no se acogió a esta reserva, por lo que en nuestro país es de aplicación el Convenio de Nueva York a todas las sentencias que sean fruto de arbitrajes concertados para resolver diferencias surgidas sobre cualquier clase de relaciones jurídicas, sean estas contractuales o no. Y tampoco ha hecho uso de la otra reserva prevista en la Convención, la reserva de reciprocidad, por lo que en la práctica, puede decirse que es posible solicitar en España el exequátur de cualquier laudo arbitral no dictado en España.
En lo que se refiere a los convenios bilaterales que tiene firmados España, tampoco contienen limitaciones de ratione materia y, por tanto, son aplicables sea o no contractual, mercantil o no mercantil la relación litigiosa objeto del laudo.
Es evidente que cuando un Estado ha suscrito, por una parte, un Convenio multilateral, como el de Nueva York y, por otra, tratados bilaterales cuyos campos de acción se superpongan, sus normas se encontrarán en una situación de concurrencia que produce problemas de elección de la normativa aplicable. En el caso de España, el hecho que, como hemos visto, se haya adherido al Convenio de Nueva York en los términos más amplios, al no hacer uso de las reservas que ofrecía el Convenio, hacen que esa zona de coincidencia sea total, ya que se produce una superposición con los tratados bilaterales, puesto que los países signatarios y los supuestos abarcados en los tratados están también dentro del ámbito de la Convención de Nueva York1.
En estos supuestos, la relación entre ambos instrumentos debe determinarse atendiendo a: (i) Lo previsto al respecto por la Convención de Nueva York, (ii) la regla de conflicto de los tratados y (iii) lo establecido al respecto por el otro tratado coincidente.
En lo que se refiere a lo establecido por la Convención de Nueva York, hay que señalar que la misma adopta una posición muy liberal en lo que se refiere a sus relaciones con otros tratados. En efecto, en el articulo VII.1 encontramos dos previstos.
El primero conocido, como el more favourable right provision, reconoce la libertad de una parte para basar su solicitud de ejecución de un laudo arbitral en una ley nacional o en otros tratados en lugar de en la Convención de Nueva York. El otro previsto, llamado de compatibilidad, establece una afirmación general de compatibilidad de sus preceptos con cualesquiera otros acuerdos multilaterales o bilaterales relativos al reconocimiento y ejecución de sentencias concertados por los Estados contratantes, al señalar que la Convención no afecta a la validez de otros tratados multilaterales o bilaterales.
En cuanto a la aplicación de la regla de conflicto de los tratados, los dos principios fundamentales tradicionales son los de lex posterior derogat priori y lex specialis derogat generali, a los que, tanto la doctrina cuanto la jurisprudencia, han añadido un tercer principio que es la regle d’efficacité maximale o regla de máxima eficacia. Este principio de máxima eficacia, que sustituiría, en su caso, a los otros dos tradicionales, significa la posibilidad de aplicar las disposiciones convencionales legales más favorables en cada caso concreto de cara al reconocimiento y ejecución del laudo arbitral, o, dicho en otras palabras, significa que si un laudo no es ejecutable bajo un tratado que pudiera serle aplicable, pero sí lo es bajo otro que también pudiera aplicarse, se aplicará este último con independencia de si se trata de un tratado anterior o posterior o de ámbito general o específico.
A este respecto, hay que señalar, con satisfacción que el Tribunal Supremo español ha venido aplicando sistemáticamente el citado principio de máxima eficacia siendo buen ejemplo de ello el auto de 18 de abril 2000 (RJ200, 3239), en el que se reitera en anteriores pronunciamientos, en el mismo sentido, entre otros, AATS de 16 de abril 1966, 17 febrero 1998 (RJ1998, 760) y 7 de Julio 1998 (RJ1998, 6235).
El Convenio de Nueva York enumera taxativamente las causas que pueden dar lugar a la concesión o denegación del reconocimiento y homologación solicitados lo que significa una determinación taxativa de los poderes del juez del exequátur.
El artículo V de dicho Convenio excluye la revisión del fondo del laudo, que no procede en ningún caso, y establece las causas de denegación, que se dividen en dos grandes grupos: (i) A instancia de parte, a la que corresponderá la carga de la prueba y (ii) apreciables de oficio por la autoridad competente, que también podrán ser aducidas por la parte, en cuyo caso recaerá sobre ella la carga de la prueba.
Son apreciables a instancia de parte:
– La inexistencia o nulidad del convenio arbitral conforme a la ley que le resulte aplicable. – Cuando la parte contra la que se invoca el laudo no ha sido debidamente notificada de la designación del árbitro o del procedimiento o no haya podido, por cualquier otra causa, hacer valer sus medios de defensa. – Cuando en el nombramiento de los árbitros y en el desarrollo de la actuación arbitral no se hayan observado las formalidades y principios esenciales establecidos en la ley que resulte aplicable. – Cuando los árbitros hayan resuelto sobre puntos no sometidos a su decisión (incongruencia). – Cuando el laudo no es aún obligatorio o ha sido anulado o suspendido por una autoridad competente del país conforme a cuya ley ha sido dictado.
Son causas de denegación apreciables de oficio:
– La no arbitrabilidad del objeto de la controversia – Incompatibilidad del laudo con el orden público
El exequátur se sustancia según el procedimiento establecido en el ordenamiento procesal civil para las sentencias judiciales extranjeras. No es propiamente un procedimiento de ejecución, sino de homologación de decisiones extranjeras que, a través del mismo, se convierten en titulo ejecutivo y quedan equiparadas a las sentencias españolas y pueden, entonces, ser ejecutadas de acuerdo con el procedimiento previsto en la Ley de Enjuiciamiento Civil.
La Ley 11/2011 que, como veremos más adelante, vino a modificar la Ley 60/2003, establece en su artículo 46.2 que el exequátur se regirá por el Convenio de Nueva York, sin perjuicio de lo dispuesto en otros convenios internacionales; y, que el procedimiento para sustanciarle se determinará de acuerdo con lo establecido en el ordenamiento procesal civil para las sentencias extranjeras. Y en su artículo 8.6 establece que el órgano jurisdiccional competente para el reconocimiento de laudos o resoluciones arbitrales extranjeras será la Sala de lo Civil y lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma. Y que será competente para la ejecución de los laudos o resoluciones extranjeras el Juzgado de Primera Instancia, con arreglo a los mismos criterios. Estos cambios de competencia han quedado recogidos en el artículo 955 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, modificado por la Disposición Final Primera de la Ley 11/2011.
Por todo lo anterior, puede decirse, en definitiva, que la Ley 2003, desde su promulgación, ha servido a su objetivo de ofrecer un marco adecuado para el desarrollo del Arbitraje en España, tanto interno cuanto internacional.
No obstante, el legislador consideró que había capacidad de mejora y margen para realizar ajustes en algunas cuestiones que estaban planteando problemas interpretativos o que sencillamente la práctica aconsejaba retocar con el fin último de potenciar la designación de España como sede de arbitrajes internacionales, y que el camino para ello era introducir modificaciones en la Ley vigente 60/2003. Ello se ha materializado en la Ley 11/2011 de 20 de Mayo, de reforma de la Ley 60/2003, de Arbitraje y de regulación del Arbitraje institucional en la Administración General del Estado.
La Ley 11/2011, como se desprende de su titulo, a través de su Disposición Adicional Única, ha venido también a regular las controversias jurídicas en la Administración General del Estado y sus organismos públicos. Con ella se busca incorporar a la Administración General del Estado los beneficios de los medios alternativos de resolución de conflictos. La idea básica es reconducir aquellos pleitos entre la Administración General del Estado y sus organismos públicos, ya sean los que la Ley 6/1997 regula como las sociedades mercantiles estatales y las fundaciones del sector público, a una Comisión especial del Gobierno denominada Comisión Delegada del Gobierno para la Resolución de Controversias Administrativas, que decidirá sobre el conflicto concreto, evitando su judicialización. Aun cuando es evidente que esta regulación no puede considerarse como arbitraje, al estar incluida en la Ley de Reforma del Arbitraje, parece obligatorio poner de relieve esta circunstancia.
La reforma, finalmente, ha quedado reducida a centrarse en unos cuantos puntos básicos. Sin embargo, hay que señalar que el proyecto de ley fue objeto de numerosas propuestas de enmiendas, y su debate parlamentario fue largo y complicado, lo que, en mi opinión personal, debe interpretarse como algo muy positivo ya que refleja una actitud muy pro arbitraje tanto de la sociedad civil cuanto de los poderes legislativo y ejecutivo.
Por estas razones, he creído interesante referirme en detalle a esos cambios aunque no sean todos ellos, en sí mismos, de una gran transcendencia e importancia.
En primer lugar, se reubican algunas de las funciones asociadas al Arbitraje y los órganos jurisdiccionales. Se intenta elevar el rango de los órganos jurisdiccionales para que exista menos dispersión en las decisiones jurisdiccionales y al tiempo se reconoce más importancia a la materia arbitral pues son órganos de mayor rango los que tratan estos temas.
Es cierto que, en cuanto al reconocimiento del exequátur, es decir, el reconocimiento de laudos arbitrales extranjeros, podía haberse recuperado, como proponíamos muchos, la opción de atribución al Tribunal Supremo, que durante todo el tiempo que ha tenido asignada esa misión ha realizado una labor de extraordinario valor, produciendo una jurisprudencia acertada y absolutamente en línea con los criterios más avanzados dentro del entorno de los países con mayor desarrollo en el Arbitraje.
Sin embargo, parece ser que, en el momento de la promulgación de la Ley 11/2011, el legislador era más favorable hacia un Tribunal Supremo como verdadero tribunal de casación liberado de cualquier otra función distinta a esa. Por ello, la reforma opta por atribuir la función a la Sala de lo Civil y Penal de los distintos Tribunales Superiores de Justicia de las comunidades autónomas, con el pretexto de conseguir un doble objetivo: Mantener al Tribunal Supremo como una verdadera Corte de Casación y elevar a los Tribunales de mayor rango en cada Comunidad Autónoma una cuestión tan transcendental como es la del reconocimiento de laudos extranjeros. Quedaría, pues, en cualquier caso, pendiente algún ajuste futuro en la legislación procesal que permita que el Tribunal Supremo revise algunos asuntos en esta materia, permitiéndole fijar doctrina.
Otra de las cuestiones que más debate ha suscitado en la tramitación del proyecto fue la supresión del Arbitraje de equidad en el Arbitraje interno. La cuestión fue muy discutida en la fase de anteproyecto y ya en fase parlamentaria se constituyó como una de las cuestiones que centraron el debate. La idea inicial del legislador era derivar el Arbitraje de equidad hacia la institución de la mediación con el razonamiento que tienen características similares que las acercan. Afortunadamente, una serie de circunstancias y dificultades imposibilitaron que la opción pre-legislativa tuviera, finalmente, reflejo legislativo.
Un cambio que parecía menor, pero que tiene enorme trascendencia desde la perspectiva de la adecuación a las reglas uniformes y a nuestro sistema monista, es la supresión de la regla de pertenencia a la profesión de abogado para poder ser designado arbitro en los arbitrajes internos.
La redacción final emanada de las cortes mantiene la restricción a un determinado tipo de profesión o, al menos, a la de unos conocimientos. Las cortes entendieron que resultaba necesario tener conocimientos jurídicos para el ejercicio de la función de árbitro. Sin entrar en si dicha restricción pueda o no alejarnos de las reglas internacionales, y quizás de las legislaciones más modernas en el ámbito del Arbitraje, la introducción del término “jurista” supone un avance pues permite la designación como árbitros de profesionales no necesariamente abogados colegiados, dando entrada a otros profesionales con conocimientos en Derecho. Lo que queda claro, pues no ha podido ser alterado salvo que así se hubiera dicho expresamente, es la imposibilidad que se mantiene para aquellas personas que, por su normativa especial, son incompatibles y de cuyo cumplimiento las instituciones arbitrales deberán velar al designar. Por el hecho de haber pasado al término “jurista” sólo se elimina el requisito de la colegiación y, por tanto, de la profesión de abogado strictu sensu, no el resto de incompatibilidades que puedan afectar a los distintos profesionales o funcionarios sujetos a su propia legislación especial.
Tema relevante en la negociación parlamentaria fue la cuestión de los votos particulares. El proyecto, intentando una vez más otorgar mayor seguridad jurídica al Arbitraje e incentivar su uso, suprimía, o al menos no recogía expresamente, la posibilidad de que los árbitros emitiesen votos particulares. La justificación que se daba era que si el laudo es una decisión colegiada que requiere al menos adopción por la mayoría de miembros del órganos arbitral o, en su defecto, por el Presidente, no parece que el voto particular aporte mucho a ese laudo, cuyo contenido es el que aprueba, generalmente, la mayoría, salvo el de aportar fundamentos para una posterior acción de anulación.
Este fue uno de los temas más debatidos en la fase pre-legislativa y parlamentaria, lo que, en principio, demuestra la importancia para el mundo arbitral de la cuestión de los votos particulares. Ciertamente, el debate fue muy interesante, pues la cuestión de la admisión de los votos particulares y su participación en la conformación de la decisión colegiada admite diversas posiciones. Finalmente la redacción del proyecto se modificó y se incluyó un inciso en el que expresamente se permite, no el voto particular en cuanto decisión particular motivada y desarrollada que forma parte del laudo, sino la constancia de su voto en contra del laudo adoptado por la mayoría.
Otro de los asuntos novedosos, y que desde la configuración del proyecto se entendió como esencial para potenciar el Arbitraje, fue lo que bajo la rúbrica “Arbitraje Estatutario” regulan los nuevos artículos 11 bis y ter.
Es de señalar, en primer lugar, que esta reforma de 2011 ha venido a confirmar definitivamente la arbitrabilidad de las disputas societarias y engarza así con una tradición iniciada por el Cogido de Comercio de 1829 pero que se vio interrumpida y cuestionada, durante largos periodos, por lo que nos parece interesante referirnos, aunque sea brevemente, a esa evolución y comentar los puntos más sobresalientes de la nueva regulación. En efecto, el artículo 323 del Código de Comercio de 1829 imponía que todas las disputas entre los socios y las sociedades mercantiles debían obligatoriamente resolverse a través del arbitraje, incluso si los estatutos no lo preveían, y esa fue la formula obligatoria para dirimir disputas societarias en España durante la mayor parte del siglo XIX.
Sin embargo, la situación cambió con el Código de Comercio de 1885, que abandonó la imposición de un arbitraje societario, si bien, como no contenía ninguna previsión sobre la materia, en la práctica los estatutos de las compañías continuaron incorporando convenios arbitrales, con lo que hasta la promulgación de la primera Ley de Sociedades Anónimas en 1951, nunca se puso en duda la validez del Arbitraje Estatutario.
La nueva Ley de 1951 creó un procedimiento judicial especial para la impugnación de acuerdos sociales y a partir de 1956 el Tribunal Supremo entendió que, creado el procedimiento especial de impugnación, el Arbitraje quedaba totalmente excluido2. Sólo en 1998, la jurisprudencia por fin cambio y pasó a apoyar el Arbitraje aunque fuera tímidamente. El cambio se materializó en una Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado y en una Sentencia de 18 de abril de 1998 del Tribunal Supremo.
Sin embargo, tanto la resolución cuanto la sentencia del Tribunal Supremo dejaban un margen de duda respecto a la arbitrabilidad societaria, ya que si bien se consideraba posible el arbitraje en relación a las cuestiones relativas a la nulidad de la junta de accionistas y a la impugnación de acuerdos sociales, se establecía una excepción, como señalaba la propia sentencia citada al decir sin perjuicio, que si algún extremo está fuera del poder de disposición de las partes no puedan los árbitros pronunciarse sobre el mismo, so pena de ver anulado total o parcialmente su laudo.
Así las cosas, en 2003, el legislador promulgó la actual Ley de Arbitraje, la primera marcadamente pro-arbitraje y con una clara perspectiva internacional, que tampoco contiene referencia alguna al Arbitraje Societario, quizás por dos razones:
– Por un lado, porque adoptó el esquema de redacción de la Ley Modelo de UNCITRAL que tampoco menciona el Arbitraje Societario; y – Por otro, porque el legislador quizá pensaba que con la jurisprudencia favorable de la Dirección General de los Registros y del Notariado y del Tribunal Supremo, el Arbitraje Societario ya estaba consolidado.
Sin embargo, la Ley de Arbitraje no logró disipar todas las dudas y oscuridades que rodeaban al Arbitraje Societario ya que:
– Una parte importante de la doctrina siguió poniendo en duda que ciertos tipos de sociedades (cerradas/ abiertas), cierto tipo de disputas (aprobación de cuentas, convocatoria forzosa de la junta) o ciertas causas de impugnación (acuerdos nulos/ anulables/contrarios al orden público) pudieran ser arbitradas, o que ciertas personas (socios disidentes, administradores) quedaran vinculados; – Y la Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de julio de 2007 estableció (aplicando aún la Ley de Arbitraje de 1988) que una cláusula de arbitraje introducida o ampliada por acuerdo de la mayoría de socios, no vinculaba a los disidentes.
De esta forma se llega a mayo de 2011, cuando se decidió novar la Ley de Arbitraje de 2003, y entre las materias reformadas se incluyó, como hemos dicho, el Arbitraje Estatutario en las sociedades de capital, porque –como explica la propia Exposición de Motivos – el legislador era consciente de que en esta materia permanecían dudas y así pretendía aclararlas.
Como hemos señalado, la reforma se plasma en dos nuevos artículos, que se adicionan a la Ley de Arbitraje, con los numerales 11 bis y 11 ter. Y estos dos nuevos preceptos enuncian un principio general y tres reglas especiales.
El principio general es breve y enormemente claro: Las sociedades de capital pueden someter a arbitraje los conflictos que en ellas se planteen. La voluntad del legislador no ofrece duda: Establece por fin, y de forma clara e indubitada, la arbitrabilidad de todos los conflictos que surjan en el seno de una sociedad de capital, mencionando expresamente la impugnación de acuerdos sociales.
La primera regla especial viene a establecer el régimen de mayorías necesarias para la introducción de un convenio arbitral en los estatutos de una sociedad ya existente, exigiendo que la introducción del convenio arbitral se adopte por dos tercios de los votos correspondientes a las acciones o participaciones en que se divide el capital social. En consecuencia, y por aplicación del régimen de adopción de acuerdos en las sociedades de capital, los socios disidentes, los ausentes, así como los que votaron en blanco o nulo, también quedarán vinculados por el acuerdo adoptado.
La segunda regla especial se refiere a las impugnaciones de acuerdos sociales y en estos casos la ley: (i) Impone que el procedimiento esté administrado por una institución arbitral; y además (ii) impone que la designación de los árbitros se encomiende a dicha institución.
Existe, finalmente, una tercera regla especial que va dirigida a los Registradores Mercantiles. Recaído un laudo que anula un acuerdo social inscrito, debe cancelarse la inscripción registral –posibilidad regulada en relación con las sentencias judiciales firmes– y que el legislador ha extendido con buen criterio a los laudos arbitrales. La reforma de la Ley de Arbitraje ha venido a solventar esta dificultad, y ahora proclama que los laudos deben gozar del mismo tratamiento.
En cuanto al ámbito subjetivo del Arbitraje Estatutario, la Ley de Arbitraje se refiere en el primer párrafo del artículo 11 bis, a “sociedades de capital”. Aunque los siguientes párrafos no vuelven a repetir el concepto, del contexto se deduce que todo el artículo está pensado para ser aplicado a dicho tipo social. El ámbito subjetivo que el legislador ha querido otorgar al Arbitraje Estatutario definido en el artículo 11 bis queda, pues, circunscrito a las sociedades de capital, es decir, a las anónimas, limitadas y comanditarias por acciones reguladas por la Ley de Sociedades de Capital y que tengan nacionalidad española.
La Ley de Arbitraje añade un requisito de carácter formal: La cláusula de sumisión a arbitraje debe estar incluida en los estatutos sociales de la sociedad de capital. Así, se garantiza que adquiera publicidad registral, que se presuma conocida por socios y administradores, y que su efecto se pueda extender no solo a los existentes en el momento de su adopción, sino también a los que les sucedan en el futuro.
La anterior conclusión no implica que un convenio arbitral pactado fuera de los estatutos –por ejemplo en un acuerdo parasocial– carezca de validez. La tendrá siempre que la materia sobre la que verse la controversia sea de libre disposición conforme a Derecho. Pero ese convenio arbitral no quedará sujeto al artículo 11 bis y circunscribirá sus efectos a las partes que lo hayan consentido.
En cuanto a las sociedades cotizadas, nada impide la aplicación del sistema arbitral previsto en el artículo 11 bis a estas sociedades anónimas. En este punto, el legislador español ha seguido una vía distinta que el italiano: La reforma italiana del Arbitraje Societario excluye expresamente a las sociedades cotizadas. La reforma española, por el contrario, no acoge esta limitación y extiende la posibilidad del Arbitraje Estatutario a todas las sociedades de capital.
Hay que señalar que existen otras leyes estatales y autonómicas que también permiten expresamente a ciertas sociedades dirimir sus conflictos societarios a través del Arbitraje (por ejemplo, la Ley de Sociedades Profesionales y la de Cooperativas). Y aún fuera de estos casos tipificados, no existe inconveniente en que todas las sociedades, civiles o mercantiles, de nacionalidad española, y todas las corporaciones, fundaciones y asociaciones, reconocidas por la ley y domiciliadas en España, sometan los conflictos que surjan en su seno a la Ley de Arbitraje ya que todas estas controversias versarán sobre materias de libre disposición conforme a Derecho y por lo tanto son arbitrables.
Cuestión diferente es preguntarse si, en estos casos, se aplicará el artículo 11 bis. A nuestro juicio la contestación debe ser en sentido negativo. El precepto está reservado para las sociedades de capital, y sus especialidades están pensadas específicamente para este tipo de sociedades. Las sociedades que no sean de capital (y las restantes personas jurídicas) ni se benefician ni se perjudican como consecuencia del artículo 11 bis: La aprobación de la cláusula de sumisión a arbitraje no se regirá por la mayoría de dos tercios del capital (sino por el régimen que le sea propio), y no se obligará a que el arbitraje sea institucional y con designación de los árbitros por la institución. Los conflictos que surjan en el seno de estas sociedades y personas jurídicas se resolverán, por tanto, mediante un procedimiento ordinario, sujeto a la regulación general de la Ley de Arbitraje.
Resulta igualmente de interés la reforma que supone la obligación de suscribir un seguro de responsabilidad civil a los árbitros o a las instituciones arbítrales en su nombre. Esta regla es imperativa de la Directiva Europea de Servicios y supone un cambio general en la regulación de prestación de servicios. La idea es que el usuario esté cubierto ante las posibles negligencias de aquellos que los prestan como fórmula que garantice la indemnidad frente a los daños causados. No obstante, esta obligación no puede suponer una desventaja competitiva frente a otros ordenamientos aumentando los costes o planteando trabas al ejercicio del arbitraje.
De nuevo, se observa la introducción de una reforma con vistas al Arbitraje interno que se expande hacia el Arbitraje Internacional y que no era necesaria ya que, como es lógico, la generalidad de las Cortes de Arbitraje y los árbitros ejercientes como tal tienen ya su seguro suscrito.
En cualquier caso, la concreción de esta medida exige una norma reglamentaria en la que se fijarán las cuantías y alternativas al seguro, norma que no se ha producido hasta la fecha. Por otra parte, la propia reforma exime de ese seguro a las Entidades públicas y a los sistemas arbitrales integrados o dependientes de las Administraciones públicas. La norma reglamentaria fijará los entes concretos que quedan excluidos teniendo en cuenta la finalidad de la norma, que no es sino proteger frente a instituciones puramente privadas que no gozan del prestigio y control derivado de su naturaleza de base pública o relaciones con ésta.
Por último, citar la Disposición adicional única que regula las controversias jurídicas en la Administración General del Estado y sus organismos públicos. Esta Disposición incorpora a la Administración General del Estado, los beneficios de los medios alternativos de resolución de conflictos. La idea básica es reconducir aquellos pleitos entre la Administración General del Estado y sus organismos públicos, ya sean los que la Ley 6/1997 regula como las sociedades mercantiles estatales y las fundaciones del sector público, a una Comisión especial del Gobierno denominada Comisión Delegada del Gobierno para la Resolución de Controversias Administrativas, que decidirá sobre el conflicto concreto evitando su judicialización. No parece tener mucho sentido que distintos entes públicos de la Administración General del Estado judicialicen sus conflictos, incurran en costes innecesarios y demoren la solución si el gobierno del que dependen pueden solucionar la controversia. En este punto, no resulta tan importante la categorización de la institución sino la relevancia práctica de la misma. No es un arbitraje en sentido estricto pero no cabe duda de que es el medio alternativo para solucionar la controversia. La puesta en práctica del sistema y entrada en vigor requiere de un Reglamento que al menos establezca la estructura organizativa de la institución. Las reglas básicas y los elementos subjetivos y objetivos quedan suficientemente fijados por la norma que suponen un avance definitivo en la apuesta del Gobierno a favor de la incorporación de medios alternativos en todos los ámbitos en que sea posible.
Después de esta rápida revista de la situación en Iberoamérica y de la legislación positiva española, me gustaría referirme a una de las cuestiones básicas a las que las partes se enfrentan en el momento de la decisión de someter a arbitraje la solución de sus diferencias: El lugar que deben elegir como sede del arbitraje, ya que es un elemento fundamental para el objetivo que se persigue, que no es otro que la ejecución del laudo que se dicte.
Categóricamente, puede decirse que España cumple de manera sobresaliente todos los requisitos para ser elegida como sede de los arbitrajes internacionales.
En efecto, UNICITRAL, en sus Notas para la Organización de Procedimientos Arbitrales, señala que son cinco los factores claves que deben tenerse en cuenta para la elección de una sede idónea de un procedimiento arbitral: (i) El desarrollo de la legislación de Arbitraje Comercial del lugar del arbitraje; (ii) la existencia de un tratado bilateral o multilateral para el reconocimiento y ejecución de lados arbitrales; (iii) la conveniencia logística para las partes y los árbitros; (iv) la disponibilidad y el coste de los servicios de soporte; y (v) la ubicación de la materia objeto del arbitraje y la proximidad de los medios de prueba al lugar de arbitraje de prueba.
Es evidente que el más importante de estos cinco factores es el segundo, ya que afecta directamente a la ejecución de los laudos. Sin embargo, el rotundo éxito de la Convención de Nueva York, que ha sido ratificada por más de ciento cincuenta países, ha limitado la relevancia de ese factor como elemento diferenciador al haber sido adoptada la Convención por la inmensa mayoría de las naciones envueltas en el tráfico internacional.
En consecuencia, el factor que cobra mayor relevancia es el desarrollo de la legislación interna sobre Arbitraje Comercial del país en donde se plantea celebrar el arbitraje sin que ello signifique que deban olvidarse los otros tres factores que, aunque puedan calificarse de carácter práctico, también tienen su importancia y deben ser considerados.
Pues bien, como adelantaba, Madrid y España obtienen una nota muy alta del examen de los citados factores, como veremos a continuación.
España es parte no solamente del Convenio de Nueva York, sino también del Convenio Europeo sobre Arbitraje Comercial Internacional de Ginebra y tiene suscritos numerosos Convenios bilaterales sobre la materia y, además, como hemos visto más arriba en detalle, en su adhesión no ha hecho uso de ninguna de las reservas del Convenio de Nueva York y su aplicación por los tribunales ha sido siempre extremadamente favorable y homologable a la de los países más avanzados en el Arbitraje.
En cuanto a la siguiente cuestión, el desarrollo de la legislación arbitral de España, que debe analizarse bajo la doble perspectiva de la legislación actual y de la actitud de sus tribunales hacia el Arbitraje Comercial, también el resultado es altamente positivo.
En relación al primer aspecto, como hemos visto, España cuenta con la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, modificada recientemente por la Ley 11/2011 de 20 de Mayo, que vino a sustituir a la Ley 36/1988, que ya permitió un importante desarrollo del Arbitraje en España.
Esta Ley, basada en la Ley Modelo UNCITRAL, hace que España tenga una legislación uniforme con aquellas naciones que también han adoptado legislación basada en la citada Ley modelo y ofrezca un marco legal favorable para el desarrollo del Arbitraje.
En cuanto a la actitud de los tribunales españoles hacía el Arbitraje, puede afirmarse que es muy positiva como transciende de la jurisprudencia, incluso desde la Ley de 1988, que ha sido siempre protectora del Arbitraje Comercial como instrumento para fomentar el Comercio Internacional. A este respecto, es también importante señalar que el acceso a dicha jurisprudencia es muy sencillo para árbitros y abogados, lo que no ocurre en muchos países.
Finalmente, en cuanto a los otros factores prácticos, hay que señalar que Madrid, por ejemplo, es la capital con mayor número de vuelos con los países de Iberoamérica y una amplísima red de vuelos a todas las grandes ciudades europeas; tiene una gran oferta hotelera, de restauración y de servicios de todo tipo con una relación precio/calidad muy favorable. Y, por último, dispone de instituciones arbitrales consolidadas y de gran prestigio que ofrecen instalaciones y servicios de primer nivel a los usuarios del Arbitraje, y abogados con una altísima reputación profesional.
Si a todo ello unimos el hecho de que España es el principal inversor en Iberoamérica, comparte su idioma y su cultura, y es, además, puente geográfico entre Europa e Iberoamérica, la conclusión clara es que España tiene a su favor todos los factores para convertirse en un centro arbitral idóneo para resolver las divergencias entre empresas multinacionales europeas y empresas iberoamericanas, y de estas últimas entre ellas, como de hecho ya está sucediendo.
Notas
* Abogado. Presidente de Honor de la Comisión Interamericana de Arbitraje Internacional (CIAC). Ex Presidente Fundador de la Corte de Arbitraje de Madrid. Vicepresidente y Fundador del Club Español del Arbitraje. Miembro de la Comisión de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional. Miembro del Grupo Latinoamericano de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional.
I Nota del Editor: Las Siete Partidas (o las Partidas) son un cuerpo normativo que data del siglo XIII. A lo largo del tiempo, se han ido reformando, de tal forma que su vigencia se extendió a Hispanoamérica hasta el siglo XIX. Su valor es aún vigente, pues contiene regulación de diversas disciplinas.
1 GONZALEZ-SORIA, Julio. “Comentarios a la nueva Ley de Arbitraje 60/2003 modificada por Ley 11/2011”. Madrid: Thompson Reuters. 2011.
2 Sentencia del Tribunal Supremo de España de 15 de Octubre de 1956.
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