A veinte años de la Reforma de la Constitución Nacional (1)
Memorias de un constituyente
Horacio Rosatti (2)
1. El Pacto de Olivos [arriba]
En los prolegómenos de la Reforma Constitucional de 1994 los medios de comunicación y ciertos sectores de la política nacional criticaron el acuerdo previo al que arribaron los partidos mayoritarios, expresado en el llamado “Pacto de Olivos”, que fijó la agenda de los temas a tratar en la ley de convocatoria de la Convención reformadora y, en algunos casos, el sentido de la decisión que sobre ellos debía tomarse. (3) Este consenso previo fue asumido —por quienes lo combatieron— como una afrenta a la libertad de acción de la futura Convención Constituyente.
Disiento con esa crítica. Prefiero que las bases de una Reforma Constitucional se expresen —en la medida de lo posible— antes de la Convención, que se discutan en la sociedad y que se voten “previamente” y “por el pueblo” (en una o varias consultas populares y luego, en ocasión de la elección de convencionales). Las decisiones adoptadas de este modo tienen una mayor legitimidad que las que son producto del albedrío de un grupo de representantes reunidos en Asamblea por un tiempo limitado.
No es bueno que temas relevantes (tales como la forma presidencialista o parlamentaria de gobierno, la relación entre el Estado y la religión, el modo de designación de los jueces, los mecanismos del control institucional o financiero, entre tantos otros) sean escamoteados a la consideración popular previa para ser dirimidos, posteriormente, en una votación circunscripta y —eventualmente— por escasa diferencia de votos. ¿Se justifica entregar semejante poder a un grupo reducido de personas, por muy ilustradas que estas sean?
Tal vez en los momentos augurales del constitucionalismo, cargados de incertidumbre, violencia y romanticismo, pudo haber sido distinto. Tal vez los padres-fundadores de una nación, aquellos que cortaron los vínculos con una metrópoli o los que cambiaron sustancialmente un antiguo e ilegítimo régimen político, encarnando al constitucionalismo originario, pudieron haberse sentido con poderes sobrenaturales. Pero ellos también tuvieron su momento de extravío y —en algún caso— terminaron creyéndose Dios y luego murieron con su cabeza cortada, como Maximilien Robespierre. Los procesos que inauguraron, luego de pasar por el terror para llegar al Termidor, no pudieron evitar la gestación de fenómenos aberrantes en relación a los ideales que defendían (tales los casos de las revoluciones francesa y rusa, y los subsecuentes imperios napoleónico y estalinista).
2. El crucero [arriba]
En los días previos a la instalación de la Convención circuló el rumor creciente, luego confirmado, de que un lujoso barco amarraría frente a las costas de la ciudad de Santa Fe ofreciendo alojamiento “y otros servicios” a los convencionales que vendrían desde distintos lugares del país.
Los medios de comunicación hablaban del “crucero del amor” y, aun antes de que llegara a estas costas, especulaban sobre las comodidades que ofrecería y sobre sus posibles usuarios.
Lo cierto es que el emprendimiento resultó una pesadilla para sus desarrolladores: el barco (“Ciudad de Mar del Plata II”) no pudo amarrar frente a Santa Fe y debió hacerlo frente a Paraná, los promocionados servicios no fueron finalmente requeridos, los sesenta empleados contratados para servir a bordo debieron ser despedidos, la embarcación fue abandonada a su suerte frente a la costanera paranaense, sus dueños fueron jaqueados por los reclamos judiciales y, finalmente, la sociedad que constituyeron para el emprendimiento fue a la quiebra.(4)
3. La reelección presidencial [arriba]
La instalación de la Convención reformadora estuvo inicialmente dominada por el tema de la reelección presidencial. Se decía que era lo único que le importaba a los convencionales (o, al menos, a los que integraban el bloque mayoritario); se especulaba, incluso, con que una vez aprobada la cláusula de la reelección se buscaría alguna excusa para dar por terminada la tarea de la Asamblea reformadora, dejando pendiente cualquier otra cuestión.
Desde un punto de vista teórico, la posibilidad de la reelección presidencial y, en tal caso, cuántas reelecciones serán permitidas, remite a un debate mayor —ya clásico— dentro de las reflexiones que concita la democracia. Se trata de precisar si este tema debe ser dirimido por los protagonistas fundamentales de la democracia (el electorado) sin ningún tipo de prejuicio, o si existen criterios o principios “superiores” o “anteriores” —pero en todo caso moralmente obligatorios— que el electorado no puede vulnerar.
En realidad, la profundización del tema nos deposita en el umbral de la definición misma de la democracia: o se trata de un lugar, un ámbito, un escenario, una “forma” que se va llenando con los contenidos que el electorado quiere (contenidos fatalmente “históricos” y cambiantes) o se trata de la realización institucional de determinados principios o contenidos. En el primer caso podemos hablar de “una forma sin forma” que va modificando su apariencia y su volumen con las decisiones surgidas de la participación de la gente; en el segundo, se trata de alcanzar “una determinada forma” inmodificable o, también, “un contenido” que, si bien se mira, es lo contrario de la forma.(5)
La regla para dirimir el tema de la reelección (o no) del presidente de un país y los límites del número de reelecciones es, en el primer caso, sencilla: se trata de aplicar el principio de la mayoría; en el segundo caso, de lo que se trata es de verificar —con criterios no electorales— el grado de acatamiento a una definición previa sobre el tema que la comunidad asume como un legado valioso y cuya inobservancia descalifica al régimen infractor.
Profundizando este segundo criterio, deberíamos preguntarnos si habilitar o no la reelección de un presidente constituye un principio casi sagrado para el sistema democrático (como, por ejemplo, la abolición de la esclavitud o de la igualdad ante la ley), o si se trata de una cuestión opinable susceptible de ser dirimida por una mayoría histórica. En esta segunda hipótesis (habilitación de la reelección) habría que preguntarse respecto de si existen motivos para detener las posibilidades de reelección en una, dos o tres ocasiones, o si este tema también se debe dejar librado a la mayoría histórica.(6)
En los términos del marco teórico planteado más arriba, la Convención decidió que la posibilidad de la reelección presidencial no era un tema vinculado con la esencia misma de la democracia (como los derechos humanos, por ejemplo) y que, por lo tanto, podía ser dirimido por la afirmativa o la negativa, según el principio de la mayoría.
Aceptada la posibilidad de la reelección, quedaba pendiente el tema de la cantidad de veces en que un presidente puede renovar sucesivamente su mandato. La solución adoptada por la Reforma Constitucional de 1994 (posibilidad de una sola reelección) se ajusta a una ponderación prudente y razonable que no desoye las lecciones de la historia.
Lo cierto es que el debate de este tema terminó por agotarse a los pocos días de iniciadas las deliberaciones y, como cuestión político-institucional, a los pocos años de consagrada en el papel.
Si algo debería analizarse (y eventualmente revisarse) a futuro es la mantención de la chance presidencial para quien fue presidente dos veces por reelección, alternativa factible en nuestro régimen constitucional pero prohibida en el caso de Estados Unidos de Norteamérica.
4. El jefe de gabinete [arriba]
En la ley de convocatoria de la Convención el hiper-presidencialismo fue asumido como un hecho y su atenuación como una necesidad.
Las estrategias para lograr la mentada atenuación fueron varias. Des de el punto de vista funcional, la restricción de la amplitud presidencial para la designación de jueces y la delimitación de criterios para dictar normas materialmente legislativas (decretos de necesidad y urgencia y legislación delegada) se concretaron en el texto constitucional y se aplicaron luego con dispar eficacia. Pero, desde el punto de vista institucional, la estrategia de atenuación radicaba en la inserción del Jefe de Gabinete de Ministros.
En el seno de la Convención fueron perceptibles dos interpretaciones sobre esta figura:
• El Jefe de Gabinete como una especie de primer ministro con rasgos parlamentarios, ubicado entre el Ejecutivo y el Legislativo, operando como un fusible en caso de crisis (esta era la posición del Dr. Raúl Alfonsín, Presidente del bloque radical, primera minoría en la Convención);
• El Jefe de Gabinete como una especie de ministro coordinador, destinado a aliviar la tarea administrativa cotidiana del Presidente y fortalecer, de ese modo, el rol político-estratégico del titular del Ejecutivo (este era el criterio dominante del bloque justicialista, dominante en la Convención).
El texto reflejó el criterio de la mayoría, con algunas inserciones del pensamiento de la minoría.
A 20 años de la Reforma, debe admitirse que el Jefe de Gabinete de Ministros no ha sido ni fusible ni coordinador. En ocasiones, ni siquiera ha sido el primus inter pares (siendo el Ministro de Economía el ministro “fuerte” del gabinete).
5. Lo cumplido y lo incumplido [arriba]
No todos los objetivos propuestos por la Reforma Constitucional se cumplieron; algunos están aún pendientes de realización.
Entre los objetivos cumplidos, cabría remarcar: su contribución a la subsistencia del sistema democrático, la inserción de nuestro país en el derecho internacional de los derechos humanos, la creciente participación de la mujer en los asuntos políticos, el desarrollo de los llamados nuevos derechos (medio ambiente, de los usuarios y consumidores, etc.) y la ampliación de las garantías judiciales como el amparo, el habeas corpus y habeas data.
Algunos tópicos constitucionales no se cumplieron por ausencia de reglamentación legislativa (tal el caso del nuevo régimen de coparticipación federal, previsto por la Constitución en el art. 75, inc. 2); en otros casos por una deficiente legislación (casos de las leyes sobre composición del Consejo de la Magistratura); en otros supuestos por falta de voluntad política (la consulta popular fue prevista por la Reforma del 1994 y en veinte años nunca fue llevada a la práctica por los gobiernos de turno); y, finalmente, en otros casos, por falta de una adecuada cultura política democrática. El caso de la implosión de los partidos es tal vez el más representativo de esta patología; la falta de identidad partidaria y de buenos ejemplos propiciaron, entre otros, fenómenos como la cooptación de voluntades y el traspaso furtivo de candidatos antes, durante y después de una elección, hechos que multiplicaron la desconfianza del pueblo en sus representantes.
6. El frustrado traslado de la Capital Federal [arriba]
Por una suma de malentendidos, como diría Borges, terminé siendo el Vicepresidente del bloque mayoritario de convencionales. Esta circunstancia me permitió tratar en labor parlamentaria con los titulares de los bloques de los distintos partidos políticos representados en la Convención. Recuerdo en especial al presidente del bloque radical, Raúl Alfonsín, figura decisiva en la Asamblea.
Cierta tarde, habiendo finalizado la agenda con los temas del orden del día para la reunión de la jornada siguiente, aproveché que aún estaba en el salón y le pregunté: “Doctor, ¿por qué fracasó el traslado de la Capital a Viedma-Carmen de Patagones, proyecto que usted promovió y le fue aprobado por el Congreso?”. Alfonsín respiró profundo y me dijo:
Vea doctor, al día siguiente que salió la ley yo debí tomar el sillón de Rivadavia y mi escritorio y mudarme a la nueva sede, aunque fuera en el medio del desierto. Debí decirles en el acto a los ministros de mi gabinete que se consiguieran un hotel o una hostería y que hicieran lo mismo que yo. Todos los detalles de alojamiento e infraestructura se hubieran resuelto si nosotros estábamos en el lugar. Pero confié en la burocracia y la burocracia terminó por derrotarnos.
7. La maldición de nuestros ‘cuadros constituyentes’ [arriba]
Sabido es que el Congreso General Constituyente de 1853 tiene su cuadro alegórico: “Los Constituyentes del 53”, de Antonio Alice.(7) Lo que es menos conocido es que la Convención reformadora de 1994 también lo tiene. Se trata de un lienzo de 4x5 metros del maestro César López Claro titulado “Lex legum” (Ley de leyes) que un comentario de la época describe así:
La figura central de la composición representa a la República sosteniendo en su mano la bandera nacional. Hacia ambos lados de la composición el paisaje argentino se divide en dos grandes zonas: norte y sur, síntesis del país cálido y frío. Cierra la composición el conjunto de escudos de las veintitrés provincias argentinas, presididas en su parte central y superior por los de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos, sedes de este evento.
La pintura se instaló —durante los meses en que la Asamblea constituyente funcionó— en el hall de ingreso al Paraninfo de la UNL, donde sesionaba la Convención.
Terminado el evento se la trasladó a una pared ubicada en el descanso de la escalinata de acceso al primer piso del Palacio Municipal. Pero una huelga de empleados, avivada con quema de cubiertas, puso al lienzo en riesgo y debió ser retirado.
Sobrevuela sobre las obras pictóricas alusivas a nuestras Convenciones Constituyentes una cierta maldición que les impide estar donde debieran estar (aunque es justo reconocer que donde hoy están —en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso Nacional el cuadro de Alice, y en la Universidad Tecnológica Nacional de Santa Fe el de López Claro— lucen bien cuidadas).
El cuadro de Alice debería estar en nuestra Casa de Gobierno, donde se asentaba el Cabildo que fue sede del Congreso General Constituyente de 1853, o subsidiariamente en nuestra Legislatura, donde estaba previsto colocarlo luego de serle encargada la obra al pintor; y la obra de López Claro en el Paraninfo de la Universidad, sede de los debates de la Reforma de 1994, o en algún lugar destinado especialmente a recordar aquellos días de patriótico debate.
8. ¿Reformar la Reforma? [arriba]
Cada tanto, ciertas voces nos dicen que sería necesario reformar la Constitución reformada en 1994. Cada vez que escucho esta propuesta me pregunto: ¿de dónde viene esa costumbre tan argentina de reformar lo que no hemos cumplido en lugar de cumplir lo que hemos reformado?
Notas [arriba]
(1) Este artículo expresa únicamente la opinión de su autor y no la de los directores de la presente revista ni la del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.
(2) Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UNL). Convencional constituyente nacional en 1994 (Vicepresidente del Bloque de Convencionales del Partido Justicialista). Actual Presidente de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional.
(3) García Lema, Alberto, La reforma por dentro, Bs. As., Planeta, 1994.
(4) Londero, Oscar, “Un barco famoso está varado y saqueado”, en Clarín digital, 27/07/1997.
(5) Hemos desarrollado este tema en: Rosatti, Horacio, Tratado de Derecho Constitucional, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2011, t. II, 6ª Parte, Sección I, Capítulo único.
(6) Sabido es que la Constitución argentina de 1853/60 no previó la reelección del presidente y vicepresidente, supeditando la posibilidad de una nueva elección del primer mandatario al transcurso de un período gubernamental completo. La cláusula constitucional argentina originaria se apartó del modelo norteamericano; allí, la posibilidad de la reelección del presidente (cuyo mandato era y es de cuatro años) fue permitida de modo indefinido, es decir sin limitación en el número de ocasiones, hasta el año 1951. En el origen, uno de los pro-hombres de la organización de la nación norteamericana, Alexander Hamilton, en la serie de artículos escritos conjuntamente con James Madison y John Jay (luego compilados en forma de libro con el título de El Federalista), destinados a convencer a los Estados miembros que adoptaran la Constitución federal de 1787 para que cobrara vigencia en todo el país, explicaba que el mandato del presidente debía renovarse mientras “el pueblo de los Estados Unidos lo considere digno de su confianza”. Fue el primer presidente de los Estados Unidos, George Washington, una vez aceptada y vigente la misma Constitución por la que Hamilton abogaba —es decir, cuando el problema no era el de su adopción sino el de su vigencia—, quien declinó la posibilidad de un tercer mandato consecutivo —según se dice— por razones puramente personales. Thomas Jefferson, otro de los padres fundadores de la nación norteamericana, adoptó en 1807 el mismo criterio que Washington, convirtiéndolo —según la opinión de Herman Pritchet, La Constitución Americana, Bs. As., Tea, 1965, p. 394 y ss.— en “cuestión de principio”. Jefferson quería evitar que la presidencia pudiera ser asumida como un cargo vitalicio, tal como ocurre con las monarquías. Madison, Monroe y Jackson convirtieron el criterio de “no más de dos períodos” en “una tradición”, asignándole una vigencia más fuerte que la que suele acompañar a la letra escrita. La Reforma Constitucional, adoptando el criterio de Washington y Jefferson, se concretó en febrero de 1951 (Enmienda XXII), luego de la atípica experiencia de Franklin Roosevelt —sostenido por el pueblo norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial— que llegó a ser electo cuatro veces presidente. (7) Hemos tratado este tema en: Rosatti, Horacio, “Los Constituyentes del 53: Historia de un cuadro”, en Todo es Historia, n° 385, Bs. As., agosto de 1999, p. 46 y ss; y El molde y la receta. La novela de la Constitución, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2005.
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