JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:El problema del dogmatismo en el sistema penal
Autor:Grau, Diego M.
País:
Argentina
Publicación:Revista de Graduados de Derecho de la Universidad Austral - Número 3 - Junio 2017
Fecha:28-06-2017 Cita:IJ-CCCLXXVI-620
Índice Voces Citados Relacionados
1. Una cuestión preliminar
2. El dogmatismo en la Filosofía del Derecho
3. El dogma como concepto no vigente en el Estado de Derecho Constitucional
4. El problema axiológico y el normativismo
5. Consideraciones finales
Notas

El problema del dogmatismo en el sistema penal

Diego Matías Grau[1]

“… se puede dictar una solución acertada sin una posesión intelectual perfecta de la dogmática del derecho –igual que puede poseerse perfectamente la dogmática y ser incapaz de resoluciones razonables…”[2]

1. Una cuestión preliminar [arriba] 

Debo confesar que en los albores no tuve intención de delimitar este breve estudio a aspectos relacionados íntimamente con la ciencia penal, empero encontré en ese sistema el mejor lugar para ejemplificar un fenómeno que supo captar mi atención.

Sin embargo, la necesidad de hallar alguna suerte de verdad –teórica y práctica– como sustento de toda decisión judicial axiológicamente válida –para superar el tamiz de los paradigmas del Estado de Derecho Constitucional– no encuentra en el Derecho Penal el único lugar donde evidenciarse, sino que, por el contrario, es en cada uno de los posibles casos en que el Estado deba intervenir –sea bajo los principios de la oficialidad o la disposición– donde adquieren vigencia.

Empero, no puede negarse que el marco normativo que aborda los más graves conflictos intersubjetivos, que por tanto reviste la condición de ser el que mayor rigor impone en sus sanciones, por preservar bienes tutelados que por lo general no pueden considerarse disponibles, y por contener en virtud de ello mayor rigidez en cuanto límite a la discrecionalidad, toma la forma del mejor lugar para, llegado el momento de ingresar en los pormenores del saber práctico[3], convertirlo en la mesa de arena donde mostrar los conflictos y posibles soluciones.

2. El dogmatismo en la Filosofía del Derecho [arriba] 

Apuntado ello, podemos comenzar diciendo que en el ámbito de la ciencia el dogmatismo reviste la condición de una suerte de conjunto de postulados –o verdades– que se consideran principios no sujetos a cuestionamiento alguno, operando así como limites al razonamiento libre.

Sobre este aspecto se ha dicho que, mientras la aceptación científica de la verdad de una proposición empírica supone que se cuente con pruebas de validez intersubjetivas, la creencia dogmática se integra con la mera convicción subjetiva: la fe. El dogma no está abierto al debate crítico ni al test de los hechos; se obvian los criterios que determinan nuestro derecho a estar seguros de la verdad de una proposición –que es uno de los requisitos del conocimiento–[4].

En filosofía conformó –el dogmatismo– un movimiento que se consideró escuela, la que transitaba caminos muy contrarios a los del escepticismo. Los integrantes de esta corriente entendían que mediante la razón se podrían afirmar principios y reglas. Estas fueron las denominadas conclusiones a priori.

Se puede encontrar en la literatura del siglo XVI y XVII que la oposición entre dogmatismo –racionalista– y el escepticismo empirista supo ser muy aguerrida, al punto que pareció insuperable.

Y esto fue así porque empiristas advirtieron que algunos conceptos esenciales del racionalismo carecían de fundamento si se los pasaba por el tamiz de la experiencia, por lo cual pelearon contra ellos.

Kant abandonó el dogmatismo gracias a la influencia que tuvo de los empiristas ingleses, a quienes se lo supo agradecer. Luego daría inicio al movimiento denominado criticismo, que se muestra como la superación del dogmatismo, y también del escepticismo[5].

Más cercano en el tiempo, podemos decir –a la luz de lo brevemente expuesto, pero encontrando allí las texturas de su origen– que el dogmatismo actual pueda ser considerado como la corriente del pensamiento que admite la existencia de verdades, posiciones o principios incuestionables. Ante ello lo primero que notamos es que tamaña forma de abordar el conocimiento científico se encontraría lejana a los paradigmas de un Estado de Derecho Constitucional.

Y esto es así por cuanto al encontrarse el ser humano en el centro de todo análisis, y ser por naturaleza único e irrepetible, como así también sometido a incalculables experiencias durante el desarrollo de su vida en sociedad, la noción de encontrarnos sujetos a límites creados por reflexiones precedentes, sin permitirnos un análisis epistemológico, parecía poco efectivo si lo que buscamos es lo justo de cada uno, el summ del caso. La razón, como patrimonio exclusivo del hombre, puede no desarrollarse correctamente si partimos de la imposibilidad de cuestionarnos algunos conceptos, por más inconmovibles que puedan parecer[6]. Y es esa razón la que resurge luego del fuerte positivismo que gobernó al sistema jurídico en el modelo precedente –recordemos la pandectística, por dar un ejemplo–. 

Y es aquí donde no debemos olvidar que entre los elementos y características principales del neoconstitucionalismo se destaca, a contrario de aquello propio del modelo legalista, donde el estudio dogmático de la norma fue el camino a seguir, que hoy día la enseñanza se encamina hacia una posición crítica que implica per se la necesidad de profundizar en la vigencia de ciertos axiomas, faena que pueda de momento –al menos en materia penal– considerarse inacabada.

Estas particularidades no se trasladan al llano en la forma de un conflicto superficial, sino como un delicado entramado colmado de conceptos que llegan en ocasiones a colocarse en el lugar de postulados pétreos, aunque a veces los operadores no reconozcan con certeza el origen, pero sin embargo lo enarbolan sin posibilidad de abrir una discusión racional, ni siquiera aquella que pretenda integrarse exclusivamente con elementos cognoscitivos.

3. El dogma como concepto no vigente en el Estado de Derecho Constitucional [arriba] 

Resulta que a la luz de las características que posee lo que hoy conocemos como Derecho, la noción de dogma no parece ser adecuada a este proceso de evolución del sistema jurídico, y en el Derecho Penal se lo ve regularmente.

No por nada es que los lugares donde con mayor frecuencia se encuentran precedentes en los que el Poder Judicial[7] ha recurrido a conceptos propios del neoconstitucionalismo los hallemos en materia de acciones de amparo por afectación de derechos subjetivos, en acciones de clase, en lo atinente al control de actos de otros poderes del estado, e inclusive en aquello que se relaciona con las limitaciones a los poderes discrecionales en base a nociones de razonabilidad, siempre destacando el Derecho por sobre aquella norma positiva que pueda no ser en el caso considerada como derivación racional de aquel.

Esto es así, de tal suerte, que –salvo la interesante doctrina sobre delitos contra la humanidad– no fue hasta la intervención de la Corte en el conocido fallo Casal[8] –mediante el que alcanzó real vigencia el imperativo de derecho a la revisión integral de las sentencias–, que el sistema penal –en este caso en materia de procedimientos– parecía relativamente inmune a los postulados actuales.

Puede notarse, inclusive, que en ocasiones donde en esta materia se intenta abordar algún posible espacio de conflicto –lo que parte de la doctrina denomina puntos de contacto entre derechos fundamentales– parece darse un inquebrantable permiso hacia la consideración abstracta de las pretensiones, neutralizando en ocasiones la posibilidad del otro justiciable de desarrollar argumentos de peso que puedan proveer a decisiones justas. Y esto se lo atribuyo a la cultura dogmática.

Es del caso decir que se comparte cualquier apreciación que sostenga que el individuo en cualquier tipo de contienda que ingrese en el sistema público parte de una situación de inferioridad si lo comparamos con todo el aparato que el Estado posee para ejercer la acción penal, y que por ello las garantías de raíz constitucional y supranacional –enmarcadas en un código de procedimientos que las traslada a lo concreto– colaboran con la intención de no transformar al juicio en una lucha desigual, evitando cualquier exceso que parta de una inaceptable inmoralidad y falta de ética del Estado. Pero no aparece necesario, ni siquiera en tales labores, el recurso al dogmatismo. Existen otras formas de asegurar el nivel de disponibilidad de los derechos.

Es cierto que el Estado no puede causar un mal pues fue concebido para satisfacer necesidades públicas, para ello se le delegaron facultades, y no puede convertirse en un quebrantador de normas. Ello no soportaría un análisis ético –salvo algún abordaje extremo de una ética teleológica, o utilitarista, que por definición no se comparte, desde que ese utilitarismo destruye los derechos humanos–. Lo que planteo es algo muy distinto, es intentar desentrañar lo real de lo aparente, más también analizar la relación del instituto con el fin, y eso no sería posible sin profundizar y cuestionar algunas pretensas verdades, que a veces resultan maleables por criterios irrazonables.

Me atrevo a decir esto porque, complementando la idea, no menos cierto es que en casos donde la presión de factores ajenos al Derecho ingresan en el análisis de posibles consecuencias de las decisiones, la línea argumental de algunos de estos preceptos parecen olvidarse –o forzarse hacia lugares nunca imaginados–, tanto sea en materia de interpretación constitucional de los institutos, como en lo que hace al peso que puedan jugar en la escala de discrecionalidad que en algunos casos poseen los jueces –como ser el margen de las penas–, aunque también en materia de análisis de las diversas soluciones que muestra la teoría del delito, como la consideración de elementos de prueba y el valor que puedan tener para llegar o no al estado de probabilidad o certeza que la diversa gama de pronunciamientos tiene como presupuesto. Y siempre se encuentra en postulados dogmáticos las respuestas, inclusive de parte de aquellos que adhieren a las teorías del uso alternativo del Derecho. Quizás haya que ingresar en aspectos deontológicos para comprender el fenómeno, aunque el estudio dogmático –del que es muy difícil apartar a los operadores– aporta su cuota de incidencia.

Se verá entonces que no es autoevidente su recurso en clave pro acusado, o pro bien común, sino que las soluciones alternan a favor de uno u otro, de acuerdo al postulado que en una suerte de abstracción, y en la coyuntura, le quede a medida.

Resulta, entonces, que parece acertado reconocer una de sus causas en el dogmatismo propio del Estado de Derecho Legal, el que se encuentra aún vigente pese a que debió superarse. La necesidad de colaborar con la noción de seguridad jurídica, lo imperativo de otorgar herramientas que permitan evitar los excesos de aquel absolutismo que superaron los hombres del siglo XIX, y la subliminal intención de limitar las facultades de los jueces, lo mostró como una herramienta que si bien poseía un confuso origen, cumplía con ciertos preceptos que se consideraban imprescindibles. Pero resulta que los paradigmas han cambiado.

A tal punto es evidente que para una gran porción de los operadores sus postulados mantienen vigencia, que ya superadas etapas de transición, las nociones que antes tuvieron como fin evitar en tan delicado terreno los excesos que vinieron de la mano de la arbitrariedad de los regímenes anteriores, se transformaron –en tiempos donde estos ya no existían– en la forma de proveer en el discurso a la noción de dignidad humana de la mano, por ejemplo, del inmortal principio de legalidad.

No se me malinterprete, no considero en sí mismo cuestionable a dicho principio, es más, si de evitar excesos de una entidad omnipresente y poderosa como el Estado se trata, bienvenido sea, sin embargo también es en su nombre que se generan graves injusticias, que atentan contra la dignidad de la persona en un sentido amplio.

Puede verse que de la mano de la prescripción, la irretroactividad de la ley, la idea de que lo que no está prohibido está permitido, y demás conquistas cívicas que demandaron cientos de años, también vienen las nociones de oficialidad[9] en la persecución de las infracciones, una concreta limitación a la discrecionalidad del juez en materia de penas, como la vigencia de una teoría del delito que, inclusive como construcción, excede lo poco que en su relación pudo ser legislado.

Y digo esto porque si bien los primeros supuestos dados oficiarían como garantes de una suerte de seguridad jurídica que en el fuero aún se preserva, las restantes pueden ser –y de hecho lo han sido– generadoras de desnaturalizaciones de la finalidad del Derecho como orden proveedor de paz social en pleno respeto de lo bienes humanos básicos.

Puedo dar como ejemplo una cuestión quizás demasiado provocadora, pero sirva de un sano intento. De encontrarse más abierta la comunidad jurídica a la introducción en materia penal de los elementos que integran el neoconstitucionalismo, podríamos en algún momento cuestionar la oficialidad en la persecución de la forma en la que viene legislada. No solo en cuanto muestra que es el Estado –representado por los fiscales– el que la debe ejercer, sino porque definitivamente tiene el deber de hacerlo, bajo sanción.

Es del caso, entonces, preguntarnos si ¿es posible considerar que en esta etapa de aceptación como ius cogens de principios imperativos que siempre estuvieron en la vida del hombre, que exista un lugar para el perdón? Al margen de algunas posiciones sobre lo que se ha dado en llamar pena natural, parecería definitivamente que no[10].

Pero resulta que el perdón puede acercarnos a la causa final del Derecho. Se trata de una institución –si es que le queda acorde el término– presente desde los inicios de la humanidad y elevada en su virtud por el cristianismo, empero el sistema penal no lo prevé, pese a ser quizás la mejor herramienta con la que pueda contarse, para lograr esa paz en ocasiones banalizada.

Vemos así que los principios de legalidad y oficialidad impiden posibles soluciones que en algún caso puedan ser justas. Algunos podrán decir que esto viene de la mano de la universalidad de la idea de igualdad ante la ley, y que dotar de mayor discrecionalidad a los jueces podría atentar contra ello. A quien lo sostenga puedo decirles que no hay dos personas ni dos hechos iguales en el mundo, y que desentrañar sus características, previo a analizar si una sanción le corresponde, y en su caso cual, y todo esto a la luz de su fin último, quizás sea la labor más delicada del operador judicial[11], y como tal no puede concebirse en un diálogo sincero que las reglas pétreas sean el mejor aporte que podamos entregar.

La fijación estática de penas tampoco introduce elementos que colaboren con la idea de lo justo –aparece aquí el necesario contenido moral–, desde que en éstas el margen de discrecionalidad otorgado al juez es tan mínimo que en ocasiones no alcanzan los argumentos aparentes para intentar forzar los hechos y la letra de la norma hacia una solución que permita al juzgador dormir con cierta tranquilidad.

Así es que, salvo escasas excepciones como el dictamen del Dr. Javier de Luca que en un caso solicitó una pena menor a la prevista en la ley[12]–, no suele verse soluciones armonizadoras –pues el Derecho debe armonizar– cuando a una persona se la encuentra culpable de alguna conducta que posee una pena desproporcionada. Empero, si se realizara un análisis detallado de la gravedad del injusto bajo la lupa del sentido común, y considerando aspectos de la persona –posibilidades de ganarse el sustento, ejemplos que tuvo en la vida, potencial posibilidad de enderezar sus conductas, etc.– una reacción estatal distinta, que cumpla en mejor medida con la resocialización sería posible. Si se le hiciera honor al principio de prohibición de excesos, y su perfeccionamiento bajo la forma de control de proporcionalidad o discrecionalidad, ello sería viable.

Hablé párrafos arriba de la teoría del delito, construcción dogmática por excelencia, si las hay. El Derecho Penal, pese a que su letra normativa en materia sustantiva no ha tenido grandes modificaciones, ha pasado de posiciones que se han dado en llamar peligrosistas, luego causalistas, y actualmente –la más aceptable de ellas debo decir– finalista.

Cada una de estas corrientes ha creado una teoría para establecer en qué casos hay delito, y un sin número de opciones y nombres propios para cada supuesto que pueda darse.

Así tenemos su integración –en la actualidad– dada por una noción de acción –humana y voluntaria– que debe ser típica –que esté prevista en la ley–, a la vez antijurídica –que no posea un permiso–, coronándose con la culpabilidad –que le sea reprochable–, y es en base a ella de donde se estudia dicha área del Derecho. No es posible, salvo que uno pretenda ser cuestionado como un desconocedor de la ciencia, abordar una defensa o una acusación sin tener en cuenta los preceptos que la teoría mencionada ha impuesto. Ahora bien, qué hacer si ello genera una solución lejana a la justicia del caso, o si opera como un factor que genera confusión[13]. Podrán decir que esto no es común, pero nadie puede negar que es posible.

Es aquí donde no debemos olvidar que, de un modo cuasi especulativo, todo argumento cayó a tierra cuando advirtieron que en la vida de los hombres había conductas reprochables que no tenían prevista sanción, y entonces aparecieron los delitos por omisión impropia –como también el dolo eventual–, ello en contra del mismo principio de legalidad, apareciendo así criterios utilitaristas relacionados al realismo jurídico adoptando un protagonismo que el método del que partieron no parece permitirlo.

Y esto es más que llamativo, pues, no puede negarse que la posición finalista proviene de reflexiones que le debemos a Aristóteles, en cuanto postuló que toda acción humana tiene una causa final, y a partir de allí se entendió razonable que las sanciones tengan en cuenta el aspecto subjetivo de la conducta –la que se incluyó en el tipo–, pero resulta que es de la mano del mismo pensador donde se hallaron los elementos de la argumentación jurídica que hoy no puede ser desconocida[14].

Así es que difícil faena es la de lidiar con la permanencia en el tiempo del dogmatismo pétreo del sistema penal.

E inclusive esa impronta, que se proyecta claramente en cuestiones que hacen al derecho sustantivo en sí, trascienden al terreno de lo procesal, dato que dificulta cualquier intención de profundizar sobre problemas que se verifican y proponer soluciones que se alejen de los cánones que puedan ser considerados aceptables en aquella interpretación poco permeable a los cambios.

Así es que podemos ver un constante recurso dialéctico a la noción de debido proceso con ritualismos excesivos que olvidan el fin último del Derecho y ponen en tela de juicio la vigencia de todo un sistema.

Se trata –el debido proceso– del medio para proteger bienes preservados constitucionalmente durante la tramitación de un juicio, pero que sólo se ven afectados cuando se los afecta, no cuando se postula su vulneración en base a falacias de autoridad, como el recurso a fórmulas dogmáticas. Sin embargo, muchas veces la sola mención de la alteración de alguna de estas garantías cívicas, lleva a los operadores a concebirse dueños de una forma de razón que el sentido común no autorizaría, como tampoco lo permitiría la mensuración de los bienes en juego.

Ante estos paradigmas, proponer en algunos supuestos recurrir a la razonabilidad, buscar métodos para controlar la discrecionalidad, y evitar así que se transforme en arbitrariedad, como también hablar de jerarquizaciones y destacar los beneficios de la mensuración –o en su caso del balancing test– no siempre encuentra en los científicos el campo más fértil para profundas reflexiones, y ello, entiendo, no obedece a otro aspecto más que lo estricto del método de abordaje que posee, cargado de dogmatismo.

Es del caso destacar que en el pensamiento de Carlos Santiago Nino se dio un espacio para desarrollar reflexiones sobre este particular aspecto, no siempre tratado por la doctrina. En un ensayo titulado “Consideraciones sobre la dogmática jurídica”, cuya primera edición data del año 1984, el autor supo abordar el tema que motiva este diálogo, haciendo referencia particular a la dogmática penal.

Puede así verse que luego de desarrollar reflexiones acerca de las características del dogmatismo en la ciencia, y una cruda crítica sobre las limitaciones que tal posición entrega al estudio de las ciencias jurídicas, ingresa en la posición iusnaturalista. Reconoce allí una dirección hacia la necesidad de desarrollar estimaciones axiológicas para otorgarle valor a las principales normas vigentes. Ante ello no duda en decir que es una consecuencia de esta concepción la afirmación de que el jurista estaría mal encaminado si no hace una apreciación valorativa de las normas que pretende ingresar a su sistema; en caso contrario su ceguera dogmática lo llevaría a confundirlo todo, poniendo en el mismo caso al Derecho con el régimen de un gansgter[15]. 

Con todo, el Derecho Penal aparece como un lugar cuanto menos adecuado para sumergirnos en busca de las fundaciones del problema y promover la discusión sobre si en efecto los paradigmas del proceso de evolución que el derecho transita es aceptado por la comunidad jurídica en general, o en su caso impresiona como un permiso al que solo pocos se atreven, desde que la profundidad que lleva consigo el Estado de Derecho Constitucional no llegó al punto en el que el cuestionamiento de los paradigmas legalistas esté a la orden del día.

4. El problema axiológico y el normativismo [arriba] 

Pueda por caso ser necesario que el universo de los juristas retome al menos parcialmente las preguntas primeras, aquellas que se formula la filosofía del derecho, aunque en especial la que afronta el lugar que los valores tienen en la ciencia de la que nos ocupamos.

Así, luego de responder qué es el derecho, qué es el saber jurídico, y qué sistema lógico tiene el Derecho, se imponga internarnos en lo que para algunos emerge como un misterio en la concepción tradicional –vgr. Kelseniana–, es decir el contenido moral que debe a nuestro juicio integrar a todo aquello relacionado con lo jurídico.

Hago referencia a los valores que juegan un papel trascendental en la construcción de los elementos de los que se sirve el Derecho, y en su aplicación. Se trata de un plano que los demás –lógico, lingüístico, normativo y fáctico– suponen y, a la vez, vienen a corregir para llegar a la solución justa.

Estos valores aparecen como necesarios, y en consecuencia debe recurrirse a ellos, cuando la solución adecuada no se encuentra en otros lugares.

El problema axiológico se identifica con los principios, aunque pueden existir valores que no hayan sido reconocidos como principios jurídicos y sin embargo ser material fecundo para su consideración. 

Quizás una de las mejores formas de descifrar cuál es el lugar que ocupan los valores –luego transformado en principios al ingresar en el ámbito jurídico–, devenga de analizar la posición que sobre el asunto tiene cada escuela, y a partir de ella, conociendo las particularidades del modelo actual, reconocer los pormenores del recurso y tomar una posición, para así promover un estudio profundo del Derecho. Sin embargo, ello implicaría otro trabajo, el que en algún momento abordaré. En este caso nos limitamos a una visión no positivista, pues es la que adhiero, del modo que habrán advertido. 

5. Consideraciones finales [arriba] 

En materia penal suele hablarse de axiomas propios del sistema, interpretable como premisas que, por considerarse evidente, se aceptan sin demostración, como punto de partida para sostener fórmulas en el abordaje de los conflictos. Empero, y en cuanto propio del saber práctico, el Derecho regula vidas humanas, las que si bien poseen en su esencia un núcleo de bienes indisponible, se completa con infinidad de variables que torna irrealizable su estudio bajo axiomas rígidos que no contemplen excepciones acordes a la cuestión que en su caso toque analizar. Recordemos que según Heráclito (presocrático), nunca nos bañaremos en el mismo río, y Hegel toma esta idea en su noción de constante cambio.

Aristóteles supo decir en su ética a Nicómaco que “es propio del hombre instruido buscar exactitud en cada género de conocimiento en la medida en que lo admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión, como reclamar demostraciones exactas a un retórico”, y ello parece quedar a medida del caso, pues hasta qué punto puede pretenderse aún mantener la rigidez de un sistema cuando el estudio de su objeto no puede acabarse en el saber especulativo.

La discrecionalidad, mas allá de las sutilezas en cuanto a los alcances de la discusión que entre Hart y Dworkin se dio en relación a su origen y alcance, aparecería como necesaria para encontrar en cada conflicto la respuesta adecuada, y si bien es aceptable el temor a los excesos, no podemos olvidar que ese mismo reparo fue el que generó el positivismo decimonónico y siguientes escuelas, cuyo modelo sabemos colapsó luego de la segunda posguerra. 

Deviene así preferible sus riesgos a la aplicación –que aunque racional, por no admitir valores– en ocasiones irreflexiva de un precepto acorde al denominado principio de legalidad –inclusive el procesal–, por cuanto este último por sí mismo no garantiza la vigencia de los Derechos Humanos. Puede operar como guía, pero la vida de los hombres habilita el permiso a excepciones cuando su fin es el pleno respeto a la dignidad humana, como es el caso de las penas desproporcionadas.

De otra parte, me permito cuestionar que a esta altura de la etapa de la evolución del saber jurídico las formas sean un fin en si mismo. A mi juicio esas formas procesales, y siempre que tengan como fin garantizar el transito durante el proceso respetando los derechos fundamentales, operan como una guía supeditada a mandatos de optimización propios de los principios. La sustancia, en todo caso, no lo es sólo la consagración del derecho, sino también la verdadera disponibilidad que el ciudadano tenga de éstos. De allí que la proporcionalidad o razonabilidad funciona como método para darle real vigencia a los postulados que pretenden el pleno respeto de la dignidad humana, ello en el caso de no encontrar una respuesta adecuada en la letra positiva. Por ejemplo la noción de juicio previo no abarca per se un cúmulo de normas de procedimiento, sino el respeto de aquello necesario para que pueda considerarse que hubo un juicio justo, sometido a reglas, claro, pero nunca consagrando a estas como lo sustantivo.

Las reglas en sí mismas no garantizan todo, al punto que si fuese por la letra de los ordenamientos procesales se podría, sólo superando algunas formalidades o requisitos, la incorporación de prueba sin el control del imputado; pero fue necesaria la intervención jurisdiccional –que interpretó y argumentó–, para evitar excesos y darle real vigencia al control de la prueba (vgr. fallo Benitez CSJN).

Sin embargo, y de ser una variable a considerar, pueden plantearse inconvenientes en relación a legislaciones abiertas como ser códigos de grandes principios–, los que en parte se reconocen, pero entiendo que los sistemas fuertes que nos han precedido no garantizaban la justicia del caso, la historia es un ejemplo de ello. 

El positivismo estricto no tenía siquiera en cuenta un mínimo de contenido moral, y el saber teórico primaba ante un desatendido saber práctico prudencial. La necesidad de enfocar la atención en todo conflicto concreto sobre los derechos de personas, que por naturaleza son distintas, impide mantener intenciones de evitar alguna zona abierta en las regulaciones, desde que a partir de ese espacio es posible la valoración de diferencias para resolver la disputa con justicia, y no mantener a la jurisdicción atada cual autómata –aquello que se pretendió luego de la revolución francesa–. Recordemos que en el propio gobierno antes de Napoleón  se prohibió a los jueces todo tipo de interpretación[16].

Se nos presenta a su vez una paradoja: la estructura del estado de derecho legal no admite en la ciencia del Derecho las nociones de moral ni justicia[17], de allí que ese aparato conceptual no podría soportar valores y principios del modo que hoy los conocemos –pues estos tienen contenido moral–, como por ejemplo aquel denominado pro homine, sin embargo es frecuente ver su enunciación de parte de aquellos que mantienen el legalismo como centro de su estructura, ingresando así en contradicción.

Será cuestión, quizás, de promover en cada espacio retomar consideraciones primeras, echar mano a una suerte de epistemología, y convencernos finalmente de que difícilmente pueda siempre resolverse los conflictos con justicia si partimos de postulados incuestionables. La forma de aproximarnos al fenómeno debiera reinventarse, procurando atender al único fin en si mismo que la comunidad jurídica internacional puede con seriedad considerar: el hombre y sus derechos fundamentales. 

 

 

Notas [arriba] 

[1] Magíster en Derecho y Magistratura Judicial, Universidad Austral.
[2] Martínez Dorral, José María, “La estructura del conocimiento jurídico”, Universidad de Navarra, Pamplona, 1963, pág. 108.
[3]  Viene al caso recordar, en palabras de Martínez Dorral, que “… el conocimiento jurídico no es en modo alguno un saber especulativo. Es, con todas las consecuencias que ello pueda traer, un saber práctico (…) El objeto del conocimiento jurídico no es puramente especulable… se trata aquí de conductas, acciones, decisiones humanas (…) que no pueden ser entendidos privados de esa referencia a la realidad (…) la justicia, que lleva consigo tiene una tendencia inexorable a la realización, (prescriptivo), se trata de un intento de conformación de situaciones concretas y de sociedades determinadas
”. Op Cit. Martínez Dorral, pág. 16.
Por su parte, Massini Correas, dijo “En otras palabras, un objeto de conocimiento que consiste en una obra del hombre no puede ser conocido sino en una perspectiva practica, directiva, toda vez que su objeto de estudio está por hacerse (se está creando, algunos de sus aspectos están en potencia), y que de la orientación que se le de al obrar humano depende cual habrá de ser la forma que adquiere en definitiva (el acto acabado). Massini Correas, Carlos Ignacio, “La prudencia Jurídica”, Abeledo Perrot, Buenos Aires, pág 110.
[4] Ayer, Alfred Jules, “El problema del Conocimiento”, EUDEBA, Buenos Aires, 1968, pág. 37.
[5] Kant, Immanuel, “Crítica de la razón pura”, Colihue Clásica, Buenos Aires, 2009 –introducción de Mario Caimi, pág. XVIII/XIX–.
[6] Es interesante notar que inclusive Nietzsche, quien supo cuestionar algunos aspectos del pensamiento de Kant, no dudó al considerar como imprescindible admitir –en ocasión de hablar de errores en los que suelen caer los filósofos– que todo ha evolucionado y que no existen hechos eternos ni verdades absolutas. Desde este lugar supo decir que la filosofía histórica era esencial, siempre y cuando sea acompañada de . Nietzsche, Friedrich, “Humano, demasiado humano”, Ediciones Libertador, Buenos Aires, 2004, pág. 19.
[7] Vrg. Fallos CSJN Saguir y Dib (302:1284); Portillo (312:496); Bahamondez (316:479); Badaro (329:3089 y 330:4866); Peralta (308:1489); consumidores argentinos (333:633).
[8] CSJN, “Casal, Matías Eugenio y otro S/ robo simple en grado de tentativa”, recurso de hecho, causa Nro. 1681, rta. El 20-09-2005.
[9] Según una opinión doctrinal el principio de legalidad procesal “funciona como regla de obligatoria persecución penal de todos los hechos, presuntamente ocurridos, que generan hipótesis de delitos de acción pública. Se ha conceptualizado a la legalidad como la automática (…) e inevitable reacción del Estado a través de órganos predispuestos (…) que, frente a la hipótesis de la comisión de un hecho delictivo (…), se presentan ante los órganos jurisdiccionales, reclamando la investigación, el juzgamiento, y si correspondiere, el castigo del delito que se hubiere logrado comprobar. De este modelo de ejercicio de la acción penal pública se desprenden dos principios aplicables en distintos momentos: en el inicial se presenta la inevitabilidad de la preparación o promoción de la acción frente a la posible comisión de un delito, sin que se pueda evitar; y el segundo, una vez iniciada aparece el principio de irretractabilidad de su ejercicio, prohibiéndose, por regla, su suspensión, interrupción o cese, lo que importa su mantenimiento hasta el dictado de una sentencia definitiva y, en caso de condena, el agotamiento de la ejecución penal…” Almiron, Hugo Antolín, “Ministerio Público Fiscal –eficiencia y eficacia desde una mirada integradora–”, publicado en “Eficacia del sistema penal y garantías procesales ¿contradicción o equilibrio?”, compilador José I Cafferata Nores, Editorial Mediterránea, Córdoba, 2002, pág 5. Sin embargo considero que esa acepción parece más adecuada para lo que se conoce como principio de oficialidad.
[10] No corresponde incluir en el análisis del instituto del indulto, en tanto es propio y absolutamente discrecional del poder ejecutivo, y no habría un lugar concreto como para considerarlo parte del sistema judicial. Al margen de ello, la herramienta en cuestión no tiene como origen atribuirle al perdón el carácter de bien dado por naturaleza, sino más bien es la derivación de una facultad monárquica que no siempre ha influido positivamente. Tampoco se desconoce la previsión sobre perdón del ofendido que muestra en su letra el artículo 69 del Código Penal. Sin embargo esta lo es solo en relación a delitos de acción privada, marco conceptual que, a la luz de la escasa incidencia que en relación con el bien común, no se ajusta a los pormenores de éste trabajo.
[11] Recordemos sobre el tópico algunas reflexiones del estagirita: “…Y la desigualdad será la misma en las personas y en las cosas, dado que la misma relación que hay entre las cosas debe existir también entre las personas: en efecto, si no son iguales, no tendrán partes iguales, pues de los contrarios surgen las disputas y reclamaciones, cuando o los que son iguales no obtienen partes iguales o los que no son iguales obtienen partes iguales. Esto resulta evidente si consideramos los méritos…Lo justo es, pues, esto: lo proporcional, y lo injusto, lo que va contra lo proporcional…” Cfr. Aristóletes, Ética a Nicómaco, traducción de Vicente Gutierrez, Mestas ediciones, Madrid, 2010, pág. 118 y 119.
[12]  El Dr. De Luca es Fiscal General ante la Cámara Nacional de Casación Penal. Mediante el Dictamen n° 7285 en Causa Nº 16.261, “Ríos, Mauricio David s/recurso de casación”, de la Sala II del Tribunal ante el que actúa, entendió que en razón de argumentos varios, que giraban en torno a la proporcionalidad de la pena y el principio de culpabilidad, al acusado debía imponérsele una pena menor al mínimo legal.
[13] Recordemos aquella frase atribuida a Iering, quien, en su segunda etapa, abandonado ya el dogmatismo, y en franca crítica a la visión de Savigny, habría dicho: "Me da vértigo sumirme en esa literatura y cuanto más leo, más me confundo, a tal punto que cuando tengo que juzgar un caso práctico, sólo puedo resolverlo olvidándome por completo de todo lo que he leído y oído”. Extraído de Gordillo, Agustín, “Tratado de Derecho Administrativo”, 10ª ed., Buenos Aires, F.D.A., 2009, pág. 7.
[14] Uno de sus mejores exponentes es Robert Alexy, autor de la obra “teoría de la argumentación jurídica”.
[15] Nino, Carlos Santiago, “Consideraciones sobre la dogmática jurídica”, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989 –primera edición 1984, pág. 19/20.
[16] El art 10 y 11 decreto del 16-20 de agosto de 1790 de la Francia revolucionaría prohibía, antes del Code Civil, terminantemente toda interpretación de la ley de parte de los jueces.
[17] Recordemos que Savigny, Puchta y el primer Iering, entendían que solo era admisible una interpretación sistemática, gramatical e histórica. Inclusive Savigny, en sus escritos juveniles, no consideraba el fin, cuestión que en su madurez se permitió atender, aunque solo en casos excepcionales.



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