JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La fuerza normativa de la Constitución Nacional a la luz de los nuevos tiempos
Autor:Cafferata, Juan Carlos
País:
Argentina
Publicación:Revista Federal de Derecho - Número 13 - Agosto 2023
Fecha:10-08-2023 Cita:IJ-IV-DCXCI-886
Índice Voces Citados Relacionados
1.– Introducción
2.– La primacía de la ley
3.– La decadencia de la ley
Colofón
Notas

La fuerza normativa de la Constitución Nacional a la luz de los nuevos tiempos

Juan Carlos Cafferata

1.– Introducción [arriba] 

En la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París se encuentra depositada una varilla de platino e iridio conocida con el nombre de "metro patrón".

El metro, recordemos, es la unidad de longitud del Sistema Internacional de Unidades. Se define como la longitud del trayecto recorrido en el vacío por la luz durante un tiempo de 1/299.792.458 de segundo. Inicialmente fue creada por la Academia de Ciencias Francesa en 1791 y definida como la diezmillonésima parte de la distancia que separa el polo de la línea del ecuador terrestre.

Se realizaron mediciones cuidadosas al respecto que en 1889 se corporizaron en el metro patrón de platino e iridio a que antes me he referido. Este metro patrón es la medida que sirve para medir todos los demás metros que a partir de allí se confeccionen. El metro patrón es, entonces, la medida del metro.

¿Y para medir la corrección de la actividad administrativa sujeta a control jurisdiccional? ¿Con qué vara habremos de comparar el acto sujeto a control para concluir acerca de su adecuación? ¿Cuál será el patrón que deberán los jueces emplear para establecer si el acto administrativo impugnado debe ser anulado o mantenido?

Desde antiguo se afirma que la actuación de la Administración es sublegal, que la actividad administrativa debe ajustarse a la ley. Que la Administración se encuentra sometida al principio de legalidad. Esto importa afirmar que el patrón que debería emplearse para mensurar la corrección de la actividad administrativa del Estado es la ley.

Desde los albores de la revolución francesa, la ley poseía una indiscutible primacía frente a la Administración, a la jurisdicción y a los ciudadanos. El Estado liberal de derecho era un Estado legislativo que se afirmaba a sí mismo a través del principio de legalidad.

Dicho principio expresa la idea de la ley como acto normativo supremo e irresistible al que, en línea de principio, no es oponible ningún derecho más fuerte, cualquiera que sea su forma y fundamento.

¿Y por qué esto es así?

En su libro El Arte de Olvidar, Iván Izquierdo dice que el aspecto más notable de la memoria es el olvido. Que en nuestra mente hay más olvido que memoria. Que la memoria está hecha básicamente de olvido. Que olvidamos para poder pensar y olvidamos para no volvernos locos. Que olvidamos para poder convivir y para poder sobrevivir. Que para que podamos vivir es necesario un grado de represión o de negación.

Entre las formas de olvido menciona Izquierdo la habituación. La repetición de una conducta hace que vayamos olvidando los motivos por los cuales esa conducta era necesaria.

En ese sentido, la habituación puede contribuir a evitar que nuestra mente deje de hacerse preguntas y deje de dudar. Si repitiéramos inconscientemente conductas aprendidas, y no las cuestionáramos constantemente, perderíamos la capacidad de preguntarnos, de dudar, y con ello, la posibilidad de aprender.

Por virtud de la habituación olvidamos por qué actuamos de una manera determinada, y la reiteración de esa conducta hace que dejemos de interrogarnos por sus razones. Hay una frase que lo dice todo: "repetir es lo contrario de pensar".

Es que al no cuestionarse, al no preguntarse a cada paso "por qué", se olvidan –o no se aprenden nunca– las razones, los motivos por los que las cosas son como son.

"Por qué" es la pregunta mágica. Es la que debemos formularnos siempre si queremos ser algo más que robots.

Y para responderla, lógicamente, hay que indagar. Hay que estar dispuestos a demoler las construcciones hasta sus cimientos, para ver en dónde están apoyados. Después de todo, como dice Izquierdo, "solamente cuando se tira abajo un edificio aparece la piedra fundamental".

Veamos entonces si podemos responder la pregunta antes formulada: ¿Por qué la ley es el patrón del control? Para contestar este interrogante debemos comenzar recordando de qué se trata el Estado de derecho.

El Estado de derecho

La expresión "Estado de Derecho" hace referencia fundamentalmente a un valor: la eliminación de la arbitrariedad del ámbito de la actividad del Estado en sus relaciones con los ciudadanos.

Históricamente, superado el Estado de Fuerza y el Estado Policía, el bienestar de la comunidad, de todos y de cada uno de sus integrantes, pasaba a ocupar el centro de atención del Estado.

El Estado de Derecho liberal surgido de la revolución francesa se caracterizó por la imposición de una clase social, la burguesía, por sobre el poder omnímodo del monarca. Y la ley era el instrumento de la burguesía, dictada por el órgano formado por ésta, la Asamblea.

Entonces, el Estado de Derecho liberal decimonónico consistía principalmente en la subordinación de la Administración, de la jurisdicción y de los ciudadanos a la autoridad del pueblo representado por la Asamblea; a su producto: la ley; y a su corolario: el principio de legalidad.

Zagrebelsky[1] manifiesta que el principio de legalidad expresa, en general, la idea de la ley como acto normativo supremo e irresistible al que, en línea de principio, no es oponible ningún derecho más fuerte, cualquiera sea su forma y fundamento: ni el poder de decisión del rey y su administración, ni la posibilidad de omitir su aplicación o lisa y llanamente de interpretarlo por parte de los jueces, ni la resistencia de los particulares.

Visto desde la óptica de la jurisdicción, el juez estaba condenado a ser un personaje decorativo, cuya actividad se limitaba a repetir las palabras de la ley, sin agregarles ni quitarles nada. Era la boca muda de la ley, según expresión de Montesquieu.

Desde la óptica de la Administración, su sumisión a la ley se afirmaba en línea de principio, aunque tal principio tenía distintas concepciones. Así, no era lo mismo decir que la Administración debía estar sujeta y, por tanto, predeterminada por la ley, que simplemente delimitada por ella.

En el primer caso, prevalente en el monismo parlamentario francés donde sólo la Asamblea representaba a la nación y todos los demás órganos eran autoridades derivadas, la ausencia de leyes significaba para la Administración la imposibilidad de actuar. Todo lo que no estaba expresamente permitido por la ley estaba implícitamente prohibido.

En el segundo caso, extendido en Alemania y en las constituciones dualistas de la Restauración borbónica española, la ausencia de leyes que delimitasen las potestades de la Administración comportaba en línea de principio la posibilidad de perseguir libremente sus propios fines.

Respecto de los particulares, regía el principio inverso, el principio de autonomía, esto es, en ausencia de ley, libertad como principio: todo lo que no está prohibido por la ley se encuentra tácitamente permitido.

2.– La primacía de la ley [arriba] 

La primacía de la ley provenía de la concepción liberal ilustrada, tal como la recibimos de Locke, Rousseau y Kant. En el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Locke decía:

“Ningún edicto u ordenanza, sea de quien sea, esté redactado en la forma que lo esté y cualquiera que sea el poder que lo respalde, tienen la fuerza y el apremio de una ley, si no ha sido aprobada por el poder legislativo elegido y nombrado por el pueblo. Porque, sin esta aprobación, la ley no podría tener la condición absolutamente indispensable para que lo sea, a saber, el consenso de la sociedad, puesto que nadie existe por encima de ella con poder para hacer leyes, sino mediante su consentimiento y con la autoridad que esa sociedad le ha otorgado” (capítulo XI, parágrafo 134).

La idea dominante, entonces, era que la ley consistía en la expresión de la voluntad general, y por ello, y sólo por ello, la expresión normativa suprema.

La primacía de la ley se apoya en diversos caracteres, entre los que cabe mencionar la competencia, la generalidad, la no retroactividad y la abstracción.

Así, es de su esencia la generalidad, es decir, su aplicabilidad por igual a todos los ciudadanos, sin privilegio alguno. Esto era garantía de la imparcialidad del Estado, a la vez que entronización de la igualdad jurídica entre todos los ciudadanos

Otro carácter de la ley era su abstracción, derivada de la necesidad de contener prescripciones destinadas a valer indefinidamente, formuladas mediante supuestos de hecho abstractos. Ello garantizaba la certeza y la previsibilidad del derecho.

Por el principio de la competencia, sólo se consideraba ley a la emanada del legislador: la Asamblea.

Las leyes, finalmente, debían respetar el principio de no retroactividad, disponiendo para el futuro, lo que eliminaba la posibilidad de existencia de leyes dictadas ex post facto.

Las leyes, en definitiva, al estar situadas en la posición más alta, no tenían por encima ninguna regla jurídica que sirviese para establecer límites al legislador, que se consideraba omnímodo y coherente –también como consecuencia de la unidad y coherencia de la fuerza política que la expresaba: la burguesía–, sin necesidad de instrumentos constitucionales.

Para captar en plenitud estas ideas debemos comprender el concepto de ley por entonces vigente, opuestamente diverso al actual de las leyes que hoy conocemos, numerosas, cambiantes, fragmentarias, contradictorias, ocasionales.

La ley por excelencia era entonces el código civil napoleónico, aprobado por ley del 24–3–04, que se pensaba había previsto todas las alternativas y posibilidades que la vida de relación podía producir. De similar manera eran las otras grandes leyes que, en materia administrativa, constituían la organización de los estados nacionales.

La concepción de este Estado de derecho que venimos señalando era el positivismo jurídico, según el cual sólo era derecho el consagrado en el texto legislativo expreso.

Esa concepción, sin embargo, viene sufriendo desde hace tiempo los embates de la propia realidad jurídico–política y, más recientemente, también de la teoría, hablándose de una auténtica crisis de la ley, que ha desembocado en el actual Estado de derecho constitucional.

En ese sentido dice Zagrebelsky que la ley, por primera vez en la época moderna, viene sometida a una relación de adecuación y, por tanto, de subordinación, a un estrato más alto de derecho establecido por la constitución.

3.– La decadencia de la ley [arriba] 

Los motivos prácticos y teóricos de la decadencia de la ley son diversos, al decir de Zagrabelsky.

En primer lugar, podemos mencionar la diversificación de la ley y la competencia entre los distintos tipos de leyes. Es característica de los estados federales un doble tipo de legislación: las leyes federales y las dictadas en órbitas provinciales y aún municipales, presentándose en no pocos casos confusiones y superposiciones de competencias en las regulaciones legales. Esto sin contar con que el art. 75, inc. 24, de la Constitución Nacional faculta al Congreso a

“Aprobar tratados de integración que deleguen competencias y jurisdic­ción a organiza­ciones supra estatales en condiciones de reciprocidad e igualdad, y que respeten el orden demo­crático y los derechos humanos. Las normas dic­tadas en su consecuencia tienen jerarquía su­perior a las leyes”.

Esto supone la cesión de una porción de soberanía o competencia legislativa en ciertas materias a favor de las referidas organizaciones supraestatales, haciendo que estos distintos tipos de manifestaciones legislativas dejen de ser la expresión de una única y soberana voluntad, con afectación del principio de competencia.

De otro costado, la multiplicidad y especialidad de las nuevas funciones que al Estado moderno se le requieren ha impuesto que necesariamente, dejando de lado la necesidad de existencia de reglas jurídicas generales y abstractas, debieran dictarse actos aplicativos individuales y concretos. Comenzó entonces a gestarse una desordenada inflación legislativa que incluye leyes a medida o singulares, leyes edicto (como las de presupuesto), leyes programa, leyes de habilitación al gobierno e incluso leyes puramente retóricas, todas las cuales carecen de un verdadero contenido normativo. Son, por lo general, expresiones de deseos o propósitos, decisiones de acción, o simples órdenes singulares y concretas. Pero no son propiamente leyes porque han perdido su carácter de generalidad y abstracción, y se han convertido en actos de conformación política mediatizados por las coyunturales mayorías parlamentarias y los grupos partidistas que las dominan.

De otro costado, la época actual viene marcada por una pulverización del derecho legislativo, ocasionada por la multiplicidad de leyes de carácter sectorial y temporal, de reducida generalidad o bajo grado de abstracción, hasta el extremo de "leyes a medida" y las meramente retroactivas, en que no existe intención legislativa en sentido propio.

Esto obedece a la existencia de grupos y estratos sociales que participan en el mercado de las leyes, condicionando la actividad del legislador mediante presiones de intereses corporativos, lo que conspira contra el principio de generalidad.

Existen por ello mismo multiplicidad de leyes dictadas ad hoc, destinadas a tener una vigencia efímera y a ser sustituidas cuando surjan nuevas necesidades, poniendo así en crisis el principio de abstracción.

A ello debe añadirse la cada vez más marcada contractualización de la ley, ya que el proceso legislativo pasa a ser la conclusión de un proceso político en el que participan numerosos sujetos sociales particulares (grupos de presión, sindicatos, partidos), que buscan la aprobación de nuevas leyes que reflejen las nuevas relaciones de fuerzas. Las mayorías legislativas son sustituidas por coaliciones legislativas de intereses que operan mediante el sistema de do ut des. Para conseguir el acuerdo, todo es susceptible de transacción, incluso los más altos valores, los derechos más intangibles.

A la pulverización de la ley se agrega la heterogeneidad de sus contenidos y de los valores e intereses expresados en las leyes, que se convierten en manifestación e instrumento de competición y enfrentamiento social. La ley pasa a ser un acto personalizado, proveniente de grupos identificables de personas, y está dirigida a otros grupos igualmente identificables que persiguen todos ellos intereses particulares. La ley carece de generalidad y abstracción.

Así entonces, la multiplicidad de fuentes que ha sustituido al monopolio legislativo decimonónico constituye otro motivo de dificultad para la vida del derecho como ordenamiento.

Por todo ello, la ley, en un tiempo medida exclusiva de todas las cosas en el campo del derecho, se muestra menesterosa y necesitada de una norma superior que la controle y delimite, presentándose la Constitución como acreedora de tales títulos. La ley se convierte en objeto de medición, siendo destronada en favor de una instancia más alta.

Eso ha permitido decir a Zagrebelsky en otro libro que “la sujeción del juez a la ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista, sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuese su significado, sino sujeción en cuanto válida, es decir, coherente con la Constitución”[2].

En la nueva situación, el principio de constitucionalidad es el que debe asegurar la consecución del objetivo de unificación.

La acentuación de la fuerza normativa de la Constitución

Paralelamente a la decadencia de la ley se percibe un proceso de crecimiento y acentuación de la fuerza normativa de la Constitución que es, podríamos decir, "desempolvada", rescatada de la vitrina de los adornos y utilizada, cada vez con mayor frecuencia y asiduidad, como norma general fuente y garantía de derechos, y dentro de éstos, de un particular tipo de derechos: los derechos fundamentales o derechos humanos, definidos por Hierro como

“... aquellas libertades, inmunidades, pretensiones y potestades que corresponden a todo ser humano como condición necesaria para realizarse como sujeto moral y cuya satisfacción es condición necesaria y suficiente para justificar la existencia, el origen y el contenido de un sistema jurídico”[3].

El nacimiento del proceso antes descripto puede situarse en el año 1803, cuando la Suprema Corte Norteamericana dictó sentencia en los autos "Marbury vs. Madison", donde estableció que la Constitución era una norma que, de forma efectiva, limitaba las competencias normativas del Congreso, permitiendo a cualquier órgano jurisdiccional (en nuestro sistema de control difuso de constitucionalidad) la inaplicación de una ley que estime contraria a la Constitución.

Dice Fernández Valle que

“...el control de constitucionalidad en la Argentina es judicial porque los mismos jueces se lo confirieron. En ausencia de una referencia explícita en la Constitución, los magistrados de los célebres casos ´Sojo´ y ´Municipalidad de la Capital v. Elortondo´ se adjudicaron este poder, emulando lo decidido por la Corte Norteamericana en ´Marbury v. Madison´”[4].

La reiteración de esa jurisprudencia, la tácita aquiescencia del legislador y su seguimiento por parte de los tribunales inferiores dejó claro que la ley había dejado de ser suprema, incondicional y omnipotente, encontrándose limitada por los principios y por las normas constitucionales.

El control de constitucionalidad

Dice Fayt que “Se denomina jurisdicción constitucional a la potestad que tienen los jueces de controlar e interpretar la supremacía de la constitución nacional, cualquiera que sea la instancia o fuero al cual pertenezcan”[5].

La Corte ha manifestado en "Casal..." que

“La más fuerte y fundamental preocupación que revela el texto de nuestra Constitución Nacional es la de cuidar que por sobre la ley ordinaria conserve siempre su imperio la ley constitucional». Y agregó que «nuestro sistema conoce desde siempre el recurso que permite a los ciudadanos impetrar de sus jueces la supremacía de la Constitución sobre la voluntad coyuntural del legislador ordinario que se hubiese apartado del encuadre de ésta”[6].

Comentando ese fallo dijo Gil Domínguez que la Corte “despejó toda clase de dudas sobre el paradigma constitucional argentino que rige de manera progresiva desde 1853: el Estado constitucional de derecho que se manifiesta en las variadas acepciones del neoconstitucionalismo”[7].

La Corte tradicionalmente negó la posibilidad de que ese control fuera realizado por los jueces oficiosamente (olvidando que así lo fue en "Marbury vs. Madison"), pero esa jurisprudencia fue cuestionada por la minoría del Alto Tribunal en la causa "Mill de Pereyra…" (del año 2001), y finalmente dejada de lado por la mayoría en "Banco Comercial…" (del año 2004). A partir de allí, la jurisprudencia de todos los tribunales acepta sin cortapisas la necesidad de ejercer oficiosamente el control de constitucionalidad de las leyes.

Es más, en el modelo de Estado constitucional de derecho ya debería encontrarse superada la también tradicional jurisprudencia de la Corte que sostenía que la declaración de inconstitucionalidad de las leyes es un acto de suma gravedad institucional y debe ser considerada como una ultima ratio de orden jurídico. En tal sentido nos ha advertido Tinti:

“la afirmación de ser la declaración de inconstitucionalidad de una ley la última razón del orden jurídico se encuentra en pugna con nuestro sistema político y en contradicción con los mismos principios elaborados por la Corte. Debería desaparecer de las muletillas de la literatura judiciaria”[8].

En la misma dirección, y refiriéndose al Estado constitucional de derecho, apunta Gil Domínguez que “En este modelo, la declaración de inconstitucionalidad no es una vía excepcional, residual y de última ratio, sino que configura una práctica cotidiana, principal y de primera ratio”[9].

Control de convencionalidad

Pero acá no termina todo. Es que, por propia decisión constitucional, se reconoce la existencia de una instancia superior en materias determinadas, como es el caso de los tratados internacionales que, según el art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional, poseen esa jerarquía.

Mención especial merece, en el marco de los referidos tratados, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, o Pacto de San José de Costa Rica, firmada en la ciudad de San José de Costa Rica, el 22 de noviembre de 1969 y que la Argentina aprobó por Ley N° 23.054, referida especialmente a los llamados "derechos fundamentales".

Estos tratados están situados en la cúspide del ordenamiento jurídico, por encima no sólo de la ley, sino también de la propia Constitución. La ley y la Constitución deben ser interpretadas y aplicadas de conformidad con las cláusulas de la Convención de Derechos Humanos. Esta interpretación y aplicación se concreta por vía del control de convencionalidad, que ha sido definido por la Corte como un acto de revisión o fiscalización de la sumisión de las normas nacionales, a la Convención Americana de Derechos Humanos.

Cualquier regla jurídica doméstica (ley, decreto, reglamento, ordenanza, resolución, etc.) está sometida al control de convencionalidad

El Pacto de San José se encuentra por encima de todo el ordenamiento jurídico del Estado, sin omitir a la propia Constitución. El Pacto asume así condición de supraconstitucionalidad.

Siguiendo a Sagüés podemos decir que en el escenario latinoamericano, la sentencia pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso "Almonacid Arellano y otros vs. Gobierno de Chile", del 26 de septiembre de 2006, definió, dentro del marco de vigencia de la Convención Americana sobre derechos humanos, o Pacto de San José de Costa Rica, el "control de convencionalidad"[10].

El considerando 124 de ese fallo señala que

“La Corte es consciente de que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de ´control de convencionalidad´ entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esa tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana”.

El considerando 125 agrega un dato complementario:

“En esa misma línea de ideas, esta Corte ha establecido que según el derecho internacional las obligaciones que éste impone deben ser cumplidas de buena fe y no puede invocarse para su incumplimiento el derecho interno. Esta regla ha sido codificada en el art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de 1969”.

La doctrina fue repetida, sin mayores variantes, en los casos "La Cantuta vs. Perú", sentencia del 29 de noviembre de 2006, consid. 173, y "Boyce y otros vs. Barbados", del 20 de noviembre de 2007, consid. 78. Pero en el caso "Trabajadores Cesados del Congreso (Aguado Alfaro y otros) vs. Perú", del 24 de noviembre de 2006, consid. 128, la Corte Interamericana formuló algunas especificaciones y adiciones. Allí dijo:

“Cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque el efecto útil de la Convención no se vea mermado o anulado por la aplicación de leyes contrarias a sus disposiciones, objeto y fin. En otras palabras, los órganos del Poder Judicial deben ejercer no sólo un control de constitucionalidad, sino también de convencionalidad, ex officio, entre las normas internas y la Convención Americana, evidentemente en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales pertinentes. Esta función no debe quedar limitada exclusivamente por las manifestaciones o actos de los accionantes en cada caso concreto, aunque tampoco implica que ese control deba ejercerse siempre, sin considerar otros supuestos formales y materiales de admisibilidad y procedencia de este tipo de acciones”.

Posteriormente, en "Fermín Ramírez" y "Raxcacó Reyes vs. Guatemala" (considerando 63), del 9 de mayo de 2008, se volvió a ratificar esta doctrina.

Vemos entonces que la Corte Interamericana destaca que el material controlante no consiste exclusivamente en las normas del Pacto, sino también en la interpretación dada a esas normas por la Corte Interamericana, ya se trate de interpretaciones vertidas en sentencias o en opiniones consultivas. En otras palabras, el material normativo controlante está conformado por las cláusulas del Pacto de San José de Costa Rica, más la exégesis que de ellas ha hecho la Corte Interamericana.

El objetivo del "control de convencionalidad" es determinar si la norma enjuiciada a través de la convención es o no "convencional" (Corte Interamericana de Derechos Humanos, "Boyce y otros vs. Barbados", considerando 78). Si lo es, el juez la aplica. Caso contrario, no, por resultar "inconvencional". Dicha "inconvencionalidad" importaría una causal de invalidez de la norma así descalificada, por "carecer de efectos jurídicos". La inconvencionalidad produce un deber judicial concreto de inaplicación del precepto objetado.

El "control de convencionalidad" es asimilable en sus efectos al resultado del control de constitucionalidad ceñido al caso concreto, con efectos inter partes. La norma repudiada es inaplicada, pero no derogada. Por resultar incompatible con el derecho superior (en este caso, la Convención Americana), no se la efectiviza.

La forma del control

En razón de lo que hemos señalado, resulta que el parámetro para mensurar la corrección del acto administrativo sujeto a control no es ya sólo la ley, sino que el marco de control se ha ampliado notablemente, comprendiendo ahora a la Constitución, a los Tratados internacionales y a su interpretación realizada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En otros términos, el control debe realizarse teniendo en cuenta la totalidad del orden jurídico. Así lo establece el art. 174 de nuestra Constitución Provincial. Entonces, ya no deberemos hablar de control de legalidad de la actividad administrativa del Estado, sino de su control de juridicidad.

Zagrebelsky, refiriéndose a la idea de la ley como norma suprema, dice que

“esta vocación de la ciencia del derecho es la que ha sido mantenida por el positivismo acrítico en el curso del siglo XIX –aun cuando existe distancia entre esta representación de la realidad y la realidad misma– y todavía hoy suele estar presente, como un residuo, en la opinión que, por lo general inconscientemente, tienen de sí mismos los juristas prácticos (sobre todo los jueces). Pero es un residuo que sólo se explica por la fuerza de la tradición. El Estado constitucional está en contradicción con esta inercia”[11].

Pero no ésta la única mutación que ha de tenerse presente, en razón de las diversas estructuras y condiciones de aplicación de las normas legales y de las constitucionales o convencionales.

En efecto, como se ha señalado (y sigo en esto a Alexy[12], las normas jurídicas pueden ser estructuralmente distinguidas en reglas y principios.

Las reglas son normas de conducta que apuntan a proporcionar los criterios de nuestras acciones, señalando cómo podemos, debemos, o no debemos actuar en determinadas situaciones específicas previstas a priori por ellas. Las reglas operan a la manera de todo o nada: se cumplen o no se cumplen. Funcionan de modo excluyente, y sólo pueden ser cumplidas o no: cuando dos reglas confluyen en la resolución de un caso, sólo será aplicable una de ellas.

Si una regla es válida, ha de hacerse exactamente lo que ella exige, ni más ni menos. Las reglas, entonces, contienen determinaciones en el ámbito de lo fáctica y jurídicamente posible.

Los principios, en cambio, son ideas fundamentales que rigen el pensamiento o la conducta y que, sin contener pautas de acción, proporcionan criterios para tomar posición ante situaciones a priori indeterminadas, posibilitando una labor interpretativa adecuada para hacer justicia en el caso concreto. Son mandatos de optimización que pueden aplicarse o cumplirse en la forma de más/menos.

Los principios ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible. Pueden ser cumplidos en diferente grado y la medida de su cumplimiento depende no sólo de las posibilidades fácticas sino también de las jurídicas. El ámbito de las posibilidades jurídicas es determinado por los principios y reglas opuestos. No contienen mandatos definitivos sino sólo prima facie.

Los conflictos

Pero donde se advierte con mayor claridad la diferencia entre reglas y principios es en los casos de colisiones o conflictos.

Cuando se presentan dos reglas distintas para regular un mismo caso, sólo una de ellas habrá de hacerlo, quedando la otra derogada. Para lograrlo, habrá que introducir en una de las reglas una cláusula de excepción que elimine el conflicto, o declarar inválida por lo menos una de las reglas.

Y para establecer esto último habrá de acudirse a criterios interpretativos tales como el cronológico, según el cual la norma posterior prevalece sobre la anterior; el jerárquico, que determina que la norma superior desplaza a la de rango inferior; y el de especialidad, en cuya virtud la norma general es desplazada por la especial.

El concepto de validez jurídica no es graduable. Una norma vale o no vale jurídicamente.

En cambio, cuando colisionan dos principios, debe intentarse su compatibilización o, eventualmente, establecer cuál de los dos tendrá que ceder ante el otro. Pero esto no significa declarar inválido el principio desplazado, ni que en el principio desplazado haya que introducir una cláusula de excepción.

Lo que sucede es que, considerando las circunstancias fácticas y jurídicas del caso, se establece entre los principios una relación de precedencia condicionada. En alguna ocasión y según sean las circunstancias del caso, deberá asignarse precedencia a un principio por sobre el otro, pero en otro supuesto la solución podrá ser la inversa.

Esto es lo que se conoce como la dimensión de peso del principio por cuya consecuencia, a diferencia de la dimensión de validez de los conflictos de reglas, podrá un principio tener en un caso mayor peso que el otro, desplazándolo, pero en modo alguno invalidándolo.

Hay para ello diversos métodos, siendo los principales el de la jerarquización de los derechos fundamentales; el del balancing test; y el de la concordancia práctica.

El método de la jerarquización de los derechos fundamentales consiste en establecer previamente jerarquías o categorías previas y rígidas, a las que se recurrirá en caso de conflicto, asignando entonces primacía al valor o principio jerárquicamente superior.

El balancing test o ponderación consiste en contrapesar los bienes jurídicos en liza de acuerdo con las circunstancias del caso, para determinar cuál es más importante o pesa más en el supuesto, y cuál debe rendirse. Se opta por uno o por otro principio, el que se aplica totalmente, quedando el otro postergado también totalmente.

Estos métodos son criticados porque se sostiene que la Constitución no puede tolerar prioridades en su estructura. Que no hay principios absolutos o que en todo caso deban triunfar en caso de colisión. Que no deben existir en la práctica constitucional jerarquías tasadas previamente ni facturadas con miras al caso, sino que en cada litigio debe realizarse la mejor composición posible de los intereses en juego.

Por ello, autores como Serna y Toller[13] han propuesto otro método, el de la concordancia práctica, que postula que cuando se presenta un conflicto insuperable entre principios o valores constitucionales, los jueces deben buscar la compatibilidad y la armonía de los derechos antes que su oposición y contradicción. Este principio interpretativo postula que, encontrándose en pugna valores de linaje constitucional, no cabe anular uno en aras del mantenimiento del otro como postula el test del balanceo, sino compatibilizar ambos por vía de su concordancia práctica y de su interpretación armónica. Como acota Lorenzetti, “no se eliminan las normas incompatibles, sino la incompatibilidad de las normas. El intérprete realiza una interpretación correctiva”[14].

La función del juez

En este esquema, la función del juez ya no es más como cuando sólo tenía que lidiar con reglas en los llamados "casos fáciles", ya que en ese supuesto se imponía el esquema silogístico o el de subsunción.

La doctrina clásica postulaba que el razonamiento judicial debía adoptar la forma de un silogismo, en el cual la premisa mayor está constituida por la norma legal válida y vigente y la premisa menor por los hechos de la causa, debiendo establecerse si coinciden o no con las reglas a aplicar. De tal confrontación surgirá, entonces, la conclusión o resolución de la litis.

En ese orden de ideas enseñaba Ghirardi que

“la tarea fundamental y primera del abogado y del juez consiste siempre en la determinación de esas dos premisas. En todos los casos, se deben fijar las dos premisas fundamentales: la que muestra la norma aplicable y la que establece los hechos”[15].

Existiendo entonces una regla válida y aplicable, el juez debía resolver el caso conforme con ella, so pena de dictar una sentencia contra legem. Para ello debía delimitar los hechos; identificar la norma; y deducir la solución del caso.

Ahora, cuando el juez debe resolver aplicando normas constitucionales o convencionales que mayormente enuncian principios, se tornan frecuentes los llamados "casos difíciles", en los que el juez habrá de resolver el conflicto por medio de la argumentación, como medio de garantizar la razonabilidad de lo resuelto. Se presenta con mayor fuerza la necesidad de fundamentar la decisión, para lo cual el juez deberá realizar un esfuerzo de motivación o justificación, exponiendo las razones que ha tenido en cuenta para mostrar que su decisión es correcta o aceptable, para lo cual deberá dejar constancia de los actos de prueba producidos, de los criterios de valoración utilizados y del resultado de esa valoración. Así lo impone el art. 155 de la Constitución Provincial.

Dice Gascón Abellán que

“El instrumento jurídico enderezado a garantizar que el poder actúe racionalmente y dentro de unos límites es la motivación, que representa el signo más importante y típico de ´racionalización´ de la función judicial. La motivación es justificación, exposición de las razones que el órgano en cuestión ha dado para mostrar que su decisión es correcta o aceptable”[16].

Y Taruffo:

“La motivación es, pues, una justificación racional elaborada ex post respecto de la decisión, cuyo objetivo es, en todo caso, permitir el control sobre la racionalidad de la propia decisión. Estos principios generales son válidos también en referencia a la valoración de las pruebas y al juicio sobre el hecho”[17].

Colofón [arriba] 

En conclusión, es válido concluir que el patrón del derecho ha dejado de ser la mera letra de la ley. Por eso es que, en el desempeño de su ministerio, los jueces pueden –y deben– hacer mucho más que limitarse a repetir los textos legales, sino que habrán de hacerlo con un sentido crítico de justicia, considerando la totalidad del orden jurídico. Los jueces pueden, por ejemplo, en presencia de una ley inconstitucional, declararla así oficiosamente y omitir su aplicación al caso. O declararla inconvencional, como vimos. O pueden, en ausencia de ley, hacer lo que hizo la Corte en la Causa "Halabi..."[18] al admitir la procedencia de las acciones de clase sin ley que las regulara, tal como antaño hiciera con el amparo.

Dijo la Corte en “Halabi…” que frente a la falta de una ley en nuestro derecho que reglamente el ejercicio efectivo de las denominadas acciones de clase, el art. 43 de la Constitución Nacional es operativo y es obligación de los jueces darle eficacia, pues donde hay un derecho hay un remedio legal para hacerlo valer toda vez que sea desconocido, ya que las garantías constitucionales existen y protegen a los individuos por el solo hecho de estar en la Constitución e independientemente de sus leyes reglamentarias, cuyas limitaciones no pueden constituir obstáculo para la vigencia efectiva de aquéllas.

De tales afirmaciones se sigue que los derechos fundamentales contenidos en nuestra Carta Magna y en Tratados internacionales –como es el caso del segundo párrafo del art. 43– son operativos, aun ante la carencia de una ley que los reglamente.

Para finalizar, considero oportuno concluir este estudio haciendo propias las palabras de Lorenzetti, quien dijo que “…el juez en el desempeño de su tarea, no actúa como una máquina (una especie de cajero automático, una computadora), sino como un ser inteligente que no sólo opera con textos legales, sino también con valores (es la justicia viviente)”[19].

 

 

Notas [arriba] 

[1] Zagreberlsky, Gustavo: El Derecho Dúctil, ed. Trota, Madrid, 2003.
[2] Zagrebelsky, Gustavo: Derechos y Garantías. La Ley del más Fuerte, ed. Trotta, Madrid 2001, pág. 26.
[3] Hierro, Liborio L.: "¿Qué derechos tenemos?" en DOXA n° 23, año 2000, pág. 359.
[4] Fernández Valle, Mariano: "Corte Suprema, dictadura militar y un fallo para pensar", en Teoría y Crítica del Derecho Constitucional coordinado por Roberto Gargarella, ed. Abeledo–Perrot, Bs. As. 2008, págs. 1078/1079.
[5] Fayt, Carlos S.: "La jurisdicción constitucional de la libertad", separata del n° 199 de la Revista de Estudios Políticos, Madrid, pág. 161.
[6] C.1757.XL, consid. 13, publicada en L.L., "Suplemento de derecho penal y procesal penal" del 28–10–05.
[7] Gil Domínguez, Andrés: Tutela Judicial Efectiva y Agotamiento de la Vía Administrativa, ed. Ad Hoc, Bs. As. 2007, pág. 70.
[8] Tinti, Pedro León: “La llamada última ratio en la inconstitucionalidad de las leyes”, publicada en Foro de Córdoba n° 69 pág. 99.
[9] Gil Domínguez, Andrés: ¿Es el control de constitucionalidad difuso una ficción? en L.L. 2006–C, pág. 1460.
[10] Sagüés, Néstor P.: "El control de convencionalidad, en particular sobre las constituciones nacionales", en L.L. del 19–2–09.
[11] El Derecho Dúctil, pág. 33.
[12] Alexy, Robert: Teoría de los Derechos Fundamentales, ed. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid 2001.
[13] Serna, Pedro y Toller, Fernando: La Interpretación Constitucional de los Derechos Fundamentales, ed. La Ley, año 2000.
[14] Lorenzetti, Ricardo L.: "El juez y las sentencias difíciles. Colisión de derechos, principios y valores", en L.L. 1998–A, pág. 1039 y ss.
[15] Ghirardi, Olsen: El Razonamiento Forense, Ediciones del Copista, Córdoba 1998, págs. 57/58.
[16] Gascón Abellán, Marina: Los Hechos en el Derecho, ed. Marcial Pons, Madrid 2004, pág. 191.
[17] Taruffo, Michele: La Prueba de los Hechos, ed. Trotta, Madrid 2002, pág. 435.
[18] Fallos: 332:111.
[19] Lorenzetti, Ricardo: "Sistema de derecho privado actual" en L.L. 1996–D pág. 1337.