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Para solventar conflictos jurídicos no existe únicamente el proceso, sino que paralelamente coexisten otros instrumentos adecuados para la composición del litigio que separa a dos partes, sin implicar ejercicio de jurisdicción. En este sentido, cabe destacar el arbitraje como un sistema de resolución de conflictos en que un tercero, en este caso el árbitro, después de haber escuchado a las partes y practicado las pruebas necesarias, emite un laudo acerca del enfrentamiento de las partes, imponiendo una decisión obligatoria.
In order to solve legal conflicts, there is not only the process, but also other suitable instruments coexist for the composition of the litigation that separates two parties, without implying exercise of jurisdiction. In this sense, it is worth highlighting the arbitration as a system of conflict resolution in which a third party, in this case the arbitrator, after having listened to the parties and carried out the necessary tests, issues an award about the confrontation of the parties, imposing a mandatory decision.
Un método heterocompositivo para la resolución de los conflictos más allá de la vía judicial
Segunda Parte
Almudena Valiño Ces*
1. El principio de autonomía de la voluntad en el arbitraje [arriba]
1.1. Aspectos generales
La autonomía de la voluntad puede ser definida como el poder reconocido a toda persona para conformar libremente una relación jurídica, siempre que, como señala el artículo 1255 del Código Civil, no sea contraria a las leyes, a la moral ni al orden público. De esta forma, constituye el principio en el que se fundamenta la institución del arbitraje. En consecuencia, sin voluntad de las partes no hay arbitraje y tampoco procedimiento, toda vez que son ellas las que fijan y conforman las reglas del procedimiento arbitral y así lo ha manifestado tanto la LA, como la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional.
En la propia LA se consagra la autonomía de la voluntad como el principio más importante de este mecanismo, en tanto prevé, en su Exposición de motivos, que “esta ley parte en la mayoría de sus reglas de que debe primar la autonomía de la voluntad de las partes” y que “la ley vuelve a partir del principio de autonomía de la voluntad y establece como únicos límites al mismo y a la actuación de los árbitros el derecho de defensa de las partes y el principio de igualdad, que se erigen en valores fundamentales del arbitraje como proceso que es. Garantizado el respeto a estas normas básicas, las reglas que sobre el procedimiento arbitral se establecen son dispositivas y resultan, por tanto, aplicables sólo si las partes nada han acordado directamente o por su aceptación de un arbitraje institucional o de un reglamento arbitral. De este modo, las opciones de política jurídica que subyacen a estos preceptos quedan subordinadas siempre a la voluntad de las partes”.
Asimismo, dicha norma otorga todo el poder a las partes, que tendrán la opción de escoger a los árbitros y que determinarán libremente cómo ha de ejercer el árbitro sus funciones decisorias. A pesar de esta afirmación, tal y como entiende Cazorla González[1], se ha de precisar que, una vez que las partes han accedido ya al arbitraje institucional, “las partes tienen un ámbito de autonomía de la voluntad limitada, porque ello supone someterse al reglamento de la institución que lo administra, quedando el ámbito de libertad prácticamente reducido a decidir a qué Junta Arbitral presenta su solicitud de arbitraje de consumo, y sin posibilidad de dejar a las partes la facultad de decidir sobre el asunto (salvo que acepten la mediación previa, pues en esta fase su autonomía de la voluntad es amplia y flexible), ni tendrán facultad para autorizar a un tercero a que adopte una decisión acerca del conflicto que les afecta, como permite la Ley de arbitraje de 2003”[2].
Por otra parte, aunque la CE[3] no haga mención alguna al arbitraje, el Tribunal Constitucional -tal y como se ha mencionado supra- ha manifestado el encaje constitucional de este sistema de resolución extrajudicial de conflictos. A este respecto, este Tribunal señala que el arbitraje es un “medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados; lo que constitucionalmente le vincula con la libertad como valor superior del ordenamiento”[4]. El principio de autonomía de la voluntad es, sin duda alguna, el principio básico en torno al que gira el arbitraje y lo informa durante todo el procedimiento.
Herrera de las Heras lo define como “el poder reconocido a toda persona para conformar libremente una relación jurídica, siempre que, como señala el artículo 1255 del Código Civil, no sea contraria a las leyes, a la moral ni al orden público”[5]. De igual modo, Maluquer Montes manifiesta que “siempre ha sido entendido como el poder de autodeterminación de la persona que marca su propia independencia y libertad y que le faculta en todo lo relativo a la disposición, uso y goce de sus propios derechos y facultades, e incluso sobre la creación, modificación y extinción de los mismos”[6].
El arbitraje, por ende, se fundamenta en la libertad y en la autonomía de la voluntad, de modo que los ciudadanos disponen de esa autonomía -como titulares de verdaderos derechos subjetivos privados- para integrar cualquier relación jurídica que sea de libre disposición e, incluso, modificarla y extinguirla. Por ello, sin duda alguna, este principio está muy unido al derecho dispositivo, uno de los pilares básicos del Derecho civil, y también del arbitraje, pues tal como indica el artículo 2.1 LA: “son susceptibles de arbitraje las controversias sobre materias de libre disposición conforme a derecho”. A este respecto, cabe señalar el artículo 19.1 LEC en tanto contempla que “los litigantes estén facultados para disponer del objeto del juicio y podrán renunciar, desistir del juicio, allanarse, someterse a arbitraje y transigir sobre lo que sea objeto del mismo, excepto cuando la ley lo prohíba o establezca limitaciones por razones de interés general o en beneficio de tercero”[7].
En definitiva, si no existe voluntad por todas las partes implicadas, el arbitraje no tendrá sentido. Esta afirmación viene argumentada en diversas sentencias del Tribunal Constitucional, que, de modo reiterado, expresan: “la autonomía de la voluntad de las partes -de todas las partes- constituye la esencia y el fundamento de la institución arbitral, por cuanto que el arbitraje conlleva la exclusión de la vía judicial. Por tanto, resulta contrario a la Constitución que la Ley suprima o prescinda de la voluntad de una de las partes para someter la controversia al arbitraje de la […]. La primera nota del derecho a la tutela consiste en la libre facultad que tiene el demandante para incoar el proceso y someter al demandado a los efectos del mismo”[8]. En esta línea, también se había pronunciado el Tribunal Constitucional con anterioridad en la sentencia de 23 de noviembre de 1995 al tratar el arbitraje obligatorio introducido por la Ley N° 16/1987, de 30 de julio, de Ordenación de los Transportes Terrestres, que preveía un arbitraje obligatorio para determinados casos, siempre que no existiese un pacto en contrario expreso.
1.2. Límites de la autonomía de la voluntad
A pesar de que son las partes las que determinan y conforman las reglas del procedimiento o, en su defecto, los árbitros o la institución arbitral, existen unos principios de base que deben ser respetados. Así, no es posible contravenir la igualdad de las partes en un proceso arbitral, de manera que siempre se ha de atribuir a las partes, idénticos derechos, posibilidades y cargas, de modo que no existan privilegios ni a favor ni en contra de alguna de ellas.
En cuanto a la LA y el reglamento de las instituciones arbitrales de referencia en España, se contempla un principio claro: la primacía de la voluntad de las partes en todo, además de los principios que deben velar la sustanciación de las actuaciones arbitrales, que no son otros que igualdad, audiencia y contradicción. Esto significa que a las partes debe concedérseles idéntica y suficiente oportunidad de hacer valer sus derechos. Por consiguiente, en el momento de contemplar los distintos elementos del procedimiento arbitral, cabe resaltar estos tres sobre los demás. Es decir, junto con la autonomía de la voluntad de las partes ya comentada, existen la igualdad, la audiencia y la contradicción, que constituyen principios que la voluntad de las partes no puede vulnerar bajo pena de nulidad del procedimiento.
En otro orden de cosas, como quedó reflejado supra, el convenio arbitral se erige como el elemento principal del arbitraje, amén de no existir arbitraje sin este convenio, y a su través las partes expresan su voluntad de someter un determinado conflicto al arbitraje, de forma que excluyen la jurisdicción[9]. A este respecto, la autonomía de la voluntad referida adquiere, como asegura Fernández Rozas, “un papel protagonista y sólo debe ceder ante ciertos preceptos de carácter imperativo o de obligada observancia por las partes que se contienen en la Ley de Arbitraje, preceptos que cada vez son menores y más reducidos como evidencia la redacción de la LA/2003”[10].
Por tanto, este principio, a pesar de su importancia, se encuentra limitado. Aunque las partes pretendan resolver sus disputas mediante este procedimiento extrajudicial de resolución de conflictos, no todos podrán ser solucionados a través de él. Sobre la limitación de la autonomía de la voluntad ha afirmado O’callaghan Muñoz que “el principio de autonomía de la voluntad, sin embargo, no es absoluto, y el propio artículo 1255 enuncia límites, con un sentido muy general. En primer lugar, tiene límites extrínsecos que son a los que hace referencia la citada norma; las leyes, la moral y el orden público. En segundo lugar, tiene límites conceptuales, en el sentido de que las partes no pueden variar la naturaleza de las cosas ni subvertir los conceptos jurídicos; las partes no pueden, en ningún caso, desnaturalizar su concepto; no cabe que pacten una compraventa sin precio, o una donación a cambio de precio, o un comodato que transmita la propiedad, por ejemplo. En tercer lugar, tiene límites intrínsecos que es el caso del abuso del derecho y los derivados de los contratos de adhesión y de las condiciones generales de la contratación”[11].
En este contexto, nos encontraremos con diversas materias indisponibles, como aquéllas que giran en torno a los derechos fundamentales, aquéllas sobre las que ha recaído ya sentencia judicial firme o las que traten sobre la filiación, tutela o incapacitación, entre otras[12].
Con todo, la autonomía de la voluntad es un principio esencial del arbitraje y, por ello, nadie nos obliga a acudir al arbitraje. Ahora bien, el Decreto-Ley N° 7/2011, de 10 de junio, de medidas urgentes para la reforma de la negociación colectiva, convalidado ya por el pleno del Congreso de los Diputados, contempla el arbitraje de modo obligatorio para ambas partes, para los casos en los que los convenios colectivos se bloqueen durante un periodo de tiempo determinado[13].
A este respecto, cabe manifestar que dicha norma vulnera este principio. La doctrina ha reaccionado frente a esta cuestión. Así, Herrera De Las Heras no duda que con esta norma se dota de una mayor agilidad a la negociación colectiva, pero considera que no es factible hacerlo a costa de imponer a las partes un arbitraje y violar la doctrina del Tribunal Constitucional, la cual asegura que este principio constituye la esencia del arbitraje[14].
En efecto, si se dispone el arbitraje como obligatorio, se vulnera el principio de la autonomía de la voluntad. Por ello, lo adecuado sería preverlo con carácter voluntario y que sean las partes las que tengan total libertad para decidir acudir o no y, por ende, resolver sus conflictos a través de este método extrajudicial. En este sentido se pronuncia el Tribunal Constitucional, el cual ha determinado que el arbitraje, como solución alternativa para la resolución de conflictos, debe sustentarse en la voluntad de las dos partes del contrato. En suma, atendiendo a todo lo anterior, así como al derecho a la tutela judicial efectiva reconocido y consagrado en el artículo 24 de la CE, se llega a la conclusión de que nuestro ordenamiento jurídico, en caso de persistir la discrepancia, se permiten dos vías heterocompositivas para que los conflictos se resuelvan definitivamente: la vía jurisdiccional o el arbitraje, cuyo fundamento y esencia, tal y como se puso de manifiesto supra, reside en la autonomía de la voluntad. En efecto, la posible determinación de un arbitraje obligatorio puede plantear problemas de constitucionalidad, en cuanto pudiera implicar un conflicto con el citado derecho a la tutela judicial efectiva. Este precepto no excluye la validez del arbitraje como medio para la solución de conflictos siempre que esté basado en la autonomía de la voluntad de las partes, como ha afirmado el Tribunal Constitucional en alguna de sus sentencias, por ejemplo, la 11/1981, de 8 de abril, la 174/1995, de 23 de noviembre, 43/1988, de 16 de marzo, y 1/2018, de 11 de enero[15].
La LA no contempla ninguna definición de convenio arbitral, únicamente el artículo 9 se refiere a la forma y al contenido. Este precepto señala que el convenio puede consistir en una cláusula incorporada a un contrato o en un acuerdo independiente y “deberá expresar la voluntad de las partes de someter a arbitraje todas o algunas de las controversias que hayan surgido o puedan surgir respecto de una determinada relación jurídica, contractual o no contractual”.
Del tenor literal de este artículo podemos extraer que el convenio arbitral es un “acuerdo de voluntades, pactado de forma expresa, de someter todas o algunas controversias, pasadas, actuales y/o futuras, respecto de una relación jurídica, o varias, contractuales o no, por lo que se deja la puerta abierta a las cuestiones extracontractuales”[16].
Por tanto, a través de este convenio, las partes se comprometen a someter a la decisión de un tribunal arbitral las cuestiones litigiosas que surjan entre ellas dentro de las materias de libre disposición. De modo que las partes al someter su resolución a la decisión de un tercero, con los mismos efectos que los de una sentencia firme, excluyen la jurisdicción ordinaria para el conocimiento de un determinado conflicto[17].
Asimismo, el artículo 9.1 LA señala que el convenio arbitral “deberá expresar la voluntad de las partes de someter a arbitraje todas o algunas de las controversias que hayan surgido o puedan surgir respecto de una determinada relación jurídica, contractual o no contractual”. Por tanto, se requiere que las partes posean la capacidad jurídica y de obrar para obligarse y, además, la libre disposición sobre el objeto del arbitraje[18].
En este precepto también se prevé que el convenio arbitral debe formalizarse por escrito, como una cláusula incorporada a un contrato principal o como un acuerdo independiente del mismo. Ahora bien, junto con la constancia escrita, ex artículo 9.3 LA, también se considera correctamente formalizado cuando resulte de un intercambio de cartas, telegramas, fax, télex u otros medios análogos, esto es, de cualquier otro medio de comunicación que contenga la voluntad de las partes de someterse al arbitraje.
Ello no obstante, el legislador ha ampliado las opciones y así, se entiende cumplido el requisito de la escritura cuando el convenio conste y sea accesible para su ulterior consulta en soporte electrónico, óptico o de otro tipo -artículo 9.3.II-; cuando las partes, haciendo uso de los medios de comunicación citado, se remitieran al convenio recogido en un documento, éste se considerará incorporado al acuerdo -artículo 9.4-; y cuando en un intercambio de escritos de demanda y contestación su existencia sea afirmada por una de las partes y no negada por la otra -artículo 9.5-.
Respecto al contenido del convenio arbitral, es preciso que conste la identificación de las partes y la delimitación de la controversia. En este sentido, la Ley admite que se sometan a arbitraje, tanto las cuestiones ya suscitadas, como las que puedan surgir en el futuro. No obstante, para evitar cualquier indeterminación sobre el contenido específico de lo que haya de ser objeto, de acuerdo con el artículo 9.1 LA, el convenio debe referirse a “una determinada relación jurídica, contractual o no contractual”. A renglón seguido, se debe hacer dos puntualizaciones: una, que el arbitraje no puede alcanzar a todas las controversias que pudieran surgir en el futuro entre dos personas y, dos, circunscribe su objeto a las que se deriven de una concreta relación jurídica existente entre ellas.
De igual modo, el convenio debe contener la designación del árbitro -o de la institución a la que se atribuye la administración del arbitraje- y las reglas de procedimiento[19]. Las partes tendrán libertad para fijar el número de árbitros, siempre que sea impar, y para determinar el procedimiento de designación, siempre que no se vulnere el principio de igualdad[20]. Ahora bien, del artículo 14.1 LA se deduce que también las instituciones arbitrales pueden designar a los árbitros.
En dicho convenio las partes pueden determinar libremente las reglas a que haya de someterse el desarrollo del procedimiento arbitral, siempre y cuando se respeten los mencionados principios de audiencia, contradicción e igualdad. Si no hubiese acuerdo, los árbitros podrán dirigir el arbitraje de la manera que consideren adecuada[21].
Por último, existen otros aspectos que pueden constar en el convenio: los pactos relativos a la elección del arbitraje como de derecho o de equidad; el lugar y el idioma en que hayan de desarrollarse la actuación y el procedimiento arbitral; la forma y plazo para formular alegaciones y practicar pruebas; el plazo para dictar el laudo o la distribución de las costas, entre otros.
En otro orden de cosas, para analizar la eficacia del convenio arbitral, es necesario acudir al artículo 11.1 LA. En puridad, podemos distinguir, por un lado, los efectos materiales, en cuanto el convenio obliga a las partes a cumplir lo acordado y, por otro, los efectos procesales, referidas a que la existencia del convenio impide a los tribunales conocer de las controversias sometidas a arbitraje, siempre que la parte a quien interese lo invoque mediante declinatoria. Así pues, la eficacia del convenio arbitral obedece a la exigibilidad del cumplimiento de las obligaciones contraídas entre las partes y de la aptitud excluyente de la jurisdicción ordinaria[22].
En efecto, cuando las partes optan por someterse a arbitraje, es porque no quieren recurrir a los mecanismos jurisdiccionales ordinarios, de modo que, a juicio de Moreno Catena, “resulta lógico que se produzca una situación de bloqueo de la jurisdicción ordinaria, para obligar al cumplimiento del convenio”[23]. Al hilo de esta afirmación, el artículo 7 LA dispone que en los asuntos arbitrales regidos por dicha Ley no intervendrá ningún tribunal, salvo en los supuestos en que ésta así lo contemple.
El procedimiento arbitral se rige por los principios de libertad de forma, de autonomía de la voluntad y dispositivo, con cumplimiento, en todo caso, de los de audiencia, contradicción e igualdad, aludidos expresamente en el artículo 24 LA. De igual modo, en el segundo apartado de este precepto, se dispone que el árbitro, las partes y la institución arbitral deben respetar la confidencialidad de las informaciones a las que tengan acceso.
Por otro lado, durante la tramitación del procedimiento, y también antes de su inicio, la parte a quien interese puede solicitar la adopción de las medidas cautelares conducentes a asegurar la efectividad del laudo[24]. Ahora bien, también es posible que las medidas las adopten los árbitros, en cuyo caso, se estará a lo dispuesto en el artículo 23 LA, según el cual, “salvo acuerdo en contrario de las partes, los árbitros podrán, a instancia de cualquiera de ellas, adoptar las medidas cautelares que estimen necesarias respecto del objeto del litigio”, pudiendo exigir caución suficiente al solicitante.
En cuanto al inicio del procedimiento[25], conviene señalar que éste se producirá con la presentación de la demanda en el plazo convenido, o en el determinado por los árbitros. Por su parte, el demandado podrá responder a lo planteado en la demanda. Así, al formular sus alegaciones, ambas partes tendrán la posibilidad de aportar todos los documentos que consideren pertinentes o hacer referencia a los documentos u otras pruebas que vayan a presentar o proponer.
A este respecto, la regulación de esta Ley en materia probatoria es bastante escasa[26]. Se puede comprobar que las partes poseen la facultad de acordar los medios probatorios que se practicarán y la forma de ejecución, pudiendo determinar que las pruebas se lleven a cabo en audiencias o de forma escrita. Por tanto, corresponde en exclusiva a ellas la decisión sobre la forma de las actuaciones arbitrales. Ello, no obstante, a falta de esta decisión, el artículo 25.2 LA dispone que los árbitros están facultados para decidir sobre “admisibilidad, pertinencia y utilidad de las pruebas, sobre su práctica, incluso de oficio, y sobre su valoración” y también sobre “si han de celebrarse audiencias para la presentación de alegaciones, la práctica de pruebas y la emisión de conclusiones, o si las actuaciones se sustanciarán solamente por escrito”, tal y como prevé el artículo 30.1 LA[27].
Por otra parte, el artículo 33 LA prevé que la práctica de las pruebas podrá tener lugar únicamente ante el árbitro o con asistencia de un juez. Respecto a la primera opción, los árbitros pueden realizar actividades probatorias sin la asistencia judicial[28]. En cuanto a la segunda, este precepto indica que, bien el propio árbitro, bien cualquiera de las partes con su aprobación, “podrán solicitar del tribunal competente asistencia para la práctica de pruebas, de conformidad con las normas que le sean aplicables sobre medios de prueba. Esta asistencia podrá consistir en la práctica de la prueba ante el tribunal competente o en la adopción por éste de las concretas medidas necesarias para que la prueba pueda ser practicada ante los árbitros”.
Así, esta asistencia puede efectuarse bajo dos modalidades: una, la práctica de la prueba ante el tribunal competente, con lo cual nos parece que deben estar también presentes los árbitros; y dos, la adopción de las medidas necesarias para la práctica de la prueba, imaginemos el caso de la necesaria asistencia de auxiliares policiales para la inspección por razones de seguridad. En ambos supuestos el árbitro debe trabajar en cooperación inmediata con el juez.
Por último, cabría la posibilidad de una fase de conclusiones. Así, una vez practicadas las pruebas, los árbitros pueden acordar oír a las partes o a sus representantes, tal y como se desprende del artículo 30.1 LA.
De forma general, podemos definir el laudo como el acuerdo o resolución del árbitro que resuelve el conflicto sometido a arbitraje[29].
El laudo puede ser fruto del acuerdo, total o parcial, de las partes -artículo 36 LA- o de la decisión de los árbitros[30]. En este sentido el artículo 37.1 LA indica que “salvo acuerdo en contrario de las partes, los árbitros decidirán la controversia en un solo laudo o en tantos parciales como estimen necesarios”.
Por su parte, el artículo 35.1 prevé que, si fueran varios los árbitros, las decisiones se adoptarán por mayoría, salvo acuerdo de las partes en otro sentido, y de no alcanzarse esa mayoría, será el presidente quien tome la decisión.
4.2. Eficacia y anulación judicial del laudo
El laudo, de acuerdo con el artículo 43 LA, produce los efectos de cosa juzgada material, sin perjuicio de ejercitar la acción de anulación o de solicitar la revisión por las normas previstas en la LEC para las sentencias firmes[31]. Así, según el artículo 40 LA, frente al laudo definitivo cabe una acción impugnativa autónoma de anulación, y frente al laudo firme -que ya no admite anulación y ha producido los efectos de cosa juzgada- cabe plantear la acción impugnativa autónoma de revisión, conforme a lo previsto en los artículos 509 y siguientes de la LEC.
Esta acción de anulación consiste en una pretensión de impugnación de la validez del laudo[32]. No se trata de un recurso con el que se persiga un nuevo examen de las cuestiones fácticas o jurídicas que hayan sido objeto de decisión por los árbitros, sino de una pretensión autónoma que da lugar a un nuevo proceso ante los órganos jurisdiccionales, y cuyo único objeto está constituido por la impugnación de la validez del laudo[33].
Por otro lado, las únicas causas en las que tal pretensión impugnatoria puede basarse son las previstas taxativamente en el artículo 41.1 LA. Este precepto indica que el laudo podrá ser anulado cuando la parte que solicita la anulación alegue y pruebe alguno de estos motivos: el convenio arbitral no existe o no es válido; no ha sido debidamente notificada la designación de un árbitro o las actuaciones arbitrales o no ha podido, por cualquier otra causa, hacer valer sus derechos; los árbitros han resuelto sobre cuestiones no sometidas a su decisión; la designación de los árbitros o el procedimiento arbitral no se han ajustado a la LA; los árbitros han resuelto sobre cuestiones no susceptibles de arbitraje, por no versar sobre materias dispositivas; o el laudo es contrario al orden público[34].
Estos motivos ponen de manifiesto que en el proceso de anulación no se puede entrar en el fondo de la controversia, sino que mediante el mismo se controlan únicamente los requisitos formales del arbitraje.
El plazo para el ejercicio de la acción de anulación, previsto en el artículo 41.4 LA, es de dos meses a contar desde el día siguiente a la notificación del laudo o, en caso de que se haya solicitado corrección, aclaración o complemento del laudo, desde la notificación de la resolución sobre esta solicitud, o desde que se produzca la expiración del plazo para adoptarla.
Asimismo, junto con la posibilidad de acudir a la acción de anulación, la eficacia de cosa juzgada, que el laudo produce, puede atacarse mediante el juicio de revisión, de acuerdo con lo determinado en los artículos 509 y siguientes de la LEC para la de las sentencias firmes. Esta revisión se dirigirá contra el laudo propiamente dicho, pues la sentencia dictada por la Sala de lo Civil y Penal, Sección 1ª, del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, núm. 72/2013, de 9 de diciembre, al conocer de la llamada acción de anulación, si desestima el recurso, deja como título el laudo.
4.3. La ejecución del laudo
Con carácter general, la ejecución forzosa de los laudos se regirá por lo dispuesto en la LEC y en los artículos 44 y 45 LA[35]. Tal y como señala, a estos efectos el artículo 517.2.2º LEC, los laudos o resoluciones arbitrales son títulos que llevan aparejada ejecución, aunque no hayan adquirido firmeza por haberse ejercitado acción de anulación contra él.
La ejecución forzosa tendrá lugar cuando el laudo sea de condena, quedando excluida la ejecución de los laudos meramente declarativos o constitutivos, aunque en estos casos puede ser necesario el auxilio judicial[36].
En el marco de la resolución de conflictos, aun cuando el arbitraje presenta mayores ventajas que la justicia ordinaria, no se puede defender que la sustituya, sino que el arbitraje constituye un colaborador de los tribunales. Por ello, resulta precisa una cooperación entre este método y la autoridad judicial, en tanto lo que se pretenda sea que la institución arbitral funcione convenientemente.
Aunque esta institución es una realidad en España y las expectativas abiertas por la Ley son positivas, sí es cierto que no existe un gran aumento de arbitrajes internacionales que tengan sede en nuestro país o, al menos, a corto plazo. Por este motivo, se debería fomentar la divulgación en aras de crear una cultura favorable a éste, no solo a nivel nacional, sino también internacional, dado que existen afinidades con Iberoamérica que implican una importante ventaja competitiva[37].
Por todo lo anteriormente expuesto, se pone de relieve que el arbitraje está vivo, además de haber ido ganando poco a poco el puesto que desde la historia de la solución de conflictos vino a cubrir en el ámbito jurídico. Y esta configuración que se manifiesta, compartimos con Barona Vilar[38], no es solo de nuestro ordenamiento jurídico, sino que responde a una visión y posición, en estos momentos, general.
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* Profesora del Área de Derecho Procesal. Universidad de Santiago de Compostela (España).almudena.valino@usc.es
[1] CAZORLA GONZÁLEZ, M. J., “La mediación de consumo en el arbitraje institucional”, 2009 Workshop Internacional sobre ADR/ODRs. Construyendo puentes: marco jurídico y principios. Universitat Oberta de Catalunya (UOC), Internet Interdisciplinary Institute (IN3), 15 de septiembre de 2009. Disponible en http://www.uoc.ed u/sy mpos ia/adr/.
[2] Aun cuando CAZORLA GONZÁLEZ se refiere sólo al arbitraje de consumo, ello no obsta para que sus ideas sean aplicables a otros ámbitos del arbitraje.
[3] En este sentido, FERNÁNDEZ ROZAS asegura que “el arbitraje llega exclusivamente hasta donde alcanza la libertad, que es su fundamento y motor y ese ámbito de libertad también tiene un respaldo constitucional, concretamente en el artículo 33 CE, que reconoce el derecho a la propiedad privada, fundamentado en los postulados de la libertad económica y de la autonomía de la voluntad” (FERNÁNDEZ ROZAS, J. C., “Arbitraje y jurisdicción: una interacción necesaria para la realización de la justicia”, Derecho Privado y Constitución, núm. 19, enero-diciembre de 2005, pág. 59). De la misma opinión es MERINO MERCHÁN, para el que el “principio de autonomía de la voluntad enlaza con el ámbito de la libertad de cualquier ciudadano, de tal forma que los ciudadanos pueden resolver sus conflictos sin acudir a los órganos judiciales y tribunales” (MERINO MERCHÁN, F., Estatuto y responsabilidad del árbitro. Ley 60/2003 de Arbitraje, Aranzadi, Navarra, 2004, pág. 25).
[4] Así se recoge en la sentencia del Tribunal Constitucional núm. 176/1996, de 11 de noviembre, en su fundamento jurídico cuarto: “tal planteamiento, sin embargo, no puede ser compartido, ya que supondría tanto como privar al arbitraje, cuya licitud constitucional hemos declarado reiteradamente (sstc 43/1988, 233/1988, 15/1989, 288/1993 y 174/1995), de su función como medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados; lo que constitucionalmente le vincula con la libertad como valor superior del ordenamiento (artículo 1.1 ce). de manera que no cabe entender que, por el hecho de someter voluntariamente determinada cuestión litigiosa al arbitraje de un tercero, quede menoscabado y padezca el derecho a la tutela judicial efectiva que la constitución reconoce a todos. una vez elegida dicha vía ello supone tan sólo que en la misma ha de alcanzarse el arreglo de las cuestiones litigiosas mediante la decisión del árbitro y que el acceso a la jurisdicción (pero no su «equivalente jurisdiccional» arbitral, sstc 15/1989, 62/1991 y 174/1995) legalmente establecido será sólo el recurso por nulidad del l.a. y no cualquier otro proceso ordinario en el que sea posible volver a plantear el fondo del litigio tal y como antes fue debatido en el proceso arbitral. pues como ha declarado reiteradamente este tribunal, el derecho a la tutela judicial efectiva no es un derecho de libertad, ejercitable sin más y directamente a partir de la constitución, sino un derecho prestacional, sólo ejercitable por los cauces procesales existentes y con sujeción a su concreta ordenación legal (sstc 99/1985, 50/1990 y 149/1995, entre otras)”. Posteriormente, lo ha reafirmado la sentencia del Tribunal Constitucional núm. 9/2005, de 17 enero, en su fundamento jurídico segundo.
[5] HERRERA DE LAS HERAS, R., “La autonomía de la voluntad en el arbitraje y en la mediación. Jurisprudencia constitucional española y experiencias en el ámbito del consumo”, Revista de Derecho, (Valdivia), julio de 2012, vol. 25, núm.1, pág. 179.
[6] MALUQUER MONTES, C., “Oferta pública de sometimiento al sistema arbitral”, Estudios sobre consumo, núm. 59, Madrid, 2001, pág. 182.
En una clásica formulación, DE CASTRO BRAVO la define como aquel poder complejo reconocido a la persona para el ejercicio de sus facultades, sea dentro del ámbito de libertad que le pertenece como sujeto de derechos, sea para crear reglas de conducta para sí y en relación con los demás, con la consiguiente responsabilidad en cuanto actuación en la vida social (DE CASTRO BRAVO, F., El negocio jurídico, Tecnos, Madrid, 1967, pág. 11).
[7] Así lo ha expresado el Tribunal Constitucional, aunque mediante una afirmación negativa, al indicar que “[…] quedan extramuros del arbitraje aquellas cuestiones sobre las cuales los interesados carezcan de poder de disposición […]”, tal y como se deja constancia en el Auto del Tribunal Constitucional núm. 259/1993.
[8] Véase a este respecto el fundamento jurídico segundo de la sentencia del Tribunal Constitucional núm. 75/1996, de 30 de abril.
[9] HERRERA DE LAS HERAS, R., “La autonomía de la voluntad en el arbitraje y en la mediación. Jurisprudencia constitucional española y experiencias en el ámbito del consumo”…, op. cit., págs. 180 y 181.
[10] FERNÁNDEZ ROZAS, J. C., “Arbitraje y jurisdicción: una interacción necesaria para la realización de la justicia”…, op. cit., pág. 59.
[11] O’CALLAGHAN MUÑOZ, X., Compendio de derecho civil. Tomo 2 (Obligaciones y Contratos) vol. 1, enero de 1993.
[12] Siguiendo en esta misma línea, el Convenio de Nueva York, al que España se adhirió en 1977, restringe la autonomía de la voluntad, en tanto determina un control judicial sobre ésta, concretamente sobre la voluntad de las partes de pactar un convenio arbitral, lo añade un plus de seguridad jurídica. De esta forma, el párrafo 3 del artículo II del citado Convenio contempla: “El tribunal de uno de los estados contratantes al que se someta un litigio respecto del cual las partes hayan concluido un acuerdo en el sentido del presente artículo remitirá a las partes al arbitraje, a instancia de una de ellas, a menos que compruebe que dicho acuerdo es nulo, ineficaz o inaplicable. Es decir, corresponde a la jurisdicción estatal, a nuestros Jueces y Tribunales, comprobar que el convenio arbitral pueda ser nulo, ineficaz o inaplicable”.
[13] El artículo 2.2 del Decreto-ley prevé que “Mediante los acuerdos interprofesionales de ámbito estatal o autonómico, previstos en el artículo 83, se deberán establecer procedimientos de aplicación general y directa para solventar de manera efectiva las discrepancias existentes tras el transcurso de los plazos máximos de negociación sin alcanzarse un acuerdo, incluido el compromiso previo de someter las discrepancias a un arbitraje, en cuyo caso el laudo arbitral tendrá la misma eficacia jurídica que los convenios colectivos y sólo será recurrible conforme al procedimiento y en base a los motivos establecidos en el artículo 91. Dichos acuerdos interprofesionales deberán especificar los criterios y procedimientos de desarrollo del arbitraje, expresando en particular para el caso de imposibilidad de acuerdo en el seno de la comisión negociadora el carácter obligatorio o voluntario del sometimiento al procedimiento arbitral por las partes; en defecto de pacto específico sobre el carácter obligatorio o voluntario del sometimiento al procedimiento arbitral, se entenderá que el arbitraje tiene carácter obligatorio”.
[14] HERRERA DE LAS HERAS, R., “La autonomía de la voluntad en el arbitraje y en la mediación. Jurisprudencia constitucional española y experiencias en el ámbito del consumo”…, op. cit., pág. 183.
[15] Respecto a esta última sentencia de 2018, el Tribunal Constitucional ha anulado el artículo 76 e) de la Ley 50/1980, de 8 de octubre, de Contrato de Seguro que facultaba al asegurado a someter a arbitraje cualquier diferencia sobre el contrato que pueda surgir entre él y la compañía en el ámbito del seguro de defensa jurídica. El artículo anulado disponía: “el asegurado tendrá derecho a someter a arbitraje cualquier diferencia que pueda surgir entre él y el asegurador sobre el contrato de seguro”. Así, la sentencia de 11 de enero de 2018 declara inconstitucional este precepto por vulnerar el derecho a la tutela judicial efectiva de la compañía aseguradora, que garantiza el artículo 24 de la CE. Dejar en manos del cliente la sumisión arbitral de las controversias que puedan surgir a lo largo de la vida del contrato, resulta contrario, según el Tribunal Constitucional, al derecho de la compañía de acudir a los órganos jurisdiccionales para resolver el litigio.
En concreto, esta última sentencia aborda “el derecho reconocido al asegurado por el artículo 76 e) LCS y la correlativa obligación del asegurador de someterse a dicho arbitraje”, la cual “debe cohonestarse con las exigencias del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (…). Solo en caso de no ser ello posible, la norma cuestionada no sería compatible con los preceptos constitucionales que se invocan por el órgano judicial como vulnerados. La posible vulneración del art. 24 CE no vendría dada tanto por el hecho de que el contrato de defensa jurídica haya de someterse inicialmente a un procedimiento arbitral, sino, más precisamente, por impedir su posterior acceso a la jurisdicción, ya que la impugnación del laudo arbitral es únicamente posible por motivos formales (arts. 40 y ss de la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de arbitraje), con la consiguiente falta de control judicial sobre la cuestión de fondo. En este sentido, no cabe duda de que una mera revisión formal sólo puede ser compatible con las exigencias del art. 24 CE cuando la decisión arbitral es consecuencia de un verdadero y real convenio arbitral, entendido éste como la manifestación expresa de la voluntad de ambas partes de someterse a él y en consecuencia al laudo que se obtenga (…). No puede decirse, ciertamente, que la sumisión a arbitraje de las eventuales diferencias entre asegurado y asegurador en los términos del artículo 76 e) LCS, imponga un obstáculo arbitrario o caprichoso para acceder a la tutela judicial efectiva. Responde tanto a la plausible finalidad de fomentar el arbitraje como medio idóneo para la solución de conflictos, descargando a los órganos judiciales del trabajo que sobre ellos pesa, así como, preferentemente, a la de otorgar una especial protección al asegurado en su condición de consumidor, en tanto que el objeto del seguro es la prestación a favor de este, de los servicios de defensa jurídica frente a terceros. Sin embargo, el servicio a un fin constitucionalmente lícito no justifica en este caso la consecuencia jurídica cuestionada, la restricción al derecho fundamental que el arbitraje obligatorio supone. Dicha restricción deriva de que el sometimiento de la cuestión a arbitraje se impone por la sola voluntad de una de las partes del contrato, de modo que establece un impedimento para el acceso a la tutela judicial de la otra que es contrario al derecho de todas las personas ‘a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos’ (en similares términos, STC 174/1995, FJ 3). Dos son los efectos que se derivan del precepto: el primero, la obligación de una de las partes, por voluntad de la otra, de someter la cuestión a arbitraje y, por tanto, a estar y pasar por lo decidido en el laudo, y el segundo, el efecto de impedir a los jueces y tribunales conocer del litigio sometido a arbitraje, pues el control judicial del laudo arbitral no comprende el fondo del asunto. Por tanto, la imposición de un arbitraje como el previsto en el art. 76 e) LCS vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva garantizado en el art. 24 CE, pues impide el acceso a la jurisdicción de los juzgados y tribunales de justicia que, ante la falta de la voluntad concurrente de los litigantes, son los únicos que tienen encomendada constitucionalmente la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (art. 117 CE). El precepto ha eliminado para una de las partes del contrato la posibilidad de acceder a los órganos jurisdiccionales, en cuanto fija una vía alternativa excluyente de la jurisdiccional, cuya puesta en marcha depende únicamente de la voluntad de una de las partes (…). Por ello, resulta contrario a la Constitución que la Ley de contrato de seguro suprima o prescinda de la voluntad de una de las partes para someter la controversia al arbitraje, denegándole la posibilidad en algún momento de solicitar la tutela jurisdiccional”.
[16] Vid. el documento “CAPÍTULO III. El convenio arbitral”. Disponible en http://www.lal ey.es/mk/li broslegal/p aginasdeEl nuevoregi mendela rbitraje. pdf.
[17] El contrato al que se hace alusión, de forma genérica, es bilateral. No obstante, excepcionalmente, será válido el arbitraje instituido por la sola voluntad del testador para resolver las controversias que puedan surgir entre “herederos no forzosos o legatarios para cuestiones relativas a la distribución o administración de la herencia”, tal y como se desprende del artículo 10 LA al regular el arbitraje testamentario.
[18] Respecto del instituido por voluntad del testador será necesaria la capacidad para testar.
[19] Decidido el número de árbitros será preciso determinar quién los designa, para lo cual se estará a lo que hayan acordado las partes. En caso contrario, se procederá a su nombramiento judicial (artículo 15.3 LA). En cuanto la formación del árbitro dependerá del tipo de arbitraje ante el que nos encontremos, esto es, arbitraje de derecho o de equidad.
[20] Sin embargo, si las partes no hubieran acordado en el convenio sobre este extremo, pueden hacerlo en cualquier momento posterior, y se designará solo uno, completando, así, el inicial acuerdo.
[21] Vid. artículos 24 y 25 LA.
[22] FLORS MATÍES, J., “Tema 54: El arbitraje”, en GARCÍA LUBÉN BARTHE, P. y TOMÉ GARCÍA, J. A., Temas de Derecho Procesal Civil, Dykinson S.L., Madrid, 2016, págs. 6 y 7. Documento disponible en http://www.tirant.c om/actua lizaciones/ ProcesalCivi lIITema%2054C ompleto.pdf.
[23] Cortés Domínguez, V. y Moreno Catena, V., Derecho Procesal Civil. Parte Especial, Tirant lo Blanch, Valencia, 2017, pág. 352.
[24] Artículo 11 LA: “El convenio arbitral no impedirá a ninguna de las partes, con anterioridad a las actuaciones arbitrales o durante su tramitación, solicitar de un tribunal la adopción de medidas cautelares ni a éste concederlas”. En este punto, la reforma ha consistido en considerar parte legitimada para solicitar medidas cautelares a quien acredite ser parte de un convenio arbitral con anterioridad a las actuaciones arbitrales. Por otro lado, se ha actualizado la cita que el artículo 722 LEC hacía del artículo 38 de la Ley de Arbitraje de 1988, en el artículo 15 LA. Éste es el precepto que actualmente regula la formalización del arbitraje ante el órgano judicial cuando alguna de las partes no designa al árbitro o no hay acuerdo en el nombramiento del árbitro tercero.
[25] Vid. artículo 42 LA que regula el procedimiento y se dispone que éste se sustanciará por los cauces del juicio verbal.
[26] En este sentido, compartimos la opinión de Cortés Domínguez, V. y Moreno Catena, V., Derecho Procesal Civil. Parte Especial…, op. cit., pág. 358. A su juicio, la regulación en materia probatoria es bastante parca, únicamente se encuentran referencias concretas a la prueba pericial y al auxilio jurisdiccional.
[27] A este respecto, Zambrano Franco entiende que los árbitros disponen de dirección formal y de dirección material en el marco del procedimiento arbitral. Ello significa no sólo que pueden llevar el procedimiento hasta su término bajo una dirección de impulso y de orden, garantizando que sean tuteladas todas las garantías inherentes al proceso, sino que además poseen facultades probatorias (Vid. ZAMBRANO FRANCO, F. K., “Preguntas con respuesta: la mediación y el arbitraje a consulta. ¿Cuáles son las facultades probatorias de los árbitros?”, Diario La Ley, núm. 8700, Sección Práctica Forense, 11 de febrero de 2016).
[28] Por ejemplo, pueden requerir pruebas de informes, realizar inspecciones o practicar todas las medidas necesarias para la comprobación de los hechos, pero lo que sí es necesario es que las partes estén siempre presentes en la práctica de la prueba.
[29] Sin embargo, también se califican como laudo las resoluciones de los árbitros que adopten a lo largo del procedimiento: pueden ser de impulso, de ordenación material, de suspensión, etc. Por ello, tanto las decisiones parciales, como la final que resuelve el fondo del asunto, reciben el nombre de laudo.
[30] En relación con el contenido del laudo, la Ley contempla que debe constar necesariamente la fecha en que ha sido dictado y el lugar del arbitraje -artículo 37.5 LA- y luego determina unas precisiones para el caso de que no exista pacto en contrario o en otro sentido -artículos 37.4 y 37.6 LA-.
[31] Concretamente, el artículo 43 prevé: “El laudo produce efectos de cosa juzgada y frente a él sólo cabrá ejercitar la acción de anulación y, en su caso, solicitar la revisión conforme a lo establecido en la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil para las sentencias firmes”.
[32] De acuerdo con la Ley N° 11/2011, para conocer de la acción de anulación del laudo, será competente la Sala de lo Civil y de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma donde aquel se hubiera dictado.
[33] FLORS MATÍES, J., “Tema 54: El arbitraje”, en GARCÍA LUBÉN BARTHE, P. y TOMÉ GARCÍA, J. A., Temas de Derecho Procesal Civil…, op. cit., págs. 14 y 15.
[34] Los motivos de los apartados b), e) y f) pueden ser apreciados de oficio por el órgano jurisdiccional o a instancia del Ministerio Fiscal en defensa de los intereses que tiene legalmente encomendados (artículo 41.2 LA). Si la anulación se acordara por los motivos de los apartados c) y e), ésta sólo afectará a los pronunciamientos en que concurran los defectos, siempre que se puedan separar de los demás (artículo 41.3 LA).
[35] De acuerdo con las modificaciones de la Ley 11/2011 será competente para la ejecución forzosa de laudos o resoluciones arbitrales el Juzgado de Primera Instancia del lugar en que se haya dictado el laudo.
[36] Cortés Domínguez, V. y Moreno Catena, V., Derecho Procesal Civil. Parte Especial…, op. cit., pág. 362.
[37] BELLO JANEIRO, D., “Conflictos transfronterizos y arbitraje internacional”, en GARCÍA VILLALUENGA, L., TOMILLO URBINA, J. L. y VÁZQUEZ DE CASTRO, E., Mediación, Arbitraje y Resolución Extrajudicial de Conflictos en el siglo XXI. Arbitraje y Resolución extrajudicial de conflictos, Editorial Reus, Madrid, 2010, págs. 41 y 42.
[38] BARONA VILAR, S., “Las ADR en la Justicia del Siglo XXI, en especial la Mediación”…, op. cit., págs. 185-211.