JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Oralidad en el proceso penal y revisión de sentencias
Autor:Di Giulio, Gabriel H.
País:
Argentina
Publicación:Revista Latinoamericana de Derecho Procesal - Número 3 (Primera Época) - Mayo 2015
Fecha:20-05-2015 Cita:IJ-LXXVIII-504
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Sumarios

La doctrina “Casal” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y su correlato de la Corte Interamericana de Justicia sobre Derechos Humanos (“Herrera Ulloa Vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas, párr. 165, y Caso Barreto Leiva Vs. Venezuela. Fondo, Reparaciones y Costas; “Mohamed vs. Argentina”, Excepción Preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas, del 23 de noviembre de 2012”, etc.) que reconocen, interpretando el alcance del art. 8.2 h) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el derecho del condenado por sentencia no firme a obtener un revisión amplia del fallo, delineada por el criterio del máximo esfuerzo y los límites del agravio, importan encausar el juzgamiento en la regla de la escritura.


La pretensión de preservar la oralidad e inmediación en segunda o ulterior instancia, contando como antecedente con un debate válido ante el órgano de grado, exigen de un nuevo juicio, infringiendo la prohibición de múltiple persecución penal (ne bis in idem).


La oralidad e inmediación como reglas de juzgamiento suponen -llevan ínsita- la inexistencia, o  restricción, del recurso contra el fallo condenatorio basado en cuestiones de hecho y prueba.


I. Introducción (Aclaraciones y Desarrollo del Proyecto de Investigación)
II. Oralidad y escritura como reglas de juzgamiento
III. Recurso contra el fallo condenatorio (Juicio Previo, Revisión del fallo y ne bis in idem)
IV. Doctrina de la Corte Suprema y de la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos en relación con la cláusula 8.2. h) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos
V. ¿Conflicto de paradigmas? A modo de conclusión
VI. Bibliografía

Oralidad en el proceso penal y revisión de sentencias[1]

Gabriel Hernán Di Giulio[2]

I. Introducción (Aclaraciones y Desarrollo del Proyecto de Investigación) [arriba] 

En la Universidad Nacional del Centro de la provincia de Buenos Aires, y por la Facultad de Derecho, se acreditó el proyecto de investigación “Relaciones socioculturales en el proceso judicial: oralidad, escritura y revisión de sentencias”  bajo la dirección de la prestigiosa procesalista, investigadora y docente Andrea Meroi y la codirección de este expositor. El núcleo de investigadores pertenece a la Casa de Altos Estudios que lo acreditó y se desempeñan como docentes en las asignaturas Derecho Procesal I (que comprende la Teoría General del Proceso y el Derecho Procesal Civil y Comercial) y Derecho Procesal II (que comprende Derecho Procesal Penal y Contravencional).

El proyecto de investigación ha sido desarrollado desde el año 2011, y finalizará en diciembre del presente año 2014. La idea matriz que sustentó su hipótesis surgió de la relación entre oralidad y escritura -como reglas antagónicas de juzgamiento y postulación- con nuestras características socioculturales, y en particular con la mayor o menor confianza social en el funcionamiento de las Instituciones Públicas (en el caso: del Sistema Público de Justicia). Se ha trabajado la pregunta ¿qué regla de juzgamiento es más eficaz y propicia para nosotros, como sujetos con identidad cultural e historia?. Con esto dejamos de lado la tradicional incógnita que inicia su desarrollo conceptual sobre la base de las posibles ventajas que tiene la oralidad en abstracto. De ese modo, afirmamos que la oralidad (que lleva implícita en los términos de la investigación la “inmediación en la producción de la prueba y postulaciones”) es una regla que presupone un alto grado de confianza del ciudadano con el funcionamiento y decisiones de los órganos públicos, mientras que la escritura se erige mejor cuando es preponderante la desconfianza (también se presenta una relación más profunda, derivada de una tensión entre el materialismo objetivo y el idealismo, que participa de nuestra conformación socio-morfológica). La suerte y verdad que estas apreciaciones pueden tener o no se extraen, para nuestra investigación, de las características que paralelamente se pretenden de la “revisión” de las decisiones adoptadas en un modelo. Reconocemos que los vientos ideológicos de la Academia fluyen en pro de la oralidad como paradigma de eficacia, eficiencia y baluarte de los derechos individuales, del mismo modo que se propiciara a principios del siglo XX y durante su primera mitad con los postulados de Chiovenda, quien estuvo influenciado por la Ordenanza Procesal del Imperio Austro-Húngaro de 1895, de Franz Klein. En este sentido nuestra investigación, nuestra hipótesis y nuestras conclusiones actuales van contra esa corriente, quizás en situación análoga a que otrora enfrentara Oderigo. Y esto es así porque vemos en la oralidad –llevado al extremo que se propicia en la actualidad- un modelo inconveniente en relación a nuestra idiosincrasia.  Estamos en un punto crítico para la eficiencia y coherencia del funcionamiento de la oralidad, desde que la revisión amplia -que tan noblemente propone garantizar, al menos, el derecho a la crítica y revisión de una condena por un órgano superior sobre la base del máximo esfuerzo- conduce a que lo oral se documente cada vez, y con mayor minuciosidad, siguiendo la suerte de la más conspicua escritura. Dejamos constancias en actas, grabamos y filmamos. Todo por si acaso; previendo el recurso y la necesidad de acudir a un Tribunal Superior (pauta de desconfianza). Corren los dos ríos en paralelo: oralidad y escritura que la registra. Cuanto más registro parece mejor. Las reformas legislativas en nuestras provincias son una prueba fiel de esta tendencia. La provincia de Buenos Aires ha instaurado el juicio por jurados de corte anglosajón, no escabinado, e impone siempre la grabación completa del debate (pauta de desconfianza). Señala también la recurribilidad del veredicto condenatorio cuando existe un apartamiento manifiesto con la prueba producida, lo cual denota que no se tolera el juzgamiento irrevisable y único del jurado popular, aun cuando se hayan invocado en su defensa nociones de “soberanía”. El fundamento es muy sensible y fuerte: el derecho a la revisión amplia del fallo condenatorio. Pero la pregunta sobre la vigencia de la oralidad queda expuesta ya que -en nuestra opinión- no ha podido ser abordada directamente por nuestra doctrina, ni por la Corte Suprema de Justicia Nacional, aun cuando en el precedente “Casal” (Fallos: 328:3399), se brindaron argumentos que pretendían preservarla. Ese fenómeno entramado da origen a otro que se produce en la instancia de revisión. Cuando el fundamento del recurso yace en la crítica a la valoración de la prueba el aporte del “registro” (modelo escriturario) es vital, y cuanto más minucioso mejor. La instancia de revisión se convierte, en estos casos, en un órgano de visualización de debates video-filmados, o de audición de sonidos grabados, o de lectura de actas redactadas. ¿Ven, oyen y leen por sí nuestros Jueces Superiores?, ¿o acaso delegan esas tareas en sus secretarios y funcionarios?. La delegación atentará contra la inmediación y por carácter transitivo contra la oralidad. Y aun cuando en algunos casos –ya que no es posible pensar que en todos- los Jueces no deleguen la reproducción del registro (lean, oigan o vean por sí), tampoco podrá considerarse actividad con “inmediación”, ya que el medio o la postulación no se produce contemporáneamente, ni existe interacción, entre otras razones más que exceden este resumen. Lo paradójico de esta situación es que la revisión de la sentencia en un sistema oral, me refiero a la amplia que ingresa en el meollo de la valoración probatoria, termina decidiendo sobre las bases del sistema escrito: el acta, el documento, la grabación o video-filmación (medios de acreditación documentales). Creemos que ambas reglas no son compatibles. El Código Procesal bonaerense conocido como Jofré (1915 a 1998) sin proponérselo, y no obstante las observaciones que le caben por contradecir disposiciones constitucionales, disponía para hechos graves un doble modelo de juzgamiento: escrito ante Juez unipersonal pero con amplio recurso de apelación u oral ante una Tribunal Colegiado pero sólo con recurso extraordinario ante la Suprema Corte de Justicia, a elección del imputado.

Algunas propuestas que ensayen soluciones a este dilema podrían partir de la realización obligatoria de una audiencia oral ante el ad quem que asegura la producción oralizada de las constancias del juicio a tenor de las exigencias de los agravios. Sin embargo, esta alternativa implicará que la nueva audiencia troque la oralidad (en el sentido de producción oral del medio de prueba) por la lectura o reproducción de registros escriturarios. Y lo que es peor, las instancias recursivas ante los Tribunales Superiores podrían eliminar completamente los remanentes de la oralidad a partir de la apertura de la instancia extraordinaria, para el análisis de las constancias documentales –entre éstas la propia sentencia-.

Nuestro sistema y nosotros mismos requerimos de reglas de juzgamiento coherentes y eficientes. Sin resignar ningún derecho, la oralidad y la revisión amplia de la sentencia no concilian completamente. Quizás debamos elegir; y eso es lo que no hemos querido hacer hasta ahora.

A partir de nuestras inquietudes y trabajos que incluyeron la oralidad y la escritura, la regla de inmediación, la inmediación en segunda y ulteriores instancias, el concepto de prueba y de valoración, la distinciones entre la prueba, derecho probatorio y  medio-registro,  el estudio comparativo de los sistemas de valoración de corte hispanoamericano y los del common law y de los EEUU, se sustenta el presente trabajo.

II. Oralidad y escritura como reglas de juzgamiento [arriba] 

En una de las líneas de investigación la docente e investigadora del proyecto Yamila Carrasco[3] en su trabajo “Oralidad, Inmediación y Revisión de Sentencias. ¿Armónicos o Antagónicos en el Proceso?. Una investigación sobre la posibilidad de coexistencia de las Reglas” explica que la oralidad es, ante todo, “una modalidad del lenguaje por medio de la cual podemos hacernos entender en la vida en sociedad; y luego, solo luego, una forma con la que puede diseñarse el método de debate jurídico por antonomasia: el proceso” y prosigue “Hablar y escribir constituyen, antes que todo, dos modos de comunicación distintos, con funciones sociales diferentes y complementarias. No obstante, puede decirse que más que escritas, las lenguas son sistemas o códigos de representación y de comunicación esencialmente orales”.

Enseña Carrasco “La escritura, por su parte, es un sistema simbólico y comunicativo de naturaleza gráfica, que tiene por objeto representar sobre soporte estable los mensajes y los textos” y añade “La escritura, en el sentido estricto de la palabra, representa un adelanto muy tardío en la historia del hombre. “El homo sapiens lleva tal vez unos 50 mil años sobre la tierra. La primera grafía, o verdadera escritura, que conocemos apareció por primera vez entre los sumerios en Mesopotamia apenas alrededor del año 3500 a. de C. Antes de eso, los seres humanos había dibujado durante innumerables milenios” y “No obstante, la lengua oral, nacida para resolver las necesidades de la comunicación directa entre los individuos de grupos sociales reducidos, presenta limitaciones que se hacen más patentes a medida que las sociedades crecen y se tornan más complejas en su organización social, económica y político administrativa. Por un lado, la memoria humana es limitada, frágil e incapaz de almacenar con plena exactitud grandes volúmenes de información. Por otro, la comunicación hablada exige la presencia cercana y simultanea de los interlocutores”. Es así como surge la necesidad de la escritura. Y con ello un cambio fundamental en la historia de la humanidad; un cambio que “comprometió la estructura social, económica, política, religiosa y otras”.

Y remata “La modalidad escrita amplió las posibilidades de la oralidad. “Para escribir se requiere de una actitud mas reflexiva y rigurosa. Las formas de expresión escritas son tan variadas como las de la oral, aunque la escritura es mucho más exigente social y culturalmente en el manejo del repertorio léxico, la propiedad gramatical y la corrección ortográfica. El texto escrito suele estar unido a una perfección normativa, puesto que es producto de un proceso de elaboración”.

Una mirada de nuestro tiempo, de nuestra sociedad, cultura y tecnología induce a pensar que la escritura ha encarnizado una lucha cultural, semiótica y lingüística con la oralidad. Las formas de comunicación de ideas escritas y transmitidas por medios virtuales presenta un vertiginoso crecimiento –cada vez más conectados aunque menos comunicados, quizás- y se contrapone con la fortaleza de la oralidad basada en la percepción del acto del decir (por antonomasia de la declaración) y el lenguaje corporal del sujeto emisor del discurso.

El procedimiento judicial reglado en Las Partidas o la Compilación General española de 1879 (para el ámbito penal), por cierto dos importantes antecedentes de nuestra legislación, se inspiraban en la regla de la escritura. El procedimiento judicial Ateniense ante la Heliea, la acussatio de la República Romana o la Ordenanza Procesal del Imperio Austro-Húngaro de 1895, de Franz Klein, adoptaban la oralidad como regla de juzgamiento.

La oralidad de corte anglosajón no reconoce, sin embargo, los mismos fundamentos políticos y técnicos de la oralidad de corte continental europeo, donde no es posible, al menos del todo, escindir ésta última de la concepción que ve en el Juez el necesario “control del debate” por sobre el rol de “director” del proceso. La oralidad resulta, en esta visión, una regla propicia para la publicización del proceso.

La oralidad como regla de juzgamiento supone que las pruebas (o elementos de confirmación procesal) se “producen” (regla) o “reproducen” (excepción) oralmente, tanto como las postulaciones de las partes y letrados y las resoluciones dictadas por la autoridad, aunque en este caso reconociendo limitaciones de la escritura si se trata de una decisión definitiva.     

La nota distintiva de la oralidad en el proceso penal es la existencia de otras reglas que la acompañan: la inmediación en la producción de la prueba, la celeridad y la concentración.

La oralidad del proceso penal se caracteriza entonces por la producción “ante la presencia del Juez o Tribunal”: prueba y postulaciones. La inmediación es la antítesis de la “delegación”. La fuente probatoria y postulatoria es producida ante la autoridad. Esta es la arista delicada del sistema: inmediación.[4]

Pero además, sostuvimos, concurren la celeridad y la concentración que importan una unidad temporo-especial de juzgamiento que se debe producir “sin solución de continuidad”.

La característica que presenta la oralidad como regla de juzgamiento, desde la óptica psicológica y sociológica, radica en la disposición del Juez para “escuchar y ver”. Los jueces de la oralidad deben estar dispuestos y predispuestos, siempre, a escuchar y a ver. La oralidad fracasa cuando los tribunales, por razones diversas detectadas, no están dispuestos a la percepción.

De modo que la oralidad como regla de juzgamiento reconoce dos límites naturales: la inmediación y la disposición para escuchar y para ver.

Corresponde añadir ahora la condición o cualidad sociocultural propia para el desarrollo de la oralidad. Esa cualidad radica en el grado de credibilidad social sobre el funcionamiento de los órganos públicos, en general, y del sistema de Justicia, en particular. La oralidad supone que el material de convicción, el que sirve de sustento para la resolución del caso, tanto como las postulaciones de las partes, se pierden en el cosmos una vez que se producen, salvo en aquello que el Juez indica en su sentencia definitiva y escrita como “ocurrido”. La confianza en el sistema Judicial importará la tolerancia y aceptación de la palabra escrita del Juez sobre lo que ocurrió oralmente en el debate.

Una sociedad con baja confianza del sistema público de Justicia presentará conflictos serios con la decisión del Juez en lo atinente a aquello que dice en su sentencia escrita que ocurrió oralmente. Si a esto se añade el reconocimiento sociocultural del derecho a un recurso contra el mérito de esa decisión –en el fondo de nuestra idiosincrasia: cuán relativo, opinable, observable y discutible es para nosotros el fallo del Juez- la oralidad se enfrenta a una grave situación. Paralelamente a la producción oral de las pruebas y postulaciones discurre un proceso escrito motorizado por la desconfianza previa y dirigida al recurso, que exige registrar todo como la mayor minucia que sea posible.

La oralidad en segunda o ulterior instancia presenta matices singulares, desde que se pierde la inmediación, y en general la concentración y la celeridad. Además, por el carácter revisionista de la instancia, se cuenta con un antecedente que condiciona la actividad: debate oral y sentencia escrita. La idiosincrasia sociocultural relativa a la confianza/desconfianza en el sistema de Justicia trae aparejado repercusiones centrales en las reglas de Juzgamiento que terminan siempre en el modelo escriturario.   

III. Recurso contra el fallo condenatorio (Juicio Previo, Revisión del fallo y ne bis in idem) [arriba] 

La prohibición de múltiple persecución penal (ne bis in idem) ha motivado que un sector muy importante de la doctrina señale la imposibilidad de recurrir el fallo absolutorio por parte del acusador (público o privado). Si bien existen matices en las opiniones, en especial relacionadas con la existencia o no de excepciones a tal impedimento, abordaré sucintamente algunas líneas de ese pensamiento. Debo anticipar, que en general los Códigos Procesales admiten y regulan el recurso del acusador con la sentencia absolutoria.

En el ámbito judicial los Ministros Petracchi y Bossert de la Corte Suprema, en disidencia en el precedente “Alvarado” (CSJN, Fallos 321:1173), reiterado por el primero en “Olmos” (CSJN, Fallos: 329:1447, considerando 17), sostuvieron que si el juicio no estaba viciado no era posible reeditarlo para pronunciar nueva sentencia. La opinión delimitaba claramente la posibilidad de “reenvío” frente a la invalidación de la sentencia cuando el debate había sido llegado en forma regular. Posteriormente la mayoría de la Corte invoca esa opinión en el precedente “Sandoval” (CSJN, sent. 31/08/2010).

En el precedente “Alvarado” la entonces disidencia de Petracchi y Bossert sostenía “una sentencia absolutoria dictada luego de un juicio válidamente cumplido precluye toda posibilidad de reeditar el debate como consecuencia de una impugnación acusatoria.- Una decisión diversa significaría otorgar al Estado una nueva chance para realizar su pretensión de condena, en franca violación al principio constitucional del non bis in idem y a sus consecuencias, la progresividad y la preclusión de los actos del proceso”.

La Corte Suprema, por mayoría, en el caso “Sandoval”, resolvió “Que, entonces, la cuestión planteada en el sub lite con relación al ne bis in idem es sustancialmente análoga a la examinada en Fallos: 321:1173 (disidencia de los jueces Petracchi y Bossert), 329:1447 (considerando 17 del voto del juez Petracchi), entre otros, a cuyas consideraciones corresponder remitir en lo pertinente”.

Parte de la doctrina va más allá de este criterio que se presenta frente al reenvío y sostiene que la decisión absolutoria tampoco puede revisarse por el tribunal ad quem de modo positivo, a instancia de la acusación. Se considera que revocar un fallo absolutorio a instancia de la acusación implica una injerencia al límite del ne bis in idem, que no se reduce a una condena luego de una absolución firme, sino a ser sometido más de una vez a juzgamiento por el mismo hecho y causa y, también, al riesgo de que ello ocurra. Para esta opinión el Estado tiene una sola ocasión (o chance) para lograr revertir la inocencia que gozan los ciudadanos. Si el debate ha sido válido, si el juicio ha sido llevado legalmente, sin fraude, no es posible reeditar la decisión en pos de condenar, ya que en ese caso, el ciudadano es sometido a una múltiple persecución penal.

Por el contrario otro sector de la doctrina sostiene que el querellante goza del derecho a recurrir el fallo absolutorio. Su fundamento principal estriba en el derecho a la tutela judicial efectiva en función de lo que surge de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (arts. 8.1 y 25). El fundamento, tutela judicial efectiva, le otorga al recurso del acusador rango convencional y no ya meramente procesal. La tutela judicial efectiva construye el fundamento del Ministro Zaffaroni en el fallo “Sandoval” a diferencia de la ya citada mayoría. También sostiene esta tesis que la igualdad procesal se vería afectada si, por vía de hipótesis, a la parte acusadora se le privada la posibilidad de revisar una decisión absolutoria basada en error o en la incorrección legal. En respuesta a la corriente de pensamiento contraria, se suele señalar que el ne bis in idem exige de una sentencia firme, y la decisión absolutoria que se impugna no lo es, tal como expresamente emerge de las Convenciones Internacionales. Con esto se obtendría una franca armonía entre el derecho a la revisión del fallo a favor del imputado con el derecho al recurso del querellante en virtud de la tutela judicial efectiva.

Daré a continuación mi opinión personal, que ha variado con el tiempo y con el análisis. Destaco que el problema planteado se ve alimentado por el creciente reconocimiento de derechos antimónicos o que entran en colisión. Ese reconocimiento que se acuña loablemente desde los altos Tribunales de Justicia y la propia Corte Interamericana, puede llegar a conducir a puntos de fricción severa. El primer aspecto que inclinó la balanza fue el concepto, alcance y límites del juicio previo en materia penal. Desde su origen la Constitución Nacional prohíbe penar sin juicio previo (art. 18 CN). Esta sabia disposición merece ser interpretada nuevamente, ahora a la luz de la cuestión en conflicto: ¿es constitucionalmente admisible el recurso contra la sentencia absolutoria?. Juicio es proceso. En éste se sustancia la “acusación” que habrá de ser decidida en un marco de contradicción, bilateralidad e igualdad procesal en el que la defensa es irrenunciable (art. 18 CN).

En el juicio (y sólo en el juicio) se observa la inveterada estructura del debido proceso (CSJN, Mattei, Fallos: 272:188) y el derecho a ser oído; particularmente con las características del modelo acusatorio: imparcialidad del juez, igualdad de las partes (bilateralidad, contradicción y plenitud), publicidad de los actos, etc.

Para penar, entonces, se exige del juicio previo como imperativo irreductible de raigambre constitucional. Me pregunté entonces,  ¿alcanza con el juicio previo? La CADH[5] y el PIDCP,[6] con jerarquía constitucional desde el año 1994, indican que no. Si el juicio previo concluye en condena, el imputado tiene derecho a la revisión del fallo (art. 8.2.h. CADH y art. 14.5. PIDCP). Pero como la garantía a la doble instancia, materializada con el derecho al recurso, lo es a favor del condenado de acuerdo a la interpretación otorgada por la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos (Sentencia del 23 de noviembre de 2012, “Mohamed vs. Argentina” (Excepción Preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas), la estructura constitucional del debido proceso penal impone dos cosas: 1ro.) la prohibición de pena sin juicio previo y; 2do) la prohibición de agotar el juzgamiento con el juicio previo, debiendo contar el imputado con el derecho de hacer revisar el fallo condenatorio por un Tribunal superior.

Esa es la inteligencia del modelo constitucional que nos rige en materia penal.

La Corte Suprema nacional afirmó reiteradamente que la garantía del debido proceso sólo exige que el litigante sea oído con las formalidades legales y no depende del número de instancias que las leyes procesales reglamentando esta garantía constitucional, establezcan según la naturaleza de las causas (Fallos: 126:114; 127:167; 155:96; 223:430; 231: 432; 289:95; 298:252, entre otros). Y agregó que en materia penal la regla ha quedado limitada por la reforma constitucional de 1994, que consagra expresamente el derecho del inculpado de "recurrir del fallo ante juez o tribunal superior" (CADH, 8.2.h). Por consiguiente es voluntad del constituyente rodear a este sujeto de mayores garantías sin que sea posible concluir que esta diferencia vulnere la Carta Magna, pues es una norma con jerarquía constitucional la que dispone tal tratamiento.

Esto implica que a la garantía de la doble instancia del art. 8.2.h de la CADH y 14.5. PIDCP, que como dije es instituida a favor del imputado, le precede la garantía al juicio previo en el cual el imputado tiene derecho a ser oído y resiste la acusación penal, que opera para el Estado como prohibición, ya que no se puede penar sin juicio previo.

De modo que sin aquél presupuesto –juicio previo o debido proceso- considerar el derecho al recurso es una falacia. Pero el recurso o lo que es equivalente la instancia recursiva no abre una nueva etapa de juzgamiento, sino de revisión. Encuentro entre ambos una diferencia central: mientras el proceso se erige para juzgar en base a la acusación, la defensa, las pruebas producidas y sus alegaciones, el recurso propende la revisión de desvíos, injusticias o arbitrariedades en la decisión que emana de aquél. Esos desvíos, injusticias o arbitrariedades son captados por los tratados internacionales como situaciones contra las que debe guarecerse al imputado y no a los Estados signatarios o sus representantes.

La instancia recursiva no es un proceso, en el sentido que carece del método integral compuesto de ACUSACION, DEFENSA, CONFIRMACION y ALEGACION (si lo fuese estaríamos ante un juicio nuevo, un verdadero doble juzgamiento). El Tribunal ad quem revisa una sentencia dictada a la luz de los agravios, pero no juzga sobre la base de una acusación, la defensa (contradicción y bilateralidad) y la prueba.

De modo que la condena requiere, para el respeto de todas las garantías comprometidas, del antecedente necesario e inmediato del juicio ya que, debo insistir, el art. 18 CN prohíbe al Estado penar sin juicio previo. Si como consecuencia del juicio el órgano de juzgamiento absuelve, ya no sería posible condenar en ulterior instancia porque la derivación del juicio ha sido la absolución y sin juicio antecedente no habrá condena posible.

La prohibición de penar sin juicio previo importa, a la luz de las consideraciones necesarias para resolver el problema planteado, que la absolución consecuente de un juicio válido y regular cierran definitivamente la discusión para la acusación, ya que la garantía judicial de la doble instancia se erige sólo a favor del condenado.

La condena que, por hipótesis, resulte de una instancia revisora, modificando la absolución, no es la consecuencia del juicio previo que impone el art. 18 CN. Vale decir, quien resulta condenado por un tribunal de revisión termina siendo penado por un órgano jurisdiccional de la Constitución, pero sin juicio previo.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos es absolutamente coherente con lo expuesto al disponer en su art. 8.1 que “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”.

Ahora corresponde analizar la garantía del art. 8.2.h de la CADH a la luz de la hipótesis de un recurso del acusador contra el fallo absolutorio. Si el imputado tiene derecho a un recurso amplio contra la sentencia condenatoria, el ejercicio de tal derecho sólo será posible si la pena proviene del órgano de juzgamiento, ya que sólo contra éste es admisible un remedio de tal característica. Por el contrario, una decisión de la Alzada en el sentido que se ensaya deja al encausado en orfandad recursiva, ya que éste no contará con ningún remedio amplio y sencillo que le permita obtener una revisión de la condena. Va de suyo que los recursos extraordinarios locales carecen de aquellas condiciones y a fortiori el recurso extraordinario federal, quedando significativamente limitados tanto en lo referente a su admisibilidad como a su procedencia y motivos.

No es un desvío de los recursos extraordinarios, sino la clara derivación de la sensible diferencia que media entre juicio previo y recurso o instancia revisora. Una vez más entonces: los recursos no se erigen para constituir instancia de juzgamiento, sino de revisión.

Debo responder dos argumentos centrales y cruciales de la posición que postula el derecho al recurso contra la decisión absolutoria. Estos son: el derecho a la tutela judicial efectiva y la igualdad procesal de las partes.

Los arts. 8.1. (ya citado) y 25 de la CADH han sido invocados como basamentos de la tutela judicial efectiva que ampara a toda persona, cualquiera sea su situación frente a la ley. La segunda disposición, bajo el título de Protección Judicial, reza “1. Toda persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare contra actos violen sus derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, la ley o la presente Convención, aun cuando tal violación sea cometida por personas que actúen en ejercicio de sus funciones oficiales. - 2. Los Estados Partes se comprometen: a) a garantizar que la autoridad competente prevista por el sistema legal del Estado decidirá sobre los derechos de toda persona que interponga el recurso; b) a desarrollar las posibilidades de recurso judicial, y c) a garantizar el cumplimiento, por las autoridades competentes, de toda decisión en que se haya estimado procedente el recurso”.

La norma en comentario (art. 25) emplea el término “recurso” en sentido amplio, como instrumento o medio de acceso a un tribunal de justicia para el amparo de derechos lesionados. Su lectura y su finalidad no dejan dudas sobre este punto, asemejándose al amparo judicial como vía rápida y expedita contra la lesión de derechos.

El debido proceso o juicio es el ámbito connatural con el ejercicio de los derechos y las pretensiones que comprenden al Ministerio Público Fiscal como acusador público y eventualmente al Particular Damnificado o Querellante. Si el proceso ha sido regular, si las partes han contado con todas las garantías para deducir sus pretensiones, procurar su acreditación, si han sido oídas en plena igualdad y si, finalmente, se ha dictado sentencia por un Juez competente e imparcial, el Particular Damnificado o Querellante (debo excluir al Ministerio Público Fiscal por no reunir la condición de persona, aunque la solución no sería diferente) ha contado con un recurso idóneo, eficiente y amplio para acudir a un tribunal de justicia. Tanto es así que el proceso penal satisface sobradamente aquella previsión. En otras palabras, constituye el canal de la tutela judicial efectiva. Pero una vez resuelta la pretensión el tribunal de justicia satisfizo la protección judicial, agotándola, ya que, en materia penal el Derecho no guarece a la acusación con la garantía a la doble instancia. La garantía se agota, claramente, con el juzgamiento válido.

Aplicarla para sustentar la revisión de un fallo judicial regular, es decir, válido, implica suponer que el ciudadano ha visto vedada la protección judicial a pesar del debido proceso. Y salvo fraude judicial, el presupuesto planteado es inatendible.

Esta inteligencia es reforzada por la otra disposición que se invoca en pos de la tutela judicial efectiva: el art. 8.1. Conviene transcribirlo nuevamente: “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”. La garantía es abastecida mediante el derecho del Particular Damnificado a participar, pretender, probar, alegar y, en definitiva ser oído en plena igualdad ante un tribunal de justicia, en el proceso.

De lo expuesto se colige que la tutela judicial efectiva no constituye una razón valedera y real para admitir el recurso contra el fallo absolutorio y, lo que es equivalente, su inadmisibilidad no importa privar al ciudadano de la protección judicial si, como en el caso, ha contado con un proceso válido y regular.

Sobre este último punto quiero poner el acento ya que en los casos que versen sobre violación de Derechos Humanos los Tribunales de Justicia deben ser muy exhaustivos en pro de la tutela judicial de quienes aparecen como víctimas frente a los Estados que, en la generalidad de estos, resultan responsables de las lesiones a los Derechos Humanos. Estos son los “casos” que han merecido pronunciamiento de la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos relacionados con quienes aparecían víctimas de delitos de lesa humanidad, terrorismo de estado o de graves menoscabos de las naciones a los derechos elementales. Los reconocimientos que la CIDH ha efectuado en base a la tutela judicial efectiva se relacionan directamente con tales situaciones en las que el Estado es responsable, por acción u omisión; pero no con supuestos domésticos.

En relación a la igualdad procesal debo considerar lo que sigue. En el proceso penal o juicio previo, no obstante la vigencia plena de la igualdad procesal entre las partes, existen sensibles diferencias –claramente explicables, justificables y necesarias- entre el imputado y quien ostenta el rol de acusador. Esas diferencias son las que posibilitan que el proceso penal se inscriba como debido proceso y no un mero procedimiento anacrónico en el que una igualdad formal basada en la exacta equivalencia colisionará con la material desigualdad que el ciudadano posee frente al Estado y el sistema público de justicia que propicia su punición y con el delicado equilibrio entre libertad/reserva y poder de policía/punición.

Son ejemplos incontrastables de lo que vengo expresando el estado de inocencia, in dubio pro reo, favor rei, el principio pro homine, el principio de mínima intervención, la garantía a guardar silencio del imputado, la prohibición de reformatio in peius y el derecho inalienable de contar con defensa técnica que, en defecto, será provista por el Estado. Ninguno de estos encuentra correlato en el Ministerio Público Fiscal o Particular Damnificado o Querellante. Lo más significativo, sin embargo, no es la ausencia de un correlato sino su imposibilidad. Imposibilidad que se justifica por la existencia misma de la prerrogativa. Así por ejemplo la vigencia del principio in dubio pro reo presupone la inexistencia de un principio in dubio pro víctima o in dubio pro Estado. Lo uno lleva ínsito la imposibilidad de lo otro.

No puede decirse fundadamente que la vigencia de tales garantías, principios o reglas de juzgamiento altere la par conditio entre la acusación y la defensa. La manera de compensar y equilibrar esa delicada línea en pos de una igualdad de armas en el juicio penal es a partir de su observación.

Conforme lo explicado, no es la igualdad procesal una razón valedera para erigir un recurso contra el fallo absolutorio; igualdad que en modo alguno se niega frente a un proceso penal contradictorio y bilateral que se agota con la decisión que rechaza la acusación.

En síntesis: tengo para mí que la garantía de la doble instancia del art. 8.2. h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos participa de aquella condición que exige, para su propia existencia, la imposibilidad de postular una garantía adversa (derecho al recurso contra el fallo absolutorio) y no sólo su mera correlación con un instrumento tal.

Quien obtiene una sentencia absolutoria procedente de un debate oral y público regular (debido proceso) en el que se han ventilado las postulaciones de las partes (tutela judicial efectiva y derecho de defensa en juicio), no puede ser condenado en una ulterior instancia por cuanto esa decisión no tendría como antecedente un juicio penal y no podría ser susceptible de revisión amplia en los términos de los arts. 18 CN y art. 8.1 y 8.2.h CADH y 14.5. PIDCP. La admisión de un recurso del acusador contra la sentencia absolutoria importa abrir la posibilidad de una condena sin juicio previo; decisión que a la postre no podrá ser revisada por el condenado con el alcance previsto en las disposiciones mencionadas.

Desde este lugar, es decir, sobre la base de la inteligencia que corresponde al concepto de juicio previo del art. 18 CN es que la intención de revisión del fallo absolutorio conduce a una múltiple persecución penal.

IV. Doctrina de la Corte Suprema y de la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos en relación con la cláusula 8.2. h) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos [arriba] 

Mediante sentencia del 23 de noviembre de 2012 la Corte Interamericana de Derecho Humanos (CIDH) se pronunció en el caso “Mohamed vs. Argentina” (Excepción Preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas).

Oscar Alberto Mohamed[7] había sido condenado por el delito de homicidio culposo en los términos del art. 84 del Código Penal Argentino por la Sala Primera de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, imponiéndole penas de prisión en suspenso e inhabilitación para conducir vehículos automotores. Con ese pronunciamiento la alzada revocó el fallo absolutorio del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional nro. 14.

El recurso que dio origen a la revocación de la sentencia absolutoria fue promovido por el Ministerio Público Fiscal.

Ante la condena pronunciada por la Cámara, la defensa de Mohamed interpuso recurso extraordinario federal propiciando la anulación del fallo.

Denunció defecto en la fundamentación normativa por no encontrarse vigente el decreto invocado por la sentencia condenatoria, autocontradicción, prescindencia de prueba decisiva y basamento en afirmaciones meramente dogmáticas. El Tribunal de Alzada rechazó con costas el recurso porque los agravios se referían a cuestiones de hecho, prueba y derecho común, señalando que si bien medió error en la cita de un decreto derogado, esto no era óbice para la recta adjudicación de la violación del deber de cuidado, que sustentó la condena.

El 27 de septiembre de 1995 Mohamed interpuso recurso de queja ante la Corte Suprema de Justicia Nacional. Esta fue rechazada por inadmisible, en los términos del art. 280 CPCN.[8]

Mohamed formuló petición ante la Comisión Interamericana[9], la cual decidió someter a conocimiento de la CIDH el caso sobre la base de una serie de violaciones a garantías y derechos previstos por la Convención Americana y al principio de legalidad. No obstante la pluralidad de agravios y motivos que originaron la petición y la resolución –para cuyo conocimiento se recomienda una íntegra lectura del decisorio-, voy a circunscribirme en este trabajo al enumerado por el art. 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, relacionada con la revisión del fallo.

De modo que el caso planteado es el siguiente: un ciudadano absuelto por el órgano jurisdiccional de primer grado de conocimiento, a instancia del Ministerio Público Fiscal que se alzó contra aquélla decisión, fue condenado por la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional. Es decir, la pena procede del órgano de segundo grado de conocimiento. Esa decisión resultó irrecurrible para el condenado ya que el remedio extraordinario federal (único previsto en ese entonces frente a la decisión de la Cámara) fue declarado inadmisible tanto por el a quo como por la Corte Suprema de Justicia Argentina al rechazar el recurso de queja.

Las razones que acompañaron la declaración de improcedencia del recurso extraordinario federal fueron explícitas: el remedio del art. 14 de la Ley 48 (Argentina) no es procedente para decidir sobre cuestiones de hecho, prueba o derecho común. Sin embargo, ante la CIDH el Estado Argentino señalará luego que Mohamed no se había agraviado en los recursos internos por la alegada violación al art. 8.2.h de la Convención, por lo cual, la CIDH no podría fallar sobre cuestiones no tratadas (párr. 68 del pronunciamiento analizado).

Con esto quedó al desnudo la cuestión central y compleja derivada de una condena que procede no ya del órgano de juzgamiento del primer grado de conocimiento, sino de aquél otro predispuesto como su revisor.

Bajo el rótulo “Garantías Judiciales” el art. 8.2.h CADH dispone: “2. Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas:… h) derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior”.

La CIDH se ha pronunciado sobre los “estándares que deben ser observados para asegurar la garantía del derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior”, por ejemplo en los casos “Castillo Petruzzi y otros Vs. Perú. Fondo, Reparaciones y Costas, párr. 161”; “Herrera Ulloa Vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas, párrs. 157 a 168”; “Barreto Leiva Vs. Venezuela. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 17 de noviembre de 2009. Serie C No. 206, párrs. 88 a 91”.[10]

También ha remarcado con suma claridad que para que las garantías del art. 8 de la Convención se observen en un proceso deben cumplirse todos los requisitos que “sirv[a]n para proteger, asegurar o hacer valer la titularidad o el ejercicio de un derecho” (Cfr. Caso Hilaire, Constantine y Benjamin y otros Vs. Trinidad y Tobago. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 21 de junio de 2002. Serie C No. 94, párr. 147, y Caso Tiu Tojín Vs. Guatemala. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 26 de noviembre de 2008. Serie C No. 190, párr. 95).

Esto es así porque el art. 8 de la Convención contempla un sistema de garantías “que condicionan el ejercicio del ius puniendi del Estado y que buscan asegurar que el inculpado o imputado no sea sometido a decisiones arbitrarias, toda vez que se deben observar “las debidas garantías” que aseguren, según el procedimiento de que se trate, el derecho al debido proceso” (Cfr. Excepciones al Agotamiento de los Recursos Internos (arts. 46.1, 46.2.a y 46.2.b, Convención Americana sobre Derechos Humanos). Opinión Consultiva OC-11/90 del 10 de agosto de 1990. Serie A No. 11, párr. 28, y Barbani Duarte y otros Vs. Uruguay. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 13 de octubre de 2011. Serie C No. 234, párr. 117).

Asimismo, la CIDH ha señalado que “toda persona sujeta a un juicio de cualquier naturaleza ante un órgano del Estado deberá contar con la garantía de que dicho órgano… actúe en los términos del procedimiento legalmente previsto para el conocimiento y la resolución del caso que se le somete” (Caso del Tribunal Constitucional Vs. Perú. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 31 de enero de 2001. Serie C No. 71, párr. 77, y Caso Yvon Neptune Vs. Haití. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 6 de mayo de 2008. Serie C No. 180, párr. 80).

La República Argentina no cuestionó los precedentes de la CIDH, pero argumentó que mediaban situaciones de excepción al derecho a recurrir condenas penales, citando el inciso 2 del artículo 2 del Protocolo 7 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.

La CIDH debió determinar si Mohamed vio inobservada la garantía a la revisión del fallo (art. 8.2.h. de la Convención en su literalidad) y en particular si le asistía el derecho de recurrir el fallo condenatorio; expresión que tendrá una sensible diferencia con aquélla, por sus posibles alcances e interpretaciones. El texto cuya gramaticalidad no contiene el adjetivo “condenatorio”, debe desentrañarse a tenor de varias pautas hermenéuticas, como la teleológica o la sistemática. Esta tarea fue abordada por la CIDH que concluyó –es necesario en este momento hacer un breve salto expositivo- que la garantía protege del riesgo de arbitrariedad o injusticia de una condena penal, previendo el derecho a obtener su revisión.

La Comisión (párrs. 65 y 67) entendió que el derecho a recurrir el fallo es una “garantía establecida a favor del acusado”[11]. Esa garantía es independiente o indiferente del órgano que pronuncie la condena. Es decir, de la instancia de la que procede (instancia única, primera o segunda). En cualquier supuesto “debe garantizarse el derecho de revisión de esa decisión por medio de un recurso que cumpla con los estándares desarrollados por la Corte en su jurisprudencia”.

Señaló la CIDH “Para determinar si al señor Mohamed le asistía el derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior, corresponde determinar si la protección consagrada en el artículo 8.2.h de la Convención Americana permite una excepción, tal como alega Argentina, cuando el imputado haya sido declarado condenado por un tribunal que resuelva un recurso contra su absolución”.

Dice el parágrafo 91 del pronunciamiento “El artículo 8.2 de la Convención contempla la protección de garantías mínimas a favor de “[t]oda persona inculpada de delito”. En el último inciso en que expone esas garantías, cual es el h), protege el “derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior”. La Corte entiende que el artículo 8.2 se refiere, en términos generales, a las garantías mínimas de una persona que es sometida a una investigación y proceso penal. Esas garantías mínimas deben ser protegidas dentro del contexto de las distintas etapas del proceso penal, que abarca la investigación, acusación, juzgamiento y condena”.

Añade en el parágrafo  92 “Teniendo en cuenta que las garantías judiciales buscan que quien esté incurso en un proceso no sea sometido a decisiones arbitrarias, la Corte interpreta que el derecho a recurrir del fallo no podría ser efectivo si no se garantiza respecto de todo aquél que es condenado, ya que la condena es la manifestación del ejercicio del poder punitivo del Estado.  Resulta contrario al propósito de ese derecho específico que no sea garantizado frente a quien es condenado mediante una sentencia que revoca una decisión absolutoria. Interpretar lo contrario, implicaría dejar al condenado desprovisto de un recurso contra la condena. Se trata de una garantía del individuo frente al Estado y no solamente una guía que orienta el diseño de los sistemas de impugnación en los ordenamientos jurídicos de los Estados Partes de la Convención”.

A modo de reafirmación de la Convencionalidad, la CIDH cita el art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que estable “[t]oda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior, conforme a lo prescrito por la ley”.

La CIDH no coincidió con el argumento del Estado Argentino sobre la admisibilidad de excepciones, remarcando que la Convención Americana no las previó, a diferencia del Sistema Europeo.

Concluye la sentencia que “en los términos de la protección que otorga el artículo 8.2.h de la Convención Americana, el señor Mohamed tenía derecho a recurrir del fallo proferido por la Sala Primera de la Cámara Nacional de Apelaciones el 22 de febrero de 1995, toda vez que en éste se le condenó como autor del delito de homicidio culposo (supra párr. 48)”.

El segundo punto a tratar, consecuente del anterior, es el contenido del derecho a recurrir la sentencia penal condenatoria y a la luz de éste, si el recurso extraordinario federal argentino lo satisface.

En el parágrafo 97 la CIDH dice “El Tribunal ha señalado que el derecho de recurrir del fallo es una garantía primordial que se debe respetar en el marco del debido proceso legal, en aras de permitir que una sentencia adversa pueda ser revisada por un juez o tribunal distinto y de superior jerarquía orgánica. La doble conformidad judicial, expresada mediante el acceso a un recurso que otorgue la posibilidad de una revisión íntegra del fallo condenatorio, confirma el fundamento y otorga mayor credibilidad al acto jurisdiccional del Estado, y al mismo tiempo brinda mayor seguridad y tutela a los derechos del condenado. Asimismo, la Corte ha indicado que, lo importante es que el recurso garantice la posibilidad de un examen integral de la decisión recurrida (Caso Herrera Ulloa Vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas, párr. 165, y Caso Barreto Leiva Vs. Venezuela. Fondo, Reparaciones y Costas, párr. 89)”.

Añade en el parágrafo 98 “El derecho de impugnar el fallo busca proteger el derecho de defensa, en la medida en que otorga la posibilidad de interponer un recurso para evitar que quede firme una decisión adoptada en un procedimiento viciado y que contiene errores que ocasionarán un perjuicio indebido a los intereses de una persona”.

La Corte sostiene, entonces, que el artículo 8.2.h de la Convención se refiere a un recurso ordinario, accesible y eficaz. “…supone que debe ser garantizado antes de que la sentencia adquiera la calidad de cosa juzgada” (Caso Herrera Ulloa Vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas, párr. 158, y Caso Barreto Leiva Vs. Venezuela. Fondo, Reparaciones y Costas, párr. 88.93)”.

El recurso debe procurar resultados o respuesta coherentes al fin por el que fue concebido (pauta teleológica de reglamentación), debe ser accesible, no exigir mayores complejidades, y rodearse de mínimas formalidades que no constituyan un obstáculo para su deducción y admisibilidad formal.

Los Estados parte deben erigir un medio adecuado a aquéllos estándares, cualquiera sea la denominación que se le otorgue en el orden interno, apto para considerar cuestiones fácticas, probatorias y jurídicas de cualquier índole. En especial, sentenció la CIDH[12], por la interdependencia que existe entre las determinaciones fácticas y la aplicación del derecho “de forma tal que una errónea determinación de los hechos implica una errada o indebida aplicación del derecho”. Por esto es que el recurso del art. 8.2.h de la Convención debe posibilitar el control amplio de la sentencia condenatoria, lo que comprende aspectos fácticos, jurídicos, de valoración, hermenéuticos, de subsunción, etc.

Destaca la CIDH que el art. 8.2.h. de la Convención no implica que deba efectuarse un nuevo juicio oral (parr. 101).

En el caso, se consideró que el régimen procesal penal aplicado a Mohamed no preveía un recurso ordinario para que pudiera recurrir la condena pronunciada en segunda instancia, destacando que el recurso extraordinario federal “no constituye un medio de impugnación procesal penal sino que se trata de un recurso extraordinario regulado en el Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, el cual tiene sus propios fines en el ordenamiento argentino”, limitado a la “revisión de cuestiones referidas a la validez de una ley, tratado,  norma constitucional o a la arbitrariedad de una sentencia, y excluye las cuestiones fácticas y probatorias, así como de derecho de naturaleza jurídica no constitucional”.

Si bien el Estado Argentino achacó a la defensa de Mohamed defectos en la redacción del recurso extraordinario, a los que adjudica su desestimación para señalar que aquél hubiera posibilitado guarecer la doble instancia, la CIDH señaló que la admisibilidad de ese remedio, considerada en su aspecto normativo y abstracto, denotaba su restricción y excepcionalidad, ambas cualidades contrarias al recurso que regla el art. 8.2.h de la Convención. Esta situación es dirimente para considerar afectadas las garantías de Mohamed, quien no contó con un remedio idóneo y eficiente para revisar el fallo condenatorio. El acierto o no en el planteo del recurso extraordinario y la eventual apertura de la instancia no constituían senderos normales y francos para el justiciable. Este párrafo es una verdadera proclamación de derechos por parte de la CIDH, ya que elude el sofisma planteado por el Estado Argentino en relación al reproche de la labor del letrado impugnante, en un recurso cuya apertura o denegatoria no deja de rayar la discrecionalidad.[13] Por otra parte, demuestra que una discrecionalidad tal, que opera siempre por juicio ex post (v.gr. Ud. no planteó tal o cual cosa; su planteo no es suficiente; Ud. no aborda una crítica razonada sobre…; etc., etc.) no exento de ritos (v.gr. no superar las 10 carillas en el recurso de queja ni el máximo de líneas por hoja, que se cuentan[14], y cuya inobservancia desencadena su rechazo, salvo –claro está- que el Tribunal decida no hacerlo), lejos está de satisfacer un recurso de revisión amplio de la condena.

En el parágrafo 111 “Adicionalmente, la Corte resalta la gravedad de que en el presente caso no se garantizara al señor Mohamed el derecho a recurrir la sentencia condenatoria, tomando en cuenta que parecieran haberse configurado deficiencias en la garantía del derecho de defensa durante la segunda instancia del proceso penal frente a la apelación planteada contra la sentencia absolutoria. La Corte observa que en dicho proceso penal el Ministerio Público acusó calificando los hechos de homicidio culposo, posteriormente solicitó el sobreseimiento y después de la sentencia absolutoria en primera instancia apeló sin fundamentar la apelación (sin expresar agravios). La querella también apeló y presentó agravios o fundamentos de la apelación, pero no consta que en el proceso penal se hubiere dado traslado del escrito al defensor del señor Mohamed para que pudiera pronunciarse sobre esos agravios con anterioridad a la emisión de la sentencia de segunda instancia que revocó la absolución y condenó penalmente al señor Mohamed”.

Por estas razones la CIDH “concluye que el sistema procesal penal argentino que fue aplicado al señor Mohamed no garantizó normativamente un recurso ordinario accesible y eficaz que permitiera un examen de la sentencia condenatoria contra el señor Mohamed, en los términos del artículo 8.2.h de la Convención Americana, y también ha constatado que el recurso extraordinario federal y el recurso de queja, en tanto salvaguarda de acceso al primero, no constituyeron en el caso concreto recursos eficaces para garantizar dicho derecho”.

La CIDH remató que el Estado Argentino violó la garantía consagrada en el art. 8.2.h de la Convención.

Explica Maier “en la administración de justicia penal sobre todo, subsistente en el sistema de persecución penal estatal, los recursos no significan una garantía procesal a favor del imputado o del condenado sino, antes bien, un medio de control por tribunales superiores sobre el grado de adecuación de los tribunales inferiores a la ley del estado”.[15]

Coherente con lo antes dicho, otrora la Corte Suprema de Justicia Argentina sostenía que la “doble instancia no es un requisito constitucional que integre el debido proceso” (“Cortés”, Fallos, 178:83).[16]

En el precedente “Jáuregui” (Fallos, 311:274) la Corte Nacional negando la existencia de una garantía materializada por el derecho al recurso, teniendo en cuenta la vigencia del Pacto de San José de Costa Rica pero sin jerarquía constitucional, sostuvo que el recurso extraordinario federal (Ley 48, art. 14) lo satisfacía.

Prestigiosa doctrina cuestionó ese criterio con elocuentes expresiones que, ulteriormente, serán volcadas en los fallos de la CIDH y luego de nuestra Corte Nacional. Germán Bidart Campos señaló “recurrir el fallo ante tribunal superior supone, a nuestro criterio, poder someterlo a revisión en toda la extensión de lo que él ha resuelto, por lo que un recurso que, como el extraordinario, es de extensión limitada –y muy limitada- porque se ciñe a las cuestiones federales exclusivamente, no abre campo para la referida revisión amplia. El recurso que nosotros consideramos aludido en la doble instancia prescripta por los pactos debe ser un recurso que permita rever todas las cuestiones de hecho y de derecho atendida en la sentencia que se recurre”[17]. Sagüés dijo “Si el objeto de aquella cláusula es afirmar los principios de justicia y seguridad del debido proceso (due process of law) y como parte de éste, de defensa en juicio, debe suponerse que el ‘derecho a recurrir del fallo’ obliga a implementar uno o más recursos aptos para impugnar errores o vicios que perjudiquen un debido proceso o la defensa en juicio. Si hay recurso, pero el mismo tiene un campo de conocimiento restringido (en el sentido que no permita revisar todos los aspectos que hagan al debido proceso y a la defensa en juicio), el art. 8º, inc. 2-h del Pacto de San José de Costa Rica se encuentra insatisfecho. Por eso, en principio, el recurso extraordinario federal, no previsto para atacar resoluciones judiciales opinables (aunque no fueren las mejores), o errores (en los hechos, procedimiento, o derecho de fondo) que no sean ‘maxi errores’…”[18]

Con posterioridad, la Corte Suprema Argentina se pronunció en el precedente “Giroldi” (Fallos, 318:514) señalando que el recurso extraordinario no constituía un remedio eficaz para satisfacer la revisión de sentencia del art. 8.2.h de la Convención, que calificó de “garantía” dejando de lado la antigua doctrina que desconocía tal calidad. Ese lugar sería ocupado por el recurso de Casación Penal.[19]

Más cerca en el tiempo, la Corte Suprema tuvo oportunidad de pronunciarse nuevamente sobre el tópico.  Me refiero al precedente “Casal” (Fallos: 328:3399). Por mayoría, el cimero Tribunal señaló que el recurso reglado por el art. 8.2.h de la Convención (concebido como garantía) exigía de una revisión amplia, regulada con mínimos requisitos formales, que permitiese, en la medida de lo posible -para lo cual se apelaría a la doctrina del máximo esfuerzo- la consideración de cuestiones de hecho, prueba y derecho, en tanto lo permita la oralidad con inmediación. Por esta razón el recurso de Casación instituido por el CPPN no lo abastecía ya que sus disposiciones eran restrictivas tanto en lo referente a su admisibilidad como a la competencia otorgada al ad quem. La Magistrada Argibay por su voto, ilustró el fallo con profundos razonamientos expuestos con destacable simpleza. Dijo por ejemplo “En principio, puede afirmarse que si un individuo que ha sido condenado penalmente tiene un derecho constitucional a que la sentencia sea revisada o controlada por un tribunal superior, dicha revisión tendría que comprender todos aquellos argumentos en los que se ha sustentado la condena, es decir, aquellas premisas cuya modificación tiene aptitud para alterar la condena o la pena a favor del recurrente. En consecuencia, ese carácter total que debe tener el derecho de revisión de la condena vedará, en principio, que puedan realizarse distinciones que predeterminen la materia a revisar, excluyendo de antemano ciertos aspectos, como ocurre, por ejemplo, con la clasificación entre cuestiones de hecho y de derecho. Este parece ser, por otra parte, el sentido con el que han sido dictadas las normas que contienen la garantía de revisión, en tanto éstas no contienen una regla según la cual la revisión de la sentencia condenatoria pueda o deba limitarse a ciertos aspectos de la misma. En tal orden de ideas, debe destacarse también la exigencia establecida por la Corte Interamericana en el citado precedente “Herrera Ulloa” en cuanto a que debe garantizarse una revisión integral de la condena. Ahora bien, afirmar que debe garantizarse la posibilidad de revisar todos los extremos que dan sustento a la sentencia de condena exige, sin embargo, ciertas puntualizaciones que permitirán, a su vez, fijar el marco y los alcances de la garantía en el caso primer término, que pese a la posibilidad de revisión integral que debe brindar el recurso, existen ciertas cuestiones que, por razones fácticas, la Cámara de Casación se verá impedida de conocer. Ello remite específicamente a aquellos extremos que el tribunal sentenciante haya aprehendido en virtud de la inmediación, cuyo análisis, lógicamente, no puede ser reeditado en la instancia revisora (vgr. la impresión que los jueces del tribunal oral pudieren haber tenido sobre tal o cual testigo).- La segunda especificación se refiere a que el carácter total de la revisión no implica per se que el examen que el tribunal del recurso realice respecto de la sentencia de condena deba ir más allá de las cuestiones planteadas por la defensa. Ello es así porque, al tratarse de un derecho que su titular ejerce en la medida que la sentencia le causa agravio, resulta incorrecto intentar derivar de la garantía en cuestión una exigencia normativa que obligue a controlar aquellos extremos del fallo que el recurrente no ha sometido a revisión del tribunal examinador”.

Nuestro país ha sido escenario, desde siempre, de situaciones análogas al caso de la CIDH analizado, mediante sentencias condenatorias de órganos superiores, ya sea revocatoria de una absolución o se trate de un agravamiento de la pronunciada en la instancia antecedente, sin posibilidad de un recurso amplio del imputado contra aquélla.

Existen casos de resonancia pública y mediática que han ingresado en los prolegómenos de un derecho al recurso del fallo condenatorio no del todo aceptado, aún, por los tribunales inferiores de nuestro país, incluyendo las Altas Cortes de Justicia de algunas provincias. Entre estos ejemplos es dable citar los mediatizados casos “Carrascosa” y “Cromañón”.

V. ¿Conflicto de paradigmas? A modo de conclusión [arriba] 

Hace unos años en el marco de uno de los Congresos Nacionales de Derecho Procesal Garantista, en Azul, el catedrático y procesalista Montero Aroca sentenció que los argentinos habíamos ingresado en un conflicto de paradigmas con jerarquía constitucional. Por un lado, el modelo de corte anglosajón (juicio por jurados de la Constitución de 1853), que de acuerdo a lo analizado en el punto correspondiente (ver supra III) se abastecía con el juicio previo. Por el otro, con la garantía a la doble instancia de la Convención Americana de Derechos Humanos que extiende la condición de validez del proceso al derecho al recurso y revisión a favor del condenado por sentencia no firme (supra III).

Esa “sentencia” del profesor Español no me ha abandona desde que la escuché y tampoco ha dejado de atormentar la aparentemente pacífica construcción teórica del juzgamiento penal en nuestro país. El profesor Español ponía sobre la agenda Académica un problema cuyos horizontes no son del todo conocidos. La notable incidencia de la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos como intérprete de la Convención, a partir de su estándar constitucional por reconocimiento de nuestro derecho interno, añaden a la cuestión un elemento más: la posible supremacía de la convencionalidad sobre la constitucionalidad.

La pregunta que subyace es la siguiente ¿nos preocupan los paradigmas o solamente atendemos a las contingencias procedimentales?.

A modo de conclusión postulo:

Oralidad e inmediación para el juzgamiento penal resultan incompatibles con la revisión amplia del fallo por los Tribunales superiores.  La doctrina “Casal” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y su correlato de la Corte Interamericana de Justicia sobre Derechos Humanos (“Herrera Ulloa Vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas, párr. 165, y Caso Barreto Leiva Vs. Venezuela. Fondo, Reparaciones y Costas; “Mohamed vs. Argentina”, Excepción Preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas, del 23 de noviembre de 2012”, etc.) que reconocen, interpretando el alcance del art. 8.2 h) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el derecho del condenado por sentencia no firme a obtener un revisión amplia del fallo, delineada por el criterio del máximo esfuerzo y los límites del agravio, importan encausar el juzgamiento en la regla de la escritura.

La pretensión de preservar la oralidad e inmediación en segunda o ulterior instancia, contando como antecedente con un debate válido ante el órgano de grado, exigen de un nuevo juicio, infringiendo la prohibición de múltiple persecución penal (ne bis in idem).

La oralidad e inmediación como reglas de juzgamiento suponen -llevan ínsita- la inexistencia, o  restricción, del recurso contra el fallo condenatorio basado en cuestiones de hecho y prueba.

 

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[1] Ponencia presentada en el Primer Congreso Provincial de Derecho Procesal celebrado en San Francisco, provincia de Córdoba, Argentina, los días 18 y 19 de septiembre de 2014.
[2] Abogado, Especialista en Magistratura, Magíster en Derecho Procesal, Doctor en Derecho. Profesor Titular Ordinario de Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Centro de la provincia de Buenos Aires. Investigador de la UNICEN. Prof. Invitado en la carrera de Posgrado Especialización en Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba. Jurado de Tesis de la carrera de Maestría en Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario. Consejero Académico de INFOJUS del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Presidencia de la Nación. Presidente del Tribunal de Disciplina del Colegio de Abogados del Departamento Judicial Azul. Abogado en ejercicio de la profesión.
[3] Docente Adjunta Interina de Derecho Procesal I, Facultad de Derecho, UNICEN.
[4] En este línea otro investigador y docente, Julio Vélez (Prof. Adjunto de Derecho Procesal II),  detectó el carácter central de la inmediación en la oralidad del proceso penal.
[5] Convención Americana sobre Derechos Humanos.
[6] Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
[7] Mohamed era chofer de micros de recorrido urbano y fue despedido luego de la condena por la pena de inhabilitación, que le privaba del derecho a conducir automotores.
[8] El art. 280 del CPCN dispone, en su párrafo primero, “…La Corte, según su sana discreción, y con la sola invocación de esta norma, podrá rechazar el recurso extraordinario, por falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas resultaren insustanciales o carentes de trascendencia”. Más allá de las razones políticas de esta disposición, desde la perspectiva jurídica el certiorari (así se conoce a la disposición por su origen) no resiste el juicio de razonabilidad. Destaco que el certiorari del art. 280 CPCN, concebido como “certiorari argentino” difiere sustancialmente del writ of certiorari norteamericano. Por todo ver Egües, Alberto J., “El certiorari argentino”, LA LEY 1993-C, 661.
[9] 18/03/1996. El 13/04/2011 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sometió el caso nro. 11.618 contra la República Argentina a conocimiento de la CIDH
[10] Dicho sea de paso el gobierno de Venezuela, por nota del 11/09/2012, denunció la Convención formalizando su retiro, cumpliéndose el año reglamentario el 10/09/2013.
[11] Sin mengua de su profundidad, del desarrollo de los conceptos y loable finalidad seguida por la CIDH, se advierten menores disonancias terminológicas procedentes de una inexplicada (en el fallo) relación entre la garantía y el derecho, llamándose garantía al “derecho” y en ocasiones derecho a la “garantía”. Volveré sobre el punto más adelante.
[12] Receptado directamente por la Corte Suprema de Justicia Nacional, in re Casal (Fallos: 328:3399).
[13] Entre otras razones, recuérdese el art. 280 CPCN.
[14] Al respecto ver por ejemplo la Acordada nro. 4 del año 2007 de la CSJN, que si bien no estaba vigente al tiempo de la desestimación de la queja, rige en la actualidad y transforma la apertura del remedio extraordinario en una verdadera odisea para el justiciable; odisea que se emparenta con el milagro, como hecho extraordinario e imprevisible.
[15] Maier, Julio, “Acerca de la Garantía Procesal del Recurso contra la Condena Penal en la Convenciones Internacionales de Derechos Humanos”, Revista de Derecho Procesal Nro. 2, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 241.
[16] Citado por Quiroga Lavié, Humberto, Curso de Derecho Constitucional, reimpresión, Depalma, Buenos Aires, 1987, p. 118.
[17] Bidart Campos, Germán, “El Recurso Extraordinario no satisface el requisito de la doble instancia que para el proceso penal prevén los Pactos Internacionales de Derechos Humanos”, Suplemento de E.D., 21 de setiembre de 1988, p. 1
[18]  Sagüés, Néstor Pedro, “La instancia judicial plural penal en la Constitución Argentina y en el Pacto de San José de Costa Rica”, L.L. 1988-E-156, p. 157.
[19] Instaurado por el Código Procesal Penal de la Nación, Ley 23.928 (B.O. 21-08-1991), que derogó la legislación anterior, Código Obarrio (del año 1888), por el que se condenó a Mohamed.