JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:El dilema de la doble verdad y los obstáculos al sistema acusatorio
Autor:Cevasco, Luis J.
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Derecho Penal y Procesal Penal - Número 14 - Agosto 2014
Fecha:14-08-2014 Cita:IJ-LXXII-823
Relacionados Ultimos Artículos Videos

El dilema de la doble verdad y los obstáculos al sistema acusatorio

Luis Cevasco

Muchas veces nos encontramos en el campo de las ciencias sociales, con la situación de analizar posturas doctrinarias distintas sobre un mismo tema, que responden a un razonamiento lógico impecable y sin embargo son contradictorias.

Un análisis simple de la cuestión puede llevarnos a preferir una sobre otra a partir de nuestras propias inclinaciones previas, pero la búsqueda objetiva de la verdad, pretensión difícil de satisfacer, nos demanda un trabajo más profundo para discernir sobre el motivo del disenso.

Desde esta perspectiva y siguiendo a Clifford Geertz cuando señala que ¨juzgar sin comprender es un atentado a la moral¨, trataré de entender ciertas resistencias al cambio de sistema procesal desde un análisis cultural y filosófico.

Para hacerlo comenzaré por tomar algunos conceptos de Ludwig Wittgenstein sobre la certeza, el saber y la creencia. Sostiene que en nuestro cometido conceptual, partimos de determinadas certezas que son premisas indiscutibles, pues las compartimos todos los sujetos involucrados; de saberes, que son conclusiones que podemos explicar y que, en muchos casos, abarcan certezas; y, finalmente, de creencias, que son conclusiones inexplicables pues no podemos responder a la pregunta de porqué consideramos las cosas de ese modo. Entre las certezas y el saber hay una interacción y no son inmutables, pero en determinado momento se consideran datos ciertos.

Desde esa perspectiva, es necesario distinguir en el análisis de las situaciones culturales cuándo estamos ante una certeza y cuándo ante una creencia, pues las certezas pueden dar válidamente sustento a un saber, mientras que las creencias solo pueden expresar una convicción sin fundamento científico. Las certezas pueden consistir en representaciones de la realidad, como las leyes de a física, o en la representación de normas de conducta que la sociedad no discute en un momento histórico determinado (vgr. no se debe andar desnudo por la calle). Las creencias, por ejemplo, tienen que ver con preferencias, temores o mitos si sustento.

En el campo del Derecho occidental, parece claro que el sistema debe sustentarse en certezas y saberes, pues las meras preferencias (creencias) llevan a la arbitrariedad, que es la antítesis de un sistema jurídico que pretenda amparar derechos. Desde esta perspectiva, las certezas están en la ley, la costumbre y algunas premisas aceptadas de manera inequívoca, pautas todas ellas mutables según el cambio de costumbres, de leyes y de premisas éticas, pero que en determinado momento histórico tienen validez y vigencia. El saber se vincula con el análisis científico y lógico, en definitiva racional, del sistema jurídico y frente a ello las meras creencias quedan vinculadas al campo de la moral que no siempre coincide con las decisiones jurídicas.

Esos conceptos son esenciales en el Estado de Derecho, pues, como bien lo señaló Rousseau, para garantizar la libertad, la igualdad y la equidad es necesario someterse al ¨dulce yugo de la ley¨ emanada válidamente de la voluntad popular (o, como decían los romanos, ¨dura lex sed lex¨), ya que la vida en sociedad demanda reglas claras y obligatorias para todos, incluidos los gobernantes. Lo contrario nos lleva al campo de la arbitrariedad y la pérdida de la libertad.

Cuanto acabo de resumir se vincula con la necesidad de reclamar que los sistemas jurídicos sean analizados conceptualmente desde la propia filosofía que los fundamenta, para extraer así sus consecuencias, pues de lo contrario se abre la puerta para que, a partir de errores conceptuales, se mezclen certezas con creencias y el presunto saber se fundamente en premisas falsas.

Ese reclamo cobra vigencia en situaciones de cambio como la actual, donde estamos viviendo momentos de cambio en el ámbito del Derecho Penal, tanto de fondo como procesal y en este último aspecto, no desvinculado totalmente del primero, cobra relevancia el pasaje de un sistema inquisitivo a uno acusatorio, dos modalidades absolutamente diferentes de concebir la relación procesal, los roles de los sujetos del proceso, el sentido, alcance y titulares de la acción, el objeto de la ley material y las expectativas sobre el resultado de la actividad judicial.

La cuestión se manifiesta en paralelo en dos ámbitos que deberían estar trabajando en conjunto pero, sin embargo, avanzan por separado. Me refiero a los ámbitos académicos donde se está tratando la reforma del Código Penal y las reformas procesales por otro. Es fácil advertir que mientras en el proyecto de Código Penal en tratamiento en el Congreso Nacional se pretende legislar sobre varios aspectos esenciales relativos al ejercicio de la acción, unificando institutos en la ley de fondo, en las provincias se avanza sobre el dictado e implementación de códigos procesales que reglamentan autónomamente tales institutos, especialmente en lo vinculado al principio de oportunidad y respuestas alternativas a la pena.

En diversos congresos y jornadas en los que he participado, pude advertir que el sostén de las posturas encontradas responde al esquema señalado al comienzo: se parte de posiciones filosóficas y culturales distintas, en definitiva de “certezas· distintas para terminar conformando de ese modo “saberes” diferentes sobre un mismo tema.

Por eso, creo necesario analizar la cuestión desde la perspectiva apuntada y en ese cometido cabe reflexionar que en nuestro país hubo un cambio de visión filosófica muy marcado a mediados del Siglo XIX, que llevó a virar totalmente el ideario de los promotores de la Constitución Nacional.

En efecto, mientras los documentos que formaron institucionalmente, al menos en lo formal, nuestra Nación desde Mayo de 1810 hasta la Constitución Nacional de 1853 tuvieron un claro sesgo contractualista y liberal, fundamentado en las ideas del iluminismo, desde la segunda mitad del Siglo XIX nuestros juristas comenzaron a mirar lo que en esa época se consideraba el paradigma de la evolución: el sistema continental europeo. Pero, la Europa de esa época no era precisamente democrática y, por ello, la consecuencia fue un sistema jurídico esquizofrénico que a duras penas podía compatibilizarse con la Constitución Nacional.

El positivismo europeo de aquel tiempo prendió fuertemente en nuestro sistema jurídico hasta, incluso, dejar de lado la idea del federalismo, de modo que no levantó mayores críticas la intromisión de los códigos de fondo dictados por el Congreso Nacional en facultades propias de las provincias relativas a su aplicación (art. 75 inc. 12), es decir el dictado de las normas procesales.

Al mismo tiempo, se adoptaron códigos procesales inquisitivos en materia penal y alejados del sistema de jurados previsto y exigido por la Constitución Nacional (art. 24), con lo cual nacieron leyes (certezas) que generaron saberes jurídicos con una lógica propia y diferente de la querida por la Constitución, incluyendo, obviamente, una fuerte corriente cultural consecuente a partir de la cual se naturalizó el sistema alternativo y pocos discutieron sus premisas.

El sistema inquisitivo partió de premisas (certezas) diferentes en todos sus aspectos al acusatorio adversarial previsto en nuestra Constitución Nacional, pues aquél entiende que el juez es titular o, al menos, co-titular de la acción, excluyendo a la víctima y al Ministerio Público de su ejercicio; contempla el sistema penal desde una perspectiva vinculada a la protección del orden jurídico y alejada del conflicto; es fuertemente formal, al menos prioritariamente escrito, otorgando a las actas donde se registran los actos procesales el valor de pruebas contundentes, con escasas posibilidades de control por parte de las partes, concibe el proceso de un modo secuencial rígido, etc. Integra el plexo de certezas del sistema el concepto de que existe una potestad punitiva del Estado, depositada en la figura del Juez, y que el proceso tiene por finalidad la búsqueda de la verdad real para lograr la realización del derecho material. A partir de tales conceptos, se construye un saber procesal definido que aparece plasmado en, por ejemplo, el Código Procesal Penal de la Nación, tomado del código de la Italia de Mussolini, y en la aceptación de que el Código Penal reglamente institutos procesales cuando la Constitución Nacional reserva esa potestad a las provincias.

Sin embargo, ese "saber" no resulta compatible con el sistema constitucional, que a partir de reclamar el juicio por jurados (arts. 24, 75 inc.12 y 118 de la Constitución Nacional), de reconocer los derechos de la víctima en el ejercicio de la acción (Art. 18 … es inviolable la defensa en juicio de la persona y de los derechos.., Art 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos, etc.), otorgar la promoción de la acción pública al Ministerio Público Fiscal y establecer la división de poderes, rechaza de plano el sistema inquisitivo, de manera que fue necesario que la Corte Suprema de Justicia de la Nación intentara adecuar aquél Código a martillazos – como dijo alguna vez Guillermo Borda – a la Carta Fundamental (In re: Tarifeño, Quiroga, Santillán, Casal).

Precisamente, fue necesario rescatar desde la Corte las garantías del individuo frente al proceso, previstas en la Constitución Nacional para garantizar el funcionamiento del sistema contractualista querido por nuestros constituyentes, garantías que surgieron como límites imprescindibles para controlar la arbitrariedad del poder y que se sustentaron en principios filosóficos, ¨creencias¨, acuñados por el iluminismo que, plasmadas en los textos constitucionales se convirtieron en ¨certezas¨ sobre las cuales debe sustentarse el ¨saber¨ jurídico. Cabe destacar que en el sistema republicano de gobierno no existe ninguna potestad punitiva del Estado, porque el Estado no tiene potestades sino facultades y poderes delegados, con lo que puede apreciarse la diferencia substancial que separa un punto de partida conceptual del otro.

Ahora bien, las “creencias” del iluminismo no superan ese estadio hasta que resultan plasmadas en derecho positivo, pues como bien sostuvieron, desde distintos ángulos epistemológicos Alf Ross y William Y. Adams, el derecho natural existe como fuente de referencia filosófica en occidente, pero es tan difuso que es imposible encontrar sus orígenes, alcances y límites; de manera que no es posible considerar que el derecho natural pueda fundamentar el saber desde el estado de certeza, generando un pensamiento científico explicando el por qué del concepto de una manera razonable para todos. Es igual que pretender explicar la divinidad del Sol de una manera lógica, aunque quizás podría construirse un sistema conceptual si se partiera de la idea de que ella es una certeza, que podría durar hasta que tal certeza fuera puesta en crisis por una ciencia más dura y/o un cambio cultural.

Partiendo entonces de ese modo de análisis, entiendo necesario precisar los alcances y objetivos de los sistemas jurídicos involucrados en la cuestión procesal en nuestro medio. De una lado, la diferencia entre el denominado sistema inquisitivo y el llamado sistema acusatorio, puede definirse a partir de analizar cuales son las potestades del juez respecto del ejercicio de la acción, si consideramos que a su titular le competen, conforme la doctrina tradicional, la iniciativa en la promoción, el impulso hacia las distintas etapas del proceso, la delimitación del objeto de la decisión, el aporte de la prueba y la disponibilidad del derecho material.

Un sistema acusatorio puro otorga todas esas facultades al actor y a medida que se va volcando hacia el inquisitivo se asignan algunas o todas ellas al juez, resultando este último sistema puro cuanto dicho magistrado adquiere la totalidad de tales potestades.

Históricamente se han asimilado la concepción inquisitiva con el procedimiento escrito formal y la acusatoria con el proceso oral, pero esa asimilación no define a una y otra pues, como se desprende de lo expuesto en los párrafos precedentes, lo determinante está en el modo en que se regulan los roles de los actores procesales. La escritura y la oralidad del proceso se vinculan con otros aspectos relevantes para el derecho de defensa, como la inmediación y la publicidad.

El modo en que se analicen y registren los actos procesales incide notoriamente en el derecho de defensa, porque la forma escrita tiende a despersonalizar, a quitarle el contenido humano, a la actividad probatoria y aleja al Juez de la percepción directa del medio probatorio dado que necesariamente termina en la delegación de funciones. El primer aspecto, porque el testigo, perito o cualquier otro actor del proceso será reemplazado por una hoja que transcribe una versión recortada de ese tipo se sujeto probatorio, sin gestos, silencios, dudas y lenguaje particular, elementos todos necesarios para formar una impresión en el Juez. El otro, porque la tramitación de expedientes contemporáneamente en un mismo ámbito judicial, torna imposible que el Juez esté presente en todas las recepciones de prueba, de modo que es imprescindible delegar el rol en colaboradores que terminan siendo intermediarios entre la prueba y su evaluador. Finalmente, porque la práctica indica que es mu difícil para las partes controlar ese tipo de actividad y el juzgador termina tomando decisiones sobre la apreciación de actos previamente interpretados y tamizados por otros.

Por el contrario, la concepción según la cual el juez solamente podrá evaluar las pruebas que transcurran ante su presencia en audiencia, con la posibilidad cierta para las partes de controlar su producción y participar en activamente precisar sus alcances, mediante interrogatorios y alegatos, o que pueda apreciar por otros medios como la filmación del acto, permite una apreciación integral de la evidencia que mejora notoriamente su percepción a fin de lograr o no un estado de certeza.

El procedimiento puede ser, entonces, consistentemente estructurado, desde una perspectiva puramente ascéptica, como inquisitivo escrito, inquisitivo oral, acusatorio escrito y acusatorio oral. Pero, para determinar su compatibilidad con la Constitución Nacional debemos partir de las certezas que ella nos brinda, en cuanto texto legal que debe ser el soporte de nuestro saber jurídico. Y vista la cuestión desde tal perspectiva, parece claro que ella demanda un procedimiento acusatorio y oral dado que reclama el sistema de jurados para los juicios criminales – solo compatible con esa modalidad -, propicia la división de roles asignando al Ministerio Público la promoción de la acción pública, establece un sistema de garantías que demanda la imparcialidad de los jueces, la defensa en juicio y el derecho a la acción como garantía. Y en la Ciudad de Buenos Aires ello es un mandato expreso, pues su Constitución demanda, en cuanto garantías procesales, el procedimiento acusatorio y los principios de inmediación y publicidad.

Un ejemplo que cómo funciona el dilema expuesto al principio, lo tenemos con lo que ocurre en la Ciudad de Buenos Aires.

En consonancia con los principios del sistema acusatorio se dictó el Código Procesal Penal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que estableció un procedimiento des formalizado en la investigación preparatoria, oral para la toma de decisiones judiciales – con muy pocas excepciones -, plenamente acusatorio y con un principio de oportunidad amplio, con salidas alternativas al juicio como la suspensión del proceso a prueba y la mediación y un sistema de excepciones procesales apto para controlar la persecución injustificada. Es inherente al sistema la eliminación del “expediente” en cuanto concepto, pues las decisiones judiciales no se tomarán sobre actas secuencialmente incorporadas al legajo, sino sobre la presentación de la prueba en forma directa en audiencias presenciales.

Sin embargo, la cultura inquisitiva prevalece en los jueces de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, especialmente en la mayoría de la Cámara de Apelaciones, que demanda sistemáticamente la formación de expedientes formales y secuenciales, para tomar decisiones a partir de su contenido, y pretende poner límites a las facultades de las partes en el ejercicio de la acción. Así, nos encontramos con acordadas que determinan la necesidad de conformar los legajos de forma secuencial (2/09), con decisiones que permiten la suspensión del proceso a prueba con oposición del fiscal (pese a la disposición en contrario de la ley), lo mismo con la remisión del caso a mediación, análisis de actuaciones de investigación, que son totalmente provisorias y para convalidar en audiencia, para anular requerimientos de juicio, con o sin pedido de parte, etc. La mayoría de los jueces de primera instancia no es ajeno a esa situación, pues reclaman sistemáticamente la conformación de actuaciones. Todo ello lleva a que en la práctica la letra de la ley procesal resulte interpelada por fallos que, sistemáticamente y respetando la ley vigente, fueron y son revocados por el Tribunal Superior de Justicia y de ese modo se establece una litigiosisdad que entorpece absurdamente el funcionamiento del sistema.

En la actitud de entorpecimiento encontramos diferentes motivaciones. Por un lado la comodidad en tanto el sistema formalizado e inquisitivo permite la delegación de funciones y cuanto menos audiencias existan menor será la demanda de la presencia de los jueces en los actos procesales. Aunque parezca mentira, personalmente he escuchado de un juez que se oponía a la existencia de una oficina de gestión de audiencias, que a él nadie la manejaba la agenda. Insólito si se piensa que su “agenda” laboral se agota en ir todos los días a trabajar y realizar audiencias, por lo menos, desde las 8 hs a las 15 hs.

Por otro, cuestiones aparentemente banales pero no menores, vinculadas con el ego. Efectivamente, muchos jueces sienten que el avance hacia el sistema acusatorio les quita protagonismo y poder, pues deben asumir que solamente les tocará intervenir cuanto las partes lo reclamen. Esta cuestión no suele ser considerada cuando se trabaja sobre cambios estructurales en el sistema judicial, pero subyace fuertemente en la mayoría de los argumentos colaterales que se intentan para oponerse a las transformaciones.

Sin embargo, partiendo de la buena fé de los operadores judiciales, considero que la cuestión cultural debe ser considerada como la más fuerte causa de la resistencia al cambio. Como antes señalé, tiene raíces filosóficas muy enraizadas y que, no obstante resultar inconsistentes frente a la Constitución Nacional, el hecho de haber sido inoculadas sistemáticamente en los claustros universitarios sin mayor crítica ha contribuido a conformar un modo de entender el proceso que, si no se atiende a los orígenes ideológicos, será muy difícil desterrar.

Por lo tanto, más allá de la resistencia de los necios y la rebelión de los cómodos, creo que debemos hacer el esfuerzo por desentrañar el dilema de la doble verdad y avanzar en hacer el análisis del sistema constitucional a partir de la única “certeza” que existe al respecto: la Constitución. Mientras no nos sometamos al “dulce yugo de la ley” y ajustemos los actos a su mandato, será muy difícil introducir los cambios necesarios en el sistema judicial y otorgar seguridad jurídica, uno de los pilares imprescindibles para vivir en paz y en sociedad.

Es un signo de madurez el aceptar las reglas del juego impuestas por la Constitución, más allá de las preferencias personales, y no forzar innecesariamente las instituciones. Desde esta perspectiva, entonces, el Código Penal no debe contener normas procesales, cuyo dictado compete a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires, debe implementarse en todo el País el juicio por jurados y las normas procesales deben garantizar la forma acusatoria y des formalizada para los procesos.



© Copyright: Universidad Austral