JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Responsabilidad de los profesionales del derecho (escribanos y abogados) y de la empresa o sociedad de abogados
Autor:Padilla, Rodrigo
País:
Argentina
Publicación:Homenaje del Instituto Noroeste de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba al Presidente Honorario Prof. Dr. Julio I. Altamira Gigena - Homenaje del Instituto Noroeste de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba al Presidente Honorario Prof. Dr. Julio I. Altamira Gigena
Fecha:07-07-2020 Cita:IJ-CMXXI-199
Índice Voces Citados Relacionados Libros Ultimos Artículos
I. Responsabilidad del escribano
II. Responsabilidad del abogado
III. Casos comunes de responsabilidad en los que pueden incurrir los profesionales del Derecho (abogados y escribanos)
IV. Breves reflexiones sobre la responsabilidad de la empresa o sociedad de abogados
V. Conclusiones
Notas

Responsabilidad de los profesionales del derecho (escribanos y abogados) y de la empresa o sociedad de abogados

Por Rodrigo Padilla[1]

I. Responsabilidad del escribano [arriba] 

1. La función del notario y su consecuente responsabilidad civil

Para empezar con esta tarea en la cual se analizarán algunos aspectos vinculados con la responsabilidad de los escribanos y abogados, vamos a repasar los sistemas legislativos que existen del notariado. Siguiendo a Villalba Welsh[2] es dable clasificar a los sistemas legislativos del notariado en tres principales grupos que a su turno admiten sub-clasificaciones. Así:

a) Notariado profesional, también denominado sistema de tipo “inglés”. En dicho sistema, señala Bueres, “El nombramiento del escribano se lleva a cabo mediante la sola acreditación de haber cumplido con los requisitos establecidos por la ley. El número de profesionales es ilimitado y no hay demarcación territorial -en orden a la circunscripción-”[3]. Es claro que los instrumentos que otorguen estos escribanos tendrán solo el valor de principio de prueba por escrito, convirtiendo a la función notarial más en certificante que legitimadora. Este sistema rige en Gran Bretaña, Estados Unidos y Suecia.

b) Notariado funcionario estatal, en el cual el escribano es un funcionario público designado y pagado por el Estado. La fuerza probatoria de los instrumentos públicos es absoluta pues su autenticidad emana del propio Estado. Este sistema admite dos sub-especies, a saber: notariado judicial, en el cual el escribano está equiparado al juez (impera en Dinamarca, Andorra, algunos cantones suizos, etc.); y notariado administrativo, en donde los escribanos son empleados del gobierno (tal como ocurre en Rusia desde 1926).

c) En fin, también contamos con un sistema intermedio, el del notario profesional investido de una función pública. Esta modalidad rige en numerosos países, tales como Italia, Francia, España, Portugal, Alemania, países de Europa del Este, parte de Asia (China y Japón), de África, América Central, Quebec y Montreal, y en la gran mayoría de los países latinos. Aquí el escribano “es un profesional que desempeña una función pública por delegación del Estado -esto último según la comprensión de la corriente dominante-. La tarea del profesional es, en esencia, legitimadora, y las escrituras tienen fuerza probatoria por sí”[4].

Esta última categoría admite, a su turno, dos sub-clasificaciones. Una, la del notariado “libre”, en donde el número de plazas para ejercer la escribanía es ilimitado y el notario no tiene demarcación geográfica para el desempeño de su función, tal como ocurre en Uruguay. La otra subespecie, la que impera en los demás países (Francia, España, países sudamericanos en general, etc.), es la del notariado “restringido” -sistema latino puro-, en donde el número de Registros a designar es limitado.

Ahora bien, se puede afirmar que en nuestro país rige esta modalidad, la del notariado profesional investido de una función pública. Siendo más específico, contamos con un notariado restringido; es decir que impera el sistema intermedio en su modalidad de “latino puro”.

Esta misma tesis que proclama que el escribano es un profesional del Derecho en ejercicio de una función pública ha sido consagrada en numerosos Congresos, Jornadas, Cursos, etcétera, tanto a nivel internacional cuanto referidos al ámbito doméstico. Por ejemplo, en el Primer Congreso Internacional del Notariado Latino del año 1948 ya se proclamó la conclusión que el notario es un profesional del Derecho que ejerce una función pública[5]; también se arribó a semejante conclusión el IV Congreso Internacional de Río de Janeiro, Brasil, 1956; el VI Congreso Internacional de Montreal, Canadá, 1964; el X Congreso Internacional de Montevideo, Uruguay, 1969; los Encuentros de Notariado Americano y Rioplatense; las distintas Jornadas Notariales Argentinas realizadas desde 1949 en Rosario, Santa Fe. Además, la Unión Internacional del Notariado Latino ha expuesto -en una publicación del año 2005- entre las Bases o Principios del Sistema del Notariado Latino, título I del Notariado y la función notarial, inciso I, que “El notario es un profesional del Derecho, titular de una función pública, nombrado por el Estado para conferir autenticidad a los actos y negocios jurídicos contenidos en los documentos que redacta, así como para aconsejar y asesorar a los requirentes de sus servicios”[6].

Es decir que esta tesis intermedia cuenta con el aval de destacadísima doctrina, amén de haber sido receptada favorablemente en numerosos encuentros científicos. Por cierto que también la jurisprudencia la abraza. De hecho esta postura fue seguida por la Corte Suprema Nacional en el año 1956[7], y reiterada en 1984[8]. Además la sigue la Corte bonaerense[9]. Hoy también encontramos numerosos precedentes que comulgan con dicho parecer.

Por nuestra parte es claro que también nos enrolamos en esta solución intermedia. Ahora bien, que se sostenga que el escribano público sea un “profesional” (que cumple una “función pública”, claro está), no quiere significar para nada que no conlleve una importantísima misión en nuestra sociedad[10]. Al contrario, solo resalta que el mismo debe estar lo suficientemente instruido, preparado, capacitado, etc., cuestión que no sucede con todos funcionarios públicos.

Por lo demás, quepa resaltar que esta función pública comprometida -en cuanto a la autenticidad y conservación de los actos- “no está establecida en el solo interés de los particulares, sino que es de carácter general en el sentido de garantizar la seriedad y seguridad de las relaciones jurídicas y más aún, asegurar el mantenimiento y regularidad del orden jurídico establecido en materia de derechos reales sobre inmuebles”[11].

Es decir que podemos válidamente concluir que consagrar al escribano público como un profesional del Derecho que ejerce una función pública no quiere significar restarle valor a su importantísima labor. Dicha naturaleza jurídica “bifronte” opera, al parecer, como duplicador de responsabilidades: por un lado, en tanto que profesional; por el otro, por la relevante función fedataria comprometida en la mayoría de los casos[12]. Amén de ello, esta naturaleza “dualista” trae otras importantes consecuencias prácticas.

Por lo pronto, es claro que, al considerar al escribano como profesional del Derecho, estamos eximiendo en general al Estado por los posibles daños que puede ocasionar dicho notario. De hecho no existen casos en la jurisprudencia en donde se responsabilice al Estado por hechos ilícitos de los escribanos públicos[13]. Pero además debemos detenernos en algunos asuntos que resultan de interés, tales como la supuesta obligación de resultado comprometida en su labor para finalmente resaltar algunos aspectos de la responsabilidad profesional a la luz de lo prescrito en el nuevo Código Civil y Comercial.

2. Sobre el contrato que celebran los requirentes con el notario. La clasificación de las obligaciones en de medios y resultado y su función en materia de responsabilidad del escribano. ¿Esta distinción binaria es la rectora del onus probandi y del factor imputativo?

Vamos a indagar, someramente, sobre el contrato que celebran los clientes, rogantes, o requirentes con el escribano. También se analizará la cuestión central de determinar si pesa sobre el notario una obligación de medios o resultado. Incluso veremos si tiene verdadera aplicabilidad esta doctrina binaria, más allá de su tibia recepción en el nuevo Código unificado de Argentina. De hecho en el próximo acápite se analizará dicho ordenamiento jurídico para finalizar con unas breves conclusiones aplicables tanto a la responsabilidad civil notarial, cuanto la que corresponde al abogado.

Pues bien, para gran parte de nuestra doctrina, la relación que une al escribano con sus clientes se trata de un contrato de “locación”[14] de “obra”[15]. Por cierto que no se descarta que al margen de dicho contrato, el notario puede actuar, “de un modo accesorio, como mandatario de algunas de las partes en tareas contingentes alejadas de la función notarial específica”[16]. También se debe reconocer que existen contados autores que proclaman que, además del contrato de obra mentado y del mandato, también nos podemos encontrar frente a una “locación” de “servicios”[17].

Pero, quede claro, en general se entiende que entre los requirentes y el escribano se celebra un contrato de obra, que algunos le agregan “intelectual”[18].

Ahora bien, siendo ello así, también se sostiene en general que dicho contrato engendra para el escribano una obligación de resultado. Aquí sí nos detendremos para analizar esta crucial cuestión. Aunque sólo trataremos sobre el origen de la clasificación, la definición de las obligaciones de medios y resultado y su supuesta función rectora del onus probandi y del factor atributivo. Por supuesto que siempre tendremos presente si la misma es o no aplicable al campo de la responsabilidad civil del notario.

Pues bien, respecto del origen de esta clasificación, hay que reconocerlo, aún no está muy definido. En efecto, hay autores que sostienen que ya los romanos conocían tal distingo[19]. También se dijo que su génesis puede haber estado en la doctrina antigua alemana, o en autores franceses clásicos.

Con más precisión, estudiosos en la materia han puesto de resalto que tal categorización fue vislumbrada por Bernhöft en el año 1889 mientras comentaba el proyecto del Código Civil alemán. Luego fue Fischer[20] quien las bautizó como obligaciones subjetivas y objetivas. Después tal categorización es acogida por otros autores alemanes como Bekker y Hartmann.

Todavía cuadra mencionar a los autores italianos Osti y Leone[21] como precursores de esta doctrina, e incluso se han encontrado rastros de este distingo en las obras de Domat, Glasson, Gabba y Planiol[22]. Lo que no puede negarse, y nadie lo hizo, es que fue René Demogue[23] quien las sistematizó, haciéndolas, así, conocidas al mundo jurídico.

En términos generales, se entiende por obligación de medios[24] aquella en la cual el deudor se compromete frente a su acreedor a realizar alguna prestación, sin garantizar el resultado de la misma. En este tipo de obligación el deudor sólo compromete una actividad diligente, que tiende al logro de cierto resultado esperado, pero sin asegurar que éste se produzca.

Por obligación de resultado[25] ha de entenderse a aquella en la cual el deudor debe cumplir ante su acreedor la prestación misma que prometió. En este tipo, el deudor “se compromete al cumplimiento de un determinado objetivo, consecuencia o resultado (opus)”[26], asegurando su conquista. Es decir que en esta última categoría el deudor es garante del resultado de la prestación.

Como puede apreciarse a primera vista, la diferencia de estos dos tipos de obligaciones radicaría en que para cumplir con la obligación de medios, el deudor debe haber realizado un comportamiento diligente o prudente, siendo que se tiene por cumplida la misma por más que no haya conseguido el fin último esperado por el acreedor. Mientras que en las obligaciones de resultado esta finalidad última del acreedor -o interés definitivo, interés final, resultado propiamente dicho, o efecto- se “causaliza” formando parte del objeto de la obligación; por consiguiente, el deudor no se exime si demuestra un actuar diligente, pues lo que garantizó es el cumplimiento concreto de la prestación, teniéndose a éste por responsable a no ser que demuestre una causa ajena no imputable a él.

Así presentada, la cuestión ofrece numerosos interrogantes: ¿es qué, acaso, en las obligaciones de resultado, no es importante la diligencia empleada por el deudor? En cuanto a las obligaciones de medios, ¿es verdad que se desentienden completamente del resultado? ¿Acaso el “medio” mismo no es un resultado?

En realidad, en toda obligación de resultado, no se descuida la diligencia empleada por el deudor, puesto que ésta es inexorablemente necesaria para cumplir la finalidad contractual perseguida. Decir lo contrario implica algo empíricamente imposible. Lo mismo quepa decir en cuanto a las obligaciones de medios, ya que el resultado buscado servirá de guía, fin o camino a seguir de la diligencia consumida o consumada a tal efecto. Vale decir que no es irrelevante, ni puede jamás serlo, tanto el resultado en las obligaciones de medios, cuanto el medio en las obligaciones de resultado.

En otro aspecto, es también importante destacar que el medio mismo puede ser enfocado como un resultado, si se quiere, anterior o base del “resultado final”. Es por ello que somos partícipes de aquella doctrina que afirma que en toda obligación hay medios y fines. Es decir que todas llevan consigo un medio que apunta a un resultado, siendo este resultado la prestación misma -sea un dare, un facere o un non facere-; y resultando este medio la diligencia empleada por el deudor a tal efecto.

En tal sentido nuestro padre y maestro nos enseñó que “no existen obligaciones que no sean a la vez de medios y de resultado. En todas, el deudor compromete diligencia, y en todas se promete un fin mediante el racional empleo de los medios que conducen al resultado que se busca”[27]. En idéntica postura Wayar sostuvo que “En aquellas -obligaciones- que la tradición llama de medios es siempre posible hallar un resultado; esto se comienza a comprender cuando se acepta que en toda obligación hay ‘medios’ y se persigue ‘resultados’ “[28].

Pero, numerosos doctrinarios que comparten esta clasificación no se distancian demasiado de las afirmaciones precedentes y sostienen que la razón fundamental de este resistido distingo estriba que en las obligaciones de medios el deudor no se hace responsable por no conseguir el fin esperado por el acreedor, si es que no se le prueba culpa o negligencia en su proceder. Mientras que en las obligaciones de resultado es indiferente el actuar correcto del deudor si es que no alcanzó la finalidad esperada por el acreedor. Es decir que al primero se lo tiene por incumplidor si es que se constata culpa en su comportamiento -lo que equivale a incumplimiento-, mientras que en las obligaciones de resultado, el sólo hecho de no conseguir el mismo equivale a tener por configurado el incumplimiento, a no ser que demuestre el deudor alguna causa ajena por la que no deba responder.

Como apreciarán la cuestión es muy compleja. Por ello, ante la diversidad que se observaba en esta clasificación, que en su origen era binaria, Esmein en el año 1952 distinguió cuatro supuestos en materia de responsabilidad contractual:

“aquellos en que la culpa ha de ser probada; aquellos en que se presume, pero el deudor vence la presunción con la prueba de su diligencia; aquellos otros en que dicha presunción se vence sólo con la prueba del caso fortuito, la fuerza mayor o la causa ajena no imputable de que habla el art. 1147 del Código Civil, y finalmente, aquellos otros (de garantía) en que el deudor responde incluso ante el caso fortuito”[29].

Derrida también se hizo eco de esta crítica afirmando que la distinción, aún admitida por la jurisprudencia, “no está netamente establecida, a falta de un criterio preciso y de soluciones suficientemente matizadas”[30]. En épocas más recientes, Viney et Jourdain[31], en Francia, Serra Rodríguez, en España[32] y Alterini[33], en Argentina, entre otros tantos, también criticaron tal distingo binario afirmando que en realidad son muchas las situaciones posibles.

Ahora analizaremos su supuesta función rectora del onus probandi. Por supuesto que esta categorización binaria no es meramente teórica o didáctica. Los juristas que estudiaron el tema -que fueron muchos y de gran autoridad científica- no estaban haciendo dogmatismo puro. La utilización de esta clasificación es sumamente práctica, pues uno de los objetivos está apuntando al proceso mismo. En realidad el padre adoptivo de esta clasificación, DEMOGUE, pensó esta categoría de obligaciones operando sólo en el ámbito de la responsabilidad contractual. Decía el distinguido jurista francés que esta dualidad podría ser justamente la “diferencia esencial” entre los diversos regímenes responsabilizantes. Además, su finalidad práctica era evidente: solucionaría un problema probatorio[34].

En efecto, la doctrina que acogió esta categorización estableció que a través de ella el juez se sentiría seguro a la hora de evaluar el posible incumplimiento o mal cumplimiento de una obligación, en cuanto a la prueba se refiere. Ya tuvimos oportunidad de expresar que esta clasificación constituía un puerto seguro para los jueces, quienes, además de tener servido el onus probandi, no tenían que indagar profundamente sobre la subjetividad del sindicado como responsable[35], por lo menos no en aquellas obligaciones calificadas como de resultado (como se pretende encasillar al comportamiento general del notario).

Insistimos, la primera y gran utilidad que se generó a partir del mentado distingo fue la siguiente: se decía que en la obligación de medios el deudor sólo la incumplía cuando su conducta fuere culposa, y esta culpa debía ser probada por el acreedor[36]. Mientras que en las obligaciones de resultado, al no obtener el mismo, el deudor se hacía inmediatamente responsable, a no ser que él pruebe alguna causa ajena que desvió la concatenación causal responsabilizante. Cierta doctrina entendía, empero, que el deudor se liberaba en las obligaciones de resultado con tan sólo demostrar su conducta diligente, esto es con acreditar su “no culpa” o ausencia de culpa.

Pero, ora se demuestre la no culpa, ora el casus, la cuestión del onus probandi estaba resuelta. Era el acreedor, víctima del incumplimiento contractual, quien debería probar la culpa del deudor si su obligación fuese de mera actividad, ya que en ello radicaba justamente el “incumplimiento”; mientras que en las de resultado, o esta culpa se le presumía, o el factor era objetivo, siendo que siempre debía demostrar el deudor que el incumplimiento se debió a una causa ajena a éste -casus-, o que el incumplimiento o defectuoso cumplimiento acaeció no obstante haber tomado todos los recaudos y precauciones -diligencia exigible- que la emergencia le requería -prueba de la no culpa-.

Este fue el genuino propósito de los partidarios de esta bifurcación obligacional: resolver una cuestión probatoria, la prueba de la culpa en el cumplimiento prestacional dentro del ámbito contractual. Veamos qué hay de cierto en que esta dual clasificación resuelve el problema probatorio.

Como primera medida resaltaremos que la mentada categorización ha desbordado las expectativas del propio Demogue. Ello pues hoy, nueve décadas después de la sistematización de tal jurista francés, se estima en forma prácticamente unánime por sus seguidores que la clasificación de las obligaciones en de medios y resultado es aplicable, o cobra operatividad, en ambos regímenes de responsabilidad. Dato importante a tener en cuenta en aquellos países que aún mantienen vigente la perniciosa dualidad responsabilizante, contractual/extracontractual.

Además si bien en su origen esta clasificación se refería a las obligaciones de “hacer” (como lo es la del “profesional”), para los autores que la admiten ya se trata de una summa divisio aplicable a todo tipo de obligaciones, incluidas las de “no hacer” y las de “dar”[37]. Ello demuestra acabadamente esa “extensión omnicomprensiva” que ha tenido esta doctrina.

Ahora bien, evidentemente bajo estos cánones se estimó que la prestación del profesional de la medicina o de la abogacía constituía una típica obligación de medios (a diferencia del notario que, como dijimos, en general se entiende que pesa sobre el mismo una obligación de resultado). Ello sin desconocer, empero, que tales profesionales también se podían obligar a resultados concretos, pero éstos eran excepcionales -vg. emitir dictámenes o certificados, realizar análisis clínicos y algunas obligaciones derivadas de la cirugía estética “embellecedora” en el campo galeno; y en cuanto a los abogados, constituirían obligaciones de fines las de evacuar dictámenes y consultas, cumplir ciertas cargas procesales, la redacción de un contrato, etc.-.

Pero queda claro que la obligación principal de los profesionales citados -esto es el deber de asistencia y cuidado del enfermo en el caso del médico y la obligación principal del abogado en sede judicial de defender a su asistido- constituía una típica obligación de medios, según esta doctrina.

Siendo que la obligación del médico es, según se apuntó, por regla, de medios, era el paciente demandante quien debe demostrar que el daño sufrido se debió a la culpa galena. Tal prueba era sumamente dificultosa, cuando no de cumplimiento imposible. Es decir que el onus probandi atentaba contra su legítimo derecho de acudir a la Justicia. Sobre sus espaldas se cargaba con el peso de la demostración del hecho antijurídico, del daño, el nexo causal y la culpa profesional. Con tal panorama desalentador no faltaron voces que aclamaban que esta clasificación era injusta, pues funcionaba como un escudo protector para los galenos, al no poder en la práctica probarse el actuar culposo del facultativo[38].

Estas consideraciones fueron mutando con el paso de los años, principalmente por obra pretoriana. En efecto, en los distintos países en donde la prueba de la culpa médica era de cumplimiento quasi imposible para la víctima actora en un proceso de daños, se forjaron teorías que tendían a equilibrar la situación probatoria, beneficiando, de esta forma, al paciente que iniciara un juicio por mala praxis.

Entre estas teorías cabe mencionar al principio res ipsa loquitur, la prueba prima facie o Anscheinsbeweis, la denominada faute virtuelle, y algunas presunciones. Todos estos conceptos tienen una finalidad común: equilibrar el onus probandi en beneficio manifiesto de las víctimas -ante todo de malas prácticas médicas- que pretenden una indemnización pecuniaria por el daño padecido. Se puede decir que éstos derivan de la regla madre que está imperando en la responsabilidad civil en las últimas décadas, nos referimos al principio pro damnato.

Queda descubierto, entonces, que esta típica obligación de medios está siendo objeto de numerosos ataques modernos que tienden a facilitar a la víctima la prueba de la culpa galena y de la relación de causalidad entre la conducta culpable y el daño acaecido. Incluso a veces se llega a presumir la culpa médica.

Insistiremos un poco más en este tema. Si bien son muchas las funciones de la renegada clasificación, remarcamos que en este trabajo sólo veremos la referida a la cuestión probatoria. Pues en cuanto a su utilidad en tanto que juez del onus probandi, ya se comprobó que tal clasificación es muy limitada al respecto. En efecto, pusimos de resalto que hay muchas obligaciones de medios ya no se rigen por los postulados clásicos de la escuela que admite el distingo. Demasiadas teorías modernas relativizaban sobremanera la distinción binaria estableciendo, ora presunciones de culpa y hasta de causalidad, ora transformando en objetivo al factor de atribución de una obligación de medios.

En otro orden de cosas, parece claro que la cuestión probatoria -esencial para quienes ejercen la profesión- es un tema que será resuelto en cada ordenamiento positivo particular. Generalmente serán los Códigos rituales los encargados de establecerla, siempre dentro de las reglas fundamentales que muchas veces emanan de las Leyes de fondo (como lo puede ser el propio Código Civil y Comercial), cuando no de la mismísima Constitución Nacional. No creemos que un distingo doctrinario pueda, para nada, tener verdadera operatividad sobre una cuestión tan delicada. La realidad ha demostrado que en la actualidad las Leyes y los tribunales poco tienen en cuenta a la hora de determinar el onus probandi si la obligación incumplida es de medios o de fines. Como señalamos, se ha llegado al extremo de establecer factores objetivos en una obligación de medios. Ello sólo pone de manifiesto que esta pretendida finalidad que Demogue tanto defendió, no pasa de ser, hoy, una mera utopía.

Es que si fuese cierto que en una obligación de medios la prueba recae sobre el actor víctima, los jueces jamás hubieran podido elaborar esas teorías que trataban de equilibrar la situación probatoria. Y esta es una tendencia observable en los principales países de occidente. En cada uno de éstos se ha desvirtuado completamente el distingo fantástico referenciado.

Y debido a que estamos en este punto nos parece oportuno referirnos a la doctrina de la distribución dinámica de las pruebas[39]. Por tal ha de entenderse a una excepción al principio general que rige habitualmente el onus probandi y que se resume en adagios como éstos: incumbit probatio ei qui dicit non qui negat; onus probandi incumbit actore, etcétera. Tal excepción puede aplicarse cuando la cuestión probatoria se torna altamente dificultosa para una de las partes, entonces el juez puede apartarse de estas reglas fijas y adjudicar la carga probatoria a aquella parte que se encuentre en mejores condiciones para aportarla. Esta mejor condición, que le compele a arrimar la pertinente prueba al proceso, puede ser de orden fáctica, económica, jurídica, técnica o profesional.

Hace unos años hemos tenido oportunidad de expresar que compartíamos las ideas de Lorenzetti quien señalaba que hay que diferenciar las cargas dinámicas de la adjudicación a quien está en mejores condiciones. Esta última es una regla externa al proceso que ha sido desarrollada por la escuela del análisis económico del Derecho y que consiste en adjudicar la carga demostrativa a quien le resulte más barato producirla. Mientras que la distribución dinámica es un principio interno del proceso, que se desarrolló por oposición a las cargas “estáticas”, y su interés es flexibilizar en supuestos de excepción, aquellas reglas fijas. Entonces la distribución dinámica se opone a la “fija”, no habiendo razón para afirmar que la regla adjudicativa a quien está en mejores condiciones probatorias no vaya a ser fija. En realidad, esta última no tiene una relación directa con el par binario estático/dinámico[40].

Es digno de resaltar que esta teoría goza de importantes auspicios doctrinarios[41] y está siendo aplicada por altos tribunales argentinos. Además ha sido contemplada en los tres últimos intentos de codificación ‘unificada’[42] -Civil y Comercial- en nuestro país (incluido el que finalmente llegó a convertirse en Ley), amén de su recibimiento favorable en numerosos Congresos científicos[43].

En efecto, el nuevo Código Civil y Comercial argentino establece que:

“El juez puede distribuir la carga de la prueba de la culpa o de haber actuado con la diligencia debida, ponderando cuál de las partes se halla en mejor situación para aportarla. Si el juez lo considera pertinente, durante el proceso comunicará a las partes que aplicará este criterio, de modo de permitir a los litigantes ofrecer y producir los elementos de convicción que hagan a su defensa” (conf. art. 1735 CCC).

Tal parecer es acertado aunque hemos de remarcar, junto a Viney, que debe tenerse sumo cuidado con las facultades judiciales, y aquí esa prerrogativa del juez es patente, porque la discrecionalidad “puede conducir a una fijación de indemnizaciones en función del sentimiento personal del juez, lo que lleva inevitablemente a una formidable desigualdad entre los justiciables”[44].

De todas formas, el propio Peyrano ha dicho que esta teoría es de aplicación excepcional e incluso teme que se haya desbordado un poco su propósito inicial.

Con todo lo dicho queremos poner de resalto que hoy son otros los criterios que se tienen en cuenta para solucionar los problemas probatorios. Queda en claro, entonces, que no es cierto que de una clasificación de obligaciones derivarían unas reglas concernientes al proceso, específicamente las que adjudican la carga probatoria.

Tampoco esta doctrina va a determinar a priori el factor imputativo, siendo que a una obligación de resultado corresponde un criterio objetivo y a la de medios, uno subjetivo. Predicar eso, como lo hace el nuevo Código Civil y Comercial en Argentina, no soluciona nada, es una mera petición de principios, pues siempre quedará la duda de si se prometió un resultado o no, o sobre qué versa justamente ese resultado, o si es posible dicha promesa, etc...

Por otro lado, no debemos perder de vista que la doctrina en general ha entendido que pesa sobre el escribano una típica obligación de resultado, derivada del contrato de “locación” de obra. Así, Bustamante Alsina afirmó que “En cuanto a la naturaleza de la obligación es, sin duda, una obligación de resultado, pues el escribano se compromete al otorgamiento de un instrumento válido en cuanto a las formalidades legales que él debe observar como autorizante”[45].

Otros autores repiten este parecer. Por ejemplo Trigo Represas señala que se ha entendido en general que el escribano asume una obligación de resultado en razón de que se compromete a otorgar un instrumento válido, en cuanto a la observancia de las formalidades legales exigidas, como así también, en su caso, “a su inscripción en el respectivo registro, para que el negocio de que se trate pueda adquirir oponibilidad erga omnes”[46].

Por supuesto que debemos citar a Bueres en este grupo. Dice el jurista aludido que la función notarial inherente al documento es unitaria y comprende las siguientes tareas: el asesoramiento a las partes; la confección del documento; la labor fedante o autenticadora; la conservación del protocolo y el deber de expedir copias de las escrituras. También aclara que el escribano “debe cumplir la legislación registral, realizando los actos previos necesarios para confeccionar un documento eficaz y un negocio sustancialmente válido, y los actos ulteriores vinculados con la tarea inscriptoria”[47]. Pues bien, dice en forma categórica que todos esos deberes son de fines o resultado[48]. Además señala que también son de resultado estos otros deberes fundamentales del quehacer notarial: el de dar fe de conocimiento (identificación)[49] y el estudio de títulos[50].

Pero debe aclararse que parte de la doctrina entiende, por el contrario, que el estudio de títulos importa una obligación de medios y no de resultado. Por ejemplo Bustamante Alsina dijo que aunque se encomiende al notario un estudio de títulos, “esta tarea profesional no puede comprometer sino una obligación de medios, pues el escribano no respondería si habiendo aplicado toda su diligencia y conocimientos, existiese una transmisión a ‘non domino’ resultante de un acto fraguado”[51].

Es verdad que también la doctrina en general ha entendido que cuando se trata de un perjuicio sufrido por un tercero, al quedar subsumida dicha responsabilidad en el ámbito extracontractual (que todavía mantiene sus diferencias con el contractual -vg. art. 1728 del nuevo Código-), “el deber negocial de fines se transforma en deber de medios o de prudencia y diligencia”[52].

Así las cosas, es evidente que el panorama no es muy claro que digamos. Se puede concluir, siguiendo con estas corrientes, que en general se entiende que la labor notarial está sujeta a obligaciones de fines (otorgamiento de un instrumento válido; asesoramiento; labor fedante o autenticadora; conservación del protocolo; expedición de copias; inscripción del instrumento en el registro pertinente; fe de identificación -o “conocimiento” como equívocamente se le llama-; etc.), ello sin descartar un probable daño causado a un tercero, en cuyo caso hablamos de obligación de medios, no debiéndonos olvidar que para una autorizada doctrina el estudio de títulos importa una obligación de medios.

Como si ese cuadro no fuere ya confuso, dentro de los que comulgan con el parecer binario obligacional tratado, también aquí, en este campo especial de la responsabilidad del escribano público, se repite la disputa en cuanto a que no se pusieron de acuerdo si la obligación de resultado mentada conlleva un factor atributivo de color objetivo, o si solo se trata de una presunción de culpa. Es claro que quienes pregonan que el escribano está objetivamente obligado, tendrá que demostrar dicho profesional la ruptura del nexo causal (casus) para lograr eximirse de responsabilidad (doctrina que recoge el nuevo Código Civil y Comercial). Mientras que para los que sostienen que sobre el notario pesa una presunción de culpa (iuris tantum), pues el notario podrá desvirtuar dicha presunción demostrando su actuar diligente (prueba de la no culpa).

Amén de estas confusiones que naturalmente genera y siempre generó esta dupla obligacional, es claro que no compartimos esta doctrina más allá de “cierto” aval que recibió en el nuevo Código argentino, el cual también recepta la doctrina de las cargas dinámicas de las pruebas, con la cual puede entrar en contradicción, quepa aclarar.

Así las cosas para nosotros lo que debe hacer el juzgador a la hora de sentenciar una probable mala práctica notarial, será comparar la conducta del profesional obrada en la emergencia, con la debida legal y contractualmente. Para lograr esa comparación deberá formar un modelo profesional (el buen profesional general, el buen especialista, etc.) que le servirá de parangón (arquetipo comparativo) de la conducta puesta en tela de juicio. Un criterio clave es el denominado “lex artis”, es decir los principios propios que inspiran una determinada ciencia. Pues el “buen escribano” debe conducirse conforme lo haría un buen profesional de su clase o categoría, cumpliendo con la labor encomendada y respetando los principios propios que informan su saber singular -lex artis- aplicados al caso concreto -lex artis ad hoc-.

Entonces queda en claro que siempre se debe recurrir al criterio comparativo del buen profesional (en lugar de hablar de obligación de resultado o de fines) “que es el modelo de conducta representado por las reglas o técnicas específicas de un oficio o arte determinados. La vinculación de la pericia a la noción de artífice, experto o profesional en un arte (‘quippe ut artifex conduxit’) tiene su raíz en el D. 19, II, 9,5, reproducido parcialmente en el L. 50, XVII, 132”[53]. Dejamos constancias que tanto el Derecho romano, como el antiguo Derecho francés, conocían la denominada culpa profesional[54]. El propio Domat la asimilaba a la culpa ordinaria[55].

Para que se entienda lo que estamos afirmando, aclaramos que la función que cumple la diligencia respecto del modelo padre de familia, es similar a la que corresponde a la pericia relacionado con el modelo profesional. Es decir que “la pericia indica un modo de conducta, un esquema de actuación que debe ser llenado por un modelo profesional (…) la expresión pericia, su simple uso ya indica que el modelo de conducta al que se reclama es un profesional. Pericia es el esquema de conducta que sólo puede ser integrado por un modelo que presupone una determinada habilidad técnica. Es la diligencia del experto”[56].

Este modelo del artífice implica que el profesional ha de desplegar su conducta con ajuste a las reglas propias de su profesión. Ello pues para averiguar si le corresponde responder civilmente se apreciará su conducta en la emergencia (conducta obrada, teniendo presente las circunstancias concretas), la cual será comparada con el modelo de conducta del “buen profesional” que corresponda a la clase o categoría en que quepa encuadrar al deudor en cada caso (conducta debida). Si del cotejo realizado resulta que el profesional no se ajustó a los cánones de comportamiento -conducta debida- que tienen su fundamento en la lex artis, podemos hablar de culpa del profesional; la cual, sumada a los restantes elementos atributivos de responsabilidad, hará nacer el deber de responder en cabeza de ese deudor “calificado” por su conocimiento.[57]

Es claro que poco importa si pregonamos que el contrato celebrado es de obra (intelectual), de servicios, o un mandato (y, claro está, tampoco importa si se tratan de obligaciones de medios o resultado las que éstos crean). Pues lo relevante es determinar si el notario ha cumplido con su deber acorde lo haría un buen profesional situado en sus mismas circunstancias. Vale decir respetando los principios que rigen su “ciencia” particular, no desviándose de la misma en la emergencia.

Reiteraremos, una vez más, nuestra simpatía por aquella doctrina que constata la presencia en todo tipo de obligación, de medios y fines.

3. El novel Código Civil y Comercial y sus nuevas reglas. Obligaciones de medios y resultado y prueba de los requisitos responsabilizantes

El nuevo Código unificado para la Argentina consagró unas cuantas reglas que deben ser analizadas a la luz de lo recién manifestado. En este sentido nos parece que lo más relevante a tener en consideración en nuestro campo es el acogimiento de la teoría que divide a las obligaciones en de medios y resultado. Además tiene relevancia la posibilidad de aplicar la doctrina de las cargas dinámicas de las pruebas, tal como lo resaltamos ut supra.

Esta teoría que divide a las obligaciones en medios y resultado es harto discutida incluso en los países en los cuales tuvo su mayor desarrollo (vg. Francia, Italia y Alemania). Ahora solo haremos mención a su recepción en el nuevo Código en diversas normas, tales como los arts. 774, 1723 y 1768[58].

La primera disposición hace alusión a las obligaciones de hacer, en especial cuando se trata de la prestación de un servicio. Pues dice el mentado art. 774 que la prestación de un servicio puede consistir en realizar cierta actividad con la diligencia apropiada, independientemente de su éxito; o en procurar al acreedor cierto resultado concreto, con independencia de su eficacia; o, finalmente, en procurar al acreedor el resultado eficaz prometido[59] (siguiendo al Proyecto del año 1998, art. 726).

También esa misma norma señala que las cláusulas que comprometen los “buenos oficios”, o a aplicar los mejores esfuerzos quedan comprendidas en el inc. a (obligaciones de medios “ordinarias”); mientras que la cláusula “llave en mano o producto en mano”, figura como ejemplo de las obligaciones del inc. c (obligaciones de resultados “ordinarias”); No brinda ejemplos del inc. b, que pueden entenderse como obligaciones de resultados “atenuadas” o de medios “reforzadas”-según cierta doctrina-.

Además, hay que tener en consideración que el nuevo Código establece en el art. 1723 que cuando de las circunstancias de la obligación, o de lo convenido por las partes, surge que el deudor debe obtener un resultado determinado, “su responsabilidad es objetiva”.

A su turno, la norma más importante para aplicar a los casos de responsabilidad derivada de malas prácticas es el art. 1768 que se refiere concretamente a los profesionales liberales, determinando que “La actividad del profesional liberal está sujeta a las reglas de las obligaciones de hacer. La responsabilidad es subjetiva, excepto que se haya comprometido un resultado concreto”. Además agrega que cuando la obligación de hacer se preste con cosas, la responsabilidad no está comprendida en la Sección 7ª, de este Capítulo (responsabilidad derivada de la intervención de cosas y de ciertas actividades), excepto que causen un daño derivado de su vicio. Termina esa norma diciendo que la actividad del profesional liberal no está comprendida en la responsabilidad por actividades riesgosas previstas en el art. 1757.

En cuanto a la prueba de los requisitos de la responsabilidad, como regla debe entenderse que el actor -ex requirente de servicios notariales; o ex cliente del letrado- debe demostrar los denominados presupuestos de la responsabilidad civil. En ese aspecto los arts. 1734, 1736 y 1744 establecen que en principio el actor debe acreditar el factor de atribución de responsabilidad (culpa profesional, por regla), la relación de causalidad y el daño alegado. Ello salvo disposición legal en contrario -referido a los factores de atribución- o que se impute o presuma la relación de causalidad o el daño (o que tales perjuicios surjan notorios, in re ipsa loquitur). Obviamente quien invoque una circunstancia eximente, causa ajena o imposibilidad de cumplimiento, también corre con su prueba, según lo indican claramente esas mismas normas.

Ahora bien, también es factible que el Tribunal, en uso de sus facultades judiciales, aplique la doctrina de las cargas probatorias dinámicas, según el ya transcripto art. 1735 del CCyC.

Pues bien, en materia de juicios derivados de malas prácticas profesionales (sobre todo la galena) es muy factible que los magistrados hagan uso y “abuso” de las mentadas facultades, generando en la práctica una suerte de inversión de la carga probatoria (ya sea de la culpa, cuanto de la relación de causalidad -que para cierta corriente doctrinaria también sería aplicable-), puesto que el profesional deberá acreditar haber actuado diligentemente, o que el daño, en definitiva, es producto de una causa ajena, debiendo acreditar la ruptura del nexo causal.

Respecto de los notarios, como se dijo, la mayoría de la doctrina proclama que están sujetos a obligaciones de fines. Por lo tanto ni siquiera hará falta a los jueces aplicar la doctrina de las cargas probatorias dinámicas, pues según las reglas del nuevo Código, los escribanos estarían obligados “objetivamente”.

Aunque también existen excepciones en el campo del quehacer de los escribanos, pues si bien por regla estarían obligados a resultados (otorgamiento de un instrumento válido; asesoramiento a las partes; labor fedante o autenticadora; expedición de copias y conservación del protocolo; fe de conocimiento -identificación-; inscripción del instrumento en el Registro pertinente, etc.) a veces lo están a cumplir sólo una actividad diligente (vg. estudio de títulos). Incluso si el daño lo reclama un tercero y no sus requirentes o rogantes, allí, se sostiene, el deber de resultado se transforma en una obligación de medios.

Como puede observarse otra vez invade esa artificiosa clasificación en este campo profesional. Ya dijimos varias veces que no compartimos esta postura facilista y que nada resuelve. En puridad esa dupla obligacional es una fantasía, una falacia que pretende resolver problemas probatorios cuando en realidad crea otros.

II. Responsabilidad del abogado [arriba] 

1. Cuestiones generales: la responsabilidad profesional en general y la del abogado en particular

Centrando ahora nuestra atención en la responsabilidad en la que puede incurrir el abogado, cuestión ya analizada por nosotros en anteriores trabajos, vamos a hacer una selección de los temas a abordar en el presente, no descuidando su enfoque general, para finalmente arribar a algunas conclusiones válidas para ambos profesionales del Derecho objeto de nuestro art.

Va de suyo que nadie discute hoy que “la responsabilidad civil de los profesionales no constituye más que un capítulo dentro del amplio espectro de la responsabilidad civil en general”.

De hecho, la doctrina prácticamente en forma pacífica nos señala que los cuatro elementos o requisitos “clásicos” del deber de resarcir se reproducen en la mala praxis “forense”. Así, para hacer civilmente responsable a un abogado será menester constatar:

1) un hecho que infringe un deber jurídico de conducta impuesto por el ordenamiento jurídico -antijuridicidad o ilicitud-;

2) un perjuicio sufrido por otra persona;

3) un factor de atribución que justifique la imputación mentada y;

4) un nexo “adecuado” de causalidad entre el hecho antijurídico y el daño causado[60].

También en la jurisprudencia puede observarse este parecer que consiste en constatar o exigir la presencia de los requisitos responsabilizantes para lograr el nacimiento del crédito indemnizatorio en cabeza del cliente (aunque también puede tratarse de un tercero; vg. la contraparte), víctima de una mala práctica “forense”. En esta línea pueden verse, ad exemplum, las STS del 26 de septiembre de 1989[61]; del 23 de mayo de 2001[62]; y del 3 de julio de 2001[63].

Por nuestra parte, entendemos que la responsabilidad civil no puede ser mirada como algo estática, donde sus elementos, componentes o requisitos luzcan claros, individuales o autónomos; ergo sin vinculación alguna. Por tal motivo pregonamos imprescindible para enfocar el fenómeno responsabilizante hacerlo desde un enfoque dinámico[64]. Ahora bien, volviendo a la mala práctica de los letrados, normalmente, como se dijo, la doctrina entiende que esos mismos requisitos son ineludibles para llegar a un responsable, en nuestro caso el abogado imperito[65].

Este tipo especial de responsabilidad, como señala Trigo Represas, se puede gestar cuando los practicantes de una profesión faltan “a los deberes específicos que ella les impone; o sea que tal responsabilidad deriva de una infracción típica de ciertos deberes propios de esa actividad, ya que es obvio que todo individuo que practique debe poseer conocimientos teóricos y prácticos propios de la misma y obrar con la diligencia y previsión necesarias con ajustes a las reglas y métodos que correspondan”[66]; además dichos conocimientos deben estar debida y constantemente actualizados[67]. Con respecto a la verdadera obligación de “estar al día” referidos a los profesionales objeto de nuestro estudio, recordemos que el primer mandamiento de Couture[68] nos decía que el abogado debe “estudiar” puesto que el Derecho se transforma constantemente y el abogado que no sigue sus pasos será cada día menos abogado.

En este sentido hace un tiempo Planiol primero, y después Ripert decían, precisamente de la responsabilidad profesional que “Todo individuo que ejerce una profesión está obligado a poseer los conocimientos teóricos y prácticos propios de ella, debiendo poner en su conducta la previsión y la diligencia necesarias”[69].

Claro está que la responsabilidad civil de los abogados es una de las tantas responsabilidades profesionales cuyos principios básicos no difieren sustancialmente de los criterios generales. Acertadamente y en forma algo elemental se señaló que “se trata de una responsabilidad que reconoce su origen en una conducta dolosa, culpable o negligente derivada del ejercicio de la profesión de abogado”[70].

Incluso bajo el imperio del nuevo ordenamiento argentino se ha afirmado, con acierto, que “el nuevo Código no ha introducido variantes significativas en materia de responsabilidad profesional, al menos en relación con los aspectos que doctrina y jurisprudencia habían elaborado en derredor del Código anterior, de allí que, en principio, resultan aplicables al nuevo dispositivo. De ese modo... la responsabilidad del abogado frente al cliente… Si bien se trata de un supuesto especial de responsabilidad (al estar incorporado en la Sección 9ª del Título V), requiere para su configuración de los mismos elementos o presupuestos comunes a cualquier responsabilidad civil (art. 1716, CCyC)”[71].

Con lo dicho -que no admite prueba en contra- queremos desenmascarar la primera falsa dicotomía que sobrevuela sobre estos temas, puesto que no existe una responsabilidad civil profesional que se distancie en lo esencial de los principios rectores de la responsabilidad civil general, ello sin desconocer, empero, que tenga matices propios.

2. La culpa profesional, ¿es diversa de la culpa común? ¿Es válido hablar de una culpa grave diferente de la leve?

Si la culpa profesional es diversa a la culpa común, parece estar casi resuelto. En efecto, si afirmamos recién que no existe una responsabilidad profesional con criterios o fundamentos distintos de los principios genéricos, es justamente porque no es válido predicar que la llamada culpa profesional sea una especie particular de culpa, harto distante de la común aplicable al “profano”. Entonces: la culpa profesional no se distancia en absoluto de la general[72]. Pero esta cuestión, así presentada, no fue siempre tan clara, ni es doctrina unánime en todos lados.

Si hacemos una somera revista veremos que esta dicotomía descubierta ha pasado por diversas etapas. En efecto, “La antigua doctrina francesa entendió que por la naturaleza de los intereses en juego y la necesidad de fundamentar o estimular ciertas acciones, la noción de culpa debía encogerse en ciertos supuestos a la noción de dolo o culpa grave, colocándose como un caso paradigmático el de los médicos”[73].

En este sentido Planiol y Ripert señalaban que “Se ha entendido a veces, respecto a ciertas profesiones, que la entrega de un diploma o la aprobación de los poderes públicos, necesarios para ejercerlas, implican la presunción de capacidad, de tal suerte que la responsabilidad es puramente moral, o, al menos, que la responsabilidad civil solamente existe en caso de culpa grave; a lo que se ha agregado que el mismo público tendría interés en la ausencia de una responsabilidad que puede llegar a obstaculizar las iniciativas”[74].

Debe resaltarse que se ha tenido que “evolucionar” bastante para poder enjuiciar a los otrora privilegiados profesionales. Pues en esta evolución un paso importante consistió en demandar a los médicos o abogados los mismos criterios de previsión y evitación exigibles al ciudadano común. De suma importancia resultó ser un memorable fallo de la Casación francesa del año 1862, por medio de la Cámara de Admisión, donde se sentó la regla que los profesionales -en puridad, los médicos- están sujetos a los principios generales de responsabilidad[75]. No obstante, hay que reconocer que durante prácticamente un siglo más tuvieron ciertos privilegios los profesionales liberales en general, y los médicos en especial. Pero ello cambió y a veces se pasa al otro extremo.

Por supuesto que existen muchas causas que determinaron el nacimiento y luego la consolidación de la responsabilidad civil de los profesionales, con particular énfasis en el sector médico, insistimos. Desde la década de los años 70 del siglo pasado, en adelante, este fenómeno es observable y su pronóstico es todavía un mayor incremento de tales demandas. Entre dichas causas se mencionan, por ejemplo, el abandono de la tesis que consagraba la irresponsabilidad del profesional fundada en la incertidumbre existente en las ciencias blandas; además se ha modificado la óptica del abordaje del estudio de la responsabilidad civil, pues hoy tiene el rol preponderante el daño injustamente causado a la víctima y no tanto la conducta del victimario; ello sumado a la revalorización del contrato de servicios profesionales, sobre todo cuando está relacionado con derechos personalísimos; también se ha dicho que este incremento de demandas obedece a la masificación y burocratización del servicio, en tanto ello resiente el diálogo y la confianza que debe prevalecer en el vínculo profesional-cliente (paciente, requirente, etc.); además, se ha jerarquizado el “deber de información”, el cual, en tanto carga secundaria de conducta, puede generar responsabilidad profesional -ante la ausencia del consentimiento informado-, más allá de la discusión sobre el quantum respondeatur que cabe asignarle a cada caso; todo ello sumado a la extensión del acceso a la justicia (juicios sumarios, amparos, etc.) lo que determina, en definitiva, un aumento constante de la litigiosidad y un considerable incremento de juicios por malas prácticas profesionales[76].

Pero a nosotros nos interesa sobremanera la primera de las causas mencionadas, por ello analizaremos un poco más la cuestión referida a la exigencia de culpa grave en el letrado, o la pretendida irresponsabilidad del mismo basada en el ejercicio de una ciencia blanda. En lo que sigue veremos de qué trata.

En primer lugar, debemos remarcar que los partidarios de la doctrina de la “culpa profesional” diversa de la común, pregonaban que el profesional era soberano en su quehacer y su conducta basada en sus principios propios no debía ser enjuiciada por los tribunales ordinarios de Justicia. A lo sumo se consentía que sus colegas a través de los tribunales administrativos o de ética profesional tengan potestad para controlar su actividad. Pero esta interpretación fue cediendo y, así, de una total irresponsabilidad civil de los profesionales se pasó, primero a una responsabilidad eufemística -terminología empleada por nuestro amigo y estimado jurista Jorge Mosset Iturraspe-, para luego consagrar la plena responsabilidad profesional[77].

Pues en este segundo tramo -el de la responsabilidad profesional eufemística- argumentaban sus defensores que los profesionales debían de responder ante los tribunales civiles sólo ante los casos de culpa grave o dolo. En puridad se hacía la distinción de culpa común o material y culpa profesional. Pues de la culpa común los profesionales debían rendir cuentas como cualquier persona -por ejemplo, el médico que se olvida algún material en el cuerpo del paciente, o el abogado que pierde un documento, etcétera-. Pero en el campo de la culpa profesional, como se dijo, sólo se los enjuiciaría si la misma aparecía con los matices de gravedad, situación asimilable al actuar doloso.

Esta discriminación no era, empero, del todo arbitraria, debido a que se fundamentaba en la razón de ser -en la esencia misma- de estas profesiones. Adviértase que casi todas estas teorías tuvieron su génesis en el ámbito galeno, es decir en la ciencia de la medicina. Pues se sabe que ésta es una “ciencia imperfecta” o “arte blando”[78]. De hecho lo mismo quepa decir de la abogacía y no faltan voces que aún hoy se escuchan que lisa y llanamente afirman que toda cuestión jurídica es opinable y que si la mitad de la biblioteca otorga razón a una parte, la otra mitad hace lo propio con su contraria.

Entonces, al exacerbar o amplificar estas cualidades de las profesiones ‘liberales’ se llegaba a la conclusión que el profesional sólo respondía si hubiese salido del campo de lo opinable para entrar en lo “indiscutible”. En este sentido, remarcaremos que los profesionales son soberanos en su ámbito propio y dicha discrecionalidad científica es una nota tan típica que se debe mantener incluso en aquellos casos en los cuales el profesional ejecuta su prestación bajo algún régimen de dependencia. En aras justamente de esta discrecionalidad es que se forjó la idea que los profesionales no debían dar respuestas de sus actos, ya que su proceder se supone realizado con una preparación tal, que si ha seguido un camino, desechando otros posibles, debe haber sido guiado por su lex artis. Sólo si su ‘error’ (como dirían los Mazeaud) -en puridad defecto de conducta- fuese grosero, torpe o grave, tendría que responder patrimonialmente. Por supuesto que igualmente debía responder si ha causado el daño en forma deliberada.

Insistimos, según este parecer, si la culpa versaba sobre una cuestión científica, la conducta del profesional debiera ser por lo menos “grave” para poder imputársela jurídicamente. Esta culpa grave implica un desconocimiento grosero de las reglas elementales que hacen a su profesión. Connota un actuar contrariando lo aconsejado en forma unánime por los científicos de su área.

Asimismo, y justificando este verdadero privilegio de los médicos, se determinó que los jueces no tenían potestad para valorar o interpretar un dictamen pericial, “dado que éstos no podían terciar en una porfía científico-médica cuando los profesionales del arte del curar discutían sobre las posibilidades de seguir varios caminos”[79]. En pocas palabras, la cuestión “técnica o científica galena” era sagrada y extraña a los ojos de la impotente Justicia.

Además, en nuestra materia particular, también se fundamentó esta “irresponsabilidad del abogado”, alegando que al ser dicho profesional un ‘auxiliar’ indispensable del magistrado (y de la Justicia), debe beneficiarse con la misma impunidad que él, siendo su responsabilidad más moral que jurídica[80].

Por nuestra parte no compartimos dicha posición y pensamos -con la doctrina mayoritaria en este punto- que no existe una culpa profesional distinta de la común, debido a que “Se trata simplemente de la aplicación de un concepto general a un ámbito particular, similar a lo que ocurre con la culpa, en la conducción de vehículos, la deportiva, etcétera”[81]. Empero, con ello no queremos significar que no exista, sobre todo en las profesiones liberales con las que ejemplificamos, un campo opinable, dudoso o pantanoso, en el cual la conducta del deudor puede haber sido “equivocada” sin que ello, per se, configure culpa del profesional.

Fundamental en la materia que tratamos consiste en admitir que existen sectores del quehacer profesional que deben ser tenidos como “conquistados”. Entonces, cuando la prestación de servicios profesionales no es llevada a cabo acorde con las exigencias que determina la lex artis, estaremos en presencia de una conducta culposa. Es que no podemos afirmar que todo el “saber” es opinable científicamente o, en el ámbito jurídico, que la decisión final depende de un tercero -el juez-, o que las leyes no son claras, que son demasiadas y hasta contradictorias, o que el cliente faltó a la verdad, etcétera. Evidentemente, sin negar que existen cuestiones dudosas o discutibles[82], zonas oscuras aún no conquistadas -lagunas jurídicas- o novedosas, no hay que desconocer que también existen consensos doctrinarios, soluciones legales impecables y jurisprudencia firme[83]. Negar esto último da tanto como pregonar una inseguridad jurídica total, salida inadmisible en un Estado de Derecho.

En este aspecto consideramos acertada la distinción francesa acerca de la jurisprudencia controvertida y la jurisprudencia establecida. Con ello se pretende exigir al abogado que siga un camino seguro, si existiera, caso contrario deberá responder por los daños irrogados[84]. En tal sentido, se dijo que “El abogado no puede, por lo tanto, transformarse en una víctima de la creciente inestabilidad del derecho. El grado de falta de certeza del proceso debe ser soportado por el cliente, en la medida en que sea debidamente informado sobre la suerte de la demanda”[85].

Es decir que el letrado no incurre en responsabilidad si “informa” debidamente a su cliente de los riesgos reales que existen en el “iter” prestacional. Dicho riesgo debe ser asumido por el cliente, pero debe quedar en claro que el profesional debe disminuir en la medida de lo posible tal alea, siguiendo, como sostenemos, el camino más seguro posible, la solución menos arriesgada para el cliente.

Tampoco será responsable el abogado que pretenda cambiar o modificar alguna posición que no favorezca a los intereses de su cliente -vg. al recurrir-, siempre que su conducta haya supuesto una “buena” praxis, claro está; o que se maneje con material inédito o novedoso; que transite caminos sin huella alguna o con fronteras no delimitadas; cuando exista un riesgo anormal en su prestación -siempre y cuando, insistimos en ello, informe debidamente a su cliente de la aleatoriedad que envuelve su particular labor-; o, en fin, no será responsable si ha adoptado una vía de actuación jurídico-profesional “racional”[86], más allá del resultado arribado.

Ahora bien, volviendo a esa distinción francesa, la cuestión de cuándo habrá jurisprudencia firme, consolidada o establecida, es un tema que dependerá de cada caso singular en donde la profesión sea ejercida. Es decir que está sujeto a lo establecido en el país -o provincia, región, etc.- en el cual el abogado esté matriculado y realice su prestación. Supeditado, por lo tanto, a lo determinado en cada ordenamiento jurídico en particular.

En Argentina, por ejemplo, es de suma importancia estar al tanto de lo decidido en el ámbito local por las Cortes Provinciales o Tribunales Superiores de Justicia cuando fijan las “doctrinas legales” aplicables a las cuestiones jurídicas dudosas -quaestio iuris- sometidas a su decisión por medio de los recursos de casación; siendo también relevantes los fallos plenarios -dictados por las Cámaras de Apelaciones “en pleno”- y los de la Cámara Nacional de Casación en materia criminal; y, por supuesto, lo decidido por el más alto Tribunal de Justicia en el orden nacional, la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

También debe estarse al tanto, en algunos supuestos que cada día son más frecuentes (aquellos en los que están en juego derechos y garantías fundamentales, como el proceso justo), al “control extrafronteras”, a su empalme transnacional con la Corte Interamericana de Justicia (Pacto de San José de Costa Rica). Además, se ha señalado que el letrado deberá estar informado de las líneas jurisprudenciales de los Tribunales transnacionales de Estrasburgo (Francia) y Luxemburgo en asuntos de Derechos Humanos. Es decir que el “Derecho de Gentes y aun el Derecho consuetudinario ingresaron a la red jurídica que opera desde nuestro país”[87].

En Brasil, en lo referido al ámbito local, el profesional del Derecho “debe tener en cuenta si la materia fue o no expuesta a plenario. A pesar de que se sepa que el plenario no vincula obligatoriamente a los jueces, el hecho es que él posee un fuerte componente unificador. En el momento en que el tribunal dicta un plenario, consolidando, por lo tanto, sus decisiones, cesa para el abogado la posibilidad de eximirse de la responsabilidad”[88]. Por supuesto que también debe tenerse presente aquel “control extrafronteras” que recién mencionáramos, el empalme transnacional de su Derecho vernáculo.

En España debe estarse al corriente de lo decidido por el Tribunal Supremo de Justicia y por el Tribunal Constitucional, amén de los Tribunales Superiores con competencia regional y de las Audiencias Provinciales[89]. En Francia[90] e Italia no puede un abogado desconocer lo fallado por la Corte de Casación respectiva, incluso si no está habilitado para litigar en esa instancia extraordinaria. También es importante estar al tanto de lo resuelto por el Tribunal Constitucional y en todos los países europeos no se puede desconocer, por supuesto, la posición de los Tribunales Europeos e Internacionales de Justicia.

En definitiva, nuestra postura consiste en afirmar que no es necesario probar una culpa grave o una conducta dolosa del profesional del Derecho para hacerle responder de sus actos. Basta, pues, que la culpa sea leve. En tal sentido se ha resuelto que no existe un concepto de culpa profesional diferente del que se describe en el art. 512 del Código Civil argentino[91](hoy art. 1724 del nuevo CCyC) y que para que funcione la responsabilidad profesional no resulta necesario que exista culpa grave, “bastando que se demuestre que la culpa existe, y que media relación de causalidad entre tal conducta y el daño producido”[92].

Específicamente en el Derecho argentino se ha señalado que al no haber seguido Vélez Sársfield la doctrina de la graduación de las culpas, salvo supuestos excepcionales, el profesional debe responder como cualquier otra persona, esto es por culpa leve[93]. En efecto, el art. 512 del Código Civil argentino, recientemente derogado, señalaba que “La culpa del deudor en el cumplimiento de la obligación consiste en la omisión de aquellas diligencias que exigiere la naturaleza de la obligación, y que correspondiesen a las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar”. Este criterio fue seguido en forma casi literal y en versión mejorada por el Código español en su art. 1104, primera parte, amén de su recepción en otras codificaciones como ser el Código de Cuba de 1889 (art. 1104), el filipino (art. 1173), puertorriqueño (art. 1057), y el de Perú de 1984 (art. 1320)[94]. Por cierto que el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación Argentina también sigue este criterio al expresar en el art. 1724, en su primera parte, que “La culpa consiste en la omisión de la diligencia debida según la naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar”[95].

3. La responsabilidad civil del abogado frente a su ex cliente, ¿ha de juzgarse con las reglas que gobiernan la responsabilidad contractual o extracontractual? El art. 1728 del nuevo Código unificado argentino

Antes de tratar la temática objeto de este acápite debemos advertir que si bien es cierto que el nuevo Código Civil y Comercial de la Argentina en principio tiende a unificar los regímenes responsabilizantes, bregando por un sistema único de responsabilidad que borre las diferencias entre las órbitas contractual con la extracontractual, la pregunta que ahora nos hacemos, respecto de si se aplica uno u otro régimen a la responsabilidad del abogado, tiene relevancia por dos motivos principales: primero porque es posible que se aplique el Código de Vélez a tenor de lo dispuesto por el art. 7 del nuevo ordenamiento; y la otra razón es que aún siguen subsistiendo diferencias esenciales entre ambos regímenes, más allá de dicha pretensión unificadora, tales como, por ejemplo, la regla de la previsibilidad contractual (art. 1728 del nuevo Código). Por ello emprenderemos su estudio teniendo en consideración al principio el Código de Vélez para después finalizar con el nuevo Código Civil y Comercial ya vigente en Argentina, amén de las menciones de los otros ordenamientos jurídicos.

Entones, y considerando la situación bajo el imperio del Código de Vélez, lo concerniente a si la responsabilidad civil del profesional del Derecho frente al cliente derivada de una mala práctica “legal” ha de juzgarse al son de los principios contractuales o extracontractuales, responderemos diciendo que la responsabilidad civil profesional del abogado por un defecto -mal cumplimiento o incumplimiento- en su prestación es “siempre”, de cara a su ex cliente, de naturaleza contractual, pues en este caso se estaría transgrediendo deberes de índoles específicos -los derivados de la lex artis jurídica-, y los sujetos son bien diferenciados. Pues, ante casos de violaciones de obligaciones específicas con sujetos determinados corresponde la aplicación del régimen de responsabilidad contractual, cuestión harto distante a aquella en que se transgrede deberes generales (neminen laedere; alterum non laedere) y los sujetos recién toman contacto a través del daño, se conocen con motivo del hecho ilícito acaecido.

Mantenemos tal posición “contractualista” con independencia del contrato singular que se puede haber gestado en la relación, debiéndose aplicar las reglas contractuales aún si no se hubiere concretado ningún acto jurídico bilateral patrimonial. Incluso somos partidarios de esa idea, sea que la prestación del abogado haya sido realizada -o incumplida o mal cumplida- en sede judicial o extrajudicial, ya en forma de patrocinio letrado, ya revestido como apoderado -cuestión, esta última, que no depara dudas-.

También entendemos que debemos aplicar los principios contractuales así se hubiere incumplido la obligación principal del letrado, como ante las violaciones de las obligaciones accesorias y de los deberes complementarios de conducta. Incluso, se aplicarían los principios contractuales si se violasen los llamados “deberes de protección o seguridad”, para quienes creen aplicable esta sub-categoría a la prestación del letrado. Todo ello integra el “contrato de prestación de servicios profesionales” y no tiene relevancia si se transgrede una u otra ‘obligación’.

De hecho, “mantenemos esta naturaleza contractual ante probables responsabilidades nacidas antes de la conclusión del contrato (responsabilidad precontractual) o después de finiquitado tal vínculo (responsabilidad postcontractual)”.

Debemos remarcar, por fin, que no estamos solos en esta tesitura. En efecto, en Italia la prestigiosa pluma de Visintini ha escrito que “La responsabilidad del abogado defensor, como aquella en que puede incurrir el notario, surge también habitualmente con respecto al cliente y, por lo tanto, es de naturaleza contractual por incumplimiento de sus deberes profesionales”[96].

En la misma postura, y por el camino marcado en Francia por la Corte de Casación en el año 1936, dicen los hermanos Mazeaud -juntos a TUNC- que los abogados “están sometidos al derecho común de la responsabilidad: responsabilidad delictual y cuasi delictual en relación con los terceros: contractual para con sus clientes, sin que haya que distinguir según que la culpa cometida sea profesional o no”[97].

En Argentina ha escrito con autoridad Bustamante Alsina que “La responsabilidad del abogado frente a su cliente es siempre contractual, ya sea que se trate de un asesoramiento legal, intervención directa en alguna gestión o arreglo extrajudicial o el patrocinio letrado o defensa del mismo”[98].

En este sentido ha expresado Elena Highton que “la responsabilidad es siempre contractual, pues aunque no mediara el acuerdo de voluntades, como ocurre si el médico atiende de urgencia a una persona descompuesta o accidentada en la calle, se trata del ejercicio de una obligación preexistente, nacida de un acto lícito”[99].

También Casiello ha dicho, con razón, que “A esta altura de los ‘tiempos jurídicos’, ya nadie discute que la responsabilidad de los profesionales debe encuadrarse dentro del ámbito contractual”[100]. Además señala el estimado profesor casos en los que la doctrina “normalmente” entiende que son regulados por principios aquilianos -médico que asiste a una persona en la vía pública, abogado nombrado como defensor de oficio[101] de un declarado rebelde-, pero afirma que:

“aun en estos casos la labor del profesional se realiza en cumplimiento de una obligación de hacer concreta y específica que consiste en brindar al acreedor la asistencia y los servicios que la ciencia y el arte de la respectiva profesión aconsejen, obligación que es la misma que la que hubiera asumido el profesional para con su cliente en razón de un contrato formalmente celebrado”[102].

En España también se ha señalado que:

“la doctrina es unánime (aunque no en todos los casos, dejando a salvo algunos autores situaciones extracontractuales) al considerar que, en la relación Abogado-cliente, si el primero de ellos incumple las obligaciones contratadas, o las que son consecuencia necesaria de su actividad profesional, estamos en presencia de una responsabilidad contractual”[103].

En esta senda el Tribunal Supremo en numerosas sentencias resalta el vínculo contractual (y la consiguiente responsabilidad, lógicamente, también contractual) que une al profesional del Derecho con su cliente, haciendo énfasis en el contrato de arrendamiento de servicios profesionales en el caso de los abogados y respecto de los procuradores recurriendo, en general, al contrato de mandato. Así las cosas, e independientemente del contrato singular, siempre se alude a una responsabilidad de tipo contractual.

Por cierto que ahora la doctrina en forma ampliamente mayoritaria entiende que la responsabilidad civil -del abogado, notario, médico, etc.- es “por lo general” de índole contractual de cara a su contratante -ex cliente, requirente o paciente-. En nuestra tesitura, insistimos, la responsabilidad del abogado o procurador frente a su ex cliente es siempre contractual, aún en aquellos casos de responsabilidad de abogados de compañías de seguros, pertenecientes a los consultorios jurídicos gratuitos o designados de oficio, ocasiones éstas que habitualmente se citan -tanto en Argentina cuanto en España- como ejemplos de relación extracontractual.

Respecto de los escribanos, ya dijimos en otro estudio que “la responsabilidad del escribano frente a sus clientes o requirentes es siempre contractual, aún en aquellos casos en que los servicios profesionales del notario hayan sido requeridos por una sola de las partes que a posteriori devienen en clientes (requirentes), se trate de escribano de título o de registro (y sin importar la obligación incumplida)”[104].

Claro que encasillar a la responsabilidad civil del abogado -o del escribano- frente a su cliente en una u otra órbita tiene importantes consecuencias prácticas. De hecho, Alterini nombró una veintena de diferencias entre estos regímenes bajo el imperio del Código de Vélez. Por nuestra parte, entendemos que las principales diferencias, teniendo en consideración el derogado Código Civil, radicaban en cuanto a la prescripción aplicable, la prueba de los “presupuestos” de responsabilidad -en particular la culpa- y a la extensión del resarcimiento debido al ex cliente.

También, por supuesto, en su momento confirmamos nuestros votos para que de una vez por todas se supere este deplorable tecnicismo jurídico y se unifiquen ambos regímenes de responsabilidad, -evitando, así, todas estas discusiones-, camino seguido por los últimos Proyectos de Código Civil y Comercial, incluido el que es actualmente ley vigente (Ley N° 26.994).

De hecho, este nuevo Código tiene un plazo “común” único de prescripción para solicitar el reclamo de la indemnización de daños derivados de la responsabilidad civil, tal el de tres años (conf. al art. 2561, 2do párrafo, CCyC).

No obstante, y como lo venimos anunciando, más allá de esa pretendida unificación de órbitas o sub-sistemas responsabilizantes, no debe perderse de vista que todavía en la nueva legislación existen diferencias patentes, entre ellas la referida a la extensión del resarcimiento debido. En efecto, si se está en presencia de un caso que otrora se subsumía bajo los principios del régimen extracontractual (ya sea delictual, sea cuasidelictual) se debe aplicar la regla que emana del art. 1726 del nuevo Código, el cual, amén de receptar a la teoría de la causalidad adecuada (ello aplicable al an respondeatur, a la causalidad como fundamento de la responsabilidad), determina que salvo disposición en contrario se deben indemnizar las consecuencias inmediatas y las mediatas previsibles (a su turno el art. 1727 define a estos tipos de consecuencias al igual que lo hizo Vélez en el art. 901 del Código Civil).

Ahora bien, si se trata de un daño que deriva del incumplimiento o mal cumplimiento de un contrato -como sucede en estos casos de responsabilidad del letrado, a no ser que el daño lo solicite un tercero y no su ex cliente-, ya allí se aplicará la regla de la “previsibilidad contractual” que establece el art. 1728 (con cierto parentesco con el art. 1107 del Código Civil español de 1889). Dicha norma determina que:

“En los contratos se responde por las consecuencias que las partes previeron o pudieron haber previsto al momento de su celebración. Cuando existe dolo del deudor, la responsabilidad se fija tomando en cuenta estas consecuencias también al momento del incumplimiento”.

Por otro lado, es lógico que siempre será más fácil producir las pruebas de los presupuestos responsabilizantes cuando se cuente con la plataforma de un contrato -incumplido o mal cumplido-.

De allí que si bien la idea del nuevo Código pase por la unificación de los regímenes responsabilizantes (vg. el art. 1716 determina que “La violación del deber de no dañar a otro, o el incumplimiento de una obligación, da lugar a la reparación del daño causado, conforme con las disposiciones de este Código”), algunas diferencias esenciales aún seguirán necesariamente subsistiendo.

III. Casos comunes de responsabilidad en los que pueden incurrir los profesionales del Derecho (abogados y escribanos) [arriba] 

Antes de presentar las conclusiones aplicables a ambos profesionales, y con el desánimo que genera no poder seguir indagando sobre esta rica temática, dada la extensión del presente trabajo, no queremos dejar de mencionar los casos más comunes de responsabilidad que encontrarán en cualquier repertorio de jurisprudencia.

Así, remarcaremos que el letrado, del cual proclama la doctrina mayoritaria estar sujetos a obligaciones de medios, es normalmente demandado y condenado por algunas de estas faltas suyas: por no presentar la demanda o hacerlo estando ya prescripta la acción; por errar la acción impetrada debido al desconocimiento grosero de las reglas del Derecho; por negligencia probatoria-ya sea por falta de presentación de las mismas o deficiente producción de éstas-; por la caducidad de instancia decretada en el proceso; por no recurrir una sentencia adversa al interés de su cliente, siendo que contaba con serias chances como para lograr cambiar el decisorio, el cual quedó firme por su impericia; por incumplir con las cargas procesales -por supuesto, si ello generó un daño a su ex cliente-; por asesoramiento erróneo y falta de debida información; entre otros tantos supuestos.

Mientras que, en el campo de los escribanos, recordaremos que según la corriente mayoritaria por regla están obligados a resultados (otorgamiento de un instrumento válido; asesoramiento a las partes; labor fedante o autenticadora; expedición de copias y conservación del protocolo; fe de conocimiento -identificación-; inscripción del instrumento en el Registro pertinente, etc.) a veces lo están a cumplir sólo una actividad diligente (vg. estudio de títulos). Incluso si el daño lo reclama un tercero y no sus requirentes o rogantes, allí, se sostiene, el deber de resultado se transforma en una obligación de medios. Ahora bien, al notario se lo demanda por faltas relacionadas con: su labor principal referida a la función fedante; por su función documentadora y registral; por cuestiones relacionadas con el estudio de títulos; por faltar a su deber de asesoramiento erróneo por no verificar la “legitimación” del transmitente y otros casos de responsabilidad por no asesorar correctamente; por permitir la venta de un inmueble estando inhibido el vendedor; también es importante resaltar la responsabilidad “estatal” por prestación deficiente del servicio registral; además de la obligación del notario de constatar el estado de familia; o la consecuente responsabilidad del escribano por demoras o falta de inscripción registral; incluso hay casos de responsabilidad del escribano por omitir librar el certificado de deuda (art. 5 Ley N° 22.427), por la desvalorización en tanto que gestor a cargo de deudas fiscales, y por impuestos adeudados y dejados de retener; otro tópico interesante es el de la responsabilidad notarial por otorgar actos simulados; al igual que la responsabilidad del notario titular respecto de los hechos de su adscripto; y finalmente existen casos jurisprudenciales en donde se condenan a los notarios por no brindar una adecuada la fe de conocimiento -identificación, en puridad-.

IV. Breves reflexiones sobre la responsabilidad de la empresa o sociedad de abogados [arriba] 

En este último acápite se verá la responsabilidad de la empresa o sociedad profesional. Pero primero debemos dejar en claro que bajo el género “profesionales del Derecho” sólo nos ocuparemos de los abogados, no así de los escribanos y procuradores, éstos últimos, por ejemplo, dado que su ejercicio muchas veces es para “colaborar” con el abogado, incluso puede el abogado mismo cumplir las funciones del procurador, cuando actúa en el “doble carácter”, cuestión que es sumamente recomendable. Amén de ello, su regulación y función es muy distinta en los diversos países (vg. comparar el procurador español con el argentino). De allí su exclusión.

También es necesario excluir a los escribanos del objeto de este capítulo, puesto que los notarios si bien son profesionales del Derecho, no pueden formar ningún tipo de sociedad o empresa para el desempeño de su función. Es que son profesionales del Derecho, pero a cargo de una importantísima función pública, tal como lo resaltan la doctrina y jurisprudencia en forma casi unánime y como fuera ya proclamado en el primer Congreso Internacional del Notariado Latino del año 1948, entre otros tantos de lo que ya pasamos revista. Es que nuestro sistema legislativo del Notariado pertenece -al igual que otros 88 países- al intermedio (entre los sistemas del Notariado profesional o de tipo inglés en un extremo, y el funcionario público en el otro) o latino puro, en el cual el escribano cumple una función pública delegada por el Estado, custodiando (en su calidad de “fedante” que no es igual a la de “fedatario”) la seguridad jurídica necesaria para la convivencia pacífica entre los individuos, debiendo prestar su asesoramiento en forma imparcial a los requirentes que acuden a sus Registros Notariales, interpretando la voluntad de las partes para darles la forma legal correspondiente, confiriéndole el carácter de autenticidad. De hecho, la fe pública notarial es una calidad que sólo ellos pueden brindar, cuando actúen en los actos en forma directa, a tal punto que en estas ocasiones tales actos sólo pueden ser desvirtuados mediante la redargución o querella de falsedad, pues gozan de plena fe. De todo ello se deduce que no pueden los escribanos formar ningún tipo de empresa entre ellos, o que dos Notarías jamás podrían asociarse.

Así las cosas, con la pertinente delimitación realizada, el presente acápite se focalizará en la actuación de los letrados o abogados. Para empezar, jamás debe perderse de vista que la relación jurídica que se entabla entre el abogado y su cliente está basada en la confianza que deposita éste sobre aquél. Por ello este contrato es de los denominados clásicamente como intuitu personae. Nota característica, cumple aclarar, que en estos tiempos se está desdibujando. En efecto, la confianza del profano hoy está depositada en el prestigio de la “empresa profesional” -o despacho colectivo- y no tanto en el profesional concreto o específico con el que contrata. Se puede afirmar que el intuitu personae está siendo desplazado por el intuitu “empresarial”, por decirlo de alguna manera.

Es cierto que tradicionalmente el ejercicio de las profesiones liberales se lo hacía en forma individual. Ello traía aparejado una responsabilidad civil personal, la que era directa -por hechos propios- y por supuesto que contractual (aunque en su génesis fue aquiliana). Hoy, sin embargo, tanto el abogado generalista o “clínico”, cuanto aquél que ejerce la profesión en forma individual, son especies en extinción. En efecto, el abogado en su desenvolvimiento profesional suele valerse de auxiliares, dependientes y sustitutos. También el mismo letrado puede ser dependiente de otra persona -vg. una empresa o el Estado-. Además, existe una realidad innegable: los despachos colectivos, las sociedades de profesionales y los estudios multidisciplinarios.

Por otro lado, es claro que en general los ordenamientos de los distintos países -con la excepción del Código del Consumidor brasilero- excluyen la aplicación de las normas tuitivas de defensa del consumidor cuando de profesionales liberales se trate. Ello en razón que tales profesionales pueden ser denunciados, amén de la vía judicial, ante los Colegios Profesionales que nuclean a los mismos. En tal plano, los Tribunales de Ética aplicarán al profesional la sanción pertinente, si correspondiere. Todo ello con la salvedad que la “publicidad” que hagan tales profesionales, así como la incorporación de “cláusulas abusivas” en sus relaciones, habilitará para el cliente perjudicado la aplicación de las normas del Derecho del Consumidor.

Ahora bien, sentado ello cuadra realizar una serie de preguntas a las cuales sólo pretendemos dejarlas planteadas, no profundizando sus respuestas. Es decir que presentaremos más dudas que certezas, dado el exceso incurrido en este trabajo.

Para empezar, es claro que no es lo mismo formar una “sociedad” que una “empresa”. Cuando se habla de esta última intuitivamente se piensa en una cuestión más bien comercial o mercantil sobre la misma; no así, necesariamente, con la primera. No obstante ello, bajo los paradigmas del nuevo Código Civil y Comercial no puede existir empresa sin algún revestimiento societario. Vale decir que en este sentido y para nuestros fines, podemos, con las licencias debidas, hablar indiferentemente de empresa o sociedad de abogados[105].

Así las cosas, los interrogantes acorde a las posibles situaciones que se planteen pueden ser enfocados desde múltiples planos. Primero debemos recordar que en general los profesionales liberales, tales como los abogados, están obligados, según el nuevo CCC, a cumplir una obligación de hacer y su responsabilidad es subjetiva a no ser que se hubiere prometido un resultado concreto (art. 1768 CCC). Aquí viene a colación el primer problema, pues como señalamos, toda obligación es de medios y fines a la vez: medios en tanto comprometen la diligencia del deudor profesional; y de resultado pues toda diligencia debe dirigirse en procurar el contenido de la obligación, la prestación, sea ésta de dar, hacer o no hacer. Así se cumplirá con la satisfacción del interés del acreedor que constituye el objeto de la obligación. Obviamente no toda la doctrina está conforme con esta división de objeto y contenido de la obligación; pero mucho menos lo están con admitir pacíficamente la binaria clasificación obligacional en de medios y fines más allá de lo que dispongan normas específicas, como el art. 774, como para citar un sólo ejemplo, en donde ya nos habla de tres clases de obligaciones (de “medios normales” en su primer inciso -en el cual el deudor promete realizar cierta actividad con la diligencia apropiada, independientemente de su éxito-; de “medios reforzadas” o “resultados normales” en el segundo -donde se debe procurar al acreedor cierto resultado concreto, con independencia de su eficacia-; y de “resultado agravadas” en su tercero -en el cual el deudor debe procurar al acreedor el resultado “eficaz” prometido-).

Para dar una respuesta simple a este problema diremos, insistimos en ello, que siempre debe compararse la conducta del profesional obrada en la emergencia con respecto a la que debería haber realizado un buen profesional diligente o perito de su clase o categoría. Para ello se deberá formar un modelo profesional que reemplazará al genérico bonus pater familias, modelo que estará integrado por los principios que informan su ciencia particular (lex artis) y será adecuado a las singularidades del caso (ad hoc). En pocas palabras, para averiguar si existe culpa “del” profesional se deberá comparar la conducta obrada con la debida legal y contractualmente.

Dicho ello veamos someramente algunas inquietudes en el plano de la responsabilidad civil. Primero debemos indagar en cada situación en particular para determinar algo importantísimo a priori: ¿con quién contrata el cliente? Si lo hace con un abogado en especial o con algún representante de la empresa o sociedad de abogados (dicho en términos generales, entre otras tantas situaciones posibles). Dicho abogado singular incluso puede pertenecer a un Estudio colectivo, empresa o sociedad de abogados y no obstante no siempre será responsable este último por la mala praxis en la que pueda incurrir. De ello se deduce que en otras ocasiones será posible la atribución del daño al Estudio o despacho colectivo y nos debemos preguntar si tal responsabilidad, cuando concurran los presupuestos necesarios, es subsidiaria a la responsabilidad del abogado imperito, o si es concurrente, o solidaria incluso, con este último. Todas las respuestas son posibles y a cada caso y ordenamiento singular habrá que brindarle una respuesta también de esta naturaleza.

Si al ámbito penal pasamos, no debemos olvidar que hoy ya se admite, no sin reservas, la responsabilidad penal de la persona jurídica y con ello es factible no tan sólo que el abogado que haya incurrido en un delito del derecho criminal a que cumpla su pena correspondiente, sino que también será factible condenar al colectivo, al despacho, a la sociedad o empresa profesional siempre que su “comportamiento” (en puridad: la conducta de quienes la representen) se adecúe perfectamente a un tipo penal preestablecido.

También podemos someramente afirmar de la responsabilidad disciplinaria -que siempre el profesional debe tener en consideración-, que amén de la posible aplicación de sanciones (vg. llamado de atención, apercibimiento, multa, suspensión, privación del ejercicio profesional) a los letrados que incurran en faltas de esta naturaleza, habrá que analizar cada Código deontológico respectivo para observar si es factible extender tales sanciones a los propios despachos colectivos, lo que nos resulta un tanto difícil proclamar con carácter general aunque no dejaremos de advertir que estamos navegando aguas turbulentas. Además merece remarcarse que pueden existen determinados deberes deontológicos que se extienden a todos los integrantes de la “agrupación”, tales como el secreto profesional, las incompatibilidades que afecte a cualquier integrante y la prohibición de actuar en defensa de intereses contrapuestos.

A estudiar esta temática Señores y eso que ni siquiera hicimos la disquisición técnica entre el intuitus, la fiducia y la infungibilidad. Es claro que la fiducia es un elemento característico de la relación, en tanto que el intuitus lo es de la prestación y puede darse en relaciones fiduciarias o no, cuando las partes así lo hayan estipulado, aunque también se puede encontrar en ciertas relaciones como un elemento natural. La confianza o fiducia consiste en un especial modo de ser de la fides que caracteriza ciertos contratos y se conecta con las cualidades especiales de una de las partes. A su turno, el efecto del intuitus se produce sobre la conducta solutoria, que ha de ser llevada por el propio deudor: la infungibilidad. Es que la prestación, en cuanto conducta que debe ser medida desde la integridad e identidad, sería defectuosa si es realizada por otro; pero a partir de cierto grado de pericia objetiva siempre exigible, se puede afirmar que la prestación profesional del abogado no siempre es rigurosamente intuitu personae[106]. Así las cosas, entendemos que todos los contratos de servicios profesionales jurídicos debieran de estar impregnados de esa “confianza especial”, la cual debería ser mutua entre ambos contratantes; pero ello no determina per se que el contrato referido sea siempre intuitu personae y mucho menos que la prestación resulte ser siempre “infungible”. En todo caso deberíamos aggiornar el concepto, sentido y alcance del intuitus.

Ahora bien, la posibilidad del cumplimiento habrá que analizarlo al son del ordenamiento de que se trate. Para Argentina es muy importante tener en consideración el art. 776 del nuevo CCC que señala que la prestación puede ser ejecutada por persona distinta al deudor, a no ser que de la convención, de la naturaleza de la obligación o de las circunstancias, resulte que éste fue elegido por sus cualidades para realizarla personalmente, esto último presumido en los contratos que suponen una “confianza especial”. Con ello es claro que podrá existir en muchos casos “incumplimientos” cuando el letrado haya sido elegido para que él, y no otro miembro del colectivo, realice personalmente la prestación. Incumplimiento del cual no derivará inmediatamente su responsabilidad, o la de la empresa profesional, sino que deberemos constatar que se cumplan los demás requisitos o presupuestos pertinentes; en especial habrá que acreditar el daño y la relación de causalidad.

Por cierto que la actuación del abogado debe ser siempre “personal”; vale decir que su responsabilidad directa jamás podrá ser cobijada en algún ente ideal. Su preparación específica le obliga a obrar con el máximo de celo, diligencia y pericia exigibles y ello es dable requerir incluso a aquellos abogados que integren una gigantesca empresa o Estudio multidisciplinario e internacional. Es que este nuevo sujeto de derecho (de tener personalidad jurídica propia, pues puede tratarse de una simple “sociedad” de medios o instrumental -modalidad muy usada en varios países-) no puede servir para proteger a abogados negligentes. Al contrario, es factible extender la responsabilidad a tal ente si se presentan los requisitos pertinentes. Amén de ello, cualquiera fuese la actuación del letrado, su libertad, discrecionalidad técnica y científica y su eventual objeción de conciencia no deben sufrir menoscabo alguno.

Además, debe recordarse que el art. 732 determina que el incumplimiento de las personas de las que el deudor “se sirve” para la ejecución de la obligación, se equipara al derivado del propio hecho del obligado. Y ni hablar de la responsabilidad del principal por el hecho del dependiente, consagrada en el art. 1753 del nuevo CCC, de naturaleza objetiva y concurrente. Lógicamente que para otros países existen distintas reglas. Ahora bien, lo ideal sería redactar un contrato de servicios profesionales jurídicos con los clientes, realizar un análisis general de la cuestión litigiosa y determinar los abogados “concretos” encomendados al asunto; no prometer el resultado exitoso del pleito, pero sí que se pondrá toda la diligencia para procurar el mismo; y, finalmente, contratar un seguro de responsabilidad civil profesional. Aquí debemos dar finiquito a nuestro trabajo y perdón por tantas dudas que dejamos planteadas.

V. Conclusiones [arriba] 

a) Debe quedar en claro que la responsabilidad profesional tiene los mismos principios que rigen en la responsabilidad civil en general, aunque con algunas peculiaridades propias. Además, no es válido predicar que la llamada “culpa profesional” (o culpa del profesional) sea una especie particular de culpa, harto distante de la común aplicable al profano. Por lo tanto, el profesional ha de responder civilmente cuando incurra en un defecto en el cumplimiento de la prestación exigible, teniendo siempre presente las condiciones de las personas, el tiempo y el lugar, además de la naturaleza misma de la obligación, claro está. Y responde por culpa leve, amén de la grave y del dolo, al igual que cualquier indocto.

b) En razón de ello es que el profesional ha de responder siempre que cause un daño a su co-contratante (paciente, cliente, rogante, etc.), perjuicio que debe encontrarse vinculado causalmente con su comportamiento, y se constate un defecto en la conducta obrada respecto de lo que debería haber realizado un profesional diligente (perito) en esas mismas circunstancias (conducta debida). Para ello se deberá formar un modelo profesional con la finalidad de acreditar, con su comparación, una probable mala praxis. No contribuye a este aspecto la discutida clasificación obligacional que las divide en medios y resultado.

c) Nada de lo recién manifestado se verá resentido habiendo entrado en vigor del nuevo Código Civil y Comercial. Puesto que poca luz nos brinda el mismo con sólo proclamar que la obligación de resultado es de naturaleza objetiva (conf. art. 1723); o que los profesionales liberales están sujetos a obligaciones de hacer, siendo en principio su responsabilidad subjetiva, salvo que se hubiese prometido un “resultado concreto” -lo que probablemente se predicará de la actividad del notario en general- (conf. art. 1768 del mentado Código). O la propia disquisición que hace en el art. 774 referido a la prestación de un servicio. Sinceramente nada agrega a estas discusiones que seguirán forjándose entre las obligaciones de medios y resultado (cuáles son unas, cuáles otras) y su recepción o rechazo.

d) Sí ayuda el mentado nuevo Código en otros aspectos, sobre todo teniendo presente que ahora la finalidad de la responsabilidad civil no se circunscribe sólo a reparar daños, sino también a prevenirlos. Además, es de suma utilidad la unificación de los ámbitos de responsabilidad contractual con el extracontractual (con algunas diferencias esenciales que siguen subsistiendo -vg. art. 1728-) y los nuevos parámetros que deben tenerse en consideración respecto de los requisitos responsabilizantes.

e) Reiteraremos que todas las obligaciones son de medios y resultado a la vez. Medios, puesto que comprometen el actuar diligente del sujeto en cuestión -se trate de un deudor profesional o de un deudor profano-; y de resultado, en tanto tienden a la consecución de la prestación, que forma el contenido de la obligación, sea ésta de dar, sea de hacer o no hacer. De esta forma se brinda satisfacción al interés del acreedor, que constituye el objeto de la obligación. Lo que sucede es que existen contratos que generan distintas obligaciones según el tipo contractual de que se trate.

f) Además, si no se consigue dar satisfacción al interés del acreedor habrá que analizar si lo fue por culpa del deudor, o si pesa sobre el mismo algún factor atributivo de color objetivo. Ello según si su responsabilidad tiene ‘naturaleza’ subjetiva u objetiva, sirviendo para eximir de responsabilidad al agente demostrar, en el primer caso, la prueba de su actuar diligente (no culpa), y en los dos acreditar el casus -que rompe la cadena causal-.

g) En definitiva, siempre se deberá analizar el comportamiento de la persona (conducta obrada) con respecto a lo que debería haber realizado (conducta debida), sirviendo en el campo profesional como arquetipo comparativo el modelo del buen profesional o artífice (con base en la lex artis) en lugar del bonus pater familias. Pero insistimos, jamás resolverá esa dupla obligacional todos los supuestos que la vida, la realidad, trae consigo.

h) Es cierto que tradicionalmente el ejercicio de las profesiones liberales se lo hacía en forma individual. Ello traía aparejado una responsabilidad civil personal, la que era directa -por hechos propios- y por supuesto que contractual (aunque en su génesis fue aquiliana). Hoy, sin embargo, tanto el abogado generalista o “clínico”, cuanto aquél que ejerce la profesión en forma individual, son especies en extinción. En efecto, el abogado en su desenvolvimiento profesional suele valerse de auxiliares, dependientes y sustitutos. También el mismo letrado puede ser dependiente de otra persona -vg. una empresa o el Estado-. Además, existe una realidad innegable: los despachos colectivos, las sociedades de profesionales y los estudios multidisciplinarios.

 

 

Notas [arriba] 

[1] Becario de la Junta de Castilla y León. Curso de Estudios Superiores (en el marco del Doctorado), Grado, DEA y Suficiencia Investigadora en la Universidad de Salamanca. Director y Coordinador de diversos Cursos de posgrado. Ex Profesor Titular de Derecho Privado II (Obligaciones) y Derecho Privado IV (Derechos Reales) de la USPT; actual Profesor Titular de Derecho Registral (UNSTA). Autor de 9 libros, decenas de colaboraciones, arts. y conferencista en el país y en el exterior. Académico.
[2] Villalba Welsh, Alberto, El Estado y el escribano. Naturaleza jurídica de la relación funcional, en Revista del Notariado, N° 529, pág. 608 y s.s. Ver, además, Padilla, Rodrigo, Cuestiones sobre Derecho Registral, Notarial y Responsabilidad del Escribano. 2ª edición corregida, aumentada y actualizada con el nuevo Código Civil y Comercial, UNSTA, Tucumán, 2016, págs. 203 y s.s.
[3] Bueres, Alberto J. Responsabilidad civil del escribano, Hammurabi, Buenos Aires, 1984, pág. 4.
[4] Bueres, Alberto J. Responsabilidad civil del escribano, Hammurabi, Buenos Aires, 1984, pág. 5.
[5] Este Congreso fue realizado en Buenos Aires en el año 1948, y dio lugar posteriormente a la formación de la Unión Internacional del Notariado Latino.
[6] Todos estos datos los tomamos de Radkievich, Rubén, “Naturaleza jurídica de la función notarial”, en Revista de Derecho de Daños, 2005-1, Responsabilidad de los profesionales del Derecho (abogados y escribanos), Jorge Mosset Iturraspe - Ricardo Luis Lorenzetti (Directores), Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 2005, págs. 223y 224.
[7] Fallo del 1/8/56, CSJN, “Guinzburg”, LL, 85-605 y JA, 1957-III-364. Ver: Trigo Represas, Félix A., “La responsabilidad del escribano público”, en Las responsabilidades profesionales, libro homenaje al Dr. Luis O. Andorno, Augusto Morello, María M. Agoglia, Juan PÁG. Boragina y Jorge A. Meza (coordinadores), Librería Editora Platense S.R.L., La Plata, 1992, pág. 342.
[8] Sentencia del 18/12/84, CSJN, “Vadell c/Pcia. de Buenos Aires”, LL, 1985-B-3 y ED, 114-217. Ver Trigo Represas, ob. cit., pág. 342.
[9] Sentencia del 19/8/69, CSBA, “Aguirrezábal de Lamariano c/Arrué”; LL, 136-693, DJBA, 88-174. Ver TRIGO REPRESAS, ob. cit., pág. 342.
[10] Misión relevante que tiene en vista principalmente su función fedante. Al respecto tienen dicho nuestros tribunales que “El escribano público cuando obra dando fe de los actos y negocios pasados ante él, desempeña una función extremadamente delicada y solemne, o como lo ha dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación, actúa en la función pública por concesión del Estado otorgada en tal calidad”, C1ªCCom. de La Plata, Sala II, 3-3-98, “Galán de Heguy, Ada s/Reg. Cont. Púb. N° 391”, Juba B152042. La cursiva nos pertenece.
[11] Conf. Bustamante Alsina, Jorge, Teoría General de la Responsabilidad Civil, 6ª ed. actualizada, Abeledo-Perrot, Bs. As., 1989, N° 1457, pág. 478.
[12] Debe tenerse presente que la función fedataria es la principal que realiza un notario. Al respecto es muy ilustrativa una sentencia emanada de la Corte bonaerense que determina que “El escribano se halla ligado al Estado por una relación en virtud éste le confía o delega una potestad que aquél asume como su actividad profesional principal, cuando no exclusiva; de manera tal que para los notarios, el ejercicio de una función pública constituye su profesión habitual”, conf. SCJBA, 23-12-97, “Caussanel, Elvira María s/Inconstitucionalidad art. 22, inc. 1, Ley N° 9020/78”, Juba B86236. La cursiva es nuestra.
[13] Otra cosa sucedería si en el caso en particular se demanda a un “Registro” en especial por brindar un informe inexacto. Frente a tal situación sí habrá responsabilidad estatal (vg. de la Provincia. en cuestión), pero derivada de un “error registral”.
[14] En el nuevo Código se hace referencia al contrato de “locación” aplicable solamente a las cosas (arts. 1187 y s.s.); al tanto que trata sobre los contratos de “obra” y “servicios” a partir del art. 1251.
[15] Entre tantos autores que sostienen ello, ver Bueres, Alberto J., Responsabilidad civil del escribano, ob. cit., pág. 39; Bustamante Alsina, Jorge, Teoría General de la Responsabilidad Civil, 6ª ed. actualizada, Abeledo-Perrot, Bs. As., 1989, pág. 481.
[16] “Por ejemplo, cuando recibe los intereses pertenecientes al acreedor hipotecario, las cuotas del saldo de precio de una compra y venta, etcétera”, conf. Bueres, Alberto J., Responsabilidad civil del escribano, ob. cit., pág. 39.
[17] Colombo, Leonardo A., Culpa aquiliana (cuasidelitos), t. I, 3ª ed., La Ley, Buenos Aires, 1965, pág. 293.
[18] Lloveras De Resk, María Emilia, “La responsabilidad civil del escribano público”, en ED, 105-941; Trigo Represas, Félix A., “La responsabilidad del escribano público”, ob. cit., pág. 346.
[19] Conf. Mazeaud, Henri, “Essai et classification des obligations: Obligations contractuelles et extra-contractuelles, obligations determinées et obligations générale de prudence et diligence”, Revue Trimestrielle de Droit Civil, 1935, N° 28.
[20] Conf. Cabanillas Sánchez, Antonio, Las obligaciones de actividad y de resultado, Bosch, Barcelona, 1993, pág. 16.
[21] Cabanillas Sánchez, Antonio, ob. cit., pág. 16.
[22] Alterini, Jorge Horacio, “Obligaciones de resultado y de medios”, en Enciclopedia Jurídica Omeba, t. XX, pág. 702.
[23] Demogue, René, Traité des obligations en général, T. I (parte préliminare) y T.V, Librairie Arthur Rousseau, París, 1921 y 1925, respectivamente. Concretamente aborda este tema en el Chapitre XIX, cuando trata lo atinente a “Rapports de la responsabilité délictuelle avec la responsabilité contractuelle”, Tomo V de su tratado, N° 1230 y s.s., págs. 523 y s.s.
[24] Preferimos llamarlas con ese nombre puesto que ya tiene carta de ciudadanía en la doctrina universal. Otros, en cambio, optan por denominarlas obligaciones de actividad -Cabanillas Sánchez-, u obligaciones generales de prudencia y diligencia -Mazeaud y Tunc-
[25] Exactamente por la misma razón expresada en la nota anterior preferimos llamarlas de esa forma.
[26] Alterini, Atilio A., Ameal, Oscar J. y López Cabana, Roberto M., Derecho de las Obligaciones. Civiles y Comerciales, 4ª edición, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1995, pág. 498.
[27] Padilla, René A., Responsabilidad civil por mora, Astrea, Buenos Aires, 1996, pág. 138.
[28] Wayar, Ernesto C., Derecho Civil, Obligaciones, t. I, Depalma, Buenos Aires, 1990, pág. 129.
[29] Citado por Cabanillas Sánchez, ob. cit., pág. 144.
[30] “Derrida objeta que la distinción es demasiado neta y no corresponde a la realidad social, que es mucho más matizada”; ver: Belluscio, Augusto César, “Obligaciones de medios y de resultado. Responsabilidad de los sanatorios”, en La Ley, t. 1979-C, pág. 25.
[31]En efecto nos dicen las autorizadas juristas que “Les deux catégories ne sont pas absolument homogènes” y esto lleva à relativiser la distinction, hablándonos de les gredes des obligations de moyens, que serían las obligations de moyens renforcées et les obligations de moyens alléguées, por una parte, mientras que les degrés des obligations de résultat serían las obligations de résultat attenuées y las obligations de résultat aggravées, respectivamente. Ver: Viney, Geneviève - Jourdain, Patrice, “Les conditions de la responsabilité”, en Traité de Droit Civil, sous la direction de Jacques Ghestin, 2ª Édition, Librairie Générale de Droit et de Jurisprudente, E.J.A., 1998, N° 532 y s.s., págs. 451 y s.s.
[32]Con especial referencia a la mala praxis de los abogados ha señalado la autora citada que “en la mayoría de los supuestos de prestaciones de servicios ejecutadas por profesionales nos hallamos ante una complejidad de obligaciones de resultados y de medios, teniendo presente, además, que todo servicio, en cuanto utilidad derivada del comportamiento ajeno, puede ser concebido como un resultado en sí mismo, lo cual pone de relieve la relativa trascendencia práctica de esta distinción”, Serra Rodríguez, Adela, La Responsabilidad Civil del Abogado, 2ª ed., Aranzadi S.A., Navarra, 2001, pág. 170. Por cierto, esta clasificación binaria de obligaciones ha tenido un eco muy importante en España.
[33]Señala el mencionado jurista que “la doctrina actual distingue entre obligaciones de resultados ordinarias o de régimen normal, y obligaciones de resultados atenuadas o aligeradas, por una parte; y agravadas, absolutas o de régimen severo, por la otra. En las obligaciones de resultado ordinarias, el deudor contractual se libera únicamente si prueba el caso fortuito… En las obligaciones de resultado atenuadas, en cambio, la prueba de la falta de culpa -o sea de la conducta diligente- resulta bastante para la liberación del deudor… En las obligaciones de resultado agravadas, la causa extraña útilmente invocable es calificada: La Ley describe con puntualidad los únicos hechos relevantes para la liberación del deudor, a cuyo efecto es insuficiente el caso fortuito genérico”. Ver: Alterini, Atilio Aníbal, “El caso fortuito como causal de liberación del deudor contractual”, publicado en Atilio A. Alterini y Roberto M. López Cabana, Derecho de Daños, La Ley, Bs. As., 1992, págs. 160 y 161. También nos enseña Alterini que la tendencia actual en la doctrina francesa es “aceptar la existencia de presunciones de culpabilidad del deudor en ciertas obligaciones de medios, a las cuales se las rotula como reforzadas”, art. cit., pág. 163.
[34]Creemos apropiado fijar los límites de las ideas de Demogue. Para ello nada mejor que sus palabras. Pues comienza afirmando que “Une autre différence, et ce serait la plus important, tiendrait à la charge de la preuve. Dans la responsabilité délictuelle, le demandeur devrait prouver la faute de son adversaire. En cas de contrat, la faute se présumerait. Plus exactement, jusqu’à ce que le défendeur prouve le cas fortuit ou la force majeure, la responsabilité résulte de l’inexécution même de l’obligation”, conf. Traité…, t. V, cit., N° 1237, págs. 536 in fine y 537. No obstante, después sostiene que “Nous creyons en effet que le système de preuve est le même dans le cas de faute délictuelle ou contractuelle… (Ahora bien) L’obligation qui peut peser sur un débiteur n’est pas toujours de même nature. Ce peut-être une obligation de résultat ou une obligation de moyen”, conf. Traité…, t. V, cit., pág. 538. Y concluye el mencionado jurista luego a analizar cómo funcionaría esa clasificación en distintos deudores -o diferentes contratos-, que “Notre conclusión est donc qu’à dèfaut de différence rationnelle, il existe dans le droit positif quelques différences assez minimes entre la responsabilité délictuelle et la responsabilité delictuelle” (error tipográfico quiso decir “contractuelle”), Traité…, t. V, cit., pág. 544. Lo escrito entre paréntesis es nuestro.
[35] Ver nuestra Visión crítica a las cuestiones centrales de la Responsabilidad Civil, El Graduado, Tucumán, 2001, pág. 42, nota 50, en donde expresáramos que “ha llegado la hora de despedir a esta ingeniosa clasificación, por la sencilla razón de que ya no existen motivos que la justifiquen”.
[36] Piénsese que a la época del nacimiento y apogeo de esta clasificación de obligaciones la responsabilidad aún estaba cimentada en sus presupuestos clásicos, y se exigía como regla culpa en el deudor si es que se le pretendía imputar un daño.
[37] Ver Lorenzetti, Ricardo Luis, Responsabilidad civil de los médicos, Tomo I, Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 1997, págs. 468 y s.s.
[38] En tal sentido ver Wayar, ob. cit., pág. 128.
[39]Debemos recordar un famoso art. publicado en el año 1984 por los reconocidos procesalistas argentinos Jorge A. Peyrano y Julio O. Chiappini, titulado justamente “Lineamientos de las cargas probatorias ‘dinámicas’”, publicado en El Derecho, T. 107, págs. 1005 a 1007. En tal trabajo los juristas siguen las sabias enseñanzas de James Goldschmidt quien en su “teoría de la situación jurídica procesal” logró acuñar varios conceptos como los de posibilidades y expectaciones procesales, y sobre todo el de “carga procesal”. Pues, “dentro del vasto repertorio de cargas procesales, le incumbe un papel de especial relevancia a la carga probatoria; carga probatoria que determina, recordamos, las llamadas ‘reglas de la prueba’; es decir las reglas identificatorias acerca de quién debe probar cierto hecho o circunstancia… Ahora bien, durante un largo lapso y aun luego de haber sido plenamente incorporado al lenguaje procesal el concepto de ‘carga probatoria’, se diseñaron las reglas de la carga de la prueba como algo estático, conculcando así, a nuestro entender, el espíritu de su primer mentor (se refieren a GOLDSCHMIDT); quien siempre concibió a su teoría del proceso como si fuera una consideración dinámica de los fenómenos procedimentales… (No obstante) En los ejemplos aportados (un accidente de tránsito y un problema de familia), se ve claro -estimamos- el carácter ‘dinámico’ de las reglas en cuestión; en tanto y en cuanto no se atan a preceptos rígidos, sino que, más bien, dependen de las circunstancias del caso concreto… dicho ello en el sentido de que según fueren las circunstancias del caso puedan desplazarse hacia una u otra de las partes, en mira -e insistimos en el punto- a servir mejor a la justicia del caso llevado a los estrados judiciales; servicio, y bien sabemos, que es la meta del proceso civil contemporáneo”, art. cit. pág. 1005 a 1007. Lo marcado entre paréntesis nos pertenece. Ver el desarrollo de esta doctrina en Peyrano, Jorge W. y Chiappini, Julio O., “El derecho probatorio posible y su realización judicial”, en Tácticas en el proceso civil, t. III, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 1990, pág. 39.
[40] En nuestra Visión crítica…, citada, pág. 41, nota 49, nos hacíamos eco de las enseñanzas del mentado profesor argentino. Ver: Lorenzetti, Ricardo Luis, “Teoría general de la distribución de la carga probatoria”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario N° 13, Prueba I, Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 1997, págs. 61 y s.s.
[41] Por supuesto que normalmente se resalta que este instituto debe aplicarse en forma excepcional o in extremis. Vg. Peyrano-Chiappini, obras citadas; Lorenzetti, art. cit.; Díaz, Eduardo A., “Responsabilidad del abogado por la confección de escritos. Casuística jurisprudencial”, en elDial.com, Biblioteca jurídica online, Suplemento de práctica profesional, 03-02-2010, año XII; Gregorini Clusellas, Eduardo L, “Responsabilidad de abogados y procuradores por pérdida de chance”, publicado en RCyS, 2002, págs. 409 y s.s. y en La Ley on line;
[42] El art. 1554 del Proyecto de Unificación de la Legislación Civil y Comercial de la Nación Argentina del Poder Ejecutivo de 1993 (comisión creada por decreto N° 468/92), determina que “Salvo disposición legal en contrario, la carga de acreditar los hechos constitutivos de la culpa, pesa sobre ambas partes; en especial sobre aquella que se encuentra en situación más favorable para probarlos”. El Proyecto de Código Civil para la República Argentina del año 1998 dice en su art. 1619 “Prueba de los factores de atribución. Salvo disposición legal, la carga de la prueba de los factores de atribución de la responsabilidad, así como de las circunstancias que la excluyen, corresponde a quien los alega. Si las circunstancias especiales del caso lo justifican, el tribunal puede distribuir la carga de la prueba de la culpa, o de haber actuado con diligencia, ponderando cuál de las partes está en mejor situación para aportarla”.
[43] El XII Congreso de Derecho Procesal, realizado en Río Hondo, Santiago del Estero, Argentina, en mayo de 1993, aprobó la teoría de las cargas probatorias dinámicas estableciendo que ésta hace “recaer el onus probandi sobre la parte que está en mejores condiciones profesionales, técnicas o fácticas para producir la prueba respectiva”.
[44] Citada por De Ángel Yágüez, Ricardo, Algunas previsiones sobre el futuro de la responsabilidad civil (con especial atención a la reparación del daño), Civitas, Madrid, 1995, pág. 145.
[45]Conf. Bustamante Alsina, Jorge, Teoría General de la Responsabilidad Civil, 6ª ed. actualizada, Abeledo-Perrot, Bs. As., 1989, N° 1471, pág. 482.
[46] Trigo Represas, Félix A., “La responsabilidad del escribano público”, ob. cit., pág. 350.
[47] Bueres, Alberto J., Responsabilidad civil del escribano, ob. cit., pág. 83.
[48] Ibídem nota anterior, pág. 84.
[49] Ibídem nota anterior, pág. 105. Ver también: Bueres, Alberto J - calvo costa, Carlos A., “La responsabilidad de los escribanos por infracción a la fe de conocimiento”, en Revista de Derecho de Daños, 2005-1, Responsabilidad de los profesionales del Derecho (abogados y escribanos), Jorge Mosset Iturraspe - Ricardo Luis Lorenzetti (Directores), Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 2005, págs. 185 y s.s.
[50] Bueres, ibídem nota anterior, pág. 110. También comparten este parecer de consagrar como obligación de fines al estudio de títulos, entre otros, Alterini, Atilio A., “Estudio de títulos”, publicado en LL 1980-B, pág. 809; Lloveras De Resk, art. cit., pág. 941; Trigo Represas, Félix A., “La responsabilidad del escribano público”, cit., pág. 357.
[51] Conf. Bustamante Alsina, Jorge, Teoría General de la Responsabilidad Civil, 6ª ed. actualizada, Abeledo-Perrot, Bs. As., 1989, N° 1472, pág. 482. En el mismo sentido, entendiendo que el estudio de títulos importa una obligación de medios: Llambías, Jorge Joaquín, ob. cit., tomo IV-B, N° 1841-b), pág. 167, nota 143.
[52] Trigo Represas, art. cit., pág. 350; Lloveras De Resk, art. cit., pág. 942, entre tantos otros.
[53]Badosa Coll, Ferrán, “La diligencia y la culpa del deudor en la obligación civil”, Studia Albornotiana dirigidos por Evelio Verdera y Tuells, N° LI, Publicaciones del Real Colegio de España, Bolonia, 1987, pág. 121.
[54] Ver Mazeaud, Henri y Léon - Tunc, André, Tratado Teórico y Práctico de la Responsabilidad Civil Delictual y Contractual, t. 1ero, vol. 2, traducción de la 5ª edición por Luis Alcalá Zamora y Castillo, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1962, N° 429, pág. 80; y N° 508, pág. 164.
[55] Decía Domat “Hay que poner en el número de los daños causados por las culpas aquellos que suceden por la ignorancia de las cosas que se deben saber. Así, cuando un artesano, por no saber lo que es de su profesión, incurre en una culpa que causa algún daño, quedará obligado a ello. -Imperitia quoque culpae adnumeratur. Veluti si medicus ideo servum tuum occiderit, quia male eum secuerit, aut perperam ei medicamentum dederit: & 7, ins. de leg. Aquil., 1. 7, & ult., 1. 8, ad leg. Aquil.”, conf. Les loix civiles dans leur ordre natural, ed. de Héricourt, 1777, lib. II, tít. VIII, sec. III, & 5. Ver, además, la obra de los Mazeaud-Tunc -cuya traducción tomamos- citada en la nota anterior.
[56]Badosa Coll, Ferrán, “La diligencia y la culpa del deudor en la obligación civil”, Studia Albornotiana dirigidos por Evelio Verdera y Tuells, N° LI, Publicaciones del Real Colegio de España, Bolonia, 1987, págs. 122 y 123.
[57] Ver, Padilla, Rodrigo, Misión, derechos, deberes y responsabilidad del abogado, Biblioteca Iberoamericana de Derecho, Reus -Madrid-, Ubijus -D.F. México-, 2013, págs. 163 y 164.
[58] También en las disposiciones comunes a los contratos de obras y servicios se alude a esta tipología binaria de obligaciones. Ver, en ese sentido, el art. 1252 del nuevo Código.
[59] Por cierto, que estas últimas dos categorías ya se asemejan más a la prestación de una “obra”, antes que de un “servicio”, ello por el opus comprometido.
[60] Conf. Trigo Represas, Félix A., “La exigencia de un nexo adecuado de causalidad entre el obrar profesional y el daño, como recaudo de la responsabilidad civil del abogado”, RCyS, 2006, págs. 562 y s.s.
[61] STS (Sala I), del 26 de septiembre de 1989, (RJ 1989, 6379). Allí se rechaza la demanda de responsabilidad civil contra un abogado y un procurador, por no constatar la presencia del requisito de la antijuridicidad o ilicitud de la acción.
[62] STS (Sala I), 23 de mayo de 2001 (RJ 2001, 3372). En dicha sentencia se enumeran, a título ejemplificativo, los deberes profesionales a cargo del abogado. También se resalta que el mismo está sujeto a una obligación de medios -contrato de arrendamiento de servicios-, razón por la cual no opera la inversión de la carga de la prueba de la culpa. A nosotros ahora sólo nos interesa que dicho precedente exige, para hacer nacer la responsabilidad del letrado, que se pruebe su culpa, el nexo de causalidad entre dicha conducta y el daño -la realidad del daño, expresa-, presupuestos que no se constataron en autos y que motivaron que la sentencia fuere “no estimatoria”.
[63] STS (Sala I), 3 de julio de 2001 (RJ 2001, 1701). Esta sentencia es muy gráfica de lo que estamos señalando en el texto. Además, nos refiere de la responsabilidad característica del abogado frente a su cliente, es decir la naturaleza contractual de la misma. Así, dijo el Supremo -esta vez para responsabilizar al letrado- que “Los requisitos necesarios para la aplicación del art. 1101 Cc son la preexistencia de una obligación, su incumplimiento debido a culpa o negligencia o falta de diligencia del demandado y no a caso fortuito o fuerza mayor, la realidad de los perjuicios y el nexo causal eficiente entre aquella conducta y los daños producidos, todos cuyos presupuestos concurren en el supuesto del debate”.
[64] Remitimos a Padilla, René A., “Sistema de la responsabilidad civil”, ob. cit.; Padilla, Rodrigo, “Visión crítica a las cuestiones centrales de la responsabilidad civil”, ob. cit.; Padilla, Rodrigo, Curso de Responsabilidad civil: Teoría general, presupuestos, conferencias, jurisprudencia y nuevo Código Civil y Comercial, UNSTA, 2014.
[65] En contra de esta tendencia mayoritaria, se ha afirmado que no necesariamente los cuatro requisitos o elementos tradicionalmente expresados deben darse en todos los casos de responsabilidad civil, en especial “habría que comenzar a revisar aquel criterio que reclama la existencia de conducta (u omisión) antijurídica y del factor de atribución”, conf. Aroza, José M, “Aspectos de la responsabilidad civil de los abogados”, LLBA, 2003, págs. 1103 y s.s. En pocas palabras entiende este autor que con dos requisitos bastaría para que el letrado brinde respuestas patrimoniales, siendo éstos: el daño causado y la relación de causalidad adecuada. Nos preguntamos ¿cómo relacionamos a la relación de causalidad si es que le quitamos un extremo o punto de conexión? Además, no nos convence esta cuasi imputación objetiva, menos aún cuando de responsabilidad profesional tratamos. Por otro lado, no es cierto que recién ahora habría que revisar los típicos requisitos referidos al factor atributivo clásico -culpa- y a la antijuridicidad de la conducta, pues los mismos están siendo objeto de bombardeo desde hace más de medio siglo, ya en Francia (cuna del nacimiento de la “responsabilidad objetiva moderna”), ya en Italia (desde 1942 que se habla de un “daño injusto”), sea en España o Argentina. De todas formas, es muy interesante el art. que citamos, más allá de nuestro disenso en este punto. En puridad no estamos contentos con gran parte de la doctrina por la forma de encarar a la responsabilidad civil de una manera puramente estática -y no como “sistema”- pero esta es otra cuestión y remitimos a otros lugares, en particular a las obras nombradas en la cita anterior.
[66]Ibídem cita anterior, y también ver en Trigo Represas, Félix A., “La noción clásica de culpa. Domat. Código Civil francés. Código Civil argentino”, Revista de Derecho de Daños, 2009-1, La culpa -I, Jorge Mosset Iturraspe - Ricardo Luis Lorenzetti (Directores), Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 2009, pág. 49; DÍAZ, Eduardo A., “Responsabilidad del abogado por la confección de escritos. Casuística jurisprudencial”, en elDial.com, Biblioteca Jurídica Online, Suplemento de práctica profesional, 03-02-2010, año XII; Kemelmajer de Carlucci, Aída, “Daños causados por abogados y procuradores”, J.A., 1993-III, pág. 711; Wierzba, Sandra M., “Responsabilidad civil del abogado por prescripción de la acción intentada”, RCyS, 2007, págs. 598 y s.s.
[67] Entre otros, Trigo Represas, Félix A., “Falta de legitimación ‘ad causam’ del actor y responsabilidad civil del abogado”, La Ley 2007-B, págs. 570 y s.s.
[68]Los mandamientos del abogado, cit., mandamiento primero.
[69] Planiol, Marcelo y Ripert, Jorge, Tratado Práctico de Derecho Civil Francés, Tomo sexto, Las Obligaciones, primera parte, con el concurso de Pablo Esmein, traducción española de Mario Díaz Cruz con la colaboración de Eduardo Le Riverend Brusone, Cultural S. A., Habana, 1936, N° 523, pág. 721. También POTHIER -al tratar sobre los daños y perjuicios que resultan del incumplimiento o retardo en el cumplimiento de las obligaciones- hace expresa referencia al profesional. Con los conocidos ejemplos que brinda se sirve para hacer una distinción según se trate de personas legas o, por el contrario, entendidas en los asuntos implicados. Así, refiere el ejemplo de la ruina de una casa producto de piezas de maderas defectuosas que han servido para apuntalarla. Entonces, si dicho vendedor no era un hombre entendido en el asunto y por lo tanto no era de su oficio conocer la calidad de los maderos, cuyos defectos los ignoraba, los daños y perjuicios solamente consistirán en una deducción del precio de lo que se ha pág.ado de más al comprar por bueno lo que era defectuoso. En cambio, si el que ha vendido era un hombre del oficio -vg.  un carpintero-, vendrá obligado al pagode los daños y perjuicios que resulten de la ruina y “no será admitida su disculpa de que él los creía buenos y suficientes; pues aún cuando dijera verdad, esta ignorancia de su parte no podría excusarse en un hombre que hace profesión pública de un estado y de un arte: Imperitia culpae annumeratur (L. 132, D. de R. I.)”, conf. Pothier, Roberto José, Tratado de las Obligaciones, traducido al español con notas de derecho patrio por una sociedad de amigos colaboradores, parte primera, Barcelona, Imprenta Roger, 1839, N° 163, pág. 97.
[70] Conf. Andorno, Luis O., “La responsabilidad de los abogados”, en Derecho de Daños, Félix A. Trigo Represas y Rubén S. Stiglitz (Directores), La Rocca, Bs. As., 1989, pág. 473.
[71] Conf. Boragina, Juan Carlos y Meza, Jorge Alfredo, “La responsabilidad del abogado frente al cliente en el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación”, en Revista de Derecho de Daños, 2016-3, Responsabilidad de los profesionales, Jorge Mosset Iturraspe y Ricardo Luis Lorenzetti (Directores), Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 2017, págs. 207 y 208.
[72]La única diferencia radicaría en que la culpa profesional -o culpa del profesional- es siempre impericia, según nuestro modesto entender. Es decir, lo que representa la diligencia en el ámbito normal o general, es “reemplazada” por la pericia en el campo profesional. De allí que exista una directa vinculación entre la relación que guarda la diligencia con la culpa, y la referida a la pericia con la impericia. La primera con relevancia en el campo no profesional y cuyo parámetro general de comparación -modelo- será el archiconocido del bonus pater familias. La que nos ocupa tendrá como referencia y criterio de comparación -con la finalidad de poder imputar una conducta realizada en contravención por lo dispuesto por la lex artis- el del buen profesional. Con ello no queremos significar que el modelo del buen profesional equivalga a alguna de las graduaciones de la culpa, sino simplemente se trata de otro “distinto”, válido para un campo o área especial. En este sentido el nuevo CCyC argentino determina, en su art. 1724, que la culpa “en general” “Comprende la imprudencia, la negligencia y la impericia en el arte o profesión”.
[73] Parellada, Carlos Alberto, Daños en la actividad judicial e informática desde la responsabilidad profesional, Astrea, Bs. As., 1990, pág. 79.
[74]Ob. cit., N° 523, pág. 721. Es digno resaltar que estos juristas franceses ya pensaban que “Tal opinión ha de ser rechazada. El control previo de la capacidad no es más que una garantía primera; los propios hechos revelan su insuficiencia y no parece que la consagración de una responsabilidad civil pueda ser obstáculo al progreso, siempre que en la apreciación de la existencia de la culpa se tengan en cuenta las necesidades de la actividad y de los usos”, conf. Tratado Práctico de Derecho Civil Francés, cit., N° 523, pág. 722.
[75] Cadm., 21-07-1862, Sirey, 1862, 1ª parte, pág. 818. Es cierto que esta “paradójica” sentencia también es usada por los partidarios de la culpa grave. Veamos, entonces -de la mano de los MAZEAUD- qué dice la misma. Comienza sentando el principio que los médicos están sujetos a las reglas del derecho común. En efecto señala “Que toda persona, cualquiera que sea su situación o profesión, está sometida a esta regla (responsabilidad por simple culpa), que no lleva consigo excepciones sino aquellas que están formuladas nominativamente por La Ley; que no existe ninguna excepción de esa naturaleza a favor de los médicos”. Pero dicha resolución añade “Que, sin duda, corresponde a la prudencia del juez no injerirse temerariamente en el examen de las teorías o de los métodos médicos, y pretender discutir sobre cuestiones de pura ciencia; pero que existen reglas generales de buen sentido y de prudencia a las cuales hay que ajustarse, ante todo, en el ejercicio de cada profesión; y que, dentro de esa relación, los médicos siguen sometidos al derecho común, como todos los demás ciudadanos”. Como se puede apreciar con nitidez, la Corte de Casación dio un mero consejo a los jueces, “les recomienda no tomar partido en las controversias médicas, no pronunciarse por tal escuela contra la otra… (como dijo DUPIN) no transformarse en Sorbona de la medicina, evitarse el ridículo de terciar entre HIPÓCRATES y GALENO”, conf. Mazeaud, Henri y Léon - TUNC, André, Tratado Teórico y Práctico de la Responsabilidad Civil Delictual y Contractual, t. 1ero, vol. 2, traducción de la 5ª edición por Luis Alcalá Zamora y Castillo, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1962, N° 510, pág. 169. Coincidimos plenamente con la apreciación que realizaron los hermanos Mazeaud quienes agregan que la Corte no prohíbe a los jueces que condenen a un médico que haya incurrido en culpa “leve”, al contrario, se declara con claridad que el galeno está sometido al Derecho común, como todos. Les recuerda, simplemente, que la culpa debe acreditarse, para lo cual, en cuestiones de esta naturaleza, lo más aconsejable es valerse de pericias, no muy usadas entonces, pero de práctica corriente en la actualidad.
[76] Conf. Compiani, María Fabiana y Stiglitz, Rubén S., “De algunas responsabilidades profesionales y su cobertura asegurativa”, publicado en RCyS, 2007, págs. 205 y s.s.
[77] Dicho maestro santafecino hace más de treinta y cinco años ya señalaba que la crisis del servicio de Justicia tiene mucho que ver con el modo de cumplir su función por parte de abogados y jueces y que el desconocimiento del saber jurídico o la negligencia o imprudencia en su aplicación redundan en graves fallas en aquel servicio. Además, sostuvo entonces (luego de recordar a Leemans cuando hablaba de la “irresponsabilidad” del abogado) que “debe admitirse que de esta irresponsabilidad absoluta se ha pasado a un cierto reconocimiento del deber de resarcir los perjuicios nacidos de comportamientos francamente reprochables. La doctrina y la jurisprudencia, van, poco a poco, señalando, entre nosotros, aquellas situaciones que comprometen civilmente a los abogados”, Mosset Iturraspe, Jorge, “Responsabilidad profesional del abogado por daños en el ejercicio de su misión”, en La Ley, 1980-C, págs. 488 y s.s.; Ver, también de su autoría “Las chances. Responsabilidad del abogado”, en Revista de Derecho de Daños, 2008-1, Chances, Jorge Mosset Iturraspe y Ricardo Luis Lorenzetti (Directores), Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2008, págs. 69 y s.s. y “El rol social de los abogados en el juicio de daños” en Leiva Fernández, Luis F. PÁG. (Director), René E. Padilla, Rodrigo Padilla, Esteban Javier Arias Cáu y Luciano Angelini (Coordinadores), Responsabilidad Civil, homenaje al doctor profesor René A. Padilla, La Ley, Buenos Aires, 2010, págs. 379 y s.s.
[78] Recuérdese la máxima que enseña que en medicina no hay enfermedades, sino enfermos.
[79] Conf. Compiani, María Fabiana y Stiglitz, Rubén S., “De algunas responsabilidades profesionales y su cobertura asegurativa”, publicado en RCyS, 2007, págs. 205 y s.s. y en La Ley on line. Recordemos el caso fallado por la Corte de Casación francesa, Cámara de Admisión, de 1862 citado páginas atrás.
[80] Conf. Bielsa, Rafael, “La abogacía”, ob. cit., pág. 262. Es dable destacar que tal autor sostenía tamaña afirmación en la década del 60. Por otro lado, cierta doctrina entiende aún hoy hacer responsables a los magistrados judiciales sólo ante casos donde se compruebe su conducta dolosa, o al menos su culpa grave, creando una suerte de privilegio a favor de los jueces que en los tiempos que corren no tiene razón de existir.
[81] Conf. Parellada, ob. cit., pág. 84.
[82] En esta línea ha resuelto Tribunal Supremo español que, si la cuestión jurídica es “discutible” y por lo tanto atendible, no cabe responsabilizar al letrado en cuestión. Ver STS (Sala I), del 8 de junio de 2000 (RJ 2000, 5098).
[83] Con acierto se ha señalado que no existe una culpa profesional distinta a la culpa general, y que “hay culpa cuando se sale de la órbita de la opinabilidad; una conducta es imperita, negligente, cuando desconoce lo comprobado”, conf. Kemelmajer De Carlucci, Aída, “Daños causados por abogados y procuradores”, J.A., 1993-III, pág. 711.
[84] Si no existe en la especie una solución clara, en principio no será válido atribuir al letrado la falta de consecución del resultado esperado por el cliente. Cierta jurisprudencia habla de vía elegida “opinable” y estamos de acuerdo con no responsabilizar al abogado si en el caso no existía una salida o solución segura.  Además, debe informar de ello al cliente -de la probabilidad de no triunfar debido a la existencia de opiniones encontradas en el asunto que se trate-. En este sentido se ha resuelto que “A fin de valorar la existencia de un incumplimiento por parte del letrado, debe tenerse en cuenta que en la actividad profesional del derecho no siempre existen soluciones claras y únicas razón por la cual, cuando la vía elegida por el abogado es opinable debe descartarse la presencia de culpa o negligencia”, Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, sala H, 13-12-2006, “Fainbarg, Jorge O. c/C., E. A.”, La Ley del 28/03/2007, 6, con nota de Félix A. Trigo Represas, fallo recopilado por PREVOT, Juan Manuel, Manuales de jurisprudencia. Daños y Perjuicios. Parte especial, La Ley, Buenos Aires, 2008, N° 2015, pág. 453.
[85] Siebeneichler De Andrade, Fabio, “La responsabilidad civil de los abogados: la culpa y causas de exclusión”, en Los nuevos daños. Soluciones modernas de reparación, Carlos A. Ghersi (Coordinador), 2ª ed. renovada y ampliada, Hammurabi, Bs. As., 2000, pág. 397.
[86] Puede ejemplificarse, en este sentido, con la STS (Sala I) del 16 de junio de 2004 (RJ 2004, 3612), en la cual se declara la inexistencia de la responsabilidad civil del abogado, estimando que entra en su cometido profesional, “optar entre vías de actuación racionales” y en la especie no se apreció ninguna inhibición o negligencia profesional de la que deriven daños.
[87] Morello, Augusto M., “La responsabilidad civil del abogado. Perspectivas modernas desde la óptica procesal” en Revista de Derecho de Daños, 2005-1, Responsabilidad de los profesionales del Derecho (abogados y escribanos), Jorge Mosset Iturraspe - Ricardo Luis Lorenzetti (Directores), Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 2005, pág. 35.
[88] Conf. Siebeneichler De Andrade, Fabio, “La responsabilidad civil de los abogados: la culpa y causas de exclusión”, en Los nuevos daños, cit., pág. 398. La cursiva es nuestra.
[89] El Tribunal Supremo español expresamente hace referencia a la “doctrina jurisprudencial consolidada” para imputar responsabilidad al letrado en la sentencia 334/2003, del 8 de abril de ese año (RJ 2003, 2956).
[90] En Francia debe estarse al tanto, por lo menos, de lo que decide la Cour de Cassation con competencia nacional y la Cour d’Apeel, cuya competencia es, lógicamente, de menor alcance -vg. la C. A. de París, Lyon, Rennes, Reims, Bordeaux, etc.-.
[91] C.N.Fed. C.C., Sala III, 21-10-2004, “Viñas de Ortiz, María C. y otros c/Instituto de Servicios Sociales Bancarios”, caso citado por BARBADO, Patricia Viviana, “La culpa. Jurisprudencia Nacional”, Revista de Derecho de Daños, 2009-1, La culpa -I, Jorge Mosset Iturraspe - Ricardo Luis Lorenzetti (Directores), Rubinzal Culzoni, Buenos Aires, 2009, pág. 309.
[92] C.N.Fed. C.C., Sala I, 27-08-1996, “Ferraro, Luis G. c/Universidad Nacional de Buenos Aires y otro”, juicio citado por Barbado, Patricia Viviana, “La culpa. Jurisprudencia Nacional”, ob. cit., pág. 309.
[93] Bueres, Alberto J., “La culpa profesional”, cit., págs. 89 y s.s.
[94] Trigo Prepresas, Félix A., “La noción clásica de culpa. Domat… cit. pág. 43.
[95] En el fondo ambas disposiciones -las del Código de Vélez y la del nuevo Código- son similares. Las diferencias son meramente formales y gramaticales. Por ejemplo, el nuevo Código no hace mención a la culpa en el cumplimiento de la “obligación”, como sí lo hacía Vélez Sársfield pues trataba sobre la culpa precisamente en el ámbito obligacional. Ahora, como la tendencia pasa acertadamente por unificar ambos regímenes responsabilizantes, no hace falta mencionar a la culpa “obligacional” (o contractual) para diferenciarla de la extracontractual (delitos/ cuasidelitos). No obstante ser única la culpa, en el nuevo Código ni siquiera se plantea esa disputa, pues los sistemas de responsabilidad lucen fundidos, unificados, a pesar de quedar aún vigentes algunas diferencias, tal como lo pusimos de resalto varias veces. Por otro lado, es correcto hablar de “diligencia” (pericia, cuidados) y no de “diligencias” (tramitaciones). En fin, también se elimina el “correspondiesen” que en todo caso debiera de ser “correspondiera” como expresa el Código Español. En lo demás, en lo sustancial, las definiciones lucen idénticas.
[96]Visintini, Giovanna, Tratado de la responsabilidad civil, t. I, cit., pág. 321.
[97] Mazeaud, Henri y Léon - TUNC, André, Tratado Teórico y Práctico de la Responsabilidad Civil Delictual y Contractual, t. 1ero, vol. 2, traducción de la 5ª edición por Luis Alcalá Zamora y Castillo, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1962, N° 515, pág. 190.
[98] Bustamante Alsina, Jorge, Teoría General de la Responsabilidad Civil, 5 ed., Abeledo-Perrot, Bs. As., 1987, págs. 440 y 441.
[99] Highton, Elena I., “Responsabilidad médica. ¿Contractual o extracontractual?”, Jurisprudencia Argentina, 1983-III-659.
[100]Casiello, Juan José, “La extensión del deber de reparar en la responsabilidad profesional”, en Las responsabilidades profesionales, libro homenaje al Dr. Luis O. Andorno, cit., pág. 172.
[101] En España también se remarcó que aunque el cliente no pueda elegir al abogado y no le abone, en principio, sus honorarios, no obsta que la responsabilidad de éste sea de naturaleza contractual, conf. Álvarez Sánchez, José Ignacio, “La responsabilidad civil de jueces y magistrados, abogados y procuradores”, en La responsabilidad civil profesional, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2003, pág. 32; y Cervera Martínez, Marta, “Responsabilidad civil del abogado”, publicado en RCyS, 2006, págs. 340 y s.s.; y en LA LEY on line.
[102]Ibídem cita 576, pág. 173.
[103] Además se remarca que “La doctrina jurisprudencial coincide en encuadrar la relación Abogado-cliente en una relación contractual, en la que una de las partes, en este caso el Abogado, se compromete a prestar un servicio de asesoramiento o dirección letrada a la otra parte, cliente, contra el pagopor éste de unos honorarios”, conf. Álvarez Sánchez, José Ignacio, “La responsabilidad civil de jueces y magistrados, abogados y procuradores”, en La responsabilidad civil profesional, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2003, págs. 29 y 30.
[104] Conf. Padilla, Rodrigo, Cuestiones sobre Derecho Registral, Notarial y Responsabilidad del Escribano…ob. cit., pág. 279.
[105] En cuanto a la temática de la sociedad de abogados, estudiada con especial atención a lo que sucede en Europa, en particular en España, recomendamos a Albiez Dohrmann, Klaus Jochen, García Pérez, Rosa, La Sociedad Profesional de Abogados, Thomson/Aranzadi, Navarra, 2005.
[106] Conf. Montés Penadés, Vicente L, “Perfiles jurídicos de la relación de gestión”, en Contratos de gestión, Cuadernos de Derecho Judicial, Separata, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, s.d., pág. 34 y en el Prólogo a Serra Rodríguez, Adela, La Responsabilidad Civil del Abogado, cit., pág. 26.