Revisión del Contrato y Buena Fe. Evolución Histórica de la Interpretación de los arts. 1198 del Código Civil Argentino y 1291 del Código Civil Uruguayo
Código Civil - Libro Cuarto - De las ObligacionesArtículo 1291 (Uruguay - Uruguay)Código Civil - Libro II - De los Derechos Personales en las Relaciones CivilesArtículo 1197 - Artículo 1198 (Argentina - Nacional)
Las normas objeto de nuestro estudio consagran como principio general que los contratos deben ser ejecutados de buena fe.
Enseña Gamarra[2] que la expresión indeterminada de que “los contratos deben ejecutarse de buena fe” responde a la técnica legislativa de las llamadas cláusulas generales, siendo imposible definir y prefigurar a priori todas las situaciones que pueden presentarse en la fase de cumplimiento del contrato y cuáles de ellas se ajustan a la buena fe.
La fórmula genérica usada por el legislador delega al juez la tarea de analizar en cada caso si la conducta de las partes se adecua o no al patrón de conducta que es considerado “de buena fe”. Ese patrón de conducta es histórico y temporal, es decir, el tiempo y el lugar en el que se presenta el caso a resolver serán los elementos determinantes del contenido de la cláusula general. En tal sentido, señala Gamarra[3] que “estamos en presencia de una serie móvil y abierta, que autoriza la incorporación de nuevas figuras, así como abandonar otras; las interpretaciones pueden cambiar con el paso del tiempo; la cláusula general padece la limitación de circunscribirse al catálogo propio de cada país y su carácter histórico”. Para concretizar el contenido de la cláusula general de buena fe el juez debe recurrir a los principios y valores de convivencia social vigentes en un determinado lugar y momento, “las reglas del “fair play” negocial dependen de cada país y de su momento histórico”[4].
No es objeto de este trabajo el estudio de las conductas que históricamente se han considerado de buena fe por la jurisprudencia de ambos países, sino que el mismo se centra en recorrer la evolución histórica de la interpretación de los artículos de marras en relación a la admisibilidad de la revisión del contrato en base al concepto de buena fe en la Argentina y Uruguay a la luz de los diferentes momentos socio-económicos que dichos países atravesaron. A tales efectos, el trabajo se divide en tres etapas históricas, a saber:
(i) La época de la codificación (Siglo XIX);
(ii) Siglo XX; y
(iii) siglo XXI.
II. La época de la codificación (Siglo XIX). La buena fe como fuente integradora e interpretativa del contrato [arriba]
La pieza angular del pensamiento jurídico del siglo XIX fue la autonomía de la voluntad definida como el poder que tiene la voluntad de darse su propia ley. El pensamiento que rodea este concepto se denomina individualismo jurídico, filosofía que hace del individuo, considerado como una voluntad libre, aislado del medio social, el solo objeto, el solo fundamento y el solo fin del derecho[5].
El principio de autonomía de la voluntad sirve de fundamento a la fuerza obligatoria del contrato, cuyo origen y desarrollo son el resultado de los análisis filosóficos individualistas en torno a los derechos del individuo, y de la influencia de la doctrina económica liberal desenvueltas en el siglo XIX[6].
El Código de Napoleón recoge esta filosofía, la que se ve claramente en el texto de su art. 1134: “Las convenciones legalmente formadas equivalen a la ley para los que lo celebraron. No pueden ser revocadas más que por el mutuo consentimiento o por las causas que la ley autoriza. Deben ser ejecutados de buena fe”.
Esta visión tradicional del contrato pone su énfasis en su aspecto económico, considerando necesario defender su “santidad”, su irreprochabilidad como negocio pleno de moralidad, libertad y seguridad. De tal forma, el contrato celebrado por personas capaces no presenta debilidades y es indemne a tachas o críticas. Para esta concepción, la moral social aparece apoyando al acreedor contractual en su pretensión al cumplimiento de la prestación debida, al pie de la letra, sin concepciones ni reajustes. Lo inmoral es no cumplir. El contrato se asimila a la ley, siendo las partes libres para contratar o no, pero una vez celebrado el contrato, éstas quedan sometidas al mismo sin excepciones. Así como la ley es obligatoria y debe ser cumplida aún cuando resulte injusta, debe también cumplirse, en iguales términos, el contrato[7].
El fundamento de la equiparación del contrato a la ley y su fuerza vinculante es la libertad e igualdad de las partes. Los sujetos son libres de contratar o no, de elegir con quien contratan y de seleccionar el tipo contractual y formas de declarar la voluntad. Los particulares son libres de debatir en un plano de igualdad los términos de la operación jurídica. Los únicos límites a la autonomía de la voluntad son el orden público y las buenas costumbres[8].
Todo contrato celebrado por personas capaces es de por sí justo y equilibrado porque nadie que sea capaz de contratar se va a obligar a algo que considera injusto. En efecto, explican Mosset y Piedecasas[9], que la “santificación” del contrato es la consecuencia de la previa “santificación” de las partes contratantes. Si quienes celebran el contrato son necesariamente justos y buenos, el acuerdo por ellos alcanzado será también justo y bueno.
Esta visión es consecuencia de la culminación de la revolución francesa que terminó con la nobleza, y en tal sentido se entendía que todas las personas eran iguales, libres y fraternas. Las personas eran libres y todo lo acordado en libertad es justo. El nuevo orden instaurado por la Revolución Francesa hizo concebir a sus teóricos la ilusión de una sociedad compuesta por hombres libres, fuertes y justos[10].
La revolución burguesa y la sociedad liberal nacida de ella, se sustentaba en la abolición de los privilegios afirmando la paridad de todos los ciudadanos ante la ley. La igualdad jurídico-formal era la mejor garantía de la inexistencia de vicios, fundados en la desigualdad de poderes o prerrogativas. Por tal motivo, no había lugar para ninguna cuestión relativa a la equidad intrínseca del contrato. La ecuanimidad de la relación era automáticamente determinada por la libre voluntad de los contrayentes, en conformar sus intereses sobre un plano de recíproca igualdad.[11]
El individualismo no admite racionalmente la necesidad de que el juez revise el contrato, con fundamento en que éste es resultante de un acuerdo entre hombres iguales y libres y, por tanto, lo acordado solo es factible de ser modificado por las mismas partes contratantes, celebrando otro contrato. Tampoco conceptualmente se acepta que el contrato pueda tornarse injusto, ya que no es imaginable que quien es libre, autolimite su libertad al contratar, para consagrar una consecuencia injusta para sí mismo[12].
La seguridad jurídica se considera un valor relevante a salvaguadar y consiste en el cumplimiento del contrato tal cual se celebró, cualesquiera fueren los cambios, las alteraciones en las circunstancias negociales o prestaciones. Toda revisión, todo reajuste, toda intervención judicial para moderar excesos, supone, para el pensamiento clásico, sembrar inseguridad y desconfianza.[13]
Todas estas ideas base del derecho de los contratos no es más que reflejo del contexto histórico en que se desarrolló la doctrina clásica. La época en que se sitúa, siglos XVIII y XIX, se considera de estabilidad, y por tanto, las relaciones contractuales no solían sufrir alteraciones profundas ni a perdurar en el tiempo, por lo que poco había que preocuparse por lo que sucediera en el futuro, y en su defecto, el silencio en el contrato se interpretaba como asunción del riesgo por parte del deudor.[14]
II.2. Código Civil argentino y uruguayo. Influencia de la doctrina liberal
Tal como expresa Enrique Martínez Paz, los códigos civiles son expresiones de una cultura histórica, el resultado de un instante en el tiempo. La observación limitada de los juristas, que se atienen a la fórmula de las leyes, suele ver en ellas la obra de una adivinación, de un cierto espíritu genial, que crea fórmulas anticipándose al porvenir. Sin embargo, las fórmulas de los Códigos no son nada más que expresiones de las representaciones particulares del espíritu de su tiempo.[15]
Es por esta razón que es de especial interés hacer referencia al contexto en el cuál fueron redactados los Códigos de Argentina y Uruguay y a la semblanza de sus codificadores, de modo de comprender cómo fue originalmente consagrado el principio de buena fe en los artículos en estudio y cómo ese mismo texto fue luego interpretado de diversas maneras por la doctrina y jurisprudencia en virtud de los momentos históricos y coyuntura económica de cada momento.
Del repaso de la biografía[16] de los codificadores Vélez Sarsfield[17] y Tristán Narvaja[18], se desprende gran cercanía y vinculación entre ambos. Son oriundos de Córdoba, Argentina, sus primeros años de educación fueron en conventos franciscanos, vivieron en Uruguay entre 1840 y 1844, ocuparon cargos políticos de alta jerarquía en los gobiernos de la época y fueron designados en cada país para redactar el Código Civil en base al proyecto de Eduardo Acevedo[19].
Los Códigos Civiles uruguayo y argentino tienen gran conexión de tiempo y filosofía. Ambos codificadores trabajaron en base al proyecto de Acevedo. Señala Carranza que el fenómeno rioplatense es cuasi de unidad jurídica básica porque el rioplatense típico tiende a una unidad que solo la coyuntura histórica pudo disolver en lo político-formal.[20]
La inmensa conexión existente entre los codificadores y los Códigos uruguayo y argentino hace interesante el presente estudio ya que el recorrido por la evolución histórica de interpretación y redacción de las normas en cuestión muestra cómo lo que nació en base a igual filosofía y con igual fundamento, se bifurcó en dos caminos interpretativos, de los cuales el argentino evolucionó aceleradamente hacia una interpretación basada en la justicia y equidad, admitiendo la revisión de los contratos, y el uruguayo lo viene haciendo a un ritmo mucho mas lento, cauto y conservador, pese a la similitud de redacción y de contexto histórico a lo largo del tiempo.
II.3. El art. 1198 del Código Civil argentino y el art. 1291 del Código Civil uruguayo
Como se refirió anteriormente, la influencia de la concepción individualista-liberal imperante en la época de la codificación y recogida por el Código de Napoleón se evidencia en la filosofía de los códigos rioplatenses.
El art. 1197 del Código de Vélez y el primer inciso del art. 1291 del Código Civil uruguayo tienen como fuente indiscutida el art. 1134 del Código Francés. En tal sentido, el art. 1197 del Código de Vélez reza: “Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma”. Y por su parte, el primer inciso del art. 1291 del Código Civil Uruguayo, de forma similar al argentino, dispone que “Los contratos legalmente celebrados forman una regla a la cual deben someterse las partes como a la ley misma”.
Borda, al referirse al 1197 sostuvo que:
“Es el reconocimiento pleno del principio de autonomía de la voluntad: el contrato es obligatorio porque es querido; la voluntad es la fuente de las obligaciones contractuales. Reina soberana en todo este sector del Derecho. No hay otras limitaciones que aquellas fundadas en el interés de orden público […] Salvado este interés de orden público, la voluntad contractual imperaba sin restricciones en nuestro Código”.[21]
Estas normas relativas a la fuerza obligatoria del contrato cuyo fundamento es la autonomía de la voluntad, son complementadas por normas sobre la interpretación e integración del contrato, esto es, de la voluntad de las partes.
El art. 1198 del Código argentino establecía originariamente que “Los contratos obligan no sólo a lo que esté formalmente expresado en ellos, sino a todas las consecuencias que puedan considerarse que hubiesen sido virtualmente comprendidas en ellos”. Asimismo, la segunda partAnclae del art. 1291 del Código uruguayo establece que “Todos deben ejecutarse de buena fe y por consiguiente obligan, no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad, al uso o a la ley”.
El art. 1197 del Código Civil argentino y el primer inciso del art. 1291 del uruguayo, constituyen junto con otras normas la consagración de la concepción clásica de la teoría general del contrato, basada en la libertad e igualdad de las partes y concibiendo todo desequilibrio originario o posterior como negligencia del deudor por no haberlo advertido o previsto al momento de la celebración. En tal sentido, ambos codificadores repudiaron la lesión como vicio del contrato. Narvaja lo estableció de forma expresa en el art. 1277 (“La lesión por sí sola no vicia los contratos”), y Vélez, si bien no incluyó una norma explícita en el Código, sí dejó en claro su postura en la nota del art. 943:
“Finalmente, dejaríamos de ser responsables de nuestras acciones, si la ley nos permitiera enmendar todos nuestros errores, o todas nuestras imprudencias. El consentimiento libre, prestado sin dolo, error ni violencia y con las solemnidades requeridas por las leyes, debe hacer irrevocables los contratos”.
Vélez se apartó de sus antecedentes y no hizo mención expresa a la buena fe en su Código, como sí lo hizo Narvaja. Sin embargo, entendemos que la omisión de la expresión “buena fe” no nos permite concluir que el Código argentino haya consagrado un principio diverso al recogido por sus fuentes (Código francés, Proyecto de Acevedo). Conforme a la nota de Eduardo Acevedo, la ratio legis de la norma que dispone que los contratos deben ejecutarse de buena fe es eliminar la diferencia proveniente del derecho romano entre contratos de derecho estricto y contratos de buena fe, siendo todos de esta última categoría. Vélez al establecer que los contratos no obligan solo a lo formalmente expresado sino también a las consecuencias virtualmente comprendidas en ellos, está indirectamente diciendo que los contratos son todos de buena fe y así deben ejecutarse.
En la nota[22] del art. 1198 Vélez refirió, entre otras obras y autores, al libro 1 sección III de la obra de Domat “Droit des obligations” donde se señala que las convenciones obligan no solo a lo que en ellos se expresa, sino también a toda consecuencia natural de la aplicación del acuerdo, de la equidad, la ley y los usos, de manera que se pueden distinguir tres tipos de compromisos en los acuerdos: los que se expresan, los que son consecuencias naturales de los acuerdos, y los que están regulados por la ley o la costumbre. Señala Salvat que el art. 1198 (en su redacción original) reposa sobre la idea de que los contratos deben ser ejecutados de buena fe, de acuerdo con ello, el legislador que ha considerado que la voluntad de las partes ha sido convenir o estipular no sólo lo que esté formalmente expresado en el contrato, sino también las consecuencias, teniendo en cuenta para determinarlas, las disposiciones de la ley, los usos y las prácticas del comercio y los principios de equidad; por lo que esta disposición tendría un alto significado, no sólo para establecer la extensión o el alcance de las obligaciones que el contrato impone a las partes, sino también la interpretación que de él debe hacerse.[23]
Consecuentemente, la idea de Vélez consagrada en el art. 1198 coincide con la del Código de Napoleón y recogida por Acevedo y Narvaja, habiendo incluido dentro del contenido obligacional de los contratos a la equidad, los usos y las costumbres, dejando sentado así que todos los contratos son y deben ser ejecutados de buena fe.
De acuerdo a lo anterior podemos concluir que ambos codificadores basaron la regulación de los efectos de los contratos en el Código de Napoleón, en base al principio de libertad reinante en la época y protegieron el valor seguridad jurídica. Consagraron la intangibilidad del contrato al establecer que éstos obligaban a las partes como a la ley misma, aclarando que no solo obligan a lo expresamente previsto sino también a todas las consecuencias que correspondan a su naturaleza conforme a la equidad, el uso o la ley.
II.4. La doctrina clásica
La doctrina y jurisprudencia de ambos países durante el siglo XIX siguió las ideas liberales de la época, y eran contestes en sostener las siguientes ideas fundamentales:
(i) las estipulaciones contractuales prevalecen sobre las disposiciones legales y sobre los usos y costumbres;
(ii) Los jueces deben respetar y cumplir las convenciones tal como si se tratara de la propia ley;
(iii) Los jueces carecen de facultades para modificar los contratos concertados por las partes so pretexto de equidad;
(iv) La libertad de contratar encuentra su límite en la noción de moral y buenas costumbres;
(v) El principio de autonomía de la voluntad es la fuente del desarrollo del comercio.[24]
III. La buena fe en el Siglo XX. Distanciamiento de la evolución interpretativa [arriba]
Luego de la Primera Guerra Mundial resurge el tema de la revisión de los contratos debido a las profundas alteraciones provocadas en la economía mundial por las dos guerras y el efecto del fenómeno de la inflación que fue en algunos países tan agudo que los legisladores y jueces no podían mantenerse al margen del problema. En ese contexto renace a nivel mundial la teoría de la imprevisión, cuyo origen se encuentra en el derecho romano[25] y había sido olvidada a fines del siglo XVIII debido al triunfo del capitalismo y liberalismo jurídico[26].
La reconstrucción del mundo de la posguerra y las situaciones anormales por las cuales atravesaron las economías de los países en modo directo o indirecto, fueron acontecimientos imprevisibles y extraordinarios que dieron pie a la revisión.[27]
En los países del MERCOSUR, la inflación se presentó inicialmente como un hecho extraordinario e imprevisible que provocó desequilibrios importantes en las prestaciones, y los juristas echaron mano a la teoría de la imprevisión como remedio paliativo de este proceso económico.[28]
En países como Argentina y Uruguay en los que la revisión de los contratos no estaba consagrada expresamente, era necesario un esfuerzo interpretativo por parte de la doctrina y jurisprudencia para admitir la revisión contractual por el acaecimiento de circunstancias supervinientes. En este aspecto, Argentina tuvo una evolución interpretativa del art. 1198 mucho mayor a Uruguay en relación a su artículo espejo, art. 1291, donde la doctrina y jurisprudencia mayoritaria se mantuvieron casi inamovibles en línea con la doctrina clásica.
III.1. Evolución interpretativa del art. 1198 del Código Civil argentino. La buena fe como fundamento de la revisión del contrato antes de la reforma de 1968
Antes de la reforma de 1968 la doctrina y la jurisprudencia argentina ya admitían en general la aplicación de la teoría de la imprevisión en base al principio de buena fe. Del análisis de la larga discusión doctrinaria de la conveniencia o no de incluir una norma expresa en el Código Civil que consagrara la referida teoría, se desprende que la doctrina más relevante de la época coincidía en que las soluciones que la teoría de la imprevisión provee ya existían en el derecho argentino por obra de la buena fe, la cual, tampoco se encontraba consagrada a texto expreso. La doctrina era conteste en que la ejecución de los contratos debía estar regida por el principio de la buena fe y que era en base a este principio que los jueces estarían legitimados a revisar los contratos o a resolverlos.
En el II Congreso Nacional de Derecho Civil reunido en Córdoba en 1937 se aconsejó al Congreso de la Nación que se diese cabida expresa a la doctrina de la imprevisión, inspirándose en las decisiones de la Corte de Casación Francesa y la Ley Failliot dictada en 1918[29]. El profesor Carlomagno[30] disidió en los fundamentos del dictamen de la Comisión, por cuanto no consideraba adecuado la inclusión expresa de la teoría de la imprevisión. En su opinión la imprevisión más que ser un precepto concreto de la ley debe ser una pauta, un standard de aplicación general de la misma. Debe ser algo que vaya más allá de la regulación positiva, entrando dentro de un campo más vasto de lo que se entiende legítimo según el sentir común jurídico y social donde actúa la justicia y orden público, entre los cuales oscila diariamente la aplicación de las leyes por los jueces. El límite de la tarea del juez en cuanto interpretador de la ley va más allá del texto de la misma. Esos límites se encuentran en los lineamientos que la doctrina ha perfilado como extremos o supuestos del instituto de la imprevisión, y los límites que surgen de la propia ley que deben consignarse no como preceptos concretos sino como principios generales. Estos límites no surgen solo de las reglas que establecen los códigos para la interpretación de las normas, sino sobre todo, de un amplio alcance a darse al criterio de la buena fe, imperativo y norma superior en toda aplicación legal.[31]
En el III Congreso Nacional de Derecho Civil de Córdoba de 1961[32] se recomendó la inclusión de la teoría de la imprevisión de forma expresa en el Código Civil y se propuso un proyecto de redacción que luego fue adoptado sin cambios por la Ley N° 17.711. Los disidentes con esta recomendación, entendían igualmente que la revisión contractual era posible bajo el ordenamiento jurídico vigente en base a una concepción más amplia del principio de la buena fe.
Dentro de las observaciones realizadas por el Instituto de Derecho Civil de la Universidad Católica Argentina de Rosario a los dictámenes preliminares del Congreso, se expresó que:
“Las actuales disposiciones de nuestro Código (y lo mismo ocurre con las de otros países) aunque no aceptan los principios de la teoría de la imprevisión, sino que refirman el postulado del pacta sunt servanda (Art. 1197), han permitido a los jueces, recurriendo a las disposiciones relativas a la buena fe, modificar y aún resolver contratos cuyas condiciones de cumplimiento han sufrido modificaciones importantes, debidas a acontecimientos extraordinarios e imprevisibles”.[33]
El doctor Sandler sostuvo que “Indudablemente este problema se conecta con el "principio de la buena fe”. Los contratos deben celebrarse de buena fe; y deben cumplirse de buena fe. Es decir, cada parte tiene el derecho de atenerse a la conducta con sentido asumida por la otra parte al contratar; del mismo modo que cada parte tiene derecho a exigir el cumplimiento de la conducta de la contraparte con el sentido con que fue proyectada. (Sentido que, repito, es apreciable por referencia a las circunstancias presentes y a las futuras, respectivamente). Pero de igual manera, ninguna parte puede aprovecharse de una conducta desprovista del sentido querido. De lo contrario habría mala fe en el acto de formación del contrato o mala fe en el cumplimiento”[34]. El doctor Risolía disidió con la recomendación del Congreso por considerar que no debía incluirse en el Código Civil una norma general que acogiera la teoría u otras que favorecieran a la disolución de los vínculos contractuales, sin perjuicio de que:
“cabe acordarse a las cláusulas de garantía, de la vigencia de las normas y principios que confieren a los magistrados la posibilidad de juzgar la moralidad de los actos y hacer observar la buena fe en el cumplimiento de las obligaciones…”.[35]
III.2. La reforma de Guillermo Borda. Ley N° 17.711. Cambio de paradigma y filosofía del Código Civil
Guillermo Borda vivió desde 1914 a 2002, habiendo ocupado varios cargos públicos y habiendo sido juez. Su principal obra, más allá de sus grandes estudios sobre el Derecho Civil, fue la reforma del Código Civil de 1968, luego de varios proyectos frustrados.
Vivió durante las dos guerras mundiales por lo que fue protagonista del cambio de paradigma del contrato liberal al contrato social y trasladó esto al derecho positivo argentino mediante la redacción de la luego sancionada Ley N° 17.711 que tuvo por fin modificar el Código Civil de Vélez Sarsfield e introducir al mismo una nueva visión del derecho, y cumplir con lo que la jurisprudencia en ese país reclamaba desde hacía ya años, un derecho ajustado a la justicia y equidad[36]. En tal sentido, la Ley N° 17.711 significó un nuevo orden civil argentino al implantar vigorosas figuras jurídicas que lo enraizaron en la concepción sustancial de la justicia, en el derecho como ciencia práctica, en configuradora superación del positivismo liberal, incorporando un puñado de normas conducentes al bien común personal, social y político. La Ley N° 17.711 infundió al Código Civil valores sustanciales, aplicando el derecho como ciencia práctica y reconociendo expresamente el derecho como integrante de un más amplio orden ético, subordinó la agresiva resistencia del individualismo positivista y el relativismo materialista. La Ley N° 17.711 sujetó el ejercicio de los derechos subjetivos a la buena fe, a la moral, a la equidad, a las buenas costumbres, todos ellos principios ético-jurídicos sustanciales, también defendidos en sus sentencias, en sus obras y en sus cátedras. Con fundamento, en ellos implanta figuras arquetípicas del derecho como ciencia práctica como el abuso de derecho, la lesión, la teoría de la imprevisión, la efectiva aplicación del principio de la buena fe, etc., exalta la equidad como criterio vertebral de cada decisión judicial.[37]
En cuanto al tema que nos ocupa, Borda introdujo expresamente el principio de la ejecución de los contratos de buena fe, en similar redacción que el art. 1291 del Código Uruguayo y renglón seguido reguló la teoría de la imprevisión[38][39]. Esta modificación tuvo en cuenta la jurisprudencia argentina que venía sosteniendo que en la interpretación de un contrato debe investigarse la voluntad real de las partes y tal interpretación debe regirse por los principios de buena fe, observados en la medida que las particularidades del caso lo permiten, en base al principio del equilibrio económico o principio de equilibrio en las prestaciones y que el principio de la buena fe en las relaciones entre los contratantes significa que el acreedor no debe pretender más que lo que es debido, conforme a la honesta inteligencia de las cláusulas contractuales y habida cuenta de la finalidad de las mismas.[40]
El pensamiento de Borda se refleja claramente al criticar la resistencia a la teoría por parte de los juristas de cuño liberal:
“Estas objeciones son coherentes con la concepción liberal del derecho, cuya rigidez es incompatible con el espíritu del derecho moderno. Una cosa es el respeto a los pactos, principio cuya bondad nadie podría discutir, y otra hacer de los pactos un instrumento de opresión y de injusticia. No es tampoco dudoso que el contrato es admirable instrumento de previsión; y más aún, que las partes muchas veces quieren asegurarse contra un cambio de circunstancias. Mientras todo esto se mantenga dentro de los límites razonables, el contrato debe ser cumplido a pesar de que se haya hecho más oneroso para una de las partes que en el momento de suscribirlo. Pero cuando la alteración de las circunstancias es razonablemente imprevisible; cuando esa alteración ha agravado tan sustancialmente las obligaciones del deudor que éste no podría ser obligado a cumplirlas sino a costa de su ruina o de sacrificios excesivos, no se puede mantener en todo su rigor la letra del contrato sin contrariar su espíritu […] Finalmente, la intervención del juez, como instrumento por medio del cual se logra una mayor equidad y justicia en las relaciones particulares, no puede ser sino saludada como una de las grandes conquistas del derecho moderno; de un derecho menos formalista y más sustancial, que no se siente ligado tanto a las formas y las palabras como a las esencias; que está impregnado de una acuciante sed de justicia. No de una justicia vaga, genérica, impersonal, sino de la justicia concreta de cada caso, de cada relación humana”.[41]
Destacan Garrido y Andorno[42] que el principio de buena fe introducido por la reforma debe presidir ampliamente la vida del contrato, ya que no solamente se circunscribe a la interpretación del mismo, sino que abarca también su celebración u ejecución. Señalan los autores, citando a Domat, que la exigencia de la observancia de la buena fe en cada una de las fases del contrato, significa que el acreedor no debe pretender más, en el ejercicio de su crédito, ni el deudor debe rehusarse a dar menos, en el cumplimiento de su obligación, de lo que exige el sentido de probidad, habida cuenta de la finalidad del contrato.
III.3. Interpretación del inc. 2 del art. 1291 del Código Civil uruguayo
Contrariamente a lo que sucedía en la Argentina, pese a la existencia de similares normas y contexto coyuntural, en Uruguay no se admitía la revisión del contrato, considerando que admitir ello implicaba la violación al principio pacta sunt servanda consagrado por el codificador. El principio de buena fe tenía solamente un alcance integrador supletorio de la voluntad de las partes y era un patrón de conducta a la que éstas debían ceñirse, pero se rechazaba que los jueces pudieran revisar el contrato invocando el deber de actuar de buena fe.
Peirano Facio[43], remarcaba en sus clases tres consecuencias importantes de la asimilación del contrato a la ley establecida en el primer inciso del art. 1291:
(i) ninguna consideración de equidad puede autorizar a los jueces a modificar una convención. Los jueces, respecto de los contratos, deben tener la misma actitud de respeto que tienen respecto de la ley;
(ii) por aplicación de este mismo principio, puede afirmarse que en Uruguay no procede la teoría de la imprevisión; y
(iii) una vez celebrado el contrato, las partes se liberan por el cumplimiento o por el mutuo acuerdo.
En relación al segundo inciso del art. 1291 que establece que los contratos deben ejecutarse de buena fe, Peirano[44] señalaba que la buena fe funciona como un parámetro de conducta que impone un proceder de obrar con lealtad y honesto y que se opone al obrar con dolo o fraude.
“Es lógico que las partes deban cumplir los compromisos que contrajeron al contratar, que deban actuar con lealtad frente a la otra y no estar causándose perjuicios mutuos sin obrar con franqueza ni honestidad, perjudicándose la una a la otra en el cumplimiento de las obligaciones emergentes del contrato”[45].
Peirano entonces refiere a la buena fe ya no solo como instrumento de interpretación del contenido obligacional del contrato al que referían las fuentes del Código y el codificador, sino además como patrón de conducta que obliga a las partes a ejecutar el contrato obrando con lealtad y honestidad, lo que implica la colaboración de deudor y acreedor en el cumplimiento del mismo[46]. Señala el citado autor que “esto significa que en el período de ejecución del contrato no debe haber abuso de las facultades de uno de los contratantes en desmedro de las facultades del otro contratante” y que de allí se derivan una serie de consecuencias importantes como por ejemplo que uno de los contratantes no puede hacer, por su sola voluntad, con el solo fin de perjudicar, más gravosa la condición del otro contratante. El acreedor no puede poner al deudor en la alternativa de cumplir de modo más gravoso sus obligaciones. El acreedor debe colaborar con el deudor, “así, si el deudor ha perdido el título del contrato, el acreedor está obligado a cederle su título o por lo menos a exhibírselo para que el deudor pueda conocer el alcance exacto de sus obligaciones”.[47]
De las ideas de Peirano antes citadas podemos concluir que, para este civilista, el contrato es intangible y las partes no pueden liberarse del mismo salvo por cumplimiento o mutuo acuerdo. Los jueces no pueden revisar el contrato invocando razones de equidad o justicia. Las partes deben ejecutarlo de buena fe, lo que significa que deben actuar con lealtad, honestidad, colaboración, y no hacer más gravosa la condición de su co-contratante. Esta última idea referida por el autor no parece dar lugar, en su concepción, a obligar a las partes a renegociar el contrato cuando circunstancias supervinientes lo vuelven más gravoso para una de ellas, sino que simplemente, el acreedor debe colaborar con el deudor para permitirle cumplir sin agravar los esfuerzos que éste debe hacer para ello.
Jorge Gamarra[48], al estudiar el segundo inciso del art. 1291 coincidió con Peirano en cuanto a que en dicha norma la buena fe es una regla de conducta que impone a todos los sujetos conducirse con la diligencia del buen padre de familia. Agregó además que el concepto de buena fe tiene un carácter extrajurídico ya que no está originado en el derecho, sino en una valoración de orden ético-social, lo cual vuelve imposible toda definición apriorística. La buena fe funciona como metro para valorar o calificar de qué modo deben comportarse las partes que estipularon el contrato y tiene como aspecto saliente el exigir un obrar activo concretado en un deber positivo de cooperación para satisfacer el interés de la otra parte y a lograr la realización de la propia finalidad.
“Si el contrato soluciona un conflicto u oposición de intereses, mediante la creación de una norma, que vincula con la misma fuerza que la ley a los sujetos contratantes (1291 inc.1) una vez que la misma fue plasmada, ambas partes dejan de ser enemigas y deben solidarizarse, para obtener los intereses que buscan su satisfacción a través del negocio. En virtud de esta regla el periodo de cumplimiento (esto es, el comportamiento ejecutivo), somete la actividad de los sujetos de la relación obligacional al juicio valorativo de la buena fe”[49].
Gamarra entonces da un paso más siendo la buena fe no solo un patrón de conducta que obliga a las partes a colaborar y comportarse con lealtad, sino que además nutre al contrato de solidaridad entre los contratantes, lo que conlleva a la protección de la confianza creada en el otro contrayente. Sin embargo, Gamarra, no incluye (sino hasta el tomo XXVI del Tratado) dentro del alcance de la solidaridad exigida a los contratantes el deber de renegociar el contrato cuando éste se vuelve excesivamente oneroso para una de ellas y mucho menos admite que sea el juez quien lo revise. En esa línea señala:
“El sistema del Código cierra toda posibilidad de ingreso; rige el principio de inmutabilidad del vínculo obligacional creado por el contrato, que responde a innegables exigencias prácticas de seguridad. Son, por tanto, las ideas clásicas o tradicionales las que presiden el derecho positivo, y mientras éste no se reforme legislativamente, la modificación o revisión judicial del contrato está vedada. El Código Civil, siguiendo la tradición romana, coloca por encima de todo la estabilidad de los contratos, y hace de ellas una de las bases del orden social”[50].
En relación a la buena fe como fundamento de la revisión contractual, el autor expresa que:
“La buena fe opera, como valoración de segundo grado, luego de aplicada la solución del derecho positivo, y sin que pueda modificarla. Si el principio legal es la obligatoriedad del contrato, éste no puede corregirse ni modificarse en base a la buena fe ni la equidad”.[51]
Como única excepción al rechazo de la teoría de la imprevisión y revisión del contrato en base al principio de buena fe en la doctrina y jurisprudencia uruguaya del siglo XX, podemos referir al ex magistrado, Reyes Terra[52], quien por primera vez en Uruguay se presentó como partidario de una reacción del contrato frente a la onerosidad superviniente en mérito al art. 1291 en su conjunto. En efecto, según enseña Ordoqui, Reyes Terra criticó que se rechazara la teoría de la imprevisión invocando el primer inciso del art. 1291, olvidando su segunda parte, la que tiene una naturaleza normativa, por lo que no es una franquicia que se toma el juez cuando aplica la teoría de la imprevisión en el ejercicio de los poderes; porque esta disposición, que reenvía al principio general de la buena fe, está allí y permite al juez recurrir a la equidad para atender las consecuencias que no derivan de la autorregulación por parte de los contrayentes.
IV. Siglo XXI. La buena fe como elemento moralizador del contrato [arriba]
Explica Borda que uno de los fenómenos más notorios del derecho contemporáneo es la llamada “crisis del contrato”, el Estado interviene en los mismos, modificando sus cláusulas, prorrogando su vigencia, forzando a veces su celebración a pesar de la voluntad de las partes, o dispensándolos otras de cumplir sus promesas. Muchas son las causas de esta crisis, por sobre todo económicas. La evolución del capitalismo ha hecho que la libertad e igualdad solo exista en el ámbito jurídico, pero no en la realidad, lo que determina que sea necesaria la intervención del Estado para reestablecer el equilibrio que no existe. Ya no se considera que lo consentido libremente sea justo.
Existen también razones técnicas, el contrato de adhesión cada vez más usado ha hecho del contrato un contrato menos individual y a expresar cada vez menos la voluntad de las partes.
Hay razones de orden político. El individualismo ha dejado lugar a una concepción social de los problemas humanos, habiendo una mayor preocupación por la justicia distributiva, por la socialización de la economía. De esta forma, el individuo y la voluntad ceden ante consideraciones sociales.
Desde el punto de vista filosófico, se ha puesto en duda el poder jurígeno de la voluntad y desde el punto de vista moral la fuerza vinculante del contrato ya no se funda en el honor a la palabra empeñada sino a la realización del bien común. La moral individual pasa a tener una mayor sensibilidad para la realización de la justicia conmutativa.
En el derecho contemporáneo ya no basta la libertad para fundar la justicia del contrato, sino que es necesario penetrar en el fondo de la relación y examinar si la equidad ha sido respetada.[53]
La crisis del contrato antes referida se manifiesta de distintas formas, siendo destacable en cuanto al presente trabajo interesa la cada vez mayor intervención de los jueces en los contratos, mediante la utilización de recursos como la teoría de la imprevisión y el principio de la buena fe. Tal como lo expresan los arts. que venimos estudiando, los contratos deben ser ejecutados de buena fe, de modo que si una de las partes no se ajustase a este principio, pretendiendo hacer valer abusivamente la letra escrita del contrato, el juez podrá amparar a la otra parte e interpretar el contrato en base a lo que indique la buena fe.[54]
La crisis del contrato es también una consecuencia de las muy diversas crisis económicas por las que han atravesado los estados. La estabilidad que existía al momento de redactarse los Códigos ya no existe en la actualidad, y ello ha traído consigo la necesidad de reacción del Estado, de la doctrina y de los jueces en busca de soluciones que permitan reequilibrar las relaciones contractuales. Tal como señala Stiglitz, el contrato se halla ligado a la coyuntura económica. En el universo de la economía donde la fluctuación es de esencia, la inmutabilidad del contrato aparece como una pieza del museo. Y así como el contrato debe adaptarse a las nuevas condiciones socio-económicas, también debe técnicamente acomodarse a la legislación.[55]
En la Argentina, como vimos, estas reacciones existieron desde la década de los 60, pero en Uruguay, recién luego de la crisis de 2002 surgió con gran ahínco la preocupación de la doctrina por encontrar el fundamento a la admisión de la revisión de los contratos. La doctrina moderna dejó de poner el acento en el primer inciso del art. 1291 del CC y pasó a dar importancia a lo establecido en su segundo inciso, de modo que el contrato vincula como la ley misma pero siempre y cuando sea ejecutado de buena fe. De esta forma se da entrada a la teoría de la imprevisión por parte de la doctrina, manteniéndose Gamarra contrario a la misma:
“…los poderes que el art. 1291 inc. 2° confiere al juez no lo autorizan a revisar por vía de integración ni la ecuación económica del contrato (relación entre el valor de las prestaciones), ni el llamado equilibrio normativo (la disciplina del negocio acordado mediante asunción de riesgos, creación de derechos y obligaciones, distribución de beneficios y desventajas). En suma: la integración judicial con el principio de la buena fe es supletoria de lo establecido en el contrato, ya que autoriza a incluir nuevas obligaciones no estipuladas por las partes; pero el magistrado no tiene poder para enmendar lo pactado”.[56]
La doctrina uruguaya del siglo XXI comienza a ampliar las funciones del principio de buena fe, ya no siendo meramente interpretativa sino que además se destaca su función de adecuación, controladora de coherencia de conductas, controladora del límite del sacrificio exigible, creadora de normas contractuales, etc.[57]
La función creadora de normas contractuales ha determinado que se entiendan comprendidas en los contratos ciertas obligaciones implícitas como la de seguridad, protección, cooperación, y en cuanto a nuestro trabajo refiere, es menester mencionar la obligación de renegociar. Gamarra, aún contrario a la procedencia de la teoría de la imprevisión en el derecho uruguayo y rechazando a la buena fe como fundamento válido de la misma, ha admitido en el tomo XXVI de su Tratado que la obligación de renegociar implícita en los contratos encuentra su fundamento en el art. 1291 inciso 2:
“Pero el principio de la conservación del contrato (que acaba de aceptarse) no autoriza a que una parte (perjudicada) pueda imponer tratativas (renegociación) con vistas a la adecuación del contrato, sin una norma legal que respalde su pretensión. A mi juicio el fundamento de derecho positivo se encuentra en la regla de conducirse de acuerdo a la buena fe, consagrada por el art. 1291 precisamente para la etapa en la que puede acontecer el riesgo contractual, la buena fe in executivis. La puerta de entrada a la modificación del contrato es la obligación de renegociar fundada en la buena fe […] A falta de obligación convencional debe entenderse implícita en el contrato con el fundamento legal referido (art. 1291.2) […] Se puede estar de acuerdo con imponer a las partes una obligación de renegociar en los términos ya vistos. Y no aceptar la tesis que acaba de mencionarse, en cuanto otorga poderes al juez para rehacer el contrato”.[58]
Señala Ordoqui[59] que la voluntad deja de tener un papel prioritario en el contrato para pasar a revestirse, a través de la buena fe, de valores esenciales, como el de equidad. No es posible interpretar el inciso 1° del art. 1291 que regula la fuerza vinculante del contrato en forma abstracta de todo contexto normativo y de la realidad socioeconómica y axiológica que rodea el contrato. Al mismo tiempo que se dispone que los contratos legalmente celebrados obligan como la ley misma, la misma disposición señala que deben ejecutarse de buena fe y por tanto no solo obligan a lo que en ellos se expresa sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad, los usos y la ley. La posible mutabilidad de los contratos es proporcionada por la vigencia de la aplicación de los principios generales, como el de la buena fe, que introducen en el contrato soluciones de equidad.
No es posible plantear el principio de equivalencia contractual sin hacer mención a la buena fe contractual del art. 1291 inc. 2. Sobreponer el contrato a la moral es un error, el derecho vigente no se puede apartar de la moral porque es un valor esencial del orden jurídico vigente. La vigencia del principio de buena fe lleva a preservar ese valor.[60]
El criterio de la inexigibilidad de la prestación, sustentado en la buena fe, puede traducirse en la pauta de que el deudor puede rechazar el cumplimiento de la prestación a su cargo si exige esfuerzos que en atención al contenido del contrato y las exigencias impuestas por la buena fe están en notable desproporción con el interés del acreedor.[61]
De esta forma, en Uruguay en los últimos años el principio de buena fe consagrado en el art. 1291 del Código Civil ha ampliado significativamente su ámbito de vigencia, consolidando su función integradora, interpretadora y jurígena, y dando respuesta a situaciones nuevas. La importancia del principio general de la buena fe queda establecida cuando se determina que de su evolución han derivados principios fundamentales del derecho contractual como el equilibrio prestacional y adecuación económica entre varios otros[62].
La evolución interpretativa del principio de ejecución del contrato de buena fe consagrado en los artículos en estudio tiene un claro componente histórico, ya que su alcance y aplicación ha ido variando a lo largo del tiempo en virtud de las distintas coyunturas socio-económicas que atravesaron los países en cuestión.
Cuando la economía era estable y las partes del contrato se consideraban iguales por el solo hecho de ser libres, el principio de buena tenía función interpretativa e integradora totalmente secundaria y supletoria de la voluntad de las partes, incorporando al contenido contractual las obligaciones que eran consecuencia de la naturaleza del mismo conforme a la equidad, usos y costumbres de la sociedad en un tiempo y momento determinado. De esta forma ha ido variando a lo largo del tiempo el contenido obligacional de los contratos, agregándose o eliminándose obligaciones que se consideran o se dejan de considerar consecuencia de la aplicación de la buena fe (ej. Obligación de informar, de no actuar en contrario a sus propios actos, de colaborar, etc.).
Sin embargo, cuando la economía dejó de ser estable, sobreviniendo una fuerte suba de precios y devaluación de la moneda tras el efecto de las guerras mundiales, el contrato deja de ser visto como inmutable y la buena fe se transformó en el fundamento jurídico necesario para habilitar al juez a revisar los contratos celebrados por los particulares con la finalidad de restablecer la equivalencia económica del mismo.
Es por efecto de la necesidad coyuntural de reequilibrar los contratos cuyo balance inicial fue quebrado por hechos imprevisibles y exógenos volviéndolos extremadamente onerosos para una de las partes, que las normas de marras comienzan a ser invocadas por la doctrina y jurisprudencia como fundamento de la revisión judicial de los contratos. El contrato pasa a tener un contenido moral que obliga a las partes a conducirse de acuerdo al patrón de conducta que fija la buena fe, siendo una conducta contraria al mismo la exigencia del cumplimiento más allá del esfuerzo razonable y conforme al equilibrio inicial del contrato. La evolución en este sentido fue y sigue siendo dispar a uno y otro lado del Río de la Plata. Si bien las normas originarias de ambos países tienen una muy estrecha vinculación filosófica e histórica, la doctrina y jurisprudencia argentina ante las mismas circunstancias históricas vividas por Uruguay, han evolucionado con mayor rapidez en la interpretación expansiva del concepto de buena fe como fundamento de la admisión de la revisión judicial del contrato. Mientras Argentina admite la revisión contractual en base al principio de buena fe desde la década de 1960 y consagrándola poco tiempo después expresamente, en Uruguay, de forma lenta y resistida, el principio de buena fe establecido en el art. 1291 viene tratando de ser el fundamento de la recepción de la teoría de la imprevisión por el Derecho Uruguayo principalmente a partir de la necesidad de subsanar las injusticias generadas por la crisis económica del año 2002. Pero lejos está aún de tratarse de un debate saldado, continuando la mayor parte de la doctrina y la jurisprudencia rechazando la admisibilidad de la teoría de la imprevisión en base al primer inciso de la norma, esto es, al principio de autonomía de la voluntad y fuerza vinculante del contrato.
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[1] Magíster en Derecho con énfasis en Derecho Civil Contractual. Universidad Católica del Uruguay. Docente de la asignatura “Responsabilidad Civil” de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica del Uruguay. vtechera@gmail.com
[2] GAMARRA, Jorge, Buena fe contractual, FCU, Montevideo, 2011, pág. 12.
[3] GAMARRA, Jorge, Buena fe contractual, pág. 16.
[4] GAMARRA, Jorge, Buena fe contractual, pág. 18.
[5] STIGLITZ, Ruben, Autonomía de la voluntad y revisión del contrato, Depalma, Buenos Aires, 1992, pág. 10.
[6] STIGLITZ, Ruben, Autonomía de la voluntad y revisión del contrato, pág. 10.
[7] MOSSET, Jorge, PIEDECASAS, Miguel, La revisión del contrato, Rubinzal-Culzoni Editores, Buenos Aires, 2008, pág. 10 y ss.
[8] STIGLITZ, Ruben, Autonomía de la voluntad y revisión del contrato, pág. 16.
[9] MOSSET, Jorge, PIEDECASAS, Miguel, La revisión del contrato, pág. 16.
[10] BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil. Obligaciones, T II, La Ley, Buenos Aires, 2012, pág. 136.
[11] STIGLITZ, Ruben, Autonomía de la voluntad y revisión del contrato, pág. 21.
[12] STIGLITZ, Rubén, Autonomía de la voluntad y revisión del contrato, pág. 17.
[13] MOSSET, Jorge, PIEDECASAS, Miguel, La revisión del contrato, pág. 21.
[14] MOSSET, Jorge, PIEDECASAS, Miguel, La revisión del contrato, pág. 26.
[15] MARTÍNEZ PAZ, Enrique, “El Código Civil y el juicio sobre su tiempo” en Homenaje a Dalmacio Vélez Sarsfield, V. I, Víctor P. de Zabalía, Córdoba, 2000, págs. 33-45.
[16] CESTAU, Saúl, “Semblanzas de E. Acevedo, A. Bello, A. Texeira de Freitas, Dr. Vélez Sarsfield y T. Narvaja” en Revista de la Asociación de Escribanos del Uruguay N° 57, AEU, Montevideo, 1971, pág. 30, disponible en http://documen tos.aeu.org.uy/05 0/057-1- 30-43.pdf.
[17] Nacido el 18 de febrero de 1800.
[18] Nacido el 17 de marzo de 1819.
[19] Por decreto del 20 de octubre de 1864 se designó a Dalmacio Velez Sarsfield para redactar el Proyecto de Código Civil, el que es aprobado el 29 de setiembre de 1869 y se promulgó la ley que lo pone en vigencia a partir del 19 de enero de 1871.
Tristán Narvaja fue designado miembro de la Comisión Correctora del Código de Comercio el 5 de junio de 1865 y el 20 de marzo de 1866 fue nombrado miembro de la Comisión encargada de proceder a la revisación del proyecto de Código Civil del doctor Eduardo Acevedo. El 31 de diciembre de 1867 la Comisión presentó el proyecto de Código Civil compuesto por Narvaja; el que fue aprobado el 23 de enero de 1868 y entró a regir el 1 de enero de 1869.
[20] CARRANZA, Jorge, “Dalmacio Vélez Sársfield y la América Latina”, en Homenaje a Dalmacio Vélez Sarsfield, págs. 267-290.
[21] BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil. Obligaciones, T II, pág. 137.
[22] Nota 1198. DOMAT. “Obligat”, lib.1, sec. 3º, y véase L. 32, tít.5; L. 4, tít. 6: L. 21, tít. 8, Part. 5º, TOULLIER, t. 6, núms.334 y sigts. AUBRY y RAU, § 346. MARCADE sobre el art. 1135. Cód. italiano, art. 1124.
[23] Citado por GARRIDO, Roque y ANDORNO, Luis, en Reformas al Código Civil, Ley 17.711-Comentada, Víctor PÁG. de Zavalía, Buenos Aires, 1971, pág. 246.
[24] MOSSET, Jorge, PIEDECASAS, Miguel, La revisión del contrato, pág. 12.
[25] Se consideraba implícita en todos los contratos la cláusula rebuc sic stantibus, de forma que se entendía que el contrato había sido celebrado sobre la base del mantenimiento de las condiciones en las cuales se contrató, y cuando ello no ocurría el juez estaba autorizado a revisar el contrato. BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, T I, La Ley, Buenos Aires, 2012, pág. 134.
[26] BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, T I, págs. 134-135.
[27] MOSSET, Jorge, PIEDECASAS, Miguel, La revisión del contrato, pág. 144.
[28] BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, T I, págs. 134-136.
[29] Dictamen de la Comisión nombrada para dictaminar sobre el tema XIX del II Congreso Nacional de Derecho Civil de 1937, en Segundo Congreso de Derecho Civil, Actas, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1939, pág. 434, disponible en http://www.aca derc.org.ar/bibl ioteca/bibliotec a-virtual/a ctasegundocon gresod scivil.pdf.
[30] Disidencia de fundamentos del Dr. Carlomagno respecto del dictamen de la Comisión encargada del tema XIX del II Congreso Nacional de Derecho Civil celebrado en Córdoba en 1937, en Segundo Congreso de Derecho Civil, Actas, págs. 434 y ss.
[31] Disidencia de fundamentos del Dr. Carlomagno respecto del dictamen de la Comisión encargada del tema XIX del II Congreso Nacional de Derecho Civil celebrado en Córdoba en 1937, en Segundo Congreso de Derecho Civil, Actas, págs. 434 y ss.: “Esta buena fe, ahora bien, en su moderna acepción y como se ha sostenido en trabajos especiales (Carlomagno y Alsina, obs. cits.),- no significa solamente la buena fe compromisoria -o sea la creencia firme de que cada uno cumplirá con lo pactado al pie de la letra y pese a toda circunstancia sobreviniente- sino la buena fe integral -compromisoria o eximente- o sea la creencia firme de que cada uno cumplirá con lo pactado, de acuerdo a las circunstancias sobrevinientes, es decir, como humanamente lo entendieron las partes -inclusive el acreedor- según su cuerda intención y en la inteligencia de que nadie puede obligarse -con causa o para que su obligación tenga algún sentido- sino con un fin lógico de retribución de esfuerzo y no con el propósito de arruinarse. Criterio que implica la realización práctica de todo aquello que bajo los distintos nombres de moral, buenas costumbres, causa, justo título, abuso del derecho e imprevisión, campean expresa o implícitamente por el Código, como expresiones a su vez de los dos desiderátums ya señalados de la justicia y el orden público, y que por eso es el único que permite realizar su tan deseado equilibrio y al propio tiempo, el solo límite y base de la ley. Todo lo cual hace que la imprevisión, como el abuso del derecho, sean, bajo el punto de vista práctico, meros aspectos de este criterio general de buena fe, refirmado a su vez, en el Proyecto Oficial, con su reincorporación específica en el art. 820, correspondiente al actual 1197; con el restablecimiento de la lesión, en el art. 150 -reforma desde luego más atrevida que la que implicaría la inclusión de la propia imprevisión- y con otras disposiciones antes citadas, como las de los arts. 1098 y 1286, al acordar al juez nada menos que la facultad de reducir las ganancias en los contratos de corretaje y de juego, cuando ellas, durante la ejecución, resultaran excesivas. Lo que, en definitiva -y conviene recalcarlo- sólo refirma el concepto o criterio de buena fe, pues cuanto a su presencia implícita en la ley, tanto respecto del Código vigente como del Proyecto Oficial, ella es evidente por lo antes explicado. Y esta aplicación de la buena fe -así ampliamente referida a las relaciones jurídicas-es lo que hace el juez cuando -como ya se ha dicho antes- reajusta el contrato. Vale decir que no infringe el tan mentado precepto del art. 1197 del Código vigente -en el sentido de que alguien que no ha sido parte en la celebración del mismo lo modifique a posteriori- sino que, como juzgador, lo que hace precisamente es restablecer el equilibrio y volver así a la prístina intención que, tanto el deudor como el acreedor, tuvieron en el comienzo y que circunstancias sobrevinientes han desvirtuado luego. En síntesis, que no sólo se respeta este dogma de la autonomía de la voluntad y de la palabra empeñada, sino que se lo refirma, aunque aparentemente pueda significar su desconocimiento. Esta idea, por lo demás, ya la tuvo el propio Vélez cuando, por el art. 2052, reproducido en el antes citado 1286 del Proyecto Oficial, permite al juez la reducción de las ganancias obtenidas por los jugadores, si se tornaran excesivas, y ello, bien entendido, en un contrato de juego lícito, sometido en todo su rigor al principio de la autonomía de la voluntad del art. 1197. Y que es lo que todo buen juez -adaptando la ley, como lo quiere Geny, a las nuevas necesidades- aplicaría a otros contratos, conmutativos en un sentido estricto, pero transformados en aleatorios por la inestabilidad de post-guerra y, por tanto, sujetos a variaciones en su ejecución, capaces de alterar el equilibrio que tuvieron en cuenta las partes al celebrarlos. Para lo cual, en definitiva, no tendrían tampoco que echar mano del argumento de analogía y “aplicar forzadamente el art. 2052 -como por lo demás lo ha hecho para otros casos y con mucha frecuencia la Corte de Casación de Francia- sino simplemente no salirse de las partes clásicas de interpretación, o sea, ir al espíritu de la disposición y aplicar así el propio art. 1197, como expresión de esa amplia buena fe que hemos explicado y que ahora, en el correspondiente art. 820 del Proyecto Oficial, va consignada expresamente […] En síntesis definitiva, un principio de equidad pero aceptado por la ley, configurado por la doctrina y realizado en la práctica por los jueces, bajo el imperio de la buena fe y con la amplitud y límites que esa misma ley, implícita y expresamente, ha establecido […] Que como consecuencia, la Comisión Interparlamentaria debe dar cabida al instituto de la Imprevisión, considerando, por vía de su propia declaración, que él surge a través del concepto general y amplio de buena fe, que va implícito en el Código y que ha sido refirmado con su restablecimiento como disposición expresa en el art. 820 del Proyecto Oficial, correspondiente al 1197 del Código Civil vigente”.
[32] Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, Córdoba, 1962, T II, pág. 583.
[33] Observaciones del Instituto de Derecho Civil de la Universidad Católica Argentina (Rosario) a los dictámenes preliminares del III Congreso Nacional de Derecho Civil, en Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, pág. 579.
[34] Dictamen preliminar del Dr. Héctor Saul Sandler en el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, Córdoba, en Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, Córdoba, 1962, T II, pág. 574, disponible en http://www.acaderc .org.ar/biblio teca/bib lioteca-virtual/actat ercercongr esodsciviltomod os2.pdf.
[35] Disidencia del Sr. Marco Aurelio Risolía a la recomendación del Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, en Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, pág. 583.
[36] En Argentina, la teoría venía siendo aplicada por los jueces y fue además auspiciada por el III Congreso Nacional de Derecho Civil reunido en Córdoba en 1961, por lo que estaba el ambiente dado para la recepción legislativa de la misma. Es por esta razón que Brebbia al criticar la reforma de 1968 considera que ésta no cambió en nada el espíritu del Código, que era y sigue siendo liberal, abierto a la idea social. Prueba de ello, lo constituye que las instituciones de la “lesión subjetiva”, “teoría de la imprevisión”, “abuso de derecho” y la “regla moral de las obligaciones”, señaladas como conquistas de la socialización del derecho privado contemporáneo, legislados en la reforma, habían ya penetrado casi sin esfuerzo, en el derecho positivo argentino, a través de la jurisprudencia y la doctrina que indujeron su vigencia de los principios generales que Vélez concretó en el Código. BREBBIA, Roberto, “Significación Histórica y jurídica del Código Civil de Vélez Sársfield y su anunciada sustitución” en Homenaje a Dalmacio Vélez Sarsfield, págs. 316 - 324.
[37] ARIAS DE ROCHINETO, Catalina, “Proyecto de Recodificación Código Civil 2012: en persona humana y derecho de familia en contraste con el pensamiento y obra del Dr. Guillermo A. Borda, maestro del derecho como ciencia práctica” en El Derecho, 2012, n° 13.142, pág. 250, disponible en http://www.elderecho.com.ar/index.php?action=200&id_documento=11705&palabras=teor%EDa%20de%20la%20imprevisi%F3n.
[38] En Uruguay, Gamarra al criticar las posiciones doctrinarias que basan la admisión de la teoría de la imprevisión en base al principio de buena fe, sostuvo que “…la doctrina es todavía más caudalosa al apelar al principio de la buena fe como un “Sésamo ábrete” que permite ingresar la teoría de la imprevisión, sin que el derecho positivo la regule. Es muy significativo que la reforma del Código Civil argentino de 1968 comience con el principio de la buena fe, para continuar –punto y seguido- con toda la disciplina de la excesiva onerosidad superviniente, en un mismo art.”. GAMARRA, Jorge, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, T XVIII, FCU, Montevideo, 1980, pág. 303.
[39] Art. 1198: “Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión.
En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato.
En los contratos de ejecución continuada la resolución no alcanzará a los efectos ya cumplidos.
No procederá la resolución, si el perjudicado hubiese obrado con culpa o estuviese en mora.
La otra parte podrá impedir la resolución ofreciendo mejorar equitativamente los efectos del contrato.
[40] GARRIDO, Roque y ANDORNO, Luis, Reformas al Código Civil, Ley N° 17.711 comentada, pág. 247.
[41] BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, T I, pág. 136.
[42] GARRIDO, Roque y ANDORNO, Luis, Reformas al Código Civil, Ley N° 17.711 comentada, pág. 248.
[43] Profesor emérito, nacido en Montevideo en 1920. Fue catedrático de Derecho Civil desde 1952. PEIRANO, Jorge, Curso de Obligaciones, FCU, Montevideo, 1958, pág. 367.
[44] PEIRANO, Jorge, Curso de Obligaciones, pág. 397.
[45] PEIRANO, Jorge, Curso de Obligaciones, pág. 397.
[46] PEIRANO, Jorge, Curso de Obligaciones, pág. 398.
[47] PEIRANO, Jorge, Curso de Obligaciones, pág. 399.
[48] GAMARRA, Jorge, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, T XVIII, pág. 249.
[49] GAMARRA, Jorge, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, T XVIII, pág. 272.
[50] GAMARRA, Jorge, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, T XVIII, pág. 299. La misma posición es reiterada en las siguientes ediciones, inclusive en la 4° y última edición de 2006.
[51]GAMARRA, Jorge, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, T XVIII, pág. 303.
[52] ORDOQUI, Gustavo en Desequilibrio en los contratos (Privados y Públicos), Universidad Católica del Uruguay, Montevideo, s/f, pág. 240.
[53] BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, T II, 2012, págs. 137 y ss.
[54] BORDA, Guillermo, Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, T II, 2012, pág. 145.
[55] STIGLITZ, Rubén, Autonomía de la voluntad y revisión del contrato, pág. 42.
[56] GAMARRA, Jorge, Buena fe contractual, pág. 139.
[57] ORDOQUI, Gustavo, Desequilibrio en los contratos (Privados y Públicos), pág. 165.
[58] GAMARRA, Jorge, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, FCU, Montevideo, 2009, T XXVI, págs. 243 – 245.
[59] ORDOQUI, Gustavo, Desequilibrio en los contratos (Privados y Públicos), pág. 119.
[60] ORDOQUI, Gustavo, Desequilibrio en los contratos (Privados y Públicos), pág. 140.
[61] ORDOQUI, Gustavo, Desequilibrio en los contratos (Privados y Públicos), pág. 145.
[62] ORDOQUI, Gustavo, Desequilibrio en los contratos (Privados y Públicos) pág. 131.