JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La cuestión de la antijuricidad en la responsabilidad civil
Autor:Prieto Molinero, Ramiro J.
País:
Argentina
Publicación:Revista Jurídica de Daños y Contratos - Número 17 - Abril 2017
Fecha:05-04-2017 Cita:IJ-CCLXIV-218
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
I. A modo de introducción
II. Un primer acercamiento
III. La cuestión de la antijuricidad de la conducta y del resultado
IV. La antijuricidad en el Nuevo Código Civil y Comercial
V. Algunas conclusiones
Notas

La cuestión de la antijuricidad en la responsabilidad civil

Ramiro J. Prieto Molinero

I. A modo de introducción [arriba] 

La antijuricidad es uno de los llamados elementos o presupuestos de la responsabilidad civil o, al menos, eso es lo que entiende buena parte de la doctrina nacional; configurándose así la siguiente línea conductora: antijuricidad, causalidad, daño y factor de atribución[1]. A través de estos cuatro requisitos se aspira a contar con un sistema riguroso. Uno donde la ausencia de cualquiera de aquellos obstaría la necesidad de verificar los demás, dando por tierra con cualquier pretensión resarcitoria ya que nadie podría ser sindicado como responsable[2].

Esta versión “canónica” de la responsabilidad civil adolece, sin embargo, de no pocas contradicciones. Prueba de ello, son todos los debates en torno a la misma idea de antijuricidad donde hay opiniones para todos los gustos: desde aquellos que sostienen su carácter inexcusable por ser consecuencia necesaria del principio de legalidad constitucional, pasando por quienes plantean su “flexibilización”, así como los que directamente abogan por suprimirla. Para complicar aun más las cosas, no son pocos los que parecen estar en las antípodas a la hora de referirse a la cuestión para luego llegar a idénticas conclusiones. Y en sentido contrario, también están los que parecen defender lo mismo y, en realidad, aluden a cuestiones distintas. Un reflejo de todos estos debates y contradicciones puede verse tanto en el reciente Código Civil y Comercial como en todos los proyectos que se estuvieron desarrollando durante los últimos treinta años. Así, el de 1987, el del Poder Ejecutivo de 1993 y el de 1998 afirmaban estar suprimiendo a la antijuricidad como requisito; en tanto, que el Proyecto de 1993 de la llamada “Comisión Federal” y el actual Código Civil y Comercial lo conservan, aunque de una forma que, ciertamente, tampoco tiene mucho que envidiarle a lo defendido por los que abogaban por su supresión.

A lo largo de este trabajo, trataremos de ir desenredando la madeja de la antijuricidad, pero, para ello, tenemos que apelar a la paciencia del lector. Y es que frente a semejante disonancia de voces[3], lo mejor es ir desarrollando las cosas de manera gradual. Comenzaremos, pues, con una aproximación general a ciertas cuestiones básicas que suele mencionar la doctrina.

II. Un primer acercamiento [arriba] 

A) El concepto de antijuricidad

¿Qué es la antijuricidad? Al menos en la Argentina, es habitual sostener que consiste en la violación del ordenamiento jurídico considerado como un todo unitario y coherente[4]. ¿Qué se quiere decir con esto? Que uno no puede pregonarla a partir de la contradicción de cierta conducta con lo prescrito en un precepto específico ya que pueden existir otras normas habilitantes. El caso por excelencia es el de la legítima defensa: matar a alguien implica uno de los peores actos que pueda cometer un ser humano contra otro y así es reputado tanto por el ordenamiento penal como por el civil. Pero si mato en defensa propia y, claro está, cumpliendo además con los requisitos que exige la ley; entonces, no sólo puedo hacerlo, sino que hasta podríamos llegar a hablar de un verdadero “derecho a matar” que actuará como justificante de la conducta y, en consecuencia, no llevará a ninguna condena a prisión en el ámbito penal, ni a ningún deber de reparar en lo civil. En forma similar, el ejercicio de un derecho subjetivo también actúa como causa de justificación, pero si, al hacerlo, incurrimos en esa figura que es el “abuso del derecho”, volveremos a estar en el mundo de lo ilícito y, por lo tanto, en el de las sanciones que el Derecho, en tanto ordenamiento coactivo que es, establece, precisamente, para evitar que se violen sus reglas[5].

Que un acto deba contrastarse con todo el sistema jurídico para poder calificarlo como antijurídico nos lleva a otra afirmación frecuente: que, en probidad, no puede hablarse de un “ilícito civil”, un “ilícito administrativo” o un “ilícito penal”, sino que lo ilícito siempre lo es respecto de todo el ordenamiento, por más que sólo haya una sanción reservada en un ámbito particular del mismo[6]. Así, por ejemplo, el delito de lesiones cuenta con reacciones tanto en el ámbito penal como en el civil, puesto que cometer el tipo delictual también importa causar un daño en ese bien protegido que es la integridad física de las personas. En cambio, el “abuso de armas” se engloba dentro de los llamados “delitos de peligro” y, como tal, tiene una sanción penal, pero, en tanto no se cause un daño, no se sumará esa otra sanción civil que es forzar al autor a reparar. Este segundo delito también resulta un buen ejemplo de cómo el Derecho trabaja en conjunto ya que el orden penal, al sancionar el mero riesgo que significa emplear indebidamente un arma, busca prevenir potenciales daños desde el vamos; ayudando a la responsabilidad civil, que sólo puede garantizar condenas a partir de los hechos consumados[7].

B) Antijuricidad subjetiva y objetiva

Más allá de esta descripción inicial en materia de antijuricidad, lo que siguen son toda clase de debates y posturas antagónicas. Es más, ya el mismo concepto que diéramos en el punto anterior implica tomar partido por la llamada “antijuricidad objetiva”, que se contrapone con otro enfoque conocido como de “antijuricidad subjetiva”. ¿Qué diferencias hay entre una y otra? La vertiente “subjetiva” tiene en cuenta a la voluntad de las personas como dato previo e incluido en la transgresión. La “objetiva”, por el contrario, sólo considera la mera contradicción de la conducta con el ordenamiento; dejando para después el examen de la eventual imputabilidad y reproche de la conducta del sujeto.

Un ejemplo de “ilicitud subjetiva” aparece en el antiguo artículo 1066 del Código Civil de VÉLEZ SARSFIELD, donde se consagraba que “Ningún acto voluntario tendrá el carácter de ilícito si no fuere expresamente prohibido por las leyes ordinarias, municipales o reglamentos de policía; y a ningún acto ilícito se le podrá aplicar pena o sanción de este código, si no hubiere una disposición de la ley que la hubiese impuesto”. En particular, lo que a nosotros nos importa es la alusión a que “ningún acto voluntario tendrá carácter de ilícito”; consecuente además con la teoría de los hechos y actos jurídicos que el Código anterior regulaba en los artículos 896 a 944 y, en concreto, con el viejo artículo 898, que disponía que “Los hechos voluntarios son lícitos o ilícitos. Son actos lícitos, las acciones voluntarias no prohibidas por la ley, de que puede resultar alguna adquisición, modificación o extinción de derechos”. En resumidas cuentas, para la concepción subjetiva en materia de ilicitud la voluntad del sujeto es lo primero y, una vez que goce de ella y pueda comprender las consecuencias de sus actos y la posible trasgresión del ordenamiento, sólo entonces corresponderá analizar la licitud o no de su conducta[8].

Son varias las objeciones que se han formulado contra la ilicitud subjetiva. La primera, que, dado que una de las características de un acto ilícito es que nadie tiene que tolerarlo, esta tesitura podría llevar al absurdo de que exista un deber de soportar ataques realizados por aquellos considerados como inimputables por la ley. Se aduce además que la tesitura confunde a la antijuricidad con los juicios de valor relativos a la atribución de responsabilidad. Así, una cosa es que el sujeto al final no sea obligado a reparar a título de culpa o dolo dada su falta de imputabilidad y otra que su conducta no sea antijurídica; circunstancia que resulta de la mera confrontación de la misma con las prescripciones del ordenamiento jurídico y con independencia de si le es reprochable o no[9]. La tercera crítica contra la antijuricidad “subjetiva” es que, al partir de los actos voluntarios como categoría previa, la misma sólo puede justificar una atribución a título de culpa o dolo; ello, en contraste con la tendencia actual en materia de responsabilidad civil donde también existen supuestos de responsabilidad objetiva.

Observaciones como las mencionadas son las que han llevado a pregonar la llamada “antijuricidad objetiva”, donde, en definitiva, basta la mera contradicción del acto con el ordenamiento como un todo; aunque, esto, con un detalle extra: que tal calificación se referirá siempre a lo que pueda considerarse como una “acción humana”, en tanto emanación de la persona en cuestión y de su carácter. De esta manera, quedan comprendidos los actos de incapaces y sujetos con capacidad restringida, pero afuera todos aquellos hechos donde el ser humano sólo participa como ente sometido a las leyes físicas o biológicas; tal como ocurre con las enfermedades o cuando sobreviene la muerte por causas naturales. De igual forma, tampoco pueden calificarse como antijurídicos los actos reflejos, los que son consecuencia de una fuerza irresistible, los producidos en estado de inconsciencia total y las actitudes de aquel sumido en determinadas condiciones patológicas o mórbidas como, por ejemplo, los movimientos de alguien con alta temperatura o las omisiones de un desmayado[10].

Esta línea de “antijuricidad objetiva” es la que intenta seguir el artículo 1717 CCCom cuando dispone la antijuricidad del acto que implique causar un daño no justificado.

C) Antijuricidad formal y material

¿Por qué hay autores que hablan de “ilicitud” y otros de “antijuricidad”? En líneas generales, en la Argentina hay dos grandes corrientes: aquellos que toman a ambas palabras por sinónimos[11] y los que consideran que se trata de un distingo fundamental ya que cada una tendría alcances diferentes. En probidad, el origen de “antijuricidad” parece ser una mala traducción del vocablo alemán “Rechtswidrigkeit”, cuyo equivalente en español no sería otro que “ilicitud”[12]. Como suele ocurrir, y a partir de esta impostura inicial, se han comenzado a hacer toda clase de teorizaciones y, así, un sector de la doctrina señala que la ilicitud sería la contradicción contra el sistema legal considerado como un todo; en tanto que la “antijuricidad” implicaría la contradicción de determinada conducta contra el ordenamiento jurídico considerado como un todo. ¿Al lector le parece lo mismo? El matiz, según los defensores de esta tesitura, estaría dado por el hecho de que en la “antijuricidad” la contradicción se daría contra todo el ordenamiento más allá de la ley escrita y abarcando principios y valores superiores que, aunque no codificados o sistematizados, también “informan” y le dan sustento al sistema[13]. Esta postura le da entonces a la palabra “ilicitud” el alcance de lo que también se conoce por “antijuricidad formal” y a la “antijuricidad” el de la llamada “antijuricidad material”.

De nuevo, esta diferencia de enfoques pueden apreciarse contrastando al Código de 1871 con el de 2015. Así, el viejo artículo 1066 y su alusión a que no había acto ilícito si no estaba “expresamente prohibido por las leyes ordinarias, municipales o reglamentos de policía” adoptaba un criterio formal. Las cosas cambian en el Código Civil y Comercial, que no sólo emplea el término “antijuricidad” en su artículo 1717, sino que en el 2 de su Título Preliminar expresa que la ley debe ser interpretada, entre otras cosas, teniendo en cuenta “los principios y los valores jurídicos”; adoptando, pues, un criterio material[14]. Con ello, se ha seguido lo pregonado por autores como MOSSET ITURRASPE, quien expresara que “la acción es antijurídica no por contrariar una prohibición sino porque tiene una determinada manera de ser o materia que la vuelve contraria al Derecho. Esta “materia” no está fuera del Derecho, no es extranormativa, sino dentro del mismo, inspirando y fundando la preceptiva de mayor jerarquía: la imperativa. Son las prohibiciones que surgen por implicancia, desprendidas de los principios que sostienen el orden público –políticos, económicos y sociales- y la moral y las buenas costumbres”[15].

En defensa de este enfoque, se aduce también que los términos “Derecho” y “Ley”[16] no son sinónimos[17]; lo cual es cierto y la prueba de esto puede verse en sistemas como el Common Law o en la Sharia de los países islámicos. Pero también es verdad que en los países con ordenamientos codificados como el nuestro la asimilación entre uno y otro concepto es, o debería ser por la propia lógica del sistema, casi total. Tanto más, cuando éste cuenta con una cláusula de interpretación finalista de las normas como es la de abuso del derecho (arts. 9 y 10 CCCom), cuya función pasa, precisamente, por brindarle mayor flexibilidad al ordenamiento; evitando quedarse en la mera literalidad de la expresión escrita de las reglas legales, pero sin que esto importe caer en la “interpretación creativa” de ciertos magistrados. Por si fuera poco, son numerosos los casos donde el Código unificado alude a la buena fe aun para casos donde no necesariamente se ejercen derechos subjetivos (Vrg. arts. 729, 959, 991, 1061, 1067). Y eso no es todo. También hay que tener presente que los “principios” y “valores” a los que se suele aludir coinciden con los pregonados por el iusnaturalismo y son, en definitiva, los que ya se encontraban figuraban consagrados en la parte dogmática de la Constitución Nacional. Esto, al tiempo que la reforma de 1994 incorporó nuevos derechos y le dio carácter constitucional a numerosos tratados de derechos humanos. A la luz de todo esto, ¿todavía es necesario introducir nuevos valores acudiendo a conceptos jurídicos indeterminados o se trata, más bien, de un recurso para que los tribunales legislen subrepticiamente?

D) Antijuricidad y principio de legalidad

El afirmar la necesidad de que haya una “antijuricidad” para luego permitir su configuración “material” mediante “principios” y “valores” no deja de ser una tesitura un tanto contradictoria. ¿Por qué? Porque la razón por la cual hoy día se le da tanta relevancia a la idea de que exista una contradicción con el ordenamiento no es otra que la de aspirar a ser consecuente con el principio de legalidad constitucional[18]. Algo que, en definitiva, difícilmente se cumpla si se arguyen supuestos deberes que surgen más allá de la ley o si la misma norma escrita va permitiendo acudir a soluciones que habiliten apartarse de ella todo el tiempo.

Pero, ¿en qué consiste el llamado “principio de legalidad”? Al menos en su concepción actual, el mismo ya aparece claramente delineado en la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, que, como es sabido, constituye en buena medida el origen de todas las declaraciones de derechos y garantías incorporadas más tarde en las constituciones formales. Su artículo 4 disponía que “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a otro. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que aquellos que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos. Estos límites no pueden ser determinados sino por ley”[19]. Por su parte, el artículo 5 establecía que “La ley no tiene el derecho de prohibir más acciones que las nocivas para la sociedad. Todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido y nadie puede ser constreñido a hacer lo que no ordena”[20]. O lo que es lo mismo: en el llamado “Estado de derecho”, la libertad de las personas es la regla y cualquier límite a ella se debe fundar en la necesidad de garantizar la coexistencia social y, siempre, mediante reglas positivas susceptibles de ser conocidas de antemano; de manera que las personas puedan adecuar su conducta según lo que está prohibido o no. El artículo 19 de la Constitución argentina es fiel heredero de estos dos preceptos cuando en su segunda oración dispone que “Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”. El corolario de esto es que las personas no pueden ser juzgadas mediante reglas que no podían conocer de antemano y en base a criterios que el tribunal dispondrá al tiempo de juzgar ya que esto implicaría la posibilidad de que la libertad y derechos fundamentales de los sujetos puedan ser violados a voluntad del poder de turno en cualquier momento.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la responsabilidad civil? Muy simple: si bien hoy día es frecuente que la doctrina vea en ella un mero mecanismo de compensación de daños donde no haría falta sujetarse con rigor a una legalidad[21], lo cierto es que las indemnizaciones que aquella provee no surgen por generación espontánea. Al contrario, aparecen porque se demanda a otro que, en caso de ser condenado, será obligado a pagar. Lo que es reparación para uno es entonces una verdadera sanción para el otro[22]. No estamos entonces ante un mero mecanismo de compensación neutro y aséptico. Tampoco nace como tal, sino que su historia va de la mano con la de los delitos penales y ambas instituciones se fundan en no dejar impunes determinadas conductas consideradas como antisociales. Por eso, un autor de la talla de TUNC nos dice que “la responsabilidad civil no fue concebida para el daño accidental. A través de los siglos ha mantenido un carácter sino religioso, por lo menos moral y social. Es en primer lugar una sanción contra el victimario como también un medio para prevenir ilícitos. Secundariamente, es una herramienta de reparación”[23]. Estamos, pues, frente a un sistema bastante básico de justicia retributiva en virtud del cual se le saca a una persona para dárselo a otra. Y ese “sacar” no implica una contribución voluntaria, sino un deber que se impone bajo amenaza de ejecución forzada y que bien puede significar la ruina del que tiene que pagar o, cuando menos, un trastorno económico importante es su economía familiar y en sus posibilidades de actuación.

Así, y salvo casos excepcionales donde es posible contratar seguros ex ante permitiendo la distribución social de riesgos, la responsabilidad civil se funda en la imposición de una verdadera sanción que restringe la libertad de las personas y afecta su derecho de propiedad. Para atacar el patrimonio del sindicado como “responsable” tiene que haber entonces un muy buen motivo que lo justifique; de allí, que, en su origen, la responsabilidad civil sólo procediera a título de culpa o dolo y que, hoy día, incluso la responsabilidad objetiva suela establecerse en el Derecho comparado a partir de sistemas especiales, con sus hipótesis fácticas claramente definidas y teniendo en cuenta la posibilidad de asegurar los riesgos implicados. Pero incluso antes de dar con el motivo que justifique poner en cabeza de uno las pérdidas de otro, tiene que darse algo previo y, a la vez, más básico: el determinar a partir de qué momento puede considerarse que la conducta de alguien viola el ordenamiento y, por lo tanto, no es susceptible de ser tolerada.

Pero, ¿no es esto obvio? La regla esencial es que aquel que cause un daño deberá repararlo y, dado que esto se consigna de antemano por ley escrita (arts. 1710 y 1717 CCCom), ese deber resulta susceptible de ser conocido por todos; respetándose el principio de legalidad. ¿Acaso no es así? No necesariamente, porque ¿qué es “daño”? La consulta de los manuales no ayuda mucho ya que, a la hora de dar definiciones, buena parte de los autores parecen inclinarse por consultar diccionarios de sinónimos y nos hablarán de “lesión”, “menoscabo”, “disminución”; con lo cual, caemos en una suerte de falacia de petición de principio donde se aspira a definir un concepto a través de un término equivalente. En los hechos, “daño” será aquello que determinado ordenamiento jurídico reconozca como tal. Esto, porque, y en contra de lo que a veces se cree, no se trata de un mero “fenómeno exterior”, sino, antes que nada, de una calificación jurídica previa. Lo contrario, es decir, el aceptar sin más al conocido como “daño naturalístico”, implicaría la posibilidad de iniciar acciones legales en razón de cualquier episodio negativo que le ocurra a una persona al vincularse con otra. El ordenamiento jurídico no puede habilitar la vía judicial cada vez que alguien considera que otro le ha hecho algo malo o desagradable, sino que deberemos estar frente a un suceso que revista cierta importancia y justifique poner en marcha un mecanismo largo, tortuoso y caro como es el de la responsabilidad civil. De esta manera, no se trata de que alguien sostenga, como coloquialmente se hace, que otro le “hizo daño”, sino que tiene que haber una criba previa a cargo del ordenamiento destinada a determinar lo que será tomado por “daño” y lo que “no”. ¿Pero acaso no puede un juez acudir a los “principios y valores” del ordenamiento para considerar que alguien ha causado un daño? Poder, puede. Otra cosa, será que con ello se respete el principio de legalidad. Porque, de nuevo, ¿acaso estaremos realmente frente a “principios y valores” existentes con carácter previo y que el juez “aprehenderá” al momento del juzgamiento o lo que sucederá será, más bien, que el magistrado hará valer su propia subjetividad al tiempo del juicio convenciéndose de que no es así? O traducido al ámbito de la responsabilidad civil: ¿acaso la “antijuricidad material” no permite que el juez “invente” daños al momento mismo del juzgamiento?

III. La cuestión de la antijuricidad de la conducta y del resultado [arriba] 

A) Antecedentes históricos y Derecho comparado

Que, como regla general, la responsabilidad civil se deriva de actos ilícitos y que la exigencia de una indemnización puede verse como una reacción del ordenamiento jurídico frente a una conducta que lo transgrede no es algo que plantee grandes dudas. No es a eso, sin embargo, a lo que alude la doctrina que toma a la antijuricidad como un requisito para habilitar la procedencia de la responsabilidad civil. La antijuricidad vendría a ser, más bien, un requisito previo, pero, si esto es así, ¿dónde la encontramos? La respuesta a esta pregunta ha generado uno de los mayores debates en torno al tema que nos ocupa: si la antijuricidad debe pregonarse desde la acción o desde el resultado. O lo que es lo mismo: ¿hay que buscarla en una conducta ilícita previa o en las consecuencias dañosas de esa acción? El debate tiene mucho de aquel que se daba en las cortes de Bizancio en torno al sexo de los ángeles ya que, en buena medida, implica estar aludiendo a dos cuestiones diferentes como si fuera lo mismo. ¿Cómo es esto? La explicación se encuentra en la propia génesis histórica de la noción. En ese sentido, ya se ha visto que la palabra “antijuricidad” constituye un neologismo producto de una mala traducción de lo que en el idioma español ya se encontraba expresado con el vocablo “ilicitud”. Pero, a su vez, ¿cuál es el origen de “ilicitud”? La “iniuria” del antiguo Derecho romano. “Ius-Iuris” significa “Derecho” e “in” es un prefijo negativo de origen protoindoeuropeo; lo que nos lleva a que el sentido literal de “iniuria” era lo “injusto” o lo “contrario a la ley”[24]. En un principio, la palabra simplemente se empleó para dejar en claro que un daño sólo podía dar lugar a una acción cuando se causaba adrede (dolus malus)[25]. El posterior desarrollo de la culpa a partir de la edad media hará que se pierda interés en el dolo y, en consecuencia, también en la “iniuria”. El término recién volverá a aparecer en el siglo XVII con los juristas germánicos, donde la palabra “iniuria” comienza a ser empleada con un sentido que no había tenido hasta entonces. THOMASIUS (1655-1728), por ejemplo, señalará que “iniuria es lo opuesto al Derecho y la obligación, porque quien usa de su derecho no causa iniuria a nadie. Y de la iniuria, es decir del rechazo del Derecho cuando alguien debe actuar de otra manera, surge un acto ilícito contra una justa obligación”[26]. Otro de los autores más relevantes de aquella época, Christian WOLFF (1679-1754), nos dirá que “dañar a otro es ya infringir su derecho perfecto, ya causarle un acto ilícito; por tanto, todo daño significa iniuria”[27]. Como puede verse, la iniuria pasó de referirse al dolo, en tanto juicio de valor de la conducta, al resultado dañoso mismo que, como tal, era contrario a Derecho.

Cuando la doctrina germánica pasa del latín al alemán, la “iniuria” se convertiría tanto en “Unrecht” (“no derecho”, “antiderecho” o “ilícito”) como en “Rechtswidrigkeit” o “Widerrechtlichkeit”[28]. Usando ya esa terminología, GLÜCK (1755-1831) nos dirá que “el daño puede ser causado por una persona cabal mediante la lesión antijurídica (widerrechtlich) en la cosa de un tercero. Tal daño antijurídico (rechtswidrig) (…) es llamado damnum iniuria datum”[29]. Como puede verse, lo ilícito sigue siendo el resultado dañoso, pero cuando el Código Prusiano de 1794 (Allgemeines Landrecht) consagra por primera vez una regla codificada de responsabilidad civil, la formulación cambia y pasa a ser la que sigue: “quien antijurídicamente (widerrechtlich) causa daño a otro mediante una conducta voluntaria, comete un ilícito”. Una redacción de la que, a contramano de los antecedentes inmediatos, parece surgir que la antijuricidad tiene que darse como algo previo y separado del daño.

Precisamente, cuando la antijuricidad finalmente se consagra en forma expresa en los códigos civiles de inspiración germánica las redacciones variarán, dando lugar al debate entre la antijuricidad en la “acción” o en el “resultado”. Veamos algunos ejemplos normativos en uno y otro sentido.

La antijuricidad en la acción puede verse en el BW (Burgerlijk Wetboek) holandés de 1992, cuyo artículo 6:162 expresa que “quien comete un acto antijurídico contra otro, que pueda ser imputado al infractor, deberá indemnizar el daño que la otra persona sufre como consecuencia de él”. Como puede verse, de la redacción surge que el “daño” es “consecuencia” del “acto antijurídico”.

El BGB (Bürgerliches Gesetzbuch) alemán también suele ponerse en esta liga cuando en su parágrafo 823 manifiesta que “quien dolosa o negligentemente daña de forma antijurídica la vida, el cuerpo, la salud, la libertad, la propiedad u otro derecho especial de otro, está obligado a indemnizarle el daño causado”. De todas formas, la cuestión es discutible, ya que la norma alude a dañar “de forma antijurídica”; de manera que el BGB parece seguir, más bien, la tesitura de autores germánicos como WOLFF o GLÜCK, donde causar un daño implicaba de suyo actuar antijurídicamente. No en vano, el debate acerca de la antijuricidad en el resultado o en la acción también tiene lugar en Alemania[30]; de manera que bien puede decirse que ni siquiera los “padres de la criatura” parecen tener muy claras las cosas.

La antijuricidad en la acción viene a ser en buena medida la tesitura clásica y aquella consecuente con la idea tan afín a muchos autores de sostener que primero tiene que haber un “momento de ilicitud”, separado del daño, dado que se tratan de requisitos diferentes de la responsabilidad civil. ¿Y la antijuricidad en el resultado? Además del BGB, la misma aparece en los otros dos códigos más importantes del siglo XX. Nos referimos al Código Civil portugués (1966), cuyo artículo 483.1 dispone que “Aquel que, con dolo o mera culpa, viola ilícitamente el derecho de otro o cualquier disposición legal destinada a proteger intereses ajenos queda obligado a indemnizar al lesionado por los daños resultantes de la violación”; así como al artículo 2043 del Código Civil italiano (1942), que prescribe que “Cualquier hecho doloso o culposo que causa a otros un daño injusto, obliga a quien ha realizado el hecho a resarcir el daño”. Como puede verse, el Código luso relaciona la idea de daño con la de lesionar un derecho o una previsión legal; mientras que el italiano directamente alude al “daño injusto”. Si bien hay juristas italianos que le han tratado de buscar la quinta pata al gato a la previsión[31], lo cierto es que “injusto” en italiano es “ingiusto” y éste, a su vez, la trascripción como en su momento hicieran los alemanes de la “iniuria” romana. “Ingiusto” es entonces igual que el “unrecht” alemán; de manera que “daño injusto” es lo mismo que decir “daño ilícito”. La construcción italiana constituye así un excelente resumen de la tesitura de la antijuricidad en el resultado: todo daño que se cause implica cometer un ilícito, salvo que exista una causa de justificación. ¿Por qué? Aquí podemos acudir a la previsión portuguesa: si el daño en la responsabilidad civil es, en definitiva, “daño jurídico”; entonces, el mismo se derivará de la violación de normas que establezcan derechos subjetivos o de aquellas que, aun no estableciendo una prerrogativa, protejan un determinado interés. De esta manera, cada vez que se “cause un daño” se estará violando el ordenamiento jurídico.

B) Acciones, resultados y daños

1) La incompatibilidad entre la antijuricidad objetiva y la antijuricidad en la acción

Teniendo en cuenta los antecedentes históricos, el debate es, en realidad, mucho más simple de lo que parece: quienes defienden la “antijuricidad en la acción” están adoptando la vieja tesitura de equiparar a la iniuria con el dolo. O lo que es lo mismo: para que se repare el daño, primero habrá que causarlo cometiendo un “acto antijurídico” representado por actuar con culpa o dolo. Aquí, no faltarán los puristas que nos digan que estamos confundiendo antijuricidad con imputación, pero, en probidad, nosotros no confundimos nada. Sólo consignamos el origen de la cuestión. De hecho, esa fue lo que también llevó a concebir a la llamada “antijuricidad subjetiva” y condujo además a esa afirmación, tan afín a la doctrina germánica, de que en la responsabilidad objetiva no hay antijuricidad. En efecto, si ésta es concebida como una suerte de equivalente a “responsabilidad subjetiva por culpa o dolo”; entonces, y siempre siguiendo este enfoque, la responsabilidad objetiva implicaría una “no culpa” y, en definitiva, una “no antijuricidad”. ¿Y la antijuricidad en el resultado? La misma es consecuencia de la visión de autores como THOMASIUS, WOLFF o GLÜCK y aquí “antijuricidad” es sinónimo de “daño”, pero no de “daño” en sentido vulgar, coloquial o “naturalístico”, sino de “daño jurídico”. O lo que es lo mismo: de daño como lesión a intereses que, por lo demás, cuenten con normas jurídicas que los consagran y protejen.

Como puede verse, una u otra tesitura emplea la palabra “antijuricidad” para aludir a cuestiones completamente diferentes y eso explica que no pocas veces los desarrollos que hace la doctrina en la materia sean, siendo piadosos, ininteligibles. Hecha esta aclaración, ahora sí podemos empezar a tratar algunos de los razonamientos que se emplean para justificar a la “antijuricidad” como uno de los elementos o requisitos de la responsabilidad civil. Uno de los autores que más ha influido al respecto en la Argentina es ORGAZ, quien nos dirá que “El acto y su consecuencia (…) constituyen una unidad inescindible, al punto de que el acto separado de su consecuencia es inimaginable, y ésta deja de ser ella misma con independencia de aquel. Si el acto es lícito, tiene que serlo también la consecuencia, si es ilícito ésta ha de participar de idéntica naturaleza”[32]; agregando, en una nota al pie, que esto se da “Con la misma necesidad lógica con que un naranjo da naranjas, y no peras”[33]. Como se verá en seguida, es evidente que, como señala ORGAZ, en la responsabilidad civil uno no puede escindir una conducta de su resultado. Lo que ya no resulta tan razonable es aludir a un supuesto “acto ilícito” que, al parecer, se dará en primer lugar para luego transmitir, no se sabe en base a qué proceso, su condición de ilicitud al daño.

Permítasenos dar un par de ejemplos para ilustrar lo que queremos decir.

En el primero, una persona va manejando un auto por una calle a más de cien kilómetros por hora y termina atropellando a otra, a quien le causa heridas muy graves o directamente la mata. ¿Hay algún problema aquí para lo que sostiene la tesitura clásica? Para nada y es muy fácil caer en el espejismo de creer que la antijuricidad es un requisito previo a la responsabilidad civil: el conductor viene manejando (acción) de una manera que implica la violación de normas de tránsito que hacen a velocidades máximas (ilicitud) y termina (causalidad) matando o lesionando (daño).

Retomemos ahora el mismo caso con algunas variantes. Esta vez, nuestro conductor se desplaza a treinta kilómetros por hora y ve que una anciana, una antigua vecina que lo maltrataba de niño, está cruzando por la mitad de la calle y decide atropellarla. Veamos este ejemplo bajo la lupa de la teoría clásica: el conductor actuó con dolo, hay daño y hay causalidad material y jurídica, pero ¿hay ilicitud? Si nos ponemos en la tesitura de una supuesta ilicitud objetiva como paso previo al daño, ajena al dolo o a la culpa y en tanto elemento autónomo de la responsabilidad civil, el conductor bien podría decir que, dado que él no había violado ninguna norma con carácter previo (aun más, la que la había violado era su vecina cruzando mal); entonces, a falta de un presupuesto, no corresponde reparación alguna. Una pretensión que, en atención a las circunstancias del caso, se presenta ciertamente como ridícula, pero consecuente con la idea clásica de la “ilicitud previa” como elemento de la responsabilidad civil. Una primera explicación ad hoc que se puede intentar al respecto pasaría por sostener que la ilicitud previa se sigue dando ya que, al atropellar a su vecina, el conductor también está cometiendo un ilícito penal bien de homicidio o de lesiones, pero, dado que el delito sólo se perpetrará obteniendo el resultado (la muerte o las heridas), esa supuesta ilicitud se estará concentrando en las consecuencias del acto y no en una ilicitud anterior. En todo caso, habría una superposición de ilicitudes civiles y penales, pero no una previa en el ámbito civil.

Llegados a este punto, aparecerán otros doctrinarios que nos dirán que la ilicitud se da de todas maneras porque se ha violado la regla de no dañar a otro (alterum non laedere), pero, al hacerlo, habremos cambiado completamente de perspectiva ya que, en esencia, pasaremos a predicar la antijuricidad no desde la acción , sino desde el resultado dañoso . Y con ello, se invierte la ecuación de ORGAZ, porque no se trataría de que el acto antijurídico transmita su condición de tal al daño, sino, más bien, al revés: que el daño le transmite tal condición al acto. No en vano, y a menos que queramos violar el principio de legalidad, de nuevo aparece la cuestión de que “daño” no puede ser cualquier cosa que le haga sentir mal o no muy bien a alguien, sino que tiene que haber una calificación previa. Pero si esto es así, alterum non laedere equivale a decir que habrá que reparar cada daño que indique el ordenamiento; con lo cual, de nuevo, la antijuricidad aparecerá ante la violación de normas protectorias de intereses y estará situada, en definitiva, en ese resultado de la acción que es el daño.

2) El daño como ilicitud

Al menos tratándose de responsabilidad civil, eso de pregonar una ilicitud objetiva desde una acción que actuará como paso previo al daño no cierra. Porque ¿acaso tiene sentido separar a la acción de su resultado? Permítasenos dar otro ejemplo, esta vez, casero: supongamos que le pedimos a una persona que se levante y cierre una puerta. La persona se levanta, se dirige hacia la puerta abierta, la toma por el picaporte y comienza a cerrarla, pero, faltando unos centímetros para llegar al pestillo, la suelta. ¿Podemos decir que “cerró la puerta”? Claro que no: la puerta quedó entornada. “Cerrar la puerta” implica comenzar a moverla hasta que, al final, se alcanza el resultado de que quede cerrada. Volquemos ahora lo que acabamos de decir al ámbito de la responsabilidad civil y los debates en torno a la ilicitud: si hablamos de un “hecho dañoso” o de un “hecho productor de daños”, ¿acaso podemos hablar de que alguien “causó un daño” sin haber producido resultado dañoso alguno? Sería un sinsentido porque, precisamente, “causar un daño” implica una determinada actividad y su resultado que es el daño[35]. Desde esta perspectiva, parece que deben descartarse todas esas afirmaciones en el sentido de que hay responsabilidad por “actos lícitos” cuando uno realiza una actividad permitida por el ordenamiento jurídico (desde caminar por la calle hasta la generación de energía atómica), pero que termina causando un daño[36]. Una afirmación semejante implica bien caer en la vieja idea romana de la iniuria como dolus o bien el estar separando la acción previa de su resultado en un ámbito como la responsabilidad civil donde no tiene sentido separarlos[37]. Parece entonces más razonable hablar de un “acto ilícito dañoso”, pero, si esto es así, la ilicitud siempre habría que predicarla por el resultado y se dará necesariamente cada vez que se “causen daños”. Porque, de nuevo, ¿qué es un daño? En esencia, la lesión a intereses o bienes protegidos previamente mediante normas jurídicas[38]. Y si esto es así (y en todo Estado de Derecho respetuoso del principio de legalidad debería serlo); entonces, “daño” siempre significará estar violentando esas normas protectorias y, en definitiva, contradiciendo el orden legal.

A esta altura, daño y violación del ordenamiento serán sinónimos y, admitido esto, la ilicitud deja virtualmente de ser un requisito autónomo de la responsabilidad civil[39]. Hay autores que, no obstante, seguirán distinguiendo una cosa de otra. BUERES, por ejemplo, nos dirá que no es exacto decir “que el daño es antijurídico, pues tal daño no es lícito o ilícito, sino justo o injusto (resarcible), aunque esto no puede soslayar la calificación de la conducta”[40]. Ya se ha visto, no obstante, que tanto la “antijuricidad” como el “daño injusto” no eran más que formas de reinterpretar a la iniuria romana; al punto, que tanto la “antijuricidad alemana” como el “daño injusto italiano” aludían exactamente a lo mismo: al daño en tanto lesión de intereses o bienes protegidos por normas consagradas a tal efecto. Por eso, el hacer disquisiciones en materia de licitud e ilicitud como de justicia e injusticia tratándolas como si fueran cosas diferentes lo único que hace es confundir el entendimiento de algo que puede enunciarse en forma bastante más simple: que el “daño” es siempre “daño jurídico” e implica, en definitiva, la violación de normas protectoras de intereses que, con carácter previo, el legislador ha juzgado dignos de protección y que, en cuanto tales, han resultado lesionados en el caso concreto.

¿Qué otra objeción se le podría hacer a lo que acabamos de afirmar? Que en la doctrina italiana, muy influyente en los autores nacionales, se ha hecho la siguiente distinción: la de considerar al “daño”, por un lado, y al “perjuicio”, por el otro. El distingo, atribuido a CARNELUTTI, parte de la idea de que una cosa es el daño como violación de un interés protegido por el ordenamiento y otra cosa el perjuicio, que se refiere a la pérdida o menoscabo efectivamente sufrido por la víctima[41]. En la misma línea, también se ha aludido al “daño evento” y al “daño consecuencia”[42]. La idea aquí es que el daño no necesariamente tiene la misma naturaleza que la norma protectora violada; de manera que la lesión a un interés extrapatrimonial puede resultar en un detrimento patrimonial y viceversa[43]. Así, el ejemplo clásico de la lesión estética que en el caso de un actor o modelo puede afectar patrimonialmente más allá del sufrimiento que le cause a la persona respecto de su apariencia[44]. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la antijuricidad? Que tal distinción ha sido empleada para sostener que la violación de interés protegido sería la “antijuricidad” y el “perjuicio” el daño propiamente dicho[45]. El distingo parece adecuado a la hora de establecer el carácter resarcible del daño como paso previo a su cuantificación. Otra cosa es el tema de las terminologías ya que, en definitiva, lo que se está haciendo es llamar “antijuricidad” y “daño” a dos factores que la doctrina italiana, la creadora misma del distingo, analiza dentro del fenómeno del daño empleando otra nomenclatura. Pero, ¿acaso no hay antijuricidad en el llamado “daño injusto”? Ya hemos visto que sí y que, incluso, la cuestión del daño como violación de normas protectorias del ordenamiento es algo que ya se tomaba en consideración desde, por lo menos, el siglo XVIII. Entendemos entonces que la cuestión es, más bien, otra: ¿acaso tiene sentido distinguir entre “daño” y “perjuicio” o entre “daño evento” y “daño consecuencia” a efectos de establecer requisitos para la procedencia de la responsabilidad civil? A nuestro modo de ver, la respuesta debe ser la siguiente: cuando se habla de “daño” en cuanto presupuesto de la responsabilidad civil se alude, en definitiva, a “daño resarcible” ya que, se supone, nadie va a iniciar acciones judiciales si la lesión contra el interés no se traduce en una afectación susceptible de ser reparada de alguna forma. Pero, al mismo tiempo y necesariamente, el “daño resarcible” también importa la violación de un interés protegido. O dicho de otro modo: hay “daño resarcible” porque hay lesión a un interés y, en consecuencia, antijuricidad. El uno está inescindiblemente unido al otro; con lo cual, de nuevo, no tiene sentido separar entre “daño evento” y “daño consecuencia” o, si se quiere, entre una “antijuricidad-lesión a un interés protegido” y un “daño-menoscabo final de tal lesión” en tanto presupuestos independientes de la responsabilidad civil. A lo sumo, el distingo es útil dentro de una “teoría del daño como elemento autónomo”, pero no para forzar la existencia de dos presupuestos diferentes dentro de la “teoría de la responsabilidad civil” [46].

Existe una última objeción que se le podría plantear al panorama que estamos dando: que, puesto que existen causas de justificación que obstan la ilicitud, siempre será necesario el juzgamiento de la ilicitud como elemento autónomo o requisito de procedencia de la responsabilidad civil. La cuestión es cuando menos dudosa. Al fin y al cabo, uno podría afirmar que el “daño injusto” es aquel que tiene lugar cuando se viole sin justificación alguna norma protectoria; con lo cual, la causas de justificación también pasarían a ser parte de una “teoría del daño”[47].

3) Antijuricidad y culpa

Pero, ¿acaso no puede darse una antijuricidad previa, tal como lo sostiene la doctrina clásica defensora de la ilicitud en la acción? Sí, si entendemos a la antijuricidad como sinónimo de culpa y dolo a la vieja usanza. ¿Y una antijuricidad objetiva previa y separada del daño? Poder, puede darse y el ejemplo que dimos antes con la persona manejando a más de cien kilómetros por hora en una calle demuestra que esto es así. Ahora bien, ¿qué relevancia tendría esta ilicitud a efectos de una condena por responsabilidad civil? Más allá de que podría permitir determinar un dolo o culpa (en caso que fuera necesario, ya que en nuestro sistema basado en la idea de riesgo no lo es), esa ilicitud no cumple ninguna función. El conductor, claro está, podrá ser sancionado en el ámbito penal o administrativo, pero a los efectos de una responsabilidad civil no tendrá mayor sentido ya que, en última instancia, siempre que haya un daño habrá antijuricidad. Por ese lado, van ciertamente aquellos que sostienen que la ilicitud no es necesaria en la responsabilidad civil sólo que, como se verá enseguida, muchos llegan al punto de desentenderse también del principio de legalidad que, se supone, tiene que ser respetado si queremos que la responsabilidad civil constituya un mecanismo de reparación apto para integrarse en una sociedad democrática .

Si aludimos a una antijuricidad previa relevante, el caso por excelencia será el de las llamadas omisiones puras, dado que aquí se da la particularidad de que siempre tiene que darse un deber previo de actuación que, por lo general, constará en una norma jurídica[48]. ¿Podemos postular entonces que, aquí sí, la regla es la antijuricidad previa? Sí, pero en tanto y en cuanto se tengan presentes una serie de cuestiones. Primero, que aquí “ilicitud previa” no es sinónimo de “ilicitud en la acción” ya que en la omisiones puras ni siquiera hay causalidad material y, claro está, acción alguna. En segundo lugar, que la ilicitud previa sólo sería necesaria en tales casos y, en última instancia, no obstaría la necesidad de que también tenga que darse esa otra antijuricidad en el resultado derivada de existencia de un “daño”. De hecho, la antijuricidad previa en tanto violación de un deber de cuidado se utiliza aquí para determinar una “culpa por negligencia”; con lo cual, quedaría subsumida en ese otro elemento que en la Argentina se conoce por “factor de atribución”. ¿Cómo es esto? En la omisión pura el sujeto no pone marcha proceso causal alguno. Así, el ejemplo del bañero de una playa que observa pasivamente como una persona sufre un calambre en el mar y termina ahogándose. El bañero no sólo no hace nada, sino que, causalmente hablando, quienes actúan son el mar, la propia víctima que se introduce en él y, si se quiere, el proceso biológico que lleva al espasmo involuntario del músculo de la pierna. La cuestión que entonces aparece es la de determinar si alguien puede ser responsable por no haber “causado” nada. O lo que es lo mismo: por el hecho de permanecer quieto frente a la producción de un daño derivado de un proceso causal en el cual no ha intervenido activamente[49]. A la luz de esto, sostener, como, por ejemplo, lo hace el artículo 1717 CCCom que será responsable el que “por acción u omisión, cause un daño” se presenta como una verdadera contradicción lógica. ¿Pero acaso no hay responsabilidad por omisión? Claro que sí, pero, al no existir causalidad material, la imputación del daño al bañero habrá que construirla artificialmente a partir de la violación de un deber previo de actuar de determinada manera[50]. Así, en el caso del bañero primero habrá que determinar si éste tenía un deber de actuar para salvar a la persona que se estaba ahogando y, luego, comprobar si tal deber fue incumplido. Sólo entonces, en segundo lugar y a partir de la culpa derivada de ese incumplimiento, corresponde analizar si, de haberse cumplido tal obligación, el daño podría haberse evitado. La mera culpa no basta ya que siempre podría discutirse si el daño no habría ocurrido de todas formas[51]; tal como sucedería si, por ejemplo, la persona fallece en el mar por haber sufrido un infarto fulminante o porque el oleaje no permitía el salvamento. De esta forma, la responsabilidad sólo existirá para el caso en que pueda inferirse que existían buenas chances de salvar a la víctima[52]. De comprobarse esto, y de manera completamente valorativa, se considerará que el bañero es responsable por el ahogamiento; aunque, ciertamente, no por el hecho de que él haya “ahogado” a la víctima o, siquiera, obligado a que alguien se metiera en el agua.

Resumiendo: en la omisión pura puede llegar a hablarse de una antijuricidad previa que sirve para establecer deberes preexistentes con vistas a determinar una culpa por negligencia y, en tanto tal, no cuenta con autonomía para considerarla como un elemento o requisito autónomo de la responsabilidad civil. De hecho, también hay “culpa antijurídica” más allá de la omisiones puras en los casos de culpa “tasada” o “calificada”; tal como ocurre, por ejemplo, cuando los artículos 1483 y 1674 CCCom aluden a la diligencia del “del buen hombre de negocios” o cuando se dispone que hay que tomar en cuenta la confianza que hubiera entre víctima y victimario o los conocimientos especiales del agente (1725 CCCom). En tales casos, la ley exige determinados estándares de conducta e incurrir en culpa importará, precisamente, haber violado tales prescripciones.

Por todo esto, y si se trata de establecer una regla general en materia de antijuricidad y responsabilidad civil, bien puede afirmarse lo siguiente: si la misma es considerada objetivamente, habrá que predicarla desde el resultado y, si esto es así, la antijuricidad no será más que la violación no justificada de las normas jurídicas protectoras de un bien o interés cuya violación, en definitiva, lleva a lo que se conoce por “daño”. De esta manera, la “antijuricidad” sería, a lo sumo, un componente o subelemento a integrarse dentro de todas las operaciones destinadas a determinar que nos encontramos frente a un “daño resarcible”, pero no un requisito autónomo en sí mismo. Todo esto, no obsta que además puedan darse “ilicitudes previas”, pero éstas sólo tendrán interés a efectos de construir un “curso hipotético” en el caso de omisiones puras o para determinar una culpa calificada, pero, cualquiera sea el caso, la ilicitud estará “embebida” en el daño, en una pretendida causalidad o en un factor de atribución subjetivo, pero nunca como elemento o presupuesto independiente.

IV. La antijuricidad en el Nuevo Código Civil y Comercial [arriba] 

A) El sistema de los artículos 1717 y 1737

Retomemos la cuestión del vínculo entre la responsabilidad civil y el principio de legalidad: dado que, en esencia, se trata de un sistema de justicia retributiva que impone sanciones a cargo de quien deberá indemnizar, no hay duda de que la responsabilidad civil tiene que respetar el principio de legalidad. Pero para lograr esto, ¿acaso es necesario que el sistema disponga expresamente que la ilicitud tiene que darse como requisito para que proceda el resarcimiento? La verdad es que no ya que basta con que se consignen los casos en que habrá que reparar y que se pueda saber con cierta precisión los alcances de lo que se considerará como daño. De darse esto, el sistema le permitirá a las personas conocer ex ante cuales son los límites de su libertad; aun cuando sus normas en ningún momento mencionen palabras como “ilicitud”, “ilegalidad” o “antijuricidad”. Dicho esto, también puede suceder lo contrario; esto es, que en lo formal se disponga expresamente el requisito de “antijuricidad” y que, aún así, el sistema viole el principio de legalidad.

El nuevo Código Civil y Comercial aspira a ser una suerte de resumen de lo que ha venido sosteniendo la doctrina argentina en los últimos cincuenta años y, claro está, toma por buena la teoría de los “presupuestos” y cae en algunas contradicciones como el hablar de “acción en la omisión” o el tomar a la “causalidad adecuada” como verdadera teoría de la causalidad[53]. También alude a la necesidad de una “antijuricidad” en la responsabilidad civil y, así, su artículo 1717 reza que “Cualquier acción u omisión que causa un daño a otro es antijurídica si no está justificada”. El precepto parece plantear la siguiente posición: salvo justificación, aquel que causa un daño tiene que repararlo y, dado que esa regla se dispone en un precepto bajo el rótulo de “antijuricidad”, las personas ya pueden darse por enteradas de ese deber a su cargo; cumpliéndose, pues, con el principio de legalidad. ¿Es esto así? Sí, con reservas, porque, como se ha señalado, para cumplir con el principio de legalidad no bastan las invocaciones a la “antijuricidad”, sino, más bien, que las personas sepan lo que pueden esperar de ese sistema. Y con el 1717, ¿puedo saber a qué atenerme? Sólo si además queda claro de antemano lo que se entenderá por daño. ¿Y acaso el nuevo Código toma cartas en el asunto? Al menos, intenta tomarlas y, así, su artículo 1737, que bien puede considerarse como una norma de cierre de la regla del artículo 1717, nos dice que “Hay daño cuando se lesiona un derecho o un interés no reprobado por el ordenamiento jurídico, que tenga por objeto la persona, el patrimonio, o un derecho de incidencia colectiva”.

¿Cumple este precepto con un test de constitucionalidad a la luz del principio de legalidad? Permítasenos postergar la respuesta para hacer una pequeña digresión adicional: antes hablamos de que, tratándose de la antijuricidad, muchas veces las doctrina habla de lo mismo, pero, al usar vocabulario diferente, cree estar en posturas opuestas. En ese sentido, una cosa que llama la atención es que en el actual sistema puede verse el influjo de dos proyectos anteriores. Nos referimos tanto al artículo 1066 del proyecto de la Comisión Federal de 1993, que prescribía que “Todo acto positivo o negativo que causa un daño es antijurídico si no se encuentra justificado”, como al artículo 1588 del Proyecto de 1998, que expresaba que “debe ser reparado el daño causado a un derecho, o aun interés que no sea contrario a la ley, sino está justificado”. Como puede verse, el 1066 de 1993 es la fuente del actual 1717 y el 1588 de 1998 la del nuevo 1737. Pero, ¿qué es lo llamativo de todo esto? Qué, como lo indicáramos antes, el proyecto de la Comisión Federal es puesto como uno de los adalides en la defensa de la ilicitud como requisito de la responsabilidad civil; en tanto que el de 1998 se alineaba entre los defensores de la supresión del requisito. Pero si esto es así, ¿como pueden ser que ambas cláusulas sean compatibles y hasta se hayan puesto en forma casi idéntica en el Código Civil y Comercial de 2015? Muy simple: en la práctica, y más allá de la terminología empleada, las dos afirman lo mismo: que cada vez que “se causa un daño”, habrá que responder; salvo que concurra alguna causa de justificación. El matiz, terminológico, pero en absoluto sustancial, es que el proyecto de 1998 transparenta las cosas aludiendo directamente al “daño no justificado”; en tanto que el de 1993, como ahora el nuevo Código, intentan preservar la idea de una supuesta antijuricidad que pasaría por violar una regla “alterum non laedere”, pese a que la solución es exactamente la misma que en el otro.

Pasemos ahora a analizar al artículo 1737 con un poco más de detalle: el vincular al daño con la lesión a un derecho subjetivo no plantea, en principio, problemas. Se trata de su noción clásica en la cual cualquier lesión implicará necesariamente estar violando la norma previa que establecía la facultad legal. Con ella, se puede saber de antemano lo que significa para la ley “causar un daño” y se preserva el principio de legalidad. El problema es la segunda parte de la cláusula aludiendo a un “interés no reprobado por ley”. La misma implica borrar con el codo todo lo anterior ya que con ese agregado daño pasa a ser potencialmente todo; sea la lesión a un derecho o fuere la lesión a cualquier otra cosa. O lo que es lo mismo: todo lo que no está prohibido, está permitido y cualquier “lesión” en el ámbito de lo permitido es daño.

B) Algo más sobre daño en el CCCom

¿De dónde viene esta definición del daño como interés no reprobado por ley? Tiene un origen histórico concreto: la evolución del humor social con relación al llamado concubinato. En los tiempos de las primeras codificaciones, la unión de hecho era vista como una situación contraria a la moral y a las buenas costumbres; de manera que, en la práctica, no sólo no daba acción alguna a favor de los convivientes, sino que directamente era tenida por ilegal. Con el paso del tiempo, estos vínculos pasarán a ser una situación tolerada y, más tarde, algo regulado; llegándose, incluso, a ordenamientos que le equiparan efectos con el matrimonio[54]. Lo del “interés no reprobado por ley” aparece precisamente cuando el concubinato deja de ser meramente tolerado, pero aun no se encontraba expresamente regulado[55]. Algo, que podía llevar a soluciones tan absurdas como que la viuda de una pareja que, quizás por antojo, se acababa de conocer y casar, tuviera derecho a reclamar por daño moral y, en su caso, por el sustento económico que le significaba el cónyuge fallecido; en tanto que la pareja supérstite de una unión de hecho que, a lo mejor, habían vivido durante décadas juntos no tuviera derecho a nada por el simple expediente de no haber rubricado su relación afectiva “con papeles”. Se daba así una situación donde triunfaba lo formal sobre lo real y donde la verdadera solución, claro está, pasaba por reconocer esta evolución de las costumbres y legislar en consecuencia. Lamentablemente, y como suele ocurrir en las legislaturas, en la Argentina triunfó el cortoplacismo de las soluciones improvisadas y no el ir encarando un modernización de la legislación civil según iba siendo necesario; lo que llevó a que la jurisprudencia por la vía de los hechos creara al “interés no reprobado por ley” como fórmula para proteger a los concubinos. Con el paso del tiempo, la doctrina también mencionaría otros casos como, por ejemplo, el del huérfano que es cuidado por su tío como si fuera su progenitor y que, pese a esto y ante su muerte, no tendría los mismos derechos que un hijo, pese a que en los hechos la relación era la misma[56].

¿Cuál era la solución adecuada para solucionar estas contradicciones que, pese a todo, no dejan de constituir excepciones a la regla general? Reconocerlas expresamente como tales. ¿Se ha tomado esto en cuenta en el Código Civil y Comercial? Sí, a la hora de regular la indemnización por consecuencias no patrimoniales, el artículo 1741 dispone que, en caso de muerte o gran discapacidad del damnificado directo, “también tienen legitimación a título personal, según las circunstancias, los ascendientes, los descendientes, el cónyuge y quienes convivían con aquél recibiendo trato familiar ostensible”[57]. A su vez, el 1745 CCCom regula la extensión de la indemnización por fallecimiento disponiendo en su punto b) que, además de los hijos y cónyuge, también puede recibir alimentos el “conviviente”. Esto, al tiempo que el punto c) dispone que la pérdida de chance de ayuda futura derivada de la muerte de hijos también se extiende “a quien tenga la guarda del menor fallecido”.

Con ambos preceptos se soluciona en forma expresa lo que venía siendo un verdadero problema de legitimación activa para demandar daños. Pero habiendo hecho esto, ¿acaso era necesario seguir insistiendo con la vaguedad del “interés no reprobado por ley”? En absoluto y, con ello, tenemos una de las grandes contradicciones del nuevo sistema: que, lejos de ir de lo general a lo particular, tal como procura legislarse en las codificaciones, lo que se ha hecho es crear una regla general en materia de daño a partir de lo que era una excepción que, para peor, ya ha sido resuelta. Todo esto, sin contar que, al hacerlo, se ha terminado consagrando por la vía legislativa lo que era una solución improvisada a la que se había acudido, precisamente, por no contarse con legislación expresa. Paradojas aparte, el resultado de todo esto es una definición de daño que, lejos de ser tal, lo que termina haciendo es indefinirlo todo.

C) Daño y discrecionalidad judicial

Llegados a este punto, quizás se nos objete que, puesto que el distingo entre lo permitido y lo prohibido se sigue dando con los artículos 1717 y 1737 CCCom, el principio de legalidad es respetado. Pero, ¿acaso la afectación de cualquier actividad humana permitida reviste relevancia como para poner en marcha un aparato judicial financiado por todos los ciudadanos?[58] Se podrá decir que esa es la razón por la cual se parte de la idea de “daño justificado”, para evitar estos abusos[59]. Pero la existencia de causas de justificación no es suficiente para restringir la amplitud del concepto de daño que se ha adoptado[60]. Piénsese en este ejemplo: el lector está leyendo este artículo de doctrina que trata sobre una cuestión bastante abstracta de la responsabilidad civil y, aun habiendo puesto todo nuestro esfuerzo por hacerlo llevadero, se siente bastante confundido y está comenzando a aburrirse. Pues bien, ¿está prohibido que usted, lector, lea este texto? Claro que no y, de esta manera, el decidir leerlo o no, constituye un ejercicio de autodeterminación garantizado por el artículo 14 de la Carta Magna. Pero, ¿y el aburrimiento? ¿Acaso el hecho de que usted tenga una aspiración a no aburrirse es algo prohibido? No, sus aspiraciones a no aburrirse también se encuentran dentro del amplísimo ámbito de su libertad constitucional y, por lo tanto, constituyen un “interés no reprobado por ley”. Desde esta perspectiva, bien podemos decir entonces que el disconfort que potencialmente le estamos causando está afectando ese interés y, si ello es así y al no concurrir ninguna causa de justificación, entonces, ya tenemos un daño en el sentido del Código Civil y Comercial. Dicho esto, claro está, se nos replicará que lo que decimos es una completa exageración ya que ningún juez le dará jamás procedencia a una demanda de estas características. Es probable que no ya que, en definitiva, lo que hicimos no fue más que una reductio ad absurdum para demostrar la ambigüedad de la actual redacción. Pero, ¿qué tal otros casos como, por ejemplo, el considerar como daño el tener que esperar para hacer un trámite? No en vano, ya hace años se predicaba que las meras molestias dieran lugar a acciones indemnizatorias[61]; de manera que no faltarán quienes lo acepten como un daño y hasta lo fundamentarán en el deber de “trato digno” de la Ley de Defensa del Consumidor. Ahora bien, ¿cualquier espera ya se puede considerar daño? Y aun cuando fuera de horas, ¿acaso la solución a la desidia de las empresas en materia de atención al cliente pasa por conceder un derecho a indemnización individual que colapsará a los tribunales con demandas de menor valor que lo que cuesta poner en marcha todo el sistema judicial? ¿No sería más razonable, y efectivo, que eso fuera gestionado por la vía de un Derecho administrativo sancionatorio a través de multas de valor muy elevado? Claro que sí, pero el problema es que en nuestro país hoy día la responsabilidad civil es vista como la panacea que soluciona todos los problemas sociales.

¿Y que tal los casos de daño moral porque nos pusimos tristes al separarnos de una novia o novio? En un país como Brasil, que no pocas veces está en sintonía con el nuestro en materia de Derecho privado, la jurisprudencia y la doctrina está dividida. Los que aceptan esa posibilidad dan fundamentos que pasan desde el evitar una “industria del noviazgo” destinada a obtener supuestos beneficios espurios empleando los sentimientos de las personas[62], hasta el hablar de que cada novio es libre de decidir en separarse; sin perjuicio de su obligación de indemnizar el perjuicio que cause en ejercicio de su audeterminación[63]. Al menos en Brasil, parece que son varios los jueces que andan necesitados de una norma que les defina de antemano lo que es el daño[64]. También los ciudadanos ya que ¿acaso alguien razonable se puede imaginar que por separarse de su pareja va a ser pasible de una demanda judicial? Y no estamos hablando del recupero de gastos pagados, o de aquel que se rompe su relación de tal forma que le causa una humillación pública al otro, sino, simplemente, de dejar de tener un proyecto común afectivo con alguien con el que hasta ese momento se tenía una relación personal o amorosa más o menos profunda; es decir, aquello que, con mayor o menor dolor, han vivido casi todos los que han alcanzado la vida adulta.

Se podrá decir que en la Argentina no hay peligro de que ocurra algo semejante ya que el Código unificado toma expresas cartas en el asunto prohibiendo en su artículo 401 cualquier acción de daños por esponsales. Una medida que estimamos de lo más correcta, pero que nos genera un par de comentarios. Primero, que el texto expreso es el resultado de que también en la Argentina ha habido un par de sentencias de primera instancia (por suerte, no refrendadas en apelación) estableciendo el daño moral por mera separación; lo que condujo a que fuera necesario que la ley adoptara una medida que diera certezas al respecto. En segundo lugar, que el artículo 401 no es una buen ejemplo para justificar lo del “interés no reprobado” del 1737, sino, más bien, de lo contrario: de que realmente hace falta qué la ley fije de antemano lo que “tomará” como daño y lo que no. O lo que es lo mismo: es el ordenamiento, a través de sus permisiones y prohibiciones, el que debe determinar de antemano lo que debe ser considerado daño y no la intuición, gustos y, aun, prejuicios personales del juez.

De hecho, y más allá de los esponsales, existen incontables situaciones que hoy día requieren de definiciones legislativas concretas. Piénsese, por ejemplo, en casos surgidos en el Common Law como el del “wrongful birth”. El supuesto típico es cuando, a raíz de operaciones de ligadura de trompas o de vasectomías, el médico no informa de la posibilidad mínima de fecundar, lo que lleva a demandar por los costos derivados del nacimiento inesperado de un niño sano. Aquí, la respuesta fácil sería que un niño es un costo muy elevado y el médico por lo menos debería pagar hasta que el menor alcanzara la mayoría de edad al haber violado el derecho de autodeterminación de los padres. Esa ha sido, de hecho, la tesitura seguido por ciertos tribunales de países de Europa continental, que se han hecho eco de esta problemática. Con todo, esta visión tan simple como materialista no tienen presente varias cosas: ¿acaso la advertencia del médico respecto de un porcentaje ínfimo de fracaso habría llevado, en efecto, a no realizar la operación? ¿No se están sobredimensionando ex post facto los efectos reales de los deberes de información a cargo del médico? Y de ser así, ¿podemos hablar de una causalidad que siquiera cumpla con un test de conditio sine qua non? Además, ¿a cuánto ascendería el monto de una condena destinada a paliar casi dos décadas de crianza? Y aun cuando el médico contara con seguro de responsabilidad civil, ¿cómo se terminan trasladando esas erogaciones a los costos de la salud pública en general? También hay varias cuestiones éticas, ya que en un país que se declara occidental y cristiano y donde se privilegia el valor vida, ¿es razonable o moralmente valioso considerar que el nacimiento de un niño sano es un “daño”? Por otra parte, ¿qué ocurre si en el futuro el niño descubre que sus padres lo consideraron un mero “costo adicional”? ¿Los demanda, a su vez, por daño moral?[65] Como puede verse, se trata de verdaderas cuestiones de política legislativa que no pueden ser definidas por los jueces sobre la base de las anteojeras que impone la visión del “caso por caso”.

Ténganse presente también los abusos que se vienen cometiendo en materia del llamado daño moral y en la proliferación de “nuevos daños” como el “psicológico” o “al proyecto de vida”, que se superponen con las clásicas categorías del patrimonial y extrapatrimonial y que, sin embargo, se las acumula a estos para “inflar” montos indemnizatorios. Considerando todo el panorama, lo que tenemos es que, al parecer, lo que se procura no es ya que la responsabilidad civil sea un mecanismo de reparación de lesiones a bienes protegidos por el ordenamiento en razón de su relevancia, sino, más bien, una suerte de mecanismo de indemnidad contra “malos ratos”. Y es que cualquiera sabe que, por lo general, la vida no es un compendio de alegrías. Es más, uno conoce lo que es la felicidad debido a lo intenso y breve de ese sentimiento y, en definitiva, por contrastarlo con el resto de las emociones que tiene durante su existencia. Así, uno también tendrá momentos de satisfacción que no lleguen a la felicidad plena y también abundarán los momentos de apatía y los directamente malos. Con relación a estos últimos, serán incontables las veces en que nuestros amigos o conocidos nos defrauden o traicionen, nuestro jefe nos ponga presión o menosprecie lo que hacemos, nos dejarán plantados en alguna cita, discutiremos con conocidos y desconocidos y, como es lógico, uno se sentirá mal o muy mal por todo ello, pero, de allí, a que lo consideremos como daño jurídico, así sin más, dejando su posible reconocimiento a unos tribunales que, al parecer, se busca equiparar con el oráculo de Delfos, existe un buen trecho.

Con semejante enfoque, se le quita jerarquía a la responsabilidad civil ya que de ser un instituto destinado ayudar a verdaderas víctimas se termina transformando en una bolsa de gatos donde puede llegar a entrar casi todo. Y no sólo eso, también se lo convierte en un mecanismo de crispación social donde cualquier persona puede sentirse potencialmente legitimada en “externalizar” sus inseguridades existenciales en otro que, claro está, será el “responsable” de aquello que, a lo mejor, tendría que conversar con un profesional distinto de los que se ocupan del Derecho. Lo cierto es que, con una “antijuricidad” que se funda en “no dañar a otro” y donde el daño puede ser casi cualquier cosa, basta con dar con un juez que sea empático con nuestra manía (quizás porque él, al ser también una persona y no un ente que vive en una dimensión paralela, la vive de la misma manera) para tener una acción contra alguien que en ningún momento se habría imaginado que el sistema legal podía permitir algo semejante.

D) La pretendida “constitucionalización” del “alterum non laedere”

Qué la actual solución se presta a violar el principio de legalidad y, en consecuencia, devenir inconstitucional es, a nuestro modo de ver, tan evidente como el camino que se ha venido empleando para circunvalar el problema: el declarar que el principio “alterum non laedere” es una garantía constitucional que surge del artículo 19 CN[66]. Y claro está: si la responsabilidad civil está en el mismo nivel que el principio de legalidad; la violaciones contra éste se vuelven más perdonables ya que hasta podría alegarse que no hay inconstitucionalidad, sino, a lo sumo, una colisión de derechos de igual jerarquía.

Lo de la responsabilidad civil con rango constitucional comienza en 1986 con el caso resuelto por la Corte Suprema de Justicia de la Nación “Santa Coloma, Luís Federico y otros c/E.F.A – Empresa Ferrocarriles Argentinos”[67]. Allí, se expresó que “el principio alterum non laedere tiene raíz constitucional (art. 19, Ley Fundamental)” y, desde entonces, la doctrina nacional ha venido destacándolo como ejemplo de la relevancia de la responsabilidad civil en la actualidad y, claro está, como recurso para evitar cuestionamientos acerca de las excesivas extensiones que de facto se han venido haciendo en la materia. Dicho esto, es cuando menos discutible que esa sea la doctrina de la Corte Suprema y así, por ejemplo, IBARLUCÍA nos dirá que aquella “aludió a tal fundamento para descalificar las indemnizaciones meramente simbólicas, irrisorias o inicuas y para sostener el principio de reparación integral, entendido ello como que no deben quedar daños sin el debido resarcimiento, pero nunca sostuvo que conducía a que no hiciera falta que hubiera un hecho antijurídico”[68].

No en vano, el propio tribunal también ha expresado que “el art. 19 de la Constitución Nacional establece el “principio general” que prohíbe a los hombres perjudicar los derechos de un tercero”; de manera que, a lo sumo, el daño podría tratarse como la violación de un derecho subjetivo, pero no de cualquier cosa que se le ocurra al juez[69].

Pero supongamos por un momento que lo que viene sosteniendo la doctrina civilista es exactamente la tesitura de la Corte Suprema; esto es, que el artículo 19 CN consagra el “alterum non laedere” en el sentido de una suerte de derecho fundamental a la responsabilidad civil contra cualquier “daño injusto”. ¿Qué opinión merecería semejante tesitura? Pues bien, la misma tendría que ser tomada como un dato de la realidad con la que el operador jurídico deberá lidiar en el ejercicio de su profesión, pero no dejaría de ser más una falacia de autoridad que una verdadera argumentación acorde con el vínculo que debe existir entre el principio de legalidad y la responsabilidad civil. Porque de lo que no hay ninguna duda es que el artículo 19 CN establece que nadie puede ser obligado a lo que la ley no manda, ni condenado por hacer lo que ella no prohíbe; algo que se viola con la nebulosa definición de daño del 1737 CCCom. ¿Pero el artículo 19 CN no alude también a que las acciones privadas de los hombres sólo están exentas de la autoridad de los magistrados cuando no “perjudiquen a un tercero”. Claro que lo dice y, como se ha visto, su origen está en el artículo 4 de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. ¿Pero acaso eso significa la consagración de un “derecho fundamental constitucional a demandar mediante responsabilidad civil”? Más bien, y tomando el antecedente francés, lo que hace el primer párrafo del artículo 19 CN es disponer la vieja máxima de que el derecho de uno termina donde empieza el del otro. Una disposición general que la legislación inferior concretará a través de diversas herramientas como la responsabilidad civil, sí, pero también mediante otras como las acciones posesorias, los límites al dominio, los privilegios, las nulidades o las causales de desheredación y, esto, sólo quedándonos en el mundo del Derecho privado.

Esta concepción de una “responsabilidad civil constitucional” no sólo es falsa, sino que, al mismo tiempo, también contribuye a petrificar el Derecho de daños. ¿Por qué? Porque impide que, tal como sucede en otros países, la materia evolucione y se desarrollen sistemas más efectivos de reparación. Aquí, no deja de ser un dato menor que la Corte Suprema de Justicia también declarara la inconstitucionalidad del artículo 39 de la Ley 24.557 de Riesgos del trabajo por violar la igualdad constitucional si este no daba la opción de demandar por responsabilidad civil[70]. Dos cuestiones vinculadas con esto: la igualdad constitucional es idéntico tratamiento en casos de la misma clase; algo que se respeta al establecer un régimen especial para siniestros laborales (como el que viene usando Alemania desde 1884) y no cuando, en igualdad de supuestos, un juez sostiene que existe daño y otro que no; tal como lo permite el nuevo Código. Por otro lado, es algo básico de los sistemas de compensación de daños la cuestión de su viabilidad económica; esto es, que los mismos garantizan una mejor cobertura de la víctima, pero, ello, a través de una ingeniería económica muy delicada que, ciertamente, no puede lograrse si cualquiera acude a la vía que quiere[71]. Con semejante tesitura, aplaudida por aquellos que consideran que la responsabilidad civil es el único sistema de reparación de daños, se veda la posibilidad de que la argentina desarrolle sistemas de fondos alternativos como los que se han venido desarrollando en Europa durante los últimos años[72].

V. Algunas conclusiones [arriba] 

A) Daño por antijuricidad

Las personas no familiarizadas con el Derecho suele acusar a los operadores jurídicos de privilegiar las disquisiciones inútiles y perder el sentido de la realidad. Aunque cueste aceptarlo, la crítica es pertinente ya que no pocas veces se discuten conceptos netamente valorativos creados por el intelecto humano como si de realidades materiales se tratara. Al mismo tiempo, también abundan las discusiones que ya no enfrentan concepciones valorativas diferentes, sino, lisa y llanamente, el uso de vocablos distintos para aludir a lo que, en esencia, es lo mismo. Con semejante panorama, no es casual que se lleguen a verdaderas contradicciones como la ya mentada “causalidad en la omisión” y, ahora, “el principio de legalidad que viola la ley”. En esta línea, entendemos que la cuestión de la antijuricidad como elemento de la responsabilidad civil se encuentra completamente magnificada y no deja de resultar llamativo que los Principios Europeos de Derecho de Daños prescindan directamente de la noción y trasladen el problema al daño. En forma similar, el Marco Común de Referencia, posible antecedente de un Código de las Obligaciones europeo, tampoco menciona la cuestión y hay algo aun más llamativo: en la obra de más de 4700 páginas donde se comenta en detalle todo el proyecto, la cuestión de la antijuricidad es tratada en sólo 3 páginas; con lo cual, no parece ser algo que preocupe mayormente con vistas al desarrollo de un sistema de responsabilidad civil común[73].

¿A qué se debe esto? A que, a la luz de todo lo que se ha venido viendo, bien podemos quedarnos con la simple idea de que en la responsabilidad civil lo que habrá que determinar es si hubo daño en sentido jurídico y si existe algún fundamento razonable para atribuírselo a una persona diferente de la víctima.

Se percibirá que no aludimos a la “causalidad”, sino a “fundamentos”. Esto, porque, y si bien aquella será importante en la mayoría de los casos, lo cierto es que una de las mayores áreas de la responsabilidad civil es la negligencia y en ella, como se ha visto, muchas veces ni siquiera puede hablarse de causalidad. Al mismo tiempo, hablar de daño implicará aludir a la violación de normas expresas protectorias de bienes o intereses ya que, de lo contrario y por más sutilezas lingüísticas que quieran emplearse, el sistema no será consecuente con la legalidad constitucional. Todo ello, a la vez que un sistema de responsabilidad civil donde el daño sea potencialmente cualquier cosa no sólo resulta económicamente inviable, sino también indeseable ya que, lejos de preservar a las víctimas, lo que termina llevando es a la directa judicialización de las relaciones humanas.

Entendemos, pues, que el sistema conformado por los artículos 1717 y 1737 CCCom está lejos de crear un verdadero concepto de “antijuricidad” y de definir lo que se entenderá por “daño” y sí bastante cerca de constituir una caja de Pandora donde, una vez abierta, cualquier cosa que se le ocurra a alguien podrá ser susceptible de hacerse valer por la vía de la responsabilidad civil.

B) Tipicidad y atipicidad del daño

¿A que se debe esta necesidad de crear una ilicitud que no es tal (“antijuricidad” o “alterum non laedere”) o de aludir a un “daño injusto” como pretendida supresión de toda idea de ilicitud? La respuesta está en lo que constituye el verdadero eje del debate: el de la “tipicidad” o “atipicidad” del daño. Un sistema de “daño típico” parte de la idea de que, por más que se establezca un deber general de no dañar, el daño siempre será lo que la ley dice que es; de manera que, en la practica, lo que existirá será una prohibición relativa a no cometer determinadas tipologías de daño y no un concepto unívoco. A la hora de aludir a la “antijuricidad”, es común afirmar que en la responsabilidad civil se da una “tipicidad abierta”; ello, en contraste con la “tipicidad cerrada” que, se aduce, se da en el ámbito penal con la necesidad de que se describa un tipo delictual para cada injusto. Pero una cosa es ciertamente que la tipicidad en la responsabilidad civil sea abierta y otra cosa que directamente no exista.

Si se quiere respetar el principio de legalidad, el daño siempre tendrá que estar definido de antemano por normas jurídicas y la “tipicidad abierta” significara entonces que no hace falta dar con una descripción exacta, sino que al tipo “acto dañoso” habrá que cerrarlo en cada caso aludiendo a aquellos bienes protegidos por el ordenamiento a través de las normas que han sido lesionadas. Así, por ejemplo, “dañar a otro”, puede significar “dañar su propiedad”, “dañar su crédito”, “dañar su integridad física”, “dañar su vida”, “dañar su honor”, etc. Los ejemplos de “tipicidades” podrán seguir como tantas normas jurídicas protectoras de bienes o intereses existan, pero ésta jamás podrá consistir en “dañar lo que se le ocurra al juez de acuerdo con su sentido de justicia” porque, en ese caso y aun cuando se acuda a expresiones como “principios”, “valores”, “moral”, “buenas costumbres” o “Derecho natural”, el daño estará siendo creado al tiempo mismo del juzgamiento y, con ello, la “tipicidad abierta” se convierte en un eufemismo para, en realidad, hacer valer una “tipicidad nula”.

Lo que acabamos de explicar horroriza en buena medida al sector de la doctrina nacional que defiende la idea de la “atipicidad” del daño. ¿Por qué? Porque se aduce que de esa manera se limita la posibilidad de que la víctima que sufre un daño pueda obtener reparación[74]; a la vez que consignar legalmente todos los bienes o intereses que merecen protección es una labor ímproba, dado que estos son incontables. A esto se le suma algo que se repite una y otra vez: que con la tipicidad del daño la regla pasaría a ser que es lícito dañar hasta que una norma expresa disponga lo contrario[75]. Analicemos con más detenimiento esta última afirmación tan frecuente. A nuestro modo de ver, es evidente que estamos ante un verdadero sofisma porque, más bien, la situación se da a la inversa: dado que no todo lo malo que le ocurre a las personas puede ser daño; entonces, primero el ordenamiento tendrá que determinar de manera más o menos específica que se entenderá por tal para, sólo entonces, pasar a imponer deberes resarcitorios. Lo contrario, sería considerar que todas las personas están permanentemente condenadas a reparar cualquier circunstancia que pueda afectar a otro negativamente producto del contacto social: una situación que no sólo sería inviable económicamente (no hay sistema judicial con recursos como para lidiar con un “todos contra todos” en materia de relaciones humanas), sino, además, inconstitucional, dado que la regla de la libertad quedaría invertida y pasaría a ser la excepción frente a un deber perpetuo de responder.

En segundo lugar, la “tipicidad” del daño no lleva a que las “pobres víctimas” queden sin reparación, precisamente, porque, a efectos jurídicos, “víctima” es aquella al cual el ordenamiento le reconoce que ha sufrido un “daño” en tanto lesión de algún interés que, por su entidad, se ha considerado previamente digno de protección. Desde esta perspectiva, las “pobres víctimas” no son siquiera tales a los efectos de la responsabilidad. Como es obvio, esta idea de “dejar a las víctimas sin protección”, en realidad, se concatena con otra: que, precisamente, al limitarse mediante una tipificación los intereses o bienes dignos de protección, el sistema no reconocerá como víctimas a personas que, a la luz de un pensamiento progresista y solidario, deberían ser tenidas por tales; esto, en razón de que aquellos son incontables y, por lo tanto, no susceptibles de enumeración legal. Esta línea argumental nos lleva a la tercera objeción que, entendemos, cabe hacer a esta tesitura: el sobreestimar la cantidad de intereses dignos de protección y cuya lesión merece ser calificada como “daño” a efectos de una responsabilidad civil. Le proponemos al lector que encare la tarea de enumerar mentalmente cuales podrían ser esos intereses: ¿Vida humana?, ¿integridad física?, ¿propiedad?, ¿honor?, ¿lesión al crédito como algo separado de la propiedad?, ¿la posesión como situación de hecho respecto de una cosa?, ¿dolor íntimo por la perdida de un ser muy querido? Le instamos al lector que siga pensando y, en ese sentido, creemos estar en condiciones de asegurarle que, si llega a la treintena, será un milagro y, ello, sólo después de haber forzado bastante su imaginación y establecido subcategorías que bien podrán quedar comprendidas en las anteriores. Llegamos entonces a la cuarta objeción que puede hacérsele a la tesitura que ve con malos ojos al “daño típico”: que confunde los intereses dignos de protección, limitados, con las diversas circunstancias que llevarán a la lesión de tales intereses, incontables y tan variadas como posibilidades tiene el ser humano de moverse por el mundo. Precisamente, los artículos 1717 y 1737 adoptan una antijuricidad basada en causar daños atípicos y, con ello, ni la antijuricidad es tal y “daño” podrá ser potencialmente cualquier cosa; creando una incertidumbre que no se condice ni con el principio de legalidad, ni con la libertad humana que, como regla de cualquier Estado de Derecho, se busca preservar.

C) Posturas en materia de daño atípico

Supongamos por un momento que al lector no le convence nada de lo que venimos diciendo y sigue pensando que aludir a un daño basado en la violación en normas expresas importa caer en tipicidad y, esto, en dogmatismo, ritualismo y todos los “ismos” negativos que se le ocurran. Pues bien, ¿cuál es entonces la alternativa? Un daño atípico que la doctrina argentina, por influencia italiana, llama “daño injusto”. ¿Y cuando habrá daño injusto? A continuación, analizaremos las explicaciones que al respecto nos dan cuatro civilistas nacionales de primer orden. ZAVALA DE GONZALEZ nos dirá que “es injusto el daño cuando deriva de la lesión de intereses merecedores de tutela, que son todos aquellos que la sociedad y los valores comúnmente aceptados muestran como dignos y respetables, aunque no tengan cabida en las normas”[76]. Ya se ha señalado que el “daño injusto” italiano tiene el mismo origen que la antijuricidad alemana y, así, el aludir a la “injusticia” del daño para ir más allá de las previsiones legales constituye, cuando menos, una contradicción. Además, ¿qué son los “valores comúnmente aceptados”? Al parecer, aquellos que la sociedad considera como positivos en un momento dado. Algo que nos recuerda a todos los intentos que se ha hecho para tratar de definir una “moral social”; una entelequia, ya que la verdad es que la mentalidad imperante varía de una región a otra de un mismo país y, eso, siempre que realmente pudiera hablarse de una “mentalidad imperante”, lo cual es aun más dudoso, porque, en la práctica, los valores incluso varían de un estrato social a otro. Como se ha señalado con acierto, “las buenas costumbres no son idénticas en un pueblito serrano de Salta y la Ciudad de Buenos Aires, ni entre los inmigrantes laosianos y los socios del Jockey Club porteño”[77]. A lo sumo, y tratándose de una sociedad democrática, podría hablarse de unos “valores de consenso” que, con sus más y sus menos, serían aquellos que surgen del órgano político con mayor legitimidad social: el Parlamento. Pero no es a eso a lo que apunta la autora, sino a que los jueces, por razones no del todo claras, serían los intérpretes verdaderos de lo que vendría a ser el “signo de los tiempos”[78]. ¿Pero será esto así o, en realidad, el juez, autoconvenciéndose de interpretar las demandas sociales, dictaminará según su propio sistema de valores? Todo ello, sin contar con otro detalle: al menos en un sistema de Derecho codificado y con una Constitución formal estableciendo expresamente una división de poderes, ¿la función de los jueces es responder a las demandas sociales o aplicar al caso concreto la reglas que el Congreso, mal o bien, crea tratando de satisfacer esas demandas sociales?

Luego de advertir que no propende ni a un “gobierno de los jueces”, ni a una escuela del “Derecho libre”, ni a que el daño sea virtualmente cualquier cosa, CASIELLO también defenderá la idea de “daño injusto” sosteniendo que “cualquier interés del sujeto, siempre que sea serio y digno, se hará acreedor a la tutela jurídica. Será injusto lesionarlo. Y por eso, de la violación de ese simple interés, se derivará un daño en sentido jurídico, que corresponderá resarcir”[79]. Pero, ¿qué procedimiento seguirá un juez para determinar que algo es “serio y digno”? Como es lógico, la idea es que se acudirá a los pretendidos “principios y valores” del ordenamiento, pero, de nuevo, ¿acaso no estamos ante una manera extremadamente alambicada de no reconocer que, en última instancia, todo dependerá de las intuiciones y valores personales del juez? Y de ser así, que lo es, ¿acaso eso no implica llegar al “gobierno de los jueces” o a la “escuela libre del Derecho” que el propio doctrinario rechaza? A nuestro modo de ver, CASIELLO aspira alcanzar una suerte de “cuadratura jurídica del círculo”: respetar la legalidad y las certezas de un daño típico por la vía ir más allá de la ley y abriendo la puerta a que el daño pueda ser potencialmente cualquier cosa. El problema, a nuestro modo de ver, es que no se puede tener todo: o bien se respeta la legalidad y, en consecuencia, el daño típico que, en los hechos y en contra de la visión tremendista imperante, cubrirá gran parte de lo que el común de las personas consideran como “daño”, o se pasa a un sistema abierto, donde cualquiera podrá ser condenado por responsabilidad civil según el humor personal del juez de turno.

En una línea similar, DE LORENZO blanquea un poco más las cosas cuando nos indica que habrá “daño injusto” cuando el tribunal reconozca la necesidad de dar reparación. En sus palabras: “no se produce el desplazamiento del daño por haberse infringido un derecho (ubi jus ibi remedium) sino que precisamente al contrario, sobreviene la juricidad del interés de hecho por haberse determinado pretorianamente la tutela por su menoscabo (ubi remedium ibi jus). Muchas veces, pues, de la concesión del remedio (resarcitorio) es que puede deducirse a existencia de un interés protegido y no viceversa”[80]. En definitiva, si el juez determina que alguien tiene que indemnizarle a otro, eso es porque había un interés merecedor de tutela y, por lo tanto, daño. Cualquiera que haya leído a DE LORENZO sabe que es un civilista minucioso, pero aquí creemos que yerra. Para empezar, y en aras de evitar ese sino tan terrible de que se tipifique el daño, se suprime de cuajo el principio de legalidad. Llévese el razonamiento anterior al plano penal: me meten en la cárcel y eso determina que cometí un delito. Aquí, se insistirá con la letanía de que una cosa es el Derecho penal y otra la responsabilidad civil, que no sanciona, sino que repara. Pues bien, llevemos lo mismo al plano civil: me condenan a indemnizar obligándome a vender mi casa, o sacándome recursos para poder llevar adelante mi comercio del cual depende toda mi familia y por eso es que yo cometí un daño. ¿Eso es el Derecho de daños que mira a la víctima que tanto se pregona? ¿No será acaso que estamos creando víctimas, verdaderas víctimas, por la vía de ponerles el mote de “victimario”? No en vano, hasta otro partidario del “daño atípico” como BUERES le replicará a esta tesitura de la siguiente manera: “Se paga (posterius) por cuanto se lesiona (prius). Y en este punto está involucrado el concepto mismo de daño como lesión a un interés jurídico (prius) productora de consecuencias desfavorables en el patrimonio o en el espíritu que deben repararse (posterius). Un razonamiento contrario implica poner el carro delante del caballo (o el caballo detrás del carro)”[81].

Para BUERES, el daño tiene que ser determinado con anterioridad y referirse a un interés jurídico que resulta lesionado a posteriori. Pero, ¿cómo se vincula esto con el daño atípico que también defiende este autor? El doctrinario nos dirá que “los jueces no crean daños en actitud intuicionista o voluntarista, sino que las valoraciones que ellos hacen de las leyes (y de sus fines inmanentes), de las costumbres, de los principios generales del Derecho, estándares, solidaridad social, equidad, etcétera, le permiten extraen de esa totalidad que es el ordenamiento los intereses tutelados. (…) Estimamos que el daño injusto está en el ordenamiento (todo) de donde, por añadidura, se infiere que es previo a la lesión, sin perjuicio de que en algunos casos particulares nadie haya declarado todavía la tutela al tiempo de la referida lesión (…) El magistrado va a descubrir quizá algo desconocido, que a pesar del transcurrir de los años está dentro del Derecho[82]”. Con el respeto que nos merece el autor, eso es lo mismo que defender la anterior postura de DE LORENZO, sólo que lo que éste planteaba a nivel teórico, BUERES lo niega en ese plano, pero terminará ocurriendo en la práctica. ¿Cómo es esto? Puede que en la visión idealizada que nos da este autor hayan pesado sus propios años en la judicatura, pero es bien sabido que cuando los jueces acuden a valores o principios supuestamente superiores y no claramente definidos, lo que hacen es convertirse veladamente en “árbitros de equidad” y, con ello, en definitiva, en “opinólogos” y no en interpretes y aplicadores del Derecho[83]. Con ello, no decimos que actúen de mala fe, sino que los jueces son personas y, como tales, tratarán de persuadirse de que su sistema de valores individual es el imperante en la sociedad o, en su caso, el que responde a los valores del Derecho natural. Por otro lado, ¿cómo es eso de que los jueces no crean Derecho, sino que “descubren” cosas que ya estaban, pese a nadie antes se le había ocurrido que estaba allí? [84] Si bien la ley positiva dista de ser perfecta y siempre aparecen lagunas y contradicciones, tal afirmación implica despreciar lo que significa contar con un ordenamiento positivo y, ciertamente, si esos “descubrimientos” no son, lisa y llanamente, “creación judicial”, la verdad es que no sabemos lo que lo sea[85].

Para finalizar, se nos podrá decir que eso de que cualquier cosa pueda ser virtualmente considerado como “daño” no puede darse ya que el nuevo Código unificado establece en su artículo 1739 que el perjuicio reúna como requisitos de procedencia el ser “directo o indirecto, actual o futuro, cierto y subsistente”. ¿Acaso esto no sirve para ponerle coto a un eventual activismo judicial? No lo creemos y basta por cierto con consultar un par de manuales o tratados en materia de responsabilidad civil para comprobar la variedad de opiniones que existen en materia de existencia, magnitud y certidumbre del daño y, con ello, en definitiva, para entender que, más que frente a requisitos sistemáticos, estamos ante términos amplios y susceptibles de ser moldeados a piacere por el intérprete.

Y así como antes disentíamos con la tesitura de ORGAZ en materia de ilicitud, también nos parecen elocuentes sus palabras cuando nos dice que “la ley no es solamente su letra, desde luego, pero tampoco es ésta una mera envoltura de aquella –como una caja de cartón u otro envase cualquiera- que se debe abrir y dejar después a un lado, para examinar su contenido. (…) Con una imagen, pero con total rigor, podría decirse que la letra y el precepto (o la norma) se hallan en la misma relación que la piel y el cuerpo humano, del cual aquella es solamente –pero también nada menos- e contorno y el límite natural. Y así como desgarrar la piel importa simultáneamente desgarrar el cuerpo, alterar la letra, cuando no se trata de mera corrección de errores materiales, significa alterar el sentido mismo del precepto o de la norma. (…) La interpretación que, so capa de claridad, no va más allá de la letra, se llama en doctrina “puramente literal” y es además de peligrosa, desdeñable. (…) En pareja ilegitimidad, se encuentra la interpretación que, con el fundamento de dar plena satisfacción al espíritu, prescinde buenamente de la letra y la contraría franca o sibilinamente –de suerte que la ley acaba significando algo muy distinto de lo expresado por ella y aun, en ocasiones, exactamente lo contrario”[86].

De nuevo, guste o no, los jueces son personas y, como tales, los hay excelentes, buenos, pero también regulares, mediocres y malos. Si ser juez fuera sinónimo de superioridad moral o intelectual, ni siquiera haría falta el Derecho escrito, que no es otra cosa más que una garantía para que las personas puedan saber a que atenerse, pero también un mandato a los jueces no tan probos para que, más allá de su opinión personal, se circunscriban a las directivas del Poder Legislativo y de la Constitución, so pena de cometer prevaricato.

En resumidas cuentas: o se da tipicidad en el daño y se respeta el principio de legalidad; o todo deviene “opinología” y la posibilidad de ser condenado por causas inventadas al tiempo del juzgamiento en defensa de un progresismo mal entendido.

 

 

Notas [arriba] 

[1] Hay autores que también sumarán a la acción humana; sin embargo, la idea de ilicitud va de la mano de la de “acto ilícito” y el supuesto requisito deviene así redundante. Coincidimos, pues, con VÁZQUEZ FERREYRA cuando señala que “la acción o autoría (…) no constituye un elemento autónomo necesario de la responsabilidad civil, pues queda perfectamente comprendida o subsumida en la idea de antijuricidad o de causalidad” [VÁZQUEZ FERREYRA, Roberto A., “El acto ilícito: significado, estructura y evolución”, en Derecho Privado (Oscar AMEAL: Director), Hammurabi, Buenos Aires, 2001].
[2] TRIGO REPRESAS, Félix A., “La antijuricidad en el Código Civil velezano y en el Código Civil y Comercial de la Nación”, RRCyS, 10 (2015), pag. 135.
[3] Un resumen de la variedad de opiniones y matices que hay sobre el tema puede encontrarse en: BUERES, Alberto J., Derecho de daños, Hammurabi, Buenos Aires, 2001, pags. 473 a 546.
[4] ORGAZ, Alfredo, “La ilicitud (extracontractual)”, Lerner, Córdoba, 1973, pag. 18. BUERES, Alberto J., Ibidem, pag. 503. OSSOLA, Federico A., “La antijuricidad ¿presupuesto de la responsabilidad civil?”, en Responsabilidad Civil (VALLESPINOS, Carlos G. -Director-), Advocatus, Córdoba, 1997, pag. 61.
[5] En contra de lo que suele decirse, el “abuso del derecho” no es un supuesto de responsabilidad por acto lícito o derivado de una “zona gris” entre lo prohibido y lo permitido llamada “acto abusivo” o “abusión”. Tampoco una cláusula abierta que, poco menos, le permite al juez devenir en árbitro de equidad cuando lo estime conveniente. Al menos una vez que ha sido legislado expresamente, que es lo que hacen hoy día la gran mayoría de códigos civiles del mundo, el abuso del derecho constituye un verdadero ilícito típico. ¿Cómo es esto? Por influencia de Francia, que nunca ha regulado la figura, lo que siempre ha tenido mal a la doctrina es cómo es posible calificar de ilícito a algo que se relaciona con el ejercicio de derechos que, como tales, son facultades legales. El análisis está mal formulado ya que, una vez consagrada, la prohibición en el abuso del derecho no va referida al derecho subjetivo que, como tal, es perfectamente legal, sino al ejercicio del mismo. O mejor dicho, a determinadas formas de ejercicio calificadas previamente por el ordenamiento que se consideran disvaliosas (típicamente, las violatorias a la buena fe y las contrarias al interés mismo que se buscó proteger al consagrar ese derecho) y que, al incurrirse en ellas y de afectarse un interés de otro que no era necesario afectar, podrán determinar la intervención judicial. Desde esta perspectiva, el abuso del derecho constituye todo un microsistema y, como tal, un verdadero ilícito donde bien puede hacerse un paralelismo con un delito penal: cuando se tipifica un delito no basta con decir, por ejemplo, que la “estafa” será castigada, sino que lo que se hace es definir que se entiende por tal para, sólo entonces, pasar a regular en qué consistirá la condena. En el abuso de derecho ocurre virtualmente lo mismo y, no en vano, aquí también la técnica consiste en establecer una prohibición, definir tanto los alcances de la misma o, lo que es lo mismo, las formas de ejercicio que se considerarán “abusivas” y disponer los efectos en caso de incurrirse en alguna de ellas. De hecho, esa es la manera en que el artículo 10 CCCom regula la cuestión. Para mayores detalles sobre la cuestión, puede consultarse nuestra obra: PRIETO MOLINERO, Ramiro J., Abuso del derecho, La Ley, Buenos Aires, 2010; en particular, pags. 99 a 133 y 311 a 324.
[6] Vide ORGAZ, Alfredo, op. cit, pags. 19 y 20. BUERES, Alberto J., op. cit., pag. 503, nota 78. OSSOLA, Federico A., op. cit., 1997, pag. 61. VÁZQUEZ FERREYRA, Roberto A., op. cit., pag.1004. CALVO COSTA, Carlos A. Daño resarcible, Hammurabi, Buenos Aires, 2005, pag. 118. DE CUNTO, Aldo L., “La antijuricidad y la responsabilidad por acto ilícito”, Lecciones y Ensayos, Vol. 82, pag. 53. HERNÁNDEZ, Héctor H., “Juricidad y antijuricidad (reflexiones elementales)”, Prudentia Iuris, Vol. 35, Facultad de Derecho y Ciencias Polìticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina, pags. 146 y 147.
[7] Se podrá decir que esto no es así y que prueba de ello es la “acción preventiva” del artículo 1711 CCCom que permite actuar antes de la materialización del daño. Ahora bien, ¿acaso esa acción es lo que se conoce por “responsabilidad civil”? De hecho, un problema de la actualidad es que se califica como responsabilidad civil a muchas cosas que, hablando con propiedad, no lo son. Pero, y si, al fin y al cabo, la solución está, ¿cuál es el problema con esto? Que camufla las más que notables deficiencias de la responsabilidad civil en materia de prevención y reparación de daños; de manera que sigue considerándose que estamos ante un mecanismo válido cuando no directamente el único posible. Ello, cuando el “moderno derecho de daños” es menos responsabilidad civil y, mucho más, la coordinación de las distintas ramas del derecho como la penal, la administrativa y, aun, la seguridad social.
[8] Vide SALVAT, Raymundo M./ACUÑA ANZORENA, Arturo, Tratado de Derecho Civil Argentino: fuentes de las obligaciones, Tomo IV, TEA, Buenos Aires, 1958, pags. 15 y 17. ACUÑA ANZORENA, Arturo, “Actos ilícitos. Definición y elementos”, en Estudios sobre responsabilidad civil, Editora Platense, La Plata, 1963, pags. 6 y 7.
[9] Vide ORGAZ, Alfredo, op. cit., pag. 24.
[10] BUERES, Alberto J., El acto ilícito, Hammurabi, Buenos Aires, 1986, pags. 31, 32 y 33. RIVERA, Julio C., Instituciones del Derecho civil. Parte general, tomo II, Lexis Nexis-Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2004, pag. 434.
[11] COMPAGNUCCI DE CASO, Rubén, “Dos elementos de la responsabilidad civil: antijuricidad y culpa”, Revista Notarial, Nro 845 (1979), pag. 968. OSSOLA, Federico A., op. cit., pag. 60.
[12] Según el enjundioso estudio que hace GARCÍA-RIPOLL MONTIJANO, aparece por primera vez como adjetivo (“antijurídico”) en las adiciones que Quintiliano SALDAÑA hace a la traducción de 1916 del Tratado de Derecho penal de VON LISZT; figurando luego como sustantivo “antijuricidad” en una obra del penalista español JIMENEZ DE AZUA de 1922. Autor que, no obstante, calificaría al vocablo de “feo trabalenguas” [GARCÍA-RIPOLL MONTIJANO, Martín, “la antijuricidad como requisito de la responsabilidad civil”, Anuario de Derecho Civil, tomo LXVI (2013), Fascículo IV, BOE, Madrid, pags. 1505, 1506 y 1514, nota 44]. También crítico con el neologismo: PREVOT, Juan M., “La antijuricidad en el proyecto de reformas del código civil y comercial de 2012”, RRCyS, VIII (2013), pag. 2 (edición electrónica).
[13] Vide CALVO COSTA, Carlos A., op. cit., pags. 115 y 116.
[14] A esto hay que agregarle que el Capitulo 1 del Título Preliminar (arts. 1 a 3) se titula “Derecho” y el 2 “Ley” (arts 4 a 8).
[15] MOSSET ITURRASPE, Jorge, “El abuso en el pensamiento de tres juristas trascendentes: Risolía, Spota y Llambías. Una situación concreta: el abuso y el Derecho ambiental”, Revista de Derecho Comunitario Privado y Comunitario, Nro 16 (Abuso del derecho), pag. 153. En sentido similar, VÁZQUEZ FERREYRA, Roberto A., op. cit., pag. 1005. MESSINA DE ESTRELLA GUTIERREZ, Graciela N., “Los presupuestos de la responsabilidad civil: situación actual”, en Responsabilidad por daños. Homenaje a Jorge Bustamante Alsina (Alberto J. BUERES: Director), Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, pag. 62. GESUALDI, Dora M., “De la antijuricidad a las causas de justificación”, en Responsabilidad por daños en el tercer milenio: homenaje al profesor doctor Atilio Aníbal Alterini (Alberto J. BUERES: Director), Vol. 1, Abeledo-Perrot, 1997, pag. 144. ACUÑA ANZORENA, Arturo, op. cit., pags. 5 y 6.
[16] Como es obvio, aludimos a “ley” en el sentido amplio de norma positiva dictada por autoridad competente, no en el estricto de norma positiva general dictada por el Poder Legislativo.
[17] Vide ZAVALA DE GONZÁLEZ, Matilde, Resarcimiento de daños, tomo 4, Hammurabi, Buenos Aires, 1999, pag. 124.
[18] Vide IBARLUCÍA, Emilio A., “Antijuricidad y responsabilidad civil. Fundamento constitucional”, LL 2012-A-561, pag. 2 (versión electrónica). BURGUEÑO IBARGUREN, Manuel, “La nueva vida de la antijuricidad”, Expediente. Boletín Jurídico del Colegio de Abogados de Comodoro Rivadavia, Nro 6 (2015), pags. 2 y 3.
[19] Cit. IBARLUCÍA, Emilio A., loc. cit.
[20] Loc. Cit.
[21] Vide CASIELLO, Juan J., “Atipicidad del ilícito civil (reflexiones sobre el “daño no justificado”)”, en Responsabilidad por daños en el tercer milenio (BUERES/KEMELMAJER DE CARLUCCI: Coordinadores), Vol. 1, Abeledo-Perrot, 1997, pags. 157 y 158. DE CUNTO, Aldo L., op. cit., pag. 52.
[22] OSSOLA, Federico A., op. cit., pag. 67.
[23] TUNC, André, “Limitation on codification –a separate law of traffic accidents”, Tulane Law Review Vol. XLIV, pag. 760.
[24] GARCÍA-RIPOLL MONTIJANO, Martín, op. cit., pag. 1507.
[25] Ibidem, pags 1507 y 1508.
[26] Ibidem, pag. 1511.
[27] Ibidem, pag. 1511.
[28] Ibidem, pag 1513.
[29] Ibidem, pag. 1513.
[30] KOZIOL, Helmut, Basic questions of tort law from a germanic perspective, Jan Sramek Verlag, Wien, 2012, pag. 173
[31] Sobre todas estas tesituras: Vide in totum, DE LORENZO, Miguel F., El daño injusto en la responsabilidad civil, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1996.
[32] ORGAZ, Alfredo, op. cit., pags. 34 y 35.
[33] Ibidem, pag. 35, nota 46.
[34] Vide BREBBIA, Roberto H., “Responsabilidad civil e ilicitud”, ED 88, pag. 903.
[35] Vide BOFFI BOGGERO, Luís M., “¿Qué es el acto ilícito civil?”, Revista del Notariado, Nro 747, pags. 642 y 643.
[36] Así, por ejemplo, GHERSI, Carlos, Teoría general de la reparación de daños, Astrea, Buenos Aires, 1997, pag. 142.
[37] En sentido similar: AGOGLIA, María M., “¿Es la antijuricidad un presupuesto de la responsabilidad civil”, en Derecho Privado (Oscar AMEAL: director), Hammurabi, Buenos Aires, 2001, pags. 1036 y 1037.
[38] DIEZ-PICAZO, Luís, Derecho de daños, Civitas, Madrid, 2000, pag. 28.
[39] Vide TALE, Camilo, “El concepto de antijuricidad”, ED 1985-III, pag. 908.
[40] BUERES, Alberto J., Derecho de daños, op. cit., pag. 481.
[41] Vide VISINTINI, Giovanna, Tratado de la responsabilidad civil, tomo 2, Astrea, Buenos Aires, 1999, pags 14 a 16.
[42] Vide SCHREIBER, Anderson, Novos paradigmas da responsabilidade civil, Atlas, 2009, pag. 130.
[43] LÓPEZ HERRERA, Edgardo, Teoría general de la responsabilidad civil, Lexis Nexis, Buenos Aires, 2006, pag. 166.
[44] Ibidem, pag. 167.
[45] BURGUEÑO IBARGUREN, Manuel, op. cit., pag. 3.
[46] Vide PREVOT, Juan M., op. cit., pags. 27 y 32.
[47] En Derecho, todo depende del cristal con que se mire y lo cierto es que, dentro del esquema que hemos venido desarrollando, también podría ensayarse una segunda explicación que nos permitiría introducir a la antijuricidad como requisito autónomo de la responsabilidad civil. ¿Cómo sería? Afirmando que lo que se busca justificar no es al daño, sino ya al “acto ilícito dañoso” en su conjunto. De ser así, sin embargo, el requisito de ilicitud pasaría a ser una mera comprobación de carácter negativo. ¿Por qué? Porque, puesto que la contradicción con el ordenamiento ya surgirá por el hecho de haber un daño en tanto violación de las normas protectorias correspondientes, la antijuricidad como presupuesto autónomo no sería otra cosa más que verificar si, al final y no obstante esa violación inicial al Derecho que implica haber causado un daño, existe alguna causa de justificación; con lo cual, se trataría de una suerte de test de ilicitud trunco. Llegados a este punto, y puesto que, como regla, el acto será ilícito por haber causado un daño, parece más simple emplear las causas de justificación en el plano del daño para ver si estamos frente a un “daño justificado” y hacer todo el análisis de ilicitud en un mismo lugar. Y todo esto, siempre y cuando nos mantengamos en la idea clásica de las causas de justificación. Ya que hay doctrina europea reciente que directamente considera que las causas de justificación no son más que factores limitadores de la imputación; con lo cual, hasta podría argüirse que su ubicación lógica no tendría que ser en la “antijuricidad” o en el “daño”, sino en el ámbito de lo que la doctrina argentina denomina “factores de atribución”. Al respecto, nos remitimos a nuestro trabajo: PRIETO MOLINERO, Ramiro J., “Causalidad e imputación objetiva en la responsabilidad civil”, RRCyS, Nro 6, junio 2014, pags. 29, 30 y 31.
[48] Vide ZAVALA DE GONZALEZ, Matilde M., “Responsabilidad por actos ilícitos de omisión”, JA 1980-II, pags. 797 y 798.
[49] LÓPEZ HERRERA, Edgardo, op. cit., pag. 215.
[50] Vide SALVADOR CODERCH, Pablo/FERNÁNDEZ CRENDE, Antonio, “causalidad y responsabilidad”, Indret. Revista para el análisis del Derecho, Nro 329, Barcelona, 2006, pag. 4. [www.indret.com]. El penalista MORSELLI, por ejemplo, señalará que la omisión “no es un problema causal, sino un problema de antijuricidad, es decir, que su solución depende de la verificación de una obligación de impedir un resultado” [MORSELLI, Elio, “Observaciones críticas acerca de la teoría de la imputación objetiva” en Homenaje al Dr Marino Barbero Santos, Vol. I, Universidad Castilla La Mancha-Universidad de Salamanca, Cuenca, 2001, pag. 1209].
[51] GARCÍA AMADO, Juan A., “La sentencia de la semana. ¿Imputación objetiva en la responsabilidad civil por omisión?”, 26 diciembre de 2012.
http://garciamado.blogspot.com.ar/2012/12/la-sentencia-de-la-semana-imputacion.html
[52] Esto, claro está, en lo que hace a responsabilidad civil, o aun penal, pero no laboral, dado que el incidente bien puede llevar al despido justificado del bañero.
[53] Sobre esto último, consultar: PRIETO MOLINERO, Ramiro J., “Causalidad e imputación objetiva…”, op. cit., pag. 12 a 19. PREVOT, Juan M., “El problema de la relación de causalidad en el derecho de la responsabilidad civil”, Revista Chilena de Derecho Privado, Nro 15 (2010), pags. 163 y 164. PIAGGIO, Aníbal, “Presencias de la culpa”, LL 2005-F, pags. 3 a 5 (edición electrónica).
[54] Así, por ejemplo, el artículo 70 del Código Civil del estado mexicano de Tamaulipas.
[55] En argentina, consultar el fallo: CNCiv (en pleno), 4/4/1995, LL 1995-C-642. Consultar, también: ZANNONI, Eduardo A., El daño en la responsabilidad civil, Astrea, Buenos Aires, 1993, pags. 31 a 37.
[56] Ibidem, pag. 30.
[57] La negrita es nuestra.
[58] Vide CASIELLO, Juan J., “Reflexiones sobre el daño injusto y la atipicidad del ilícito”, RRCyS, V (2003), pag. 244. Sin embargo, y como se verá más adelante, el autor es defensor de una atipicidad del daño muy similar a la consagrada en el nuevo Código Civil y Comercial.
[59] Vide CASIELLO, Juan J., “Atipicidad del ilícito civil…”, op. cit., pags. 163 a 165.
[60] Todo esto, sin contar que las causas de justificación del Código distan de actuar como justificadoras. Así, por ejemplo, el inciso b) del artículo 1718 dispone que “en legítima defensa propia o de terceros, por un medio racionalmente proporcionado, frente a una agresión actual o inminente, ilícita y no provocada; el tercero que no fue agresor ilegítimo y sufre daños como consecuencia de un hecho realizado en legítima defensa tiene derecho a obtener una reparación plena”. Una solución que, al no distinguir, puede llevar a que la víctima de la agresión se vea en el deber de indemnizar un daño derivado de una situación que ella ni siquiera generó
[61] ADIP, Amado, “La posibilidad de sanción al exceso de derecho”, ED, 57-855 (1975).
[62] Aun más frecuentes son los casos de personas que se casan buscando beneficios dando lugar a los llamados “matrimonios de conveniencia”; de manera que el argumento no parece muy convincente para aplicarlo a la ruptura de noviazgo.
[63] DE CARVALHO NETO, Inácio, Responsabilidade civil no direito de família, Juruá, Curitiba, 2004, pag. 401.
[64] Vide SCHREIBER, Anderson, op. cit., pag. 96.
[65] Sobre la cuestión puede consultarse: ELLIS, Evelyn/McGIVERN, Brenda, “The wrongfulness or rightfulness of actions for wrongful birth”, The Tort Law Review, Volume 15, Number 3, Thompson Lawbook Co., November 2007, pp. 135-161. También, la recensión que hiciéramos sobre ese trabajo: PRIETO MOLINERO, Ramiro J., “The wrongfulness or rightfulness of actions for wrongful birth”, RRCyS, Nro 10 (2008), pags. 108 a 119.
[66] Vide PARDO, Alberto J., “La antijuricidad civil como elemento del hecho ilícito”, en Obligaciones y contratos en los albores del siglo XXI (Oscar J. AMEAL: Director), Abeledo-Perrot, 2001, pags. 323 a 325.
[67] CSJN, 5/8/1986, Fallos 308:1167. LL 1987-A-442.
[68] IBARLUCÍA, Emilio A., op. cit., pag. 2 (versión electrónica).
[69] CSJN, 21/9/2004, “Aquino, Isacio C/Cargo Servicios Industriales S.A.” (voto de los doctores PETRACCHI y ZAFFARONI), Fallos 327:3753, LL 2005-A-230.
[70] CSJN, 21/9/2004, “Aquino. Isacio c/Cargo Servicios Eficientes SA”, LL 2005-A-230.
[71] Paradójicamente, para el máximo tribunal, tal situación viola la igualdad porque, supuestamente, priva al justiciable de una ficción que jamás ha podido garantizar la responsabilidad civil: la reparación integral. Esto, en tanto que en un caso tan evidente de violación de la igualdad como el de fallos contradictorios derivados de situaciones idénticas, mantiene como doctrina reiterada que el artículo 16 CN no se ve conculcado ya que se trata sólo del resultado del ejercicio de la potestad de juzgar atribuida a los diversos tribunales, que aplican la ley conforme a su criterio.
[72] Para un panorama sobre los mismos, puede consultarse el informe que sobre el tema de “riesgos de desarrollo” hiciera la Fundación Roselli a pedido de la Comisión Europea [Analysis of the economic impact of the development risk clause as provided by Directive 85/374/ECC on liability for defective products, Final Report, Contract No. ETD/2002/B5, Fondazione Roselli, Torino, 2005, pags. 102 a 113].
[73] Resulta interesante además mencionar como regula el daño el Marco Común de Referencia. El proyecto alude a la idea de un “daño legalmente relevante”. O lo que es lo mismo: el “daño” es “daño legal”. ¿Y cuando tendrá lugar este daño? Según el artículo 2:101 correspondiente al Libro VI, esto será cuando a) alguna de las reglas de las norma disponen que hay daño, b) cuando se viola un derecho conferido por ley, o c) cuando resulta de un “interés merecedor de protección legal”. Los dos primeros supuestos no plantean mayor problema, pero nos interesa tocar el del punto c): ¿acaso no puede decirse que “interés merecedor de protección legal” resulta similar al “interés no reprobado por ley” del Código unificado? No. En primer lugar, porque ciertamente no es lo mismo que el juez pueda disponer que existe daño partiendo de cualquier cosa que estime válida en base al amplísimo panorama que le brinda todo lo que está permitido que el tener que representarse en qué supuesto concreto un interés particular sería merecedor de actividad legislativa. Pero lo que acabamos de decir no deja de ser una opinión; de allí, que la verdadera respuesta haya que buscarla en la explicación misma que dan los autores del “Draft Common Frame of Reference”. ¿Cuál es ésta? Convergencia como política legislativa. En ese sentido, no hay que olvidar que se trata de un proyecto que busca regular de manera común a legislaciones con tradiciones jurídicas muy diferentes. Desde esta perspectiva, hay países que consideran que hay daño donde otros no lo reconocen y, precisamente, el recurso al “interés merecedor de protección legal” permite llegar a la convergencia, pero con la flexibilidad suficiente para que los jueces de cada país sigan siendo consecuentes con el catálogo de daños al que ya estaban acostumbrados. Una medida ligeramente ambigua que se justifica en el marco de un proyecto que aspira eventualmente regular a 28 estados, pero no cuando de lo que se trata es de crear la legislación civil para un único país [Vide Principles, Definitions and Model Rules of European Private Law Draft Common Frame of Reference (Christian VON BAR/Eric CLIVE/Hans SCHULTE-NÖLKE/Hugh BEALE/Johnny HERRE/Jérôme HUET/Matthias STORME/Stephen SWANN/Paul VARUL/Anna VENEZIANO/Fryderyk ZOLL editors), Study Group on a European Civil Code
and the
Research Group on EC Private Law (Acquis Group), pag. 3032].
[74] Vide CASIELLO, Juan J., “Reflexiones sobre…”, op. cit., pag. 245. MOSSET ITURRASPE, Jorge, “Daño de hecho y daño jurídico. Perjuicio originado en la muerte del hermano”, LL 1982-B, pags. 171 a 175. MESSINA DE ESTRELLA GUTIERREZ, Graciela N., op. cit., pag. 63.
[75] BUERES, Alberto J., Derecho de daños, op. cit., pag. 477.
[76] ZAVALA DE GONZÁLEZ, Matilde, Resarcimiento de daños, op. cit., pag. 124.
[77] RABINOVICH-BERKMAN, Ricardo D., Derecho civil. Parte general, Editorial Astrea, Buenos Aires, 2000, pag. 103.
[78] Entre otros, a favor de esa tesitura: ANDORNO, Luís O., “Daño (e injusticia del daño)”, en Responsabilidad civil. Derecho de daños: teoría general de la responsabilidad civil, Grijley, Lima, 2006, pags. 223, 224, 225 y 240.
[79] CASIELLO, Juan J., “Reflexiones sobre…”, op. cit., pag. 244.
[80] DE LORENZO, Miguel F., op. cit., pags. 70 y 71.
[81] BUERES, Alberto J., Derecho de daños, op. cit., pag. 519. La negrita es nuestra.
[82] Ibidem, pags. 516 y 517.
[83] El problema es universal. Así, por ejemplo, las críticas que se le han hecho al nuevo Código Civil holandés a raíz del excesivo poder que le concede a los jueces y que fuera el resultado de un lobby de los propios magistrados [HARTKAMP, Arthur S., “Judicial discretion under the new civil code of the Netherlands”, American Journal of Comparative Law, Nro 40, American society of Comparative Law, 1992, pag. 569.].
[84] Quizás presintiendo lo vidrioso de tal afirmación, el distinguido jurista expresa de inmediato que “No pueden inventarse daños por la vía pretoriana con marginación del orden jurídico establecido. Estas precisiones no pueden hacer pensar a nadie que hemos reconducido nuestro pensamiento, siquiera en mínima medida, hacia un sistema de tipicidad (desterrado), aunque esa tipicidad se enfoque con laxitud pues, en supuesto semejante y a la postre, no dejaría de ser tipicidad. Por contraste, deseamos resaltar que el interés en juego está cobijado por el Derecho; o, lo que es igual, que no se trata de un interés cualquiera captado arbitrariamente” [BUERES, Alberto J., Derecho de daños, op. cit., pag. 518].
[85] Vide BIANCA, Cesare M., “Se regresa a hablar de daño injusto”, en Responsabilidad civil. Derecho de daños: teoría general de la responsabilidad civil, Grijley, Lima, 2006, pag. 258.
pag. 258. El autor menciona que los intentos de convertir al “daño injusto” en un mero “daño no justificado”, pese a su éxito en la Argentina, no ha tenido mucha aceptación en Italia y, al referirse a la posible determinación del daño por los jueces, nos dice que “una materia tan importante no puede ser sometida a la justicia del caso, a la comparación que de vez en cuando el juez deberá hacer para considerar los intereses opuestos. Sería en tal forma faltar a aquel mínimo de certeza que está en la base de las reglas jurídicas civiles de la vida de relaciones” [Loc. Cit.].
[86] ORGAZ, Alfredo, “Las palabras de la ley”, LL 154, pag. 1022.a