Mucho se ha escrito sobre violencia doméstica y violencia de género en los últimos años como respuesta a la alarma social creada por los medios de comunicación en relación a la violencia intrafamiliar contra las mujeres por parte de sus parejas o esposos (también respecto de otros tipos de violencia como, por ejemplo, las desapariciones y asesinatos de mujeres en Veracruz – México), que se ha visto reflejada, en el caso español, en una nefasta legislación de carácter “populista” que culminó con la Ley Orgánica de Protección Integral contra la Violencia de Género 1/2004, de 28 de diciembre.
La confusión existente entre los términos violencia doméstica - violencia de género y sobre el contenido y alcance de cada una de ellas, las desviaciones que los objetivos de la legislación ha sufrido por las presiones ejercidas desde determinados grupos y los fines electoralistas de los partidos políticos así como por la visión parcial, sesgada y poco contrastada realizada desde los medios de comunicación y la prensa rosa, el hecho de que haya transcurrido un tiempo que permite realizar ya análisis de cómo ha funcionado la Ley 1/2004 desde que entró en vigor, hace sino necesario si al menos conveniente, poner sobre la mesa un análisis más cercano a la situación social concreta basada en el estudio de las realidades criminológicas de dicha sociedad y de este tipo de violencia en concreto, atendiendo a si la Ley es eficaz o no en su lucha contra la misma y qué tipo de medidas deberían tomarse.
En este artículo trataremos de realizar un somero estudio sobre diversos aspectos de ambos tipos de violencia tratando de conceptuarlas, así como analizar cuál consideramos que es el bien jurídico protegido en estos delitos, cuáles son los grandes tipos en que se muestra la violencia intrafamiliar, qué medidas se han adoptado por la Ley 1/2004, describiendo donde creemos que son sus aciertos y donde sus errores.
II. La familia como bien jurídico protegido [arriba]
El bien jurídico protegido en los diferentes delitos relativos a la violencia doméstica y de género ha sido objeto de encontradas posiciones doctrinales. La multitud de formas que puede adoptar el maltrato intrafamiliar, que engloba conductas tan dispares que abarcan desde la dependencia económica hasta el aislamiento social y familiar, las vejaciones, amenazas y coacciones, el acoso, las agresiones sexuales y las agresiones físicas, así como el maltrato habitual, han dificultado enormemente una posición unitaria y pacífica sobre cuál es el interés último que se trata de proteger por medio del ordenamiento jurídico penal. En el Código Penal español, las diferentes conductas mencionadas se regulan en diferentes capítulos del articulado, lo cual viene a dificultar aun más la problemática en torno al bien jurídico, y especialmente en torno al delito de maltrato habitual, que tanto por su cambio de ubicación (al pasar de estar entre los delitos de lesiones a los delitos contra la integridad moral) como por el amplio abanico de conductas que pueden integrar el tipo penal de dicho maltrato (amenazas, vejaciones, coacciones, acoso, agresiones sexuales y agresiones físicas) ha levantado una amplia discusión doctrinal en torno al bien jurídico.
Las diferentes posturas doctrinales en torno el bien jurídico protegido en el delito de maltrato habitual del art. 173-2 del Código Penal español[2] se pueden resumir en las que proclaman que éste es la integridad física[3], el peligro para la salud o la vida de la víctima[4], el honor o la integridad moral[5] (que representa la postura mayoritaria doctrinalmente hablando) o la paz familiar[6]. Finalmente, parte minoritaria de la doctrina, a la que me adhiero, defiende que nos encontramos ante un delito pluriofensivo que protege un bien jurídico plural[7]. De este modo, en función de las conductas realizadas por el sujeto activo se estará lesionado la integridad física, la vida, la libertad y la libertad sexual, y la integridad moral. Los mismos bienes jurídicos se protegen en los diferentes delitos de violencia doméstica y de género (libertad en los delitos de amenazas y coacciones en el ámbito familiar, o integridad física-salud en los delitos de lesiones). Sin embargo, la doctrina no ha sido capaz de explicar satisfactoriamente hasta el momento qué bien jurídico se protege en el delito de maltrato del art. 153-1 o 2[8] del Código Penal español (con la misma penalidad que si efectivamente causara lesiones que no requieran tratamiento médico) o por qué las amenazas o coacciones leves de los arts. 171-4[9] y 172-2[10] del mismo cuerpo legal en el ámbito familiar pueden tener una penalidad superior a las amenazas graves producidas en otro ámbito diferente al familiar. Y creemos que la explicación se encuentra en el bien jurídico protegido, que no es solo la libertad o la integridad física o la integridad moral, sino que éste es plural, y junto a los mismos se está protegiendo además y especialmente, la familia.
La doctrina ha huido sistemáticamente de la consideración de la familia como bien jurídico a proteger, partiendo de la imposibilidad de dar un concepto unitario de la misma no solo entre las diferentes ramas de Derecho, sino dentro del propio Derecho Penal. Entendemos sin embargo que las dificultades no deben de ser obstáculo para la consideración de la familia como interés especialmente protegido en estos artículos, y que sí es posible dar un concepto de familia dentro del ámbito en que nos movemos, y el cual no tiene por qué coincidir con el concepto de familia de otras ramas (Derecho Civil o Derecho Administrativo).
Entendemos también que es necesario huir de los conceptos tradicionales y anquilosados de la familia que ya no se corresponden con la realidad familiar de una sociedad que ha evolucionado enormemente en los últimos cuarenta años y que ha dado lugar a una realidad caleidoscópica de lo que es la familia. Frente a la imagen tradicional de una familia compuesta de hijos, padres y abuelos resultado de la unión legal o religiosa de dos personas heterosexuales hemos pasado a parejas de hecho hetero/homosexuales, familias monoparentales, familias compuestas por matrimonios que en segundas o terceras nupcias integran en un mismo núcleo hijos de diferentes parejas, relaciones de noviazgo con mantenimiento de relaciones sexuales prolongadas durante años y una infinidad de nuevas situaciones que pueden considerarse familia. La realidad social a la que el Derecho Penal tiene que dar respuesta exige la conceptuación de la familia desde un punto de vista material y no formal.
Este concepto material de familia que proponemos seguiría teniendo base en las tres causas clásicas de adquisición de la familia:vínculos de sangre (hijas naturales, hermanas, padres, madres, abuelas), vínculos afectivos (parejas de hechos, relaciones de noviazgo con o sin convivencia) y vínculos legales (adopción, matrimonio) incluyendo dentro de estos últimos los asistenciales (enfermos o menores internados en centros en los que éstos suplen a la familia), de manera que la familia queda constituida en este sentido material como el grupo de personas unidas por lazos afectivos, legales y/o consanguíneos, que con conciencia de la existencia de dichos lazos, se proporcionan un ámbito de libre desarrollo de su personalidad en los ámbitos emocionales y afectivos, económicos, sociales, intelectuales y alimentarios, así como protección y seguridad para este libre desarrollo. Es en la familia en este sentido considerada donde cada individuo comienza su desarrollo personal, realiza su aprendizaje humano y social, recaba y recibe protección y ejercita el libre desarrollo de su personalidad, conformándose como persona y estableciendo las bases de sus relaciones a otros niveles.
La familia es uno de los núcleos fundamentales de un individuo y el ámbito social más privado, íntimo e intenso en el que va a desenvolverse, y en la mayor parte de los casos, donde va a terminar su vida. Por ello, por su clave en el desenvolvimiento humano y social, pilar básico para la sociedad no ya desde un punto de vista moral o religioso, sino desde un punto de vista social y existencial, la familia es no solo merecedora, sino necesitada de la mayor protección. Y cuando al ataque hacia la familia viene desde adentro, desde uno de sus propios integrantes, la necesidad de protección por parte de las instituciones es mayor, dado la mayor situación de desvalimiento de la víctima que es atacada precisamente donde y por quien debería otorgarle mayor protección.
Partiendo de lo equivocado del término “género” para referirnos a lo que realmente es y debería denominarse “sexo”[11] (y aunque aceptando su uso por su amplia extensión entre la doctrina y la jurisprudencia), si hemos de manifestar lo inadecuado del contenido que se le trata de otorgar al mismo, y que difiere notablemente de su realidad criminológica. Desde organizaciones internacionales como la ONU hasta la trivial prensa rosa[12], identifican la violencia de género como violencia contra la mujer. No podemos estar más en desacuerdo; ni toda violencia de género es violencia contra la mujer, ni toda violencia contra la mujer es violencia de género. Entendemos que criminológicamente hablando violencia de género es aquella que se ejerce motivado por el desprecio hacia un género concreto[13], como consideración de una prelación de superioridad o de jerarquización distintiva y peyorativa de un género sobre otro. Por tanto, la violencia de género, en primer lugar, no está supeditada a la violencia intrafamiliar, aunque la familia sea un campo abonado para este tipo de violencia dada las especiales relaciones entre los miembros de la misma y las jerarquizaciones existentes en dicho ámbito.
En segundo lugar, la violencia de género no se ejerce únicamente sobre las mujeres, aunque cuantitativamente pueda ser el sector más afectado por la misma, sino también contra hombres, transexuales, hermafroditas y homosexuales[14]. En tercer lugar, el sujeto activo de la conducta también puede ser hombre, mujer, transexual o hermafrodita. E incluso, pueden ser del mismo género el sujeto activo y el sujeto pasivo de la conducta. La madre que golpea a sus hijas para que asuman un papel de sumisión “como corresponde a su rol de mujer” es también violencia de género.
Ya referidos al ámbito familiar, tampoco toda violencia que se ejerce en el ámbito familiar es ni violencia de género, ni violencia doméstica. Respecto a la primera, reiteramos lo manifestado en el párrafo anterior. En cuanto a la segunda, hay que distinguir a cuando la conducta violenta afecta al bien jurídico familia a cuando no. No podemos equiparar al marido que golpea a su esposa al grito de “eres una guarra” después de que ésta haya hablado diez minutos con el frutero al ir a la compra con que dos hermanos que se pegan en el sofá por quién coge el mando de la tele. En ambos casos se ha ejercido violencia en el ámbito familiar, y hasta se ha visto lesionado el bien jurídico integridad física, pero no en ambos casos hay una afectación de la familia como tal. Solo en el primeropodemos entender que la conducta violenta afecta al normal funcionamiento de la familia en la conceptuación anteriormente mantenida.
La nefasta legislación española, movida a golpe de efecto de los medios de comunicación, no solo es ajena a todas estas consideraciones, sino que además es incoherente consigo misma. La necesidad del reconocimiento jurídico de la realidad que suponen la violencia doméstica y la violencia de género y de cómo éstas afectan a la sociedad vieron sus expectativas absolutamente frustradas por la mal llamada Ley Integral de Protección contra la Violencia de Género.
En primer lugar, la ley no es integral, sino multidisciplinar, porque si bien es cierto que abarca desde el derecho administrativo (especialmente asistencial) hasta el derecho penal, pasando por el derecho civil, el derecho de familia y el derecho laboral, no con ello abarca la totalidad de posibilidades de actuación, ni sobre todo, se legisla para abarcar la totalidad de la violencia de género. De hecho, no solo no se abarca la totalidad de la violencia de género (excluyendo la ejercida sobre hombres, transexuales y hermafroditas), sino que ni siquiera se abarca la totalidad de la violencia de género contra la mujer. Y ello por cuanto la mencionada ley solo se refiere a la violencia de género como la que se ejerce sobre la mujer por parte de quien es o ha sido su esposo o pareja, excluyendo la que pueda ejercerse contra otros miembros del núcleo familiar tan desprotegidos como las hijas menores.
En segundo lugar, la consideración que la ley mantiene respecto de la mujer lo es desde una concepción absolutamente paternalista, configurándola como un ser desvalido y absolutamente necesitado siempre y en toda condición no solo de protección, sino incapaz de tomar decisiones y de ser tenida en cuenta o al menos considerada su voluntad en temas que la afectan en los aspectos más esenciales de su persona (con quien puede o no convivir, su libertad sexual, su lugar de residencia, relativas al cuidado de sus hijos o de su propia persona). Y ello por cuanto su voluntad no es determinante y muchas veces ni siquiera es tenida en cuenta a la hora de la adopción de medidas penales dentro de las ordenes de protección, y por supuesto, jamás respecto de las penas de alejamiento y/o comunicación que son de obligada imposición en todos los delitos de violencia familiar[15]. Se ha excluido además, como posteriormente veremos, la posibilidad de acudir a la mediación precisamente en el ámbito en el que mayor sentido debería tener su aplicación a la hora de asunción de su responsabilidad por parte del sujeto activo de satisfacción y reparación del daño para con el sujeto pasivo. La legislación incoherente y poco precisa acerca de la dispensa a declarar por parte de las parejas sentimentales ha conllevado una jurisprudencia caótica y contradictoria acerca de si la parejas sentimentales, las que han sido en el momento de los hechos pero ya no lo son en el acto de la vista oral, o las que ya no lo eran en el momento de los hechos ni en el momento de la vista oral, pueden o no acogerse a dicha dispensa (de importancia vital para un proceso en los que en la gran mayoría de los supuestos las víctimas son la única prueba de cargo contra el imputado o acusado).
Ello trae como consecuencia que se considere toda violencia contra la mujer por parte de quien es o ha sido su pareja o marido como violencia de género, lo que en la práctica se traduce en situaciones tan dramáticas para el sujeto pasivo como que con la ley en la mano, cuando un hombre manifieste durante una discusión a su pareja sentimental “cállate, que te voy a dar dos hostias” conlleve que la mujer tenga que abandonar la vivienda propiedad y bien privativo del sujeto activo con sus tres hijos de una relación anterior, aun cuando carezca de otro lugar donde residir o medios económicos con que cuidar a los menores, con la imposibilidad de poder residir con la pareja que proporciona vivienda, comida, y en la que se presupone una relación de amor o afectividad puesto que eran pareja sentimental en el momento de los hechos. O padres que por bofetón a un hijo menor ante un mal comportamiento de éste se enfrentan a la posibilidad de abandonar el hogar familiar sin posibilidad de acercarse al hijo menor durante más de un año, privando al menor de los derechos relativos a la patria potestad que le asisten como hijo[16].
En tercer lugar, la ley solo ha tipificado la violencia doméstica respecto de las conductas más leves, a excepción de la violencia habitual, pero no respecto de las más graves (amenazas leves, coacciones leves, vejaciones, lesiones sin tratamiento médico o quirúrgico, o respecto de mujeres o incapaces, las lesiones con tratamiento médico o quirúrgico del tipo básico), dejando fuera las agresiones sexuales, el acoso, los tipos agravados de lesiones o los delitos contra la vida.
En cuarto lugar, la ley no distingue los diferentes tipos de violencia intrafamiliar, ni resuelve las dudas planteadas en cuanto al bien jurídico protegido, agravado por los cambios de ubicación de determinados delitos y la dispersión de normas por diferentes capítulos. Por ello, todo acto violento a priori se ha considerado como integrante de violencia doméstica, y si lo es del hombre esposo o pareja hacia la mujer, también de género, propiciando un automatismo en su aplicación que apenas se ha visto roto por valientes sentencias que han exigido para integrar las conductas un elemento subjetivo de actuar por motivos de desprecio hacia la mujer como reflejo de la desigualdad histórica a que esta se ha visto sometida en nuestra sociedad. Sin embargo, dichas sentencias no han entrado a valorar la afectación o no al bien jurídico protegido familia.
En quinto lugar, la diferente penalidad que tienen los mismos actos en función de si concurre la especial relación entre sujeto activo y pasivo (hombre el primero y mujer el segundo, de matrimonio o pareja sentimental con mayor penalidad en estos supuestos), justificada y avalada por el Tribunal Constitucional español en virtud de esa desigualdad histórica de la mujer, y el automatismo en su aplicación antes mencionado, supone avalar la consideración de la esposa como un sujeto inferior al esposo y más necesitado de protección mediante una presunción “iuris et de iure”, y hace surgir la duda de si puesto que la mayor penalidad estriba en esa situación de desigualdad histórica y por tanto siempre de género, a la inversa (cuando el sujeto pasivo no sea la esposa) si podría aplicarse la agravante de género del art. 22-4 Código penal español por cuanto la misma no es contemplada “iuris et de iure” por el legislador. E incluso, y partiendo de dichas consideraciones, si se demostrara que no concurre en los supuestos en que la víctima es la esposa que existe esa situación de desigualdad y por tanto la circunstancia de género, si la degradación del tipo penal sería la falta, mientras que al no ser un requisito respecto a los otros sujetos no cabría la degradación de dicha figura típica.
En sexto lugar, la creación de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer como también analizaremos ha supuesto un incremento del proceso de doble victimización de los perjudicados, que han visto incrementado el número de veces que tienen que acudir, en muchas ocasiones con precariedad de medios, a los juzgados para relatar los actos o para que le sean notificadas las diferentes resoluciones que se van adoptando, retrasándose además el proceso y multiplicando el número de actos judiciales y las posibilidades de recursos, y por tanto, aumentando el coste económico, temporal y emocional que supone para la víctima todo ello.
Por tales razones (y muchos otros aspectos que por las dimensiones del presente artículo no se pueden desarrollar), hemos de concluir que el concepto de género mantenido por el legislador español no solo es incorrecto semántica y criminológicamente hablando, sino que las consecuencias de la regulación partiendo de las erróneas y patriarcales concepciones de dicho legislador han supuesto la elaboración de una ley que no solo no ha resuelto el problema de la violencia doméstica y de género, ya que no han disminuido en modo alguno los índices de violencia desde que se realizan estadísticas en España al respecto, sino que ha supuesto en la práctica, aunque no fuera su intención, nuevas formas de degradación de las víctimas aumentando sus procesos de victimización, separándolas de la capacidad de intervenir en aspectos esenciales que afectan a sus derechos más fundamentales, e instrumentalizándolas de manera que su único valor es como testigo.
Entendemos por ello necesario que el legislador parta de unos conceptos claros y precisos acerca del género que proteja todos los ciudadanos de ser discriminados por dicha razón (por más que cuantitativamente la mujer sea víctima de violencia de género no implica ni que sea la única, ni que cualitativamente sea por ello más víctima, ni que el resto de ciudadanos sean menos necesitados o merecedores de protección penal), con una penalidad proporcional y adecuada a las circunstancias del hecho cometido y no al sexo de los sujetos activo o pasivo, y con una idea clara de cuál es el bien jurídico que se busca proteger. Entendemos también necesario que se articule la posibilidad de una mayor participación de la víctima respecto a los aspectos que más les afectan (por ejemplo, adopción de órdenes de protección o penas de alejamiento) y la posibilidad de la mediación como forma más eficaz de resolución de conflictos que la vía estricta y exclusivamente punitiva.
IV. Sobre los tipos de violencia intrafamiliar [arriba]
Como ya hemos mencionado, existe una tendencia generalizada a identificar tanto la violencia de género como la violencia doméstica o intrafamiliar como aquella que se ejerce contra la mujer-esposa. Sin olvidar la importancia que tanto cuantitativa como cualitativamente hablando presenta el fenómeno de la violencia contra la mujer por parte de su esposo-pareja en nuestra sociedad, no podemos olvidar que tanto una como otra violencia revisten multitud de formas y puede ejercerse sobre multitud de personas diferentes a la esposa y/o a la mujer. La imposibilidad de explicar la totalidad de tipos de violencia doméstica y de género, inabarcable en el presente artículo por cuanto hay tantos tipos de violencia como diferentes integrantes de los núcleos familiares y diferentes relaciones entre dichos integrantes existan, no impide sin embargo que podamos establecer algunos tipos básicos que nos permita esbozar un espectro de los tipos de violencia más frecuentes.
La primera distinción de los tipos de violencia intrafamiliar que hay que efectuar ya la hemos esbozado anteriormente, hay que distinguir entre violencia de género y violencia no de género.
La segunda distinción que hay que efectuar es entre la violencia ocasional y la violencia habitual. Poniendo en relación el género y la frecuencia, hay que tener en cuenta que la violencia de género contra cualquier miembro del núcleo familiar conlleva habitualidad, salvo que estemos al inicio del ejercicio de la actividad violenta y se le ponga fin de forma inmediata ante el primer acto ocasional violento (mediante denuncia, abandonando el núcleo familiar, etc.). Dicha habitualidad deviene por el propio concepto de género, el desprecio y el mantenimiento de una situación de desigualdad en el ámbito familiar conlleva necesariamente una conducta violenta o humillante hacia la/s víctima/s. Por su lado, la violencia no de género puede ser habitual u ocasional, en función de las causas de la misma, las especiales condiciones de los sujetos activos y/o pasivos y de las relaciones entre estos.
La tercera precisión que hemos de hacer es que la violencia puede ejercerse sobre un único miembro del núcleo familiar (generalmente por su situación de especial desprotección, sea la esposa/madre, ancianos, enfermos o menores), contra varios (por ejemplo, solo las mujeres, o solo los menores) o contra todos los miembros (generalmente de una forma estratificada, con diferentes grados de violencia según el status del sujeto pasivo en la jerarquía familiar).
Refiriéndonos ya a los sujetos activos y pasivos de la violencia intrafamiliar, hemos de mencionar que no existen patrones y prototipos de los sujetos por razón de status social, económico o cultural, extendiéndose a todos los posibles status, tanto de género como no de género, de manera que cualquier persona es susceptible y está en condiciones de ser víctima y/o victimario. Sin embargo, si existen factores que pueden agravar o propiciar que se adopte uno de estos roles. Estos factores son los educacionales, las situaciones de dependencia económica o emocional, dependencias por motivos de salud o minoría de edad, pertenecer a minorías étnicas o subgrupos marginales socialmente, la falta de apoyo familiar o extra familiar, dependencias a sustancias alcohólicas o drogas tóxicas, enfermedades mentales, etc.
En función del sujeto pasivo a los que va dirigida la violencia de género hemos de distinguir la que se ejerce contra mujeres, la que se ejerce contra transexuales, hermafroditas y homosexuales, y la que se ejerce contra los hombres. En cuanto a la primera, es sin duda la más estudiada, tanto en los modos empleados para el ejercicio de la violencia (La Rueda del Poder elaborada en 1993 por Ellen Pence y Michael Paymar[17] para el Domestic Abuse Intervention Project) como en las fases en que se produce dicha violencia (fue Eleonore Walker quién en 1979 acuñó y desarrolló el “ciclo de la violencia” en su obra The Battered Women -Las mujeres maltratadas-[18]) y a los cuales nos remitimos para su estudio; si bien teniendo en cuenta las limitaciones que presentan, sobre todo cuando las mismas tratan de aplicarse a diferentes contextos culturales que no son el estadounidense, y las necesarias adaptaciones que es necesario elaborar para cada sociedad, y la realidad familiar y del concepto de la mujer que ésta presenta. La violencia contra la mujer, mal endémico extendido por prácticamente todas las culturas y de arraigada tradición en occidente que ha supuesto la consideración de la mujer en un estrato inferior al del hombre, y que aún se mantiene en parte[19] a pesar de los grandes avances que en este campo se ha sufrido en los últimos 40 años, a nivel intrafamiliar se presenta en dos planos: contra la esposa/pareja y contra las menores. En cuanto a la primera, nos remitimos nuevamente al estudio de la rueda de la violencia y las diferentes formas de ejercerse dicha violencia (amenazas, intimidación dependencia económica, violencia física, agresiones sexuales, negación de la situación de abuso, vejación, aislamiento social y familiar, utilización de los menores).
Más compleja es la violencia de género ejercida contra las menores. En este caso la violencia se ejerce tanto por el padre como por la madre, y la misma se puede ejercer tanto directa como indirectamente. De forma directa se utiliza la amenaza, la intimidación, la agresión física e incluso la sexual. Hay que tener en cuenta que en el caso de las menores ya existe dependencia emocional, económica y hasta jurídica respecto de los padres, lo que aumenta su situación de desvalimiento ante la violencia. De forma indirecta se ejerce la violencia de género por medio de dos vías; mediante el empleo de la violencia contra la madre o restantes mujeres del núcleo familiar de modo que la menor visualice la misma influyendo en su esquema de valores y su concepción de los roles hombre-mujer, y/o haciendo que la menor asuma directamente “roles femeninos” (poner la mesa, fregar los cacharros, servir a los hombres de la familia, limpiarles, cocinarles, etc.) frente a los “roles masculinos” que asumen los varones.
La violencia intrafamiliar contra transexuales y hermafroditas (el llamado “tercer sexo”, actualmente solo reconocido por la legislación australiana con limitaciones), a la que hemos asimilado la ejercida contra homosexuales tal y como antes hemos mencionado, generalmente es ejercida para obligar a asumir al sujeto pasivo un género o una orientación sexual que genética o emocionalmente no tiene asignado. El sujeto pasivo es considerado incluso como un “monstruo”, y la violencia llega a extremos tales como la reasignación sexual quirúrgica sin consentimiento de la víctima. La invisibilidad institucional de este colectivo y la falta de apoyo social conlleva una mayor situación de desvalimiento del sujeto pasivo que los de cualquier otro, incluido el de las mujeres, de manera que muchos de los afectados acaban dedicándose a la prostitución como única manera de salir adelante.
En cuanto a la violencia de género ejercida contra los hombres, minoritaria cuantitativamente pero no por ello menos importante, la misma puede tener su origen en dos causas principalmente. La primera es la consideración despreciativa del hombre por su pertenencia al género masculino (la típica expresión de “todos los hombres son unos asquerosos machistas”) por parte de algunas mujeres, y que puede ejercitarse tanto contra la pareja, como contra los hijos menores. Las variaciones que habría que hacer a la rueda de la violencia en el modo de ejercicio de ésta estriban en el menor uso de la violencia y la agresión sexual, especialmente contra la pareja, con un mayor uso de la vejación, de la humillación privada y pública y de las agresiones verbales. La agresión física e incluso sexual aumenta según disminuye la edad del sujeto pasivo.
La segunda causa en el empleo de la violencia de género, ejercida esencialmente contra los varones menores, radica en que el menor asuma el “rol masculino” (por supuesto desde la óptica del sujeto pasivo de lo que significa para él “masculino”) y por tanto recaerá esencialmente sobre los menores más delicados, enmadrados, o incluso estudiosos. En cuanto a la violencia no de género, en función de los sujetos pasivos hay que mencionar la que se ejerce contra ancianos y dependientes, y la que se ejerce contra los menores. En cuanto a los ancianos y personas dependientes, que hay que mencionar presentan de forma habitual una situación de especial desvalimiento por su aislamiento social, enfermedad y dependencia económica y emocional respecto del sujeto activo que les proporciona cuidados, las causas de la violencia no estriban en el sometimiento de la víctima, toda vez que estas ya se encuentran en una situación de sometimiento, sino que estriban o bien en el sujeto activo, que descarga su ira y frustración personal sobre los miembros más desvalidos del núcleo familiar, o en el propio sujeto pasivo, por sus propias circunstancias de situaciones personales generalmente de enfermedad (alzhéimer, demencias, escaso control de las necesidades fisiológicas, requerimiento de atención continua). Son las más difíciles de detectar, precisamente por el aislamiento social y porque las personas que les proporcionan los cuidados básicos son precisamente las que ejercen al violencia. Hemos de incluir dentro a los Centros especializados que proporcionan los cuidados a los ancianos o dependientes, ya que aunque no sean familia formalmente hablando si lo son en un sentido material, ya que suplantan y ejercen las labores de la misma, por lo que deben tener su misma consideración (así se recoge, por ejemplo, en el art. 173-2 del Código Penal español referido a la violencia habitual).
En cuanto a los menores, que también presentan esa situación de dependencia económica, emocional y jurídica, aunque no el mismo aislamiento social a partir de cierta edad por la necesaria escolarización, son los grandes receptores de la violencia intrafamiliar junto a las mujeres, tanto de género como no de género, y tanto de forma directa por ejercerse sobre los mismos como de forma indirecta por el ejercicio habitual de la violencia en el entorno familiar sobre otros miembros (la cual influirá notablemente en la educación de los menores, en la asunción que tengan de los roles familiares y en el desarrollo de las relaciones futuras que establezcan).
Especial referencia hay que hacer al llamado derecho de corrección y especialmente a los límites que éste debe de presentar. El derecho de corrección, que no solo es un derecho sino una obligación para con los menores, conlleva necesariamente la realización de actos que serían constitutivos por si mismos de actos ilícitos. Castigar a un menor sin salir de su cuarto integraría el tipo de detenciones ilegales en cualquier otro supuesto, y sin embargo, es una herramienta habitual en la educación de los menores. La pregunta es ¿dónde está el límite? ¿Puede una madre registrar la agenda electrónica de un menor? ¿A partir de qué edad en su caso podría ser un delito? Y sobre todo y en lo que nos afecta en relación al contenido del presente artículo, ¿cabe ejercer violencia física como medio educativo amparado por el derecho de corrección? Tanto la doctrina como hasta la jurisprudencia española es contradictoria, y frente a quienes niegan la posibilidad del ejercicio de cualquier acto violento contra el menor[20] (un bofetón o un cachete) están los que aceptan el uso de la violencia que no cause lesión[21], o incluso, minoritariamente y a la que me adhiero, hasta constitutiva de lesión[22]. Unánime es, en todo caso, la consideración en la moderación del uso de la violencia, que jamás podrá ser habitual, y la ponderación y adecuación de la misma al propósito educacional perseguido. Entendemos que la violencia que se ejerza contra el menor no puede ser jamás gratuita ni habitual, pero también entendemos que la misma puede llegar a ser necesaria en función de las circunstancias, necesidades y comportamiento del menor, y no hay que analizar tanto la violencia cometida como la proporcionalidad entre ésta y las circunstancias mencionadas en relación a las diferentes opciones con las que cuenta el progenitor (teniendo en cuenta si existen alternativas viables menos lesivas).
Finalmente, y en función del sujeto activo, hay que hacer especial relevancia a la violencia que ejercen los drogodependientes contra padres y parejas sentimentales/conyugales, y/o los enfermos mentales[23]. Al margen de la posible concurrencia de atenuantes o eximentes, ello no resta crudeza a una realidad invisible en los medios de comunicación y en la legislación, pero que afecta profundamente a la familia. Los toxicómanos y alcohólicos de larga duración, y determinados enfermos mentales, suelen ser cuidados y por sus padres y/o parejas sentimentales, quienes son a su vez receptores de la violencia intrafamiliar que no trae causa en el género, sino en la situación de dependencia de la sustancia o en la enfermedad. Los padres no suelen denunciar a sus hijos por esta violencia, y cuando lo hacen es con el propósito de que las instituciones realicen una labor social para con sus hijos que no realizan, y cuya intervención radica básicamente en imponer sanciones penales (generalmente prisión) y medidas de alejamiento respecto de las víctimas, precisamente las personas que atienden y satisfacen en la mayor parte de los casos las necesidades afectivas, alimentarias, higiénicas, económicas, de propia subsistencia y por supuesto médicas, de los sujetos activos, y por tanto, los únicos que pueden paliar y que realizan una labor directa en el tratamiento de la situación que desencadena precisamente la violencia. Se entra así en un círculo vicioso que es difícil de romper, y en la que la intervención de los poderes públicos agrava aún más la situación de la víctima y del victimario, el cual es, en esta ocasión y a mayor abundamiento, difícilmente motivable por la norma (por no decir imposible).
En conclusión, este rápido repaso por los principales y diferentes tipos de violencia intrafamiliar nos permite observar las inadecuadas y estereotipadas concepciones que aún se mantienen de los conceptos de violencia de género y doméstica, y la necesidad de analizar más profundamente desde un punto de vista criminológico las causas de la misma y los modos de evitación, y una legislación integral que basándose en dichos estudios trate de eliminar los factores de riesgo y las causas de dicha violencia, y paliar los efectos negativos sobre las víctimas directas e indirectas de la misma y hacia la propia sociedad una vez que la violencia se ha ejercido.
V. Sobre la necesidad de una regulación auténticamente integral [arriba]
Como hemos visto, al esbozar los diferentes tipos de violencia intrafamiliar, es necesaria una regulación integral a todos los niveles (penal, civil, procesal, administrativo, social, educacional y asistencial) para atacar por todos sus frentes el problema de la violencia de género, tanto en sus causas como en sus consecuencias, abarcando la compleja realidad en torno a la misma. Por ello se hace necesaria una actuación que, más allá de medidas efectistas y propagandísticas de cara a los medios de comunicación y el electorado, y más allá de actuaciones vinculadas a determinados grupos de presión, contemple la violencia doméstica y de género en su conjunto, como un problema global y complejo, que afecta a la familia no ya como institución sino como realidad social en la que el individuo se desarrolla, y en la que todos sus miembros son merecedores de la misma protección y respecto a los cuales les son exigibles idénticas responsabilidades. La Ley 1/2004 española que aborda la violencia de género tiene como gran acierto y en su papel de derecho penal simbólico poner en la palestra este tipo de violencia como un problema real de primer orden que afecta a toda la sociedad, sacándolo de la concepción preconstitucional de que los problemas de familia “se resuelven en familia” y en la que el Estado o la sociedad no deben intervenir. Sin embargo, su apreciación del problema consideramos que no es correcto, por cuanto su enfoque vuelve a radicar en una trasnochada y machista concepción de la mujer esposa o pareja sentimental como un ser indefenso necesitado desde una presunción iuris et de iure de una mayor protección incluso que frente a otros miembros de la familia como ancianos, menores, enfermos o dependientes donde su situación de desvalimiento y su necesidad de mayor protección es en todo caso una presunción iuris tantum. La mujer esposa se concibe legalmente en una situación de desigualdad frente al esposo, por lo que incurre en la contradicción de que una ley que precisamente trata de luchar contra la desigualdad por razón de género parte de que el género o sexo femenino por su propia condición de sexo femenino unido al vínculo matrimonial o sentimental de pareja, está siempre por dicha razón en situación de inferioridad, y de que todo acto contra ésta por parte de su pareja varón es siempre manifestación de esa desigualdad y violencia de género.
Obviamente, esa presunción (aparte de ser un mal punto de partida para una ley que trata de ser integral y acabar con esta lacra social) parte de presupuestos erróneos, puesto que legalmente y en el ámbito familiar actualmente la legislación española no contempla una situación de desigualdad de la mujer, y como menciona Manjón Cabeza[24], la mujer no acude al Derecho Penal en una situación de desigualdad ni tenía antes de esta ley mermado su acceso a la Justicia Penal. Pero es que además esta consideración de la mujer en situación de desigualdad, también ha conllevado la imposibilidad de que ésta (junto con el restante conjunto de víctimas de violencia doméstica), sea siquiera escuchada y mucho menos tenga un papel activo en los aspectos en que tanto la instrucción de la causa como las consecuencias jurídicas del delito tienen en aspectos intimísimos y esenciales de su persona, relativos a su derecho a convivir con la persona a que ama, a mantener relaciones íntimas con dicha persona, relativos a la educación de los hijos, o de los hijos a ser educados por sus padres.
Todo ello se agrava por cuanto la ley no establece una vez que se acredita la relación de familia o pareja entre los sujetos activo y pasivo, diferenciación alguna en cuanto a la naturaleza del acto cometido y de si el mismo lesiona o no el bien jurídico familia, o si tiene un componente agravatorio de género, previendo la misma pena para el marido que durante una discusión con su esposa por quien saca a pasear al perro la manifiesta “te vas a enterar” de aquel que la golpea repetidas veces en la cara a base de puñetazos durante otra discusión porque se ha puesto una minifalda causándole lesiones que no requieren tratamiento médico o quirúrgico.
La realidad social que hemos analizado en el apartado anterior nos muestra como la violencia doméstica y de género puede afectar tanto a hombres como mujeres, y a personas de toda edad, desde menores hasta ancianos. Una ley realmente integral otorgará idéntica protección a cualquiera que sea víctima de violencia doméstica, y si fuera el caso, víctima de violencia de género, con independencia del sexo de los sujetos activo y pasivo. Dicha ley debe diferenciar cuando existe y cuando no violencia doméstica, cuando concurre o no la circunstancia de género, y permitirá que estas circunstancias o cualesquiera otra circunstancias de espacial desvalimiento de la víctima se acrediten en la causa y no mediante presunciones iuris et de iure que no pueden en este campo abarcar la totalidad de diferentes realidades existentes.
Una ley realmente integral tendrá en cuenta medidas predelictuales de ámbito educacional y de prevención de las situaciones de desvalimiento y, por tanto, factores de riesgo para que se produzca la violencia (laborales, asistencia a anciano, menores, minorías étnicas o religiosas, asistencia a drogodependiente y alcohólicos, etc.). Una vez cometido el acto violento, y durante la instrucción de la causa, debe tenderse a evitar o disminuir en lo posible la doble victimización evitando duplicidades innecesarias (como ocurre actualmente en España con la creación de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, que ha duplicado y hasta triplicado el número de veces que la víctima esposa o mujer tiene que acudir al Juzgado durante la instrucción de la causa a relatar los hechos, o a notificarse de las diferentes resoluciones que se dictan), garantizando una asistencia adecuada a las víctimas y otros perjudicados por el delito (generalmente el resto del núcleo familiar) que tras la denuncia o la instrucción de los hechos pueden quedar en una situación de mayor desvalimiento (por ejemplo, por la dependencia económica respecto del sujeto activo) y permitiendo una mayor intervención de la víctima en aspectos fundamentales como son la adopción de medidas cautelares y ordenes de protección, o la mediación familiar (actualmente prohibida en España en los supuestos de violencia de género).
Y finalmente, tras la terminación del proceso, debería garantizarse la intervención de la víctima antes de acordar determinadas penas como las de alejamiento y/o comunicación respecto de las mismas, garantizar el acceso del núcleo familiar (sujeto activo, pasivo y restantes perjudicados) a medidas asistenciales que permitan analizar y tratar las causas concretas de la violencia en dicha familia cuando se pretenda una continuidad de la relación familiar por parte de la víctima o la continuidad sea implícita respecto de los otros integrantes de la familia (por ejemplo, hijos), garantizarse la posibilidad de tratamiento del sujeto activo para evitar futuros actos violentos aún en otros entornos familiares diferentes al que ha propiciado la sentencia (nuevas relaciones de pareja, por ejemplo), y facilitar la reparación del daño más allá del resarcimiento económico, como la asunción de la culpa por parte del agresor (nuevamente, a través de la mediación).
La legislación española ha abordado varios de estos temas expuestos con diferente fortuna, pasando a continuación a desarrollarlos brevemente.
1. Medidas penales de protección de la víctima
Las medidas penales de protección de la víctima en la legislación española pueden otorgarse durante la instrucción del procedimiento por el Juzgado de Instrucción y/o por el Juzgado de Violencia contra la Mujer (o en su caso si se solicitara posteriormente o por un incremento de la situación objetiva de riesgo, durante el enjuiciamiento de la causa ante el Juzgado de lo Penal), o en la propia sentencia como pena impuesta por el Juzgado de lo Penal o la Audiencia Provincial. Las medidas de protección son básicamente la prisión, el alejamiento de la víctima y del entorno de la misma (domicilio, lugar de trabajo y/o estudios, zonas que frecuenta, su localidad) y la prohibición de comunicación con la víctima de forma personal, oral, escrita, telemática o por cualquier otro medio.
Como medida cautelar u orden de protección, la pena de prisión presenta un carácter excepcional reservándose para las situaciones de mayor riesgo objetivo hacia la vida o integridad física o sexual de la víctima por dos razones: la primera, porque la mayor parte de actos violentos suelen conllevar penas relativamente cortas, por lo que como medida de protección la misma se extenderá por una duración muy corta y por tanto será ineficaz; la segunda es el elevadísimo índice de víctimas que no denuncian, o una vez denunciados los hechos, no declaran posteriormente en instrucción y/o en el juicio penal, provocando la ausencia de prueba y la absolución del sujeto activo, por lo que la prisión preventiva debe acordarse con muchísima cautela. Como pena la prisión tampoco suele cumplirse, toda vez que la mayor parte de los delitos conllevan penas inferiores a dos años en la legislación española, por lo que, una vez satisfechas las responsabilidades civiles y sin la concurrencia de antecedentes penales, las penas suelen suspenderse como norma general.
Las medidas de alejamiento y de comunicación, que suelen imponerse juntas, son las medidas más utilizadas de protección a la víctima, aunque en los supuestos más graves por sí mismas pueden ser ineficientes, y requieren la imposición de los medios electrónicos de control de la medida de alejamiento (las famosas pulseras electrónicas), las cuales requieren a su vez tanto la voluntad del agresor y de la víctima para su imposición, toda vez que ambos deben llevar el correlativo dispositivo, y además necesita que regularmente se cargue la batería del dispositivo de control que hace funcionar la pulsera, lo cual queda en manos del agresor (la separación respecto del dispositivo de control o la no carga del mismo hace saltar la alerta y previene a la víctima y a los cuerpos de seguridad del Estado, del mismo modo que previene cuando el agresor se desprende del dispositivo o irrumpe en el perímetro de distancia impuesto en la medida). Las pulseras, a pesar de su coste económico, se ha configurado como el modo más eficaz de protección a la víctima sin tener que recurrir a la prisión, si bien en la práctica se han previsto únicamente respecto de la violencia de género en la concepción que mantiene de la misma, por lo que solo se prevén para las esposas o parejas, dejando fuera a menores, ancianos, enfermos o dependientes que presenten una mayor situación objetiva de riesgo.
Como pena, las mismas se prevén en la legislación española de forma imperativa y no atendiendo a criterios de situación de riesgo, naturaleza de los hechos o voluntad de las víctimas, lo que conlleva consecuencias, tan graves, tan absurdas y contraproducentes con tan elevado índice de victimización secundaria como la imposición de pena de alejamiento de un padre respecto a su hijo menor por un bofetón ante un comportamiento inadecuado que no se considere amparado bajo el derecho de corrección. De este modo, el menor sufre la consecuencia de verse apartado de su progenitor y de recibir la educación y cuidados que éste debería proporcionarle, e incluso en los supuestos de familia monoparentales, que el menor tenga que acabar en un centro de menores, con las nefastas consecuencias educativas y emocionales que ello conlleva dada la lamentable realidad de tales centros.
Como hemos mencionado, tales soluciones se pueden adoptar como medida cautelar o como orden de protección. Estas últimas son una de las grandes novedades, y su adopción otorga a la víctima un status jurídico que le permite el acceso a medidas asistenciales integrales (pisos de acogida, acceso a una paga extraordinaria como víctima de violencia de género, acceso a cursos formativos o a empleos, etc) así como la adopción, como posteriormente veremos, de medidas civiles en el procedimiento penal. De esta manera, la adopción de la orden de protección dictada por el Juzgado de Instrucción (que cuando proceda en función de los sujetos deberá ser ratificada por el Juzgado de Violencia sobre la Mujer) tras la necesaria comparecencia con asistencia del Ministerio Fiscal requerirá siempre de la existencia de una situación objetiva de riesgo que se desprenderá de los concretos hechos que consten en las actuaciones, y consta de dos tipos de medidas: las medidas penales y las medidas civiles. Las medidas penales se impondrán siempre, por su condición necesaria ante la existencia de una situación objetiva de riesgo y una vez que se acredite indiciariamente la misma. La imposición de las medidas civiles dependerá o no de las concretas circunstancias concurrentes en el supuesto concreto, y de ellas hablaremos a continuación.
2. Medidas civiles
La adopción de las medidas civiles en la orden de protección depende, como mencionábamos, de las circunstancias concurrentes no solo en la víctima, sino en el núcleo familiar, y que básicamente son la existencia o no de hijos menores de la pareja o personas dependientes, o la existencia de una situación de desprotección de la víctima que haga necesaria el establecimiento de una pensión compensatoria, de pensiones de alimentos, de atribución de guarda y custodia, régimen de visitas, atribución del domicilio familiar u otras medidas de carácter urgente que no pueden esperar las semanas o meses que su tramitación ante los juzgados civiles conllevaría y que dejaría en una situación precaria y de dependencia respecto del agresor en muchos supuestos tanto a la víctima como a otros afectados integrantes del núcleo familiar. La cuestión es sencilla, si un matrimonio con hijos se agrede mutuamente y se otorga una orden de protección con medidas de alejamiento respecto de ambos, ¿Quién permanece en el domicilio? ¿Quién mantiene la guardia y custodia? ¿Qué régimen de visitas se impone a los menores para tener contacto con el otro progenitor? ¿Qué pensión debe abonar éste para satisfacer las necesidades de los menores?
Obviamente, los menores o la víctima en situación precaria no pueden depender de la caridad de amigos y otros familiares para subsistir mientras se tramita una separación, divorcio o medidas paternofiliales, y se plantea la necesariedad de dar solución inmediata a una realidad creada por la adopción de las medidas de alejamiento. Ello, no obstante, no está exento de problemas prácticos en su aplicación. El primero es la precariedad de elementos probatorios con los que cuentan las partes para solicitar las mismas y el Juzgador para acordarlas, ya que como norma y dada la urgencia con que se celebra la comparecencia (a veces, un par de horas después de suceder los hechos), no existe documentación que acredite los ingresos de las partes o las necesidades económicas para sufragar los alimentos (en su concepción más amplia) de los menores.
El segundo problema, y derivado precisamente de la falta de pruebas con la que se celebran las comparecencias (y que solo requiere para acordarse una situación objetiva de riesgo que puede desprenderse de la mera declaración de la víctima que manifiesta, por ejemplo, que la pareja ha vertido amenazas contra ella), es que la orden de protección se ha convertido, lamentablemente, en una vía fácil tanto para la adopción de unas medidas sin necesidad de un procedimiento de manera que en unas horas se puede haber expulsado del domicilio familiar a la pareja, obtenido una pensión, la guardia y custodia y el régimen de visitas, sin necesidad de haber acreditado las necesidades reales de los menores o la situación familiar, sin haber acreditado plenamente la realidad de los hechos denunciados, y sin necesidad de mantener posteriormente la denuncia, que en ocasiones se convierte además en un arma arrojadiza para conseguir, en el subsiguiente procedimiento civil donde se ratifiquen o modifiquen dichas medidas, precisamente su ratificación o la mejora de las mismas a cambio de no declarar en el acto del juicio oral en la vía penal.
Dicha execrable realidad no puede sin embargo empañar la necesidad objetiva de que el juzgador, a la hora de acordar las medidas de protección, otorgue dicha protección de forma integral a la víctima y demás afectados de la imposición de éstas de manera que no queden en una situación de desvalimiento y precariedad, lo que además conllevaría un mayor obstáculo para la interposición de denuncias y por tanto contribuiría al mantenimiento del ciclo de la violencia.
3. Medidas procesales
Las medidas procesales en la legislación española han consistido básicamente en la creación de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer para la tramitación de las causas de violencia cuando la víctima es o ha sido esposa o pareja sentimental del agresor, y éste es varón (excluyéndose los restantes supuestos de violencia doméstica o de género cuando la víctima es mujer diferente a la esposa o pareja, o cuando el agresor no es varón). La creación de tales juzgados está motivada única y exclusivamente por motivos electoralistas, sin que responda a una necesidad real de especialización.
En primer lugar, los hechos que se instruyen por estos juzgados (agresiones sexuales, homicidios, lesiones, amenazas, coacciones y vejaciones) son los habituales de cualquier juzgado y por tanto no requieren especialización, no son necesarios unos conocimientos especializados sobre los hechos que integran los diferentes tipos penales. Los informes de credibilidad o no de la víctima cuando sean necesarios (amenazas, violencia habitual) los aportan los peritos, por lo que tampoco son necesarios especiales conocimientos de psicología o sociología. Prueba de ello es que los Jueces o Fiscales de Violencia de Género no requieren ningún curso de especialización, y en los partidos judiciales más pequeños la labor del Juzgado de Violencia la asume el Juzgado de Instrucción de última creación, compatibilizando la labor de Juzgado de Violencia, Juzgado de Instrucción y Juzgado de Primera Instancia. Tampoco a los funcionarios de tramitación o gestión se les exige ningún curso de adaptación.
En segundo lugar, no podemos olvidar que un gran número de procedimientos se inician en los Juzgados de Instrucción, practicando los mismos las pruebas (declaraciones de imputados, perjudicados y testigos, ofrecimientos de acciones, informes médicos u otras periciales) y dictando las primeras resoluciones, entre las que se incluyen las relativas a la competencia y a las medidas cautelares y ordenes de protección y determinando, por tanto, la existencia o no de la situación objetiva de riesgo, sin perjuicio de que luego se ratifiquen por el Juzgado de Violencia. Ello plantea además la problemática de que las resoluciones pueden ser contradictorias, por cuanto uno de los juzgados puede haber apreciado dicha situación objetiva de riesgo y el otro no, y en su virtud haber acordado o no la medida de protección. También se plantean graves cuestiones de competencia cuando nos encontramos con agresiones mutuas o hechos sobre los que hay discrepancias a la hora de entender la conexidad entre ellos, y por tanto, si son competencia del Juzgado de Violencia o del de Instrucción, cuestiones que tienen que resolverse antes de tramitar la causa, lo que supone dilatar el procedimiento.
En tercer lugar, la existencia de los Juzgados de Violencia aumentan la victimización, por cuanto la duplicidad de declaraciones de éstas o la duplicidad de trámites en los que tiene que intervenir o de resoluciones que se le tienen que notificar como mínimo duplica el número de veces en las que tiene que acudir a los Juzgados o en las que tienen que narrar hechos, a veces sumamente íntimos y desagradables, ante extraños (diferentes jueces, diferentes funcionarios, diferentes fiscales, abogados, médicos forenses), incrementando además las posibilidades de recurso para el victimario. Todo ello supone un incremento de los costes tanto emocionales como temporales y económicos.
En cuarto lugar, se produce una ralentización en la tramitación del procedimiento: primero, durante la guardia por cuanto Ministerio Fiscal y letrados pueden estar incursos en otros procedimientos prioritarios (causas con preso) de los Juzgados de Guardia que puede suponer retrasos no solo de horas sino de días, lo que no ocurriría si todos los procedimientos se tramitaran por el Juzgado de Guardia. Dicha ralentización también se produce cuando los procedimientos entran por la tarde (y por tanto no está en funcionamiento el Juzgado de Violencia), y luego hay que remitir mediante inhibición la causa a dicho juzgado según su agenda, lo que puede suponer nuevamente varios días. En segundo lugar, las causas se ralentizan por otras causas como las cuestiones de competencia antes señaladas entre juzgados, o que alguna de las partes (especialmente el imputado) no acuda ante el Juzgado de Violencia, teniendo en cuenta que ya no está detenido en la mayor parte de los casos y no es conducido por la policía. Ello impide la celebración como juicio rápido o implica dictar orden de busca y personación ante el Juzgado.
En quinto lugar, existe un enorme coste procesal de tramitación de las guardias o de otros procedimientos cuando el Juzgado de Violencia recae en un Juzgado Mixto (que lleva primera instancia e instrucción). El volumen ingente de procedimientos de violencia y la multitud de trámites procesales que conlleva su tramitación (la mayoría se tramitan como juicio rápido y requieren la tramitación de comparecencia para adopción de medidas cautelares y ordenes de protección) conllevan la casi total paralización del juzgado para la tramitación de las restantes causas que no son de violencia (cuyas causas acaban prescribiendo o con instrucciones de años por las continuas paralizaciones), siendo la triste realidad que la mayor parte de los Juzgados Mixtos que llevan o llevaron violencia se hundieron a los pocos meses.
4. Medidas administrativas
Una gran parte de las medidas administrativas tienen que ver con medidas directamente asistenciales. La interposición de una denuncia por parte de la víctima o el inicio del procedimiento por otras vías conlleva, como hemos visto, que dicha víctima y parte del núcleo familiar quede en una situación de precariedad toda vez que el agresor puede ser el sustento económico de la familia, quien proporcione domicilio (por ejemplo, supuesto en el que la familia reside en la vivienda de los padres del agresor junto con éstos, y es la víctima la que tiene que abandonar la vivienda) y/o la víctima carezca de apoyos familiares o afectivos cercanos de apoyo. Ello conlleva que muchas víctimas silencien su situación y no denuncien, o después de denunciar decidan no declarar contra su pareja, ante el miedo que dicha precariedad les produce y la incertidumbre de no saber si van a poder salir adelante, agravándose la situación cuando hay menores.
Las administraciones no pueden ser sordas y ciegas ante dicha realidad, desde un interés puramente procesal (que los testigos/perjudicados de los hechos no tengan la necesidad de no declarar por su situación personal de precariedad) hasta por razones obvias de que las administraciones tienen el deber de velar y garantizar los servicios mínimos e imprescindibles a todos sus ciudadanos para que tengan una vida digna, y mucho más cuando su situación proviene por ser víctimas o perjudicados por un delito. Las medidas consisten en los supuestos más graves en la posibilidad de acceder a pisos de acogida, en formación laboral, de aprendizaje del idioma cuando son extranjeros, inserción laboral u otorgamiento de ayudas económicas.
Desgraciadamente, en este campo también ha existido abuso por parte de muchos denunciantes por cuanto se ha comprobado que algunas parejas acuden juntas a interponer denuncia, y luego se van juntas, con la denuncia en la mano, a solicitar las ayudas económicas. Reiteramos que dichas corruptelas no pueden negar la necesidad de su existencia para la gran mayoría que sufren la situación de precariedad sin realizar abuso de la misma, y lo que se estima necesario, desde nuestro punto de vista, es un mayor control por parte de las instituciones, que en el momento que otorgan las ayudas deberían realizar un obligado seguimiento del proceso, comprobando que las víctimas o perjudicados mantengan las denuncias, que declaren sobre los hechos denunciados de forma coherente con la denuncia interpuesta en las diferentes fases de la instrucción y en la vista oral, una mayor persecución de las denuncias falsas, y retirada y reintegro de ayudas cuando las víctimas retiran las denuncias o reanudan las convivencias con el agresor, es decir, cuando desaparecen las causas de precariedad que aconsejaron su otorgamiento.
VI. La mediación y la intervención de la víctima en el proceso judicial [arriba]
Ya hemos mencionado nuestra consideración de que la negación de la posibilidad de mediación en los delitos de violencia de género es un error de la Ley 1/2004, entendiendo que la ley ha obviado algunos puntos esenciales.
En primer lugar, la pareja criminal en los delitos de violencia de género (y doméstica en general) es la que presenta los lazos más intensos y profundos que puede mantenerse, por los vínculos familiares que se exigen para integrar el tipo penal. Dichos lazos no desaparecen generalmente con la denuncia o con el fin del proceso judicial, porque un padre o un hijo lo siguen siendo a lo largo de toda la vida, e incluso las relaciones de pareja, aun existiendo denuncia o sentencia condenatoria, no tienen por qué haber finalizado, dándose el habitual supuesto de que las parejas, a pesar de existir ordenes de protección o penas de alejamiento, reanudan la convivencia incluso a instancia de la propia víctima.
En segundo lugar, la mediación no supone en modo alguno una sustitución de la pena y una ausencia de consecuencias jurídicas para el agresor, sino todo lo contrario, la mediación entraría a formar parte del proceso penal, siendo un elemento más a tener en cuenta a la hora de imponer la pena o cualesquiera otras consecuencias jurídicas del delito.
En tercer lugar, la mediación jamás supondría una obligación ni para víctima ni para victimario, debiendo de concurrir la voluntad de ambos para poder acudir a la misma.
En cuarto lugar, negar la posibilidad de mediación supone dificultar enormemente que las partes intervengan en aspectos esenciales que afectan al libre desarrollo de su personalidad y al modo en que viven su vida y su intimidad personal, no solo del agresor sino de la víctima. La víctima se ve instrumentalizada como mero relator de los hechos adscrita a su función de testigo, y tanto a ésta como al agresor se les niega la posibilidad de establecer unas vías legales de resolución de conflictos íntimos y personales que afectan a los dos, con las garantías que ello conlleva especialmente para la víctima. No olvidemos que la mediación conlleva, en los delitos de violencia de género, la asunción de la responsabilidad de los hechos cometidos y por los daños ocasionados con su conducta, lo que permitiría el mejor punto de partida para el tratamiento del agresor de cara a evitar futuros hechos de similares características, supondría en parte una reparación emocional para la víctima y los perjudicados que no siempre desean una reparación pecuniaria (que además no son excluyentes), sino que muchas veces acuden a la vía penal para poner fin a una situación personal para ellos dolorosa y restablecer unas pautas de convivencia que les permitan seguir con la persona a la que aman. Además, al realizarse la mediación en el proceso penal se garantiza la existencia de un mediador profesional que va a velar por las víctimas y los derechos de éstas. Fuera de este proceso les privamos en primer lugar de ese mediador profesional disminuyendo las posibilidades de éxito, y les privamos asimismo de todas las garantías procesales y penales que asistirían a la víctima.
En quinto lugar, la negación de la mediación supone separar aún más al Derecho Penal del ciudadano, creando en este caso la correcta concepción de que la justicia va por un lado y el ciudadano y la sociedad por otro totalmente diferenciado, habiendo dejado de estar la primera al servicio de la segunda.
En sexto lugar, la intervención de la víctima que también sufre las consecuencias de la pena, permitiría evitar una mayor victimización de la misma, adecuando las consecuencias jurídicas por el delito cometido a la concreta realidad familiar a la que va a aplicarse y sin que ello suponga una renuncia del Estado a la punibilidad de los delitos.
Por todo lo manifestado, entendemos que es necesario que el legislador penal visualice la violencia doméstica y de género como una realidad existente que afecta no solo a la familia, sino también a la sociedad. Pero ello sin olvidar tampoco que las medidas a adoptar en la lucha contra dicho tipo de violencia también afectan a la familia y que la misma no puede ser dejada a un lado y relegada al margen, “cosificando” a las mismas en aras del funcionamiento del proceso penal. La legislación debe estar libre de presiones mediáticas y de intereses políticos y electoralistas, debiendo concebirse la violencia intrafamiliar como un problema de estado cuyo abordamiento debe ser auténticamente integral y no solo multidisciplinar como la actual Ley 1/2004, atendiendo a la realidad social y criminológica existente partiendo de un concepto material de familia, delimitando el bien jurídico efectivamente protegido de manera que pueda concretarse y diferenciarse cuando nos encontramos ante meros delitos comunes y cuando ante delitos de violencia doméstica, estableciendo un concepto real y no propagandístico de lo que es violencia de género, y articulando de una manera más eficaz las diferentes medidas penales, civiles, administrativas y de otras disciplinas a la luz de la experiencia del modo en que están articuladas en la Ley 1/2004 y la problemática que ha conllevado, y permitiendo una mayor intervención de la víctima en los aspectos del proceso y de las consecuencias jurídicas de éste y de las penas a imponer en su momento que más le afectan.
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[1] Prof. Asociado de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Letrado del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. Ex—Abogado Fiscal Sustituto del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Correo electrónico: fjavierpaino@gmail.com.
[2] “El que habitualmente ejerza violencia física o psíquica sobre quien sea o haya sido su cónyuge o sobre persona que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia, o sobre los descendientes, ascendientes o hermanos por naturaleza, adopción o afinidad, propios o del cónyuge o conviviente, o sobre los menores o incapaces que con él convivan o que se hallen sujetos a la potestad, tutela, curatela, acogimiento o guarda de hecho del cónyuge o conviviente, o sobre persona amparada en cualquier otra relación por la que se encuentre integrada en el núcleo de su convivencia familiar, así como sobre las personas que por su especial vulnerabilidad se encuentran sometidas a custodia o guarda en centros públicos o privados, será castigado con la pena de prisión de seis meses a tres años, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de dos a cinco años y, en su caso, cuando el juez o tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento por tiempo de uno a cinco años, sin perjuicio de las penas que pudieran corresponder a los delitos o faltas en que se hubieran concretado los actos de violencia física o psíquica.
Se impondrán las penas en su mitad superior cuando alguno o algunos de los actos de violencia de perpetren en presencia de menores, o utilizando armas, o tengan lugar en el domicilio común o en el domicilio de la víctima, o se realicen quebrantando una pena de las contempladas en el artículo 48 de este Código o una medida cautelar o de seguridad o prohibición de la misma naturaleza.”
[3] Díez Ripollés, José Luis en V.V.A.A. “Comentarios al Código Penal Parte Especial I. p. 337. Cortés Bechiarelli, Emilio en “El delito de malos tratos familiares. Nueva Regulación” p. 42.
[4] Gorjón Barranco, María Concepción, La importancia de definir el bien jurídico en el delito de violencia `cuasi-doméstica´ habitual, p. 28.
[5] Manjón-Cabeza Olmeda, Araceli, “Derecho Penal Español Parte Especial (I)”, p. 530.
[6] Tamarit Sumalla, Josep María en V.V.A.A. “Comentarios a la Parte Especial del Derecho Penal”, pág. 248.
[7] Quintero Olivares, Gonzalo, “La tutela penal: entre la dualidad de bienes jurídicos o la perspectiva de género en la violencia contra la mujer”, p. 423.
[8] “1. El que por cualquier medio o procedimiento causare a otro menoscabo psíquico o una lesión no definidos como delito en este Código, o golpeare o maltratare de obra a otro sin causarle lesión, cuando la ofendida sea o haya sido esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aún sin convivencia, o personas especialmente vulnerable que conviva con el autor, será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o de trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a tres años, así como, cuando el Juez o tribunal lo estime adecuado al interés del menor o incapaz, inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento hasta cinco años. 2. Si la víctima del delito previsto en el apartado anterior fuere alguna de las personas a que se refiere el artículo 173.2, exceptuadas las personas contempladas en el apartado anterior de este artículo, el autor será castigado con la pena de prisión de tres meses a un año o...”.
[9] “El que de modo leve amenace a quien sea o haya sido su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia, será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o (….). Igual pena se impondrá al que de modo leve amenace a una persona especialmente vulnerable que conviva con el autor”.
[10] “El que de modo leve coaccione a quien sea o haya sido su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia, será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o (….). Igual pena se impondrá al que de modo leve coaccione a una persona especialmente vulnerable que conviva con el autor”.
[11] Véase el Informe de la Real Academia Española sobre expresión Violencia de Género, Madrid, 19 de Mayo de 2004.
[12] Quienes lamentablemente llegan a confundir la violencia de género con la violencia doméstica o la violencia intrafamiliar.
[13] Generalmente será el género del sujeto pasivo, pero no siempre tiene que coincidir. Por ejemplo, consideramos violencia de género la que ejerce el padre sobre los hijos varones para que asuman el “rol” de lo que considera que debe de ser un hombre.
[14] A diferencia de transexuales y hermafroditas, el colectivo homosexual no constituye un sexo o género diferenciado, sino una orientación o identidad sexual. El hombre o mujer homosexual no dejan de ser hombre o mujer. Sin embargo, el germen de la discriminación que sufren por su orientación sexual es el mismo en todos los sentidos al que sufren transexuales y hermafroditas, y tanto desde un punto de vista estrictamente social como desde un punto de vista jurídico-penal en relación al tipo subjetivo, la discriminación sufrida parte de la consideración del homosexual como de un género diferenciado que no se asimila a los géneros hombre/mujer, y por tanto entendemos que debe incluirse la violencia ejercida contra este colectivo por razón de su homosexualidad como violencia de género. Idéntico sentimiento entiendo que se refleja en el art. 22-4 del Código Penal español cuando recoge entre las circunstancias agravantes la de “cometer el delito por (….) su sexo (el de la víctima), orientación o identidad sexual…”.
[15] Salvo, curiosa e inexplicablemente, en los delitos de lesiones que requieren tratamiento médico quirúrgico del art. 148-4 y 5 del Código Penal español, la figura típica más grave que recoge este ordenamiento en este tipo de delitos, y en la que no se contempla precisamente ni siquiera la posibilidad de la aplicación de tales penas.
[16] Ambos supuestos no son de laboratorio, sino que han sido vistos con relativa frecuencia por el autor durante el tiempo que ha trabajado como Fiscal tanto durante los servicios de guardia como por su adscripción a un Juzgado de Violencia sobre la Mujer.
[17] Lila Murillo, María Soledad; García, Antonio; y Lorenzo, María Victoria, “Manual de Intervención con Maltratadores”, p. 236.
[18] Muñoz Tinoco, María, “Violencia de género: El ciclo de la violencia y las microviolencias”, disponible el 07-06-2013 en www.entretodas.net/2009/02/09/
[19] De forma anecdótica pero reflejo sintomático de lo que decimos es que la Constitución Española aún mantiene la preferencia del varón sobre la mujer en cuanto al derecho sucesorio en la monarquía en su art. 57.
[20] Sentencia núm. 114/2011 de 9 noviembre de la Sección de la Audiencia Provincial de Guadalajara (España).
[21] Cerezo Mir, José, “Curso de Derecho Penal Español II”, p. 310 y 311. Sentencia núm. 133/2012 de 22 marzo de la Sección 2ª de la Audiencia Provincial de Tarragona (España).
[22] Armendáriz León, Carmen y Mirat Hernández, Pilar, “Tratado de Derecho de la Familia Volumen VI. Las relaciones paterno-filiales (II) La protección penal de la familia”, p. 1046. Sentencia núm. 55/2006 de 17 enero de la sección 3ª de la Audiencia Provincial de Málaga (España).
[23] La primera suele conllevar la segunda, toda vez que el consumo prolongado de sustancias estupefacientes o alcohol conlleva un progresivo deterioro de las facultades mentales, y la aparición de enfermedades psíquicas y físicas.
[24] Manjón-Cabeza Olmeda, Araceli, “Derecho Penal Español Parte Especial (I)”, p. 524.