JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Buena fe como principio «general» y «superior» del derecho
Autor:Lezcano, Juan M. - Ordoqui Castilla, Gustavo
País:
Argentina
Publicación:Buena Fe Contractual - Adaptación al Nuevo Código Civil y Comercial Argentino - Parte II - La Buena Fe
Fecha:25-05-2019 Cita:IJ-DCCXL-852
Índice Voces Relacionados Libros Ultimos Artículos
A. Presentación del tema
B. Aspectos históricos
C. Doctrina nacional
D. Consolidación prioritaria del principio general de la buena fe
E. La buena fe como fuente normativa y el “contrato incompleto”
F. El principio general, la obligación y la presunción de buena fe
G. Nuestra opinión
Notas

Buena fe como principio «general» y «superior» del derecho

Juan M. Lezcano
Gustavo Ordoqui Castilla

A. Presentación del tema [arriba] 

La buena fe es un principio general del derecho de alcance universal, con un fundamento ético y social indiscutido. Estamos ante un principio general de derecho que informa y fundamenta a distintas normas en las que en ocasiones aflora expresamente, y en otras opera implícitamente. Del Vecchio (Los principios generales del derecho, Barcelona, 1979, pág. 49) califica a los principios generales como las «verdades supremas del derecho in genere», o sea, aquellos elementos lógicos éticos del derecho que por ser racionales y humanos son virtualmente comunes a todos los pueblos.

En nuestro planteo no vemos la buena fe sólo en disposiciones aisladas del Código Civil y Comercial sino que aparece en su contexto como un principio general del derecho informador del orden jurídico. Estas normas en su totalidad ponen en evidencia el fundamento que las respalda, que es el de la buena fe.

B. Aspectos históricos [arriba] 

a. El principio de la buena fe en el Derecho romano

Dado que la buena fe es un imperativo ético emergente de la propia naturaleza humana ya estuvo presente en la época del Derecho romano. La «bona fides» se aplicó en una primera época respecto de la tutela del poseedor que creyó en la legitimidad de sus derechos y respecto al deber de lealtad entre los contratantes. Justiniano (Institutas libro iv, título 6, párrafo 28) diferencia las obligaciones «stricti iuris» y las de «bona fide». Las de buena fe eran, entre otras, la compraventa, el arrendamiento, el mandato, el depósito, el comodato. Y todas las demás eran de derecho estricto. En el parágrafo 30 de las institutas se aclaraba que las obligaciones de buena fe atribuyen al juez libre facultad para estimar según lo bueno y lo equitativo, y lo que debe restituirse al actor.

En su origen todas eran obligaciones «stricti iuris» o sea, que provenían del derecho quiritario (el derecho antiguo), donde todo era formalismo y ritualismo. Cada contrato tenía sujetos y palabras sacramentales ineludibles en su instrumentación.

Las obligaciones de buena fe, que son las que llegaron a nuestros días, surgen posteriormente, y se debieron a la influencia del denominado «iuris gentium» (derecho de gentes o derecho los comerciantes), que introduce nuevos contratos en los que se dejaron de lado ritualismos y formalidades alcanzando con el consenso y la buena fe. Ello implicaba que el magistrado tenía mayores facultades para interpretar lo que pudo ser la intención

Común de las partes en atención al fin perseguido, y ello era posible porque de alguna manera la buena fe venía a sustituir las exigencias formales y los ritualismos.

Importa destacar que los romanos reconocieron al principio general de la buena fe como principio fundado en el Derecho Natural. En este sentido podemos tener presente la opinión de Carmés Ferrero (Curso de Derecho romano, Buenos aires, 1958, pág. 53 y ss.) Cuando destaca cómo en el Corpus Iuris Civilis (paulo, Digesto, libro 17 parágrafo 84) se expresa «debe por naturaleza el que por derecho de gentes debe dar y a cuya fe nos atuvimos».

En una primera época, en el Derecho romano para contratar se debía seguir determinados actos solemnes y rituales. Cumplidos estos ritos el acto generaba obligaciones y podía calificarse de contrato. Con la influencia del derecho de gentes y del derecho pretoriano se admitieron los llamados «juditia bonae fidei» por los que la obligación podía establecerse sólo por cierto acuerdo de partes. En un principio ello fue posible sólo para algunos contratos determinados.

La expresión buena fe parte de la diferencia existente en el derecho romano entre los contratos “bonae fide” y los contratos “strictu juris”. Según el derecho romano, existían contratos cuyas obligaciones debían interpretarse en forma estricta, “atio stricti iuris” o contratos estrictos y los contratos de buena fe en los que el juez, más que atender a lo escrito atendía a los dictados de la equidad. Se entendía que el contrato de buena fe, además, podía extenderse a aspectos no regulados por las partes pero que surgían del orden jurídico. Hay aspectos que son de la naturaleza del contrato y aun cuando no estén escritos forman parte de él.

Justiniano llega a afirmar que el Juez al que se le plantea un proceso iniciado en la buena fe tenía la libertad de determinar la deuda según lo que se considera justo (iv.6.30). Los redactores del código civil Francés de 1804 exigieron la buena fe en dos situaciones: proteger al poseedor que adquiere el dominio del bien por usucapión, y en la ejecución de los contratos.

Adame Goddard (El principio de la buena fe en el derecho romano y en los contratos internacionales y su posible aplicación a los contratos de deuda, instituto de investigaciones Jurídicas, UNAM, México, www.bibliojuridica.org/li- bros/4/1490/19) destaca que el análisis de este principio de la buena fe en la historia del Derecho romano supone distinguir dos etapas en las que tiene significados diferentes, la etapa clásica y la postclásica.

En la primera, la buena fe se predica principalmente de las acciones o juicios, y sirve para distinguir entre las acciones o juicios de buena fe de aquellos otros llamados de derecho estricto, de suerte que la buena fe es fundamentalmente una cualidad que tienen ciertos juicios y que comporta un determinado modo o método de juicio. En la segunda, la buena fe se predica como una cualidad de los contratos o bien se sustantiviza, convirtiéndose en un principio jurídico del cual derivan reglas o prescripciones de carácter imperativo; el principio de buena fe comienza a entenderse en esta etapa posclásica como un principio rector de la conducta15.

La buena fe no es el principio ético del cual derivan las obligaciones contractuales, sino que es un criterio de decisión judicial y por eso, en el Derecho clásico, la bona fides califica las acciones y no las obligaciones.

Con Justiniano, la buena fe deja de contemplarse como un modo de juzgar en determinadas acciones y relaciones bilaterales y se convierte en un principio que rige la conducta, que aunque se le asemeja a la misericordia, la benignidad o la caridad, y se le opone a la malignidad y la avaricia, no se confundió plenamente con un principio ético.

En la época del cristianismo, la buena fe se consideró como la obligación de ajustarse a la verdad, y es precisamente el derecho canónico que introduce la idea de buena fe subjetiva como intención honesta y leal equiparando la buena fe con la creencia

b. La buena fe en los antecedentes del Código Civil Francés de 1804

Consideramos de particular interés tener presentes algunos razonamientos de quienes fueron los inspiradores del código civil Francés que, a su vez, fue el antecedente ineludible para nuestro código civil derogado. Así, por ejemplo, Domat (Les lois civiles en leur ordre naturel. Ouvres completes, parís, 1835, sección iii, parágrafo 2) titula “De la buena fe en todo tipo de contrato”, y afirma que la buena fe rige no sólo en la ejecución sino también en la formación e interpretación de todos los contratos. El autor recuerda que en el derecho romano se distinguían contratos de derecho estricto y de buena fe, y afirma que en el derecho francés son todos de buena fe, dando a entender con toda claridad que lo que se debe priorizar es la buena fe y no tanto el derecho estricto.

De la buena fe dependieron desde el principio los aspectos medulares del contrato, como ser el respeto de la palabra dada, la confianza en la norma que se han dictado las propias partes entre sí. Por ello la buena fe desde el comienzo tuvo más importancia que el principio de la autonomía privada y el de la fuerza vinculante del contrato pues en ella se fundaba el mismo vínculo y el respeto de la palabra dada. Sostuvo el autor citado que la buena fe se origina en la ley natural y se impone a la voluntad de las partes y a la fuerza vinculante del contrato. Para este autor, el principio de la buena fe refiere al deber de sinceridad, que descarta el fraude y el dolo, y en él se sustenta en esta primera época el fundamento del principio del respeto a la palabra dada y de la fuerza vinculante del contrato.

Pothier (Tratado de las obligaciones, Buenos aires, 1961, ed. Omega, N. 33) destaca que el rol de la ley natural y de la equidad en el contrato es fundamental. Así, establece que la equidad debe reinar en todos los convenios. En el n. 123 afirma que la ley natural es, por lo menos, la causa mediata de todas las obligaciones. Para el autor (ob. Cit., n. 34), el carácter previsible del daño contractual depende de la buena fe del deudor. Como se advierte, esto es importante tenerlo presente porque tanto para Domat como para Pothier, que fueron los inspiradores de los trabajos preparatorios del código civil francés, la equidad y el derecho natural tienen especial relevancia en la vida del contrato.

Romain, J. F. (Theorie critique sous principe general de bonne fait en Droit privée, Bruselas, 2000, pág. 106), haciendo un estudio histórico del significado de la buena fe en el código civil Francés y de los que le siguieron, concluye que en el dominio de la buena fe es donde se constata con mayor claridad y fuerza la consustanciación de la moral en el derecho, tal como lo sostuvieron con toda claridad Domat Y Pothier.

Expresión clara de esta forma de razonar la tenemos en el n. 30 del tratado de Pothier, al expresar: “se debe mirar como contrario a la buena fe todo lo que separe, por poco que sea, de la sinceridad más exacta y más escrupulosa, el simple disimulo de lo que concierne a la cosa que ha sido objeto de negocio, y que la parte con quien se contrata tenía interés en conocer, y es contrario a esta buena fe ocultar algo que nosotros no hubiéramos querido que se nos ocultara”.

Se presenta a la buena fe como un imperativo natural de coherencia en el proceder. No hay buena fe si se disimula o hace aparecer lo que no es. A modo de síntesis, antes del código civil francés, los pensadores de la época centraban sus ideas sobre la buena fe en distintos aspectos:

i. Considerado como un ámbito de unión entre la ética y el derecho querido por el derecho cuando regula la buena fe.

ii. En la buena fe se fundaba el respeto mutuo entre los sujetos de derecho;

iii. La vigencia de la buena fe en esa primera época se concretaba en la exigencia de una regla de coherencia y de reciprocidad entre los sujetos de derecho;

iv. El principio de la fuerza vinculante y de la autonomía de la voluntad estaban fundados en su origen en esta buena fe, o sea, la buena fe daba sustento al respeto a la palabra dada y al propio contrato.

c. Desvalorización de la buena fe en el siglo XIX

Romain (ob. Cit., pág. 135) afirma que en el siglo xix se advierte una desvalorización de la buena fe en la idea de priorizar a la autonomía de la voluntad. Se propone priorizar solo la interpretación realizada sobre lo que es la voluntad de las partes, tratando de minimizar la influencia de la buena fe por entender, desde un enfoque extremadamente individualista y positivista, que ello trae inseguridad jurídica. Se entiende que los jueces sólo deben actuar sobre la voluntad de las partes y su interpretación y nada más. (ver Demolombe, Cours de droit civil, t. XII, Bruselas, 1968, n. 387).

d. Demogue y la “revalorización de la buena fe”

Si queremos encontrar un pensador francés que marcó un rumbo en la evolución de este tema, podemos citar a Demogue (Traité des obligations, t. VI, parís, 1931, pág. 5 y ss.), quien destaca en primer lugar las exageraciones del siglo xix, señalando que si bien se debe respetar la autonomía de la voluntad, éste no es el único ni el más importante de los elementos del contrato. Para el autor, actuar de buena fe significa: a) admitir que debe existir colaboración entre el acreedor y el deudor, b) significa, además, que se debe actuar con diligencia para cumplir con las obligaciones; c) significa que la interpretación del contrato no debe quedar petrificada en lo consentido por las partes; d) significa, además, que se debe abstener de todo abuso en el ejercicio de los derechos contractuales.

Interesa destacar cómo el autor citado relaciona la falta del deber de colaboración con el abuso del derecho contractual, lo que implica en términos de la buena fe, una visión activa.

Para este autor, la buena fe permite concebir una visión más viva del contrato y con nuevas derivaciones en su contenido. Se llega así a la idea hoy vigente de que todos los contratos son de buena fe sobreponiendo este criterio al principio de la autonomía privada.

De Page (Traité elementaire de droit civil, parís, 1964, t. II, n. 462, pág. 431) se destaca también por haber profundizado en los límites de la autonomía de la voluntad, destacando la relevancia del orden público, las buenas costumbres y la buena fe, de forma que en definitiva todos los contratos deben interpretarse y ejecutarse conforme a las pautas emergentes de este gran principio general del derecho contractual

C. Doctrina nacional [arriba] 

En el derecho privado interno tanto Peirano Facio (ob. Cit.) Como Reyes Terra (ob. Cit.), como Gamarra (ob. Cit.), presentan a la buena fe como un principio general del derecho. Este principio no tiene consagración expresa como otros, aunque sí manifestaciones concretas en el orden jurídico, como cuando expresamente dice, refiriéndose a la ejecución del contrato que: «todos deben ejecutarse de buena fe y por consiguiente obligan no sólo a lo que en ellos expresa, sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la equidad, el uso o la ley».

Como ya dijimos, la existencia de un principio general de estas características en realidad no depende de su declaratoria o reconocimiento expreso sino que tiene valor por sí mismo considerado.

En nuestro derecho, Frigerio («La buena fe en el derecho de las obligaciones», revista de la Asociación de Escribanos del Uruguay, t. 55, pág. 142) sostuvieron que la buena fe es un principio de Derecho Natural. El derecho natural es un orden supralegal que informa a todos los sistemas positivos. Si bien las normas jurídicas cambian, ciertas reglas consustanciales a la naturaleza del hombre en sociedad poseen vigencia permanente y universal. En este sentido, por ejemplo, el deber de no dañar, de actuar buena fe, son propios de la naturaleza humana y el orden jurídico no puede desconocerlos.

Del Campo («estudio sobre la buena fe en el derecho civil uruguayo», Anuario de Derecho Civil, tomo xxvii, pág. 485 y ss.) Presenta un planteo exacerbadamente positivista del concepto de principio general del derecho de la buena fe que no se comparte, pues sostiene que no existe una protección general de la buena fe sino que este principio se aplica sólo cuando tiene referencia expresa en normas concretas previstas por la ley. La buena fe, para el autor, requiere de determinadas circunstancias tipificadas, y si ellas no se dan no se puede aplicar este principio. Como en nuestro derecho no existe una norma que expresamente consagre a la buena fe como principio general del derecho, como ocurre en el código civil español, art. 7, no se puede decir que el principio de la buena fe sea un principio general del derecho salvo para el caso de la ejecución de los contratos donde sí está regulado. Los casos en que la norma alude a la buena fe son excepcionales y es donde justamente se modifica la regla y se protege a quien actuó de buena fe. Las normas que refieren a la buena fe son excepcionales de la aplicación de principios generales en el tema.

Esta posición la consideramos equivocada, pues el principio de la buena fe está en todo el ordenamiento jurídico sin necesidad de reconocimiento expreso (Fueyo Laneri, Instituciones de derecho civil moderno, Chile, 1990, pág. 144). Luis Diez Picazo (ob. Cit.) Llega a decir que en España si bien se consagra este principio expresamente en el título preliminar del código civil, este texto no introdujo ninguna innovación al orden jurídico, pues el principio general como tal ya se consideraba existente dentro del orden jurídico con anterioridad y había sido consagrado por la doctrina y jurisprudencia a través de una generalización de las múltiples aplicaciones que de él se hacía tanto en el código como en leyes especiales. La misma noción de lo que es derecho, las normas aplicables, la remisión del código civil y comercial a la constitución.

La buena fe no opera como valoración de segundo grado, opinión que fue vertida en nuestro derecho por GAMARRA (Tratado, t. XVIII, pág. 302). En primer lugar, el autor se contradice con lo que afirmó en páginas anteriores al decir que el principio general de la buena fe está vigente en todo el contrato (ob. Cit., pág. 286) y cumple una función correctiva pudiendo abolir aquellas posiciones expresas contrastantes con este principio. Si cumple una función correctiva, la buena fe no puede ser considerada de carácter secundario. La calificación que le hemos dado de principio de general y superior responde a que se trata de un principio al que se remite el orden jurídico no solamente en más de 104 artículos de nuestro código civil y comercial, sino que opera como respaldo de institutos claves como es el caso del abuso de derecho, del fraude a la ley, la causa ilícita, entre otros. Las múltiples relaciones jurídicas en que participa la persona: relaciones personales, obligacionales o reales, su conducta está regulada por el deber de actuar de buena fe.

D. Consolidación prioritaria del principio general de la buena fe [arriba] 

El maestro José Luis de los Mozos (ob. Cit., pág. 36) afirma que la buena fe se estructura en el derecho como principio. En cuanto tal, no se está ante un precepto jurídico o norma en sentido estricto en tanto no contenga ninguna instrucción vinculante de tipo inmediato para un determinado campo de cuestiones, sino que requiere o supone en cada caso la acuñación judicial o legislativa (o doctrinaria) de dicho contenido. Cuando este proceso de concreción se da, el principio respalda o da fundamento y contenido a una norma que pasa a formar parte del reglamento contractual.

Debemos tener presente ciertas puntualizaciones de Diez picazo en el prólogo a la obra de Wieaker (El Principio general de la buena fe, Madrid, 1986) cuando advertía que una cosa es la buena fe y otra diferente es el principio general de la buena fe. La buena fe opera como supuesto de hecho de algunas disposiciones cuando, por ejemplo, se regula la posesión de buena fe, el matrimonio de buena fe. Otra cosa es cuando nos referimos a la buena fe como principio general de derecho en su fuerza jurígena como norma jurídica a contemplar y a exigir, o como regla de derecho con la que se controla la legalidad de los procederes, incluso los de la propia administración pública.

La afirmación de que todos los derecho se deben ejercer y todas las obligaciones se deben cumplir de buena fe alcanza para tener una idea de la dimensión de este principio que hoy habiendo surgido del derecho privado no es ajeno a ninguna rama del derecho.

Las consecuencias de ser un principio general según Diez picazo (La doctrina de los actos propios, Barcelona, 1963, pág. 139) son las siguientes:

a) Todo el orden jurídico debe ser interpretado en armonía con el principio general.

b) Como principio general del derecho, la norma que refiere al comportamiento debido es secundaria y los tribunales deben, a falta de norma especial, aplicar lo que se deriva del principio general. Así, la buena fe no es secundaria sino primaria y la norma que refiere a ella es supletoria o subsidiaria y es precisamente por este impulso primario de la buena fe que se advierte y determina el progreso del derecho.

c) Las consecuencias o derivaciones del principio general de la buena fe, aplicables a los casos concretos, tienen el mismo valor y el mismo alcance del principio general del que dimanan y en el que se fundan.

Como un principio general y superior del derecho, y dentro del derecho contractual, es el principio general de mayor importancia inspiradora y complemento ineludible de todo el sistema contractual, sin necesidad de reconocimiento expreso aunque lo tenga.

La buena fe, como estándar jurídico que es, asume la función de determinación y delimitación del comportamiento debido por las partes. No sustituye sino que complementa a la norma y supone en esencia la delegación de facultades en quien tiene que aplicar la norma. Con la utilización de estándares jurídicos, el legislador, en realidad, deposita su poder normativo en manos del intérprete cuando éste debe aplicar a determinadas situaciones estos estándares, como el de la buena fe, la diligencia debida o la justa causa.

Durante mucho tiempo se le tuvo miedo a la buena fe, como ya lo dijéramos en la introducción de este tema, pero lo cierto es que en los siglos XX y xxi la corriente personalista del derecho contractual ha encontrado en ella el origen de la revitalización, no solamente de la tutela del contrato sino de “la persona” en él involucrada. Hoy, el principio general de la buena fe tiende a dominar por entero el derecho de los contratos y de las obligaciones.

Con acierto, Larenz (ob. Cit., pág. 145) lo califica como el principio “supremo»; de carácter irrenunciable y representativo del precepto fundamental de la juridicidad cuyo respeto en ocasiones involucra el orden público.

En la actualidad muchos doctrinos pretendieron encontrar en la constitución lo que el derecho privado no les brindaba, pues no supieron interpretar el verdadero alcance del principio de la buena fe. No faltan quienes –como ya lo dijéramos– piensan que la aplicación de principios generales como el de la buena fe genera inseguridad, imprecisión e incertidumbre pues estamos en el ámbito de lo que gráficamente Ihering denominaba «cielo de los conceptos jurídicos». Ocurre que esta exigencia de proceder en parámetros de buena fe no es algo creado por el legislador sino que es propio de la naturaleza humana. El derecho reconoce una exigencia de conducta propia de la naturaleza humana y la presenta dándole forma con la denominación de buena fe. Su contenido, más que impreciso es amplio: honestidad, lealtad, veracidad cooperación, y colaboración, son su esencia.

Creemos que la inseguridad puede venir no de aplicar este principio sino de ignorarlo. Su aplicación no supone dejar la puerta abierta para la arbitrariedad o para legitimar por su intermedio que se dejen de lado las leyes o las cláusulas contractuales. La buena fe, lejos de debilitar el sistema jurídico por el amplio espectro de normas de conducta ética a que refiere, lo consolida pues permite la adaptación a las nuevas exigencias ético sociales.

En un primer momento la buena fe aparece en el código civil y comerciar para legitimar al poseedor de buena fe, para completar el consentimiento y regular cómo tiene que ser la ejecución del contrato. Pothier (Tratado, ob. Cit. Nº 29 y 30, pág. 28) al estudiar el dolo dice «en el fuero interno se debe mirar como contrario a la buena fe todo lo que separa, por poco que sea, de la sinceridad más exacta y más escrupulosa. El simple disimulo acerca de lo que concierne a la cosa que ha sido objeto de negocio y que la parte con la que contrate tenía interés en conocer, es contrario a la buena fe. Por esto que, si tenemos mandado amar al prójimo como a nosotros mismos no podemos ocultarle nada que no hubiéramos querido que se nos ocultara a nosotros si estuviéramos en el mismo lugar». Se considera a la buena fe, en un principio, como el sentido de tener que decir siempre la verdad y actuar con transparencia.

En el centro del tema, en los siglos XVIII y xix, se comienza por privilegiar la autonomía de la voluntad, y dentro de ella, actuando como límites se considera a la capacidad, a las buenas costumbres, al orden público y a la justicia contractual. En esta época era importante reivindicar la libertad frente a los privilegios feudales y monopólicos que significaban lo máximo como valor. La buena fe sólo importaba como oposición al dolo, como posesión de buena fe, pero no tenía particular relevancia en esa época en el campo del derecho de las obligaciones y los contratos.

En el Siglo XX la buena fe se revitaliza y se comienza por ver en sus términos un principio general del derecho, al tiempo que se descubre en él un contenido normativo objetivo que establece normas de conducta debida limitativas de la autonomía de la voluntad. Se comienza a trabajar en el concepto de buena fe objetiva. Esta construcción responde a una corriente solidarista que deja atrás el individualismo del siglo xix y se preocupa de que el contrato sea «realmente» instrumento de interrelación de intereses justos.

En la actualidad el art. 9 CCyC y sus similares en el derecho comparado constituyen un elemento básico para comprender la visión absolutamente nueva de la relación obligacional, transformando la teoría tradicional de las fuentes de derechos y deberes, y con ello estableciendo límites importantes a la autonomía de la voluntad. Así, la buena fe posee un valor autónomo respecto de la voluntad de las partes y determina una extensión del contenido de la relación obligacional que va incluso más allá de la voluntad de partes. Por cierto, este es el significado originario de la buena fe en el código civil y comercial.

Hoy el principio general de la buena fe tiende a dominar por entero el derecho de los contratos y de las obligaciones.

En síntesis, en una primera época la buena fe operó como instrumento de fortalecimiento del contrato o de la autonomía de la voluntad, llevando al respeto de la palabra dada y el respeto de los deberes asumidos, sin tener en cuenta su significado verdadero. Hoy, en función de considerar a la buena fe como principio general del derecho se ve en ella una función normativa que impone la jurisprudencia, y cuya operatividad se refleja tanto en las tratativas, en la interpretación, en la integración, como en la limitación del ejercicio de los derechos que surgen del mismo contrato.

E. La buena fe como fuente normativa y el “contrato incompleto” [arriba] 

a. Presentación del tema

Quizás el aspecto más relevante a destacar sea que la buena fe no es un mero concepto o principio sin relevancia práctica sino que, como principio, ha adquirido fuerza normativa imperativa de carácter sustancial en la vida de las relaciones obligacionales y en particular del derecho contractual.

Como norma pasa a formar parte del “Reglamento Contractual” y a completar las fuentes que lo integran. Adviértase que para llegar a la buena fe como norma se pasó por el pro-

Ceso de acuñación o integración a que refiere José Luis de los Mozos, dándosele un contenido concreto al principio general que termina entonces concretándose en normas integrantes de la realidad contractual y formando parte de lo que hemos denominado “reglamento contractual”.

Considerando todos los componentes que forman esta realidad contractual, cierta doctrina, reflejada en la opinión de Spadafora (La regola contrattuale tra autonomia privata e canone de buona fede, Torino, 2007, pág. 13) comienza, como vimos, a hacer referencia más que al contrato a la existencia de un reglamento contractual, pues éste se integra con distintos elementos ya referidos, junto a la autonomía privada que dejó de ser el elemento central de la realidad negocial. La idea del contrato como combinación de distintas reglas o normas, o sea, como reglamento, nos invita a reflexionar profundamente sobre la verdadera dimensión del contrato a partir de la aplicación del principio general de la buena fe.

Se suele utilizar la palabra “laguna” en el contrato para identificar lo que las partes no previeron y junto a este concepto en doctrina se viene consolidando el criterio de “contrato incompleto”. Beggiatrono (I contrati incompleti nel diritto e nel’economia, padova, 2000, pág. 32), para referir no a una laguna de la voluntad sino del contrato como norma jurídica, alude a la existencia de un contrato incompleto. Lo incompleto se cubre con fuentes distintas a la autonomía de la voluntad, sin presunciones. La voluntad no es la única fuente del contrato sino que el reglamento está integrado por distintas fuentes: la autonomía privada, la norma, los usos y costumbres, los principios generales entre los que se destaca la buena fe.

b. Buena fe como fuente de Derecho Judicial16

El tema siempre latente en estudio de la buena fe es el de que pone en evidencia el alcance de la actividad creadora de los jueces con carácter general y en particular en el derecho contractual (ver sobre el tema: Ordoqui Castilla, Tratado de Derecho de los Contratos, t. I, pág. 271). No tenemos dudas de que la buena fe le abre camino al juez para crear derecho.

El propio Gamarra (Buena fe contractual, pág. 13) llega a sostener que en estos casos el lugar que le corresponde a las normas dispositivas e imperativas es ocupado por las decisiones del magistrado y ello sucede pues es el legislador quien lo consagra. Para el autor, la indeterminación de la cláusula general es solucionada mediante integración judicial guiada por valores o principios que aporta la propia cláusula. Luego, en la pág. 16, el autor redondea su idea al señalar que el precedente judicial en materia de buena fe, si bien carece de fuerza vinculante como todo precedente, adquiere un valor mayor al operar dentro de un principio general porque son los jueces, y solamente ellos, los creadores de la regla. Decir que el precedente judicial no tiene fuera vinculante supone una apreciación formalista que se sabe en muchos casos no responde a la realidad. A modo de ejemplo, tengamos presente qué sucede si se ignora la obligación de seguridad en el contrato de transporte.

F. El principio general, la obligación y la presunción de buena fe [arriba] 

Romain (ob. Cit., pág. 216) afirma que prácticamente no se discute que la buena fe es un principio general del derecho en el sentido técnico del término y, en cuanto tal, es una fuente autónoma de derecho y en este sentido forma parte integral del derecho positivo y su transgresión por sí puede ser invocada como fuente de responsabilidad cuando aparece relacionada causalmente con un daño.

Este principio, para el autor, cumple dos roles: explica y da fundamento a distintos institutos y, por otra parte, cumple un rol operativo directo pues puede ser invocado en forma directa sin tener que recurrir a normas estrictas que lo hayan plasmado o concretado. En este principio general de buena fe se fundan: el deber de actuar de buena fe y la presunción de que así se ha obrado. El criterio rector en el tema es que la buena fe se presume y la mala fe se debe probar. Esta presunción de la buena fe se extiende a todo el campo del derecho y no solo rige donde ha sido expresamente prevista como al regular la posesión. La buena fe está en el fuero interno del individuo y todos si actúan conforme a los dictados de su propia naturaleza deben proceder de buena fe. Se trata de una presunción iuris tantum que admite prueba en contrario. Así, la buena fe no hay que probarla y se presume. Diferente es el caso de la mala fe que, cuando se invoca, se debe probar (ver sobre el tema parte ii n 14).

G. Nuestra opinión [arriba] 

Estamos ante un «principio jurídico general y superior» del orden jurídico que marca la vigencia de valores máximos aplicables tanto en el ámbito del derecho público como del derecho privado.

Es un «principio», pues refiere a una verdad fundamental que traduce una exigencia ética básica, indiscutida, sustentada en la naturaleza humana y en la conciencia social.

Es «general», porque tiene vigencia en todo el ámbito del derecho, no solamente contractual, no solamente el derecho civil, sino de todo el derecho en general, sin exclusiones.

Es «superior», pues con respecto a otros principios trasciende por su importancia y su funcionalidad sustancial.

Larenz (ob. Cit., pág. 145) con acierto califica a este principio como «supremo» pues es irrenunciable y representa el precepto fundamental de la juridicidad. No se trata de una norma de conducta más sino que representa un principio supremo del derecho y de las relaciones obligacionales, de forma que todas las demás normas han de medirse por él y en cuanto se opongan han de ser en principio pospuestas.

Es «jurídico», pues trasciende de lo moral y es aceptado implícita o explícitamente por el orden jurídico en su normativa, trascendiendo del campo subjetivo al intersubjetivo en la relación de derechos y obligaciones de los sujetos al conformar una relación jurídica.

Este principio está inmerso en la misma naturaleza humana. No es una creación del legislador sino que es declarado como realidad de conducta exigible por el principio imperativo ético siempre vigente en las relaciones humanas.

Como norma de conducta debida aparece reflejada en diversas normas del código civil y comercial en forma expresa, como ya aludiremos, y como principio general del derecho que es, se expresa en el hecho de que los derechos deben ejecutarse de buena fe y las obligaciones tienen que crearse, interpretarse y cumplirse de buena fe.

La buena fe introduce en el orden jurídico elementos básicos no solamente de la moral sino del Derecho como conjunto de normas y principios, que en cuanto tales integran la norma del sistema jurídico todo17.

 

 

Notas [arriba] 

15 La fides es un principio fundamental del Derecho romano que enuncia el deber de toda persona de respetar y cumplir su palabra. La fides, se entiende como un principio vigente en todos los pueblos, es decir de ius gentium y no como un principio exclusivo de los romano. Distinta de ella es la bona fides que aparece en la fórmula de algunas acciones. Las acciones de buena fe que se conocen en el edicto del pretor eran éstas: la acción del antiguo negocio de fiducia, que parece haber sido la matriz de las demás acciones de buena fe, las acciones de los cuatro contratos consensuales (mandato, sociedad, compraventa y arrendamiento).
16 Ver supra nº 8.
17 Para Federico de Castro (Derecho Civil de España, t. i, Madrid, 1949, pág. 423), los principios generales del derecho como la buena fe son de derecho natural y resultan de la acumulación de los valores esenciales de una nación los cuales dan fisonomía al ordenamiento jurídico de un pueblo. En este sentido Hernández Gil (obras Completas, t. I, “La concepción ética y unitaria de la buena fe”, Madrid, 1987, pág. 567) presenta a la buena fe como un principio de derecho natural por su valor universal y permanencia.