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Las propuestas de revolución socialista y derechos sociales han ocupado posiciones antagónicas a lo largo de unos ciento cincuenta años, interpoladas por ciertos momentos de conciliación.
¿Cuál ha sido la razón de ser de este enfrentamiento?
La expresión derechos sociales indica el conjunto de pagos, bienes, servicios y facultades atribuidos a los trabajadores y sus familias como beneficios adicionales a la remuneración y limitaciones a la duración del trabajo. Con este significado han sido incorporados en las declaraciones internacionales de derechos humanos con un nivel semejante al de los derechos civiles y políticos —Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969)— y están incluidos también con diversos alcances en las constituciones políticas de numerosos países.
Sus ámbitos legales son: a) la normativa laboral, rectora de las relaciones entre empleadores y trabajadores determinadas por la ejecución del trabajo; b) la normativa de seguridad social, destinada a la cobertura de los riesgos sociales de enfermedad, accidentes comunes, maternidad, vejez, cargas familiares, accidentes de trabajo y enfermedades profesionales; y c) la normativa social, en general, para la atención de las necesidades de vivienda, transporte, entretenimiento, vacaciones y otras.
El costo de los derechos sociales, pagado directamente al trabajador o entregado a las entidades de seguridad social o al Estado, es un gasto o inversión en fuerza de trabajo que se transfiere al precio de los bienes y servicios ofrecidos en el mercado, conjuntamente con los gastos en medios de producción y la plusvalía o ganancia. Por lo tanto, en principio, no afectan el monto de la plusvalía, salvo cuando existe el derecho a la participación en las utilidades.
Desde las primeras décadas el siglo XX, los derechos sociales comenzaron a alcanzar una significación relevante. Su expansión y configuración, tal como son ahora en la mayor parte de países con economía de mercado o capitalista, advinieron luego de la Segunda Guerra Mundial como un efecto social de ésta.
Ideas básicas de Carlos Marx sobre el capital, el trabajo, la plusvalía, y la revolución [arriba]
Cuando Carlos Marx y Federico Engels formularon su ideología, en la segunda mitad del siglo XIX, no existían derechos sociales. La explotación de los obreros era ilimitada. La duración del trabajo y el monto de la remuneración se determinaban por la oferta y la demanda; y, como la oferta de fuerza de trabajo superaba la cantidad de puestos de trabajo, los capitalistas imponían sus condiciones. Los trabajadores las aceptaban por la necesidad de percibir un ingreso económico. Su ignorancia y rivalidad por acceder al empleo obstaculizaban la percepción de su enorme fuerza social si se unían.
La teorización de Marx (Crítica de la Economía Política, Trabajo asalariado y capital, El Capital) comenzó con la descripción de esta sociedad y su mecanismo estructural.
Marx constató que el trabajo es la fuente de cuanta realización humana existe, y sobre esta base enunció sus afirmaciones esenciales que pueden concretizarse en las siguientes:
1º.- Los bienes necesarios para la producción y el consumo son el resultado del trabajo humano.
2º.- Las herramientas, máquinas, construcciones, materias primas y otros bienes necesarios para la producción, que él denominó medios de producción, son cosas inanimadas, trabajo pasado acumulado, incapaces de funcionar y transformarse por sí mismas. El capital, como poder adquisitivo que permite adquirirlos, sigue la misma suerte: es inerte sin el trabajo.
3º.- El trabajo aplicado a los medios de producción transfiere a los bienes resultantes el valor de los medios de producción y de la propia fuerza de trabajo y crea, además, un nuevo valor o plusvalía. Estos bienes con un valor de uso o utilidad y un valor de cambio se denominan mercancías por estar destinados al mercado. Al venderlos, el productor o capitalista recupera su valor de cambio.
4º.- Los capitalistas se apoderan de la plusvalía, porque el orden jurídico —superestructura surgida para asegurar la estructura económica con el respaldo de la fuerza— los considera propietarios del capital empleado en la producción y, en consecuencia, los titulariza como organizadores de la producción y dueños de las mercancías resultantes. A los trabajadores sólo les pagan la remuneración que compensa apenas el desgaste de su fuerza de trabajo. La plusvalía acumulada es el capital.
El fin de la explotación de los trabajadores o del apoderamiento de la plusvalía por los capitalistas sólo podía advenir, para Carlos Marx, con una revolución que diese paso a la expropiación de los medios de producción a los capitalistas y el establecimiento de una sociedad socialista caracterizada por la propiedad social de los medios de producción, como primera etapa del tránsito hacia el comunismo. La revolución social sería el salto cualitativo hacia el cual marcha la estructura económica constituida por la clase capitalista y la clase obrera, como términos opuestos.
Las ideas de Marx fueron asumidas en Europa por muchos intelectuales y los dirigentes más ilustrados de los trabajadores. Su consecuencia inmediata fue la organización de la Primera Internacional en 1864, como un centro de difusión ideológica y de debate de las tareas que surgían para los dirigentes sindicales y políticos de la clase obrera.
Oposición entre revolución y derechos sociales [arriba]
Uno de los temas que marcaría, imperceptiblemente aún en esos primeros momentos, el comienzo de una división entre los ideólogos y dirigentes marxistas fue el planteamiento de la lucha por la jornada de trabajo de ocho horas, que compartían con el anarquismo. Su conquista, mediante normas estatales, implicaba que la mejora de la condición obrera podía acaecer por una campaña de los trabajadores en la sociedad capitalista en la forma de manifestaciones, peticiones, huelgas y otras acciones antes de llegar a una revolución socialista.
La creación del Partido Obrero Socialista de Alemania por la unión del Partido Obrero Socialdemócrata, dirigido por August Bebel y Wilhelm Liebknecht, y de la Asociación General de Obreros Alemanes, cuyo líder era Ferdinand Lassalle, en la localidad de Gotha, en mayo de 1875, acentuó la brecha entre las ideas de Marx y una vía reformista, que suponía la participación de los socialistas en la dirección del Estado por elecciones. Marx lo hizo notar en su Crítica del Programa de Gotha, al que consideró una concesión a las propuestas reformistas de Lassalle.
El nuevo partido intervino en las elecciones de 1877, alcanzando 493,000 votos y nueve diputados. Un año después, los demás miembros del parlamento, representantes de los partidos burgueses, aprobaron una ley de represión de los socialistas y desaforaron a los representantes de éstos, acatando las disposiciones del canciller Bismarck.
Sin embargo, la mayor parte de teóricos del Partido Socialdemócrata Alemán, denominación adoptada por el Partido Obrero Socialista, y de otros grupos afiliados a la Segunda Internacional, insistieron en preconizar la vía electoral y las reformas sociales. Derogada la ley represiva en 1890, los socialistas obtuvieron 1’400,00 votos y treinta y cinco diputados en las elecciones de ese año. En los demás países europeos se organizaron también partidos socialistas, según el modelo alemán. El Partido Socialdemócrata Alemán obtuvo 110 diputados en las elecciones de 1912, la cuarta parte del total.
Desde fines del siglo XIX, los ingresos de los trabajadores aumentaron en Alemania y otros países de Europa occidental y, para una parte de ellos, comenzó a disiparse la desesperanza en la sociedad capitalista, al mismo tiempo que aumentaba su temor a los riesgos de la vía revolucionaria.
Las ideas de Carlos Marx, sobre la transición al socialismo por una revolución, fueron asumidas por Vladimir Ilich Lenin, quien impulsó la creación de un nuevo partido constituido principalmente por revolucionarios profesionales, al que llamó Bolchevique, apartándose del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia en el congreso celebrado por este en agosto de 1903, en Bruselas y Londres.
Ante sus militantes apareció, sin embargo, la necesidad de definir una conducta respecto de las reivindicaciones inmediatas de los trabajadores, que denominaron económicas. La concibieron como un medio de difusión de su ideología, y de organización y movilización de los trabajadores mediante las asociaciones sindicales, aunque sin perder de vista el objetivo central de ir a una revolución socialista. En el Congreso de Amiens (Francia), celebrado en 1906, las organizaciones políticas y sindicales socialdemócratas acordaron separar la acción sindical de la acción política de los trabajadores. Los sindicatos serían organizaciones unitarias destinadas a la defensa de los derechos e intereses laborales de los obreros. Se abstuvieron de someterse a este criterio los socialistas de Gran Bretaña, cuyas organizaciones sindicales (trade unions) eran bases orgánicas del Partido Laborista. El partido Bolchevique ruso no estuvo presente en este congreso, pero no pudo dejar de acatar la decisión que allí se adoptó. La realidad de los obreros rusos era, sin embargo, tan paupérrima y ajena a toda mejora que la vía revolucionaria se les proyectaba como la única salida posible para acabar con su explotación.
En julio de 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial. Los partidos de la Socialdemocracia apoyaron a sus gobiernos en uno y otro lado, y sus representantes en los parlamentos votaron a favor de los créditos de guerra. En cambio, los bolcheviques y otros grupos afines a ellos se opusieron a la guerra. Dos años y medio después las matanzas de soldados y civiles entre los países beligerantes llegaban a más de diez millones y la miseria arrasaba a los países europeos. En febrero de 1917 estalló una revolución en Rusia que depuso al Zar y estableció un gobierno de la burguesía. Pero, contra la opinión de la mayor parte de la población, este gobierno no buscó la paz. Sin pérdida de tiempo, Lenin, con el pensamiento y la voluntad firmemente orientados hacia una revolución que arrojase a la burguesía del control de la economía y del Estado, condujo a su partido a movilizarse entre los obreros y soldados para detener la intervención de Rusia en la guerra, y con la participación de una parte creciente de ellos promovió la revolución socialista del 25 de octubre de 1917 que lo llevó al poder político. De inmediato, hizo estatizar las empresas y entregar la tierra a los campesinos.
Otra decisión del gobierno revolucionario fue el establecimiento de la jornada de ocho horas. Los seguros de enfermedad y vejez, según el modelo alemán de Bismarck, creados por el gobierno zarista, se extendían a muy pocos obreros. El gobierno los sustituyó al año siguiente por un sistema general de salud y otro de pensiones para toda la población, medidas que se aplicarían lentamente por la desorganización de la economía y la guerra civil.
La vía de la conciliación con el capitalismo [arriba]
En Alemania, el Partido Socialdemócrata, asumiendo la protesta de la mayoría de la población y de los soldados contra la continuación de su país en la guerra, impulsó también la revolución popular que derrocó al Kaiser y estableció la república el 9 de noviembre de 1918. Tras hacerse cargo del gobierno, pidió a las potencias aliadas la terminación de la guerra, lo que llevó al armisticio del 11 de ese mes en Compiègne, Francia, que declaró concluida la guerra con la victoria de los aliados.
El partido Socialdemócrata Alemán hubiera podido instaurar alguna versión de socialismo con el apoyo de la mayor parte de la clase obrera y de los partidarios de la revolución. Pero se abstuvo de seguir esta vía, atendiendo a su posición ideológica reformista, y prefirió entenderse con la burguesía. Su primer paso en esta dirección fue el acuerdo celebrado el 15 de noviembre siguiente entre Carl Legien, en nombre de las organizaciones sindicales dirigidas por los socialdemócratas, y Hugo Stinnes y Carl Friedrich von Siemens, en representación de las organizaciones empresariales, por el cual los empresarios se comprometían a implantar la jornada de ocho horas y a conceder otras mejoras a los trabajadores, y los dirigentes sindicales a poner fin a las huelgas salvajes, garantizar una producción eficiente y mantener la propiedad privada de las empresas, y ambas partes a resolver sus diferencias por negociación colectiva. Con este acuerdo se quería además contrarrestar en los trabajadores alemanes las simpatías por la revolución rusa, cuya propagación el capitalismo quería evitar. Fue, en realidad, una contrarrevolución. Los espartaquistas, partidarios de la revolución, replicaron tomando las armas contra el gobierno socialdemócrata, pero fueron violentamente reprimidos por la policía y el alto mando del ejército por disposición del gobierno. Luego, este promovió la elección de una asamblea constituyente que se reunió en la ciudad de Weimar. En agosto de 1919, esta asamblea, por el voto conjunto de los socialdemócratas y los representantes de varios partidos de la burguesía, aprobó una constitución política por la cual se respetaba la propiedad privada y la libertad de contratación, se preveía la posibilidad de nacionalizar algunas empresas privadas indemnizando a sus propietarios, se reconocía la libertad sindical y la negociación colectiva, se creaban los consejos obreros de empresa y territoriales, se abría el camino hacia la obtención de determinados derechos sociales y se reafirmaba la organización del Estado como una democracia republicana y representativa, basada en la igualdad ante la ley. El Partido Socialdemócrata renunciaba así a la incautación de la plusvalía, la que permanecía como un derecho de los capitalistas. Confiaba en el acrecentamiento de los derechos sociales por vía de autoridad y por negociación colectiva. A los capitalistas no les preocupó mucho el mayor costo de estas mejoras. Esperaban recuperarlo con el mayor precio de los bienes y servicios, las innovaciones en los medios y procedimientos de producción y una capacitación mayor de los trabajadores.
Los partidos socialdemócratas de los otros países europeos, ampliamente mayoritarios frente a los partidarios de la revolución en sus filas, se alinearon con la posición del Partido Socialdemócrata Alemán.
Una repercusión inmediata del entendimiento entre la Socialdemocracia y los dirigentes de los países capitalistas que habían intervenido en la guerra fue la creación de la Organización Internacional del Trabajo por el Tratado de Versalles, de junio de 1919. Se le organizó como un gran foro mundial integrado por cuatro representantes de cada Estado: dos del gobierno, uno de los empleadores y otro de los trabajadores. Se le encargó la función de adoptar convenios sobre las relaciones laborales y otros aspectos sociales, que los Estados podían incorporar a su legislación interna. El primer convenio aprobado ese mismo año tuvo como tema la jornada de ocho horas.
Para el Partido Socialdemócrata Alemán esta era una vía más dilatada de reformas, justificada con el supuesto de que la sociedad capitalista no estaba aún preparada para una transición inmediata al socialismo. A la larga, esta posición se impuso en la confrontación con la vía revolucionaria en los países con economía capitalista y modeló, con caracteres básicamente semejantes en todas partes, la manera de ser de la sociedad capitalista en adelante. Las demás corrientes ideológicas, algunas de las cuales propugnaban retoques al capitalismo para impedir la eclosión revolucionaria de los trabajadores, se plegaron a la posición del Partido Socialdemócrata Alemán y al modelo de sociedad que este había logrado. La insurgencia del fascismo y del nazismo fue promovida por los grupos empresariales que rechazaron la afectación de su predominio por el “espíritu de Weimar”. Para encumbrarse, los dirigentes de ambos movimientos, financiados a raudales por aquellos, ganaron la adhesión hasta el fanatismo de la mayor parte de las clases obrera y media, empobrecidas por las crisis y la inflación, y se hicieron del control absoluto del Estado.
La expansión de la vía socialista luego de la Segunda Guerra Mundial [arriba]
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética propulsó al establecimiento de regímenes socialistas semejantes al suyo en los países que había ocupado militarmente. Poco después, en China el Partido Comunista impuso también este régimen, tras derrotar al ejército nacionalista. En Indochina sucedió otro tanto tras la derrota del ejército francés en Dien Bien Phu en 1954 que condujo al establecimiento de un régimen socialista en el norte de Vietnam. Finalmente, en Cuba se erigió un régimen similar en 1960, luego de una revolución y una guerra contra una dictadura.
En estos países, el Estado, en posesión de los medios de producción, organizó la producción y distribuyó la plusvalía entre gastos de reproducción, gastos de consumo de la población, entre los que se incluían los de salud, educación, formación profesional, distracción y otros, y privilegios de los miembros del partido gobernante. Los derechos sociales pagados directamente a los trabajadores tomaron, por lo general, la forma de incentivos por rendimiento. La producción, la distribución y el consumo se regían por el plan económico y social.
El nuevo pacto social en los países capitalistas europeos [arriba]
En los demás países europeos se continuó con el esquema de la Constitución de Weimar, actualizado como un nuevo pacto social adoptado por los partidos políticos y las organizaciones sociales más importantes, incluidos los partidos comunistas. Este pacto fue formalizado como nuevas constituciones políticas.
En el ámbito internacional, el estado de ánimo reivindicativo de las mayorías sociales en la postguerra, llevó a los Estados reunidos en las Naciones Unidas a aprobar la Declaración de Derechos Humanos, en París, en diciembre de 1948. Estos derechos fueron clasificados como civiles, políticos, sociales y culturales. Correlativamente, la Conferencia de la Organización Internacional del Trabajo aprobó en junio de 1947 el convenio 81 sobre inspección del trabajo, en junio de 1948 el convenio 87 sobre libertad sindical, y al año siguiente, el Convenio 98, sobre las garantías de la libertad sindical y la negociación colectiva. Fueron sus logros más importantes en materia laboral.
En consecuencia, en los países capitalistas, la propiedad de los medios de producción y la plusvalía permanecieron en poder de los capitalistas, si bien el Estado recibió en mayor o menor grado la facultad de tomar una parte creciente de esta, valiéndose del impuesto a la renta, y de limitar la libertad de contratación y la propiedad privada. Se llegaba de este modo a un capitalismo reformado o regulado que recibió la denominación de Economía Social de Mercado o Estado de Bienestar.
La situación de las clases trabajadoras mejoró progresivamente por la generalización y eficiencia de los seguros sociales, la elevación de sus ingresos, la mayor oferta de bienes y servicios de precio relativamente reducido, la reducción de la duración del trabajo diario y semanal, el disfrute de vacaciones anuales de una duración cada vez mayor y la propia garantía de la vigencia del pacto social. En muchos aspectos, su condición fue mejor que la de los trabajadores de los países socialistas. El progreso social en los países con economía de mercado más desarrollados se reflejó en las cifras de distribución del ingreso nacional. En la década del ochenta del siglo pasado, la participación de las clases trabajadoras en la renta nacional se situó entre el 70% y el 80% en Europa y América del Norte.
Sólo en el Perú, se entregó una parte de la plusvalía directamente a los trabajadores durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado surgido de una revolución militar (1968 a 1975). Se les concedió una participación en las utilidades como ingreso de libre disposición (del 5% al 10%), y para constituir un fondo a invertirse en acciones de las empresas en las que trabajaban (del 8% al 15%), en ambos casos según el sector económico de cada empresa. Les confirió, asimismo, la estabilidad en el trabajo y otros derechos de gran importancia.
De manera general en los países capitalistas, la idea de una revolución social para instaurar el socialismo fue desechada o relegada a un futuro de realización incierta por los trabajadores y los partidos comunistas y otros de izquierda, excepto por algunos grupos con mínima raigambre popular empeñados en un cambio radical de la sociedad, aunque sin exponer el tipo de sociedad que deseaban instaurar.
La ofensiva neoliberal contra los derechos sociales [arriba]
La reacción contra este esquema de desarrollo provino de ciertos ideólogos del capitalismo: el avance de los derechos sociales debía ser detenido —clamaron. Friedrich von Hayek en Londres (The Road to Serfdom: Camino de servidumbre, 1944) y Milton Friedman en Wisconsin (Capitalism and Freedom: Capitalismo y Libertad, 1962) abogaron por el retorno al liberalismo económico de Adam Smith y la desactivación de la participación estatal en el otorgamiento y resguardo de los derechos sociales. Ambos fueron galardonados con el Premio Nobel de Economía en 1974 y 1976, respectivamente.
A comienzos de la década del setenta, algunos de los más grandes propietarios de empresas de los países capitalistas y ciertos profesores universitarios y políticos de derecha se reunieron en Monte Peregrino (Suiza) para delinear un plan de acción. Poco después constituyeron la llamada Comisión Trilateral, financiada por el Chase Manhatan Bank. Cuando su proyecto estuvo listo, lo lanzaron como neoliberalismo. Sus primeros ejecutores en los países capitalistas de mayor desarrollo fueron Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña, en la década del ochenta. Ambos gobiernos confiaron una parte de la ejecución de su política económica para los países del Tercer Mundo al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial.
En el campo social, el neoliberalismo, tomando la denominación de “flexibilidad”, adujo que las relaciones laborales se habían tornado rígidas por los derechos sociales y que, en consecuencia, se les debía flexibilizar, reduciéndolos. Muchos profesores de Derecho del Trabajo, que habían defendido la función protectora de los trabajadores de este derecho, se dejaron seducir y se convirtieron en apóstoles desembozados o vergonzantes de la flexibilidad. En América Latina esta corriente fue impuesta con las sangrientas dictaduras establecidas en la década del setenta en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, y prosiguió en la década del noventa en casi todos los países de América Latina con gobiernos civiles constituidos, por lo general, por el voto mayoritario de los mismos trabajadores.
En el Perú, en la década del noventa, el gobierno de Fujimori erosionó radicalmente los derechos sociales reduciendo las remuneraciones, eliminando la participación patrimonial de los trabajadores en las empresas, alargando la duración del trabajo, dejando sin efecto la estabilidad en el empleo, limitando o desconociendo la libertad sindical y la negociación colectiva, disminuyendo la protección de la seguridad social y precarizando, en general, la condición de los trabajadores.
Obviamente las ganancias de los empresarios aumentaron.
Esa escalada ha continuado en el Perú durante los períodos de Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala. Los grupos capitalistas más fuertes siguieron dictando las medidas económicas y sociales a través de ellos y sus partidos políticos, y estimulando la corrupción. Sus leyes concernientes a los trabajadores de la pequeña y la microempresa, y del campo redujeron a la mitad las gratificaciones anuales, la compensación por tiempo de servicios, las vacaciones y la indemnización por despido arbitrario y atacaron otros aspectos de las relaciones laborales de la mayor parte de trabajadores dependientes. Sólo pudo ser recuperada la estabilidad en el trabajo por una sentencia del Tribunal Constitucional en 2003
En Europa y otros países capitalistas altamente desarrollados, la ofensiva neoliberal estuvo a cargo de los partidos conservadores y socialistas, llegados al poder político contradictoriamente por el voto de una gran parte de trabajadores. Para la derecha de los partidos socialistas se cerraba así su ciclo reformista. Contrariamente, la acción de los partidos comunistas fue absorbida casi totalmente por la defensa de los derechos e intereses de los trabajadores dentro del sistema capitalista, muy lejos de la idea de revolución. En 1991, el Partido Comunista Italiano, uno de los más fuertes e influyentes en los países capitalistas, fue disuelto en un congreso. Había sido creado en 1921 para hacer la revolución. Descartada esta, la mayoría de sus dirigentes consideraron que su existencia era un contrasentido.
Pese a haber sido la campaña neoliberal europea contra los derechos sociales menos brutal por la resistencia de los trabajadores, tuvo como resultado una disminución de la participación de los trabajadores en el ingreso nacional, que se sitúa ahora entre el 50% y el 65%.
A pesar de este retroceso, las mayorías sociales, y entre ellas la mayor parte de trabajadores de los países con economía capitalista, no estiman que haya de acudirse a una revolución social. Por lo menos, no todavía. Con la desaparición de los gobiernos socialistas del Este europeo, a fines de la década del ochenta y comienzos de la del noventa, ha perecido la predilección por ese modelo económico y social en la mayoría de trabajadores e intelectuales que creían en él.
Algunos simpatizantes del marxismo se resisten, sin embargo, a abandonar su permanencia conceptual en la sociedad rusa y sus conflictos como fueron hace cien años, dominados por placenteros hábitos emocionales, su adoración de ideas que germinaron para esa realidad o por pereza intelectual. La faz trágica de su anclaje en el pasado es la inútil inmolación de los más obsesionados por tales ideas, y de sus víctimas.
Con revolución o sin ella, las sociedades no podrían prescindir ahora de los derechos sociales y otros derechos humanos. Son elementos constitutivos de la estructura económica aportados por la evolución económica, social y política.
Pero el advenimiento de una sociedad socialista, compatible con el estado de desarrollo material y cultural de nuestro tiempo y ajena a las deficiencias y abusos de las experiencias fallidas de los regímenes socialistas extinguidos, está aún por definirse. La posibilidad de llegar a ella no se sustenta sólo en las condiciones materiales, sino también en la acción de las clases trabajadoras que, como parte de la estructura económica capitalista, conforman uno de los términos en la contradicción dialéctica fundamental de esta sociedad. Esa acción podría desencadenarse a partir de la percepción nítida por los trabajadores de que los empresarios al infringir radicalmente el pacto social con su política de desregulación y precarización de la situación económica, social y cultural de aquellos, los desobligan de atenerse a él.
La generalización de la necesidad de un cambio cualitativo de la sociedad en la conciencia de los trabajadores y los intelectuales, que son también en su mayor parte trabajadores, será una expresión de los cambios cuantitativos en la sociedad. El cambio cualitativo podría sobrevenir luego por una vía u otra.
[1] Artículo ya publicado en la revista Reflexión, Lima, mayo 2015. Le he hecho algunas correcciones para precisar ciertos hechos y conceptos.
[2] Doctor en Derecho, Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima.