Los presupuestos genéricos del proceso penal: exigencias constitucionales de la garantía al debido proceso penal
Alfredo Enrique Kronawetter Zarza
1. Los presupuestos genéricos o constitucionales del proceso penal: la garantía a un debido proceso penal [arriba]
Cuando hablamos de presupuestos constitucionales nos referimos a las condiciones mínimas exigidas por la Ley Fundamental para que cualquier trámite del cual pudiera derivar una sanción de naturaleza penal sea válido, correcto o ajustado a los estándares de legalidad superior. En el lenguaje anglosajón y en la literatura continental europea se acuña la expresión due proccess of law, que traducido al castellano significa debido proceso legal, lo que, a su vez, trasladando a la legalidad de nuestra materia, extiende la terminología bajo la denominación de debido proceso penal.
¿Cuáles son los estándares mínimos que señala la Constitución Nacional?
En términos prácticos basta leer dos cuestiones fundamentales: el preámbulo y la primera parte de la Constitución Nacional -lo que se conoce en la literatura constitucional como parte dogmática-.
Parece curioso que una Ley Fundamental de corte republicano y participativo, consagre unas pautas integradas a dogmas. Pero la expresión debe entenderse en el buen sentido de la teoría de los derechos humanos, compatibilizando con la misma, principalmente, atendiendo a la historia del constitucionalismo moderno que emana en los albores de la revolución francesa y de la mano de del iluminismo cuyos connotados exponentes adquirieran reconocimiento global, v. gr. Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Locke, etc., y dieran base a los presupuestos mínimos de un Estado de Derecho fundado en la libertad e igualdad de todos los habitantes y ciudadanos.
Los dogmas, entonces, deben interpretarse -siempre en el contexto de lo que abarca el debido proceso penal-, en un sentido de reafirmación de ciertos valores defensivos de la condición humana, aun cuando el Estado ofrezca reticencia con sus actos para socavarlos o negarlos.
El utilitarismo como una de las expresiones filosóficas que gestan el modelo republicano de gobierno, señala que el abuso de poder es la nota común del ser humano en sus relaciones con los demás; instintiva o conscientemente, al percatarse de la situación desventajosa y coyuntural que el “otro” podría ocupar en la relación, trata de abusar de su situación de preeminencia concreta y termina por desdibujar o vedar el idéntico derecho que la ley le reconoce –genéricamente- al que resulta afectado por ese ejercicio desmedido de la potestad.
Cuando leemos la expresión de Thomas Hobbes que preconiza la necesaria utilidad de la existencia de un poder general sobre los particulares y que gobierne al hombre en general, nos viene a la mente una fórmula sumamente repetida y asignada al citado y que se resume en que “el hombre es el lobo del hombre”. O, cuando Rousseau señalaba en el contexto de su obra “El contrato social” de que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe, se quiere enfatizar una idea fuerza -la constante lucha por controvertir el ejercicio omnímodo del poder-, la cual, es vital para la comprensión de los dogmas del modelo republicano, y, por añadidura -en un contexto más puntual-, para el ejercicio del poder punitivo estatal -el sistema penal-. La experiencia del abuso de poder íntimamente ligada al manejo monárquico compatible, a su vez, con el modelo de enjuiciamiento inquisitivo (recuérdese que con mayor o menor intensidad prevaleció en la historia de la humanidad por más de trece siglos), motivó que la doctrina constitucional elaborara -como expresión de reafirmación de la protección del hombre frente al ejercicio abusivo del poder-, presupuestos o dogmas que impidan la prevalencia de la voluntad de la autoridad sobre la voluntad de la ley fundada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad.
De esta manera, los dogmas son medidas de seguridad que adopta el poder constituyente y los proyecta en su obra: la Constitución, para que el poder constituido (el gobierno), no sólo sea el primero en cumplir la ley, sino en auto imponerse barreras que impidan, bajo el mínimo resquicio del edificio jurídico de un Estado, el desconocimiento o socavamiento de los derechos fundamentales. Trasladado al campo del proceso penal, estos dogmas reciben el nombre de garantías, y es aquí donde cobra particular importancia la diferenciación entre derechos y garantías, conceptos que volveremos sobre ellos un poco más adelante del presente relato. Las garantías también son medidas de seguridad que el Estado se auto impone frente al justiciable para evitar el ejercicio abusivo de su poder punitivo.
En consecuencia, si estas medidas de seguridad son recortadas, interpretadas perniciosamente o negadas, el proceso penal desarrollado por el poder constituido es invalido, lo que equivale a decir en el léxico forense: se produce la nulidad absoluta del resultado del proceso: la sentencia; y, por ende, de todo lo que se encuentra vinculado con el acto referenciado. Valgan estas explicaciones para entender que cuando hablamos de las garantías del debido proceso penal, estamos queriendo significar que existen ciertos presupuestos que los jueces y tribunales están constreñidos a analizar, aún en forma oficiosa, para ingresar a la secuencia tradicional de su labor y que es la de juzgar, aplicando la ley al caso particular y concreto.
En consecuencia, las garantías del debido proceso penal son presupuestos sin los cuales no se dictará una sentencia válida –por más que exista, es una expresión negadora de la garantía del debido proceso-, por lo que basta que se añada el fundamento constitucionalmente válido para impugnar la decisión, con lo cual el andamiaje del proceso también cae.
1.1 El aparente dualismo entre las “garantías constitucionales del proceso penal” y el “debido proceso penal”.
Nuestra experiencia -todavía incipiente, pero lo suficiente para emitir una opinión fundada y no absoluta respecto a cuestiones sintomáticas y recurrentes en la enseñanza del derecho procesal penal-, nos permite señalar que existe bastante confusión entre los alcances de las expresiones reglas del debido proceso penal y el conjunto de aquellas que se etiquetan como garantía del debido proceso penal.
A tal punto llega el nivel de sublimación de ambas expresiones, que el alumno cuando es abordado con algún tópico del cual se infiere que en un caso hipotético se vulneró un derecho o garantía, concluye que se vulneró la garantía del debido proceso penal, sin distinguir, en realidad, ¿cuál es el derecho procesal concretamente afectado en la hipótesis puntual y que amerita denominar a tal coyuntura como un caso de violación (de la regla) del debido proceso penal?
Pero aquí es cuando se profundiza el error de apreciación, cuando interrogado sobre con mayor especificidad sobre el mismo punto, insiste en que se trata de la violación del debido proceso penal (¿?).
Por una cuestión de honestidad intelectual estamos obligados a aceptar una responsabilidad si no principal, sustancial, por parte de los docentes o facilitadores, me incluyo en primer lugar, en el sentido de no trasmitir con suficiente claridad la parte dogmática para destacar que la expresión garantías del debido proceso penal y garantía del debido proceso penal, no son ambiguas y menos contradictorias. Por el contrario, son niveles compatibles y simétricos en su explicación integral.
La garantía a tener un debido proceso penal, significa que en un Estado de Derecho compatible con los postulados de la democracia republicana, existen ciertos derechos irrenunciables e inalienables, sin cuya plasmación el resultado del trámite resulta -la decisión finalmente elaborada (la sentencia)-, irrelevante para el sistema jurídico, vale decir, sencillamente no existe en el mundo jurídico.
De esta simple inferencia se tiene que los derechos o facultades de naturaleza procesal (por lo general, insertos en la Constitución Política de los Estados republicanos y democráticos) no son otra cosa que el contenido de la garantía del debido proceso penal, ya que si bien suena como un juego de palabras complejo e innecesario, es vital para comprender el “interior” de esa garantía genérica de que toda persona sindicada como autor o partícipe de un hecho reputado como delito por la ley (no perder de vista que aquí también entran a jugar los límites para el ejercicio legítimo del poder punitivo sustancial), tiene asegurado de que la aplicación efectiva de la más intensa de las expresiones del poder coercitivo estatal, sólo se permitirá si los derechos o facultades procesales se cumplieron a rajatabla, de manera elocuente o implícita, claro está, según lo pautado por el mentado diseño constitucional del proceso penal, destacando que la constatación de la inobservancia de cualquiera de estos derechos produce inexorablemente la nulidad absoluta del proceso penal, y, por ende, su eventual resultado.
Nótese que como pluralismo de la expresión ya conlleva un catálogo y bastaría con puntualizar cuáles son esos derechos que tienen la particularidad de un aseguramiento para el ciudadano frente al Estado (por eso los derechos procesales reciben el nombre de garantías) para completar la expresión garantías del debido proceso penal.
De esta manera, la garantía en sentido lato es el derecho a contar con un proceso construido conforme a pautas y formas de la ley inspirada en principios democráticos y republicanos trasegados en el texto fundamental del ordenamiento jurídico, mientras que las garantías del debido proceso penal, representan el contenido de la garantía al debido proceso penal.
No existen diferencias sustanciales, sino operativas resumida en la expresión “la garantía del debido proceso es el continente y las reglas (derechos o facultades procesales) son los contenidos que confieren entidad o existencia de aquélla”.
Es por eso que vale reiterar que el mentado dualismo, no es otra cosa que producto de la confusión en la que incurre el operador, principalmente, por desconocimiento preciso de cuáles garantías constituyen el denominador común del vocablo “debido proceso penal”. Y a tales contenidos nos avocaremos seguidamente a explicar.
1.2 ¿Cómo opera la “garantía” al debido proceso penal?
Por lo general, muchos de los operadores prestan escasa o nula importancia a las garantías del debido proceso penal -especialmente- las de factura constitucional, quizás por esa praxis deletérea del sistema inquisitivo -que se mantiene inalterable en la conciencia de la comunidad jurídica- de que la realidad del litigio se refleja en lo que finalmente interprete -a su modo y sin ajustarse a ejercicios óptimos de interpretación- el magistrado de turno, y, para éste, el problema constitucional -en apariencia- sigue siendo materia maleable; contraviniendo lo que Germán Bidart Campos postulaba cuando señalaba que los derechos humanos en lo que concierne al ejercicio de la coerción estatal, al ser reconocidos en el texto elaborado por el poder constituyente se erigían en una suerte de cláusulas pétreas e inmutables, precisamente para poner límites objetivos al recurrente proceso “reformista” de la cada vez más cambiante y efímera coyuntura política latinoamericana, reiteramos, en lo que concierne al cartabón de derechos humanos.
Desde esta perspectiva, el desprecio hacia los derechos procesales de factura constitucional es producto de la falta de independencia y autonomía de los magistrados, lo que, sumado a otros factores como la díscola jurisprudencia de las más altas instancias, la escasa calidad de las sentencias y decisiones judiciales y la conformación de verdaderos grupos paralelos que operan para rotular con un seudo tamiz legal casos de notoriedad pública, terminan por colmatar y colapsar la verdadera matriz republicana de la justicia penal (erigida en un dique de contención de ejercicios espurios de la punición y nunca en facilitador del uso desmedido y legalista de aquélla).
Muestra palpable de lo señalado, es que el aumento o disminución de un derecho constitucional de naturaleza procesal penal queda a criterio del intérprete -el juez o tribunal-, y los vicios pre-cedentemente expuestos, ponen en el tapete la desnaturalización del postulado del artículo 256 de la Constitución Nacional cuando establece que los jueces deberán fundar sus fallos en la Constitución y en las leyes, claro está, subrayando que en el ámbito penal debe prevalecer, por aspectos minimalistas y de respeto a la dignidad humana de la democracia en un Estado Social de Derecho, la hipótesis de una interpretación in bonam partem (obviamente cuando efectivamente se vislumbra una contradicción interpretativa derivada de la misma ley), o, lo que es mejor todavía, cuando las instituciones funcionan, se subentiende que la labor interpretativa a cargo del magistrado republicano es un bálsamo frente al abuso fáctico del poder, un aliciente para reimpulsar la verdadera construcción de una política criminal democrática, antes que una pesadilla.
Basta recordar que la jurisprudencia viene sosteniendo que el objeto de la valoración del magistrado en las instancias inferiores en cada caso, no es materia justiciable por vía de la inconstitucionalidad, cuando que esta figura es precisamente el medio eficaz y directo para combatir el abuso del poder jurisdiccional que se patentiza en los fallos o decisiones arbitrarias.
En otras palabras, las garantías no cumplen, en la realidad, la misión fundamental que compele su terminología, ya que no asegura al particular frente al Estado -la mala calidad de las sentencias también es una violación de la seguridad que “garantiza” el artículo 9 de la Constitución Nacional al justiciable- una consecuencia racional dentro del juego de posibilidades que concita el litigio.
Va de suyo que el sentido verdaderamente político de la garantía se podría traducir en estas expresiones profanas, pero profundamente significativas de la simplicidad con que tendrían que operar políticamente los catálogos que contienen el ejercicio abusivo o arbitrario del poder punitivo: yo como persona humana, primero, y, como ciudadano, tengo la seguridad como justiciable frente al poder punitivo estatal, de disponer efectiva y eficazmente de un haz de posibilidades perfectamente previsibles mediante el correcto uso de las herramientas legales (frente a la hipó-tesis de un hecho punible, como víctima soy informado sobre los alcances de mi derecho, se me asesora y tengo la posibilidad de esgrimir ciertos argumentos frente a la prueba que conozco en detalle, sobre esa base puedo formular pretensiones y esperar una respuesta compatible o desacertada, con mis expectativas, pero razonable dentro de mis previsiones). Obviamente parece tan sencillo decirlo y analizarlo seriamente, en esto habrá clara coincidencia.
El problema surge cuando por factores ajenos al manejo institucional del Poder Judicial, se emiten decisiones que se asemejan en cuanto al material fáctico, pero difieren ostensiblemente en cuanto al resultado, con la constatación de una simple variable: quién o cuál de los sujetos esenciales que intervienen en el proceso dispone de ciertos privilegios emanados de la coyuntura política, económica y social. Entonces, por efecto de los privilegios de determinados grupos, se inficionan decisiones notoriamente ajenas a la previsibilidad razonable, y, por ende, el siguiente paso es la vigencia de quién tiene más poder para torcer el precedente por otro que favorezca la nueva situación coyuntural de los grupos dominantes.
Nótese, entonces, como los privilegios que subyacen en sociedades -modernas, subdesarrolladas o desquiciadas por inequidades-, desnaturalizan la garantía de seguridad en el ámbito del litigio, y esta mácula traslada su dosis de desconfianza y sensación de impunidad a la totalidad del estamento judicial.
¿Y qué necesitamos para medir si el tratamiento de un determinado caso, se ajusta a estándares interpretativos compatibles con el concepto de seguridad (previsibilidad)?
La eliminación de cualquier distorsión emanada de las causales antes señaladas -al sólo efecto enunciativo-, con lo cual se perfila una imagen despejada de los auténticos problemas interpretativos, y en dicho escenario, la mentada elaboración -por parte del intérprete- de los cursos hipotéticos de casos, adoptando supuestos (causas) y las probables respuestas (efectos). Lo relevante aquí es el conocimiento fehaciente en dos niveles de derechos procesales, ya que cualquier curso hipotético sería irrelevante, mientras el intérprete carezca de estos instrumentos básicos que permiten dar un margen de discrecionalidad interpretativa confiable, o, como ya expresáramos, previsible dentro de estándares razonables.
De esta manera, es preciso distinguir -con el bagaje de lo que denomináramos como garantía de contar con un debido proceso penal- los derechos de factura constitucional y su reglamentación positiva o reafirmante de aquéllos estipulados en el Código Procesal Penal.
2. La determinación de un catálogo enunciativo, pero sustancial de lo que conlleva la expresión “garantía al debido proceso penal” [arriba]
Lo que constituye una tarea sencilla y básica -auscultar en el plexo constitucional, el conjunto de derechos procesales que congloba el término debido proceso penal como garantía genérica que fuera abordada precedentemente-, se torna en una cuestión azarosa para el operador de justicia, fundamentalmente por el menoscabo indiciario que los involucrados confieren al simbolismo constitucional refractado en el ámbito del litigio penal. No perdamos de vista que, como lo expresamos en el tópico anterior, la desnaturalización de los derechos procesales es una constante por las distorsiones que a modo ejemplificativo fueran expuestas.
Sin embargo, una primera tarea práctica que tendríamos que incursar, consiste en extraer de la parte dogmática de la Constitución Nacional, el catálogo sustancial de los mínimos presupuestos que hacen al estándar republicano del proceso penal correcto, limpio y justo, la que desarrollaremos a continuación, reiteramos, con un sentido eminentemente práctico, enunciativo y adoptando los cursos causales hipotéticos que se pueden verificar en la realidad.
2.1 El juicio previo, el juez natural y la imparcialidad e independencia del magistrado.
Dos preceptos construyen la figura del juicio previo y lo analizaremos por separado.
El artículo 16 de la Constitución Nacional que textualmente reza: “De la defensa en juicio. La defensa en juicio de las personas y de sus derechos es inviolable. Toda persona tiene derecho a ser juzgada por tribunales y jueces competentes, independientes e imparciales”.
Esta figura simboliza dos aspectos que merecen extractarse a fin de visualizar la naturaleza de los denominados “presupuestos esenciales” para la constitución válida de un proceso penal de corte republicano:
a) La inviolabilidad de la defensa en juicio de las personas y de sus derechos como requisito amplio que debe reglamentarse positivamente en el juzgamiento de cualquier causa, con mayor énfasis, la penal, y;
b) Un aspecto sustancial de la inviolabilidad de la defensa y de los derechos de las personas -y la del imputado- es el juzgamiento de los procesos por jueces competentes (previamente designados conforme a una ley anterior al trámite que se le sigue a toda persona), independientes (que las reglas de designación y de competencia no permitan vislumbrar sometimiento a jerarquía de cualquier índole) e imparciales (obviamente que el juez o tribunal debe juzgar la causa sin miramientos subjetivos, en lo posible, sin negar que siempre existirán niveles de subjetividad, pero lo que se pretende desechar son los temperamentos insoslayables y que controviertan la prescindencia de los intereses de las partes en el litigio). En lo que hace a este último detalle –la imparcialidad-, muchos procesalistas insisten que esta garantía sólo es mensurable a través de su contracara, cual es, las causales de excusación o recusación que las leyes secundarias textualmente señalan para apartar o excusar a los magistrados cuando se encuentren bajo cualquiera de los supuestos que habilitan el usufructo del instituto de la inhibición y/o recusación.
El artículo 17 de la Constitución Nacional reza: “De los derechos procesales. En el proceso penal, o en cualquier otro del cual pudiera derivarse pena o sanción, toda persona tiene derecho a: 1)…; 2)… 3) que no se le condene sin juicio previo fundado en una ley anterior al hecho del proceso, ni que se le juzgue por tribunales especiales; 4) que no se le juzgue más de una vez por el mismo hecho. No se pueden reabrir procesos fenecidos, salvo la revisión favorable de sentencias penales establecidas en los casos previstos por la ley procesal (…)”.
De este precepto surgen otras dos cuestiones que debemos analizar si en una causa penal se colma la exigencia constitucional del juez natural, entendido no sólo aquel que reúna las características de imparcialidad e independencia, sino que hace referencia a la necesidad de que el juez o tribunal que entienda en una causa tenga una competencia ordinaria, es decir, que no se establezca al sólo efecto del juzgamiento de determinadas causas un número de jueces, ni que el sistema de competencias surja por un conducto distinto a las leyes ordinarias. Es decir, que el Código Procesal Penal o la Ley de Organización de los Tribunales de un determinado país señale con precisión qué causas conocerán bajo criterios generales y no sobre bases personales, salvo que surjan novedosas reglas de competencia como las derivadas de procedimientos especiales en los cuales se reconozcan discriminaciones positivas, en cuyo caso, no se estaría vulnerado el principio de igualdad en el acceso a la justicia.
En igual sentido, al establecer como presupuesto del debido proceso un juicio previo fundado en una ley anterior al hecho del proceso, también conmina la preexistencia de competencias penales con anterioridad al hecho que se juzga, dejando en claro que se refiere a la exigencia de que la determinación de un organigrama funcional de la judicatura, si bien puede presentar variaciones por sustituciones o reemplazos al fenecer mandatos, producirse vacancias, etcétera, a lo que apunta el principio es que no se propugnen variaciones en el esquema funcional de la competencia penal que afecta sustancialmente el funcionamiento del sistema de enjuiciamiento, ya que de ser así, se estaría violando la naturaleza garantista del juez natural y que, reiteramos, no es otra que la preservación de la máxima equidistancia del juzgador de los intereses y pretensiones inter partes.
De esta manera, el principio del juez natural, así como lo establecimos, permite, a su vez, de su correcta inferencia derivada de los mandatos constitucionales trascritos, la consolidación de una judicatura con reglas de competencia precisas, con independencia intra o extra funcional, con imparcialidad, y, de la suma de estos requisitos del órgano jurisdiccional galvanizar un juicio previo de corte republicano.
La secuencia de lo aseverado, surge de las siguientes pautas, a saber:
a) La legalidad del proceso, que garantiza que toda persona tenga derecho a que se le juzgue conforme a una ley que disponga con anterioridad el procedimiento a seguir;
b) Ese proceso debe ser público como deber estatal;
c) A la publicidad se añade la opción de la oralidad, esto último porque surge del mismo texto constitucional, aunque la reglamentación positiva se plasma en el Código Procesal Penal, ya que resulta insostenible -en los hechos- un proceso público escrito;
d) La publicidad y la oralidad permiten la inmediatez, este último se erige en el verdadero fundamento del sistema acusatorio, ya que resulta imperativo a la luz del mandato constitucional del juez natural, que el juez o los jueces (con prescindencia de su conformación) sean los encargados de conocer, entender, juzgar, decidir y hacer ejecutar lo juzgado;
e) La inmediatez, entonces, fundamento el modelo de enjuiciamiento adoptado en la Constitución Nacional (juicio previo oral y público fundado en una ley anterior al hecho que motiva el procedimiento) y el modelo adoptado garantiza una clara diferenciación entre la función jurisdiccional que debe ser imparcial e independiente, con la tarea de investigación y eventual acusación que corre a cargo del Ministerio Público;
f) Conforme al esquema trasegado, el juicio previo articulado dogmáticamente por los presupuestos constitucionales adquiere realismo con el modelo acusatorio, el cual, a su vez, garantiza la figura del juez o tribunal imparcial, independiente y con una competencia definida precisa y previa en la ley reglamentaria;
g) Obviamente que el juzgamiento del caso a través de jueces imparciales, independientes y competentes como lo preceptúa la Constitución Nacional, enfatiza que la ley sea anterior al “hecho” que motiva el juicio. En consecuencia, al hecho hay que configurarlo sobre la base del denominado principio de legalidad del delito, de la pena y del proceso que legitima la aplicación de la ley penal sustantiva (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia, strictae et scripta), y;[1]
h) A más de esto, por el nuevo esquema de las etapas del procedimiento ordinario, la garantía de imparcialidad provoca la inevitable consecuencia de que los jueces sólo podrán juzgar cuando no hayan prevenido en actos anteriores o prejuzgado sobre la misma cuestión, aspecto novedoso que lo prevé específicamente el Código Procesal Penal al prohibir que un juez de garantías de las primeras dos etapas pueda ser integrante del tribunal sentenciador en la misma causa.
2.2 La presunción de inocencia.
El artículo 17.1 de la Constitución Nacional establece que toda persona tiene derecho a que sea presumida su inocencia. Esta configuración surge de los siguientes aspectos que seguidamente bordaremos, secuencialmente, para “construir” la lógica de este axioma de naturaleza procesal, sin mayor esfuerzo re-interpretativo:
a) El artículo 11 de la Constitución Nacional establece que nadie será privado de su libertad ni procesado, si es que no se dan las causas y condiciones previstas en la Constitución y en las leyes;
b) Luego, toda persona sólo podrá ser privada de libertad si es que existe, en forma expresa y taxativa, un motivo señalado en la Constitución Nacional y en las leyes, y, además, esa privación sólo podrá darse bajo el presupuesto que exista un proceso;
c) El artículo 12 de la Constitución Nacional sólo establece como excepción que una persona sólo podrá ser privada de libertad sin orden judicial, en los casos de flagrancia;
d) Por lo tanto, la privación de libertad sólo emanará de una orden de autoridad y esa autoridad para disponer sobre la libertad o privación de libertad de las personas es el Poder Judicial;
e) Esto significa que de las normas constitucionales enumeradas y junto a las disposiciones del artículo 9 que garantiza a toda persona por parte del Estado el disfrute de su libertad y de su seguridad, se puede extraer que la regla es la libertad y su excepción la privación.
f) Para ingresar a la “excepción de privación de libertad” frente a la “regla de la libertad”, debemos acudir al artículo 17.3 que estipula que nadie será condenado sino por virtud de una sentencia firme emanada de juez competente y mediante un juicio previo fundado en una ley anterior al hecho del proceso, por lo que sólo si es que existe sentencia condenatoria firme se podrá privar de libertad a una persona, haciendo notar que la privación de libertad es la sanción más fuerte que legítimamente el Estado de Derecho autoriza a su poder punitivo para sancionar las conductas delictivas.
g) En consecuencia, a tenor de los artículos trascritos, siendo la regla de la libertad frente a la excepción de su privación, el argumento central es que en un Estado de Derecho de corte social, democrático y republicano, sólo en forma excepcional se podrá destruir el estado de libertad, por lo que no cabe otra conclusión que mientras no se demuestre en forma contundente y acabada que una persona no es inocente (acreditación de la culpabilidad), se presume esta situación procesal que acompaña al “imputado, sindicado, señalado o acusado” durante todo el proceso penal, mientras no exista una sentencia condenatoria firme y ejecutoriada.
Otras cuestiones operativas que surgen de esta concatenación de aserciones es que la “presunción de inocencia” equivale a un principio por el cual toda persona sobre la cual existen sospechas fundadas o razonables de cometer un supuesto hecho punible, no sólo debe ser presumida por bases legales, sino que debe ser tratada como tal, durante todo el proceso. No está demás decir que esta idea se origina históricamente en el pensamiento del iluminismo.
En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, ya se afirmaba que todo hombre se lo presume inocente hasta que haya sido declarado culpable. Posteriormente se extiende el principio en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948 y así, fue trasladándose y ampliándose dicho principio en la mayoría de los cuerpos internacionales.
El plexo del concepto de inocencia del imputado abarca todo el proceso, de tal manera que ninguna autoridad podrá presentarlo como culpable mientras no exista sentencia que así lo declare. A estos efectos, la información sobre imputaciones alzadas contra una persona deberá ser efectuada de una forma objetiva, otorgándose facultades al juez para limitar la información de la prensa cuando se podría afectar la garantía expuesta.
Una consecuencia directa del estado de inocencia consiste en que la duda razonable sobre la suerte procesal del imputado, debe contar con la interpretación más favorable a aquél.
El juez para condenar debe tener certeza de la autoría y responsabilidad del imputado.
Si sólo tiene un conocimiento probable del hecho que se investiga o de quién fue su autor, debe absolver, aun cuando no esté íntimamente convencido de la inocencia del imputado, pues éste goza del derecho a que se presuma ese estado jurídico.
Si uno vincula la obligación que tiene el juez de averiguar la verdad con el estado jurídico de inocencia, advierte claramente que si el órgano jurisdiccional no acredita el delito que se le recrimina al imputado de manera fehaciente y razonadamente, el estado jurídico de inocencia permanece inalterable, y por ende corresponde la absolución del mismo. Por lo tanto, en la duda debe estarse a lo más favorable al imputado.
Asimismo, como traslación del estado de inocencia, el Código Procesal Penal incorpora otras reglas vinculadas al mismo, cuando se señala que la interpretación de las normas procesales que coartan la libertad personal o establezcan sanciones procesales se efectuará del modo más favorable al imputado así como al prohibir la analogía y la interpretación extensiva (excepcionalmente la admite cuando favorezcan la libertad del imputado o el ejercicio de sus derechos y facultades).
Finalmente, los principios de saneamiento o convalidación serán inaplicables cuando los actos procesales afecten los principios y garantías procesales, principalmente, en beneficio del imputado.
2.3 La irretroactividad de la ley procesal penal.
Uno de los principios que mayor conflictividad desató y sigue desatando -al momento de interpretarse-, es el de la vigencia de la ley en el tiempo, principalmente, cuando dos o más leyes rijan o hayan regido, al tiempo de sustanciarse el proceso penal en su integridad.
La discusión fundamental se da respecto al alcance de lo que se entiende por el permiso de retrotraer los efectos de la ley penal novedosa cuando favorezca al imputado o condenado, de lo que se deduce que dicho beneficio abarca tanto a las reglas sustantivas penales como a las adjetivas penales, existiendo algunas disquisiciones que se contraponen cuando se pretende abarcar a las normas de la materia procesal; este dilema queda aclarado por el texto del artículo 14 de la Constitución Nacional cuando proclama dicho principio y su excepción (retroactividad a favor del prevenido), alcanzando al procesado (ley procesal penal) como al condenado (ley penal).
Al señalar la necesidad de que se presume la inocencia de las personas hasta que las mismas sean condenadas en virtud de un juicio previo fundado en una ley anterior al hecho del proceso, es evidente que se está proclamando una estrecha vinculación entre debido proceso penal e irretroactividad de la ley penal, con lo cual se quiere poner en evidencia una formalidad más que limite el uso del poder punitivo estatal frente a los destinatarios, de tal suerte a no manipular la eficacia de las leyes como una herramienta de persecución distorsionada hacia las personas, mediante la aplicación retroactiva de las leyes que puedan fundar hechos delictivos, que antes de una determinada coyuntura no eran declarados con dicha reacción.
La regla de la prohibición de la aplicación retroactividad de la ley procesal penal emite unos mensajes claros en distintas direcciones, vale decir, con efectos trascendentes desde la óptica de la protección de la seguridad jurídica a los ciudadanos.
Por un lado, si consideramos al proceso penal como unidad y que en su régimen interior está conformado por una secuencia de etapas y éstas por una serie de potestades, deberes o cargas para los que intervienen en él, tendríamos que colegir que la derogación total o parcial de la ley procesal penal durante el trámite de una causa penal implicará que los siguientes actos deberán regirse por la ley ritual vigente al tiempo del primer acto del proceso.
Al menos, este principio conocido como ultra actividad de la ley procesal penal (los efectos de la ley anterior rigen hasta la culminación de la secuencia de actos que constituye en su conjunto como “debido proceso” o “juicio previo”) rige en tanto y en cuanto las “nuevas” reglas del proceso penal otorguen un beneficio concreto al imputado y, a la vez, este beneficio sea compatible con la esencia del método de debate consagrado en la ley procesal penal anterior.
En este sentido, Binder nos enseña:
“...si tuviéramos que sentar el principio de irretroactividad de la ley procesal penal, diríamos lo siguiente: la ley procesal penal no es retroactiva cuando altera el sentido político-criminal del proceso penal. ¿Cuándo produce la nueva ley una alteración de este tipo? Cuando distorsiona el concepto sustancial del juicio previo... Por ejemplo: una ley procesal penal que le quitara a las etapas preparatorias del juicio –tal como ha sido previsto en la Constitución Nacional- dicho carácter preparatorio, no se podría aplicar retroactivamente porque distorsiona el sentido político-criminal del proceso. Del mismo modo, una ley que limitara las posibilidades de recurso de la sentencia obtenida en el juicio, debe ser también no retroactiva, puesto que distorsiona el control del juicio previsto en la Constitución... la idea fundamental que nutre el principio de irretroactividad de la ley procesal y hace que su régimen sea similar al de la ley penal propiamente dicha, es el de la unidad de sentido político-criminal del proceso... En consecuencia, un proceso en curso puede comenzar a ser regido por una nueva ley procesal siempre que por ello no resulte alterada su orientación político-criminal...”[2].
Por otro lado, la misma idea se plasma en los hechos cuando se producen situaciones que generan un “efecto beneficioso” al imputado, pero sin perder de óptica la perspectiva político-criminal del juicio previo.
En este sentido, si entran a regir normas que disminuyan los presupuestos para la aplicación de las medidas cautelares de orden personal o eliminando garantías novedosas insertas a la luz de pactos internacionales (duración razonable del proceso, efectos favorables para el imputado en caso de inobservancia de plazos, sistema recursivo, etcétera), es más que obvio, que la nueva legislación no podrá regir los procesos en curso y regidos por la normativa anterior (aunque se trate de una derogación parcial de uno o varios preceptos de la legislación procesal penal), no sólo por impedimentos constitucionales (artículo 14 que regula la prohibición expresa de la retroactividad de la ley penal), sino porque se trata de garantías procesales elevadas a rango constitucional -implícita o explícitamente, según el tipo de regulación en juego- por virtud del artículo 45 de la Constitución Nacional en concordancia con el artículo 8.1 del Pacto de San José de Costa Rica.
Distinto es el caso de la derogación total de la ley procesal penal y la vigencia de una nueva legislación con rasgos sustancialmente diferentes a las consagradas políticamente en el sistema ritual en desuetudo.
Se pueden dar -a la luz del principio de la retroactividad de la ley procesal más favorable al imputado o condenado- dos situaciones hipotéticas:
a) Que la nueva ley procesal penal rija sin excepciones o cortapisas (vulgarmente se denomina: aplicación inmediata y abrupta de la nueva ley procesal) respecto a las nuevas causas penales como a las tramitadas por la anterior legislación (analizar aquí los dos axiomas de ley superior versus ley inferior -primer nivel de discusión- y ley general versus ley especial –segundo nivel de discusión, si es que se puede superar fácilmente el primer nivel discusión). En este caso, como los jueces deben aplicar las leyes en el orden de prelación señalado por el artículo 137 de la Constitución Nacional, la interpretación judicial será la que moldeará cuando es más beneficiosa la nueva ley procesal penal para aplicarla retroactivamente a las causas penales tramitadas bajo la anterior normativa, o, en su defecto, mantener el principio de la “ultra actividad de la ley procesal penal”, y;
b) Que la nueva ley procesal se rija por reglas transitorias o especiales que permitan determinar el ámbito temporal de aplicación de la vieja y la nueva legislación respecto a las causas penales en pleno trámite, en cuyo caso, dicho articulado (acudir aquí a los ya mencionados axiomas interpretativos en el supuesto anterior, pero que al sólo efecto ilustrativo contiene tres coyunturas interdependientes entre sí: ley superior-ley inferior, ley general-ley especial, y el último nivel que se aplica en este caso, cual es, ley anterior versus ley posterior –en el adagio latino: “lex posteriori priorem derogat”-) tendrá preeminencia sobre las normas de carácter general insertas en la nueva legislación procesal.
La excepción a esta dirección interpretativa podría verificarse cuando las reglas en conflicto (las viejas con las nuevas) no permitan mantener un grado de “contradicción razonable” en el orden jurídico, en cuya situación, el órgano jurisdiccional encargado de declarar la inaplicabilidad de las normas del derecho positivo por contravenir derechos y garantías de factura constitucional, será el encargado de sentar postura respecto a las contradicciones hipotéticas.
2.4 La inviolabilidad del derecho a la defensa.
Los ya mentados artículos 16 y 17 de la Constitución Nacional hacen referencia a esta circunstancia con su reglamentación positiva prevista en el artículo 6 del Código Procesal Penal que habla de la inviolabilidad de la defensa en juicio, con todas las exigencias respecto a dicho principio de raigambre constitucional, con el agregado de que se sancionará bajo pena de nulidad la inobservancia de la defensa y aún la supuesta convalidación (renuncia implícita al señalamiento de los vicios que afectan el ejercicio de este derecho) por parte del imputado.
De ahí el carácter de intangibilidad e irrenunciable de este derecho. En elevada síntesis, los preceptos constitucionales antes trascritos puntualizan que toda persona en un proceso penal tendrá derecho a la defensa, pudiendo ejercerlo directamente el imputado o a través del defensor de su confianza y elección, sin perjuicio de que el Estado le proveerá en forma gratuita de un defensor si es que no dispone de medios disponibles o se niega a su designación. Si bien el mandato constitucional no hace referencia alguna a la posibilidad de que el imputado se defienda aunque se trate de persona neófita, el Código Procesal Penal obliga al juez a la designación en la hipótesis de que éste, conocido de su derecho, no lo efectúe.
Asimismo, los preceptos constitucionales al señalar que la defensa es inviolable y se erige en el derecho fundamental para constituir válidamente un proceso penal, quiere significar que dicho principio no sólo hace referencia al proceso formalmente abierto, sino a los actos previos a su formalización, reglamentación que surge del artículo 6 del Código Procesal Penal en concordancia con el artículo 45 de la Constitución Nacional.
En este sentido, la garantía funciona desde el momento que el imputado es señalado como posible partícipe en un hecho punible, ante cualquier autoridad competente para entender del hecho, pudiendo usar de todas las facultades que permitan conocer previa y detalladamente la imputación así como a solicitar los plazos necesarios para la mejor preparación de su descargo.
En una remisión más concreta a la citada norma, se entiende que los derechos del imputado pueden ser ejercidos con amplitud (en el marco referencial del Código Procesal Penal) luego de transcurridas las seis horas de la realización de algún acto fiscal o de cualquier funcionario o persona que interviene a manera de investigación formal o informal. Aquí no importa que exista el acta de imputación que puede formularla el fiscal con posterioridad, sino que trasciende ese marco formalista y se pretende amparar a la persona imputada ante cualquier menoscabo a sus derechos y garantías expresamente reconocidos.
El imputado frente al proceso -en sentido amplio, desde el primer acto de procedimiento-, tiene el derecho a intervenir activamente y conocer los cargos que existen en su contra, a declarar libremente con relación al hecho que lo incrimina, o abstenerse de hacerlo si lo prefiere, de ofrecer las pruebas que hacen a su descargo, de alegar razones que asistan a su derecho para obtener del juez la pretensión que afirma y a defenderse personalmente. El derecho del imputado a ser oído se complementa con el de ser defendido, y a su vez, con el derecho a solicitar el auxilio de un traductor o intérprete para que lo asista efectivamente en su defensa, cuando lo necesite.
Como una plasmación de una igualdad de armas, si el imputado, no cuenta con recursos necesarios para costearse su defensa técnica, el Estado está obligado a proveerle de un defensor público que se encargue de manera efectiva y plena de procurar las mejores posibilidades de obtener una respuesta justa a la pretensión punitiva estatal.
2.5 La prohibición de la doble persecución o doble proceso.
Más conocida bajo el adagio latino nem bis in ídem, que significa “dos veces no se puede repetir una causa penal contra una persona”, que surge de la lectura del artículo 17.4 de la Constitución Nacional y reglamentado en el artículo 8 del Código Procesal Penal, cuando expresa, en términos más o menos similares a las normas del mismo tenor en otros cuerpos constitucionales, de que nadie -ninguna persona- podrá ser procesado ni condenado sino una sola vez por el mismo hecho, prohibiéndose, además, la reapertura de procesos fenecidos, salvo la revisión a favor de sus pretensiones, conforme a la reglamentación de la ley (aunque dicha figura es discutible si se trata de una recurso o remedio para enfrentar situaciones notoriamente injustas y previstas exclusivamente a favor del imputado).
Se trata de una garantía relacionada con la seguridad jurídica de los derechos personales, de tal manera que una vez definido el litigio penal de cualquier forma (extraordinaria u ordinaria), el mismo no podrá ser reabierto, inclusive, bajo la fórmula del abandono de la instancia (querella por delitos de acción privada), cuyo efecto es la extinción de la acción.
A este respecto, Binder nos dice:
“En cuanto a los requisitos, la doctrina es unánime en general en exigir la existencia de tres “identidades” o “correspondencias”. En primer lugar, se debe tratar de la misma persona. En segundo lugar, se debe tratar del mismo hecho. En tercer lugar, debe tratarse del mismo motivo de persecución. Estas tres correspondencias se suelen identificar con los nombres latinos de “eadem persona, eadem res, eadem causa petendi...”.
“...la primera correspondencia es la menos problemática de todas, es decir, la necesidad de que se trate de una misma persona. En última instancia, no se trata sino de un problema fáctico, de identificación, para determinar si se trata o no del mismo sujeto”.
“Muchos más problemas generan la segunda de las correspondencias mencionadas, la necesaria identidad de los hechos... El primero de todos ellos es establecer cuándo se puede afirmar que el hecho es “el mismo”. ¿Es necesaria una correspondencia total y absoluta? ¿O no interesa que existan pequeñas diferencias de detalle? En general, la doctrina afirma que, para que opere la garantía de nem bis in ídem, es necesario que se mantenga la estructura básica de la hipótesis fáctica... Es decir, que en términos generales el hecho sea el mismo. Caso contrario, sería muy fácil burlar esta garantía mediante la inclusión de cualquier detalle o circunstancia que ofreciera una pequeña variación en la hipótesis delictiva... En última instancia, la solución es eminentemente valorativa, antes que racional”.
“Es decir: en aquellos casos en los que se ha ejercido el poder penal con suficiente intensidad y, además, ha existido la posibilidad de completar adecuadamente la descripción del hecho, aunque ello no se haya producido por carencias propias de la investigación, la identidad del hecho debe ser comprendida del modo más amplio posible”.
“Lo que se debe tener en cuenta es la necesidad de sentido del hecho conforme a las normas jurídicas. Porque en el ámbito del proceso penal no se puede hablar de “hechos”, en forma independiente de las normas jurídicas; un hecho procesal es un hecho con referencia a las normas jurídicas...”.
“...Por eso, en el estudio del nem bis in ídem es absolutamente necesario hacer referencia a las discusiones que existen en el ámbito del derecho pena sustancial, respecto de la identidad entre hechos a efectos de su calificación jurídica: cuándo se trata de hechos independientes, cuándo se trata de un hecho con distintas calificaciones o cuándo el orden jurídico establece una ficción y le otorga unidad a un hecho que en su aspecto fenomenológico es indudablemente un hecho separado...”.
“...La tercera correspondencia habitualmente exigida para la aplicación del principio nem bis in ídem es lo que se ha llamado eadem causa petendi. Es decir, debe tratarse del mismo motivo de persecución, la misma razón jurídica y política de persecución penal, el mismo objetivo final del proceso”.
“También en este caso, esta identidad de fundamento debe ser entendida de un modo muy amplio. Inclusive en su formulación histórica, la diferenciación de causas ha sido entendida de este modo, ampliamente. Por ejemplo, serán diferentes los motivos del proceso si se procura una reparación del daño causado que si se pretende una sanción del causante. Se trata de tener en cuenta grandes diferencias, como la citada...”[3].
2.6 La prohibición de auto incriminarse.
Mucho se ha discutido sobre el verdadero alcance de esta prohibición constitucional, principalmente en lo que se refiere a que el imputado no sea compelido a declarar y espontáneamente se aviene a emitir una exposición que permita discernir de mejor manera una reconstrucción histórica del hecho o los hechos investigados o acusados.
Tanto la Constitución como el Pacto de San José de Costa Rica reconocen la regla de que nadie será obligado a declarar contra sí mismo o contra su cónyuge, sus parientes hasta cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad, el punto de crítica a este dispositivo es la “ampliación” de la prohibición de conferir el carácter de medio probatorio a la declaración del imputado, cuando éste accede voluntariamente a dar una explicación de los hechos que se le imputan, independientemente que sus manifestaciones sirvan como descargo o como cargo, ya que el problema no radica en el “contenido” de la información, sino en la “forma de adquisición” de la información.
La decisión es eminentemente político-criminal. Los tributarios de dar valor probatorio a la declaración del imputado cuando éste formula voluntaria y espontáneamente su deposición, sin ningún tipo de afecciones a su libre albedrío y al conocimiento de los alcances de su declaración espontánea, señalan que “formalmente” no existe prohibición constitucional y además se le daría mayor valor porque bajo la fórmula de incurrir en falso testimonio, su exposición tendrá coherencia y coadyuvará a la averiguación de la verdad histórica, y, por qué no, a su eventual absolución, sin modificar o alterar el régimen de la carga probatoria exclusivamente sobre el órgano de acusación. Por su parte, los partidarios de mantener el sistema actual, señalan que el imputado, bajo circunstancia alguna, puede coadyuvar, y, menos ayudar activamente al órgano de acusación a “construir su culpabilidad”, lo cual constituiría un menoscabo a su defensa, principalmente, cuando el “afectado” es una persona de escasos recursos, de preponderancia irrelevante en lo social o cuando sus conocimientos sean limitados, sin perder de vista que ésta constituye la inmensa mayoría de la población de imputados; si a esto añadimos los antecedentes funestos del uso indiscriminado de la confesión libre y espontánea del imputado en cualquier sede (con predilección en el ámbito policial), obviamente que el órgano de acusación que está provisto de numerosas potestades que dan preeminencia al sentido de eficiencia de la investigación por sobre el postulado estrictamente tutelar del sistema de garantías, tiene un deber (principio de responsabilidad de los funcionarios públicos en un sistema republicano) de investigar eficaz y eficientemente con dichas herramientas y no “usar” al imputado como un “medio” más para hacer su trabajo, lo que en la práctica produciría una alteración de los roles genuinamente trazados para cada parte en el sistema acusatorio.
De ahí que a más de los argumentos expuestos a favor de esta reglamentación de la prohibición de la autoincriminación, sin excepción alguna, también encuentra suficiente respaldo en los derechos procesales de la presunción de inocencia y de la inviolabilidad de la defensa. De este modo, si la presunción de inocencia es una garantía frente al derecho estatal de averiguar los hechos investigados e hipotéticamente formular una acusación cuando encuentre sustento para sostener una promesa de culpabilidad hacia la persona imputada, mal podría admitirse que aquélla estando protegida de una presunción legal pueda enfrentar a toda la maquinaria estatal solamente cuando prometa bajo juramento o promesa decir la verdad.
El descubrimiento de la verdad de los hechos imputados es una carga para el Estado y dispone de una serie de mecanismos idóneos para lograr dicho objetivo y no a costa del imputado que se encuentra en franca situación desventajosa, porque debe enfrentar a la víctima, al organismo público de investigación y aún a la policía que coadyuva con la labor fiscal.
Si bien el sistema anglosajón otorga un efecto pragmático o utilitario a este principio cuando establece que el imputado puede abstenerse de declarar contra uno mismo, pero si “opta” por declarar debe hacerlo como testigo, vale decir, bajo juramento.
Dicha práctica no encuentra mucha consistencia con las reglas de garantías irrenunciables para el imputado y poco ha sido acogida en el derecho continental-europeo.
Si se toma en consideración la práctica nefasta en nuestro país y el resto de los países latinoamericanos, en los cuales se han usado todo tipo de artimañas para “encubrir” supuestas declaraciones espontáneas del imputado que no solamente puede enfrentarse a una presión psicológica de terceros, sino a las contradicciones que, de ordinario, incurren los imputados cuando prestan declaración por diversas razones que pueden desnaturalizar este medio de defensa.
Después de todo, la discusión tendría que trasladarse a otro ámbito: si vamos a considerar la declaración del imputado como un medio de prueba o simplemente como una herramienta eficaz de defensa.
Este es un ámbito ideológico que merece una definición personal de los defensores de una u otra postura. Si el Estado es ineficiente para probar por diversos medios de prueba admisibles en el proceso penal, la existencia del hecho y la consecuente culpabilidad del imputado, tendrían que adoptarse los cambios en el funcionamiento estatal en este nivel y no en la desnaturalización del medio de defensa predilecto que dispone aquél.
2.7 La inviolabilidad del ámbito privado.
Al señalar los principios de presunción de inocencia del imputado y su correlato que éste pueda ofrecer, controlar e impugnar las pruebas que pretenden introducir al proceso penal, estábamos ingresando al conjunto de valores que “internamente” la materia procesal penal pretende proteger: la dignidad de la persona, principalmente del imputado.
Empero, el imputado como goza de esa presunción de inocente como un “escudo de protección” al uso indiscriminado del poder punitivo estatal, merece una mejor atención en cuanto al ejercicio de sus derechos y facultades durante el trámite procesal.
Asimismo, esa protección de ciertos valores jurídicos propios al derecho procesal penal descansa, a su vez, en la verdadera naturaleza de aquél y que no es otra que la de propender a la reconstrucción histórica de los hechos mediante la introducción de información en forma transparente y con el mayor control posible por parte del imputado que, en definitiva, es la persona sobre la cual existe la hipotética posibilidad de que se le aplique la más fuerte reacción estatal, cual es la privación de su libertad, medio tradicional de respuesta punitiva prevaleciente en los sistemas penales.
Esa reconstrucción histórica de los hechos se efectúa a través de informaciones que “ingresan al proceso” no de cualquier manera, sino conforme a unas reglas que pretenden evitar un menoscabo de la vida de las personas imputadas, principalmente, en lo que concierne a su ámbito privado y todo lo que guarda relación con esa esfera íntima de su personalidad. De ahí que existan otras “vallas protectoras” para que no se menoscabe ese derecho a la intimidad del imputado, evitando que cualquier información de la investigación o de la prueba en general no afecte dicho derecho constitucional.
Así es como surgen las “restricciones jurídicas que impiden recolectar información al Estado en perjuicio de la dignidad de las personas” y que se conocen bajo ciertas locuciones, una de las cuales acabamos de desarrollar precedentemente (prohibición de declarar contra uno mismo) tales como: la prohibición de introducción en recintos privados y de obtener información de registros privados de cualquier naturaleza que no guarde relación con el hecho investigado, información que sólo podrá ingresar válidamente al proceso mediante el cumplimiento de ciertas formalidades.
Como se puede verificar, las formalidades para el ingreso de información válida al proceso penal se convierte así, en una verdadera protección al ámbito privado de las personas, principalmente en lo que se refiere a su domicilio, su correspondencia, sus documentos y demás elementos que constituyan una equivalencia con elementos particulares del afectado.
En consecuencia, existen varios niveles de protección de la dignidad humana, principalmente, del imputado a una causa penal que se relacionan con la inviolabilidad de su vida privada y que pueden resumirse bajo el siguiente detalle:
a) La prohibición de ciertos métodos o maneras de obtener información vital para la dilucidación de una investigación, principalmente, la que guarda relación con la protección de la persona del imputado.
b) Se destaca la prohibición de la confesión del imputado bajo cualquier promesa o condición, es decir, que se contamine por conductas coercitivas, amenazas o torturas de cualquier índole, o que preste declaración sin la asistencia de un defensor de su elección, o que lo realice en sede policial o administrativa sin el control de alguna autoridad del Poder Judicial, cualquiera de estas falencias produce la nulidad absoluta por virtud del artículo 17, 18 y 137 de la Constitución Nacional.
c) La introducción de información al proceso penal que provenga de los recintos privados o de instrumentos de uso personal o particular del imputado, la cual solamente se admite bajo “estricto” control judicial (orden judicial con indicación precisa de los motivos de hecho y de derecho, es decir, resolución debidamente fundada, no cualquier argumento es válido en este contexto) siempre que guarde relación con el objeto de lo que se está investigando o lo que se pretende abstraer de la información, preservándose, en todos los casos, el control judicial, y, de ser posible, del defensor del imputado si es que existe, o, por lo menos, de un defensor público que controle la diligencia.
d) Recuérdese que esta es una excepción taxativa y restrictiva a un derecho constitucional y su mayor o menor relajación en cuanto a exigencias debilita el modelo republicano y desvirtúa el Estado de Derecho hacia modelos autoritarios o policíacos.
e) Estas formas de “introducción de información privada del imputado al proceso” están reguladas por los artículos 17 incisos 8º y 9º y 23 de la Constitución Nacional, y;
f) La garantía de las formas procesales que permiten discernir al juzgador si la información ha cumplido o no con la secuencia jurídica prevista para su validez. de esta manera, si las formalidades para ingresar un testimonio, un acta de allanamiento, interceptación e incautación como prueba al juicio oral, no cumplen con los presupuestos de la previa orden judicial, del control del defensor y la posibilidad de formular objeciones por aquél, en la medida que lo determine la ley procesal, carecerá de eficacia.
g) De esta manera, el régimen de nulidades es un resguardo efectivo para tornar ineficaz cualquier información ingresada ilegalmente (por vulneración de las formas procesales), para lo cual se prevé un capítulo intitulado “actividad procesal defectuosa”.
2.8 La prohibición de la tortura y de tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Si bien parece obvio que en pleno siglo XXI todavía hagamos hincapié en esta prohibición que constituyó la piedra basal de las conquistas y luchas por los derechos humanos, proyectada desde la misma Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la “realidad” en América Latina sigue siendo penosa en cuanto a esta práctica inhumana y degradante, ya que las estadísticas brindadas por organismos protectores de Derechos Humanos, continúan denunciando casos repetitivos de torturas físicas, sicológicas y morales.
Pues bien, la Constitución Nacional sigue proscribiendo la tortura, los tratos crueles e inhumanos y cualquier comportamiento de autoridades y particulares que pueda afectar la condición digna del ser humano. No obstante, en este tópico la prisión preventiva –utilizada como anticipo de pena- o aún, las condiciones degradantes e infrahumanas de los recintos carcelarios que albergan a personas contra las cuales todavía –en su mayoría- no existe sentencia condenatoria firme, podríamos incluirlos como elementos que constituyen –en una dimensión distinta pero igualmente cruel como los efectos de una tortura física- torturas morales y sicológicas.
En cierta forma, la figura del Juez de Ejecución Penal responde a una iniciativa de “política criminal” tendiente a “controlar sobre bases civiles” la labor administrativa de los recintos penitenciarios, todo esto, para denunciar y castigar a los funcionarios que siguen ejecutando estas tareas deleznables, recintos en los cuales se manifiestan tales actos, conforme a denuncias de organismos de derechos humanos a nivel nacional e internacional.
2.9 Restricciones a la libertad personal en el proceso.
Plasmar el respeto de la dignidad de las personas, con prescindencia que se encuentren vinculadas, bajo serios elementos de convicción, como autores o partícipes, fundamentalmente en lo concerniente a la preservación de la libertad de aquéllas, mientras no exista una sentencia definitiva que declare su culpabilidad, ha sido uno de los baluartes de los operadores de política criminal, en su lucha por la vigencia efectiva de estos valores esenciales (presunción de inocencia y juicio previo).
La reforma del procedimiento penal ha tomado como una de las principales críticas hacia el sistema procesal que postulaba esa flagrante violación de los derechos humanos (el inquisitivo), el tratamiento del prevenido (procesado sometido a prisión preventiva) como culpable, ya que su situación procesal exigía que previamente acredite de un modo fehaciente su inocencia para gozar de su libertad de locomoción mientras se sustancie la causa hasta su terminación.
Conforme a las principales direcciones emprendidas por la política criminal se pueden señalar algunas pautas que han servido para diseñar la manutención de la prisión preventiva en su verdadera naturaleza cautelar, cual es, la de aplicar las personas imputadas cuando existan elementos razonables que permitan inferir, en la convicción del juez o tribunal, que aquéllas podrían sustraerse del procedimiento o, mientras gocen de su libertad durante el proceso, distorsionen la investigación fiscal mediante la ocultación, destrucción o alteración de datos importantes para la averiguación histórica de lo acaecido realmente.
Asimismo, la preocupación acerca de la desnaturalización de este instituto no sólo se ha centrado en la distorsión de su naturaleza procesal, sino en la duración exagerada que ha propiciado, a su vez, ratificar su efecto práctico de erigirse en la verdadera pena, ya que el tiempo por el cual la persona privada de su libertad, la mayor de las veces, excedía sobradamente el mínimo del tipo penal por el cual era imputado como autor o partícipe. En este sentido, el Pacto de San José de Costa Rica –en el ámbito regional, lo que no significa desmerecer otros intentos regionales o mundiales acerca de la limitación en el tiempo de la prisión preventiva- aprehende las principales observaciones críticas de la política criminal y conmina a que todos los estados miembros incluyan, entre sus principios constitucionales, la necesidad de limitar la duración de la prisión preventiva. Fiel a esta postura jurídica sentada en los pactos internacionales de derechos humanos, los artículos 11, 12, 13, 17.1, 17.3, 19, 20 y 21 de la Constitución Nacional ha permitido señalar claramente que la prisión preventiva es una medida cautelar de carácter excepcional, cuya aplicación sólo cabe en los casos indispensables o necesarios, a más de que las otras medidas cautelares como la aprehensión y la detención preventiva deben sujetarse a la previa orden de autoridad competente, salvo los casos de flagrancia que permite su aplicación directa por la autoridad policial o aún los particulares, con el cargo de que dentro de las 24 (veinticuatro) horas se lo ponga a disposición de la autoridad judicial pertinente y que dentro de otro plazo idéntico se determine sobre la procedencia o improcedencia de su libertad.
Retomando el tema de las medidas privativas de libertad durante el proceso, los excesos comprobados en cuanto a la forma de aplicación de la prisión preventiva y demás medidas cautelares (el arresto, la aprehensión o la detención) produjeron que estos institutos se rijan, en forma más o menos uniformizada, por algunos principios elementales, a saber:[4]
a) Que las medidas cautelares de orden personal deben aplicarse en los casos estrictamente necesarios y con carácter excepcional;
b) Que deben ser proporcionales a la sanción que se espera con relación al hecho imputado, y;
c) Que los criterios de excepcionalidad y proporcionalidad son compatibles con dos criterios objetivamente definidos como el peligro de fuga u ocultación del prevenido y el entorpecimiento u obstrucción de algún acto de investigación emprendido por el fiscal.
Los códigos procesales que se adscriben al temperamento antes consignado prevén las denominadas “alternativas” a las medidas cautelares de orden personal, con lo cual se quiere poner coto al trato discriminatorio que dispensan los magistrados a los imputados. No obstante, estas herramientas consolidadas en el derecho positivo -en gran medida por obra de la humanización del derecho penal y los esfuerzos desplegados por los operadores de política criminal-, tampoco puede ser un “pretexto” para otorgar una suerte de “carta blanca” a los jueces y tribunales en este punto, sin analizar mesuradamente los presupuestos del peligro de fuga u obstrucción de actos concretos de investigación, ya que su distorsión en sentido adverso al tradicionalmente otorgado a la prisión preventiva como anticipación de pena, constituirá un aspecto negativo más de los muchos que se alzan desde la sociedad, la que descree en la administración de justicia por la corrupción y discriminación que son percibidas, persistentemente, por sus integrantes.
2.10 El derecho a la prueba y a su impugnación.
El artículo 17 de la Constitución de la República establece que “…en el proceso penal o en cualquier otro del cual pudiera derivar pena o sanción, toda persona tiene derecho a: 1)…; 2)…; 3)…; 4)…; 5)…; 6)…; 7)…; 8) ofrecer, practicar, controlar e impugnar pruebas; 9) que no se le opongan pruebas obtenidas ilegalmente o actuaciones producidas en violación de las normas jurídicas (…)”, de cuya lectura surge que el imputado, si bien está exento de la carga probatoria (recordemos que se lo presume inocente constitucionalmente, tal como lo explicáramos sucintamente al prologar este capítulo), ello no implica a que como parte de su estrategia también se ocupe de proponer, controlar e impugnar pruebas.
Esto último guarda especial relación con la reglamentación prevista en el Código Procesal Penal cuando interpreta la necesidad de que el Estado en su tarea de investigación y recolección probatoria, se muestre cauteloso en la calidad e idoneidad del material incorporado a una causa, de manera tal que por la superioridad ética de un Estado Social de Derecho no pretenda inculpar a una persona, con reticencia u olvido de elementales reglas como la licitud de la información.
Se analizará en el siguiente módulo cómo el ritual penal reglamenta positivamente el artículo 17.9 de la Constitución de la República en el sentido que, inclusive, cuando el propio imputado contribuya a provocar el acto probatorio irregular que pudiera utilizarse como medio de cargo por parte del órgano de acusación, si se visualiza una irregularidad inaceptable con los postulados republicanos, irremisiblemente el acto y sus consecuencias carecen de validez (concuerda esta respuesta con la parte final del artículo 137 de la Constitución Nacional).
Notas [arriba]
[1] Es una frase en latín, que se traduce como "Ningún delito, ninguna pena sin ley previa", utilizada en Derecho penal para expresar el principio de que, para que una conducta sea calificada como delito, debe estar establecida como tal y con anterioridad a la realización de esa conducta. Por lo tanto, no solo la existencia del delito depende de la existencia anterior de una disposición legal que lo declare como tal (nullum crimen sine praevia lege), sino que también, para que una pena pueda ser impuesta sobre el actor en un caso determinado, es necesario que la legislación vigente establezca dicha pena como sanción al delito cometido (nulla poena sine praevia lege). Este es un principio legal básico que ha sido incorporado al Derecho penal internacional, prohibiendo la creación de leyes ex post facto que no favorezcan al imputado. Fue creada por Paul Johann Anselmo Von Feuerbach como parte del Código de Baviera de 1813 (Fuente: Wikipedia).
[2] BINDER, ALBERTO M. “INTRODUCCIÓN AL DERECHO PROCESAL PENAL, EDITORIAL AD-HOC, AÑO 2001.
[3] BINDER, ALBERTO M., obra citada.
[4] Kronawetter Zarza. Alfredo Enrique. “Las medidas cautelares en el Código Procesal Penal” – “Comentarios al nuevo Código Procesal Penal”. Editorial La Ley. Año 1999.
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