JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Identidad, dignidad de la persona en situación de discapacidad
Autor:Cabenellas Moreno, Rodrigo
País:
Argentina
Publicación:Revista Académica Discapacidad y Derechos - Número 4 - Octubre 2017
Fecha:20-10-2017 Cita:IJ-CDLXXXII-964
Índice Voces Relacionados
La doble vertiente de la despersonalización
Institucionalización del estigma
Conclusión
Bibliografía

Identidad, dignidad de la persona en situación de discapacidad

Rodrigo Cabenellas Moreno

La identidad de un individuo no responde exclusivamente a una sola causa, no está determinada únicamente por su origen genético, el lugar en que ha nacido, su familia, por las circunstancias físicas que él posea; sino que también la experiencia que va adquiriendo y sumando en su camino de vida, qué hace y cómo vive y convive con esas condicionantes que tiene desde el origen como individuo, del lugar y familia en que nació y se desarrolló, conjuntamente con lo que vaya adquiriendo en el devenir de su camino como persona, juegan un papel muy relevante, en la conformación de su identidad personal. La construcción de una identidad es, entonces, eso: una construcción, compleja que obedece a múltiples factores, más propiamente dicho, está influida por varias y diversas circunstancias fundantes de la persona y otras advenedizas conforme vaya creciendo y viviendo en sociedad, moviéndose en diversos ámbitos, y desarrollándose como persona, hombre o mujer, padre o madre, o cualquier otro rol social y existencial por el que transite y se desarrolle.

En este trabajo nos proponemos realizar algunas reflexiones a fin de que juntos incrementemos la conciencia de que para construir un conjunto social a partir y con la identidad que cada uno de sus integrantes, por condición natural, pueden aportarle. Simplemente quisiéramos que luego de haber leído estas líneas el lector haya incrementado su propósito, su conciencia de que no hay plena identidad y por ende no será sociedad o grupo inclusivo, si no hay plena y total consideración de los aportes que cada uno de sus miembros proponga.

En consonancia con el planteo de Irving Goffman en Estigma, la identidad deteriorada, esta identidad, y muchas veces con ella el sentido de dignidad de la persona, se ve, si no deteriorada, sí menoscabada en dos aspectos del sentido de uno mismo, como son la valía y la valencia. Entendiendo por valía el valor de uno mismo como persona, mientras que la valencia se refiere a la capacidad de valerse por uno mismo. (Goffman, 1963).

Muchas veces, el trato puerilizante (aniñado) o minimizante de los otros hacia las personas en situación de discapacidad termina afectando la valía de dicha persona. En otras palabras, influye en el sentido de su valor como ser humano -de allí se podría entender la implicancia del término “minusvalía” o “minusválido”-; cuando, en realidad, en la mayoría de las ocasiones, el lenguaje o algunas actitudes teñidas de cierto sobre-proteccionismo de los demás hacia las personas con cierta limitación, va más bien dirigida a la valencia de la persona, es decir, a su capacidad para desenvolverse por sus propios medios y posibilidades, entendiéndose así que no contar con, o tener disminuida una capacidad, afecta a muchas otras -de allí el término “invalidez”, “inválido”-.

Vemos claramente una conducta social descripta por el autor de la siguiente forma: “(…) un individuo que podía haber sido fácilmente aceptado en un intercambio social corriente posee un rasgo que puede imponerse por la fuerza a nuestra atención y que nos lleva a alejarnos de él cuando lo encontramos, anulando el llamado que nos hacen sus restantes atributos (…)” dando así una clara y notoria sobredimensión de su carencia o disminución y no de su valor íntegro, personal e irreemplazable; indispensable en la conformación social. Que casi en forma natural e inconsciente -la mayoría de las veces- lleva, como consecuencia, a que estos individuos no sean considerados como parte de la sociedad y/o queden fuera de la conformación de esta.

La vida en sociedad y el desenvolvimiento cotidiano nos ponen frente a un proceso en el cual cada individuo participa en diferentes roles, que dependiendo y siendo condicionados por el contexto, harán que cada sujeto sienta que es alguien determinado, con su identidad propia, clara y precisa, tome decisiones autónomas y obre en consecuencia; o será aquel que es o debe ser para los demás. Se produce, de esta forma, una terrible y degradante confusión de la identidad. Pues ese individuo, ante sí y terceros -inclusive la propia familia-, no podrá presentarse como alguien determinado, sino que será la representación y proyección del imaginario social.

Es en el momento de la irrupción del individuo en que pueden aparecer barreras e impedimentos que naturalmente no existen, ni el sujeto trae consigo mismo. Son los demás, el entorno, la sociedad en su conjunto, quienes crean y le llevan a creer que son necesarias y hasta inherentes a su condición para actuar y moverse en ese grupo determinado.

Para presentar un claro ejemplo de esta situación, nos podemos referir a una persona con disminución visual o ceguera, quien proyecta sobre sí lo que los demás se representan a partir de situarse en una eventualidad de ese tipo. Le hacen creer, le imponen, que él debe ser y tener lo que ellos creen que podrían llegar a ser o tener en caso de padecer una limitante semejante.

Se presenta una gran confusión y pérdida de identidad -o directamente falta de una identidad clara y precisa-, cuando, por ejemplo, en un cuerpo normativo como la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPCD), en su Art. Nº 8 titulado “Toma de conciencia”, en el inciso c) se prescribe “Promover la toma de conciencia respecto de las capacidades y aportaciones de las personas con discapacidad”. Cuando en realidad no se sabe, o no se quiere saber, cuáles son las aportaciones que cada individuo podrá, o no podrá, dar al grupo o a la sociedad toda, si ya de antemano -y en forma prefigurada- se determinó qué debería ser o tener ese sujeto en particular.

Sugerimos promover un proceso de deliberación pública, intentando expandir la conciencia sobre la realidad de esta porción de la población, integrada por las personas con discapacidad. Y al decir “pública” me refiero a cada uno de los agentes sociales: instituciones gubernamentales que entiendan directa y/o tangencialmente en la realidad de este grupo social, organizaciones no gubernamentales con pertinencia en esta cuestión, toda asociación civil cuyo objeto social sea afín a la promoción de personas con discapacidad; y además resulta indispensable incluir a toda la sociedad en su conjunto a través de canales conducentes y adecuados para garantizar una eficaz y real participación en el proceso de deliberación, elaboración e implementación de políticas públicas orientadas a la promoción de las personas con discapacidad.

Para este proceso no deben dejarse de lado la diversidad de opciones y posibilidades que el uso de la tecnología nos proporciona, destacándose entre ellos los medios masivos de comunicación, Internet, redes sociales, sin dejar de lado los tradicionales y siempre útiles encuentros barriales, académicos y culturales que se efectúan cara a cara; todos estos, espacios que tienden y posibilitan una real difusión en la toma de conciencia de la sociedad en su conjunto.

Carlos S. Nino en su libro Un país al margen de la ley destaca, entre otras, como una de las causas de la “anomia” el incumplimiento generalizado de las normas establecidas, el hecho de esperar que sea otro individuo y no nosotros mismos quienes operemos tal o cual conducta ya prescripta para producir un cambio social. Es corriente oír frases tales como: “que el Estado se haga cargo”, “el gobierno lo tiene que hacer”, “si los demás no lo hacen, ¿yo por qué?”, etc. Cada una de estas frases nos habla de una quita de responsabilidad personal e individual en la marcha de una sociedad. Perdiendo de vista que quienes hoy detentan determinadas responsabilidades, alguna vez estuvieron en el llano; que quienes detentan una determinada función social, en otro momento no la tuvieron. Entonces es allí donde deberíamos preguntarnos por los procesos de información y formación, quiénes y cómo llegan a tener ciertas responsabilidades.

No obstante el proceso de deliberación pública, tendiente a una cabal toma de conciencia, en pos de una búsqueda de propiciar las capacidades y aportaciones de cada persona, como lo indica el ya mencionado Art. Nº 8 de la Convención, no se logrará y establecerá sin una plena y comprometida intervención de cada agente social, cualquiera sea el lugar que ocupe. Pero -y siguiendo a Nino en el libro citado- no se debe esperar que sea otro quien dé el primer paso, sino vencer el temor, la inercia, y para hacernos cargo de que la sociedad somos todos y cada uno de nosotros y que, sin nuestra participación-por pequeña que sea y desde el lugar que sea-, la sociedad no llegará a tener el aporte necesario, imprescindible e irreemplazable de cada uno.

Que se puede decir del aporte a la conformación social, si la persona -en este caso con discapacidad- para poder incluirse y estar incluida, debe aparentar ser uno más, debe disimular su déficit. Es decir, por ejemplo en el caso de una persona cuya deficiencia es visual, es recibida y aceptada si pareciera no tenerla. Si sus acciones y conductas, el modo de resolver situaciones, ya sea domésticas, laborales o académicas, lo muestran como si pudiese ver plenamente, como la mayoría de la población, no es infrecuente oír frases tales como: “si parece que no es ciego”, “vos ves, no me engañes…”, “lo haces mejor que yo que veo”, “qué bien pudiste a pesar de que no ves”, “quién diría, viendo poco alcanzaste a poder hacerlo”; y otras similares.

Claramente se pierde la perspectiva de la persona y -además de poner el foco en el déficit- se establece un parámetro de “normalidad”, o estándar a cumplir, para poder ser parte de la sociedad. Anulando, casi por completo, o al menos no teniéndose en cuenta, las aportaciones que desde su peculiaridad y singularidad el individuo es capaz de sumar y aportar a la sociedad.

De acuerdo con lo hasta aquí expuesto-y volviendo a Goffman-, la identidad del individuo no solo queda deteriorada sino que no luce en todo su esplendor, privándose así a la sociedad de los aportes que él y solo él puede dar y consecuentemente incidir en su conformación y crecimiento. ¿Acaso una persona que no ve totalmente o ve parcialmente, no puede realizar algunos actos que realizan otros individuos con su capacidad visual al cien por cien de sus posibilidades, pero de otra forma o con otros medios o recursos, pero con idéntico grado de satisfacción y eficacia social? Perdiéndose así –al no tener en cuenta su particular y singular forma en el desempeño- de una riqueza extra y no prevista hasta ese momento (el de la intervención personal de quien se trate en el caso) que el sujeto con un déficit físico o sensorial puede aportar sobre la cuestión en debate en ese momento.

La doble vertiente de la despersonalización [arriba] 

“En su boca no hay razones
aunque la razón le sobre,
son campana de palo
las razones de los pobres.” 

Estas palabras del Martín Fierro nos llevan a pensar que por más que la persona con discapacidad argumente o fundamente y trate -y efectivamente pueda- aportar una mirada, un sentir concreto sobre alguna cuestión de debate social, o simplemente su incidencia particular individual -y por lo mismo irreemplazable-, la mayoría de las veces no es tenida en cuenta, o es directamente menospreciada, por venir de alguien a quien de antemano, en forma totalmente hasta prejuiciosa, se tiene como un ciudadano de menor valía que el resto.

En el capítulo 9 del Evangelio según San Juan encontramos cómo en el diálogo con una persona afectada por ceguera quienes lo interpelan reflexionan: “…tú, que naciste ciego ¿quieres darnos lecciones a nosotros?...” Más allá de la lectura teológica o espiritual que se haga del texto, se ve con toda claridad lo dicho en el texto de José Hernández y -lamentablemente- una constante actitud: unos son los que saben, tienen razón, son capaces de discernir qué es lo que se necesita y se debe hacer, mientras que otros los que deben oír, sumirse a lo que se les dice, o que aún teniéndola no se les reconoce razón en sus dichos y están siempre en situación de necesidad de iluminación de aquel primer grupo; que nadie ni nunca (ni ley ni convención alguna) lo estatuyó como primero o más importante y de mayor relevancia.

Lo mismo vivenciamos en la calle cuando se nos acerca alguna persona para ayudar y, con buenas intenciones, pero por no saber, lo hace de manera errónea y le queremos indicar cómo o sencillamente cuál es la mejor manera, a veces pueden responder: “¿vos me vas a enseñar a mí?”

Volvemos aquí a destacar la necesidad de una adecuada difusión tendiente a una toma de conciencia que -en palabras del Art. Nº 8 de la CDPCD-, permita tomar en cuenta las aportaciones de cada individuo.

A la vez que este fenómeno se produce -y casi a diario sucede, en ámbitos más o menos trascendentes de la vida social- el individuo va percibiendo cómo, al no ser tenido en cuenta o no ser considerado como uno más, su identidad queda desdibujada, pasa inadvertida. Si bien esto a nivel social podría no tener una implicancia directa en la esfera individual, sí la tiene en el momento en el que somos también lo que socialmente somos, toda vez que el hombre es un animal social. Es decir que, si bien no somos lo que los demás dicen que somos, ciertas veces no dejamos de ver en nosotros mismos lo que reflejamos en los demás.

¿Es posible considerar valorar, las aportaciones de un individuo en particular, si ni siquiera se oyen sus razones y requerimientos? Siendo que para construir una sociedad, aunque sea redundante decirlo, inclusiva e integrada por cada uno de sus habitantes, el Otro, con todo lo que supone de diferente en cuanto sus requerimientos singulares, es siempre elemento constitutivo, sea en la proporción que sea.

Podría decirse que las relaciones interpersonales y el trato con los otros para el desarrollo social de una persona en situación de discapacidad, oscilaría como en un péndulo, donde los extremos son, por un lado, el abandono o la desprotección, y, por el otro, la sobreprotección, y el centro es la protección. Ésta última comprendiéndose como tejer un tejido o techo (ambas tienen la misma raíz etimológica); en favor de techo no como límite para el desarrollo, sino por el contrario, como el amparo necesario y suficiente para éste, que cualquier ser humano requiere para su crecimiento y bienestar integral.

Cuando la protección se convierte en sobreprotección, es cuando surge el menoscabo de las capacidades que prevalecen íntegras en la persona en situación de discapacidad, percibiendo esta que este trato no sólo afecta su capacidad, sino también el valor de su ser como tal, y hasta su dignidad de persona.

Una vez más, aparece aquí la toma de conciencia de la existencia del otro como factor constituyente en el armado del tejido social, o de cualquier cuerpo en general. Cuando esta toma de conciencia se torna en algo real y de cotidiano ejercicio, la consideración de los requerimientos -siempre particulares, singulares, irreemplazables e insustituibles, a la vez que vitalmente necesarios- de cada individuo, surgirán como un comportamiento natural y que sin violentar ninguna conducta ni proposición, llevarán a cada actor social a vivir y actuar conforme las necesidades vitales de cada integrante del grupo.

Es notable que, en numerosas ocasiones, resulta sumamente costoso reconocer y valorar a una persona con discapacidad como a un par. Esto es efectiva y manifiestamente advertible cuando se trata de casos de equiparación de cargos o puestos de trabajo, donde muchas veces se somete al trabajador con discapacidad a injustificables instancias de examinación, como si por tener una limitación (parcial y atinente al déficit) tuviera que dar más razones para justificar su presencia en un lugar de trabajo, más allá de la propia idoneidad profesional y laboral. Esto aunque la limitación provocada por el déficit funcional o sensorial del que se trate no obstaculizaría ni disminuiría su desempeño en el puesto de trabajo para el cual eventualmente sería designado; y que, en todo caso y como única particularidad, requeriría la previsión de un "ajuste razonable" entendiendo por tal -al decir de la CDPCD- las modificaciones y/o adaptaciones necesarias y adecuadas que no impongan una carga desproporcionada o indebida, para garantizar a éstas el ejercicio y desarrollo del trabajo.

También, por otra parte, la despersonalización se manifiesta en la generalización de las características atribuidas a un tipo de discapacidad sobre todos los individuos afectados por ella. Se habla de "ustedes", cuando se refieren a una sola única e irrepetible persona con identidad propia e individual; aunque sea algún rasgo positivo y digno de ser destacado -a criterio de quien lo expresa-: es común oír “ustedes se mueven de una forma especial”, “ustedes tienen un sexto sentido”, “ustedes se ubican mejor que nosotros”, y frases semejantes, que no hacen más que enunciar una generalización impropia e inexacta como toda generalización; además de anular la identidad del individuo a quien se tiene delante. Apareciendo, una vez más, la demarcación de una diferencia de clase de personas.

Se engloba bajo el signo del estigma, por ejemplo a la persona con ceguera o a la persona con sordera, y no se individualiza a cada persona por su particularidad, sus diferencias de educación, de historia personal, de condiciones propias, es decir, se anula la personalidad de cada sujeto y en cambio se habla de los ciegos, los sordos, etc. Se cae-por lógica y natural consecuencia- aunque quien se refiere en esa despersonalizante manera no tenga la intención de provocarlo, en el consecuente sentimiento de la persona de experimentar su identidad deteriorada. 

Institucionalización del estigma [arriba] 

En la antigua Grecia se desterraba a aquellos que por la pérdida de su vista ya no eran útiles a la sociedad, qué pasa, entonces, cuando el deterioro toma niveles institucionales. Al punto que para tratar, abordar, estudiar o simplemente buscar algún tipo de camino para el desarrollo del individuo en sociedad, su proceso de educación y cualquier otra planificación de roles sociales o existenciales que la persona deba transitar en su vida, en particular nos referimos a personas con un déficit visual, se crean grupos, asociaciones, instituciones, especiales apartadas y segregadas de lo social y orgánicamente instituido. Y, como un claro signo del estigma que las constituye y las presentará ante los demás, llevan el nombre de tiflos, nombre de la isla a la que eran desterrados los no merecedores de ser ciudadanos griegos. Es así que nos encontramos con la Fundación Tiflos, con Tiflonexos, con Tifloencuentro, con tiflofamilias, cuando no directamente Organización Nacional de Ciegos, Unión Mundial de Ciegos, Federación de Ciegos, y similares. Denominaciones que, en todos los casos, nos hablan del grado de avance que se ha generado en el deterioro en la identidad de la persona, seguramente sin que se lo hubieran propuesto los fundadores de estos grupos.

Con la creación de estas asociaciones o grupos se desnaturaliza –toda vez que se aparta del conglomerado social orgánico– el abordaje de la realidad existencial, desde lo más cotidiano hasta lo más trascendental, de un colectivo de personas. Que luego bregarán por ser incluidas, aceptadas, en la sociedad de la que ellas mismas se excluyeron. No consideramos ni ponderamos en este trabajo –por no ser el objeto del mismo– la existencia y razón de ser de los movimientos asociativos y la importancia del “gueto” en el desarrollo de la personalidad, pero sí reflexionamos acerca de cuál será la razón que un prefijo –tiflos– que remite a la exclusión se utilice como concepto constitutivo y constituyente. Y en el caso de un adjetivo –ciego–, que debería hacer referencia a un accidente de cualquier sustantivo, concluye siendo la forma en que se denomina al sujeto padeciente de ese accidente, en lugar de ser el déficit que caracteriza parcialmente al individuo, es la forma en que se lo denomina: el ciego, la ciega. Biblioteca de ciegos, copistas para ciegos, deportes para ciegos, banda sinfónica de ciegos, coro polifónico de ciegos y demás menciones similares. 

Conclusión [arriba] 

Pretendimos en este trabajo plasmar algunas ideas y reflexiones que pudieran servir de disparador para un debate que creemos nos debemos todos como sociedad. Aunque suene extraño sostener tal afirmación a esta altura del desarrollo académico y legislativo.

Sería necio negar el progreso social y el trabajo de muchos agentes y actores sociales que bregan día tras día para el mejoramiento de la vida de las personas en situación de discapacidad. Quisimos aportar desde estas líneas para que ese progreso, el cotidiano trabajo de cada actor social desde su lugar de incidencia cotidiana, se enriquezca.

Es cierto que se puede hacer mucho desde diferentes proyectos sociales legislativos, pero insistimos con nuestra idea de que, por mucho que se haga o proponga, si se realizan sin oír o abrirse a considerar los requerimientos singulares, particulares e irremplazables de cada individuo, estaremos trabajando en la dirección errónea, al margen de la realidad cotidiana que se pretenda modificar y mejorar con cualquier acción que se proponga.

Ninguna de estas reflexiones agotan el tratamiento del tema simplemente nos propusimos poner en claro que una sociedad nunca tendrá una plena identidad si la identidad de quienes la componen -o están llamados a hacerlo- está deteriorada o mal formada.

 

Bibliografía [arriba] 

GOFFMAN, Erving, Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu, 2015.

NINO, Carlos, Un país al margen del la ley, Buenos Aires, Emecé, 1992.

HERNÁNDEZ, José, Martín Fierro, Buenos Aires, Eudeba, 2000.