JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:El derecho a la buena administración y el control de las facultades discrecionales
Autor:Maiorano, Jorge L.
País:
Argentina
Publicación:Revista Iustitia - Número 7 - Julio 2020
Fecha:22-07-2020 Cita:IJ-CMXVIII-919
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
La paradoja de la Administración Pública
Las potestades administrativas
El control de la discrecionalidad
Un nuevo horizonte: la buena administración
La buena administración y el control judicial
Notas

El derecho a la buena administración y el control de las facultades discrecionales

Dr. Jorge Luis Maiorano*

La paradoja de la Administración Pública [arriba] 

Se ha dicho que el Derecho Administrativo ha nacido de una conjunción casi mágica; así me lo han enseñado mis maestros. En mis clases de Derecho Administrativo enseño que son dos los presupuestos que determinaron el nacimiento de esta disciplina: la división de poderes y el Estado de Derecho, uno, presupuesto político; el otro, presupuesto jurídico. Sin esta conjunción no habría nacido el derecho administrativo. Con el perfil liberal y tutelar con que nació en Francia se fue perfilando de manera acentuada el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona. Por eso nadie puede negar que hoy que esta disciplina sea, fundamentalmente, un derecho de garantía. Pero esos presupuestos también son condicionantes ya que, si no hay división de poderes, no hay derechos individuales ni colectivos y si no hay Estado de Derecho, habrá Derecho de Estado. Esto último es la negación de un sistema jurídico garantista.

La Administración Pública es el complejo orgánico y funcional más condicionado normativamente: tanto el Poder Judicial como el Poder Legislativo solo están subordinados a la norma máxima, la Constitución; en cambio la AP está sujeta a la Constitución, a los Tratados Internacionales, a las Leyes y a los propios reglamentos administrativos que constituyen la fuente cuantitativamente más importante del derecho administrativo; es una actividad caracterizada por la sumisión al bloque de legalidad y por su función activadora de la Constitución. Una verdadera paradoja: es el complejo orgánico más sumiso y, a la vez, el más activo y con mayor protagonismo del cual depende la calidad de vida de las sociedades modernas. Esa tarea permanente se enfrenta ante los nuevos retos y desafíos que suponen un esfuerzo continuo para que la AP transite por la autopista del Derecho y no utilice caminos alternativos que conducen a la ilegalidad, arbitrariedad y responsabilidad del Estado. Una regla clásica que me enseñaron mis maestros reza así: “A mayor poder, mayor control mayor responsabilidad”, sin control, no hay responsabilidad y el funcionario abusa del poder otorgado.

El maestro García de Enterría dijo hace más de 50 años que la lucha contra las inmunidades del poder es siempre una tarea permanente para los juristas; el objetivo último es que el ejercicio del poder esté presidido (yo agregaría condicionado) por el Derecho y no que el Derecho sea la justificación del poder, pues si el Derecho se convierte en la envoltura del poder, estamos ante el gran fracaso del Derecho (1).

Las potestades administrativas [arriba] 

Una consecuencia del Estado de Derecho, que estuvo en el origen de nuestra disciplina y que nos permite calificar a un Estado como de Derecho o no, es el principio de legalidad en virtud del cual la AP debe actuar sujeta al bloque de la legalidad. Este principio se expresa en un mecanismo técnico específico; la legalidad la cual atribuye potestades a la Administración; es decir, confiere facultades de actuación, define sus límites, habilita a la Administración a ejercer poderes jurídicos. Sin una atribución legal, una autorización normativa que atribuya potestades, la Administración no puede actuar.

Las potestades, reflejo cualificado del poder, según Marienhoff, títulos de acción administrativa, según Luciano Parejo Alfonso o bien, instancia intermedia entre la función y la competencia en mi opinión, ofrece dos clases diversas: regladas y discrecionales:

a) la potestad reglada muestra que una norma jurídica prevé puntual y exhaustivamente todas y cada una de las condiciones de ejercicio de esa potestad; dicha norma es plena, integra y autosuficiente configurando la acción de tal modo que el agente administrativo solo debe ejecutar la norma. En el ejercicio de este tipo de potestad hay una única solución correcta que se deriva de la aplicación en dicho ejercicio de la técnica jurídica. Por ello tal ejercicio es susceptible de control judicial pleno en todos sus aspectos y sin reservas o limitación alguna;

b) la potestad discrecional, en cambio, muestra a una norma habilitante que define solo algunas de las condiciones de ejercicio de esa potestad, pero remite a la Administración el resto de las condiciones en cuanto al contenido concreto; es decir, la integración última del supuesto de hecho. Aquí, la Administración desarrolla una actividad volitiva y de valoración.

El control de la discrecionalidad [arriba] 

Schmidt-Assmann señala que “discrecionalidad no significa total libertad de elección”. La Administración no elige libremente una opción determinada, ya que como poder en todo momento dirigido por el Derecho, debe orientarse según los parámetros establecidos en la norma jurídica y en su mandato de actuación, ponderándolos autónomamente en el marco de la habilitación actuada; por consiguiente, la discrecionalidad encierra un mandato de actuación a la Administración enderezado a la consecución de racionalidad y estructurado a través de una serie de variados parámetros (2).

La discrecionalidad no es equivalente a indiferencia para el Derecho. Como no existe la potestad absolutamente discrecional que implicaría que cualquier agente pudiera tomar cualquier medida en cualquier circunstancia, hay necesariamente algunos aspectos reglados en todo acto dictado en ejercicio de potestad discrecional: así, en tanto se trate de elementos esenciales reglados, el Juez deberá establecer el grado de cumplimiento de los requerimientos normativos exigentes de una conducta administrativa predeterminada concretamente.

Esos requisitos normativos están previstos en nuestro País desde 1972 cuando fue sancionada la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos Nº 19.549; el artículo 7º prevé los requisitos esenciales del acto administrativo. Allí se enumeran la competencia, causa, objeto, procedimientos, motivación y finalidad; por su parte, el artículo 8º incluye la forma como recaudo esencial para que esa decisión administrativa adquiera eficacia a través de la publicidad mediante la notificación, si es de alcance particular y de la publicación, si es de alcance general.

Competencia (quién), causa (por qué), objeto (qué) forma (cómo) y fin (para qué), constituyen elementos esenciales del acto que, en caso de estar afectados por vicios graves excluyentes del elemento o de gravedad equivalente, se impondrá la nulidad absoluta del acto. Con este control, la elección discrecional no es examinada en sí misma. Se trata sólo de un juicio lógico jurídico de comparación entre la norma y los requisitos del acto en tanto aquélla determina, respecto de éste, regladamente, sus marcos competenciales.

La motivación, como elemento esencial del acto administrativo y que constituye la expresión de la causa, adquiere importancia en el caso de los actos dictados en ejercicio de facultades regladas ya que permite conocer los fundamentos del acto y su correcto encuadramiento, pero su estricta configuración es particularmente exigible cuando aquél es dictado en el marco de facultades discrecionales ya que éstas deben hallar en la motivación el cauce formal convincentemente demostrativo de la razonabilidad de su ejercicio. En la motivación de los actos discrecionales, la autoridad se justifica ante el administrado y se justifica también ante sí misma. Con acierto se ha sostenido que una administración democrática es de calidad cuando la motivación de los actos del poder es de calidad (3).

Con la causa, o antecedentes de hecho y de derecho que dan origen al acto, se configura la hipótesis más amplia de discrecionalidad normativa —en el supuesto de hecho y en el consecuente—; por ello debe ser construida, necesariamente, sobre la base de hechos, conductas o acontecimientos verificables objetivamente y susceptibles, por consiguiente, de pleno control judicial. Ello implica que si los hechos, conductas o acontecimientos previstos por la norma no existen el acto será, inevitablemente, inválido. No cabe, en este aspecto, elección discrecional: el mundo de los hechos no puede ser y no ser al mismo tiempo. En este terreno el control judicial debe ser también pleno imponiéndose, en su caso, la nulidad absoluta del acto.

Una cuestión singularmente controvertida que ha merecido desarrollos importantes en la doctrina italiana es la relativa a lo que se ha dado en llamar “discrecionalidad técnica”. En su momento, Marienhoff señaló la inexistencia de la denominada discrecionalidad técnica, pues, a su juicio, en tanto un acto deba basarse en informes científicos o técnicos incontrovertibles, él es, respecto de su contenido, reglado y no discrecional, porque las conclusiones de ese informe o dictamen configuran los hechos a considerar para la emisión del acto (4). Sin embargo, salvo los casos de conclusiones científicas o técnicas unívocas, y excluyentes de toda controversia, lo cierto es que no es descartable la existencia de va­rias soluciones, de entre las cuales la Admi­nistración debe elegir una, con criterio no técnico. En mi opinión, la necesidad de acudir a la ciencia o a la técnica para la emisión de un acto administrativo no excluye, necesariamente, la discrecionalidad.

Un nuevo horizonte: la buena administración [arriba] 

Una de las preocupaciones existentes en algunos estudios doctrinales de los últimos años sobre todo en el derecho español, es la de reivindicar el papel del Derecho en la gestión pública como una perspectiva necesaria, aunque no suficiente, de la misma. Se afirma que la perspectiva legal debería abandonar el acartonamiento de la doctrina que considera la discrecionalidad como el Caballo de Troya del Estado de Derecho y considerarla como una necesidad indisociable de la gestión pública en las sociedades modernas y una oportunidad para satisfacer con calidad los intereses generales (5).

Cassese en un interesante artículo publicado recientemente reflexiona sobre los nuevos caminos del Derecho Administrativo. En su opinión, “el derecho administrativo debe restablecer su lugar en el campo de las ciencias sociales”, con un planteamiento metodológico plural (legal, económico y político), aunque evitando el riesgo de un empirismo ciego, sin categoría jurídicas básicas (6).

Este enfoque de la doctrina administrativista más moderna muestra preocupación ante una actitud extendida entre algunos intérpretes del derecho administrativo que son reacios a mirar hacia fuera del ordenamiento jurídico para interpretar éste. También conecta con una reivindicación creciente del papel del derecho administrativo en la gestión pública, como instrumento habilitador de la calidad de ésta con el respeto de los derechos implicados en la misma.

Como señalare a continuación aquella lucha jurídica contra las inmunidades del poder va camino a desarrollarse en el campo de la búsqueda de la buena administración.

El principio de buena administración, que ha ido ganando espacio y fuerza en las últimas décadas, encuentra su opuesto de malaadministration como fundamento de la institucionalización de la figura del Ombudsman. Nacida en Suecia en 1809 y difundida sin cesar desde entonces en todo el mundo, la figura del Ombudsman, Defensor del Pueblo, Comisionado Parlamentario o denominación equivalente, estuvo asociada en sus orígenes y desarrollo hasta la segunda mitad del siglo pasado, al control de las disfuncionalidades administrativas o mala administración (Maiorano, 1999). Solo después de su incorporación al ordenamiento jurídico español en la Constitución de 1978, con el nombre de Defensor del Pueblo, resultó comprometida con una función adicional y de mayor alcance cual es la protección y tutela de los derechos fundamentales o humanos. Pero aun en países donde las asimetrías sociales son profundas y marcadas y su labor en defensa de las minorías o grupos vulnerables luce más visible, la misión de controlar el buen funcionamiento de la AP no se ha perdido. Por ello puede encontrarse una primigenia preocupación por alcanzar una “buena administración” ya en los comienzos del siglo XIX (7).

Cuando el Tratado de Maastricht de 1992 introdujo el concepto de ciudadanía europea y creó la institución del Defensor del Pueblo Europeo, se definió la “mala administración” (transcripción al castellano del término inglés “malaadministration”) como causa para presentación de reclamaciones de los ciudadanos comunitarios ante dicho organismo contra las actividades de las instituciones de la Comunidad Europea. A fin de facilitar el cumplimiento del mandato del Defensor del Pueblo Europeo, el Parlamento Europeo le requirió que definiera el concepto de “mala administración” y aquel, en su Informe Anual correspondiente al año 1996, señaló que: “la mala administración se produce cuando una entidad pública no actúa de acuerdo con una norma o principio vinculante para ella”.

La versión positiva de la “malaadministration” está de actualidad en el mundo jurídico europeo desde su introducción –como “derecho a una buena administración”— en el Art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea adoptada en Niza en diciembre de 2000. Dicho artículo reconoce la buena administración como el derecho de todas las personas a que se gestionen sus asuntos de forma imparcial y equitativa, dentro de un plazo razonable. También menciona ciertos elementos específicos, incluido el derecho de una persona a ser escuchada, a tener acceso a su expediente y la obligación de la Administración de justificar sus decisiones y responder a la correspondencia de los ciudadanos.

El Consejo de Europa ha sido activo en el ámbito del deber de buena administración. Así, la Recomendación CM/REC (2007) 7 del Comité de Ministros a los Estados Miembros sobre buena administración incluye varias sugerencias a los Estados Miembros para promoverla. Entre ellas, hay una sobre la adopción de los estándares establecidos en un código modelo que se acompaña como apéndice a la propia Recomendación.

También el derecho a la buena administración se encuentra incorporado en diversa normativa española. La Constitución Española de 1978 prevé implícitamente un auténtico deber jurídico de medios lo que se ha denominado, siguiendo la línea clásica de la legislación, jurisprudencia y doctrina más avanzadas, deber de buena administración. Este deber se explicita en las artes. 9.3 (principio de interdicción de la arbitrariedad), 31.2 (principios de economía y eficiencia) y 103.1 (principios de objetividad, coordinación y eficacia) y que afecta a todo desarrollo de la función administrativa.

Modernos Estatutos de Autonomía han recogido el derecho a una buena administración; lo encontramos en diversas leyes autonómicas: la Ley catalana N° 26 de 2010 (8); en Andalucía, la Ley N° 9 del 22 de octubre de 2007 también se refiere a los principios de buena administración (9). En el caso de Castilla y León, el derecho a una buena administración reconocido en su Estatuto es desarrollado por la ley de la Comunidad Autónoma de Castilla y León 2 del 11 de marzo de 2010, de Derechos de los Ciudadanos en sus relaciones con la Administración y de Gestión Pública, que tiene, según su Art. 1 “por objeto fundamental regular y desarrollar el derecho a una buena Administración reconocido en el artículo 12 del Estatuto de Autonomía de Castilla y León, en el marco del propio Estatuto de Autonomía y de la legislación básica del Estado”. Por su parte la Ley Balear N° 4 del 31 de marzo de 2011, lleva el expresivo título “de la buena administración y del buen gobierno”. En septiembre de 2009, el Sindic de Greuges (Ombudsman o Defensor del Pueblo) publicó un Código de Buenas Prácticas Administrativas.

La buena administración y el control judicial [arriba] 

Ya adelanté que la actuación discrecional no es indiferente para el Derecho puesto que el derecho puede y debe señalar que aquélla sea el resultado de un comportamiento sometido al cumplimiento de una serie de deberes jurídicos positivos (organizativos y procedimentales) con un determinado estándar de diligencia que debe ser respetado en garantía de la buena gestión pública (o de la buena administración, constituida ahora en derecho positivo en determinadas legislaciones).

¿Podría entonces el Poder Judicial controlar que el ejercicio de facultades discrecionales se desarrolle de conformidad con los deberes de comportamientos constitucionales y legales si ellas atentan contra la buena administración? Entiendo que la respuesta es afirmativa y ello debería conducir a un replanteamiento epistemológico del derecho administrativo cuando éste se aplica en el siglo de la “buena administración”.

En esa línea no debiera bastar ya con que la actuación pública no sea arbitraria; es posible exigir además que respete el derecho a una buena administración que posibilite la calidad de la gestión. La calidad se refiere no sólo a los resultados sino también a las relaciones entre los distintos niveles de gobierno con las organizaciones empresariales y la sociedad civil y, por lo tanto, se da la mano con la idea de lo que se denomina “buena gobernanza”.

Estos conceptos de “buen gobierno”, “gobernanza” y “buena administración” vienen utilizándose con frecuencia en sociedades más avanzadas desde hace varias décadas, siempre vinculados a los sucesivos intentos de modernización administrativa. Por lo que se refiere a la “gobernanza” (traducción al castellano del término inglés governance) son numerosos los estudios que se han realizado (en particular desde el campo de la Ciencia de la Administración) hasta el punto de pretender conformar un nuevo paradigma sobre la manera de gobernar en el actual horizonte de la globalización, ante los profundos cambios y complejidad crecientes experimentados en la sociedad. La nueva manera de gobernar se debe caracterizar por un modo más cooperativo y consensuado en las relaciones entre la AP y los diversos actores sociales que contribuya a la legitimidad democrática de los Gobiernos.

La “buena gobernanza” está orientada por los principios de participación, transparencia, rendición de cuentas (accountability), eficacia y coherencia. Resulta esencial para este paradigma la existencia de “redes de actores” sobre los que la gobernanza se proyecta con el conjunto de normas, principios y valores que pautan la interacción entre los actores que intervienen en desarrollo de una determinada política pública. Como señala Rodríguez Arana

“la buena administración, el buen gobierno, aspira a colocar en el centro del sistema a la persona y sus derechos fundamentales. Desde este punto de vista, es más sencillo llegar a acuerdos unos con otros porque se trata de hacer políticas de compromiso real con las condiciones de vida de los ciudadanos, no tanto hacer políticas para el ascenso en la carrera partidaria” (10).

La jurisprudencia europea ha acompañado este proceso; así, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) mantiene una continua invocación al principio de buena gobernanza como instrumento jurídico para limitar la discrecionalidad de las autoridades de los Países Miembros del Convenio de 1950.

De las decisiones “Cazja contra Polonia, 2 de octubre de 2012; Rysovskyy contra Ucrania” 20 de octubre de 2011 y “Öneryildiz contra Turquía, 30 de noviembre de 2004, se deduce que aunque el ejercicio de la discrecionalidad administrativa incluya una multitud de factores locales inherentes en la elección, implementación de políticas públicas (como por ejemplo, las urbanísticas) y en las medidas que resulten, ello no significa que las autoridades puedan legítimamente apoyarse sólo en su margen de apreciación, el cual de ningún modo les dispensa de su deber de actuar conforme al principio de buena gobernanza, que impone un actividad pública que debe ser : 1. ágil y rápida y en debido momento (promptly, speedily, in good time) desarrollada de una manera apropiada y sobre todo consistente, especialmente cuando afecta a derechos humanos fundamentales, incluyendo el derecho de propiedad; 2. llevada a cabo con sumo cuidado, en particular cuando se trata de materia de vital importancia para los individuos, como beneficios sociales y otros derechos parecidos; 3. mediante el desarrollo de procedimientos internos que permitan la transparencia y la claridad de las operaciones, minimicen el riesgo de errores y promuevan la seguridad jurídica en las transacciones entre particulares afectando intereses relativos a la propiedad; 4. correctora de errores cometidos con el pago, en su caso, de una adecuada compensación y otro tipo de reparación apropiada para el ciudadano afectado por los mismos.

La “buena administración” constituye entonces un verdadero “principio rector” de las Administraciones Publicas que ha calado en la legislación y la jurisprudencia de países más desarrollados como expresión aglutinante de su buen funcionamiento, no solo desde una perspectiva interna en su faz organizativa y funcional sino también –y en particular— desde el punto de vista de sus relaciones con los ciudadanos; este principio rector se ha positivizado en el derecho comparado en una serie de mandatos y directrices para las Administraciones Publicas generando incluso verdaderos derechos subjetivos y colectivos de los ciudadanos con concretas garantías para su salvaguardia.

Aquí traigo a colación un lema que promoví durante la gestión fundacional que llevé a cabo como Defensor del Pueblo (1994-1999); en todos los ámbitos de la Institución lucía un cartel que indicaba: “Aquí no tratamos con expedientes sino con seres humanos”. Si bien el Defensor del Pueblo es una institución con “alma” por la propia índole de sus funciones, sería deseable que todas las actuaciones públicas también tuvieran en cuenta esta reflexión. Siempre detrás de un expediente administrativo hay un ser humano a quien una decisión administrativa puede impactar decididamente en su vida, tanto si es adoptada en ejercicio de una potestad reglada como discrecional. Dicho de otro modo, el comportamiento de los funcionarios en su trato diario con los ciudadanos afecta profundamente a la cultura administrativa, por medio de la cual las autoridades que representan al Estado se relacionan y se comprometen con la sociedad.

El derecho a una buena administración, al imponer obligaciones jurídicas en el núcleo del ejercicio de la discrecionalidad, actúa como límite más allá de la mera arbitrariedad y se constituye, además, en una guía para las autoridades administrativas en la toma de sus decisiones.

De esta forma el derecho administrativo trasciende la visión meramente positiva y se compromete con la calidad de la gestión administrativa asumiendo así un papel propio en la promoción de ésta expresada en normas jurídicas que garantizan el desarrollo de una buena administración.

He aquí, en mi opinión, uno de los retos del derecho administrativo (y de los administrativistas nacionales) del Siglo XXI: seguir siendo útil y valioso, manteniendo su esencia y rigurosidad e introduciendo la flexibilidad necesaria para avanzar hacia conceptos que en Europa ya son moneda corriente, como el de la buena administración, que contribuirá decididamente a un mayor control de la discrecionalidad administrativa.

Así las cosas, la concepción de la discrecionalidad identificada con la falta de norma determinante y que acarrea la disvaliosa consecuencia del limitado o nulo control judicial, pronto pasará a constituir una página más en la fecunda historia del derecho administrativo.

 

 

Notas [arriba] 
 
* Dr. Jorge Luis Maiorano. Profesor Emerito (USAL). Profesor Ttitular de Derecho Administrativo (UB). Profesor de Posgrado (UBA). Defensor del Pueblo de la Nacion (m.c). Defensor del Asegurado. www.jorgeluismaiorano.com
 
(1) Eduardo García de Enterría, 1962, La lucha contra las inmunidades del Poder en el Derecho Administrativo: RAP, 38,159-205. 
(2) Eberhard Schmidt-Assmann, 2003, Teoría general del derecho administrativo como sistema, Marcial Pons, Madrid pág. 221.
(3) Bernard Schwartz Administrative Law 3ª edition; Little Brown and Company, Boston, Toronto, Londres, 1991, pág. 652.
(4) Marienhoff, Miguel Santiago, Tratado de Derecho Administrativo; tomo II; cuarta edición, 1993, pág.425 y ss..
(5) En este sentido, aunque referidas al Derecho Alemán, son elocuentes las palabras de HUBER considerando a la discrecionalidad administrativa “caballo de Troya del derecho administrativo del Estado de Derecho”, citadas por Bullinger, M. 1987. “La discrecionalidad de la Administración. Evolución y funciones, control judicial”, La Ley, año VIII, 1831, 899.
(6) Sabino Cassese., 2009, “Il diritto a la buona admministrazione”, European Review of Public Law, 21, 3, otoño, 1037 y ss.
(7) Jorge Luis Maiorano: El Ombudsman: Defensor del Pueblo y de las Instituciones republicanas, 4 tomos, tomo I, págs. 7 i ss., Buenos Aires, 1999.
(8) Artículo 22: El derecho a que la actuación administrativa sea proporcional a la finalidad perseguida.1. El derecho a participar en la toma de decisiones y, especialmente, el derecho de audiencia y el derecho a presentar alegaciones en cualquier fase del procedimiento administrativo, de acuerdo con lo establecido por la normativa de aplicación; 2. El derecho a que las decisiones de las administraciones públicas estén motivadas, en los supuestos establecidos legalmente, con una sucinta referencia a los hechos y a los fundamentos jurídicos, con la identificación de las normas de aplicación y con la indicación del régimen de recursos que proceda; 3. El derecho a obtener una resolución expresa y a que se les notifique dentro del plazo legalmente establecido; 4. El derecho a no aportar los datos o los documentos que ya se encuentren en poder de las administraciones públicas o de los cuales estas puedan disponer; 5. El derecho a conocer en cualquier momento el estado de tramitación de los procedimientos en los que son personas interesadas; 6. Las administraciones públicas de Cataluña deben fomentar la participación ciudadana en las actuaciones administrativas de su competencia, a fin de recoger las propuestas, sugerencias e iniciativas de la ciudadanía, mediante un proceso previo de información y debate.
(9) En su artículo 5 prescribe: “Principio de buena administración: En su relación con la ciudadanía, la Administración de la Junta de Andalucía actúa de acuerdo con el principio de buena administración, que comprende el derecho de la ciudadanía a: 1.Que los actos de la Administración sean proporcionados a sus fines; 2.Que se traten sus asuntos de manera equitativa, imparcial y objetiva; 3. Participar en las decisiones que le afecten, de acuerdo con el procedimiento establecido; 4. Que sus asuntos sean resueltos en un plazo razonable, siguiendo el principio de proximidad a la ciudadanía; 5. Participar en los asuntos públicos; 6. Acceder a la documentación e información de la Administración de la Junta de Andalucía en los términos establecidos en esta Ley y en la normativa que le sea de aplicación; 7. Obtener información veraz; 8. Acceder a los archivos y registros de la Administración de la Junta de Andalucía, cualquiera que sea su soporte, con las excepciones que la ley establezca.
(10) Jaime Rodríguez-Arana Muñoz, El buen Gobierno y la buena Administración de las Instituciones Públicas, Thompson – Aranzadi Cizur Menor, 2006 pág. 34.