JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Diez Ejemplos de Desaciertos e Ilegalidades en la Resolución (IGJ) 7/2005
Autor:Manóvil, Rafael M.
País:
Argentina
Publicación:Revista Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires
Fecha:12-12-2005 Cita:IJ-XXV-921
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I. Introducción
II. Críticas en particular
1. El art. 54, II, 2, sobre la capacidad para ser socio
2. El art. 55, la pluripersonalidad y la excepción
3. El art. 60 y la denominación de sociedades de grupo
4. El art. 63 y el título de doctor
5. El art. 66 y el objeto único
6. Los arts. 66 y 67 y la relación objeto-capital
7. El art. 78 y la garantía de los administradores
8. El art. 78 y la dictadura de la IGJ en cuanto al pago de dividendos
9. El art. 93 y la identificación societaria
10. El art. 98 y la obligatoria capitalización previa del patrimonio neto

Diez Ejemplos de Desaciertos e Ilegalidades en la Resolución (IGJ) 7/2005

Rafael Mariano Manóvil


I. Introducción [arriba] 


Hace algo más de dos años la Inspección General de Justicia comenzó a producir un arsenal de Resoluciones Generales y de criterios particulares que, ciertamente, revolucionó a las entidades bajo su control (sociedades por acciones, fundaciones, asociaciones civiles) o que requerían inscripción en el Registro Público de Comercio, y modificaron el derecho de fondo aplicable de modo inesperado y ciertamente inconsulto. Aún reconociendo que en algunos aspectos se procuró avanzar en soluciones a problemas reales, lo cierto es que la mayoría de ellas fueron objeto de severas críticas por haberse dictado en exceso de la competencia de la IGJ, por ser modificatorias de las leyes de fondo (no sólo la Ley de Sociedades Comerciales, sino incluso del Código Civil), por su falta de realismo, por responder exclusivamente a la ideología jurídica del titular del organismo, por avanzar sobre derechos adquiridos, por dejar espacio excesivo a la discrecionalidad del poder público, y también por ser demostrativas de una agresividad sin precedentes en el trato con la comunidad en cuanto aparecieran disidencias o quejas contra sus criterios. Particularmente en el mundo de los societaristas se produjo una tajante división entre quienes criticaron la actuación del organismo en uno, varios o todos sus aspectos, y quienes, tal vez por solidaridad, básicamente la apoyaron. No puedo sino decir que las diferencias de criterio, el debate y el diálogo acerca de ideas y soluciones es siempre bienvenido y seguramente en el plano del derecho y de su interpretación sirve para su progreso, desarrollo y perfeccionamiento. Sin embargo, la queja de muchos de quienes hemos ejercido la crítica, es que casi siempre la argumentación jurídica desplegada en trabajos, encuentros y aún en expedientes, no encontró respuesta del mismo tipo, sino invocaciones, a veces dogmáticas en el plano de los valores, en todo caso de naturaleza más bien social y sociológica, lo cual creo inapropiado cuando se discute sobre la aplicación del derecho vigente.

La sanción en Agosto de este año de la Resolución General Nº 7/05, que reemplaza a la antigua Nº 6/80 dictada en tiempos del malogrado Fernando Legón, cristaliza esa copiosa producción de los dos últimos años, agregando algunas novedades. Cuando llegue su fecha de entrada en vigencia se habrá designado ya al reemplazante del ahora renunciante conductor del organismo. La mejor esperanza que puede albergarse es que el sucesor encare la problemática con moderación y, antes de su puesta en vigencia, rectifique con apego al derecho y con criterio de realidad los aspectos más conflictivos y discutibles que contiene el nuevo cuerpo reglamentario.

Esta brevísima contribución apunta a señalar sólo algunos de los que entiendo son desaciertos e ilegalidades que contiene su vastísimo articulado, no necesariamente todos de igual importancia. Dejaré de lado muchos otros, como los criterios generales y el alcance de la reglamentación, así como, en particular, lo que concierne a las sociedades constituidas en el extranjero, temática sobre la cual ya he escrito y disertado en otras oportunidades.



II. Críticas en particular [arriba] 



1. El art. 54, II, 2, sobre la capacidad para ser socio [arriba] 


En esta norma se exige que las personas jurídicas no societarias deben justificar su capacidad para constituir sociedad comercial. Ello implica apartarse de la regla general del derecho conforme a la cual todo sujeto de derecho tiene plena capacidad jurídica para realizar cualquier clase de actos, excepto que la ley la restrinja en forma expresa. Peor aún, a continuación la norma crea una incapacidad de derecho no prevista en la ley, al establecer que no se admite que una fundación o asociación civil participe en la constitución de sociedad. La incapacidad también se aplica a entidades de este tipo constituidas en el extranjero.

No sólo constituye esto una ilegítima modificación del Código Civil, sino también el desconocimiento de las características esenciales de fundaciones y asociaciones civiles. La causa de estas entidades está dirigida a finalidades de bien común y, por tanto, los medios materiales que obtenga deberán dedicarse a ellas. Mas esos medios pueden derivar de la realización de actividades que produzcan ingresos y, por cierto, de la participación en sociedades que se los brinden. La diferencia de naturaleza no está, entonces, en que carezcan de capacidad, sino en que mientras en la sociedad comercial la causa fin consiste en la obtención de un lucro a repartir entre los socios, los miembros de fundaciones y asociaciones civiles, no pueden apropiarse del producido, a cualquier título que ello fuere.

Se ignora de este modo que en el derecho y en la economía de países avanzados, los clásicos capitanes de industria de otrora han dejado participaciones de control de las empresas que forjaron a fundaciones con propósitos benéficos de variado tipo, que se alimentan, precisamente, de las utilidades que obtienen de aquéllas.


2. El art. 55, la pluripersonalidad y la excepción [arriba] 

Esta norma, receptando criterios aplicados en la práctica respecto de diversas sociedades en particular, establece para el organismo la facultad discrecional de juzgar si en cada uno de ellas la pluralidad de socios en la constitución de una sociedad es aparente o real. Se ha dicho ya muchas veces que tal juicio de valor, que se quiere hacer girar únicamente alrededor de la importancia de los aportes, excede del marco de competencia de un organismo de la administración pública, y debe estar sólo reservado a la resolución judicial, en el caso concreto, y a los efectos que en él se debatan. La solución para el supuesto de que una parte interesada demuestre que la pluralidad de socios es puramente formal, o sea, que se trata de una pluralidad simulada, es la aplicación de la doctrina del disregard of legal entity, o sea, en nuestro derecho positivo, del instituto de la inoponibilidad de la personalidad jurídica societaria (LSC, art. 54, tercer párrafo) y ello exclusivamente a en cuanto en particular le concierne.

La admisión de la sociedad unipersonal es una necesidad de la realidad económico-empresaria del mundo actual. Así lo demuestra la imposición de su aceptación en el marco de la Comunidad Europea y su pacífica utilización tanto en los países de derecho anglosajón como en muchos otros de cultura continental. En nuestro país los seis últimos proyectos en materia societaria (proyectos de Código Civil unificado y de reformas a la LSC) la han incorporado sin hesitación.
 Mas en cualquier caso, aún cuando quiera aferrarse a la ortodoxia jurídica decimonónica de la unidad del patrimonio u otros principios en detrimento de las necesidades del tráfico, no debe perderse de vista en este punto que la justificación para la exigencia de pluralidad deviene de datos que, como el carácter contractual de la sociedad, hacen a la esencia de ella como figura jurídica. Si la posición es que una sociedad no puede existir si no es con dos o más socios, la razón de ello se halla exclusivamente en su carácter de tal, no en su objeto, su actividad, su historia, o la naturaleza de la(s) persona(s) de su socio(s).

Esto demuestra que para que el criterio que se pretende imponer a este respecto sea un criterio serio, debería aplicarse en todos los supuestos, sin ninguna excepción. Mas la Resolución en comentario admite excepciones que son infundadas e incongruentes, lo que le quita seriedad y, por supuesto, legalidad. Si las excepciones deben ser admitidas es porque la realidad las impone, y si la realidad las impone es porque la exigencia de pluralidad de socios ya no condice con las necesidades del tráfico de la época. La condición de categoría histórica del derecho mercantil, impone su derogación y, en todo caso, la tolerancia ante su elusión hasta que sean derogadas, nunca el agravamiento en las condiciones de su aplicación.

Seguramente como consecuencia de defensas hechas en algún expediente, en que se habrá ejemplificado con supuestos en que la unipersonalidad substancial de una sociedad es ineludible, en lugar de aceptar la importancia de ese tipo de razones jurídicas, la Resolución 7/05 trata de convertirlas en excepciones. Así, el último párrafo del art. 55 dispone que la exigencia de que trata la norma no se aplica si la sociedad que se constituye debe someterse a normas especiales que imponen o permiten participaciones cuasiintegrales. Por cierto, las normas a que se refiere no están definidas, y no serán necesariamente normas establecidas en una ley formal con aptitud modificatoria de la Ley de Sociedades, sino las más de las veces disposiciones de muy inferior jerarquía en la pirámide jurídica. Así, por ejemplo, resoluciones por las que alguna entidad llama a una licitación pública e impone al adjudicatario la constitución de una sociedad con objeto único, o resoluciones del Banco Central en lo referido a las actividades complementarias para las que un Banco debe constituir una entidad separada (administradoras de fondos de pensión o de fondos de inversión, sociedades de bolsa, etc.). ¿Hace falta mucha argumentación para demostrar que, si lo que está en juego es la esencia de la sociedad como instrumento jurídico, o sea, si se trata de la incompatibilidad conceptual de la sociedad con la existencia de un socio único, tal excepción es una contradicción en sí misma?

Esto determinará por vía elíptica que también el Estado esté exento, como socio, de cumplir con la pluralidad de socios, ya que sus sociedades unipersonales serán creadas por una norma especial, en los términos del último párrafo del art. 55. Recuérdese el jurídicamente escandaloso caso de Correo Oficial de la República Argentina SA, sociedad anónima privada creada por Decreto 721/04, que el organismo no tuvo ningún reparo para inscribir, pese a que los dos supuestos socios eran el Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios (99 %) y el Ministerio de Economía (1 %), o sea, únicamente, el Poder Ejecutivo, ya que los Ministerios carecen de personalidad jurídica alguna.

Es bien claro que este tratamiento disímil afecta, además, el principio de igualdad ante la ley garantizado por el art. 16 de la Constitución Nacional.


3. El art. 60 y la denominación de sociedades de grupo [arriba] 

La norma admite excepción al principio de inconfundibilidad de la denominación entre las sociedades para el supuesto de que pertenezcan todas ellas al mismo grupo. Aunque en doctrina se han vertido ríos de tinta sobre el punto, lo cierto es que nuestro derecho positivo no conoce una definición de qué es realmente un grupo de sociedades. La cuestión admite debate y no tiene mayor importancia mientras una norma jurídica concreta no atribuya efectos particulares a esa calificación. Ciertamente, la pertenencia a un grupo de sociedades no genera en nuestro derecho ninguna clase de responsabilidad, mientras la conducta de quien esté en posición dominante no sea dañosa para la sociedad controlada. Es el principio expresamente consagrado en el art. 172 de la Ley de Concursos y quiebras.

La sorpresiva e innecesaria aparición de este concepto en una norma de cuarta jerarquía constitucional puede producir inquietud, no tanto por el uso de la palabra en sí, sino porque se produce una suerte de institucionalización del grupo con derivaciones impredecibles. Hubiera bastado que se estableciera que en caso de utilización de un núcleo central común en la denominación social de sociedades entre las cuales existe algún vínculo de participación directa o indirecta, la sociedad preexistente autorice la utilización de ese núcleo.

Más en lugar de eso, se exige la conformidad de todas las sociedades que integran el grupo. Además del engorro a que puede dar lugar la provisión de conformidades hasta de sociedades locales, todas controladas por la misma controlante, cabe preguntarse si en el supuesto de una sociedad multinacional, será preciso que se traiga la conformidad de las centenares de sociedades dispersas a lo largo y ancho del mundo.

Más grave aún: la condición para que esta excepción sea admitida por el organismo, es que todas sean sociedades del mismo grupo. ¿Cómo se demostrará la pertenencia al grupo? ¿Qué es un grupo a estos efectos? ¿Hasta dónde alcanza en las relaciones de dominio? ¿Será suficiente un control interno de hecho, o será exigido el control interno de derecho? ¿Qué pasará cuando el control es plural, o sea, compartido por quien autoriza el uso de la denominación, con terceros ajenos?

Salvo en los únicos cinco países en que se admiten los llamados grupos de derecho (Alemania, Brasil y Portugal, los primeros de entre ellos) en el derecho comparado no se ha resuelto la problemática del comienzo y de la extinción de la pertenencia al grupo porque los límites de tales hechos son demasiado difusos. Sin embargo, el art. 60 exige, sin norma legal que lo respalde, que

(i) las sociedades involucradas reconozcan y prueben la existencia del grupo;

(ii) se publique la constancia de que la sociedad pertenece al grupo y cuáles fueron las otras sociedades del grupo que prestaron su conformidad con el uso de la denominación; y

(iii) se incluya en el instrumento constitutivo (¿será el estatuto?) “la obligación de modificar la denominación si la sociedad deja de pertenecer al grupo” (¿obligación de quién, exigible por quién?).

Sólo la errada idea de que una relación de control es equivalente a un grupo de sociedades, y que el grupo de sociedades o el control por sí mismos engendran responsabilidades distintas a las del derecho común, societario y no societario, puede explicar el dictado de este tipo de disposiciones. Esto se puede comprender únicamente en el marco de una posición ideológica que no es la del derecho vigente, amén de pasar por alto que se trata de un avance para el cual un organismo como la IGJ carece de competencia en razón del grado.


4. El art. 63 y el título de doctor [arriba] 

El tema es muy menor, por cierto. Pero esta norma prohíbe incluir en la denominación de las sociedades toda referencia a títulos profesionales. Si bien es razonable impedir que, excepto en sociedades de profesionales, a partir de la denominación de una sociedad se pueda dar lugar a creer que la empresa societaria desarrollará una actividad profesional que requiere habilitación, cabrá preguntarse si una denominación subjetiva que incluya el título de doctor o de profesor será también objetable.


5. El art. 66 y el objeto único [arriba] 

La norma impone a las sociedades un objeto único. La exigencia contraría claramente las disposiciones de la Ley de Sociedades, que sólo establece que el objeto debe ser preciso y determinado. La unanimidad de la doctrina societaria más caracterizada ha explicado que la norma legal (art. 11, inc. 3, LSC) no implica exigir un objeto único, sino la descripción precisa del objeto o de los plurales objetos elegidos para la sociedad. El único límite mencionado por esa doctrina es que no se distorsione la exigencia legal por una enumeración excesivamente amplia que, en la práctica, lleve a la indeterminación del objeto.

Excepto en sociedades reglamentadas por su objeto, respecto de las cuales, por razones de interés público vinculadas con su actividad, normas especiales exigen un objeto único (v.gr., entidades financieras, compañías de seguros, concesionarias de servicios públicos, etc.), en el derecho moderno la limitación del objeto social está establecida en exclusivo interés de los propios socios, como protección para que el patrimonio social no sea arriesgado en actividades que realmente no fueron consentidas. Antiguamente la limitación estricta del objeto social y la doctrina del ultra vires estuvieron vinculadas con el sistema de constitución de sociedades por acciones como concesión, caso por caso, del Estado. Éste concedía la constitución de una sociedad estrictamente para realizar una actividad determinada y se guardaba para sí el derecho a otorgar otras concesiones para cualquier actividad que no fuera esa. Superada ya la época en que regía ese sistema, superada también la era de la necesaria autorización del Estado para constituir ese tipo de sociedades por la introducción del sistema normativo vigente en la República Argentina desde 1972, tal ingerencia del Estado no halla justificativo alguno más allá de la tutela del socio.

Todo ello hace evidente la ilegalidad y consecuente inconstitucionalidad de la restricción establecida en el art. 66. Tal ilegalidad no se amengua por el segundo párrafo de esta norma, que admite otras actividades únicamente si las mismas son conexas, accesorias y/o complementarias.

Con ello se impide, por ejemplo, que una sociedad que posea, v.gr., un negocio de venta de automotores, sea también propietaria de un campo y su explotación agropecuaria. La obsesiva prédica del organismo contra la limitación de la responsabilidad entra aquí en crisis: si dos personas quieren asociarse para realizar esas dos actividades, deberán constituir dos sociedades separadas, con la consecuencia inevitable de que los acreedores tendrán un respaldo patrimonial disminuido, no ya por maniobras de los socios, sino porque se la impone la IGJ. Es la consecuencia inevitable de que ésta quiera separar lo que los socios quisieran tener unido.


6. Los arts. 66 y 67 y la relación objeto-capital [arriba] 

El último párrafo del art. 66 establece que el conjunto de las actividades descriptas debe guardar razonable relación con el capital social, y el art. 67 que el organismo exigirá una cifra de capital superior si advierte que, en virtud de la naturaleza, características o pluralidad de actividades comprendidas en el objeto social, el capital resulta manifiestamente insuficiente.

Con estas normas quiere incursionarse en la llamada doctrina de la subcapitalización de las sociedades con limitación de responsabilidad, elaborada especialmente en el derecho norteamericano, mas con claro y notorio desvío respecto de la oportunidad y la sede del control pertinente. Mientras que siempre que se ha escrito sobre el tema, tanto en el derecho nacional como en el extranjero, se ha hecho referencia a la responsabilidad de los socios por la subcapitalización en caso de insolvencia de la sociedad, es decir, control ex post realizado en sede judicial, las disposiciones que aquí critico pretenden someter a la aprobación previa de un burócrata que carece de formación para juzgar, respecto de todas las múltiples actividades que se propondrán realizar las entidades que se constituyen, si el capital propio destinado a realizarla le parece adecuado o no. ¿Pretende acaso la Resolución que los socios sometan al análisis del organismo el plan de negocios de la sociedad? ¿Quiere obligar a que se revelen lo que pueden ser los secretos más reservados de lo que planifica la sociedad de un modo que, por incorporarse a un expediente público, pueda aprovechar a todos sus competidores? Si se constituye una sociedad para construir una planta productora de energía nuclear con un capital de cien millones de pesos, ¿la IGJ lo aceptará, o se pondrá a calcular que para tal construcción tal vez hagan falta mil millones de pesos, o cinco mil millones, y rechazará la inscripción?

Con esta disposición, como con muchas otras, el organismo logra, únicamente, ahogar la iniciativa privada, o hacer necesario que la actividad empresaria obtenga una remuneración tan elevada que incidirá directamente en la tasa de productividad del país. ¿Cómo se atreve la IGJ a juzgar la proporción de capital propio frente a las posibilidades de financiación por terceros a que pueda tener acceso la sociedad? ¿Cómo es posible que no se quiera entender que las necesidades de capital para ir encarando las actividades que se proponga la sociedad podrán irse presentando en momentos futuros y no en el primer instante de constitución de la sociedad?.


7. El art. 78 y la garantía de los administradores [arriba] 

Esta materia no es más que la cristalización de resoluciones anteriores. Sólo diré brevemente que carece de facultades el organismo para establecer un monto de garantía y que, mientras el monto es excesivo para pequeñas sociedades, es francamente risible para sociedades de alguna relevancia. Además, ninguna atribución tiene un organismo administrativo (cualquiera fuere) para fijar un plazo adicional al del desempeño del administrador social durante el cual deba mantenerse esa garantía. Lo lógico es que, a más tardar luego de aprobada la gestión, la garantía deba devolverse. Ese plazo de tres años es el que el organismo presume que sería el de prescripción de las acciones de responsabilidad contra los administradores. Empero, es bien conocida la anarquía que reina sobre en materia de esta prescripción: desde dos años por considerar que la responsabilidad es extracontractual, hasta diez años por considerar que es contractual, pasando por tres años porque derivaría del contrato de sociedad. Cada una de esas variantes agrega diferentes opiniones en cuanto al comienzo del cómputo del plazo: desde el hecho dañoso, desde que el hecho dañoso fue conocido, desde que la asamblea trató la responsabilidad, desde que se decretó la quiebra de la sociedad, etc. etc. Nadie más que un tribunal, en decisión judicial ad hoc, puede establecer la prescripción de una acción. Sin embargo, en la norma que critico el organismo se autoatribuye la facultad de cristalizar un solo criterio, al presuponer que la prescripción es la que a ella le ha parecido la más adecuada.

En forma también dogmática y sin que exista prohibición legal alguna, la norma prohíbe que la garantía sea dada en fondos en efectivo que ingresen a la caja de la sociedad. No sólo bajo el imperio de la Ley de Sociedades, sino ya anteriormente bajo el régimen del Código de Comercio de 1889, era aceptado pacíficamente que la garantía fuera depositada en efectivo, asumiendo la naturaleza de una prenda irregular sobre esos fondos.

El colmo de las inequidades y violaciones al principio de igualdad entre los habitantes del país, puede leerse en el último párrafo de la norma, que establece que esas garantías que son obligatorias para todo director elegido por accionistas privados no se aplican a los administradores que ejerzan la representación del Estado (nacional, provincial o municipal) o de cualquiera de sus dependencias o reparticiones, empresas o entidades de cualquier clase, centralizadas o descentralizadas, en sociedades en que participen.

Los seres humanos parecen ser distintos para quien redactó esta Resolución: basta que unos sean tocados por la varita mágica del Estado (Estado sobre la pérdida de cuya ética en los últimos años no es del caso profundizar aquí), aunque no sean siquiera funcionarios públicos, para que esas personas sean consideradas como de jerarquía superior a las otras que, ajenas a la posibilidad de acceder a sinecuras regaladas por el erario público, deberán incurrir en la onerosa constitución de arbitrarias garantías. ¿El riesgo para quien esté expuesto al daño que puede causar un administrador social, es acaso diferente según que lo haya designado el Estado o un privado?.

Este ejemplo, tal vez calificable de infantil hasta en el modo en que está redactado, demuestra que no hay criterio técnico-jurídico alguno que sustente la exigencia, sino simple y sencillo acomodamiento a ideas personales y a mandas desde el poder, que debe haber reaccionado, en lo que a él concierne, cuando estas disposiciones se dieron a conocer por primera vez.

A lo cual cabe agregar todavía que, eximir de prestar garantía a estos directores y administradores designados por el Estado es, ello sí, claramente derogatorio de la ley que, guste o no guste, establece expresamente que todos los directores de sociedades anónimas, deben prestarla (LSC, art. 256).


8. El art. 78 y la dictadura de la IGJ en cuanto al pago de dividendos [arriba] 

En materia en que no está comprometido interés público alguno, esta disposición altera arbitrariamente lo que ha sido práctica pacíficamente aceptada. Hasta hoy, el estatuto puede disponer el plazo de pago de los dividendos luego de aprobado por la asamblea; en caso de silencio puede fijarlo la asamblea, la cual también puede delegarlo en el directorio. A falta de todo plazo, como cualquier obligación sin plazo, corresponderá al juez fijarlo. También se aceptó pacíficamente lo dispuesto en el art. 27 de la todavía vigente Resolución 6/80, en cuanto a que el plazo de pago del dividendo votado no debía exceder el año.

El nuevo art. 78 que se nos impone pretende ahora que el plazo de pago “debe surgir del estatuto o contrato social” y, en este caso, la previsión contractual no puede exceder del ejercicio en que los dividendos fueron aprobados. La imaginación de quien haya redactado esta norma, seguramente inspirado en alguna experiencia práctica que le tocó vivir, llega al detallismo de prever que el estatuto o contrato puede prever el pago del dividendo en cuotas periódicas, siempre que no excedan del plazo máximo indicado y que se les reconozcan intereses. Mas si no hay previsión:

(i) la asamblea podrá fijar el plazo, pero entonces no podrá exceder de los 30 días de la clausura de la asamblea;

(ii) no está prevista la delegación en el directorio para que aprecie el momento en que financieramente la sociedad está en condiciones de efectuar el pago;

(iii) si no hay previsión asamblearia, arrogándose funciones de codificador del derecho de fondo, el organismo crea derechos, obligaciones y moras legales al imponer que el vencimiento del pago de los dividendos ocurrirá el “día siguiente de clausurada la asamblea o reunión que aprobó su distribución”.

Estas draconianas disposiciones parten de la errónea concepción de que debe legislarse a partir de la presunción de que todos los particulares son fraudulentos hasta que prueben lo contrario. Para sobreproteger algún caso en que pueda existir un abuso, se invade la esfera de libertad en las decisiones sociales, que normalmente se guían por las necesidades y conveniencias empresarias y no por el deseo de dañar. Nadie mejor que los socios para decidir sobre lo que mejor conviene a los negocios sociales. Si se sigue con la concepción que inspira esta norma se llegará un día a sostener que está en juego el orden público y que, por lo tanto, ni siquiera la unanimidad de los socios o accionistas podrían derogar este criterio en un caso concreto.


9. El art. 93 y la identificación societaria [arriba] 

Siempre ha sido preocupación preservar, en protección de los terceros, la clara identificación de la sociedad a través del tiempo y de los avatares que pudiera sufrir la sociedad. Los autores clásicos del derecho societario dan cuenta de las dificultades opuestas por jurisprudencia administrativa y judicial para la modificación de la denominación de sociedades por acciones ante eventos como el alejamiento de accionistas que prestaron su nombre para incorporarlo a la denominación.

La norma en comentario avanza sobre la flexibilización admitida en la práctica de las últimas décadas a pedido de los interesados, para imponer una modificación de la denominación cuando se modifica el objeto social, si éste era de algún modo mencionado en aquélla. Con lenguaje que me parece impropio, se dispone que si la modificación del objeto social afecta total o parcialmente la veracidad de la denominación de la sociedad, la Inspección General de Justicia puede solicitar que también se modifique ésta.... Por una parte, es impropio hablar de veracidad de una denominación: ésta no puede ser verdadera o falsa, porque es lo que es e identifica al sujeto que la lleva. Por la otra, el verbo solicitar importaría una suerte de ruego, cuando en rigor lo que el autor de la norma quiso decir es que el organismo podrá imponer. ¿Qué pasaría si la sociedad no atiende la solicitud de la IGJ?

Más allá de estas consideraciones lingüísticas, destaco que se trata de un intromisión en la libre decisión que quieran adoptar los socios al respecto, intromisión que, además, resulta absolutamente anacrónica. Téngase presente que antiguamente el Código de Comercio exigía que las sociedades anónimas contuvieran en su denominación la designación de su objeto. Por eso las sociedades anteriores a la Ley de Sociedades Comerciales incluían largas enunciaciones, como El Mangrullo, Sociedad Anónima Industrial, Comercial, Agropecuaria, Minera y de Servicios. Hoy día esa exigencia está ausente de la LSC, por lo que carece de todo sentido que el organismo se reserve la facultad de imponer, no se sabe en interés de quién, un cambio de denominación cuando la sociedad muta de objeto. Si los socios por tradición histórica quieren seguir llamando Almacenes Gregorio Pérez S.A. a la sociedad fundada por su abuelo, aunque hoy la sociedad sólo tenga como objeto la explotación de una concesión de automotores, ¿por qué habría de tolerarse que venga el organismo a imponerle el cambio de su denominación?


10. El art. 98 y la obligatoria capitalización previa del patrimonio neto [arriba] 

Esta norma dispone que antes de que pueda aumentarse el capital social con integración en efectivo, debe necesariamente capitalizarse la totalidad del patrimonio neto que posea la sociedad, es decir, todas las cuentas de ajuste de capital, de reservas facultativas o libres, de resultados acumulados, etc..

El propósito evidente de esta disposición es que los socios preexistentes no sufran merma en la proporción y en el valor de su participación en el patrimonio social al permitir que quienes suscriban lo hagan a valor nominal cuando el patrimonio neto excede a este último. Si bien un aumento de capital equitativo debería tener en cuenta esas disparidades, el camino impuesto no es el único posible. La sociedad podría, por ejemplo, disponer que el aumento de capital se realice con prima de emisión y equiparar los valores con este mecanismo. O podría utilizar una combinación de ambos. O ante una situación crítica de la sociedad, podría decidir sacrificar una parte razonable del plusvalor patrimonial para que con capitales adicionales la sociedad pueda evitar la insolvencia, o colocarse en situación de mejorar su rentabilidad. Todo esto requiere que, a la vez que se respeten los principios básicos, como el derecho del socio a mantener la integridad patrimonial de su participación social, la sociedad cuente con la flexibilidad necesaria para adaptarse a las necesidades de cada momento en que recurre a un aumento de capital. La rígida imposición que se crea, que no halla sustento alguno en el texto de la ley vigente, hará fracasar muchos negocios que las partes libremente pueden haber dispuesto de otro modo. Ni hablar del supuesto de acuerdo unánime en un aumento de capital, ante el cual no hay norma del poder público que pueda hallar justificación para pasar por encima de lo que los propios interesados no han querido.

Como epílogo señalo que estos no son sino unos pocos ejemplos de cómo una normativa nacida al amparo de un fuerte contenido subjetivo en cuanto a las ideas que lo inspiran, logra distorsionar el derecho de fondo vigente, dificultando a todos los operadores económicos y jurídicos el desarrollo de sus potenciales. Es de esperar que la moderación y el sentido de realidad sean los criterios por los que se guíe la conducción de este importante organismo.





Notas:

Artículo publicado en la Revista del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, Tomo 65, Nº 2, págs. 101-114.



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