JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La justicia y los medios de comunicación
Autor:Ares, José L.
País:
Argentina
Publicación:Revista del Instituto de Estudios Penales - Número 4
Fecha:04-02-2011 Cita:IJ-L-565
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
1. Inseguridad
2. La prisión como poción mágica
3. El rol de los jueces
4. Rol de la prensa
5. A modo de conclusión
La justicia y los medios de comunicación
 
El rol de los medios y la perspectiva judicial respecto a la inseguridad
 
Por José L. Ares*
 
 
1. Inseguridad [arriba] 
 
Actualmente se suele hablar insistentemente de “inseguridad” a secas, cuando existen varias “inseguridades” que nos acechan; inseguridad ambiental, laboral, alimentaria, vial y muchas otras. Paradójicamente, y soslayando las enfermedades y la mortalidad infantil, en nuestro país existen muchas más probabilidades de morir bajo las ruedas de un automotor que bajo las balas de un delincuente.
 
Vivimos en una sociedad de riesgo, creados por el hombre y los avances tecnológicos; somos también consumidores acríticos y se ofrecen en forma obscena bienes suntuarios, creando necesidades que amplios sectores de la población no pueden satisfacer. Por eso también somos una sociedad del miedo y de la exclusión.
 
Más técnicamente se habla de inseguridad ciudadana, pero al referirnos a la inseguridad estamos aludiendo básicamente al delito callejero violento; los robos con armas en casas o comercios, los “moto-chorros”, los homicidios para apoderarse de un automóvil. No nos preocupa tanto el delito de “cuello blanco” de empresarios y funcionarios que genera enormes perjuicios al cuerpo social, ni la evasión tributaria a gran escala, ni el policía corrupto que cambia dinero por impunidad o protección, ni las decenas de mercados ilegales de los que se nutren muchos ciudadanos “honestos”. Se debe tener presente que el 70 % de los delitos son contra la propiedad, por lo que la marginalidad social y la vulnerabilidad tienen enorme incidencia.
 
No preocupan mayormente a la ciudadanía los ajustes de cuenta mafiosos, los delitos sexuales intrafamiliares, los llamados homicidios “pasionales” o entre conocidos o familiares (que son mayoría), sino que lo que nos desvela es el delito “al voleo” porque a cualquiera nos puede tocar, y más nos preocupa y conmueve la noticia policial cuando tenemos empatía con la víctima, sentimos que es alguien como nosotros. Para la prensa y para el ciudadano medio las víctimas no son todas iguales, no es lo mismo la muerte violenta de un arquitecto de Pilar que la de un repartidor de bebidas de Avellaneda. Cada tanto, el deudo de una víctima de un hecho violento es elevado a una posición representativa y simbólica por los mass media y de esa forma impulsa movilizaciones fogoneadas por los adalides de la demagogia punitiva y en consecuencia, los políticos, temerosos de escraches, descalificaciones y pérdidas de votos producen apresuradas y espasmódicas reformas legislativas para calmar las aguas, ya que amplios sectores aun hoy se sienten seducidos por el fetichismo normativo y porque como señalara Bertolt Brecht nada se parece más a un fascista que un burgués asustado.
 
Sin embargo, ¿cuáles son los parámetros para medir la inseguridad?, ¿cuándo una ciudad o un país es seguro y cuándo es inseguro?. Si en una ciudad se cometen 10 robos con armas por día (delito que genera gran alarma social) y merced a una fenomenal acción preventiva esa cifra se reduce a 5 por día, lo cual en cualquier otra cuestión sería un extraordinario éxito, ¿se percibirá la mejora ante la difusión en la prensa de esos cinco delitos?
 
Y entonces, ante las presuntas soluciones mágicas que se reclaman, (porque atacar las cuestiones sociales es una tarea a largo plazo que nunca se inicia con convicción y sistemáticamente), se repiten sin demasiada originalidad los postulados de la “mano dura” o de la “tolerancia cero”: a) pena de muerte, b) aumento de penas, c) endurecimiento de la excarcelación o más bien abuso de la prisión preventiva, d) baja de la edad de imputabilidad de los menores. A lo que se agregan ahora soluciones más tecnológicas como las cámaras de video o las medidas de seguridad bancaria luego de un caso reciente que conmocionó a la opinión pública. Y así ocurre casi siempre, se reacciona torpe y apresuradamente ante un hecho determinado y no se diseña una política criminal coherente, sostenida en el tiempo en sus directrices centrales pero que se ajuste conforme el delito vaya mutando.
 
Y esas medidas están condenadas al fracaso.Las restricciones de la excarcelación a través de normas, algunas de las cuales inconstitucionales, se decidió en el 2000 durante la gobernación de Ruckauf, aquel que decía que había que “meterle bala a los delincuentes” y que llevó a duplicar la cantidad de presos en la provincia.
 
El aumento de las penas llegó de la mano del falso ingeniero Blumberg en 2004 y el gobierno de entonces capituló y mandó a sus legisladores a votar favorablemente unas normas que afectaron la sistemática del Código Penal y alteraron algunas proporciones de pena y convirtieron al código en uno de los más duros de Latinoamérica. Siempre en el entendimiento que la prisión, ya sea como preventiva, medida cautelar que muchas veces funciona indebidamente como pena anticipada, y como pena constituyen -como afirma Julio Maier al referirse a la expansión del derecho penal- el “sanalotodo” de los males sociales.
 
Respecto a los menores se propugna que sean imputables los de 14 y 15 años, lo cual no traerá ninguna mejora sustancial por varias razones. En primer lugar porque no resultan significativos los delitos graves cometidos por menores de esa edad; y porque como menores tienen ciertas salvaguardas de la convención respectiva, de jerarquía constitucional, respecto a penas y al uso excepcional y limitado del encarcelamiento preventivo.
 
Ahora bien, no se puede soslayar que el delito es un buen negocio. Lo es para la prensa que cuenta con una mercancía barata (la noticia policial-judicial), lo es para las empresas de seguridad privada y quienes comercializan insumos como alarmas, seguros, etc.; para quienes manejan los mercados ilegales cuyas utilidades se ingresan a la economía legal; para los policías corruptos que ofrecen protección e impunidad, a veces con cobertura política. Y también lo es para los políticos cuando están en la oposición al señalar enfáticamente los errores del oficialismo de turno en abordar la cuestión y prometer que ellos sí tienen las soluciones.
 
Dentro del contexto de América Latina y teniendo en cuenta el confiable parámetro de los homicidios, esta tasa es una de las más bajas (el promedio de la región es de 25 cada 100.000 habitantes, y Argentina registró en 2008 una tasa del 5,8), por lo que podemos afirmar que la nuestra es una de las sociedades menos violentas del continente. Sin embargo, la población percibe que la situación es gravísima y el tema de la inseguridad trepa al tope de las encuestas entre los problemas más acuciantes, ello favorecido, sin dudas, por la difusión constante y reiterativa de hechos delictivos violentos, en especial en la televisión que muestra los que ocurren en la capital del país y el conurbano bonaerense que es donde se encuentra la problemática mayor, junto con otras grandes ciudades.
 
Por eso sociólogos y criminólogos hablan de inseguridad objetiva y subjetiva. Esto es los delitos que realmente se cometen, aunque hay que tener en cuenta la llamada “cifra negra” o sea los que no se denuncian y en consecuencia no se registran en el sistema. Sin embargo, un estudio de victimización de la Universidad Católica Argentina (UCA) da cuenta que durante 2009 un 27 % de los hogares sufrió un hecho delictivo, mientras que la percepción (es decir la inseguridad subjetiva) afectó al 77 % de la población.
 
Entonces queda claro que tenemos una población con miedo, que salvo en algunos centros urbanos no se condice con la realidad (por ejemplo en Bahía Blanca se comete un homicidio en ocasión de robo cada 10 ó 12 meses), pero ese temor genera toda suerte de problemas hasta físicos y psíquicos en quienes lo padecen y a su vez puede producir decisiones políticas, en general equivocadas e ineficaces, por cuanto en esta materia el apresuramiento y el miedo no conducen a nada bueno. Dice el autor español José Luis Díez Ripollés que “una opinión pública favorable es capaz de desencadenar por sí sola respuestas legislativas penales”. Vaya si lo sabemos los argentinos. Se trataría de una manifestación del teorema de Thomas, es decir si las personas definen a las situaciones como reales éstas son reales en sus consecuencias; las impresiones subjetivas se proyectan en la realidad y generan consecuencias, en este caso normativas.
 
Esto desde luego no significa relativizar la gravedad de la situación en materia delictiva pero sí intentar situarla en su verdadera dimensión pues un diagnóstico equivocado llevará a errados remedios. Uno de los problemas es la falta de datos actualizados y confiables que impiden arribar a un diagnóstico preciso, sin perjuicio de que como dice Umberto Eco una estadística es aquel enunciado por el que si una persona come un pollo y otra no come nada, a nivel estadístico cada persona comió un pollo.
 
 
2. La prisión como poción mágica [arriba] 
 
Siempre decimos que hay más presos sin condena que los que debería haber si todos los jueces se tomaran en serio la constitución, y menos de los que la gente reclama, por aquello que hemos dado en llamar el “reclamo social de prisión inmediata y generalizada”. Es decir el reclamo de que todo sujeto vaya preso inmediatamente luego de cometido el hecho y sin saber todavía si es culpable o inocente, porque ya se lo considera culpable con la sola denuncia o con la imputación policial o fiscal y entonces para qué perder tiempo en el juicio previo que exige la constitución como condición para descubrir la verdad y eventualmente destruir el estado de inocencia.
 
A pesar de la muletilla de que nadie va preso y de la puerta giratoria, que al parecer se traba a menudo, existen en la provincia de Buenos Aires 30.000 presos, de ellos 4.000 alojados en dependencias policiales; una tasa de prisionización que es la más alta del país. En general, hacinados y en condiciones deplorables (desde 2007 está declarada la emergencia carcelaria), lo cual lejos de generar más seguridad como ingenuamente se cree, retroalimenta el delito y la violencia.
 
Según cifras oficiales el 61 % de los privados de libertad no tiene sentencia firme, en general por las demoras que se producen en las más altas instancias judiciales, lo cual implica además el incumplimiento de la garantía de la duración razonable del proceso.
 
El sistema penal es selectivo en todo el mundo y el número de presos resulta de una decisión política del Estado, que no tiene relación con el aumento poblacional ni con los índices delictivos. Los presos de la provincia suelen ser jóvenes, con educación insuficiente, con problemas de empleo y adicciones y provenientes de asentamientos poblacionales precarios. Desde luego, ser pobre no es sinónimo de ser delincuente pero sí casi todos los presos son personas pobres y marginadas.
 
Desde distintos sectores se reclama una ley de cupos, es decir establecer el número de presos que se pueden tener en condiciones dignas y cumpliendo los parámetros constitucionales e internacionales. Y una vez fijado, se enviará a prisión a los sujetos que lo ameriten y para el resto se aplicarán una serie de medidas alternativas de control y morigeradoras de la privación de libertad.
 
Recientemente, la Relatoría de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su informe sobre las graves condiciones de detención en esta provincia manifestó su preocupación por el uso abusivo de la detención preventiva. Observó también “que los jueces optan por la medida cautelar más gravosa para la vigencia del derecho a la libertad durante el proceso, con el objeto de mostrar eficiencia y evitar los reclamos de la sociedad, los medios de comunicación y del mismo poder político”.
 
En este sentido ya cansa tener que repetir que el paradigma constitucional manda que en función de la presunción de inocencia, en principio el imputado debe transitar el proceso en libertad hasta que una sentencia firme establezca que es culpable, por ello la libertad debe ser la regla y la prisión preventiva la excepción, en los casos en que exista peligrosidad procesal, es decir el riesgo -surgido de datos objetivos- de que el justiciable se fugue o altere las pruebas de cargo, sin soslayar, por supuesto, la gravedad de la pena en expectativa y la solidez del material probatorio.
 
La prisión, lejos de ser la solución es parte importante del problema porque no cumple su función resocalizadora, entre otras razones por cuanto resulta un contrasentido preparar a una persona para una libertad responsable y creativa privándola de esa libertad en un ámbito agobiante e indigno.
 
 
3. El rol de los jueces [arriba] 
 
Otra de las muletillas que se escuchan es que “las garantías procesales son sólo para los delincuentes”. Ello es falso por cuanto protegen a los procesados que aun no pueden ser considerados delincuentes y les asiste el sagrado derecho de defensa en juicio, para evitar condenar a un inocente que siempre es algo más grave que absolver a un culpable.
 
Esas garantías se fueron construyendo como reacción contra la arbitrariedad del Estado y el abuso de poder, también para evitar que se “plante” prueba o se obtenga afectando indebidamente la intimidad y reserva de las personas. Se trata de establecer mecanismos que actúen como control de calidad de la condena.
 
Las exclusiones probatorias y las nulidades no son como se dice a menudo meros tecnicismos o cuestiones formales, son salvaguardas fundadas en la constitución para que sus postulados sean efectivos y no se convierta en un “juguete vistoso” como decía Carlos Nino.
 
Las garantías deben proteger también a las víctimas que han sido rescatadas de su ostracismo de los viejos sistemas; mucho se ha avanzado y mucho queda por hacer en este terreno. La víctima tiene derecho a acceder a la justicia, a que se le suministre información y a que se le brinde un trato digno, evitando la revictimización; a que su caso sea investigado seriamente, a que se determinen responsabilidades y al castigo de los culpables. Sin embargo no tiene derecho a la obtención de un resultado positivo por cuanto en ocasiones una investigación seria y prolija puede no llegar a buen puerto por distintas razones.
 
Por lo demás, es curioso observar cómo quienes despotrican contra las garantías, aunque a veces ni siquiera saben de que se trata, cuando ellos son imputados aunque sea de una infracción de tránsito las reclaman airadamente y denuncian el atropello de las autoridades estatales.
 
Ciertos jueces que se atreven a aplicar la constitución con independencia de criterio son tildados peyorativamente de “garantistas”, lo cual constituye una gran tontería porque todo juez debe respetar y hacer respetar las garantías, sino ¿quién lo haría?, ¿de qué serviría que existieran ciertos principios constitucionales si se pudieran o no aplicar como si fueran una simple recomendación y no ley suprema de la Nación?, ¿y la responsabilidad internacional de la Argentina al no cumplir tratados internacionales de jerarquía constitucional?, ¿y el control de constitucionalidad y de convencionalidad que deben efectuar los jueces?
 
Si un juez no es garantista hay que echarlo porque no cumple con la función que le fue asignada, sería tanto como recriminar a un sacerdote por creer en Dios o a un periodista por informar la verdad. Y si alguien dice “ese juez es demasiado garantista”, ¿qué significa?, ¿no sería como afirmar que tal persona es demasiado honesta?. Ahora, si lo que se quiere significar es que ese juez transgrede la ley para favorecer a un procesado no estaría cumpliendo su deber al igual que si lo hiciera para perjudicarlo.
 
Se vive una situación que tiene mucho de esquizofrenia pues la constitución provincial establece que para designar a un juez el candidato debe ser respetuoso de los derechos humanos, en los exámenes ante el consejo de la magistratura se privilegia la resolución de casos desde una óptica respetuosa de las garantías procesales, y al asumir jura cumplir la constitución. Sin embargo, ya en el cargo será asediado para que no se tome eso tan en serio, para que cumpla el paradigma constitucional a veces o un poco. Y los mismos funcionarios políticos que lo designaron lo denostarán por garantista y hasta pedirán su destitución.
 
Los jueces deben aplicar un reglamento para llevar adelante los procesos penales, y ese reglamento parte de la constitución y de los tratados que poseen igual jerarquía; por eso existe un “bloque constitucional” y además de la jurisprudencia de la Corte Nacional como última intérprete de la Ley Fundamental tenemos las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Y ambos tribunales han señalado la vigencia del principio pro homine, es decir la necesidad de que los derechos sean interpretados de la manera más amplia y favorable para la persona a quien deba aplicarse.
 
Si alguien quisiera hacer más atractivo el futbol podría sugerir agrandar los arcos, poner menos jugadores, eliminar el fuera de juego para que existan más goles. Pero mientras esos cambios no se produzcan deberá atenerse al reglamento. Tampoco podrá agarrar la pelota con la mano salvo que sea arquero ni pegarle patadas a los contrarios. Y quien debe vigilar que no se produzcan las infracciones y eventualmente sancionarlas es el árbitro.
 
Los jueces penales tienen a su cargo una tarea similar. Deben ser imparciales, no importarles condenar o absolver pues ello dependerá de la prueba que se produzca. Y deben velar porque se preserven las reglas del juego, esto es el debido proceso. Parafraseando al Clinton de los noventa diría: “Es la Constitución, estúpido”.
 
Una de las primeras cosas que debe aprender un juez es a resignarse a que sus decisiones no sean compartidas por las partes y por distintos sectores. En cuanto a los involucrados en el proceso, al igual que respecto a los árbitros de futbol, el que resultó favorecido dirá que se hizo justicia, y el que no, dirá que el tribunal se equivocó o es incapaz o corrupto. Sin caer en exageraciones, especialmente en los tiempos que corren, para desempeñar la delicada tarea de juez hace falta cierta dosis de coraje para soportar presiones, escraches, críticas formuladas desde la ignorancia o desde la mala fe, ridículos pedidos de juicio político y otras yerbas.
 
En los últimos tiempos empezó a variar el latiguillo de que hay que cambiar las leyes (quizá porque se cambiaron muchas veces sin resultados apreciables y hay principios que surgen de la constitución) y se comenzó por responsabilizar de los delitos a los jueces. Ese discurso partió de sectores políticos que con ello pretenden eludir sus responsabilidades y rápidamente prendió en amplios sectores de la población; hoy es común escuchar que una persona a quien acaban de asaltar diga que el problema son los jueces garantistas que liberan a los delincuentes, y hasta la Presidenta de la Nación en una ocasión afirmó que la policía detiene y detiene y los jueces liberan y liberan.
 
Por el contrario, y evitando el discurso políticamente correcto y expresándome con sinceridad y honestidad y si bien se habla de un sistema penal que se dice está en crisis desde siempre, creo que los que menos tienen que ver con la cuestión de la cantidad o calidad de delitos que se cometen son los jueces.
 
Me explico. La primera barrera de control social es la familia, la escuela, el barrio, el club, la acción social del Estado. Cuando esas instituciones fallan entra en acción el sistema penal, que es el último recurso y que actúa cuando el delito ya se cometió.
 
Pero antes de que intervenga el Poder Judicial debe hacerlo la policía de seguridad en tareas de prevención, dependiente del Poder Ejecutivo. Luego, cuando alguien es condenado y enviado a una cárcel es el Poder Ejecutivo quien está a cargo de su reforma y al salir debe controlarlo y asistirlo a través del Patronato de Liberados, por eso si hay reincidencia la responsabilidad es del poder político no del judicial que se limitó a aplicarle al sujeto una pena por el ilícito cometido.
 
Por lo demás, la investigación criminal está a cargo de fiscales y policías y es el primero el que debe conseguir las pruebas de cargo para que se condene al imputado.
 
Los jueces no investigan ni actúan de oficio, ni hacen tareas preventivas. Los jueces de garantías deben controlar la regularidad y legalidad de la investigación porque esta es una tarea agresiva que puede afectar derechos constitucionales. La libertad durante el proceso es un derecho y debe constituir la regla por regir la presunción de inocencia, salvo que se verifiquen peligros procesales.
 
Los jueces de juicio condenarán si existe prueba válida suficiente que los convenza de la culpabilidad del procesado fuera de toda duda razonable y deberán absolver en caso contrario, más allá de lo que crean en el fuero íntimo de su subjetividad. Y las penas no deberán ser ejemplificadoras sino ajustadas al hecho y a su autor. Hay una concepción, ciertamente de raíz autoritaria, que cree que los jueces pueden hacer lo que les viene en ganas; la realidad es muy otra, se encuentran limitados por los hechos probados y el derecho aplicable, al que desde luego deberán interpretar, debiéndose recordar que el derecho no es matemática, por eso resulta inaceptable pretender destituir a un juez por el contenido de sus decisiones si las mismas se ajustan razonablemente a los marcos legales y en especial constitucionales. Precisamente para evitar errores en las sentencias están los recursos a fin de que tribunales de instancias superiores revisen lo decidido. No hay funcionario público más controlado que el juez.
 
 
4. Rol de la prensa [arriba] 
 
La libertad de prensa goza de una fuerte protección constitucional y actualmente los periodistas caminan sobre un puente de plata para desarrollar su importante y delicada tarea, en función de la legislación y la jurisprudencia vigente (doctrina “Campillay”, “real malicia”, modificaciones en los delitos contra el honor tras el fallo “Kimel” de la Corte Interamericana).
 
Sartori nos habla del homo videns y que la palabra ha sido destronada por la imagen. El hombre se vuelve incapaz de entender conceptos; todo se simplifica, se banaliza y se mezcla, y la realidad no se procesa racionalmente.
 
El ciudadano se convierte en un acrítico consumidor de noticias, demasiada información resulta contraproducente. Umberto Scarpelli dice que el público está lleno de noticias y pobre de conocimiento, adicto y cansado, olvidadizo y distraído.
 
El nombrado Sartori sostiene que “la televisión da menos información que cualquier otro instrumento de información mientras sugiere al telespectador que los hechos vistos por él suceden tal y como él los ve, prevaliéndose de la fuerza de la veracidad inherente a la imagen que hace la mentira tanto más eficaz y, por tanto, más peligrosa”.
 
En la cuestión penal rinden beneficios los tele-jueces, llamados en España “jueces estrella”, que efectúan temerarias declaraciones, en ocasiones dejando entrever sus decisiones, en especial en los sistemas donde persiste el juez de instrucción, afectando el debido proceso y el principio de inocencia.
 
Los medios de prensa suelen convertirse en un juez virtual o en una peculiar parte procesal. Todo proceso implica una contienda entre partes con intereses encontrados y en ocasiones la prensa toma partido y desarrolla “procesos paralelos” (cual reality shows o modernas picotas), con otra lógica y otros tiempos, arribando a rápidos fallos inapelables que hacen que la opinión pública vea con escepticismo la resolución judicial del caso, tendiendo a creer cualquier teoría conspirativa que se le presente.
 
En ocasiones se toma por cierta la versión policial, inmediatamente de ocurrido el hecho que lo da por esclarecido e identificados los culpables, si luego no existe prueba y la decisión judicial queda descolocada ante la opinión pública.
 
Creemos firmemente, en función de la exigencia de publicidad de los procesos, que los fallos judiciales deben darse a conocer y deben ser analizados y criticados por lo que el Poder Judicial debe colaborar con la prensa exhibiendo expedientes y resoluciones; los jueces deben escribir claro y sencillo de manera que una persona que no tenga preparación jurídica pueda entender el sentido de lo resuelto.
 
Sin embargo, como en ocasiones existen cuestiones técnicas debe existir un periodismo especializado sin pretender que esté a cargo de abogados, y que se asesoren cuando haga falta, incluso con los mismos magistrados que dictaron el fallo, quienes en algunos supuestos podrán emitir un comunicado aclarando alguna confusión que haya generado el decisorio.
 
Un viejo adagio dice que primero hay que conocer y después filosofar, a ningún secretario de redacción se le ocurriría enviar a cubrir un partido de rugby a un cronista que no conociera el reglamento de ese deporte; sin embargo en materia penal cualquiera opina alegremente, muchas veces sin conocer el caso ni la ley aplicable. A veces se distorsiona la noticia de una resolución que quizá es muy larga y debe sintetizarse en unas pocas líneas; pensamos que a veces hay ignorancia y en ocasiones mala fe; y de esa forma las decisiones judiciales son presentadas como arbitrarias o carentes de todo sentido común.
 
Ahora bien, creemos que los jueces deben también ser independientes de la opinión pública y publicada pues el poder judicial es contra-mayoritario y no debe hacer lo que la gente quiere. Sin embargo también estamos convencidos que hay colegas que le temen a la prensa y a lo que puedan decir de ellos. En consecuencia, tratan de que sus fallos se conozcan lo menos posible para evitar críticas, y en los juicios abren las salas sin restricciones a la televisión, cuando la propia ley prevé excepciones, por miedo de ser acusados de ejercer censura.
 
Si bien muchas veces se señala que la máxima de que los jueces deben hablar por sus sentencias está perimida, no creemos que deban explicar sus fallos que deberían explicarse por sí mismos y en todo caso el periodista debería asesorarse en las cuestiones técnicas procesales y penales. En cada departamento judicial debería existir la figura del vocero judicial.
 
 
5. A modo de conclusión [arriba] 
 
Sería todo un detalle que se pudiera comprender que el delito es un fenómeno social de gran complejidad respecto al cual no existen soluciones mágicas ni rápidas. Que cuanto menos desigual es una sociedad menos conflictividad tendrá.
 
Que se deben instrumentar políticas públicas de acción social para que los jóvenes tengan futuro y salgan de la marginalidad. En este sentido el criminólogo canadiense Irvin Waller sostiene que se deben aplicar planes de diez años, trabajando con las madres de los chicos en riesgo, con las escuelas y con policía no corrupta que mantenga estrechos vínculos con la comunidad. En Bogotá, en diez años se logró bajar el delito un 50 %. En nuestro país, en Cipolletti, asesorados por el nombrado Waller se aplica un plan desde 2007.
 
Ya 500 años antes de Cristo, Pitágoras de Samos decía que si se educa a los niños no será preciso castigar a los hombres.
 
Se debe combatir el delito organizado y la complicidad oficial; el endurecimiento de las penas y la mayor prisionización no dan como resultado menos delitos, sino más violencia, abusos e injusticias.
 
Los periodistas no deben asumir el rol de jueces y fiscales y deben capacitarse para informar correctamente, pidiendo asesoramiento técnico si fuere necesario.
 
Por su lado, los jueces no pueden ser comunicadores ni formadores de opinión, aunque deban garantizar la publicidad de los procesos y de sus decisiones para posibilitar el control popular. Creemos que resulta necesaria la figura del vocero judicial; y de esta manera que se de una complementación entre prensa y Poder Judicial para comunicar asuntos de interés público e incluso contribuir de alguna manera a la educación de la población que debería participar de estas cuestiones a través del juicio por jurados que por tres veces manda instituir nuestra constitución histórica.-
 
 


* Juez en lo Correccional. Profesor Adjunto -por concurso- de Derecho Procesal Penal (UNS). Profesor de posgrado.


© Copyright: Revista del Instituto de Estudios Penales