JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La Autonomía de la Voluntad o Autonomía Privada en el Código Civil y Comercial
Autor:López Mesa, Marcelo J.
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Derecho Civil - Número 5 - Junio 2019
Fecha:28-06-2019 Cita:IJ-DCCXLVIII-110
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
1. Concepto y alcance
2. Contenido de la autonomía privada
3. Límites de la autonomía privada
4. El orden público
5. Las normas de orden público como limitantes de la autonomía privada
6. Efectos del orden público
Notas

La Autonomía de la Voluntad o Autonomía Privada en el Código Civil y Comercial

Marcelo López Mesa [1]

1. Concepto y alcance [arriba] 

La autonomía de la voluntad es un principio cardinal del Derecho Civil patrimonial; uno de los más importantes vectores del derecho occidental, en general, y del Derecho de las Obligaciones y los Contratos, especialmente[2].

“El principio de la autonomía de la voluntad expresa una doctrina de filosofía jurídica, según la cual la obligación contractual reposa exclusivamente sobre la voluntad de las partes: voluntad que es, a la vez la fuente y la medida de los derechos creados, como de las cargas asumidas, por aquellos que la han expresado”[3].

“El concepto de autonomía de la voluntad, fuertemente ligado a la filosofía individualista y al liberalismo económico, es debido a Kant. Este último expresó bajo ese nombre la facultad de la voluntad de darse ella misma su ley y de definir su propia moral. Esta teoría fue transpolada en el dominio jurídico por los autores de derecho internacional privado, llegando a los civilistas que centraron en ella una teoría del contrato desde la voluntad de las partes”[4].

Ha escrito atinadamente Díez-Picazo que “la idea de contrato y la obligatoriedad del contrato encuentran su fundamento en la idea misma de persona y en el respeto de la dignidad que a la persona le es debida. Ello implica el reconocimiento de un poder de autogobierno de los propios fines e intereses o un poder de autorreglamentación de las propias situaciones y relaciones jurídicas al que la doctrina denomina «autonomía privada» o «autonomía de la voluntad». El contrato tiene pues su fundamento más hondo en el principio de autonomía privada o de autonomía de la voluntad”[5].

“Autonomía de la voluntad”, una expresión de tan solo cuatro palabras, contiene una vasta cantidad de significaciones. La palabra autonomía proviene de la unión de dos términos griegos. Por un lado, se encuentra el término nomos, que quiere decir “ley”. Por el otro, el vocablo o prefijo autos, que para la Real Academia Española significa “propio o por uno mismo”[6].

Certeramente se ha puntualizado que “La autonomía de la voluntad privada consiste en el reconocimiento más o menos amplio de la eficacia jurídica de ciertos actos o manifestaciones de voluntad de los particulares. En otras palabras: consiste en la delegación que el legislador hace en los particulares de la atribución o poder que tiene de regular las relaciones sociales, delegación que éstos ejercen mediante el otorgamiento de actos o negocios jurídicos. Los particulares, libremente y según su mejor conveniencia, son los llamados a determinar el contenido, el alcance, las condiciones y modalidades de sus actos jurídicos. Al proceder a hacerlo, deben observar los requisitos exigidos, que obedecen a razones tocantes con la protección de los propios agentes, de los terceros y del interés general de la sociedad. La mayor o menor amplitud en la consagración positiva del postulado de la autonomía de la voluntad privada o, lo que es lo mismo, en el señalamiento del campo de acción del acto o negocio jurídico que es su expresión normal, depende principalmente del grado de cultura y desarrollo de cada pueblo y de las concepciones filosófico-políticas en que se inspire cada legislador”[7].

Claro que la autonomía de la voluntad, principio por el cual el hombre crea la norma que ha de regular su propia conducta y en cuya virtud se permite a los contratantes la libre regulación de sus derechos y obligaciones, no es ilimitada, sino que posee límites inderogables, tales como el orden público y la moral y las buenas costumbres[8].

El significado del concepto es obvio: autonomía de la voluntad es el derecho que el ordenamiento confiere a los particulares de darse su propio estatuto jurídico, de reglar sus relaciones por ellos mismos, de acuerdo a su conveniencia y criterio, pero siempre dentro del marco de las limitaciones que el orden público les impone.

La autonomía de la voluntad para contratar sólo puede restringirse cuando vulnere el interés social, afecte la moral o las buenas costumbres o, resulte clara e injustificadamente afectada la proporcionalidad o equivalencia de las prestaciones. Claro que el juez no es un componedor de malos negocios.

En un voto nuestro hace años sostuvimos que no corresponde que el juez pretenda tomar el lugar de las partes y alterar lo indudablemente convenido, para satisfacer la pretensión de uno de los contratantes que pretende dar a alguna de las cláusulas del contrato un sentido que su prístina interpretación no admite. Esta tesitura que criticamos produce la “judicialización del contrato” en palabras del maestro Catala, quien en el Avant Propós de su monumental Anteproyecto de Reforma al Código Civil francés, manifiesta su disconformidad en este aspecto con la propuesto del “Proyecto Lando” de principios contractuales uniformes europeos, que propone conferir a los jueces prácticamente el poder de rehacer el contrato[9]. Afirma Catala que “estas soluciones, potencialmente peligrosas en materia civil, se ajustan a la judicialización del contrato, criterio que inspira dudas y reservas a los civilistas franceses”[10].

En otro voto anterior, habíamos recordado que el juez no es parte en el contrato y que las partes gozan de autonomía en sus negociaciones dentro del marco de los derechos libremente disponibles. No tratándose de cuestiones donde esté comprometido el orden público las partes son libres para pactar las condiciones que mejor les convenga a sus intereses. Y, nunca es sobreabundante recordar el principio de que los jueces no tienen por misión corregir malos negocios, inmiscuyéndose en un contrato para auxiliar a una de las partes[11].

Agregamos allí que, si el contrato no es abusivo, si no es usurario, si no está comprometido el orden público, el juez no puede prescindir de los términos del contrato al momento de fallar una cuestión derivada de su incumplimiento. Lo contrario no es interpretar el contrato ni apreciar la prueba sino, todo lo contrario, es prescindir de uno y de otra. La medida de la intervención de los jueces en los contratos es la regla de la mínima intervención posible. Sólo ante supuestos de ineficacia -total o parcial- del contrato los jueces deben intervenir, para restablecer el equilibrio negocial roto. Pero, si no se ha planteado nulidad alguna -ni siendo absoluta, ella surge manifiesta de la causa-, el juez no puede apartarse de los términos del contrato, aunque ellos sean más o menos favorables para alguna de las partes. El juez no es componedor de malos negocios ni un árbitro de lo que es lucrativo o conveniente para las partes. Entre partes adultas y respecto de derechos libremente disponibles y sin negociaciones viciadas, ellas pueden consentir lo que les parezca adecuado, aún si se trata de un mal negocio. Lo contrario sería establecer una especie de tutela o curatela judicial por sobre los contratantes, lo que resulta inadmisible e ilegal[12].

De ello resulta claro que consideramos inconveniente la propuesta de dar mayor influencia al juez en la exégesis de la voluntad contractual, pareciéndonos acertado el criterio del Proyecto Catala y el legislador que dictó la Ley N° 26994, que sancionó el Código Civil y Comercial nos ha seguido en esta línea, de lo que es prueba el art. 960, el que edicta: “Facultades de los jueces. Los jueces no tienen facultades para modificar las estipulaciones de los contratos, excepto que sea a pedido de una de las partes cuando lo autoriza la ley, o de oficio cuando se afecta, de modo manifiesto, el orden público”.

La autonomía privada se expresa por medio del acto jurídico, que es el vehículo que el derecho asigna a los sujetos para crear, modificar, transferir o extinguir sus derechos y obligaciones. En esta línea se dijo en un fallo que el negocio jurídico es aquel acto voluntario lícito que tiene por finalidad inmediata la producción de un efecto jurídico. Efecto que se produce porque es querido por las partes, y en cuanto no sea ilícito (ni contrario a la moral y buenas costumbres) es reconocido por la ley[13].

En el seno del Código Civil y Comercial la norma que más rotundamente plasma esta autonomía es el art. 958, que estatuye: “Libertad de contratación. Las partes son libres para celebrar un contrato y determinar su contenido, dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres”.

Ha dicho el maestro Ghestin que “La autonomía de la voluntad debe ser entendida como el ejercicio de un poder soberano paralelo y concurrente a la ley… Puede entonces hablarse de una cierta autonomía de la voluntad, indisociable de una cierta libertad contractual. Pero la cuestión ahora es precisamente determinar cuáles son los justos límites de esa autonomía y de la libertad contractual... debemos referirnos a los valores tradicionales y fundamentales y afirmar que el fundamento de la fuerza obligatoria reconocida al contrato por el derecho objetivo se deriva de su utilidad social y de su conformidad a la justicia contractual”[14].

Pero ¿qué significa en los hechos el principio de autonomía de la voluntad? Y, sobre todo, ¿qué efectos y limitaciones tiene?

Al referirnos a la autonomía privada aludimos a un aspecto jurídico que se nutre y a su vez encierra a dos términos: autodeterminación y autorresponsabilidad.

La autodeterminación ingresa al CCC como un principio, es decir, que proyecta su luz sobre todas sus normas particulares. La autodeterminación se refiere a la capacidad de un individuo, pueblo o nación, para decidir por sí mismo en los temas que le conciernen. La palabra autodeterminación se forma a partir de la raíz auto-, que significa ‘propio’, y el y el apócope determinación, que alude a la acción y efecto de decidir. En ese plano, autodeterminación es la capacidad que todos poseemos de orientar la propia acción a partir de la experiencia y reflexión propias; y su resultado es el enriquecimiento del espacio en el que se desenvuelve la libertad personal. Claramente, no podemos dominar todo lo que sucede a nuestro alrededor y hasta incluso, pero la autodeterminación consiste en el ejercicio de elegir, dentro de las opciones que legítimamente tiene el individuo a su alcance y disponibilidad.

La autodeterminación personal lleva a que cada quien tenga el poder de tomar las decisiones y determinar el propósito de su vida, de acuerdo con su voluntad. Ella implica no solo un sentido de la libertad propia, sino de la responsabilidad ante las decisiones que toman y que le ayudan a crecer como persona. Conforme a decisiones de la CIDH, el derecho a la autodeterminación está vinculado a la libertad y esta lo está al derecho humano al desarrollo; básicamente relacionado con el umbral de las condiciones básicas que tornen posible tener un proyecto de vida[15].

Y según el principio de autorresponsabilidad, cada persona debe permanecer apegada a las consecuencias de sus actos anteriores, así como a las consecuencias que se derivan de los mismos.

De tal modo, la autorresponsabilidad, obliga, en definitiva, a hacerse cargo del propio comportamiento y sus consecuencias. Es que, la libertad y la autonomía privadas, llevan en sí mismas el freno y la sanción de la autorresponsabilidad para un uso torpe que se haga de ellas[16], lo que obliga a quien presta su consentimiento en forma precipitada a hacerse cargo de las consecuencias de éste.

Betti ha sostenido que el orden jurídico impone a los sujetos de derecho un ejercicio vigilante y sagaz de su autonomía, en su propio beneficio, pero también en su propio riesgo[17].

Acertadamente se ha dicho que “la autonomía de la voluntad se manifiesta en la definición del contenido del contrato: las partes pueden determinar ellas mismas, y libremente, sus derechos y sus obligaciones. Esta libertad contractual es tan importante que se la confunde muchas veces con la autonomía en sí misma. En realidad, como para el consensualismo, la autonomía es el principio primero, de él deriva, en segundo grado, la libertad contractual”[18].

Betti señala que la iniciativa privada o autodeterminación es el mecanismo motor de toda regulación recíproca de intereses privados.

La autodeterminación para plasmarse válidamente en un acto requiere dos presupuestos: discernimiento, intención y libertad (arts. 260, 259 y cctes. CCC) y la exteriorización válida y suficiente de esa voluntad (arts. 262 y cctes. CCC); cumplidos estos recaudos, ella consiste en obligarse y que el otro contratante también lo haga.

Su noción se vincula con los polémicos conceptos derivados de la teoría de la voluntad y de la declaración, que dan predominio, respectivamente al “querer interno” del contratante o a su “exteriorización”, varios centros del conocimiento jurídico resultan alcanzados, sea por un eslabonamiento necesario, o por su natural implicancia[19].

Agudamente se ha decidido que, si bien la voluntad es el alma del contrato, esa voluntad sólo puede ser apreciada a través del prisma de su declaración. La simple intención no manifestada carece de virtualidad jurídica, porque para anudar la compleja y sutil trama de sus relaciones jurídicas, los hombres necesitan de una base cierta, segura, concreta, que no puede ser otra que su declaración. Los hombres deben poder confiar en lo que ven escrito y firmado y no es posible que a su conducta legítima y de buena fe se oponga más tarde una supuesta intención o voluntad distinta[20].

Podemos concluir con Rezzónico que “el principio de autonomía privada significa que los particulares disponen en su vida de relación del poder de regular por sí mismos sus intereses creando para ello un precepto de autonomía privada que da seguridad y satisfacción a sus intereses pero siendo a la vez reconocible exteriormente, y por lo tanto, susceptible de valoración”[21].

La autorresponsabilidad, contracara de la autodeterminación, encadena al sujeto a las consecuencias de su incumplimiento de los lazos a los que libremente se sujetara. Surge allí la consecuencia resarcitoria, en caso de que el incumplimiento generara un daño al cocontratante.

En el Código Civil y Comercial, la responsabilidad contractual, lejos de haberse unificado con la responsabilidad aquiliana, como se propugnaba en la Exposición de Motivos, ha dispersado su régimen por las disposiciones de diversos contratos, siendo la norma general de responsabilidad contractual el art. 1082 CCC e, incluso, conteniendo una norma de tal supuesto el sistema de responsabilidad civil del nuevo Código, en el art. 1728 CCC, atinente a la previsibilidad contractual y la imputación de consecuencias a su amparo. Pero es dable puntualizar que el régimen de la responsabilidad contractual no solo no ha sido unificado con su vertiente aquiliana o extracontractual, sino que se encuentra atomizado, fuera del sistema de responsabilidad civil, que reúne a los arts. 1708 a 1780 CCC, debiendo ser armonizado en cada caso[22], de suerte de lograr componer la “norma total” aplicable al caso.

2. Contenido de la autonomía privada [arriba] 

La teoría de la autonomía de la voluntad permite explicar numerosas reglas de los Códigos civiles del siglo XIX e incluso del siglo actual. Así, “en la fase de formación del contrato, esta regla aparece justificando el principio de la libertad contractual, que hace a cada uno libre de concluir o no un contrato con la persona de su elección y de determinar su contenido. Ella justifica además el consensualismo y la fuerte protección del consentimiento contractual que se relaciona con la libertad. Igualmente, en la fase de ejecución del contrato, la autonomía de la voluntad resulta apta para justificar el principio de la fuerza obligatoria del contrato…Es, en efecto, porque la obligación ha sido querida por las partes que ellas están obligadas a respetarla. En fin, el principio del efecto relativo… que excluye que el contrato pueda crear derechos u obligaciones para terceros, deriva de similar justificación, porque nadie puede ser constituido en acreedor o deudor sin haber expresado su voluntad previamente”[23].

Bien se ha dicho que los postulados básicos del principio de autonomía de la voluntad son: “1) Los individuos son libres de concluir contratos o de no ligarse por nuevas obligaciones. 2) Son libres, también, de discutir sobre un pie de igualdad las condiciones del contrato y determinar el contenido de su objeto, con la sola reserva de respetar el orden público. A este título, ellos pueden combinar de manera innominada tipos de contratos previstos por la ley o de inventar otros completamente nuevos. 3) Ellos pueden escoger a su agrado entre las legislaciones de los diversos Estados, la que será competente para regir sus relaciones de Derecho privado contraídas voluntariamente por ellos o aun descartar la aplicación de toda ley de carácter supletorio para referirse a reglas tipos. 4) La libertad de expresión de las voluntades se relaciona con la misma regla. En principio, ninguna forma ritual se prescribe, ni para la manifestación de voluntad interna de cada contratante, ni para la comprobación de su acuerdo. 5) La voluntad tácita equivale a la expresa. 6) Las solemnidades son excepcionales. 7) En fin, los efectos de las obligaciones contractuales son aquellos que se han querido entre las partes. 8) En caso de litigio sobre su alcance, la misión del juez consiste en interpretar, en descubrir directamente o por inducción, las intenciones de las partes, no en hacer prevalecer la voluntad del juzgador”[24].

Se impone ahora afinar la distinción en torno al concepto de la autonomía de la voluntad en relación a la voluntad en particular: contemporáneamente, se refiere a la autonomía privada más que a la autonomía de la voluntad; es una línea de pensamiento que sustrae a la autonomía de la ortodoxia dogmática de la voluntad. El antiguo nombre de la autonomía de la voluntad, proviene del criterio subjetivo de la voluntad originado en el Derecho Francés y tiene su génesis en esa contienda entre voluntad y declaración que se produjo en Europa en su hora decimonónica.

Viejo tema, por cierto, en el cual culminó imponiéndose la doctrina francesa, por sobre los mentores de la teoría de la declaración que como tal se expresaban varios juristas alemanes. Recordemos que mayoritariamente para los franceses una manifestación externa en realidad no valdría más que en coincidencia con la voluntad interna. Por ejemplo, Demogue refería que el rol de un juez es nada más que dilucidar la intención presunta del autor del acto jurídico: el juez “nada decide personalmente; investiga las voluntades de los particulares, las reconstituye, las desarrolla en sus consecuencias lógicas frente a los acontecimientos que se han producido, y el Estado presta fuerza ejecutoria a su apreciación”[25].

Se aprecia la existencia de una revisión respecto de la doctrina de la autonomía de la voluntad, en la inteligencia que ya no constituye en verdad lo que se llama un dogma de fe. Weill y Terre sostienen que debe insistirse sobre la idea de que la voluntad interna no juega un papel único en la autonomía de la voluntad, pues a su lado deben intervenir la buena fe y la seguridad jurídica[26].

Por ello, se puede concluir que la voluntad es primordial, pero en la etapa de nacimiento del acto, ya que no hay contrato sin consentimiento y, por otra parte, se cuida que el consentimiento expresado sea de calidad y que el agente no se obligue a “la ligera” y sin motivos válidos[27].

A tal punto es primordial la voluntad que se ha dicho que “de la libertad contractual resulta que el juez, cuando de apreciar la validez de un contrato se trata, no debe en principio, hacer intervenir ninguna consideración extraña a la voluntad. Lo que ha sido querido –solamente ello, mas todo ello- es, por lo mismo, obligatorio. Es por eso que, especialmente, la lesión -desproporción entre los sacrificios mutuos de las partes- no es, por regla general, una causa de nulidad...”[28].

Una vez que el acto ha sido creado, ya se ha integrado al medio social y devienen otros problemas imperativos como lo son la seguridad y la confianza. El co-contratante debe poder contar con la ejecución de las obligaciones[29]. Ahora, incluso la confianza ha sido protegida por el Código Civil y Comercial expresamente en el art. 1067.

Así, en el campo conceptual de la autonomía de la voluntad se le atribuye trascendencia a la voluntad real o psíquica, en tanto que en el sendero de sostén de la autonomía privada “se desplaza la voluntad hacia el fondo”, ubicada en un plano subordinado o accesorio, eliminándose el pretenso dualismo: voluntad real o voluntad declarada. No alcanza ya con que la persona quiera o desee, sino que resulta menester que concretamente “disponga” o actúe con clara objetividad. No prevalece con suficiencia la mera intención, se requiere preponderantemente la evidencia de la actitud ejecutiva de asunción de las obligaciones[30].

En definitiva, autonomía privada negocial y autorresponsabilidad son términos correlativos que se presuponen y reclaman mutuamente, Cuando se acciona el mecanismo de la autonomía privada negocial ya no se es libre de apartarse de sus consecuencias. Se aprecia así el significado del vínculo jurídico contraído y sus consecuencias. Permite contrastar que la autonomía privada negocial no es una libertad caprichosa[31] sino una libertad coordinada y subordinada a un fin social superior.

La autonomía privada se mueve en el plano de los derechos disponibles, en las coordenadas marcadas por las normas dispositivas; y, en tanto no contravenga los contenidos normativos imperativos ni, menos aún, contradiga abiertamente las normas prohibitivas, que son el extremo más estricto de las imperativas, la autonomía privada es soberana. El ius cogens traza sus límites y su territorio es vasto, aunque no puede exceder los linderos que le traza el derecho cogente.

Claro que no en todas los ramas del derecho privado la autonomía tiene similar envergadura: en el terreno de los derechos extrapatrimoniales ella está más restringida, aun cuando en los últimos años, el principio de autodeterminación, que es el núcleo de la autonomía de la voluntad, ha sido ampliado en estas materias, por una sucesión de leyes dictadas por el Parlamento argentino, tales como la Ley de Derechos del paciente (Ley N° 26529), Ley de muerte digna (Ley Nº 26742), Ley de identidad de género (Ley Nº 26.743), Ley de matrimonio igualitario (Ley Nº 26.618), etc. Y numerosos artículos del Código Civil y Comercial de la Nación, como sus arts. 26, 31, 32, 40 y cctes. han llevado la autonomía al extremo; incluso, en algunos casos, hasta extremos inconvenientes[32].

La ampliación o retracción de la autodeterminación, matriz o raíz de la autonomía privada, no parece ser una dirección de un solo sentido para el legislador argentino, que según soplen los vientos de la política y el signo distintivo del gobierno de turno enrollan o desenrollan tan importante aspecto, como si fuera el hilo de un barrilete, dando a la autonomía personal más o menos altura, según convenga.

Es más, en esta como en otras materias, el legislador argentino parece un organismo cambiante, voluble, incoherente, que ora amplía u ora restringe, el alcance de la autodeterminación, según el tema y el momento. Y, para peor, en espacios de tiempo muy reducidos se notan mucho más los cambios bruscos de regulación y criterio.

Lo concreto es que la autonomía privada no es absoluta, ya que está limitada por el orden público, la moral y las buenas costumbres. Lo cambiante es el contenido de esas limitaciones y su extensión.

La infracción del orden público o el quebrantamiento de la moral y buenas costumbres vuelve al acto ineficaz, en su variante o especie de nulidad absoluta, en mérito a lo dispuesto por el art. 386 CCC.

En materia de derechos reales rige el principio del orden público, lo que hace que estos derechos sólo puedan ser creados por el legislador y que la analogía no puede emplearse a su respecto[33]. De ello deriva que la autonomía tiene su mejor ámbito de puesta en ejecución en materia de actos jurídicos y contratos que rijan derechos libremente disponibles.

La aptitud del negocio para producir los efectos queridos por las partes se denomina eficacia. Para determinar si el acto es eficaz o ineficaz hay que observar, si al otorgarse el acto se lo hizo conforme a la ley y cumpliendo los requisitos que ella exige (haber sido otorgado por sujeto capaz, tener causa y objeto lícitos, satisfacer la forma requerida), en este caso el acto produce los efectos que las partes persiguieron al celebrarlo[34].

3. Límites de la autonomía privada [arriba] 

Las partes de un contrato gozan de autodeterminación o libertad de darse su propia regulación, pero dentro del marco de la legalidad. Para decirlo en palabras sencillas: es una libertad dentro de la legalidad.

Por tanto, “hablar de un contrato ilegal es un contrasentido o una paradoja, pues si esa ilegalidad significa que un contrato podría no estar sometido a ninguna ley estatal y no obedecer más que al derecho de los vendedores, la lex mercatoria, sería tanto como decir que no se está en presencia de un contrato, pues en todo caso no puede haber allí contrato, pues no hay contrato si el convenio no tiene ni derecho ni juez”[35].

“La libertad contractual no puede, obviamente, ser omnímoda… Existe, en primer lugar, un límite de la autonomía contractual privada, que está constituido por las normas a las que el legislador dote de carácter imperativo. Naturalmente, la posibilidad legislativa de emanar este Derecho imperativo deberá quedar siempre sujeta a la posibilidad de un enjuiciamiento de la constitucionalidad de tales normas, de acuerdo con los parámetros constitucionales a que antes hicimos referencia. En el sistema del Código Civil no existe una regla general favorable a la dispositividad de las leyes, ni tampoco su contraria. Constituye, por ello, un problema de interpretación de cada norma concreta. En términos generales, puede decirse que son imperativas las normas que contienen prohibiciones y las que establecen para su inobservancia la sanción de nulidad, aunque se trata siempre de un problema abierto”[36].

En palabras de Mosset, “el contrato, no debe olvidarse, es una obra conjunta, donde intervienen los celebrantes y el Derecho del Estado, a través del ordenamiento de los contratos. No es la «obra exclusiva de las partes ni tampoco la obra sólo del legislador». De ahí uno de los límites a la «autonomía de la voluntad». El poder de los particulares de regular por sí, libremente, sus propios intereses, encuentra un límite en que tales intereses no se presenten en intolerable pugna con los del cocontratante y los de la sociedad”[37].

Genialmente ha expresado el maestro Castán que “reconocidas la idea de justicia y, más concretamente, las ideas jurídicas de personalidad y propiedad individual, no menos que las de solidaridad y seguridad social, la legitimidad del contrato se impone con toda evidencia. Este implica una limitación de la libertad, que se funda en la libertad misma, de la cual se deriva el derecho que tiene el individuo de disponer de sus propios bienes y de sus actos o prestaciones en beneficio de los demás, pero dentro de las condiciones que imponen los superiores intereses de la comunidad social. El contrato, tanto o más que cualquier otra institución jurídica, descansa en el equilibrio y conciliación de los principios de personalidad y comunidad, de libre autonomía y de interés social”[38].

Pero si bien es cierto que la autonomía privada tuvo limitaciones desde siempre, también lo es que las va teniendo cada vez más enfáticas y crecientes.

La matriz individualista y liberal de los Códigos civiles del siglo XIX, a la que estaba atada con una cadena de hierro el dogma de la autonomía de la voluntad -tal como lo conocemos y fue expresado por Vélez en su magna obra-, ha ido mutando en una diferente ideología que ha ido poniendo crecientes limitaciones a la autonomía privada[39].

En el siglo XX y lo que va del XXI, el Estado ha dejado de ser testigo pasivo del fenómeno de la autonomía privada negocial y sus alcances -como sí sucedía en el siglo XIX, cuando se dictó el Cód. Civil argentino- asumiendo un claro protagonismo nivelador o protector en defensa del interés general. El contrato ya no es sólo algo que involucra a las partes sino que tiene una incidencia en el modelo social, económico y político del país, y el Estado no puede despreocuparse de lo que con él ocurra.

Y así, a lo largo del siglo XX fueron surgiendo ingentes limitaciones a la libertad contractual. Por citar las más importantes podemos decir que ellas son las normas de defensa de la competencia, el orden público -de creciente ámbito de aplicación- y las normas de protección del consumidor[40].

“La economía intervenida nos acostumbró también a considerar como contratos aquéllos que poseen contenido rígido e imperativamente predeterminado por el legislador o establecido por vía reglamentaria. En estos casos la libertad contractual queda reducida a la opción entre contratar y no contratar, pero si se opta por contratar, no existe margen para establecer regulación alguna”[41].

En agudos conceptos el maestro Albaladejo ha expresado un profundo análisis de la evolución y radio de giro de la autonomía de la voluntad entre el pasado y la actualidad. Ha dicho el maestro que “en el negocio jurídico rige la regla … de que el sujeto tiene autonomía de voluntad, es decir, que puede celebrarlo o no, y, celebrándolo, puede regular, mediante él, sus relaciones jurídicas como desee. Los límites a esa autonomía son excepcionales, y aunque en algunos sectores -como el Derecho de familia- del Derecho civil, dichos límites son abundantes por demás, hasta reducir, en la práctica, a un estrecho círculo el alcance del mencionado principio de autonomía, en otros -como el Derecho de obligaciones- la autonomía alcanza su máxima extensión, haciéndose particularmente efectiva mediante los contratos, figuras puestas a disposición de los particulares para que a través de ellas regulen, según sus deseos, sus relaciones obligatorias…. Ahora bien, el principio de libertad o de autonomía de la voluntad en materia contractual, aunque aún sigue rigiendo como regla, ha sido objeto de gran cantidad de limitaciones (sobre todo en ciertos sectores de la contratación: piénsese en los arrendamientos urbanos y rústicos, en las numerosas cosas cuyos precios no son libres, etc.) que, aun teniendo carácter de excepcionales, han restringido en realidad enormemente el alcance práctico del mencionado principio. Este que, cuando entró en vigor el Código, podía estimarse como operante en una inmensa mayoría de casos, hoy no es ni sombra de lo que fue. Ciertamente que la redacción del alcance real de la autonomía de la voluntad es un fenómeno que se extiende a todo el campo del Derecho civil, pero es en el de la contratación donde más agudamente se siente por dos razones: porque había sido en éste donde más intensamente operaba, y porque ha sido también en éste donde más acentuadamente ha venido a limitársele”[42].

Así, se ha establecido a la libertad contractual una serie de limitaciones o cortapisas, como las definidas por la moral y buenas costumbres, las establecidas por las leyes y por el orden público, el cercenamiento de facultades del ámbito de autonomía privada, etc[43].

Los contratos de hoy día, casi transcurridos veinte años del nuevo milenio, vistos con los ojos del liberalismo tradicional, encarnado en los códigos clásicos, como los sancionados en el siglo XIX, como el Código de Vélez, el de Bello, el español, el francés, el colombiano, el uruguayo, etc., serían considerados intromisiones intolerables a la libertad individual, anomalías contractuales o “contratos forzosos”. Sin embargo, la publicización creciente del contenido del contrato es un fenómeno que no parece posible volver atrás, al menos en nuestro país.

4. El orden público [arriba] 

El orden público es un límite inderogable a la autonomía privada. Mejor aún, el orden público traza las fronteras, delimita cualitativa y cuantitativa, los confines de la iniciativa y la disponibilidad privada de derechos. En palabras del maestro Enrique Martínez Paz, "el orden público para el legislador está contenido en los fines esenciales del orden jurídico y para el juez en el espíritu de la legislación"[44].

Certeramente se ha expuesto que “al tomar las dos palabras con que se enuncia esta figura jurídica, les descubrimos un significado especial por hallarse unidas entre sí. El vocablo orden se refiere al sistema jurídico que modela la organización social, o sea, al conjunto de normas que rigen en una comunidad política, sin distinguir las ramas que la integran; de lo contrario reinaría el caos que es su antónimo. La voz público está utilizada para calificar dicho orden, cuando se halla en juego el interés general y el bien común. Pero, como suele ocurrir, estas dos palabras unidas tienen un vigor expresivo superior a su individualidad, adquiriendo así una dimensión muy amplia” [45].

El orden público “es el conjunto de principios: jurídicos, políticos morales y económicos que son obligatorios para la conservación del orden social de un pueblo en una época determinada”[46].

Pero ¿qué es en realidad el orden público?: es el conjunto de normas, generalmente dispersas por diferentes leyes y códigos del país de que se trate, que consagran limitaciones a la iniciativa individual, en aras de intereses trascendentes y fines valiosos, y que reúnen principios e instituciones consideradas fundamentales para establecer las bases de una política socioeconómica, que propenda a asegurar el bienestar de la sociedad y permita el funcionamiento del Estado.

El orden público incide sobre todas las ramas y disciplinas del Derecho; sobre algunas con mayor fuerza que sobre otras. Pero ninguna de ellas es ajena o inmune a los límites trazados a la autonomía privada por el orden público.

A juzgar por la experiencia de nuestro país y a lo largo de toda nuestra vida, el segmento del orden público que más severamente custodia el Estado es el orden público económico. Se han cometido abusos aberrantes y fechorías de todo tipo en su nombre y, desafortunadamente, nuestro país está cada vez más empobrecido, pese a la acción de los que dicen ser sus defensores.

Hay una constatación evidente en la realidad que nos circunda: en los últimos años, conforme avanza la crisis económica que postra la economía argentina, los sucesivos gobiernos, especialmente en los últimos quince años fueron flexibilizando el orden público, en aspectos personales, lindantes o teñidos de religión y moralidad, concediendo libertades impensables antes. Pero la custodia del orden público económico sigue siendo feroz.

Los particulares pueden hacer con su cuerpo casi cualquier cosa, hasta casi llegar a la eutanasia, al poder negarse a ser hidratados en caso de quedar en coma (Ley N° 26742), pero es considerado una grave falta y sancionada con severidad que los particulares compren y vendan dólares entre ellos, sin pasar por un banco o casa de cambio habilitada o que pretendan indexar sus contratos.

Estas constataciones, nos colocan en el centro mismo de la grave crisis que sufre la ley, como mecanismo de encauzamiento de los conflictos y destinos sociales. Se trata de una cuestión muy preocupante y sobre la que no parecen haber tomado nota jueces y doctrinarios, que le siguen rindiendo culto ciego al legislador, aun cuando sus pifias y yerros se perciban tangiblemente. Claro que es un fenómeno no exclusivamente argentino[47], sino incluso europeo[48], aunque aquí últimamente se siente y percibe con inusitada fuerza y nitidez.

Bien se ha expresado que “la distinción entre orden público y buenas costumbres surge también del distinto criterio que debe emplear el juez para analizar si un contrato viola o no esos principios. Para ver si un contrato viola o no los principios de orden público, debe hacer una valoración objetiva aplicable a todos los casos similares y sin analizar si las partes son de buena o mala fe, sin merituar su comportamiento. En cambio, como enseña Orgaz, para saber si un contrato está en pugna con las buenas costumbres se deberá hacer una valoración subjetiva, pues se analizará el comportamiento moral de las partes”[49].

La limitación de la libertad contractual en el derecho moderno se percibe en tres aspectos diversos:

a) la pérdida (total o parcial) de libertad de los particulares para celebrar determinados contratos: la celebración de éstos, en unos casos no se permite sino, por ejemplo, a ciertas personas o cuando concurren determinadas circunstancias (así, no cualquiera puede comprar o vender tales o cuales mercancías o productos sometidos a intervención estatal) o cuando lo autorice el poder público; en otros casos la celebración de algunos contratos se ha hecho obligatoria[50];

b) la pérdida (total o parcial) de libertad para fijar los particulares el conjunto de derechos y obligaciones a que el contrato dará lugar, o la duración del mismo, etc. (ejemplo las limitaciones a la libertad individual que los arts. 1193 a 1204 y cctes. CCC pone a la libertad individual en ciertos contenidos contractuales, fijación de períodos mínimos de locación, de contenidos contractuales prohibidos, etc.; así que es posible celebrarlo o no, pero, si se le celebra, por ejemplo, los derechos y obligaciones de las partes serán los que la ley establezca de forma imperativa;

c) en muchas ocasiones, la relación, que antes surgía entre dos personas cuando éstas la establecían contractualmente, ahora es posible que surja entre ellas por disposición del poder público, y no por acuerdo de los interesados[51].

5. Las normas de orden público como limitantes de la autonomía privada [arriba] 

Veremos seguidamente cual es la funcionalidad de las normas restrictivas de la autonomía privada en el seno del Código Civil y Comercial argentino:

a) Art. 12 C.C.C., primer párrafo: Hace referencia al orden público, o interés de orden superior, disponiendo que: “Las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia está interesado el orden público”.
El orden público, una de las cortapisas a la libertad regulatoria que esta norma recepta, acota o enmarca el ámbito de autonomía contractual de que disponen las partes. Ocurre que el orden jurídico actual no deja en manos de los particulares la facultad de crear ordenamientos equiparables al jurídico, sin un contralor. El Estado requiere un derecho privado, no un derecho de los particulares. Se trata de evitar que la autonomía privada imponga sus valoraciones particulares a la sociedad; impedirle que invada territorios socialmente sensibles. Sobre todo, se intenta evitar la imposición a un grupo, de valores individuales que le son ajenos. Aquí hace su entrada el orden público de coordinación y de dirección[52].

El orden público implica por esencia considerar el interés general o comunitario sobre el particular, hace a los valores permanentes de un Estado y no cabe utilizar dicho calificativo en forma abusiva, requiriéndose la efectiva y acabada demostración de su configuración. Este concepto jurídico indeterminado implica un conjunto de principios de orden superior, políticos, económicos, morales y algunas veces religiosos a los que se considera estrechamente ligadas la existencia y la conservación de la sociedad. Limita la autonomía de la voluntad y a él deben acomodarse las leyes y la conducta de los particulares [53].

Cabe advertir que no es él un concepto cerrado e inmutable, sino una categoría histórica que debe interpretarse de acuerdo con las circunstancias de una comunidad en un momento determinado, correspondiendo en consecuencia una aplicación dinámica de tal concepto, el que tiene un contenido cambiante.

Y no debe soslayarse tampoco que la libertad de contratar se halla limitada solamente por el orden público, la moral y las buenas costumbres o cuando existan vicios del consentimiento, careciendo los jueces de facultades para modificar los contratos concertados por las partes so pretexto de equidad y mientras no se vulneren tales principios.

b) Art 279 C.C.C. que establece que “el objeto del acto jurídico no debe ser un hecho imposible o prohibido por la ley, contrario a la moral, a las buenas costumbres, al orden público o lesivo de los derechos ajenos o de la dignidad humana. Tampoco puede ser un bien que por un motivo especial se haya prohibido que lo sea”.

Esta norma, llamada la “cláusula moral del ordenamiento jurídico argentino” establece el límite moral a la autonomía privada. Cualquiera sea el contenido concreto que se dé a este concepto de moral -para nosotros, claramente, es la moral cristiana-[54], resulta innegable que “la moral, en sí misma considerada, es un conjunto de convicciones de orden ético y de valor del mismo tipo….Al establecerse la moral como límite de la autonomía contractual, quedan impedidos los contratos inmorales. La inmoralidad del contrato afecta a la causa del mismo y lo hace ineficaz o nulo”[55].

La aprehensión del concepto de “buenas costumbres” requiere tener presente que el mismo no se sustenta en base a apreciaciones individuales o momentáneas, sino que se asienta en una serie de prácticas constantes con reconocimiento colectivo, afirmándose como principios éticos con idea de permanencia. Con la mención de “buenas costumbres” la norma citada nos remite efectivamente al sustrato ético de una conducta socialmente aceptada, obviamente que en un sitio y una época determinada. Su alcance puede ofrecer matices según el grupo social a que haga referencia. Podría darse el caso (y realmente se da) que lo que pacíficamente sería considerado una “mala costumbre” en nuestro medio, sea visto como bueno en una sociedad del lejano oriente.

Como bien dice Benjamín Piñón, “Si el concepto de orden público fue cambiando con el correr de los años, la noción de buenas costumbres también evolucionó. Creemos que el límite de lo prohibido o contrario a ellas ha retrocedido. Muchos contratos impensables por su objeto hace unos años, hoy son aceptados. Será el juez, al juzgar, si es contrario o no a ellas, teniendo en cuenta las costumbres de su tiempo”[56].

c) Arts. 332 C.C.C. La autodeterminación no se configura cuando una de las partes carece de poder de negociación, sea porque actuó en estado de necesidad, debilidad psíquica o inexperiencia, sea en definitiva porque una actuó en relación de superioridad respecto de la otra. Así, dicha norma presume “tal explotación” en caso de notable desproporción en las prestaciones, indicando el camino de la nulidad del acto.

La lesión es un vicio que se configura al tiempo de la celebración del acto a través del aprovechamiento de la situación de inferioridad de uno de los contratantes por parte de su contrario, produciéndose de esta forma una ventaja patrimonial injustificada y desproporcionada a favor de este último; tal vicio requiere que la desproporción o desequilibrio existan al momento en que el negocio nace y no que sobrevenga posteriormente.

Debe extremarse la prudencia para la aplicación del art. 332 CCC; ello así pues están en juego tanto la autoridad del propio contrato, cuanto la estabilidad de las relaciones jurídicas.

La lesión no debe considerarse un medio para sustraer a los contratantes de las consecuencias negativas de un mal negocio o liberarlos del cumplimiento de compromisos negligentemente asumidos o en base a un optimismo excesivo.

6. Efectos del orden público [arriba] 

Los efectos del orden público son los que seguidamente enumeramos:

- Es limitativo: acota y subordina la libertad y voluntad individual (art. 12 Cód. Civ. y Com.): “Toda ley de orden público es imperativa e inderogable por la voluntad de las partes. La solución es lógica pues siendo que el orden público responde al interés general por sobre el individual, su esencia y finalidad se verían totalmente frustrados si los interesados pudieren apartarse de las normas que se sustentan en aquél. El interés social comprometido veda ese proceder” [57].

Es más, tan limitativo es que suele afectar derechos adquiridos. En un párrafo muy atinado se ha dicho que “la norma de orden público económico crea una contradicción con el principio básico de la irretroactividad de la ley, porque esta clase de disposiciones es fundamentalmente retroactiva, y, por tanto, afecta los derechos adquiridos. Las normas de esta índole operan de pleno derecho desde el momento en que se sancionan, aún respecto de situaciones suscitadas con anterioridad a su vigencia. De esa manera se asegura su imperatividad y se consigue una eficacia total respecto de las relaciones jurídicas privadas que se quieren interferir. También se pone en cuestión la seguridad jurídica de las partes al afectarse derechos adquiridos válidamente, pero ello obedece a que el interés individual cede ante ese invocado interés general[58].

- Es irrenunciable (art. 13 CCC): Los contenidos normativos imperativos, fundados en el orden público son irrenunciables, como también lo son los derechos de máxima jerarquía, que están revestidos de orden público, siendo ineficaz cualquier convención que establezca su renuncia.

Las garantías individuales protegidas por la Constitución Nacional son irrenunciables anticipadamente. Ello así, porque tales garantías son acordadas en el interés general del orden público y constituye la base de las instituciones sociales y jurídicas de nuestro país. Cualquier renuncia a invocarlas en el futuro, por muy expresa que fuera, adolecería de una nulidad absoluta y manifiesta, por ser contraria al orden público[59]. La renuncia anticipada de derechos es ineficaz. La renuncia no puede ser genérica ni anticipada en el tiempo al nacimiento de la obligación y el crédito, so riesgo de ser ineficaz, en caso contrario[60].

La autonomía de la voluntad no es absoluta, sino que reconoce ciertos límites impuestos por la buena fe, la moral, las buenas costumbres y el orden público. A partir de ese marco referencial, una renuncia genérica y anticipada de derechos debe quedar sometida a los controles de validez, a fin de proteger el equilibrio normativo del contrato y de mantener unas justas expectativas en caso de incumplimiento, según lo expresa con certeras palabras la buena doctrina[61].

- El acto en violación suya es inconfirmable (art. 387, in fine, CCC).
El acto violatorio del orden público es de nulidad absoluta y, por tanto, inconfirmable, no pasible de ratificación, estando fuera del ámbito de disposición de las partes, al tratarse de una nulidad dispuesta con fundamento en el interés público y la moralidad y buenas costumbres, lo que torne inane la confirmación de la parte a un acto que padezca un vicio generador de una nulidad tal, de suyo irredimible[62].

El vigor extraordinario que tiene el orden público “consiste en impedir la posibilidad de su trasgresión mediante un obrar opuesto a sus dictados. Crea un rechazo del acto que lo viola, por serle incompatible. Está amurallado, como una fortaleza, porque es el instrumento del que se vale la defensa social” [63].

- El acto en violación de él es imprescriptible (art. 387, in medio, CCC).

El transcurso del tiempo no sanea una nulidad inconfirmable, absoluta. El tiempo es inane para tornar regular lo gravemente irregular, para mutar la esencia gravemente viciada de un acto o para neutralizar la vulneración del orden público, por la acción deliberada de las partes.

Cuando el acto nulo lo es de nulidad absoluta, la acción para obtener la declaración de nulidad es imprescriptible, pues admitir la prescripción equivaldría a permitir la confirmación tácita del acto por el solo transcurso del tiempo. Entre la confirmación de los actos jurídicos y la prescriptibilidad de la acción de nulidad hay una correlación estrecha, ya que la confirmación y la prescripción extintiva dependen de la voluntad de la parte damnificada, pues si ésta deja correr el tiempo sin pedir la declaración de nulidad, se presume que tiene la voluntad de sanearlo[64].

- Produce la nulidad absoluta de todo acto que se le oponga (art. 386 CCC).

- La nulidad absoluta del acto realizado en violación del orden público puede declararse por el juez, aun sin mediar petición de parte, si es manifiesta en el momento de dictar sentencia (art. 387, ab initio, CCC).
Cuando la nulidad absoluta es, además, manifiesta, el juez puede y debe declararla de oficio, esto es, sin necesidad de petición de parte. La connivencia o las negociaciones que pudieran haber hecho los directamente interesados, no constituye un obstáculo para que el juez declare de oficio una nulidad de pleno derecho, al ser ésta ofensiva del orden público.

La declaración de nulidad de oficio de un acto jurídico por el juez se corresponde con la innecesaridad de realizar a su respecto alguna investigación de hecho o producción de prueba para descubrir el vicio que afecta al acto. Cuando el vicio está patente en él, el acto es manifiestamente nulo; en cambio, cuando deben realizarse actividades tales como producir prueba (una pericia, etc.) o realizar una investigación de hecho, la nulidad del acto no es manifiesta, porque no surge patente del acto mismo.

- La nulidad absoluta causada por la violación del orden público puede alegarse por el Ministerio Público y por cualquier interesado, excepto por la parte que invoque la propia torpeza para lograr un provecho (art. 387, in medio, CCC).

El acto que adolece de ineficacia absoluta no puede ser confirmado, ni convalidado; su declaración de nulidad puede ser peticionada judicialmente por toda persona interesada y en cualquier estado del proceso y aún disponerse de oficio, si la nulidad es manifiesta.

El ordenamiento amplía la legitimación para denunciar o poner al descubierto estos supuestos de nulidad, tornando más ancha la base de quienes pueden revertirlos pero, a la vez, impidiendo que se saque partido de dichas acciones invalidantes.

- Su violación se transforma en causa ilícita del acto (arts. 726 y 1014 CCC).

 


Notas [arriba] 

[1] Académico de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (Galicia, España) y de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba – Ex Juez de Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial – Ex Asesor General de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires - Profesor visitante de las Universidades Washington University (EEUU), Rey Juan Carlos y de La Coruña (España), de París XIII (Sorbonne-París Cité) y Savoie (Francia), de Coimbra (Portugal), de Perugia (Italia), etc. - Autor de treinta y tres libros en temas de Derecho Civil y Procesal Civil.
[2] Ver LÓPEZ MESA, Marcelo, “Ineficacia y nulidad de los actos y negocios jurídicos”, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 2019, pág. 341 y ss.
[3] FLOUR, Jacques – AUBERT, Jean-Luc – SAVAUX, Éric, « Droit civil. Les obligations », 1. L´acte juridique, 13ª edic., Edit. Dalloz-Sirey, París, 2008, pág. 75, Nº 96.
[4] PORCHY-SIMON, Stéphanie, «Droit civil. Les obligations», Edit. Dalloz, 5ª edic., París, 2008, pág. 28, Nº 60.
[5] DÍEZ-PICAZO, Luis, “Fundamentos del Derecho Civil patrimonial”, volumen I, 5ª edic., Cívitas, Madrid, 1996, pág. 127, Nº 14.
[6] SORO RUSSELL, Olivier, “El principio de la autonomía de la voluntad privada en la contratación: génesis y contenido actual”, Editorial Reus, Madrid, 2016, pág. 9.
[7] ÁLVAREZ ESTRADA, Jassir, “El contrato: del individualismo liberal a la masificación de las relaciones económicas”, en revista “Justicia Juris”, Vol. 9. Nº 1, Enero – Junio de 2013, pág. 63 (ISSN 1692-8571).
[8] C. Nac. Com., sala B, 11/4/1995, LL 1995-D- 636; C. Apels. Trelew, Sala A, 8/07/2009, "Pacheco c/ Lungo”, sist. Eureka, voto Dr. López Mesa.
[9] Cfr. Cám. Apels. Trelew, Sala A, 20/09/2010, “Bravo González, Liliana Margarita c/ Imagen S.R.L. y Otros/ Daños y Perjuicios” (Expte. 169 - Año 2010 CAT), en sist. Eureka, voto Dr. López Mesa.
[10] Cfr. Avant-Projet de Réforme du Droit des Obligations (arts. 1101 a 1386 du Code civil) et du Droit de la Prescription (arts. 2234 a 2281 du Code civil), Informe al Sr. Ministro de Justicia, Mr. Pascal Clément, 22 Septembre 2005, Exposición de Motivos del Prof. Pierre Catala, numeral Nro. 8, pág. 16.
[11] Cfr. Cám. Apels. Trelew, Sala A, 8/7/09, "Pacheco, Alberto Ramón C/ Lungo, Blanca Irma s/ Rescis. Contrato - daños y perjuicios" (Expte. 170 - Año 2009 CANE), en La Ley online y sist. Eureka, voto Dr. López Mesa, que hiciera acuerdo unánime con el emitido por el Dr. Carlos D. Ferrari.
[12] Cfr. Cám. Apels. Trelew, Sala A, 8/7/09, "Pacheco C/ Lungo", La Ley online y sist. Eureka, voto Dr. López Mesa.
[13] C. Nac. Civ. y Com. Fed., sala 3ª, 18/02/2005, “Díaz”, AP online.
[14] GHESTIN, Jacques, “La notion de contrat”, en Recueil Dalloz, t. 1990, sec. Chroniques, pág. 147 y ss.
[15] CIDH, 26/5/2001, causa “Niños de la Calle” (Villagrán Morales y otros) Vs. Guatemala”, en http://www.corteid h.or.cr/do cs/casos/ articulos /Seriec_77_es p.pdf.
[16] C. Nac. Civ., sala A, 31/3/81, Areco, Elena y otra c/ Ganadera del Sud S.A., JA 1982-I-132.
[17] BETTI, Emilio, “Teoría General del negocio jurídico”, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1959, págs. 92, 94,124,125.
[18] FLOUR, Jacques – AUBERT, Jean-Luc – SAVAUX, Éric, « Droit civil. Les obligations », 1. L´acte juridique, 13ª edic., cit, pág. 78, Nº 101.
[19] REZZÓNICO, Juan Carlos, “Principios fundamentales de los contratos”, Astrea, Buenos Aires, 1999, pág. 159.
[20] C. Nac. Civ., sala K, 5/10/90, Mechilli, Mario c/ De Lange Internacional S.A., JA 1993-III, síntesis.
[21] REZZÓNICO, Principios fundamentales de los contratos, cit, pág. 201.
[22] Ver LÓPEZ MESA, M., “Derecho de Daños, Manual” (La responsabilidad civil en el Código Civil y Comercial”, Editorial B. de F., Buenos Aires- Montevideo, 2019, capítulo I; ídem, “El nuevo Código Civil y Comercial y la responsabilidad civil (de intenciones, realidades, concreciones y mitologías)”, en Revista Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. UNLP. Año 13 / Nº 46 - 2016. ISSN 0075-7411.
[23] PORCHY-SIMON, Stéphanie, «Droit civil. Les obligations», cit, pág. 29, Nº 61.
[24] PÉREZ VIVES, Alvaro, “Teoría general de las obligaciones”, 4ª edición, actualizada por Alberto Tamayo Lombana, Ediciones Doctrina y Ley Ltda., Bogotá, 2009, págs. 129/130, Nº 36.
[25] REZZÓNICO, Principios fundamentales de los contratos, cit, pág. 196.
[26] REZZÓNICO, Principios fundamentales de los contratos, cit, pág. 197.
[27] REZZÓNICO, Principios fundamentales de los contratos, cit, pág. 197.
[28] FLOUR, Jacques – AUBERT, Jean-Luc – SAVAUX, Éric, « Droit civil. Les obligations », 1. L´acte juridique, cit, pág. 78, Nº 101.
[29] REZZÓNICO, Principios fundamentales de los contratos, cit, pág. 197.
[30] REZZÓNICO, Principios fundamentales de los contratos, cit, pág. 198.
[31] BETTI, Emilio, Teoría General del negocio jurídico, cit, pág. 173.
[32] Ver LÓPEZ MESA, Marcelo, “Ineficacia y nulidad de los actos y negocios jurídicos”, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 2019, pág. 343 y ss.
[33] Vid el fallo de la Excma. Cám. Apels. Trelew, Sala A, 21/9/2011, “Gamez, M. A. C. c/ Hughes, R. R. s/ Division de condominio” (Expte. 41 - Año 2011 CAT), según mi voto, en sist. Eureka.
[34] C. Nac. Civ. y Com. Fed., sala 3ª, 18/02/2005, “Díaz”, AP online.
[35] GHESTIN, Jacques, « La notion de contrat », Recueil Dalloz 1990, sec. Chroniques, p. 147.
[36] DÍEZ-PICAZO, Luis, “Fundamentos del Derecho Civil patrimonial”, cit, vol 1º, p. 128, Nº 15.
[37] MOSSET ITURRASPE, Jorge, “Calificación, integración e interpretación del contrato”, en “Revista de Derecho Privado y Comunitario”, Edit. Rubinzal y Culzoni, Santa Fé, Nº 2006-3, pág. 13.
[38] Conf. CASTÁN TOBEÑAS, José, “Derecho civil español común y foral”, 16ª edición, Edit. Reus, Madrid, 1992, T. III, pág. 522.
[39] PORCHY-SIMON, Stéphanie, «Droit civil. Les obligations», cit, pág. 29, Nº. 63 a 67.
[40] Cfr. el interesante aporte del maestro Don Federico DE CASTRO, titulado “Notas sobre las limitaciones intrínsecas de la autonomía de la voluntad”, en “Anuario de Derecho Civil”, t. 35, Madrid, 1982, pág. 987 y ss.
[41] DÍEZ-PICAZO Y PONCE DE LEÓN, Luis, ¿Una nueva doctrina general del contrato?, en “Anuario de Derecho Civil”, t. 46, Madrid, 1993, pág. 1707.
[42] ALBALADEJO, Manuel, “Derecho civil ll. Derecho de obligaciones”, 11ª edic., Edit. Bosch, Barcelona, 2002, t. II, págs. 367/368, Nº 4.
[43] DÍEZ-PICAZO, Luis, “Fundamentos del Derecho Civil patrimonial”, cit, vol 1º, pág. 129, Nº 15.
[44] MARTÍNEZ PAZ, Enrique, "El concepto del orden público en el derecho privado positivo", Revista del Colegio de Abogados de Buenos Aires, Nº 5, 1.942, T. XX, Sept./Oct, pág. 663 y ss.
[45] SALERNO, Marcelo Urbano, “El Orden Público en el Sistema Jurídico”, en “Revista Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires”, año 1998 y en https://ar.ijeditor es.com/articulo s.php?idar ticulo=339 47&busque da=3&palab ra=%2Bmeno res*&fav oritos=&exacta=& idbusqueda=7 26513.
[46] FERNÁNDEZ-NÓVOA, Carlos, “Tratado sobre derecho de marcas”, 2ª edic., Marcial Pons, Madrid, 2004, pág. 231.
[47] Vid. NUNES DE SOUZA, Eduardo, “Teoria Geral das Invalidades do Negócio Jurídico. Nulidade e anulabilidade no direito civil contemporâneo”, Edit. Almedina, Coimbra, 2017, pág. 35 y ss., Capítulo denominado “Principais mecanismos de controle valorativo da autonomia privada e sua relação com as invalidades negociais”.
[48] Vid MARINESE, Vito, “L'idéal législatif du Conseil constitutionnel. Etude sur les qualités es de la loi”, tesis, Université de Nanterre, Paris X, 2007, https://tel.arc hives-ouver tes.fr/tel-006 26046/docume nt, pág. 9 y 10.
[49] PIÑÓN, Benjamín Pablo, “El concepto de orden público en la teoria general del contrato”, en “Edición homenaje al Dr. Jorge MossetIturraspe”, edic. de la Univ. Nacional del Litoral, Santa Fé, 2005, pág. 438.
[50] ALBALADEJO, Manuel, “Derecho civil ll. Derecho de obligaciones”, 11ª edic., cit, t. II, pág. 368, Nº 4.
[51] ALBALADEJO, “Derecho civil ll. Derecho de obligaciones”, cit, t. II, pág. 368, Nº 4.
[52] Sup. Corte Bs. As., 10/9/2003, “Palmieri, Nelly María E. v. Banco de Boston”, Juba sum. B26842.
[53] C. 1ª Civ. y Com. Mar del Plata, sala 2ª, 21/3/1995, “Mastrosimone de Anzalone, Lucía s/sucesión”; ídem, 2/10/2001, “Armesto Claudia v. Argencard SA y otro”; ídem, 28/2/2002, “AFIP-DGI s/incidente de revisión en Arpez SA s/quiebra”, todos en Juba sum. B1401121.
[54] Nuestro voto, en la sentencia de la Cám. Apels. Trelew, Sala A, 22/11/2011, “Mateos, D. A. c/ Banco P. S.A. s/ Daños y Perjuicios (Ordinario)” (Expte. 262 - Año 2011 CAT), en sist. Eureka.
[55] DÍEZ-PICAZO, Luis, “Fundamentos del Derecho Civil patrimonial”, cit, vol 1º, pág. 129, Nº 15.
[56] PIÑÓN, Benjamín Pablo, “El concepto de orden público en la teoria general del contrato”, en “Edición homenaje al Dr. Jorge MossetIturraspe”, edic. de la Univ. Nacional del Litoral, Santa Fé, 2005, pág. 438.
[57] OSSOLA, Federico Alejandro - PIZARRO, Ramón D., “Orden público en la responsabilidad civil”, LA LEY 2015-F, 1001.
[58] SALERNO, “El Orden Público en el Sistema Jurídico”, cit,
[59] C. Nac. Trab., sala 10ª, 31/7/2000, LL 2001-B-240; C. Apels. Trelew, Sala A, 17/01/2012, “Ramírez c/ Arrieta López” (Expte. N° 279 - año 2011), en sist. Eureka, voto Dr. López Mesa.
[60] C. Apels. Trelew, Sala A, 17/01/2012, “Ramírez c/ Arrieta López”, en sist. Eureka, voto Dr. López Mesa.
[61] C. Apels. Trelew, Sala A, 17/01/2012, “Ramírez c/ Arrieta López”, sist. Eureka, voto Dr. Carlos D. Ferrari.
[62] LÓPEZ MESA, Marcelo, “Ineficacia y nulidad de los actos y negocios jurídicos”, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 2019, pág. 350 y ss.
[63] SALERNO, Marcelo Urbano, “El Orden Público en el Sistema Jurídico”, cit.
[64] Corte Sup., 06/03/1990, JA 1990-IV-641.