JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:Los desafíos de la Contratación Estatal
Autor:Cassagne, Juan C.
País:
Argentina
Publicación:Revista Iberoamericana de Derecho Administrativo y Regulación Económica - Número 8 - Agosto 2014
Fecha:12-08-2014 Cita:IJ-LXXII-767
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I. Actuales desafíos y clásicos dilemas de la contratación pública
II. La tensión entre los principios lex inter partes y pacta suntservanda y la injerencia del legislativo sobre los contratos administrativos. La proyección de la potestad reglamentaria
III. Peculiaridades que exhibe la teoría del contrato administrativo
IV. Reflexiones a modo de conclusión

Los desafíos de la Contratación Estatal

Juan Carlos Cassagne*

I. Actuales desafíos y clásicos dilemas de la contratación pública [arriba] 

1.1 Liminar

La contratación pública y dentro de ella, la teoría del contrato administrativo plantean en la actualidad una serie de desafíos que, junto a los clásicos dilemas, ponen a prueba la solidez y la subsistencia de la categoría y de sus principios fundamentales.

El camino de su construcción ha sido lento pero el hecho de asentarse en fuertes pilares jurídicos y adaptarse a la realidad que exhibe cada tiempo histórico explica, de algún modo, su permanencia a pesar de los embates del proceso de mundialización y de los derechos supranacionales que no obstante su limitación territorial no dejan de ser globales en sus respectivos ámbitos (comunitario europeo e inter-americano). La paradoja es que muchas de las cosas que han sucedido fueron, en cierta manera anticipadas hace un siglo.

En efecto, hace poco tiempo se cumplieron cien años de la primera edición de los “Principios de Derecho Público” de Maurice Hauriou[1]cuya vigencia actual ha sido escasamente advertida en el mundo, incluso por la doctrina francesa, que ha dedicado poco espacio a la proyección de este magnífico libro del creador del derecho administrativo contemporáneo[2]

Esa ocasión inspiró un magnífico trabajo doctrinario de Jacqueline Morand-Devillerque tuvimos el privilegio de recibir para su publicación en nuestra Revista de Derecho Administrativo[3] en el que la autora desmenuza con auténtica maestría el pensamiento del célebre Decano de Toulusse.

En ese trabajo Morand-Deviller revela la raíz del pensamiento de Hauriou mostrando su actual vitalidad para enfrentar la problemática que plantea el contrato administrativo relacionándolo con la teoría del Estado y de la institución.

Aunque obvias razones impiden que nos extendamos en este apasionante tema no podemos dejar de señalar el hecho de que en la actualidad buena parte de las relaciones contractuales de cierta duración y particularmente los contratos de asociación pública privada se han institucionalizado y que en el sistema de fuentes del derecho (en forma incompatible con el positivismo jurídico y la pirámide kelseniana) aparecen múltiples y complejas relaciones entre los particulares y el Estado que limitan el ejercicio de las prerrogativas estatales, que, como es sabido, se ejercen en forma unilateral. Si el intercambio de prestaciones no es contemporáneo sino permanente y de cierta duración es evidente que más que ante un contrato conmutativo, en su esencia, estamos frente a una relación institucional regida más por los principios generales y la equidad, que por las potestades exclusivas del poder, aunque estas potestades se ejerzan para mantener el equilibrio de las prestaciones durante la vida del contrato. Esta clase de contratos públicos se transforman así en verdaderas instituciones de base asociativa y el principal desafío que enfrentaron los juristas estriba en descubrir los principios que las nutren, las nuevas soluciones que demanda el fenómeno a luz de las necesidades socio-económicas y cuál es el mejor sistema para la resolución de los conflictos.

¿Quién podría pensar décadas atrás que en la concesión de servicios públicos tuviera cabida la idea de una tarifa social? Actualmente los sistemas y la interpretación se orientan a la búsqueda de la mayor estabilidad jurídica con el objetivo de atraer inversiones en infraestructura y servicios que mejoren las condiciones económico-sociales de cada comunidad (bien común) y en esa línea cabe situar a la figura de los llamados contratos-ley o de estabilidad jurídica que instituyó el ordenamiento constitucional peruano[4]. Esta clase de contratos procuran que la convergencia voluntaria de los particulares con la Administración “descanse en principios de certeza, confianza, autorización, previsión y legalidad[5]”.

Esta estabilidad jurídica que precisan los contratos públicos para sustraerse de la influencia de los cambios políticos ( y evitar así el aumento del riesgo contractual) conduce a corregir el uso y abuso de la potestad modificatoria así como de los poderes de extinción por razones de ilegalidad[6] o de oportunidad sin efectuar el pago efectivo de los daños que los actos de la Administración provocan en el patrimonio del contratista privado, circunstancia que en Latinoamérica destiñe cuando no aniquila la figura contractual y hace que la misma no ofrezca garantías suficientes para las inversiones que necesita nuestro desarrollo económico.

1.2 Sobre los dilemas clásicos

El campo de la contratación pública se encuentra asediado por una serie de tensiones en medio de un conjunto de dilemas que giran, fundamentalmente, en torno de la teoría del contrato administrativo y, en menor medida, de los contratos de objeto privado que celebra la Administración.

Si se reconoce la categoría jurídica del contrato administrativo (ya sea como género de los contratos que celebra la Administración o como la especie más significativa de éstos), en la que el acuerdo de voluntades con el contratista privado se caracteriza (i) por perseguir una finalidad de inmediata de interés público propia de la función administrativa o, si se prefiere, de su tráfico o giro normal; (ii) por contener un régimen típico del derecho administrativo con prerrogativas de poder público y, (iii) por un sistema de selección fundado en los principios de publicidad, igualdad y concurrencia, puede captarse fácilmente, al menos en nuestro país, cuál es el punto de mayor tensión  que se genera en el ámbito de la contratación pública.

Porque aun suponiendo las mejores intenciones en quienes propician la huida del régimen de los contratos públicos, sobre todo en materia de selección de los contratistas, en base a discutibles principios de eficacia, no se puede ignorar que la prescindencia de los principios de publicidad, igualdad y concurrencia, alienta conductas anticompetitivas y corruptelas que impiden que el Estado o sus entidades públicas y/o privadas obtengan las ofertas más ventajosas que puede proporcionar el mercado.

No obstante, en una tendencia opuesta a la seguida por el derecho comparado, que extiende los principios de la selección pública a las sociedades anónimas estatales e inclusive a contratistas privados (los llamados sectores excluidos en el derecho comunitario europeo),el ordenamiento argentino prescribe lo contrario, conforme a la política legislativa adoptada para la mayoría de las sociedades estatales creadas en la última década[7].

Esa regresión institucional no es buena ya que puede, en sí misma, estimular la corrupción y el favoritismo en la selección. También resulta contraria al principio de transparencia. Hay que pensar que, en el fondo, se trata de recursos que pertenecen a la comunidad y que aun cuando se considerara conveniente acudir a formas orgánicas privadas no resulta jurídicamente válido, desde el ángulo de los principios constitucionales, que se obvie la licitación pública o procedimientos similares, porque con ello se incurre en una doble transgresión: la del principio de defensa de la competencia prescripto por el art, 42, 2ª parte, de la Constitución Nacional y la del principio de publicidad que consagra, en forma preceptiva, el art. 3º inc. 5 de la Convención Interamericana contra la Corrupción, cuya trascendencia ha señalado la doctrina[8].

A su vez, el campo de la contratación púbica ha sido fértil en la producción de un conjunto inagotable de dilemas como los que plantean la elección entre un régimen contractual estatista y autoritario frente a un régimen de equilibrio entre prerrogativas y garantías; si tiene o no sentido hoy día la categoría del contrato administrativo, o bien, si se admiten o no los contratos de la Administración regulados, en punto a su objeto, por el derecho privado, o si, de cara a una revocación del contrato por razones de oportunidad cabe indemnizar o no el lucro cesante etc.

Adicionalmente, los dilemas lógicos son mucho más peligrosos en la medida que intentan probar algo sobre la base de proposiciones contradictorias de modo que negándose una de ellas se afirme lo que sustenta el contradictor. La doctrina del contrato administrativo se halla plagada de esta clase de artificios lógicos y el verdadero diálogo suele estar ausente cuando no se convierte en diálogo consigo mismo.

Una forma de  escapar  al diálogo doctrinario consiste en afirmar que la polémica sobre el contrato administrativo traduce una mera disputa verbal y algunos lo han creído así al calificar la que mantuvimos con el Profesor Mairal. En rigor, las disputas sobre palabras suelen ser, en la mayoría de las veces, discusiones sobre cosas.

Lo cierto es que muchos de los antiguos dilemas (vgr. la distinción entre actos de autoridad y de gestión) fueron diluyéndose con el paso del tiempo y la fuerza de una realidad que, en el derecho administrativo, como disciplina ciertamente dinámica,  termina imponiéndose  por el impulso de la doctrina y de la jurisprudencia y, en definitiva, por la razón práctica que anima a los interpretes del derecho.

Así, desde la negación del contrato administrativo en algunos países de Europa Continental (Ej. Italia y Alemania) y en el mundo anglo-sajón, se pasó al reconocimiento de una tendencia publicista que admite contratos con prerrogativas de poder público[9], aun cuando se continuó negando la configuración autónoma y diferenciada de la categoría del contrato administrativo.

En el estadio actual de la evolución de la teoría del contrato administrativo, el modelo español, basado en la concepción francesa, ha alcanzado una gran difusión en la mayoría de los países de Iberoamérica. En efecto, pese a las distintas terminologías que se utilizan, existe una tendencia creciente a reconocer una serie de principios y prerrogativas del derecho público en los ordenamientos que rigen la contratación estatal, lo que no es óbice a que vayan surgiendo nuevas orientaciones doctrinarias que propician la eliminación de la llamada presunción de legitimidad que caracteriza a los actos administrativos[10] o, al menos, la atenuación de los poderes exorbitantes, como lo venimos propiciando desde hace tiempo.

En lo que hay coincidencia es en la configuración de una zona común de la contratación pública, sobre todo en el derecho comunitario europeo y, particularmente, en el derecho español que, como antes se señaló, comprende también a determinadas contrataciones privadas (en los sectores del agua, la energía, los transportes y las telecomunicaciones[11]).

La recurrencia a tipos o instrumentos de contratación privada en el derecho constituye una realidad que no puede soslayarse a condición de que se mantengan los principios de publicidad y concurrencia en los procesos de selección. Una figura que comienza a generalizarse es la del fideicomiso público en la medida que la separación patrimonial y la afectación del bien estatal al fin público-privado que persigue asegura la financiación de obras o proyectos de una manera más ágil y menos costosa al erario público obrando también como un factor de garantía y estímulo de las inversiones privadas.

1.3 La influencia de la globalización

Ahora bien, otra de las tensiones que enfrenta la concepción francesa del contrato administrativo se origina en el proceso de globalización o mundialización que, al procurar la unificación de las instituciones jurídicas de los países, intenta suplantar a los derechos nacionales. Este fenómeno que, en algunos ámbitos, ha tenido una generalización parcial, como la operada en el derecho comunitario europeo, no ha llegado, sin embargo, a sustituir a los derechos nacionales de los países que integran la Unión, aunque podría conducir a un cambio de enfoque, particularmente, en lo relativo a los principios de no discriminación y concurrencia, que resulta un derecho superior al que emana de la ley interna para los países que han celebrado tratados internacionales que contengan normas preceptivas o vinculantes.

Últimamente, se ha pretendido sostener la existencia de un derecho global en la contratación pública[12], dentro del cual se incluyen diferentes ordenamientos provenientes de tratados internacionales o de instituciones creadas por éstos, tales como los de: 1) la OMC; 2) la Comisión de la UN para el derecho mercantil internacional; 3) el Banco Mundial; y,  4) la OCDE, entre otros.

Sin embargo, cabe advertir que, ese derecho global tiene carácter fragmentario y que carece, por lo común, de fuerza vinculante y coexiste con el derecho emergente de los Tratados Bilaterales de Libre Comercio cuyas cláusulas vinculan a los respectivos países  y, por si fuera poco, convive también con el derecho proveniente de los Acuerdos de Integración en los cuales, la fuerza del carácter vinculante es menor, salvo en materia de la responsabilidad internacional del Estado incumplidor.

Hay, pues, una gran diversidad de regímenes jurídicos que quedan fuera de las soberanías nacionales. Aunque sin haberse configurado aun, en el plano internacional, un derecho global vinculanteen lo que concierne al régimen de la ejecución y extinción de los contratos, no puede negarse que la tendencia mundial hacia la globalización conduce a una suerte de “iuscommune”, cuyos principios van plasmándose en los ordenamientos nacionales[13], en forma gradual, quizás sin la celeridad que demanda el comercio internacional.

II. La tensión entre los principios lex inter partes y pacta suntservanda y la injerencia del legislativo sobre los contratos administrativos. La proyección de la potestad reglamentaria [arriba] 

La historia demuestra que la figura del contrato, en general, poseía una mayor estabilidad en el antiguo régimen  que en el sistema que inauguró la Revolución Francesa. El respeto por los pactos, el cumplimiento de la palabra, que obligaba tanto a nobles como a los ciudadanos comunes (no obstante algunas desviaciones), era la regla común que todas  las personas debían observar según un conocido principio: pacta suntservanda.

La Revolución vino a romper esa situación de estabilidad de los contratos como consecuencia del dogma de la soberanía del Poder Legislativo sobre las relaciones convencionales lo que implicó no sólo una modificación en el esquema de poderes sino que también colocó a la ley por encima del contrato, haciendo posible la continua alteración de la fuerza obligatoria contractual. La primacía de la ley sobre el contrato (propugnada en su momento por BENTHAM) constituía un postulado originado en la concepción russoniana de la ley como producto de la voluntad general, a la que se consideraba la fuente de la soberanía del pueblo, que como tal, se suponía infalible.

Si bien no es éste el lugar para hacer el análisis de las complejas relaciones que existen entre la estabilidad y la revolución, así como de sus efectos, en el plano contractual, resulta evidente que el Código Napoleón, al encapsular la soberanía legislativa en un Código Civil –orgánico, sistemático y destinado a perdurar en el tiempo- trató de crear un nuevo escenario de estabilidad contractual y, por ende, de seguridad jurídica. De ese modo, quedaron sentadas las bases para generalizar el desarrollo del capitalismo en el siglo XIX, al menos en Europa continental, puesto que tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, los pactos gozaron, siempre, de una gran estabilidad. Pero el artículo 1197 de nuestro Código Civil contiene algo más que la regla del pacta suntservanda ya que al prescribir que “convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual debe someterse como a la ley misma” (en forma similar al artículo 1134 del Código Civil Francés) consagra el principio de “lex inter partes”,asignándolesa los pactos el valor de las leyes, protegiéndoles, en cierto modo, de las leyes generales posteriores[14].

Sin embargo, nuevas situaciones económicas y sociales llevaron al legislador a dictar leyes que afectaron los contratos aun con obligaciones en curso de ejecución, ya fuera en forma retroactiva o sólo para el futuro. A su vez, el auge que asumió el desarrollo de la potestad reglamentaria, sobre el contratista público durante el siglo XX, planteó la necesidad de establecer unos límites razonables a su ejercicio y una compensación por los sacrificios especiales que tienen que soportar los co-contratantes privados. No hay que olvidar que tanto la ley como el reglamento provienen del Estado quien, a su vez, es la contraparte en el contrato administrativo. Ello da lugar a una compleja relación jurídica que, aunque bilateral en su estructura, difiere de los contratos entre particulares en los que la potestad estatal está fuera del marco contractual y no emana de una de las partes del contrato.

Dicho proceso dio nacimiento, en el campo de la contratación administrativa, a una serie de teorías y de principios que procuraron paliar los desequilibrios producidos en la economía de los contratos por actos generales  o medidas de alcance individual del poder público. Así, después de imponerse la teoría del “hecho del príncipe”[15], se produjo el reconocimiento de la responsabilidad del Estado por la actividad legislativa y, finalmente, empezaron a vislumbrarse los problemas que plantea la incidencia de la potestad reglamentaria respecto de los contratos administrativos, hecho señalado por la doctrina clásica sobre la concesión de los servicios públicos (que la dividió en una faz reglamentaria y otra contractual)[16] pero no suficientemente estudiado en la evolución posterior de la teoría del contrato administrativo. A todo lo expuesto, cabe adicionar la teoría de las relaciones de especial sujeción, nacida en la doctrina alemana, que, en España, no ha tenido mayor recepción por parte de los autores.

Lo cierto es que el ejercicio de la potestad reglamentaria se encuentra siempre subordinado a la Constitución y a la ley que le marcan sus límites, no pudiendo, por tanto, afectar los derechos fundamentales ni sus garantías.

En tal sentido, se fue conformando un conjunto de principios jurídicos que actúan como límites del poder (tales como el de no alterar la esencia de los contratos, la garantía de no expropiar derechos contractuales sin previa declaración de la utilidad pública [art. 17 CN] y el de no afectar la ecuación económico-financiera de los contratos sin compensación, el derecho a rescisión por parte del contratista, la irretroactividad, etc. que vinieron a brindar seguridad jurídica contribuyendo a la estabilidad contractual y, aunque no todos se encuentren actualmente recogidos por el derecho positivo, resulta evidente que, de pretender mayores inversiones y crecimiento económico, ellos deberían incorporarse a cualquier ordenamiento futuro que persiga esos objetivos de bien común.

III. Peculiaridades que exhibe la teoría del contrato administrativo [arriba] 

3.1 La desigualdad de las partes

En los contratos que celebra la Administración, regidos fundamentalmente por principios y normas de derecho público, la concepción contractual se configura sobre la base de un acuerdo de voluntades cuyo régimen refleja la distinta posición de las partes en función de los intereses que persiguen. Mientras la finalidad que persigue la Administración es la realización del bien común, que radica en la causa relevante de interés público que lo justifica, el contratista persigue, en cambio, un interés individual, de naturaleza privada, aun cuando conectado con el interés público, de un modo mediato, a través del contrato que celebra.

Esa diversidad de fines se particulariza en las prerrogativas de poder público que,  en el marco del principio del equilibrio contractual, exhibe, empero, una situación de desigualdad que el régimen de garantías a favor del contratista procura compensar, al menos en el campo de una buena Administración.

Es por otra parte evidente que las dificultades que existen para compensar los daños que irrogan al contratista las tendencias pro-Estado que animan a determinados regímenes jurídicos –como el nuestro- chocan muchas veces con los principios pro-homine, pro-libertate, y, consecuentemente, el de la interpretación más favorable al administrado, que conectados con el principio de la dignidad humana, integran el plexo garantístico de diversos tratados intervencionales que fueron incorporados a la Constitución, tras la reforma de 1994 (art. 75 inc. 22 C.N.). Por estas razones, las tendencias actuales tienden a morigerar o atenuar los principios pro Estado (en sentido amplio) en el campo de la contratación pública.

La desigualdad que justifica la prerrogativa de poder público se halla siempre conectada a los fines concretos que la Administración deberá acreditar en cada caso que pretenda ejercerla, no bastando su alegación. Tampoco implica una relación de subordinación sino de colaboración.

Al propio tiempo, si se repara en el papel que cumple la igualdad en la teoría de la justicia la desigualdad propia de la contratación administrativa aparece como el producto de una relación de justicia legal sin alterar el equilibrio de la conmutación voluntaria (como es en definitiva todo contrato) en el que la igualdad se realiza de objeto a objeto, en proporción al valor de la cosa. Por lo tanto, como lo venimos sosteniendo desde nuestros primeros trabajos en la materia[17] en el contrato administrativo conviven las tres especies clásicas de la justicia, al contener tanto derechos y obligaciones propios de la conmutación voluntaria como de la justicia distributiva, junto a cargas impuestas en función del bien común (justicia legal).

Lo expuesto no implica que el contratista no pueda reclamar ante la Administración por la violación del principio general de igualdad (como proyección de la igualdad ante la ley que predica el art. 16 C.N.) en las diferentes fases o etapas de la contratación pública.

Por lo demás, la desigualdad de las partes se refleja, asimismo, en el punto de partida del sinalagma contractual que es la declaración de voluntad ya que, al contrario de lo que acontece con el contratista privado (limitado solo por las reglas inherentes a la capacidad y al orden público),  la Administración tiene limitada su libertad negocial en mayor medida pues ésta solo puede ejercerse dentro de los límites de la competencia (que siempre posee una naturaleza normativa u objetiva) y del ordenamiento positivo que acota la aptitud de contratación (vgr. la autorización presupuestaria que depende del Legislativo).

3.2 Las prerrogativas de poder público y las garantías compensatorias

El rasgo característico del contrato administrativo, prevaleciente en el sistema jurídico argentino, como en el modelo franco-español y, en general, en Iberoamérica, radica en la presencia de prerrogativas públicas.

Estas prerrogativas pueden provenir tanto del ordenamiento general, en cuyo caso constituyen verdaderas potestades, como del pliego de bases y condiciones que,“a posteriori”, pasa a integrar el contrato, pero también pueden surgir del clausulado expreso del acuerdo de voluntades.Las prerrogativas no pueden ser implícitas –en cuanto violan la prohibición de arbitrariedad,ya que el contratista privado no las pudo prever al celebrar el contrato[18]. Si bien no vamos a efectuar aquí el análisis pormenorizado de toda la problemática que gira en torno a ellas ni a las previstas en el RNCAN, ellas se circunscriben, en su efectividad práctica,  a la “potestasvariandi” y a la revocación del contrato por razones de oportunidad, mérito o conveniencia.

Frente a estas potestades se ha generalizado la tendencia a garantizar la intangibilidad de la ecuación económica financiera del contrato mediante una adecuada compensación o indemnización comprensiva del daño emergente y del lucro cesante, con el objeto de mantener el equilibrio contractual alterado o los perjuicios provocados por la ruptura anticipada del contrato administrativo por razones de interés público (que a nuestro juicio, al igual que la expropiación, requiere ley declarativa y previa indemnización para mantener incólume la garantía de la propiedad prescripta en el art. 17 de la C.N.).

En lo que concierne a la posibilidad de la autotutela ejecutiva (el llamado privilegio de decisión unilateral y ejecutiva) el sistema argentino prevé, incluso para el acto administrativo, que la ejecutoriedad no lleva consigo el uso de la coacción que, en principio y por su naturaleza, compete a los jueces (principio del art. 12 LNPA recogido también en el precepto que lleva el número homónimo en la Ley de Procedimientos Administrativos de la Ciudad de Buenos Aires). En otras palabras, en nuestro país, la autotutela es, por principio de carácter declarativo y solo de un modo excepcional se admite la llamada autotutela ejecutiva, al contrario de lo que acontece en el ordenamiento español. De ese modo, el sistema argentino se aproxima al francés[19].

IV. Reflexiones a modo de conclusión [arriba] 

En  la materia de la contratación pública la tendencia prevaleciente, en una considerable porción del derecho comparado, continúa afiliada a la construcción administrativista, de base francesa y española, al considerar, como especie principal de la contratación de las Administraciones Públicas, la figura del contrato administrativo en razón de su objeto, caracterizado por un fin público relevante, su pertenencia al llamado giro o tráfico común de la Administración y un régimen jurídico dotado de prerrogativas de poder público que se integra también por las garantías que tienen a mantener el equilibrio contractual, el “pacta suntservanda” y la buena fe.

La categoría del contrato resulta común a los derechos privado y público, si bien la regulación positiva del primero es mucho más detallada y completa, gozando de mayor estabilidad al no estar sujeta a los continuos cambios de la política estatal en materia de contrataciones públicas.

En estas reflexiones surge otra conclusión que se impone en razón de la naturaleza de ciertos contratos. En efecto, resulta razonable que la compra-venta y el arrendamiento o locación de cosas ajenos al tráfico administrativo, se rijan por el derecho privado en punto a su objeto, careciendo, en tales casos, de sentido las prerrogativas de poder público que deben reservarse para los contratos en los que se halle interesado, en forma directa e inmediata, el interés público o bien común, excluyendo los que resultan meramente instrumentales a tales fines.

Por otra parte, las tensiones que soporta la teoría del contrato administrativo en nuestro derecho provienen de fuentes distintas. Una de ellas consiste en la regresión que implica la huida hacia el derecho privado de las llamadas empresas públicas a las que se las sustrae de los procedimientos de selección y consecuentes controles que deberían regir para toda la Administración, afectando los principios de publicidad, concurrencia e igualdad, y, al menos, la transparencia en el obrar de las empresas estatales.

La segunda tensión que enfrenta la contratación pública se traduce en los nuevos enfoques que pugnan por incorporarse a nuestra legislación y jurisprudencia a raíz del llamado derecho global de las contrataciones públicas[20] (aunque en gran parte no sea vinculante) y de últimas, por la aplicación de los principios generales que contienen los tratados internacionales incorporados a la Constitución (art. 75, inc. 22 C.N.) que se extienden a toda la actividad administrativa que tendrá que incorporar los nuevos paradigmas y sus principios operativos, aunque esta operatividad sea en algunos casos derivada, como acaba de reconocerlo nuestro más Alto Tribunal.

En el escenario descrito afloran también nuevas formas y tipos contractuales, como las asociaciones público-privadas, los fideicomisos públicos etc. planteando nuevos problemas como son, en general, la armonización entre el interés público con el privado junto a la utilización racional y eficiente de los bienes públicos, el grado de intervención y financiación estatal y, sobre todo, la medida de los riesgos que asumirá en cada operación el contratista privado.

Y aunque nos parece que aún falta mucho tiempo para que la globalización de los regímenes de contratación de las Administraciones Públicas sea vinculante y generalizada, la recepción por los ordenamientos nacionales de principios y reglas comunes implicará una tarea difícil y compleja, lo cual podrá superarse gracias al dinamismo propio de la contratación pública, en cuanto ello sea compatible con la seguridad jurídica interna e internacional y contribuya a favorecer la consecuente radicación de las inversiones tan necesarias para el crecimiento económicosocial de nuestros países.

Actualmente, estamos inmersos, tanto en Argentina como en otros países del mundo, en un escenario difícil y complejo. En medio de las crisis, las personas que cultivan el razonamiento jurídico procuran elevar el nivel de abstracción del pensamiento.

Para ello reporta utilidad a condición de que el análisis se haga sobre una base real, lo que entraña no pocas dificultades. La primera es vencer la ideología que cada uno profesa, la que suele chocar con la realidad. La segunda, es que casi nada de lo que ha ordenado en el derecho público existe en la realidad. Es el dilema entre el ser y la existencia.

El ser real es el de un Estado de Derecho fingido. Todo está fingido o disimulado. La fábula de los relatos pretende suplantar la realidad (es un fenómeno político universal).

Hasta el acto, contrato administrativo y el reglamento carecen de expresión formal y se dictan por teléfono o en forma personal, a través de la palabra como si fuera una orden de un agente de tránsito.

En materia contractual las concepciones van y vienen.

A veces surgen ideas nuevas que o siempre fructifican ni se incorporan a las instituciones.

No hay que preocuparse por ello, es la dinámica del derecho que no constituye un fenómeno que pueda estratificarse de una vez y para siempre. Es algo así como el tiempo que siempre fluye. Las recetas importadas no siempre son útiles y hay que pasarlas por el tamiz de la realidad vernácula. Lo que tenemos que cuidar son las creencias evitando que el derecho tanto los derechos tradicionales como los nuevos derechos, se conviertan en un mero instrumento del poder de turno y no estén al servicio del bien común.

Toda reforma o transformación de inspirarse en la idea de servicio y especialmente los gobernantes deben hallarse al servicio del pueblo y no servirse de él.

 

 

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* Profesor Emérito de la UCA y Titular Consulto de la UBA. Miembro Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires. Académico Honorario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Académico Correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, ambas de Madrid, España.

[1] Hauriou, Maurice, Principes de droitpublic, Dalloz, Paris, 2009, que la obra aparecida en 1910, de la que hay una segunda edición en 1916.
[2] Rivero, Jean, Maurice Hauriou et le droit administratif, en Pages de doctrina, LDGJ, París, 1980, p. 29.
[3] Morand-Deviller, Jacqueline, Le commerce juridique. Consensualisme et convivialisme il y a cent ans Maurice Hauriou, en prensa.
[4] Zegarra Valdivia, Diego, El Contrato Ley, Gaceta Jurídica Editores, Lima, 1997, p. 18 y ss.
[5] Danos Ordoñez, Jorge, en el Prólogo al libro de Zegarra Valdivia, El contrato…, cit., p. 8.
[6] En efecto, no todo contrato ilegal conduce a la invalidez pues para declarar ésta última el vicio ha de ser trascendente: Cfr. Baca Oneto Víctor Sebastián La contratación administrativa en España e Iberoamérica, ed. Cameron May-Junta de Castilla y león, Londres, 2008, p. 674.
[7] Ampliar en nuestro libro El acto administrativo, 3ª edición, La Ley, Buenos Aires, 2012, p. 429 y ss.
[8] Gordillo, Agustín, La contratación administrativa en la Convención sobre la lucha contra el cohecho de funcionarios públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales (Ley 25.319) y en la Convención Interamericana contra la Corrupción, publicado en JA-2000-IV-1268 y reproducido en Summa de Derecho Administrativo (Juan Carlos Cassagne – Director), Tº II, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013, p. 2115 y ss, especialmente, p. 2200.
[9] Lo hemos explicado en numerosos trabajos, véase por ejemplo: En torno a la categoría del contrato administrativo (una polémica actual) en el libro ContratosAdministrativos, Jornadas organizadas por la Universidad Austral, ed. Ciencias de la Administración, Buenos Aires, 2000, p. 37, texto y nota 79 y 47, texto y nota 5.
[10] Durán Martínez, Augusto La presunción de legitimidad del acto administrativo. Un mito innecesario y pernicioso en Estudios de Derecho Público, Vol. II, Mastergraf, Montevideo, 2008, p. 227 y ss.; RheinSchirato, Vitor, Repensando a perténencia dos atributos dos atos administrativos, en el libro Os caminos dos atos administrativos, Revista dos Tribunais, Sao Paulo, 2011, ps. 125-130.
[11] Art. 3 de la ley 48/98 del 30 de diciembre.
[12] Véase: Moreno Molina, Juan Antonio, Derecho global de la Contratación Pública, ed. Ubijos, México, 2011, p. 37 y ss.
[13] Véase: Aguilar Valdez, Oscar R., Sobre las fuentes y principios del derecho global de las contrataciones públicas, publicado originalmente en RDA-2011-175-1 y reproducido en Summa de DerechoAdministrativo, ed. Abeledo-Perrot, Vol. I, Buenos Aires, 2013, especialmente p. 113 y ss
[14] Como la revolución francesa provocó la ruptura de los lazos inter.-individuales de la sociedad, fue necesario que el Código Civil restableciera la fidelidad de los contratos, además de otras instituciones fundamentales. Tal fue el sentido que tuvo la regla establecida en el art. 1134 del Código Civil Francés (similar a nuestro artículo 1197) que lejos de consagrar el principio de la autonomía de la voluntad, estableció positivamente el antiguo pacta suntservanda, asignándole la jerarquía de ley especial entre las partes signatarias del acuerdo; ampliar en MARTIN, Xavier, “Fundamentos políticos del Código Napoleón”, en AAVV, La codificación: raíces y prospectiva. El Código Napoleón, t. I. Educa, Buenos Aires, 2003, p. 157 y ss.
[15] Esta teoría vino a compensar el ejercicio del iusvariandi; vid por todos: García de Enterría, Eduardo Fernández, Tomás Ramón, Curso de Derecho Administrativo, T° I, 10° ed., Civitas, Buenos Aires, 2000, p. 733 y ss.
[16] Para Marienhoff, uno de los primeros juristas argentinos que abordó integralmenteeste tema, la faz reglamentaria integra la parte exorbitante del contrato; Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, T. III-B, 2° ed. act., AbeledoPerrot, Buenos Aires, 1978, p. 595 y ss.
[17] Véase nuestro libro Cuestiones de Derecho Administrativo, ed. Depalma, Buenos Aires, 1987, Cap. VIII, La igualdad en la contratación administrativa, p. 93 y ss., y Revista E.D., Tº 100, p. 899.
[18] Jeanneretde Pérez Cortes, María, Acto Administrativo y Contrato Administrativo, Jornadas organizadas por la Universidad Austral de la Facultad de Derecho, ed. Ciencias de la Administración, Buenos Aires, 2000, p. 144 y ss.
[19] Vid: Cassagne, Juan Carlos, Curso de Derecho Administrativo, Tº I, 10ª ed., La Ley, Buenos Aires, 2011, p. 733 y ss.
[20] Ver: Aguilar Valdez, OscarR., op. cit., p. 97 y ss.