Egües, Nicolás 27-07-2005 - La emergencia y la dinámica del poder estatal 19-03-2015 - Introducción al estudio del Congreso Argentino a la luz de la doctrina de separación de poderes(*)
La cuestión de la delegación legislativa es crucial en pos comprender la praxis política y constitucional de la Argentina. Para ello, se aborda el tratamiento de la misma en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia en el período anterior a la reforma de 1994 y en el artículo 76 de la Constitución Nacional. Luego, un abordaje del régimen de contrataciones de la Administración Pública Nacional, sumado al caso de las Universidades Nacionales y sus particularidades (la autonomía universitaria en la Constitución Nacional y en la ley de educación superior; c) El régimen de contrataciones de las Universidades Nacionales. 4) Conclusiones. 5) Bibliografía.
Palabras Claves:
Régimen de contrataciones | Administración Pública Nacional | Delegación Legislativa | Universidades Nacionales.
The question of the legislative delegation is crucial in order to understand the political and constitutional praxis of Argentina. To do so, its treatment is addressed in the jurisprudence of the Supreme Court of Justice in the period prior to the 1994 reform and in article 76 of the National Constitution. Then, an approach to the contracting regime of the National Public Administration, added to the case of National Universities and their particularities (university autonomy in the National Constitution and of higher education’s law; and the contracting regime of National Universities.
Key Words:
Public Contracting Regime | National Public Administration | Delegation of Legislative Powers | National Universities.
1.a) Su tratamiento en la jurisprudencia de la Corte
Indica Barra que “La delegación legislativa expresa una técnica especial para la creación de normas primarias a través de la transferencia, por parte del legislador en beneficio del Presidente, del ejercicio de la competencia legislativa otorgada al Congreso por la Constitución Nacional” (Barra: 2002, TI, 467).
El concepto transcripto coincide con lo que la doctrina ha denominado “delegación propia”, que se distingue desde antiguo de la denominada “delegación impropia”, vinculada con las competencias reglamentarias del Ejecutivo. Así lo afirma Balbín, sosteniendo que “Es sabido que la delegación propia es la transferencia de competencias de un poder a otro, mientras que la impropia consiste en transferir sólo el ejercicio del poder para fijar los detalles o pormenores de la Ley.” (Balbín: 2004, 101)
La primera de ellas no se encontraba prevista en el texto constitucional de 1853/60, mientras que la segunda, emergía de las disposiciones del antiguo art. 86 inc. 2[1]. Al respecto debe tenerse presente que parte de la doctrina y la propia Corte Suprema de Justicia en el precedente “Cocchia” –CSJN, Fallos 316:2624-, consideró que esta clase de delegación surgía también de las facultades implícitas del Congreso –art. 67 inc. 28- (Bianchi: 1997, citado en Torricelli: 2010 TI, pág. 451)
La Corte tuvo oportunidad de pronunciarse sobre el particular en el precedente “Delfino”, ratificando por un lado la prohibición de la denominada “delegación propia”, al afirmar que “…ciertamente, el Congreso no puede delegar en el Poder Ejecutivo o en otro departamento de la administración, ninguna de las atribuciones o poderes que le han sido expresa o implícitamente conferidos. Es ese un principio uniformemente admitido como esencial para el mantenimiento e integridad del sistema de gobierno adoptado por la Constitución y proclamado enfáticamente por ésta en el art. 29…” y, por otro lado, delimitando conceptualmente las facultades reglamentarias del Ejecutivo –o delegación “impropia”- afirmó en el mismo precedente que “… Existe una distinción fundamental entre la delegación de poder para hacer la Ley y la de conferir cierta autoridad al Poder Ejecutivo o a un cuerpo administrativo, a fin de reglar los pormenores y detalles necesarios para la ejecución de aquella. Lo primero no puede hacerse, lo segundo es admitido…”. Además, la Corte indicó que la facultad reglamentaria puede ser ejercida tanto por el propio Congreso como por el Ejecutivo, “aunque el contenido y la extensión no reconozcan limitación alguna cuando el poder se ejercita por el Congreso…” mientras que en el caso del Presidente la “…mayor o menor extensión queda determinada por el uso que de la misma facultad haya hecho el Poder Legislativo. Habría una especie de autorización legal implícita dejada a la discreción del Poder Ejecutivo sin más limitación que la de no alterar el contenido de la sanción legislativa con excepciones reglamentarias…” (CSJN, fallos 148:430).
Afirma con acierto Torricelli, comentando el fallo, que “La Corte Suprema le prohibió al Congreso las autorizaciones genéricas para dictar una ley (…) pero amplió las facultades reglamentarias del Poder Ejecutivo –e incluso de órganos inferiores que ejercen funciones administrativas-, al entender que dentro de ella se encontraba la potestad de completar la ley.” (Torricelli: 2010 TI, pág. 451)
Con posterioridad a “Delfino”, la Corte se ha referido en diversas oportunidades al tema en cuestión, destacando entre otros los fallos “Mouviel”, “Carmelo Praticco”, “Banco Argentino de Comercio” y “Cocchia”.
En “Mouviel” (CSJN, Fallos 237:636), se destaca el dictamen del Procurador Sebastián Soler en el que repasa todos los antecedentes doctrinarios y jurisprudenciales en la materia, la Corte declara la inconstitucionalidad de los denominados “edictos policiales” emanados del Jefe de Policía –normas de “faltas” dictadas por el funcionario en virtud de la delegación establecida por Ley Nº 13.030-, por considerar que “En el sistema representativo republicano de gobierno adoptado por la Constitución (art. 1) y que se apoya fundamentalmente en el principio de división de los poderes, el legislador no puede simplemente delegar en el Poder Ejecutivo o en reparticiones administrativas la total configuración de los delitos ni la libre elección de las penas, pues ello importaría la delegación de facultades que son por esencia indelegables. Tampoco al Poder Ejecutivo le es lícito, so pretexto de las facultades reglamentarias que le concede el art. 86 inc. 2, de la Constitución, sustituirse al legislador…”
En Carmelo Praticco (CSJN, Fallos: 246;345), la Corte al analizar decretos vinculados con el salario obrero, sostuvo que “Tratándose de materias que presentan contornos o aspectos tan peculiares, distintos y variables que al legislador no le sea posible prever anticipadamente la manifestación concreta que tendrán en los hechos, no puede juzgarse inválido, en principio, el reconocimiento legal de atribuciones que queden libradas al arbitrio razonable del órgano ejecutivo, siempre que la política legislativa haya sido claramente establecida…”
Por otro lado, en Banco Argentino de Comercio c- Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires”, (CSJN, Fallos 286:325) afirma que “No existe propiamente delegación de facultades legislativas cuando la actividad normativa del poder administrador encuentra su fuente en la misma ley, que de ese modo procura facilitar el cumplimiento de lo que el Poder Legislativo le ha ordenado”
En último lugar, “Cocchia, Jorge D. c- Estado Nacional y otro” (CSJN, Fallos 316:2624) reviste singular importancia, por cuanto en él la Corte precisa y distingue dos supuestos de actividad reglamentaria del Ejecutivo, los denominados “reglamentos de ejecución adjetivos” y los “reglamentos de ejecución sustantivos” (BARRA: 2002, 477/481).
En el primer caso se trata, en palabras de la Corte “…de normas de procedimiento para la adecuada aplicación de la ley por parte de la Administración Pública”. Es el caso en que “para la aplicación práctica de la ley resulta necesaria la actividad de cualquiera de las dependencias de la Administración Pública (…) inevitablemente el Poder Ejecutivo deberá disponer cómo se llevará a cabo tal actividad, siempre cuidando de no contradecir la ley así reglamentada.”
La reglamentación “sustantiva”, por su parte, “ocurre cuando el legislador le encomienda al Ejecutivo la determinación de aspectos relativos a la aplicación concreta de la ley, según el juicio de oportunidad temporal o de conveniencia de contenido que realizará el poder administrador. No existe aquí transferencia alguna de competencia. El legislador define la materia que quiere regular, la estructura y sistematiza, expresa su voluntad, que es la voluntad soberana del pueblo, en un régimen en sí mismo completo y terminado, pero cuya aplicación concreta –normalmente en aspectos parciales- relativa a tiempo y materia, o a otras circunstancias, queda reservada a la decisión del Poder Ejecutivo…”
1.b) El art. 76 de la Constitución Nacional.
La reforma de 1994, que esgrimía como uno de sus principales objetivos la limitación del presidencialismo y el fortalecimiento del Congreso, se abocó a regular -con pretensión de limitar- algunas figuras o instrumentos que ya existían en la práctica, por medio de los cuales el Ejecutivo cumplía funciones legislativas, tal el caso de los decretos de necesidad y urgencia y de la mentada delegación legislativa.
En este marco se introduce el art. 76 regulando la figura de la delegación, en los siguientes términos: “Se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca. La caducidad resultante del transcurso del plazo previsto en el párrafo anterior no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa.”
Advertimos que la norma comienza vedando la práctica delegativa en cabeza del Ejecutivo, para luego regular los supuestos excepcionales en que esa delegación, prohibida como regla general, puede configurarse. Al respecto, señala Torricelli que “Esta normativa, dada su mala técnica legislativa, ha generado grandes dudas en cuanto a qué clase de delegación se prohibió, si la propia o la impropia; cuáles son las materias que se pueden delegar; a qué órganos; cómo debe ser la ley delegante y qué sucede cuando ha vencido el plazo de la delegación. También ha generado controversia la cláusula transitoria.” (2010, 452)
Tal precepto resulta a su vez coincidente con lo establecido por el art. 99 inc. 3, en cuanto dispone en su 2° párrafo que “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo.”
En ambos institutos se ha utilizado una similar técnica legislativa, logrando en los dos casos el mismo resultado práctico, esto es ampliar aquello que se proponía limitar.
Lo expuesto surge del mero análisis de las condiciones que habilitan la delegación legislativa y queda corroborado con el abuso -y en algunos casos mal uso- que se ha dado a esta herramienta, tal el caso del Régimen de Contrataciones de la Administración Pública Nacional, que analizaremos en el punto siguiente.
Volviendo a la prohibición inicial del artículo, Balbín identifica tres interpretaciones posibles sobre su alcance: “a) la Constitución prohíbe ambos tipo de delegación, permitiéndose excepcionalmente la delegación impropia, esto es, un criterio restrictivo; b) si bien ambos tipos están prohibidos cualquiera de ellos puede ser autorizado por vía de excepción –criterio mixto-; o c) la delegación impropia está permitida y la propia está prohibida salvo los supuestos de excepción que prevé expresamente el texto constitucional –criterio amplio-.” (Balbín: 2004,102)
Nos inclinamos por la tercera opción, coincidente con la doctrina de la Corte anterior a la reforma, por cuanto resulta a su vez concordante con la atribución presidencial de reglamentar las leyes –art. 99 inc. 2, que no fue reformada por la Convención. Si el constituyente hubiera pretendido vedar la denominada delegación impropia, necesariamente debería haber modificado el texto del antiguo art. 86 inc. 2, cosa que no hizo.
Ingresando brevemente al análisis de las condiciones para la procedencia de la delegación, advertimos que en primer término se limita en razón de la materia, disponiendo su viabilidad sólo para “materias determinadas de administración o de emergencia pública”.
Ambos conceptos, coincide la doctrina, son tan laxos que convierten la excepción en la regla. Ello, por cuanto cualquier situación en la que se plantee una delegación de este tipo, puede subsumirse fácilmente como “materia de administración”, de la que señala Torricelli: “En cuanto a la alocución “materia determinada de administración”, esta expresión es poco concreta, con lo que permite su invocación bajo cualquier pretexto.” (2010, I,454); o en su defecto invocar una situación de “emergencia pública”, en especial a la luz de nuestra experiencia institucional, en la que se ha abusado del concepto de emergencia al punto de que ciertos autores hablan de la “emergencia dela emergencia” (Guarinoni: 2003, 57).
Entonces, cuesta distinguir, a la luz de los numerosos casos en que se ha declarado la emergencia en diversas materias, cuándo estamos transitando una situación de normalidad y cuándo una de anormalidad. Como bien señala Pérez Hualde, la emergencia ha sido calificada por algunos autores como “perpetua” o “permanentes” (2008, IV, 172). Afirma en el mismo sentido Guibourg, que “…la República Argentina ha vivido de emergencia en emergencia. Al principio, acaso desde el fin de la anarquía, cada generación gozaba (es una manera de decir) de algunos años seguidos de algo que pudiera denominarse normalidad. Pero desde 1930 las emergencias se hicieron cada vez más frecuentes, en la última década del Siglo XX vivimos una emergencia permanente y a fines de 2001 nos precipitamos en otra emergencia de tal profundidad que muchos llegaron a añorar las emergencias anteriores.” (2003, p.8)
Volviendo a las materias habilitadas (estrictamente hablando, el primer caso refiere a una materia específica -“administración”-, mientras que el segundo refiere a situaciones fácticas que pueden configurarse respecto de cualquier materia –“emergencias”-), el primer caso referido a “materias determinadas de administración” se vincula con la actividad o funciones administrativas que, por disposición constitucional, cumple el Congreso.
El concepto de función administrativa involucra una disputa de vieja data entre los diversos autores dedicados a esa disciplina. Por un lado, encontramos a quienes optan por un concepto positivo indicando lo que tal función es, como el caso de Marienhoff para quien es “la actividad permanente concreta y práctica del Estado que tiende a la satisfacción inmediata de las necesidades del grupo social y de los individuos que lo integran.” (1988, II, 7589)
Por otro lado, están quienes advertidos de la dificultad de llegar a un concepto positivo de esa actividad, optan por una definición negativa, indicando lo que tal función no es, como el caso de Gordillo para quien comprende “toda la actividad que realizan los órganos administrativos y la actividad que realizan los órganos legislativos y jurisdiccionales, excluidos respectivamente los hechos y actos materialmente legislativos y jurisdiccionales.” (Gordillo: 1966, p. 99)
Lo cierto es que el Congreso realiza función administrativa, cualquiera sea la concepción que se adopte, pero no toda ella es susceptible de delegación. Ello por cuanto dentro de estas funciones encontramos todo lo atinente al manejo institucional y que repercute sólo en el ámbito del Congreso, es decir, los actos tendientes a autodirigirse y organizar su funcionamiento, en cuyo caso la delegación, “más que prohibida, sería absurda.” (Barra: 2002, I, 487). Tal sería el caso del nombramiento de empleados, fijación de horarios, organización de las dependencias internas, mantenimiento edilicio, entre otras.
Dentro de las funciones administrativas que exceden el ámbito del propio órgano, y que sí podrían delegarse, encontramos en la Constitución las de crear y suprimir empleos, fijando sus atribuciones (art. 75 inc. 20 CN) y otorgar pensiones (art. 75 inc. 20 CN).
Existen otras funciones que reúnen la misma condición, pero que a nuestro criterio no podrían delegarse, por estar referidas directamente al Poder Ejecutivo. Tal es el caso de la toma de juramento al presidente y vice (art. 93 CN); autorizar al presidente para ausentarse del territorio de la Nación (art. 99 inc. 18 CN) y declarar el caso de proceder a una nueva elección en el supuesto de dimisión del presidente o vice (art. 75 inc. 21 CN).
A su turno, el propio Congreso ha enumerado lo que podría considerarse “materias determinadas de administración”, al dictar la Ley N° 25.148 en cumplimiento de la Disposición Transitoria Octava de la Constitución Nacional. Dice la norma en su artículo segundo: “A los efectos de esta ley, se considerarán materias determinadas de administración, aquellas que se vinculen con: a) La creación, organización y atribuciones de entidades autárquicas institucionales y toda otra entidad que por disposición constitucional le competa al Poder Legislativo crear, organizar y fijar sus atribuciones. Quedan incluidos en el presente inciso, el correo, los bancos oficiales, entes impositivos y aduaneros, entes educacionales de instrucción general y universitaria, así como las entidades vinculadas con el transporte y la colonización; b) La fijación de las fuerzas armadas y el dictado de las normas para su organización y gobierno; c) La organización y atribuciones de la Jefatura de Gabinete y de los Ministerios; d) La creación, organización y atribuciones de un organismo fiscal federal, a cargo del control y fiscalización de la ejecución del régimen de coparticipación federal; e) La legislación en materia de servicios públicos, en lo que compete al Congreso de la Nación; f) Toda otra materia asignada por la Constitución Nacional al Poder Legislativo, que se relacione con la administración del país.”
La amplitud de la norma habilitante queda de manifiesto con su simple lectura, en especial, el último inciso.
El otro caso en que se habilita la delegación, como hemos visto, es la “emergencia pública”.
Señala Pérez Hualde que bajo la denominación de “emergencia” quedan comprendidos “aquellos casos en que la comunidad se encuentra ante un peligro de envergadura, que altera gravemente el funcionamiento normal de las instituciones, pero que no significa una amenaza a la integridad del Estado. Es lo que Rosenfeld denomina “estado de grave tensión” que no amenaza, reiteramos, la integridad del Estado” (2008, IV,170
El principal problema de la emergencia como causal habilitante de delegación, es que no se encuentra limitada a ninguna materia. Tratándose de una situación fáctica de anormalidad, la misma podría referirse e involucrar a todas las competencias del Congreso.
Existe divergencia doctrinaria sobre los alcances de la delegación en estos casos. Mientras algunos autores como Barra afirman que quedan comprendidas todas las materias, “inclusive, las expresamente vedadas para los DNU: tributaria, penal, electoral y de partidos políticos” o aquellas “que, en su sanción legislativa, requerirían una mayoría especial” (2002, I, 493), para luego excluir “la delegación legislativa en materia de reformas de la Constitución, ya sea por la vía del art. 30 o por la del art. 75 inc. 22…” (2002, 485). Otros autores, como Midón, amplían la exclusión a todas las materias que no son propiamente legislativas, como “a) las atribuciones de índole preconstituyente, jurisdiccional, de gobierno y de control (…) b) (…) el atributo de hacer las leyes que tienen señalado una tramitación especial (…) c) (…) la potestad de sancionar tipos penales, regular la libertad de las personas, derecho de propiedad, la facultad de publicar las ideas por la prensa sin censura previa, la defensa en juicio, creación de impuestos y cargas personales, etcétera. (…) d) (…) hacer leyes que el Poder Constituyente encomendó al Congreso para completar la reforma del 94.” (2008, p.28)
Si bien la prudencia indica que las exclusiones señaladas por Midónson más acordes a la naturaleza del instituto y en especial a la pauta de interpretación que surge de la primera parte del artículo, no podemos dejar de reconocer que algunas de las exclusiones propuestas no surgen de forma clara del texto constitucional, en especial las referidas a leyes que requieren un trámite especial.
Junto a ello, sí consideramos excluidas aquellas materias que por expresa manda constitucional deben atenerse al principio de legalidad, como es el caso de la materia penal o tributaria[2].
De la habilitación en razón de la materia, surge otro límite: la determinación. Señala Barra que “Tanto en lo que corresponde a los casos de emergencia como de administración, la delegación no puede ser abierta o indeterminada. Por el contrario, se debe referir concreta y precisamente a un determinado aspecto o instituto, de manera específica, con circunscripta identificación” (2002, 496)
La norma también exige que la delegación se efectúe sujeta a un plazo. Entendemos que esta podría considerarse una limitación realmente condicionante de la delegación, pero tal entendimiento se ve resentido no bien advertimos que la Constitución no ofrece ningún elemento que permita cuantificar dicho plazo o al menos calificarlo como breve. Tampoco dice si debe ser determinado o determinable, de modo que la delegación podría formularse por un período de tiempo largo, no determinado y sólo determinable.
Sin perjuicio de la extensión del plazo, su cumplimiento implica la finalización automática de la delegación, quedando imposibilitado el Presidente de emitir nuevas normas en su consecuencia e incluso quedando sin efecto, a partir de ese momento, las normas dictadas. Ello sin desmedro de los derechos nacidos a la luz de la normativa delegada, los que quedan como derechos adquiridos conforme la disposición del último párrafo del art. 76 de la Constitución.
Se ha dicho en este sentido que “La expiración del plazo provoca la caducidad automática de la delegación, quedando imposibilitado el Presidente de emitir válidamente en lo sucesivo normas sobre las materias delegadas. Tampoco, cabe aclararlo, podrá, aun dentro del término de la delegación, dictar normas con un plazo de vigencia superior a ese término–sin perjuicio de la firmeza de los derechos ejercidos o adquiridos y la continuidad de la vigencia de las relaciones jurídicas nacidas bajo el amparo del decreto delegado- ni con plazo de vigencia abierto, aunque en esta última hipótesis corresponderá interpretar que la norma delegada extingue automáticamente y de pleno derecho su vigencia al expirar el plazo por el que la delegación fue otorgada.” (Barra: 2002, I, pág. 496)
Similar afirmación realiza Balbín al decir que “La doctrina también ha sostenido que el vencimiento del plazo de delegación producirá la caducidad de la ley y del decreto delegado, sin perjuicio de la irrevisibilidad de las relaciones jurídicas nacidas al amparo del reglamento.” (2004, pág. 109)
En sentido contrario, Torricelli afirma que “El párr. último del art. 76 se encarga de aclarar que los decretos que el Ejecutivo firme como consecuencia de la delegación siguen vigentes, caducando únicamente la ley marco de delegación. (2010: TI, pág. 454)
Por último, la Constitución exige el establecimiento en la Ley delegante de lo que denomina “bases de la delegación”. Esta exigencia se vincula, asimismo, con la “determinación” de la materia, de modo que “la ley que disponga la delegación deberá circunscribir con precisión su objeto y alcance, junto con los principios y criterios para ejercer la delegación.” (Salvadores de Arzuaga: 1997, T I, pág. 499)
Finalmente, debe considerarse que la Ley N° 26.122 dictada en el año 2006, sometió a los decretos delegados, al mismo trámite de control que los decretos de necesidad y urgencia y la promulgación parcial de normas.
En estos casos el Jefe de Gabinete de Ministros debe remitir en el plazo de 10 días el decreto a la Comisión Bicameral Permanente y previo dictamen de ésta –que debe realizarse en el plazo de 10 días-, las Cámaras del Congreso, sin plazo estipulado por la norma, deben pronunciarse sobre la validez o invalidez del decreto o norma, requiriéndose el voto de las dos Cámaras para que el decreto en cuestión sea revocado.
Pero podemos efectuar algunas las críticas a la Ley Nº 26.122, que, de manera sintética, giran en torno a cinco grandes ejes:
1) La inexistencia de plazo para el tratamiento de las Cámaras (art. 22): la ley establece la creación de una Comisión Bicameral permanente que es la encargada de dictaminar sobre la adecuación formal y sustancial del decreto a las normas constitucionales. Tanto la conformación como la actividad de la Comisión han sido prolijamente reguladas. El problema aparece una vez que la Comisión ha finalizado con su función, ha realizado el dictamen pertinente y ha remitido el decreto para el tratamiento por ambas Cámaras del Congreso. La ley no establece plazo alguno para el tratamiento del decreto por parte del Congreso, lo que nos lleva a pensar en la seria posibilidad de que en algunos casos dicho tratamiento no se produzca nunca.
2) La necesidad de que exista un pronunciamiento negativo por parte de las dos Cámaras del Congreso (art. 24): sumado a lo expuesto en el punto anterior, aparece otro aspecto de la ley que nos preocupa seriamente, cual es la necesidad de que las dos Cámaras se pronuncien negativamente para que el decreto pierda su vigencia. Si tenemos en cuenta que los decretos como normas de naturaleza legislativa emanadas del órgano Ejecutivo, son siempre excepciones al principio de la separación de los poderes, los supuestos de validez de los mismos deben ser también excepcionales. Pues bien, en el caso de la ley en análisis la regla es la validez de los decretos y la excepción la invalidez de los mismos. Lo expuesto se agrava ni bien advertimos que conforme al art. 81 de la CN cuando una Cámara rechaza un proyecto de Ley, éste no puede tratarse en ese período legislativo, pero según la Ley Nº 26.122, si ocurre lo mismo con un decreto delegado, éste se mantiene incólume.
3) Existencia de una “Ley” sin la aprobación del Congreso o con la aprobación de una sola Cámara (arts. 22/24): Otro aspecto preocupante, es la posibilidad de que exista una norma de naturaleza legislativa que tenga plena vigencia, ya sea sin haber sido tratada por el Congreso o con el voto favorable de una sola Cámara. Es cierto que ésta ha sido la realidad desde el 94 hasta la fecha, en materia de DNU, no obstante ésta realidad existía en la medida que había un vacío legislativo. Hoy que existe una ley que pretende regular tal situación de anormalidad, resulta inconcebible que se termine institucionalizando tal anomalía.
4) Validez del decreto desde su dictado (art. 17/24): debemos dejar en claro que estamos a favor de la validez de los decretos desde su dictado por el Ejecutivo, en tanto dicha validez responde a criterios de seguridad jurídica que la justifican. El problema surge cuando se combina este punto con los anteriores, es decir, si pensamos en el supuesto de que el Congreso no se pronuncie sobre el decreto, o que no reúna el voto de ambas Cámaras para derogarlo, generándose en los hechos una situación igual a la que existía antes del dictado de la Ley Nº 26.122.
5) Igual regulación para institutos de diferente naturaleza: la Ley Nº 26.122 regula el trámite de revisión tanto de los decretos de necesidad y urgencia, como los decretos delegados y la promulgación parcial de las Leyes. El defecto consiste en no establecer mecanismos diferenciados, teniendo en cuenta que se trata de institutos de diferente naturaleza.
2. El régimen de contrataciones de la Administración Pública Nacional [arriba]
El régimen de contrataciones de la Administración Pública Nacional-aplicable a toda la administración central- se encuentra reglado por el Decreto Delegado nº 1023/2001 y las sucesivas normas reglamentarias del mismo, siendo la vigente el Decreto Reglamentario nº 1030/2016, que establecen los mecanismos para la contratación de bienes y servicios por parte del Estado Nacional, instrumentando una de las tantas especies de los denominados contratos administrativos.
Estos últimos han sido definidos por la doctrina como “aquellos celebrados por la Administración pública con un fin público, circunstancia por la cual pueden conferir al cocontratante derechos y obligaciones frente a terceros, o que, en su ejecución, pueden afectar la satisfacción de una necesidad pública colectiva, razón por la cual están sujetos a reglas de derecho público, exorbitantes del derecho privado, que colocan al cocontratante de la Administración pública en una situación de subordinación jurídica.” (Bercaitz: 1980, 247)
En este caso en particular, la normativa refiere a los denominados “contratos de suministro de bienes y servicios” (Casella et al: 1988, p.VII) que tienen por objeto, “que las obras, bienes y servicios sean obtenidos con la mejor tecnología proporcionada a las necesidades, en el momento oportuno y al menor costo posible, como así también la venta de bienes al mejor postor, coadyuvando al desempeño eficiente de la Administración y al logro de los resultados requeridos por la sociedad…”, según el art. 1° Decreto 1023/2001.
Resulta de interés el análisis de las normas citadas en el marco del presente trabajo, por cuanto han sido dictadas como consecuencia de una delegación legislativa –o mejor dicho, invocando la existencia de una pretendida delegación legislativa-, de allí que el decreto 1023/2001 ostente la condición de Decreto Delegado. Asimismo, su último decreto reglamentario ha introducido modificaciones sustanciales al régimen, en especial la inclusión expresa de las Universidades Nacionales, aspecto que será también objeto de análisis.
Ingresando al origen de la normativa, advertimos que históricamente el régimen de contrataciones estuvo contenido en el decreto-ley N° 23.354/56 -vigente en virtud de lo dispuesto por la Ley N° 14.467- con sus sucesivas normas reglamentarias. Incluso al momento de dictarse la Ley N° 24.156 de “administración financiera y de los sistemas de control del sector público nacional” en el año 1992, que derogó gran parte del antiguo decreto-ley de contabilidad, se dejó incólume expresamente el apartado dedicado a las contrataciones. (art. 137 inc. a Ley Nº 24.156)
Lo cierto es que en el año 2001 se modificó sustancialmente el régimen, por medio del decreto n° 1023, dictado en el marco de la delegación dispuesta por la Ley Nº 25.414.
Debe tenerse en cuenta en este punto, que conforme hemos analizado largamente en los apartados anteriores, el ejercicio de la delegación legislativa se encuentra supeditado al cumplimiento de cuatro aspectos:
- Que se trate de “materia determinada de administración” o de un caso de “emergencia”;
- Que exista una verdadera “determinación” de la materia;
- Que la delegación contenga un plazo;
- Que se establezcan con claridad y precisión las “bases de la delegación”.
En el caso que nos ocupa, existen diversas irregularidades que vician en su origen al decreto 1023/2001, y no se encuentran tanto en la norma delegante como en la norma delegada.
En primer término, no existe una habilitación legal expresa para modificar el régimen de contrataciones. Tratándose el ejercicio de funciones legislativas por parte del Ejecutivo de un supuesto excepcional, debe interpretarse siempre en forma restrictiva. Al respecto dice Barra que “…no pueden existir “materias implícitas”, que permitan la regulación por decreto legislativo de materias no previstas expresamente por el Congreso en la ley delegante… no podemos sino inclinarnos por un criterio restrictivo” (2002, I, pág. 554)
Y en este entendimiento, advertimos que de la lectura de la Ley Nº 25.414 no surge siquiera una mención al régimen de contrataciones.
Al momento del ejercicio de la pretendida facultad delegada, en los considerandos del decreto 1023/2001, se señala: “Que por la ley citada en el VISTO el HONORABLE CONGRESO DE LA NACIÓN delegó en el PODER EJECUTIVO NACIONAL, hasta el 1° de marzo del año 2002, el ejercicio de atribuciones legislativas en materias determinadas de su ámbito de administración y resultantes de la emergencia pública. Que, en todos los casos, las facultades delegadas tienden a fortalecer la competitividad de la economía o a mejorar la eficiencia de la Administración Nacional. Que, conforme surge del artículo 1° apartado II inciso e) de dicha ley, ésta, entre otros aspectos, tiene por objeto dar continuidad a la desregulación económica, derogando o modificando normas de rango legislativo de orden nacional que perjudiquen la competitividad de la economía. Que el incremento de la eficiencia en la gestión de las contrataciones estatales reviste un carácter estratégico por su impacto en el empleo, en la promoción del desarrollo de las empresas privadas y en la competitividad sistémica...”
Lo cierto es que el art. 1, apartado II inciso e) de la Ley Nº 25.414, citado por el Ejecutivo como pretendida “norma habilitante”, dispone expresamente: “e) Dar continuidad a la desregulación económica derogando o modificando normas de rango legislativo de orden nacional sólo en caso de que perjudiquen la competitividad de la economía, exceptuando expresa e integralmente toda derogación, modificación y suspensión de la Ley de Convertibilidad N° 23.928, de los Códigos Civil, de Minería y de Comercio o en materia penal, tributaria, laboral del sector público y privado, salud, previsional, de las asignaciones familiares, la Ley Marco Regulatorio del Empleo Público (N° 25.164) y la Ley N° 25.344 de Emergencia Pública, en lo referido al pago de la deuda previsional con Bonos Bocón III, contenidos en el art. 13 de la mencionada Ley.”
La lectura a de esta norma no pareciera habilitar al Ejecutivo al dictado de una normativa general en materia de contrataciones.
Encontramos en este aspecto un doble vicio: por un lado la amplitud de la norma de delegación, que no permite conocer “su objeto y alcance, junto con los principios y criterios para ejercer la delegación” Salvadores de Arzuaga: 1997, 982) y no se refiere “concreta y precisamente a un determinado aspecto o instituto, de manera específica, con circunscripta identificación” (Barra: 2002, 496), sino que por el contrario resulta abierta, difusa y profusa, dejando un campo de acción al Ejecutivo que controvierte la naturaleza del Instituto. Por otro lado, aún en la amplitud del instrumento delegante, no se menciona en modo alguno el régimen de contrataciones y no alcanza con invocar, como ha hecho el Ejecutivo, que la normativa de contrataciones tiene un carácter estratégico para “la competitividad sistémica” para considerarla incluida dentro de las materias habilitadas.
A lo expuesto debe agregarse que el dictado del decreto ha vulnerado de manera evidente la limitación en lo atinente al plazo, desde que al dictar una norma de alcance general destinada a regir todas las contrataciones futuras, incluso luego de vencido el plazo expreso contenido en la Ley de delegación -1 de marzo de 2012-, se ha desnaturalizado el límite temporal que exige la Constitución.
Cabe recordar en este aspecto, que conforme calificada doctrina citada en el apartado anterior, el vencimiento del plazo de la delegación importa también la caducidad de la normativa delegada. Afirma Barra en este sentido “…Tampoco, cabe aclararlo, podrá, aun dentro del término de la delegación, dictar normas con un plazo de vigencia superior a ese término –sin perjuicio de la firmeza de los derechos ejercidos o adquiridos y la continuidad de la vigencia de las relaciones jurídicas nacidas bajo el amparo del decreto delegado- ni con plazo de vigencia abierto, aunque en esta última hipótesis corresponderá interpretar que la norma delegada extingue automáticamente y de pleno derecho su vigencia al expirar el plazo por el que la delegación fue otorgada”(2002, 496); y en similar sentido Balbín (2004, 109). En el presente caso, han transcurrido 16 años desde el vencimiento del plazo de la delegación y la norma delegada sigue aplicándose.
Finalmente, destacamos que no se ha seguido en relación al decreto 1023/2001 el trámite de control legislativo que prevé la Ley Nº 26.122. Si bien es cierto que esta última norma fue sancionada cinco años después, no es menos cierto que desde su vigencia pesa sobre las autoridades –Jefe de Gabinete de Ministros-, la responsabilidad de su remisión para efectuar el control pertinente por parte de la Comisión Bicameral Permanente primero y del Congreso después.
Al margen de las irregularidades mencionadas, el decreto 1023/2001 dispone: “El presente régimen será de aplicación obligatoria a los procedimientos de contratación en los que sean parte las jurisdicciones y entidades comprendidas en el inciso a) del art. 8° de la Ley N° 24.156 y sus modificaciones.” (art. 2º)
De este modo, en tanto la norma no ha sido cuestionada judicialmente, resulta de aplicación a los procesos de contrataciones llevados adelante por la “Administración Nacional, conformada por la Administración Central y los Organismos Descentralizados, comprendiendo en estos últimos a las Instituciones de Seguridad Social” (art. 8 inc. a Ley Nº 24.156)
Asimismo, resultan de aplicación a los procesos de contrataciones en el ámbito nacional, las normas reglamentarias del decreto delegado 1023/2001, siendo la más reciente el decreto reglamentario Nº 1030/2016 complementado por diversas disposiciones de la Oficina Nacional de Contrataciones (Disposiciones ONC nº 62, 63, 64 y 65 del 2016)
Esta última situación genera una nueva disyuntiva, ya que a las irregularidades mencionadas respecto de la delegación, se suma que el Ejecutivo al momento de instaurar el sistema de contrataciones ha dispuesto un órgano rector que no sólo tiene funciones operativas –cosa que sería válida- sino que le ha asignado funciones de creación normativa.
La Oficina Nacional de Contrataciones, conforme al art. 23 del decreto delegado 1023/01 puede, además de dirigir el sistema, “dictar normas aclaratorias, interpretativas y complementarias.”
De este modo, tenemos que el Poder Ejecutivo ha dictado una norma de contrataciones que materialmente correspondía dictar al Congreso ejerciendo una delegación al menos cuestionable a la luz del art. 76 de la Constitución Nacional, la ha reglamentado en ejercicio de la atribución del art. 99 inc. 2 de la Constitución y al mismo tiempo ha creado un órgano al que ha dotado de facultades también reglamentarias, ya que en eso consisten las normas complementarias o interpretativas que emite la Oficina Nacional de Contrataciones.
Refiriéndose a estas situaciones, ha sostenido la doctrina que “el decreto delegado, que ocupa el lugar de la ley, puede necesitar la intervención concreta de órganos de aplicación, lo que podría ser decidido en la misma norma presidencial. Esta, entendemos, es una decisión inobjetable, siempre que se trate de la mera “aplicación” –en definitiva, una suerte de ejecución del decreto delegado- y no de una subdelegación disfrazada. Por encontrarse la actividad normativa del órgano de aplicación (…) indisolublemente ligada al decreto delegado, surge evidente la conveniencia de que aquellas normas de aplicación sean también remitidas a la Comisión Bicameral, y, además, informadas y explicadas por el Jefe de Gabinete en sus presentaciones ante el Congreso.” (Barra: 2002, 514)
De más está aclarar que esta remisión, cuya obligatoriedad no surge clara del texto de la Ley Nº 26.122, no se ha producido.
3. El caso de las Universidades Nacionales [arriba]
Llegados a este punto, y tal como hemos indicado en el título del presente trabajo, resulta necesario precisar el ámbito material de aplicación del Régimen de Contrataciones establecido en el decreto 1023/2001 y en especial su eventual obligatoriedad para las Universidades Nacionales.
Ello por cuanto en la última reglamentación -decreto 1030/2016-se modificó sustancialmente este aspecto, en lo que estimamos constituye un claro exceso reglamentario contrario a las facultades del art. 99 inc. 2 de la Constitución y un nuevo eslabón en la cadena de irregularidades que rodean al régimen en cuestión.
Lo expuesto resulta además paradójico, porque lo que el Ejecutivo ha “alterado en su espíritu” es en este caso una norma que él mismo ha dictado.
Lo cierto es que conforme indicamos en el apartado anterior, el decreto 1023/2001 en su artículo segundo dispone su aplicación “a los procedimientos de contratación en los que sean parte las jurisdicciones y entidades comprendidas en el inciso a) del artículo 8° de la Ley N° 24.156” es decir “Administración Nacional, conformada por la Administración Central y los Organismos Descentralizados, comprendiendo en estos últimos a las Instituciones de Seguridad Social” (art. 8 inc. a Ley 24.156)
El decreto reglamentario 1030/2016, por su parte, dispone su aplicación a las “jurisdicciones y entidades del Poder Ejecutivo Nacional comprendidas en el inciso a) del artículo 8° de la Ley N° 24.156 y sus modificaciones, integrado por la Administración Central, los organismos descentralizados, incluidas las universidades nacionales y las instituciones de seguridad social…” (art. 2° decreto 1030/2016) (el destacado es nuestro)
Advertimos que al “glosar” el contenido del inciso a) del artículo 8 de la Ley N° 24.156, se ha incorporado a las Universidades Nacionales en lo que podría importar una grave violación de su autonomía constitucionalmente reconocida.
Es por ello que nos detendremos brevemente en el alcance de la autonomía universitaria, consagrada definitivamente por el constituyente del 94, para luego determinar si a la luz de la misma se encuentran obligadas a aplicar un régimen de contrataciones emanado de un órgano del poder central. En este análisis, se incluirá además el de la Ley de Educación Superior, que pareciera pronunciarse por la afirmativa respecto del interrogante planteado.
3. a) La autonomía universitaria en la Constitución Nacional.
Siguiendo una tendencia que se repite en el ámbito latinoamericano, el constituyente del 94 consagró expresamente la autonomía universitaria y así lo ilustra Diego Valadés: “En la actualidad 17 países de la región incluyen en sus constituciones el principio de la autonomía universitaria: Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay, Venezuela. El régimen de las universidades es muy variado; es un aspecto acerca del cual ha habido una singular creatividad en los diferentes ordenamientos” (2015, 27); poniendo fin a un viejo anhelo iniciado, en nuestro derecho, a fines del siglo XIX.
Dispone en este sentido el inciso 19, 3º párrafo del artículo 75 que corresponde al Congreso “…Sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad nacional respetando las particularidades provinciales y locales; que aseguren la responsabilidad indelegable del Estado, la participación de la familia y la sociedad, la promoción de los valores democráticos y la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna; y que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales.” (art. 75 inc. 19 3º párrafo)
Tal disposición resulta plenamente operativa y en tal sentido, las entidades comprendidas en la misma, gozan de autonomía y autarquía desde el momento de la aprobación del nuevo texto constitucional.
Este es el criterio pregonado por Bidart Campos, para quien “La autonomía de las universidades nacionales tiene, automática y directamente por imperio de la cláusula constitucional, el efecto de erigirlas y reconocerlas como personas jurídicas de Derecho público no estatales lo que, entre otras consecuencias, surte la de colocarlas al margen de toda clase de intervención respecto del Estado, como no sea en lo que pueda tener vinculación con los recursos que el Estado les depara a través del presupuesto.” (1997, II, 46)
Respecto de los alcances de la mentada autonomía, resulta útil recurrir a las sesiones de la Convención del 94 para lograr un mejor entendimiento de la norma. En este aspecto, el convencional Jesús Rodríguez afirmó en el seno de la Convención que “…consiste en que cada universidad nacional se dé su propio estatuto, es decir, sus propias instituciones internas o locales y se rija por ellas, elijas a sus autoridades, designe a los profesores, fije el sistema de nombramientos y de disciplina interna (…) .Todo esto sin interferencia alguna de los poderes constituidos que forman el gobierno del orden político, es decir, el Legislativo y el Ejecutivo.”[3]
El propio texto constitucional aporta una noción precisa sobre la autonomía al regularla en el ámbito municipal (art. 123), en tanto ordena a las Provincias asegurar esa autonomía, reglando su alcance y contenido en los aspectos institucional, político, administrativo, económico y financiero.
Horacio Rosatti, comentando los alcances de dicha norma sostiene que “...parece sensato reconocer "autonomía" a todo ente que reúna las siguientes cinco atribuciones: a) autonormatividad constituyente, b) autocefalía, c) autarcía o autarquía, d) materia propia y e) autodeterminación política. Por autonormatividad constituyente se entiende la capacidad del municipio de dictarse u aprobar su propia norma regulatoria fundamental (normalmente denominada carta orgánica o estatuto) en el marco del derecho no originario; por autocefalía se interpreta la capacidad del municipio de elegir y deponer a sus propias autoridades; por autarquía, la capacidad de obtener y disponer de los recursos necesarios para cumplir su cometido; por materia propia, la potestad de regulación, planeamiento, gerenciamiento y control sobre las actividades ciudadanas, y por autodeterminación política, la inmunidad frente a presiones externas que restrinjan o impidan el ejercicio de las potestades propias y la posibilidad de resolver los conflictos internos dentro de su jurisdicción y los conflictos con otros órganos de poder a través de tribunales judiciales imparciales” (2004, 2-22)
Sin perjuicio de las diferencias que puedan existir entre los Municipios y demás entidades autónomas, y aun considerando que lo reglado para estos no resulta de aplicación automática a las Universidades, lo cierto es que del texto constitucional puede inferirse que todo órgano autónomo, para ser tal, debe dictar su propia norma fundamental, elegir sus autoridades, gobernarse y disponer de los recursos que le sean asignados, sin injerencia en ninguno de estos ámbitos por parte de otros órdenes de poder.
La Procuración del Tesoro de la Nación, ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre los alcances de la autonomía Universitaria, en Dictamen PTN n° 144/04, afirmando que “La Universidad Nacional no pertenece ni a la ADMINISTRACIÓN CENTRAL, ni sus agentes al SECTOR PÚBLICO NACIONAL, constituyendo un ente jurídico descentralizado ajeno (al Ejecutivo). Los principios constitucionales de autonomía y autarquía de las universidades nacionales implican una absoluta y total independencia del Poder Ejecutivo Nacional, tanto en el pleno ejercicio de sus funciones, como asimismo en la administración y disposición de sus recursos. Al NO pertenecer las universidades nacionales al ámbito de la administración pública (centralizada o descentralizada), el Poder Ejecutivo debe abstenerse de interferir en la esfera de las mismas.”[4] (el destacado es nuestro)
La doctrina, por su parte, ha sostenido que “la autonomía universitaria importa una esfera de gobierno a escala, un determinado grado de competencia, distinto del de la Provincia, por caso; pero gobierno al fin, que involucra: administración, legislación y jurisdicción. El gobierno de la universidad, como una esfera bien diferenciada del Estado central, que integra la descentralización política: autonomía; y la descentralización administrativa: autarquía institucional.” (Martínez, en Gil Domínguez: 2010 T3, pág. 637)
En igual sentido se ha afirmado que “Desde nuestra óptica la autonomía de las universidades nacionales consiste en la plena capacidad de éstas para determinar sus propios órganos de gobierno, elegir a sus autoridades, ejercer las funciones de docencia, investigación y extensión, y las actividades administrativas y de gestión que en su consecuencia se desarrollen; sin ninguna clase de intervención u obstrucción del Poder Ejecutivo, y solamente revisables (en caso de arbitrariedad o ilegalidad) por el Poder Judicial. La autarquía, en permanente retroalimentación con la autonomía, deber ser entendida como la plena capacidad que tienen las universidades nacionales para administrar y disponer de los recursos que se le asignan, a cada una de ellas, mediante los subsidios previstos en la ley de presupuesto; como así también, la plena capacidad para obtener, administrar y disponer los recursos propios que se generen como consecuencia del ejercicio de sus funciones” (Gil Domínguez: 2010, III, pág. 637/638)
Al margen de las conclusiones a las que podamos arribar respecto de los alcances de la autonomía universitaria, en una primera aproximación podemos afirmar que todo órgano autónomo, para ser tal, debe dictar su propia norma fundamental, elegir sus autoridades, gobernarse y disponer de los recursos que le sean asignados, sin injerencia en ninguno de estos ámbitos por parte de otros órdenes de poder.
3.b) La autonomía universitaria en la Ley de Educación Superior Nº 24.521.
No obstante la claridad de la normativa constitucional citada en el apartado precedente, la Ley de Educación Superior Nº 24.521, al reglamentar la autonomía, la restringe a los aspectos académico e institucional.
Dispone en su parte pertinente el art. 29 de la norma que: “Las instituciones universitarias tendrán autonomía académica e institucional, que comprende básicamente las siguientes atribuciones: a) Dictar y reformar sus estatutos, los que serán comunicados al Ministerio de Cultura y Educación a los fines establecidos en el art. 34 de la presente ley; b) Definir sus órganos de gobierno, establecer sus funciones, decidir su integración y elegir sus autoridades de acuerdo a lo que establezcan los estatutos y lo que prescribe la presente ley; c) Administrar sus bienes y recursos, conforme a sus estatutos y las leyes que regulan la materia.”
A su turno, el art. 59 dispone: “Las instituciones universitarias nacionales tienen autarquía económico-financiera que ejercerán dentro del régimen de la Ley Nº 24.156, de administración financiera y sistemas de control del sector público nacional. En ese marco corresponde a dichas instituciones: a) Administrar su patrimonio y aprobar su presupuesto. Los recursos no utilizados al cierre de cada ejercicio se transferirán automáticamente al siguiente; b) Fijar su régimen salarial y de administración de personal; c) Podrán dictar normas relativas a la generación de recursos adicionales a los aportes del Tesoro nacional, mediante la venta de bienes, productos, derechos o servicios, subsidios, contribuciones, herencias, derechos o tasas por los servicios que presten, así como todo otro recurso que pudiera corresponderles por cualquier título o actividad (…) ; f) Aplicar el régimen general de contrataciones, de responsabilidad patrimonial y de gestión de bienes reales, con las excepciones que establezca la reglamentación. El rector y los miembros del Consejo Superior de las Instituciones Universitarias Nacionales serán responsables de su administración según su participación, debiendo responder en los términos y con los alcances previstos en los arts. 130 y 131 de la Ley Nº 24.156. En ningún caso el Estado nacional responderá por las obligaciones asumidas por las instituciones universitarias que importen un perjuicio para el Tesoro nacional.”
Las normas citadas contienen una contradicción, puesto que por un lado se reconoce a las Universidades la posibilidad de “Administrar sus bienes y recursos”, que implicaría necesariamente el dictado de las normas para lograr esa administración, para luego disponer que deben “Aplicar el régimen general de contrataciones, de responsabilidad patrimonial y de gestión de bienes reales…” en clara alusión a las normas que rigen estos aspectos para la administración central.
De este modo, la norma importa un serio agravio contra la autonomía universitaria desde que dispone lisa y llanamente la injerencia de los poderes centrales en el manejo de los bienes de las universidades, mediante la aplicación de las normas que a tal fin se dicten.
Esta pretensión es propia de la autarquía, mas no de la autonomía. Ello considerando como indica Finochiaro que “La autarquía es la capacidad de auto administrarse, pero de auto administrarse donde todo el marco jurídico ya ha sido dictado por un ente superior que controla al ente autárquico.” (Finochiaro: 2003)
Lejos de la auto normatividad que la autonomía importa, la Ley de Educación traslada esa capacidad a un órgano externo a la Universidad, aspecto que no resiste análisis a la luz de las normas constitucionales, doctrina y jurisprudencia citada en el apartado anterior.
Ello sin perjuicio de ingresar en otros aspectos de la Ley, que también resultan contrarios a la autonomía consagrada en el inc. 19 del art. 75 CN. En este sentido y sólo a título enunciativo, se ha señalado que “El art. 29 reglamenta de forma rigurosa y taxativa el ámbito de la autonomía. El art. 34 establece un control preventivo que implica dependencia administrativa del Poder Ejecutivo. El art. 42 condiciona el reconocimiento oficial a exigencias reglamentarias previas. Los arts. 44, 45, 46 y 47 incorporan un mecanismo de evaluación y acreditación, quedando la evaluación externa a cargo de entidades privadas autorizadas por el Ministerio de Cultura y Educación, y de la Comisión Nacional de Evaluación, órgano descentralizado que funciona en jurisdicción del Ministerio de Cultura y Educación. El art. 43 permite fijar contenidos mínimos al Ministerio de Cultura y Educación afectando a la función académica. El art. 50 sustrae a las universidades nacionales con más de cincuenta mil alumnos uno de los elementos nutrientes de la función académica: el régimen de admisión a las aulas. Los arts. 52, 53, 54, 55, 56 y 57 condicionan a los órganos de gobierno y los requisitos para participar de ellos, desconociendo que la autonomía implica que la comunidad universitaria debe determinar sus órganos de gobierno y los requisitos para participar de ellos. Los arts. 79 y 80 establecen taxativamente un plazo obligatorio para que las universidades nacionales adecuen sus estatutos a las normas de la Ley…” (Gil Domínguez: 2010, III, pág. 649/650)
A lo expuesto se agrega que el art. 32 de la norma, dispone que “Contra las resoluciones definitivas de las instituciones universitarias nacionales impugnadas con fundamento en la interpretación de las leyes de la Nación, los estatutos y demás normas internas, solo podrá interponerse recurso de apelación ante la Cámara Federal de Apelaciones con competencia en el lugar donde tiene su sede principal la institución universitaria.”
Esta disposición no hace más que colaborar a la confusión que trasunta toda la norma, sustrayendo competencia a los Tribunales Federales de primera instancia con competencia territorial en las Provincias donde asientan las Universidades Nacionales y al mismo tiempo disponiendo un procedimiento de impugnación que resulta distinto al dispuesto por las mismas normas que manda a aplicar en el art. 59 (normativa nacional en materia de contrataciones).
Lo cierto es que las contradicciones, incoherencias y vacíos que la norma contiene, imponen la necesidad de revisar su aplicación automática, al menos en todos aquellos aspectos que resultan contrarios a la autonomía regulada por la Constitución Nacional.
Lamentablemente, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha convalidado la Ley en todo cuanto ha sido cuestionada, lo que en modo alguno quita validez a nuestro planteo.
Ello por cuanto los cuestionamientos que han originado los pronunciamientos de la Corte, han estado dirigidos a principios que tienen el mismo rango o nivel que la autonomía.
En el precedente “Monges” (CSJN Fallos” 319:3148; 26-12-1996 y en igual sentido Fallos 321:1799; 30-06-1998) por ejemplo, se cuestiona la norma en tanto regula el ingreso a las Universidades Nacionales, pero lo cierto es que tal regulación responde a la expresa manda constitucional, en tanto ordena al Congreso sancionar leyes de organización de la educación que garanticen la igualdad de oportunidades y la equidad.
En este sentido, la pretendida “intrusión” de la Ley de Educación Superior en ámbitos de la autonomía universitaria, encuentra sustento en una atribución constitucional del Congreso, de allí que la resolución convalidando este artículo en particular (art. 50) nada resuelve sobre las demás restricciones a la autonomía que no encuentran sustento constitucional.
Sin perjuicio de ello, la Corte aprovecha para dejar algunos conceptos interesantes sobre la noción de autonomía, al afirmar que “La autonomía universitaria consiste en que cada universidad nacional establezca su propio estatuto, es decir, sus propias instituciones internas o locales y se rija por ellas, elija sus autoridades, designe a los profesores, fije el sistema de nombramientos y disciplina interna. Tal actividad debe realizarse sin interferencia alguna de los poderes constituidos que forman el gobierno del orden político, es decir, del legislativo y del ejecutivo. No puede decirse lo mismo respecto del Poder Judicial, porque no escapa a su jurisdicción ninguno de los problemas jurídico-institucionales que se puedan suscitar en la Universidad.”
En pronunciamientos posteriores ha restringido esta interpretación, refiriendo por ejemplo a “autonomía académica y autarquía económica” (CSJN, “Fallos” 340:614; 03-05-2017) o a que “La autonomía universitaria implica libertad académica y de cátedra en las altas casas de estudio, así como la facultad de redactar por sí mismas sus estatutos.” (CSJN, Fallos 340:983; 10-08-2017)
3.c) Normativa de contrataciones aplicable a las Universidades Nacionales.
En el caso de las Universidades Nacionales, tal como se desprende de los apartados anteriores, se plantea en esta materia la disyuntiva entre el pleno ejercicio de la autonomía que consagra la Constitución, mediante el dictado de una norma propia de contrataciones, o la aplicación de las normas emanadas del Poder Ejecutivo Nacional –en uso de atribuciones propias o delegadas- o de otros órganos de la administración central.
En este sentido recordamos que el decreto reglamentario 1030/2016, ampliando lo dispuesto por el decreto delegado 1023/2001, incluyó en su ámbito de aplicación a las Universidades.
Sin perjuicio de este claro exceso reglamentario, la norma citada no hace más que confirmar –a contrario sensu- que las Universidades no se encuentran comprendidas automáticamente en el régimen del decreto 1023/2001, desde que no forman parte de la Administración Central a la que hace referencia el art. 8 de la Ley Nº 24.156, tal como ha sostenido la Procuración del Tesoro de la Nación.
Debe tenerse presente en este punto, que el decreto delegado 1023/01, expresamente indica que “El sistema de contrataciones se organizará en función del criterio de centralización de las políticas y de las normas y de descentralización de la gestión operativa…” (art. 23) (el subrayado es propio), lo que resulta una clara demostración de su incompatibilidad con la autonomía universitaria.
Consideramos en este aspecto que la autonomía universitaria consagrada en la Constitución lleva ínsita la facultad de dictar las normas que hacen al manejo de la institución, entre ellas la de contrataciones, de allí que cada universidad cuente con capacidad suficiente para dictar normas de esta naturaleza, sin perjuicio de aplicar supletoriamente, si así lo decidieran, el régimen destinado a la Administración Pública Nacional.
A lo largo del presente trabajo, partiendo de nociones generales sobre delegación legislativa para concluir en un caso puntual en su ejercicio, hemos podido verificar cómo la dinámica del poder estatal posterior a la reforma del 94 ha derribado todas las barreras y límites previstos respecto de las facultades legislativas del Poder Ejecutivo.
En ocasiones por falencias en el diseño constitucional, en otras por ausencia de normativa adecuada y en la más de las veces por la clara vocación del poder político de no someterse a límites de ninguna naturaleza, las herramientas legislativas del Presidente se han convertido en una situación de normalidad fáctica, no obstante su anormalidad constitucional.
Entendemos que el ejemplo elegido, de suma significación habiendo conmemorado recientemente el centenario de la reforma universitaria de 1918, es demostrativo de la endeblez sistémica en materia de función de control y de lo nociva que puede resultar esta ausencia en todos los niveles. Lo que pregonamos no es patrimonio exclusivo del órgano ejecutivo, aunque resulte su principal expositor. El avance de la Ley de educación superior sobre la autonomía universitaria, es otro ejemplo de lo que planteamos.
De una delegación mal hecha, se siguen decretos delegados mal dictados, que a su vez son mal reglamentados, concluyendo el ciclo con la violación de la autonomía universitaria.
Es sólo un ejemplo y como éste pueden encontrarse muchos más, incluso de mayor gravedad en sus consecuencias, con una constante que los atraviesa a todos: el desmedido crecimiento del órgano ejecutivo, sin distinción de épocas o colores partidarios. En períodos de crisis o en momentos de transitoria normalidad, el Poder Ejecutivo no ha hecho más que crecer desde la reforma del 94, valiéndose para ello de las herramientas legislativas que se pretendió regular con ánimo de limitarlas.
La reciente normativa de emergencia sancionada con motivo de la pandemia del Virus COVID-19, al resguardo de una delegación legislativa amplísima, pero que lejos está de tener alcance suficiente para justificar todas las medidas adoptadas por el Poder Ejecutivo, cuyo análisis ocupa a la mayor parte de la doctrina constitucional en este 2020 y respecto de la cual no pretendo más que hacer una simple mención en esta conclusión, es otro ejemplo acabado de la distorsión a la que se ha sometido la institución del art. 76 de la Constitución Nacional.
A 26 años de la reforma del 94, luego de 37 años de democracia ininterrumpida, resulta claro que estamos lejos de alcanzar la calidad institucional que nuestra Constitución trasunta.
Quizás haya llegado el momento de repensar la reforma del 94 en lo atinente a la organización del poder, de desafiarnuestra lógica presidencial, de plantear nuevos paradigmas que superen una institución cuya justificación histórica resulta indudable, pero que en la actualidad necesita ser revisada.
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* Abogado. Profesor de Derecho Constitucional en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo. Profesor de Derecho Constitucional y de Derecho Procesal Constitucional en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Mendoza. Profesor de Derecho Público I (Constitucional) en la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la Universidad del Aconcagua. Miembro titular del Instituto Argentino de Estudios Constitucionales y Políticos.
Recibido: 22.06.2020
Aceptado: 14.10.2020
[1] Debe tenerse presente que parte de la doctrina y la propia Corte en “Cocchia” –CSJN, Fallos 316:2624-, consideró que esta clase de delegación surgía también de las facultades implícitas del Congreso –art. 67 inc. 28-. En este sentido, puede verse Bianchi: 1997, citado en Torricelli: 2010 TI, pág. 451.
[2] En este sentido se ha pronunciado la Corte, en lo atinente a la materia tributaria, en “Selcro”, -SCJN, Fallos 326:4251- afirmando que “no pueden caber dudas en cuanto a que los aspectos sustanciales del derecho tributario no tienen cabida en las materias respecto de las cuales la Constitución nacional (art. 76) autoriza, como excepción y bajo determinadas condiciones, la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo.”
[3] Diario de Sesiones de la Convención Constituyente, t. III, pág. 3183, citado por Gil Domínguez: 2010, III, pág. 635.
[4] Procuración del Tesoro de la Nación 27.abr.2004 – Dict. Nº 144/04, Anteproyecto de Convenio entre Procuración del Tesoro de la Nación y Consejo Interuniversitario Nacional. –Dictámenes 249:74.