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Cierto sector prestigioso de nuestra jurisprudencia, con acierto ha sostenido que la buena fe es un concepto de contenido indeterminado, un estándar jurídico donde el legislador delega facultades al juez (ADCU, t. 26 caso 57) para resolver con justicia fundada en cada caso. En el decir de Almeida Acosta («La buena fe en los contratos según el derecho portugués» en Estudios en homenaje a Bueres, Buenos aires, 2001, pág. 497), la buena fe es un modelo ideal de conducta que se debe concretar en cada caso. En definitiva, lo que tenemos que tener presente es que en cada situación, en atención precisamente a las circunstancias del caso concreto, hay que determinar el contenido de un espacio vacío. Su contenido se llena y se fundamenta con imperativos éticos exigibles de acuerdo a la conciencia social imperante que deviene de la naturaleza humana (Diez Picazo, Fundamentos de derecho civil patrimonial, t. I, Madrid, 1996, pág. 398).
Betti (ob. Cit., pág. 70), dejando de lado ciegos planteos positivistas, destaca que cuando la ley habla de buena fe se refiere a un concepto y un criterio valorativo que no está forjado por el derecho sino que el derecho lo asume y recibe de la conciencia social, de la conciencia ética de la sociedad para que esta llamada a valer. La persona como miembro de la sociedad tiene como exigencia ética y social el deber de respeto de la persona ajena y el deseo de que colaboren con él y él colaborar con los demás, de forma que sea válida la máxima «compórtate de manera tal que la norma de tu obrar pueda llegar a ser parte integrante de una legislación universal». En términos de Betti (ob. Cit.), –como ya lo dijéramos– esta no es otra que la exigencia de la moral cristiana puesto que está en la base una verdadera exigencia de «amor al prójimo» donde radica la exigencia de considerar la dignidad de la persona de los otros como fin más que como medio.
Estas reflexiones son ineludibles para entender el porqué y el para qué de la referencia o la remisión del derecho a la buena fe como exigencia de convivencia que, en síntesis, se funda en el deber de no dañar al otro, preservando la esfera de interés ajeno, y en el deber de colaborar con el otro para promover su interés.
Cuando se dice que este principio surge de la norma o de la conducta social, o de una ética social en realidad no debemos olvidar que esta norma de conducta debida está en la propia naturaleza humana, y no hace falta crearla sino que sólo se declara su existencia como un presupuesto que hay que asumir. Como tal penetra en el orden jurídico, como un elemento natural a la persona, y termina por formar parte de la regla jurídica. Cuando la norma refiere al principio de la buena fe no crea algo si no que lo reconoce y lo dinamiza. Algunos autores, como Frigerio (ob. Cit., pág. 141 y ss.), y cierta jurisprudencia, como el Tribunal de apelaciones en lo civil de 3er. Turno (sentencia 165 del 30 de junio del 2000, ADCU, t. XXXI, caso 79) califican el concepto de buena fe como extrajurídico, pues provendría según ellos de una valoración ética y social exterior al orden jurídico.
No se comparte este criterio pues la técnica de utilizar normas en blanco (estándar jurídico) no es extralegal sino legal, y si ello es así hay una remisión querida por el legislador que da entrada directa a un contenido ético y social dentro del sistema legal, y cuando ello ocurre por el accionar del juez no se está haciendo más que respetar el orden jurídico. Ello sucede así porque la ley lo dice y en consecuencia cuando el juez introduce o utiliza fundamentos, criterios éticos, pautas de equidad o de solidaridad,
Habilitado por el principio general de la buena fe, no actúa en el campo extrajurídico sino en el jurídico propiamente tal.
A continuación, para profundizar en el análisis de los fundamentos de la buena fe, vamos estudiar la relación que existe entre la buena fe y la moral, entre la buena fe y la seguridad jurídica, entre la buena fe y la equidad, y entre la buena fe y la solidaridad social.
Reale (ob. Cit., pág. 41 y ss.), al encarar el tema de la diferencia del derecho con la moral dice que lo importante aquí es «distinguir los conceptos sin separarlos», pues no debe plantearse ambos temas en contraposición sino en complementación. La moral está antes, durante y en la mira como fin del derecho; lo envuelve, lo nutre; lo protege y lo orienta. “por su naturaleza, la moral es más exigente que el derecho y, en consecuencia, más que éste se regocija en la exploración del móvil. Por esa razón, de ordinario, la juridicidad está subsumida en la moralidad, y no a la inversa” (Gaviria, Carlos, Temas de Introducción al Derecho, ed. Señal, Bogotá, 1994, pág. 37).
No debemos subestimar ni sobrestimar la importancia del estado de fusión en que se encuentran el derecho y la moral. Aquí todo extremo es malo: ni fe ciega en la ley y sobreponer a la ley principios éticos, ni dejar de lado la ley por pautas éticas. Dice Esser (ob. Cit., pág. 78), que sería nefasto que los conceptos jurídicos fueran erigidos en categorías independientes: el método jurídico quedaría «estéril» sin la incorporación de aquellas verdades morales, reduciéndose a evidencias de fuerza lógica y social. La moralización del derecho supone, aunque ello suele ocultarse, una convencionalización de la moral.
b. La buena fe es el punto de unión entre la moral y el derecho
La buena fe tiene un claro contenido ético, y es un instrumento de penetración de la moral en el derecho. Opera como claro factor de moralización en las relaciones jurídicas patrimoniales. Es el punto de unión o de fusión, como dijéramos, entre el mundo ético y jurídico, conformando un criterio ordenador de todo el sistema jurídico, de todo lo que es comercialización nacional e internacional, en fin, de todo lo que implica la interrelación de centros de interés. No hay duda de que el principio general de la buena fe se funda en aspectos éticos y sociales, y en la misma naturaleza humana, y permite visualizar al contrato no tanto desde la perspectiva individualista sino solidarista y personalista, convirtiéndolo en medio de cooperación entre las partes para un fin común.
No corresponde aquí desarrollar la polémica de si la moral es distinta al derecho, si el derecho absorbe a la moral; si la moral es el fin del derecho... Lo cierto es que desde un punto de vista material están integrados pues no se concibe derecho al margen de los valores éticos o al margen de la justicia, como lo veremos a continuación.
Ripert (La regle morale dans les obligations civiles, parís, 1925, pág. 274) sostiene que la tesis de la separación del derecho y la moral es fácil de destruir, mostrando el lugar que en el derecho ocupa la buena fe.
La íntima conexión del derecho con la moral en el código civil y comercial la tenemos reflejada. Dentro de los límites de la autonomía de la voluntad está el no poder actuar al margen del orden público, la moral, las buenas costumbres y la buena fe. El contenido del principio general de la buena fe suele estar integrado por valores éticos que le inculcan a esta su validez y su respaldo a la hora de hacerlos exigibles.
Cuando preguntamos a un ciudadano sin conocimientos jurídicos, qué supone actuar de buena fe, lo primero que dice es que actuar de buena fe supone proceder de forma honesta, leal, limpia, transparente, destacando en esencia un valor moral fundamental. Naturalmente, se asocia el actuar de buena fe con el actuar ético o moral.
Recasens Siches (Tratado general de filosofía del derecho, México, 1981, pág. 521) entiende que la buena fe casi se identifica con la moral y las buenas costumbres, operando como una máxima fundamental (iusnaturalista) de la doctrina liberal y democrática.
Cuando en el contrato se extorsiona la libertad del deudor ocurre lo que Flume (ob. Cit., pág. 443) denomina «contratos cadena», y éstos son inmorales. Un contrato puede ser inmoral cuando supuso la explotación de un poder o situación de monopolio, poderío comercial, subordinación laboral, subordinación militar, diferencias notorias de conocimientos... Que le permiten a una parte explotar al otro económicamente o abusar de la confianza o dependencia.
La buena fe es el punto de unión entre la moral y el derecho. Se conforma de verdaderos imperativos éticos. Estos valores morales se caracterizan por no ser negociables pues dejarlos de lado implicaría transitar por inmoralidad entrando en el ámbito de lo ilícito. El componente ético de la buena fe es sustancial y marca su identidad, su fundamento y su fuerza vinculante.
Para el positivismo, el fundamento de la validez de la norma está en el mandato legal y no se puede reprochar (generalmente) ambigüedad. Ocurre que es la misma norma la que deja de lado el ciego positivismo para oxigenar el sistema y dar entrada a la vigencia de principios éticos que ponen de manifiesto el necesario respeto de la moral, las buenas costumbres o de los mismos principios generales que, como el de la buena fe, imponen un deber ético y moral elemental. La ética da validez natural y universal al derecho y está en su médula, no siendo posible desconocerla.
c. La buena fe y los valores
Como toda figura jurídica, la buena fe no es un fin en sí mismo sino un medio para proteger ciertos valores e intereses sociales y en cuanto principio general del derecho que es, no se puede reducir a lo que surge de la ley o de los usos y costumbres.
El codificador, señala Hernández Gil (“Reflexiones sobre una concepción ética y unitaria de la buena fe”; real Academia y Jurisprudencia y Legislación, Madrid 1979, pág. 12) ha dejado abierta vías de comunicación entre las normas formuladas, el orden moral, los valores humanos y culturales y ese gran entramado de hechos, creencias y necesidades, aspiraciones y problemas integrales de la realidad social.
La fuerza normativa y fundamento mismo de los principios generales del derecho con carácter general, y en particular el de la buena fe, está dada en que reflejan valores morales vigentes. Como destaca Ferreira Rubio (ob. Cit., pág. 128), los valores jurídicos encuentran en la buena fe uno de los caminos de acceso a la normatividad jurídica. Valores tales como: justicia, solidaridad, cooperación, se imponen muchas veces en la vigencia de los principios generales del derecho como el de la buena fe.
Un aspecto básico de nuestro planteo está en señalar que la integración del derecho con los valores éticos no es un planteo meramente académico sino que es una directiva legal cuando es la propia norma la que se remite a la aplicación de los valores. Tal lo que sucede cuando la buena fe es referida por la norma expresamente o cuando se manifiesta como principio general. Así, los valores a través de conceptos abiertos como el de la buena fe, encuentran camino de vigencia en el derecho por designio de la propia norma y dentro de la legalidad. De esta forma la buena fe “encarna” valores esenciales que “viven” en el derecho y lo humanizan o moralizan.
d. ¿Es el libre mercado incompatible con la intervención moralizante del contrato?
Como ya dijéramos, por la afirmativa se pronuncia gamarra (“tendencia hacia la objetivización del contrato”, ob. Cit., pág. 53) lo que supone a las claras priorizar la libertad de las partes sobre la moral, lo que para nosotros no es correcto. El mercado, el contrato y la moral interaccionan y se determinan mutuamente. No concebimos un contrato sin controles moralizantes por lo que con tanta claridad preceptúan los artículos del CCyC.
Límites. En el ejercicio del derecho contractual no se puede actuar en forma abusiva o inmoral. La buena fe, la moral social son límites claros en el ejercicio de los derechos. El derecho a contratar o a establecer un contenido negocial no es absoluto sino que configura un derecho relativo, precisamente, por el necesario respeto a la moral y a la buena fe, entre otros aspectos.
El código civil y comercial no ampara el ejercicio abusivo o ilícito de un derecho. Estos sólo pueden ser ejercidos en la respeto de los valores y fines esenciales del sistema jurídico. El que ejerce el derecho contractual tiene el deber de no apartarse de la moral, de las buenas costumbres y del orden público.
En el ejercicio de esta autonomía privada negocial es necesario conciliar el interés privado con el social y el interés de la otra parte. Si una parte se aprovecha injustamente de la dependencia; aflicción económica o necesidad apremiante de otra, o de su ignorancia notoria y obtiene beneficios desproporcionados o excesivos, estamos ante una inmoralidad que cuestiona el ejercicio del derecho de contratar en el caso concreto.
Dentro de las exigencias de la moral y las buenas costumbres está el no admitir que el contrato sea usado para imponer prestaciones con extraordinaria desproporción, resultado de la explotación del estado de necesidad, de la dependencia o el desconocimiento. Con el slogan de que en nuestro país la lesión no es vicio del no podemos sin más admitir que el contrato sea denigrado al ser usado impunemente como instrumento de explotación o abuso o realización de actos inmorales, como la explotación, entre otros.
Nos preguntamos qué debe acompañar a la lesión para que exista vicio de consentimiento. Pues, la respuesta es clara: cuando la lesión responda a una inmoralidad, a una explotación, a un fraude o a un abuso, la lesión operará como vicio de consentimiento en el ámbito de lo ilegal. Si la parte favorecida explotó una situación de necesidad de la otra, o su inexperiencia o su situación de penuria... La lesión pasa a tener relevancia como tal y puede determinar la nulidad del contrato.
Como bien anota Larenz (Derecho justo, ob. Cit., pág. 78) aun quienes admiten el criterio de equivalencia subjetiva no pueden admitir sin más que el contrato sea transgresor de la moral.
e. La buena fe y el derecho natural
No es posible separar el derecho de la moral pues ésta está integrando su misma naturaleza y razón de ser. Piraino (La buona fede in senso oggetivo, ed. Giappichelli, Milán, 2015, pág. 40) señala que lo que se debe ponderar debidamente en la buena fe es lo axiológico en el derecho, por expresa remisión de la norma a lo que en esencia es un mandamiento ético natural inherente en toda persona y a él refiere.
f. La buena fe en el centro del Derecho Civil y Comercial 22
En esencia, la buena fe está presente prácticamente en todos los campos del derecho, y en especial del código civil y comercial: en el derecho de familia, en los derechos reales, en el derecho sucesorio, en el derecho de las obligaciones, en el derecho contractual.
Franzoni (“Degli effetti del contratto”; Il Codice Civile Commentario, arts. 1374 a 1381, ed. Giuffre, Milán, 2013, vol. II, pág. 114) con acierto señala que la equidad no es un vocablo meta jurídico sino que se legitima el proceder judicial dentro de su fundada discrecionalidad. Invocando la equidad el juez como lo señala el autor citado debe en todo caso motivar la decisión. La remisión a la equidad la hace la norma, por lo tanto no se trata de un tema ajeno al derecho.
Cierto sector de la doctrina ha entendido que la buena fe y la equidad son ideas confluyentes que se complementan una con la otra (Mosset Iturraspe, Contrato, Buenos aires, 1981, pág. 132). Por su parte, De los Mozos (ob. Cit., pág. 69) entiende que la equidad refiere a exigencias de justicia social dentro del ordenamiento, y en esto se diferencia con la buena fe. Mucho se ha discutido si la equidad y la justicia forman parte del ordenamiento jurídico o si son externas a él. Franzoni (ob. Cit., pág. 204) diferencia la relevancia de la buena fe y la equidad señalando que la equidad opera sobre la justicia del caso concreto mientras que la buena fe se proyecta en normas de conducta debida con carácter general. Tienen una incidencia cualitativa y cuantitativamente diferente. La buena fe refuerza el alcance de las obligaciones que surgen del contrato, mientras que la equidad opera más bien sobre la forma de resolver los conflictos de interés.
b. Equidad en el Código Civil y Comercial
La equidad o la justicia no están fuera del sistema jurídico, «no son harina de otro costal» como dijera cierto autor, sino que forman parte del orden jurídico vigente, no sólo por razones filosóficas o académicas, sino porque el orden jurídico así lo dice. La remisión a la equidad está en ciertas ocasiones realizada en forma expresa y en otras en forma tácita.
La buena fe permite acceder a soluciones conformes a la equidad, y opera entonces como medio para lograr que la aplicación de la norma sea más justa. Normalmente se dice que para saber qué exige el actuar de buena fe deben considerarse las circunstancias del caso.
Desde nuestro punto de vista, la equidad en la integración del contrato no es un elemento subsidiario secundario, y se impone a las partes aun cuando ellas no lo expresen, pues impera como efecto.
c. Equidad en la integración del contrato
Desde el momento que todo contrato debe ejecutarse de buena fe y «obliga no solamente a lo que en él se expresa sino a todas consecuencias que según su naturaleza sean conformes... A la equidad...», este efecto del contrato impuesto por la ley se sobrepone a lo que establezcan las partes de común acuerdo y opera en todo caso como norma dispositiva e integradora del acuerdo contractual.
Breccia (Le obbligazioni, Milán, 1991, pág. 362) destaca que no se debe confundir y pensar que la buena fe impone la equidad. La buena fe es el medio de conducta adaptable al caso para lograr una solución justa; la justicia es el fin y no el principio de la buena fe. La buena fe es un principio general del derecho, la equidad es la justicia del caso concreto. Así, el principio general de la buena fe en su aplicación es un medio para el logro de la equidad.
Para quienes entienden que el derecho está limitado por la ley, la equidad pasa a ser algo fuera del derecho, y este es un criterio que –como ya dijimos– también consideramos equivocado24.
Gamarra (Tratado, t. XVIII, pág. 254), entiende que la equidad como una función subsidiaria, supletoria, es decir, una modesta función residual a la que se puede recurrir únicamente cuando la voluntad las partes, la voluntad de la ley, o los usos, sean insuficientes para colmar las lagunas del contrato. Por lo ya dicho, no compartimos este criterio, y conforma una norma de derecho dispositivo que obliga aun en ausencia de previsión de las partes, y dentro de este actuar de buena fe el contrato obligará en todo caso a que se respete la ley, los usos y la equidad.
Cierto es que en la doctrina se ha utilizado esta forma de razonar de diversas maneras: algunos autores acercan la figura de la equidad y la buena fe y sostienen que se utilizan para realizar una justa moderación de los intereses de las partes (Bianca, Diritto civile, t. III, pág. 493). Otros autores,
Como Sacco de Nova (Il contratto, t. II, pág. 414), entienden que se debe distinguir la equidad de la buena fue pues ésta es un principio general del derecho y a la equidad se debe recurrir cuando lo dice la norma.
En definitiva, desde nuestro punto de vista, cuando se aplica el principio de la buena fe siempre está vigente una resolución conforme a la equidad, orientando la concreción del deber de actuar de buena fe. Si bien, como ya dijéramos, la equidad opera como fin, no hay ninguna duda de que forma parte del proceder de buena fe.
La equidad como valor se proyecta en la buena fe determinando su contenido como norma de conducta en su aplicación, adecuando la norma a las circunstancias del caso.
En forma magistral José Luis de los Mozos (Metodología y Ciencia del derecho Privado Moderno, Madrid 1977, pág. 326) sugiere dejar atrás el dualismo derecho y equidad siendo éste al principio dominante de todo el sistema jurídico apareciendo la equidad como connatural al propio fenómeno jurídico y no como dos cosas diferentes.
La equidad carece de sustancia distinta a la del derecho y se encuentra en relación con él en la misma proporción que los principios de derecho natural. Esto no supone que se integre en un plano superior o inferior, ni que esté afuera del derecho, que sea extrajurídica, sino que forma parte de la misma esencia del derecho como uno de sus elementos estructurales ineludibles. Como bien anota el mismo José luis De los Mozos (ob. Cit., pág. 342), la equidad se aplica como una esencia lógica en la aplicación del derecho (no en el sentido que enseñan sino como lógica material). Así, siendo connatural al fenómeno jurídico, y al no tener naturaleza propia, aparece como necesaria perspectiva de la justicia social dentro del ordenamiento mismo.
d. Clasificación
Alpa (“L’equità”; Giurisprudenza sistematica di diritto civile e commerciale, ed. Utet, 1999, t. I, pág. 132) señala que en la aplicación del principio de equidad en el ámbito contractual se debe diferenciar: a) la equidad interpretativa, b) la equidad correctiva, que se aplica en los casos de imprevisión o cuando la norma prevé la posibilidad de reducir el monto de la cláusula penal; c) la equidad cuantitativa, que orienta a cuantificación del daño; d) la equidad integrativa, que refiere a la integración del contrato (art. 1291 del cc).
Entramos a uno de los aspectos más interesantes en la fundamentación de la buena fe como instrumento de tutela y custodia contractual. Hoy la buena fe no refiere sólo a un no asumir determinadas conductas sino que impone deberes activos de cooperación y colaboración entre las partes, imponiendo un fin solidarista y personalista que en muchos casos asegura una verdadera justicia contractual.
La buena fe exige que cada parte se preocupe por la otra y colabore en la realización de la prestación recíproca. Desde esta perspectiva la buena fe lleva a dejar de lado el individualismo egoísta con que se presentó el contrato en los siglos XVIII y xix, exigiéndose hoy la consideración prioritaria del interés del otro. Lograr propuestas y soluciones justas en el ámbito contractual dentro del marco de la legalidad y en el respeto de la autonomía de voluntad, en un momento en que se abusa del contrato para lograr la explotación del más débil, no es sencillo.
La buena fe permite encontrar soluciones en el marco de la ley pues el legislador utilizó cláusulas generales con remisión a principios generales, lo que permite al juez moverse de otra manera, propiciando soluciones justas dentro de la legalidad.
La vigencia plena de este principio lleva a ver el negocio jurídico como un instrumento solidario de cooperación entre partes para obtener un fin común26.
Según Betti (ob. Cit., pág. 70), –como ya dijéramos– cuando la ley habla de buena fe se refiere a un concepto y a un criterio valorativo que no está forjado por el derecho sino que el derecho lo asume o lo recibe de la conciencia social, y en ellos está, precisamente, la necesidad de la contemplación de la solidaridad. Esta tendencia a fortalecer la visión de la solidaridad que nos permite la vigencia plena de principio de la buena fe se pone en evidencia en el siglo presente cuando advertimos que en ciertos casos el contrato es utilizado como instrumento de explotación del fuerte sobre el débil. El contratante débil no es el pobre o el que está ubicado en cierta categoría social, sino el que es rehén de una determinada estructura económica en la que pierde poder de negociación, a tal punto que lo que puede hacer es adherir a lo que se le propone y confiar en que se le dice la verdad. López Cabana («la defensa de la vulnerabilidad jurídica» en revista del Centro de Estudiantes de Derecho de la uba, 1996, pág. 24) denominó esta problemática de la parte débil o explotada por el afán de lucro desmedido como «situación de vulnerabilidad jurídica».
Hoy se asume conciencia de la existencia de una parte débil en la contratación, al tiempo que se asume conciencia de la necesidad de proteger a la persona en sus derechos esenciales. Toda esta verdadera revisión del derecho contractual del siglo xxi no se hace por un mero ejercicio académico intelectual, sino como forma de proteger con mayor realismo a la persona y al bien común. Entre los principios o deberes básicos del derecho civil está el de velar por el equilibrio de las alteraciones manifiestas de la paridad de lo establecido por los contratantes.
Es de destacar que la unión europea en varias de sus resoluciones o directivas aprobadas protege la vulnerabilidad jurídica de los débiles, utilizando el criterio de la buena fe y su fundamentación en la solidaridad humana. En este sentido podemos tener en cuenta la directiva 93/13 de la CEE en consejo de 5 de abril de 1993 sobre cláusulas abusivas; la directiva 85/374 de la CEE en consejo del 25.7.85 referente a responsabilidad por productos defectuosos; la directiva 97/7 de la CEE de consejo del 20.5.97 referente a la protección de los consumidores a distancia.
Se advierte como vigencia plena del contenido solidarista de la buena fe una evolución notable en lo que fue el pase del denominado principio «favor debitoris» al principio «favor debilis», sea que se trate de una debilidad económica o jurídica, y sea que se trate de un acreedor o de un deudor. No importa tanto proteger al deudor sino al débil, y ello hoy se debe a la tendencia a contemplar soluciones solidaristas posibilitadas por la vigencia plena del principio general de la buena fe.
Con los progresos de la ciencia y la tecnología, y el aumento y concentración del poder económico no debemos olvidar que la persona debe seguir siendo el centro del derecho, lográndose en todo caso su protección integral. Las negociaciones vejatorias, abusivas e impuestas deben ser controladas con realismo y eficacia. No hay justicia contractual cuando el débil está obligado a «querer lo que el fuerte es libre de imponerle».
La buena fe requiere una reconsideración y puesta al día pues hoy tomaron relevancia otros aspectos de su vasta dimensión. La buena fe (confianza) tutela la creencia sana del que no tiene por qué pensar que lo van a engañar y confía en la apariencia creada. La exigencia de actuar de buena fe no sólo censura conductas indebidas por ilícitas, fraudulentas o abusivas. No es sólo un deber moral; para algunos, opinable, sino que configura un deber jurídico que se proyecta en un principio general del derecho y se sustenta en un imperativo ético.
La libertad contractual es un «cuchillo que corta de dos lados», pues permite el desarrollo de derechos esenciales al tiempo que si se abusa de ella permite la explotación del más débil.
El art. 421 del código civil brasilero estableció que la libertad contractual debe ser ejercida dentro de los límites de la función social del contrato. Eso sólo es posible pensando en la función solidarista que permite la aplicación del principio de buena fe. Solidarismo significa personalismo, o sea, priorizar los valores esenciales de las personas (Perlingieri, Il diritto Civile nella legalitá costituzionale, Napoli, 1984, pág. 78).
Bianca (Derecho civil, t. III, Bogotá, 2007, pág. 526) entiende que la buena fe como principio de solidaridad contractual se concreta en dos cánones de conducta: el primer canon de buena fe, válido especialmente en la formación e integración del contrato impone la lealtad en el comportamiento. En la faz de ejecución se activa el segundo canon como obligación de salvaguardar o de cooperar, protegiendo los intereses de la otra parte en los límites en que ello no comprometa el sacrificio del propio interés. Así, el compromiso de solidaridad encuentra su límite en el interés del propio sujeto pues se debe proteger el interés del otro pero no al punto de sufrir un sacrificio apreciable personal o económicamente.
En nuestro derecho, Reyes Terra (El principio de la buena fe en la práctica judicial civil, Montevideo, 1969, pág. 32) sostuvo que la buena fe se justifica por su sentido solidario. Siguiendo este pensamiento, gamarra (ob. Cit.) Sostiene la existencia de una buena fe solidaria o de cooperación. La llamada “buena fe solidaria” se manifiesta a través de los deberes de dar aviso, suministrar información, colaboración o cooperación, y la obligación de salvaguarda del interés ajeno.
Mosset Iturraspe (Interpretación económica de los contratos, Buenos aires, 1984, pág. 179) sostuvo que la figura de la buena fe es innegablemente «invasora». Su incorporación equivale a la apertura de la jaula que guarda a las fieras; luego es posible cualquier cosa y es peligrosa como han dicho algunos. La primera afirmación que tenemos que destacar es que no todo es posible en nombre de la buena fe, pues hay que respetar la norma, de lo contrario incurrimos en una seria inseguridad jurídica. Por eso algunos autores como Radbruch (Introducción a la filosofía del derecho, México, 1968, pág. 40) presentan a la buena fe como un concepto peligroso para la seguridad.
En realidad, más que inseguridad la buena fe impone seguridad, pues en su nombre nadie ha denunciado abusos pero sí invocando su existencia se siguieron pautas de conducta debida que impusieron orden, seguridad y justicia. Su aplicación se deduce del orden jurídico y de la normativa vigente. En su vigencia se fundan figuras básicas como la del abuso del derecho, el fraude a la ley, que permiten seguridad y justicia27.
No se trata de priorizar la justicia a la seguridad sino de utilizar ambos valores de forma que puedan coexistir en el bien común. No se quiere una seguridad certeza formal, alejada de justicia y la realidad. No se quiere una justicia contra legalidad ello traería la anarquía o el caos. Se quiere la certeza y seguridad que logra la resolución justa dentro del orden jurídico.
b. Polémica
No es posible dejar de lado la polémica esencial que subyace en el análisis de este tema cuando se le acusa de ser un principio sumamente vago y ambiguo, a tal punto que lesiona la seguridad jurídica. Ciertos autores (Trazegnies, “Desacralizando la buena fe en el derecho”; Tratado de la Buena Fe en el Derecho, Buenos Aires, ed. La ley, 2004, pág. 43) consideran a la equidad y a la buena fe como “agentes terroristas de la inseguridad contractual” o “un tigre que más vale tener en la jaula”. Por el contrario, estamos entre los que pensamos que la buena fe brinda al derecho, precisamente, seguridad jurídica ante las omisiones, los abusos, los fraudes. Su normatividad es positiva, activa, integradora e imprescindible. Nos preguntamos ¿qué sería del orden jurídico si se prescindiera de la buena fe? La respuesta es concreta: no existiría el orden jurídico.
La seguridad es importante pero no es la única meta del derecho, ni siquiera debe estimarse como la primera. Indudablemente tiene por encima a la justicia. Aunque normalmente son valores que se complementan, en ocasiones la garantía de seguridad absoluta podría relegar singularmente a la justicia si se hace primar el formalismo como seguridad a ultranza. La justicia exige, en efecto, por su plenitud no sólo la regulación general justa sino la justicia del caso singular, en su aplicación, siendo éste por fin el último cometido del derecho en el logro de la paz social.
Desde esta perspectiva la buena fe lleva a preocuparse por el otro dejando de lado el individualismo, el egoísmo... Pasando a hacer propio el interés del otro. La flexibilidad o la adaptabilidad que permite la buena fe no alteran sino que consolida la seguridad jurídica. La seguridad jurídica no se logra fosilizando o petrificando la ley. Como valor debe coexistir con otros valores, como el de la justicia. La seguridad no es un valor absoluto sino que depende y está condicionada a la obtención de una solución justa. La adaptabilidad que permite la buena fe se traduce en estabilidad y seguridad.
Sin duda que nos debe preocupar la seguridad jurídica en el orden jurídico pero no es el único valor al que se debe tender. No se trata de un valor absoluto, sino que, en realidad, es un camino para llegar a la justicia. Seguridad no implica que el orden jurídico se quede inmóvil, petrificado y que no siga su proceso permanente de adaptación. Seguridad no es respetar ciega y literalmente la ley. Esto sería estabilidad con grandes posibilidades de incurrir en injusticias. La seguridad auténtica es la que, en respeto de la ley, preserva la flexibilidad que permite la justicia del caso concreto.
La seguridad jurídica en la contratación está tutelada a través de la constitución que reconoce como derecho fundamental el de la seguridad. La norma no se limita a la seguridad personal o individual y por tanto debe entenderse el concepto de seguridad en sentido amplio, abarcando, además, la seguridad jurídica en las relaciones obligacionales28.
No se debe confundir la obligación de actuar de buena fe con el deber de actuar con la diligencia debida. La diligencia debida, como destaca Breccia (ob. Cit., pág. 527) consiste en el empleo adecuado de energías y medios idóneos para la realización de un determinado fin. Se dispone un esfuerzo volitivo y técnico adecuado para satisfacer el interés del acreedor y no lesionar sus derechos. Se deben realizar los esfuerzos normales empleando los medios técnicos adecuados.
Por su parte, la buena fe exige en particular ocuparse de la utilidad de la contraparte, o sea, contemplar su interés en virtud de la solidaridad o cooperación debida. La buena fe prohíbe la deslealtad pero no llega a exigir compromisos propios de lo que implica proceder con la diligencia debida.
Mossett Iturraspe (Contrato simulado y fraudulento, tomo 2, Buenos aires, 2001, pág. 14) afirma que la buena fe es mucho más que lo contrario a la buena fe. La mala fe es una conducta reprochable, deshonesta partiendo de la intención de mentir, de falsear. Buena fe no solo es ausencia de mala fe. La mala fe es un concepto negativo. Se configura cuando el sujeto tiene conocimiento o tiene el deber de conocer determinada situación, circunstancias, datos, condiciones, calidades, etc., relevantes para el derecho a la luz de las particularidades propias del acto jurídico, cuya utilización antifuncional el ordenamiento jurídico reprueba. El individuo que tiene o debe tener ese saber significativo, frente al principio de la buena fe, si retiene ese conocimiento sin notificar al otro sujeto del acto, o culposamente no lo tiene al celebrar el negocio, está trasgrediendo la confianza y lealtad que debe primar en todos los actos jurídicos.
Como se infiere, el contratante es de mala fe cuando conocía o debía conocer que, por ejemplo, los bienes objetos del contrato tenían un impedimento y no lo manifiesta.
b. No es necesario probar la intencionalidad
Pascual Alferillo (“la mala fe en la celebración de los contratos”; revista Iberoamericana de Derecho Privado, número 1, Mayo 2015, ed. IJ) sostiene con acierto que no forma parte de los elementos tipificantes de la mala fe la intencionalidad de obtener el acto, sino simplemente se exige probar que tenía o debía tener el conocimiento relevante y que accionó u omitió antifuncionalmente. En el caso, no es menester acreditar la voluntad interna del sujeto contratante (su intencionalidad dolosa) ni las maniobras u omisiones realizadas para obtener la celebración del contrario, sino simplemente se debe acreditar que tenía el conocimiento o debía tenerlo para condenarlo a reparar el daño causado. Aquí la mala fe actúa como factor de atribución. Actuar de buena fe no sólo es ausencia de malicia sino actuar con diligencia, colaboración, lealtad. No alcanza con las buenas intenciones sino que se debe actuar con prudencia y diligencia. Hay conductas que no suponen mala fe pero que tampoco implican buena fe. Se puede actuar sin mala fe, sin intención de dañar pero de forma poco diligente o sin que exista realmente la creencia de estar actuando conforme a derecho. Ej., sé que existe un vicio en la cosa, la compro igual. No puedo invocar buena fe y tampoco hay mala fe no pudiendo invocar esta situación para afectar la relación contractual asumida.
c. Mala fe y dolo
Cuando la voluntad de quien emite la declaración determinada por el error es conocida por la contraparte, la cual sabe que no se adecua a la realidad y no lo manifestó, prevaliéndose de la ignorancia del comitente, puede ser afectado el acto como hecho por dolo, dando lugar a incluso a posibles nulidades.
Aun sin mediar culpa o dolo, y con el solo hecho de que en el caso no exista la creencia o confianza adecuadas, se está actuando conforme a derecho pero no habrá buena fe. La buena fe no puede consistir en la ingenuidad o negligencia del que pudiendo conocer una situación no lo hizo. A las buenas intenciones se debe agregar prudencia o diligencia debida. Para que haya buena fe se requiere no actuar con abuso de derecho; no actuar con negligencia.
Muñoz Laverde (“el principio de la buena fe y su incidencia en la interpretación del contrato. En nulidad de las cláusulas abusivas en el derecho colombiano”; realidades y Tendencias en el siglo XXI, tomo iv, vol.1, pág. 214) afirma con acierto que la buena fe no puede consistir en la inocencia del ingenuo o del negligente; si esa persona que alega buena fe no conoció un hecho irregular que estaba relacionado a la situación o a la cosa a pesar de que cualquier persona razonable se hubiera dado cuenta de la irregularidad, no se está ante un caso de buena fe sino de necesidad.
Para actuar de buena fe no alcanza con ausencia de malicia sino que se debe actuar, como ya se dijera, con la debida diligencia. Ya no alcanza con las buenas intenciones sino que se debe actuar con prudencia, diligencia y cuidado.
Cuando pretendemos definir el fundamento de la buena fe, utilizando conceptos como el de proceder leal, honesto, diligente… son todos términos ciertos pero genéricos. Si recurrimos a los conceptos que puedan estar en la constitución y que refieren a la solidaridad o al interés general, o a la moralidad, etc. En realidad, como bien destaca Bianca (Derecho civil, t. III, Bogotá, 2007, pág. 525), son todos criterios que no han dado resultados tangibles o concretos en cuanto el concepto propuesto sigue siendo una norma en blanco, abierta, no determinada, carente de concreción, dependiendo del ajuste a las circunstancias del caso concreto. Esto no quiere decir que no se vayan proponiendo pautas sobre la base de la experiencia, identificando lo que supone el proceder de buena fe, y que sea entonces ilustrativo hacer referencia a pautas e indicios de en qué casos queda de manifiesto y en cuáles no, el proceder de buena fe. Por eso es importante cuando se define no considerar propuestas como taxativas o definitivas, sino como meramente enunciativas, cuando se refiere a que actuar de buena fe es actuar con lealtad, corrección, solidaridad, honestidad, etc.
22 Ver supra n 10).
23 Ver sobre el tema parte iii nº 11 D F).
24 Franzoni (“Degli effetti del contratto”, Il Codice Civile Commentario, arts. 1374 a 1381, ed. Giuffre, Milán, 2013, vol. II, pág. 132) afirma que la integración del contrato partiendo de la equidad lleva no solo a complementar lo que pueda faltar sino que también sería posible corregir un resultado inicuo o injusto para uno de los contrayentes en perjuicio del otro. El autor citado señala (ob. Cit., pág. 126) que este concepto de equidad (que está referido en nuestro derecho en el art. 1291 inc. 2 del cc) opera también a la hora de evaluar el daño consecuencia del incumplimiento contractual.
25 Ver sobre el tema parte ii n 4 B).
26 Sobre el solidarismo francés como un movimiento que promueve la colaboración entre los contratantes y tener en cuenta el interés del otro, ver: Anne-Sylvie Courdier-Cuisinier, Le solidarisme contractuel, Litec editions du Juris classeur, 2006; Bernal, Mariana, “el solidarismo contractual”, revista universitas, Pontificia universidad Javeriana, no. 114, julio-diciembre de 2007.
27 El temor de algunos a las cláusulas abiertas o a los estándares jurídicos por lo flexibles y variables, es infundado. En realidad, a lo que se tiene temor es a flexibilizar o ampliar el poder judicial. Esto es un error, pues en todos estos casos cuando el juez aplica el principio la buena fe no hace más que actuar conforme a derecho, lo que jamás puede ser visto como algo que afecte a la seguridad jurídica. Mosset Iturraspe (ob. Cit.) Advierte que en el tema de la buena fe se encuentran las dos teorías tradicionales: una que brega por más justicia que legalidad, y otra por más seguridad que justicia. Unos quieren un derecho cierto que permita prever lo que va a ocurrir. Otros quieren un derecho justo que se ajuste a la realidad por los jueces. Algunos autores han dicho, como Wieacker (El principio de la buena fe, Madrid, 1982, pág. 30), que la utilización de la buena fe supone una «sacudida del legislador hacia las cláusulas generales». En realidad lo que se teme es que se utilice la buena fe para juzgar más por convicción que con pruebas.
28 Hay seguridad jurídica cuando la norma permite llegar a resultados justos. La prudencia en el uso de estos principios generales trae adaptabilidad, justicia y seguridad. La flexibilidad o adaptabilidad que permite la buena fe no altera sino que consolida la seguridad jurídica. La seguridad jurídica no se logra fosilizando o petrificando la ley. Como valor debe coexistir con otros valores, como el de la justicia. La seguridad jurídica no es un valor absoluto en sí mismo.
La adaptabilidad que permite la buena fe se traduce en estabilidad y seguridad jurídica cuando la norma permite llegar a resultados justos. La prudencia en el uso de estos principios trae adaptabilidad y justicia y, por tanto, seguridad jurídica.