JURÍDICO LATAM
Doctrina
Título:La compleja prueba del daño en la caja de seguridad. Una visión crítico valorativa desde la perspectiva Europea
Autor:Álvarez Rubio, Julio
País:
Argentina
Publicación:Revista Jurídica de Daños y Contratos - Número 9 - Julio 2014
Fecha:10-07-2014 Cita:IJ-LXXII-207
Índice Voces Relacionados
I. El secreto como problema para acreditar la naturaleza y la cuantía del perjuicio: de la probatio diabolica doble a la indefensión del cliente

La compleja prueba del daño en la caja de seguridad

Una visión crítico valorativa desde la perspectiva Europea

Julio Álvarez Rubio*

I. El secreto como problema para acreditar la naturaleza y la cuantía del perjuicio: de la probatio diabolica doble a la indefensión del cliente [arriba] 

Paradójicamente, dos de las principales ventajas que presenta el contrato de cajas de seguridad, como son el acceso personal y directo al interior de la caja y el secreto respecto de lo eventualmente guardado en la misma, con los requisitos de confidencialidad que ello conlleva, suponen, al margen de los problemas clásicos en torno a la configuración de la naturaleza jurídica del negocio (dudándose entre el depósito y el arrendamiento, con infinitos matices entre ambas figuras), las principales dificultades para el cliente de cara a hacer efectiva la responsabilidad de la entidad de crédito en caso de que la integridad de la caja se hubiera visto vulnerada de alguna manera[1]. En efecto, el hecho de que el usuario de la caja pueda acceder a la misma cuantas veces quiera, siempre y cuando lo haga en el horario establecido y, en su caso, satisfaciendo el correspondiente canon, pudiendo manejar en solitario el habitáculo por él arrendado, y sin que, posteriormente, tampoco nadie pueda comprobar el contenido del compartimento, puede originar dificultades al abonado. Así, en el supuesto de que se violente la cerradura de la caja o, de cualquier otra forma, se acceda a su interior ilegítimamente, encontrándose ésta vacía o faltando alguno de los bienes que se hubiesen allí depositado, la referida confidencialidad jugará entonces en contra de los intereses del contratante, que se verá en la tesitura de tener que hacer frente a una doble probatio diabolica, consistente no sólo en la acreditación del daño sino en la concreta cuantificación del mismo[2]. De hecho, esta dificultad, aparentemente insoslayable en principio, propició que el riguroso régimen de responsabilidad a que se venía sometiendo a las entidades bancarias en el presente contrato se viera luego aminorado, en la práctica, por la imposibilidad de hacer efectiva la misma[3], lo que situaba al cliente en una situación cercana a la “indefensión”.

1.1. Insuficiencia de las soluciones doctrinales y jurisprudenciales tradicionales.

Ante el problema propiciado por la singular confidencialidad que debía de rodear, en todo caso, los manejos del cliente, se sucedieron diversas soluciones que, recogidas en numerosas sentencias, evidenciaron la tremenda dificultad que confería al contrato el elemento de secreto, de tal forma que ni la negativa a satisfacer indemnización alguna por la evidente falta de prueba del cliente en relación con el concreto daño ocasionado, ni la apreciación en cualquier circunstancia de cuantiosos prejuicios basados en la simple declaración de parte, fueron consideradas opciones válidas para dar respuesta definitiva a la controversia. Así, si la primera de las corrientes jurisprudenciales terminaba por dejar sin contenido sustancial al espinoso tema de la responsabilidad bancaria, situando a la entidad de crédito en una especie de “limbo” al margen de cualquier consecuencia práctica, la segunda de las líneas de actuación judicial suponía una excesiva concesión en favor de los indicios, por circunstanciales que fueran, lo que, sin duda, dejaba un peligroso margen de actuación al intento de fraude, ante la perspectiva de obtener una jugosa indemnización sin necesidad de realizar apenas esfuerzo probatorio alguno. Así, y a pesar de que alguna opinión[4] se decantó incluso por sistematizar los indicios que podrían ser considerados verdaderamente relevantes para demostrar la preexistencia de los bienes, optando, en primer lugar, por las facturas y documentos acreditativos de la propiedad de tales objetos por parte del cliente[5] y, en segundo lugar, por la aparición de los bienes denunciados o de parte de los mismos en poder de los ladrones posteriormente capturados[6], la verdad es que las decisiones judiciales que solucionan el problema de la mano de indicios y presunciones siguen, por diferentes razones, sin dejar totalmente satisfechas a las partes.

Pero lo cierto es que, si ninguna de las sentencias habidas hasta el momento logra resolver el tema de forma definitiva, necesitándose una exhaustiva valoración casuística en cada momento para poder siquiera afirmar la siempre relativa justicia de la decisión final, tampoco la doctrina ha sido capaz de ofrecer una solución satisfactoria que ponga, bien a las partes del negocio, bien a los jueces, en el camino adecuado, encontrándonos, las más de las veces, con propuestas que terminan por desnaturalizar el contrato, privándole, siquiera parcialmente, de su elemento más esencial y singularizador, como es el más absoluto de los secretos.

1.2. Propuestas e inconvenientes.

1.2.1. La inverosímil intervención de fedatario público en los accesos del cliente al compartimento.

La primera de las soluciones apuntadas propugna la intervención de un fedatario público cada vez que el cliente accede al compartimento, con la obvia intención ulterior de hacer valer el acta para probar el daño en el momento en que se produzca la violación de la integridad de la caja. A pesar de haber sido propuesta por numerosos autores en diferentes épocas, nunca ha sido llevada a la práctica, lo que viene a demostrar, en nuestra opinión, la mera relevancia teórica de tal proposición, alejada absolutamente de la fisonomía misma del servicio, que se caracteriza no sólo por el máximo secreto en relación con lo contenido en el habitáculo sino también por la tremenda facilidad con la que el abonado puede acceder al mismo. En efecto, creemos que la implantación de una práctica como la aludida, a pesar de solucionar en principio el espinoso problema de la prueba del daño, generaría, al mismo tiempo, una desnaturalización del negocio. Por un lado, se comprobaría que el secreto respecto de lo guardado no es tan absoluto como se predica por mucho que el notario esté obligado por un singular deber de reserva[7]. De la misma manera, la agilidad y sencillez en el acceso directo a la caja que identificaba a este “producto” y que le hacía ganar adeptos frente a otras figuras contractuales semejantes como el depósito cerrado, se vería absolutamente cercenada. En efecto, la necesidad de contar con la colaboración notarial en todo momento, obligaría a prever con anticipación el instante exacto en que se necesite acceder al habitáculo para, aun así, situarse a expensas de la disponibilidad del fedatario que, en determinados lugares, se ve especialmente limitada por la presencia de un único integrante de ese ilustre Colegio. Todo ello ocasionaría una enorme farragosidad que, a la postre, desembocaría en la absoluta decadencia del servicio, y eso sin contar con el encarecimiento del mismo, que pasaría de ser un contrato asequible a convertirse, especialmente en aquellos casos en los que la caja fuera utilizada con frecuencia, en un negocio extraordinariamente gravoso para el cliente. No hay que olvidar que la intervención del notario no se limitaría al momento inicial de la introducción del objeto u objetos sino a todos aquellos momentos posteriores en los que se volviera a acceder al habitáculo, bien con la intención de renovar el contenido de la caja, en cuyo caso habría de redactarse una nueva acta, bien con el simple objetivo de manipular algunos de los bienes preexistentes en la misma, en cuyo caso el fedatario habría de ratificar, tras el fin de la operación, la “inalteración” de la relación de objetos inicialmente apuntados como contenidos en el compartimento. Es obvio que, si se accediese posteriormente sin la presencia notarial oportuna, el acta quedaría sin efecto por la posibilidad que el cliente habría tenido de retirar aquellos bienes que, en un primer momento, se encontraban en el interior de la caja de seguridad[8], por lo que los “costes de acreditación” se elevarían sensiblemente en caso de que se quisiese garantizar la identificación, en todo momento, del concreto contenido del habitáculo. Prueba de la mera virtualidad que este planteamiento tiene, a efectos prácticos, es que las entidades de crédito, principales perjudicadas por la relevancia que en la vida forense están adquiriendo las pruebas de indicios y presunciones en el trance de acreditar el daño, nunca han planteado la puesta en marcha del mismo, conscientes de que, de alguna manera, estarían privando al contrato de sus singularidades más atractivas y, por consiguiente, abocándolo a la desaparición. Tampoco desconocen que, de la misma forma, tal control notarial no sólo ocasionaría problemas importantes de operatividad, dado el necesario acceso del fedatario al interior del compartimento sino que, lo que es mucho más importante, podría dejar sin efecto las cláusulas que, directa o indirectamente, pretenden la limitación de responsabilidad del banco, al existir una clara prueba que solucionaría los problemas a que dichas convenciones pretendían hacer frente, cosa que, como es evidente, a la entidad no le convendría en absoluto. Por todo lo dicho, entendemos que esta propuesta es más una coartada que legitima teóricamente a aquellos que sostenían a toda costa la obligación que tenía el cliente de probar con fehaciencia el daño, si es que quería obtener resarcimiento, que una verdadera solución aplicable a la praxis, dadas las abundantes dificultades que tal alternativa ocasionaría no sólo a los usuarios sino incluso al propio banco y, en definitiva, a la esencia misma del contrato[9].

1.2.2. Las cláusulas limitativas de la responsabilidad de la entidad de crédito o del valor del contenido de las cajas.

En cuanto a la posibilidad, ampliamente utilizada por los bancos, de insertar en los formularios contractuales una serie de cláusulas que, bien limiten directamente su responsabilidad a una cantidad máxima predeterminada, bien limiten el valor global de los bienes a guardar en el compartimento de tal forma que la entidad nunca respondería por encima del mismo[10], hay que reseñar que la misma ha estado sometida a una intensa polémica doctrinal. Así, la presencia de tales cláusulas en sede de condiciones generales de la contratación así como la posible consideración del cliente como consumidor estrictu sensu, hacen que las mismas se encuentren sometidas a la normativa protectora que, al efecto, establece el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Esto supondría, especialmente para el caso de las convenciones que tienen por objeto fijar directamente un máximo indemnizatorio para un supuesto de incumplimiento bancario, su posible declaración de nulidad por abusivas, entendiendo parte de la doctrina[11] que su inclusión atentaría contra ”la buena fe y justo equilibrio entre los derechos y obligaciones de las partes” (artículo 80.1.c del TRLGDCU) por defraudar la utilidad o finalidad esencial del contrato, lo que, en definitiva, originaría que tales estipulaciones hayan de tenerse por no puestas ex artículo 83 del TRLGDCU. Además, la inclusión de este específico tipo de cláusulas ni siquiera soluciona parcialmente el problema que acuciaba al abonado exigiéndole la concreta acreditación de un daño cuantificable, ya que la cantidad fijada por la entidad de crédito en el contrato sólo jugará en el supuesto de que aquél hubiera conseguido acreditar finalmente un perjuicio y éste sea de montante superior a tal máximo. En caso de que el usuario fuera incapaz de probar fehacientemente la existencia de un daño el cliente seguiría sin percibir compensación alguna, por lo que ni siquiera se podría defender la inclusión de tales cláusulas desde la posibilidad que las mismas ofrecerían al cliente de percibir, en todo caso, un resarcimiento, dado que las dificultades probatorias seguirían plenamente vigentes y tal limitación operaría en beneficio, únicamente, de la entidad bancaria. Por otro lado, las cifras a que ascienden las limitaciones aludidas son, en la mayoría de las ocasiones[12], ciertamente modestas para los valores que presumiblemente habrían de tener los objetos depositados en la caja, por lo que el desequilibrio a que antes nos referíamos no hace sino aumentar y evidenciar que, con la inserción de semejantes estipulaciones la única intención del banco es, aprovechando la posición de superioridad que le proporciona la predisposición e imposición de la totalidad del contenido contractual, limitar desproporcionadamente su responsabilidad para el caso, ya de por sí extraño, de que el usuario logre vencer las ingentes dificultades de acreditación del daño con que se va a encontrar en la práctica

En cuanto a las cláusulas que pretenden la limitación del contenido de las cajas de seguridad, se ha discutido mucho acerca de si las mismas comportan una limitación del objeto del contrato y si ésta es o no admisible[13], o si, por el contrario, nos encontraríamos ante un simple intento de limitar, indirectamente, la cuantía de la indemnización final a satisfacer al encontrarse ésta asociada al valor máximo de los bienes a introducir en el habitáculo[14]. Parte de la doctrina, apoyándose en la vigencia práctica de ciertas “normas” bancarias[15], defiende con vehemencia la legalidad de tales convenciones sobre la base de la existencia de diferentes cánones en función del valor de los bienes que se permita introducir en la caja y, en definitiva, en función de la responsabilidad que, como máximo, asumirá la entidad de crédito en cada caso[16]. El problema, dentro de la lógica inicial del planteamiento apuntado, estriba, en nuestra opinión, en la inclusión de este tipo de “pactos” en sede de condiciones generales de la contratación, con lo que esto supone de posible desconocimiento para el usuario que, aun habiendo suscrito las cláusulas aludidas, es perfectamente posible que no sea consciente del alcance de las mismas y que, en el momento en que se produzca el evento dañoso y aun habiendo sido capaz de probar la cuantía concreta de sus perjuicios, verá sus expectativas resarcitorias defraudadas por la aplicación rigurosa de tales máximos. Creemos, por tanto, que de existir semejantes limitaciones, éstas habrían de figurar claramente al margen del documento principal, de manera que se pudiera acreditar sin problema alguno que tales cláusulas han sido objeto de un pacto expreso al margen de las condiciones generales aludidas, prueba que, además, y de conformidad con lo establecido en el artículo 82.2 del TRLGDCU, correría en todo caso por cuenta de la entidad de crédito: “El empresario que afirme que una determinada cláusula ha sido negociada individualmente, asumirá la carga de la prueba”. Sólo así se garantizarían adecuadamente los intereses del cliente, sin olvidarnos, por otro lado, de la necesaria adecuación que, en tal caso, las cuantías predeterminadas habrían de guardar con la propia finalidad del contrato, lo que haría que la fijación de valores excesivamente bajos resultara contraria a la naturaleza misma del negocio y, en consecuencia, adoleciese otra vez de serias dudas de legalidad en razón de una posible nueva abusividad.

1.2.3. La reclamación del cliente previa a la apertura ante el quebrantamiento de la integridad externa de la caja.

Otra de las soluciones que se propusieron al problema, y que merece ser comentada por su originalidad, proviene de la práctica bancaria italiana, en donde el contrato de cajas de seguridad alcanzó una gran difusión a la par que un intenso tratamiento doctrinal. Así, en el artículo 18 de las antiguas Norme Bancarie Uniformi (NBU) se decía que cuando el usuario de la caja aprecie lesiones en la integridad exterior de la misma estará obligado a dirigirse a la entidad de crédito, antes de proceder a su apertura, para interponer una reclamación en forma escrita en la que se dé cuenta del hecho y en la que se podrá exigir, además, que se detallen los bienes que se encontraban en ese momento en el interior del habitáculo. Sólo una vez culminado tal trámite se practicará la apertura del compartimento, procediéndose entonces a comprobar la veracidad o no de lo declarado por el cliente, lo que se hará, en todo caso, en presencia de un empleado de la entidad y, a no ser que el abonado renuncie a su intervención, de un notario. Del desarrollo de tal operación se dará cumplida cuenta en el pertinente acta que, independientemente de su naturaleza, se extenderá por duplicado y en la que se recogerá el contenido de la caja[17], lo que evidenciará, en última instancia, bien la ausencia de daño alguno, al corresponderse los bienes declarados con los efectivamente presentes en el interior del habitáculo, bien la posible existencia de perjuicio, al constatarse la falta de alguno de los bienes apuntados. No obstante, esta alternativa, planteada por la Associazione Bancaria Italiana [18], en su intento por uniformizar la regulación contractual de los contratos bancarios, adolecía de una evidente limitación, materializada en la imposibilidad que el cliente seguiría teniendo de probar, en caso de que finalmente se hubiera consumado el ataque contra la integridad de la caja, la presencia en la misma, en el momento del robo, de los objetos que ahora se echan en falta. Al final, la solución únicamente tendría predicamento para aquellos supuestos (de por sí más fáciles de justificar) en los que el contenido se ha perdido parcialmente o se encuentra en parte deteriorado, en los que se podría comprobar si efectivamente la declaración del cliente se corresponde o no con el contenido de la caja, lo que demostraría la “buena fe” del usuario. Pretender que la simple amenaza de una discordancia entre lo referido por el cliente y lo contenido en la caja, en el caso de que finalmente el interior de ésta no haya sido vulnerado, amedrente al abonado ante un eventual intento de fraude resulta de una ingenuidad manifiesta, entre otras cosas porque, en el supuesto factico que da origen a este procedimiento, él va a ser el primero en acceder al lugar de los hechos y muy posiblemente con un simple vistazo sepa apreciar si los ladrones han conseguido finalmente su objetivo, en cuyo caso nada habría en el interior del compartimento, o si, por el contrario, apenas son de prever meros daños, pudiendo, en uno y otro caso, preparar su declaración de la manera más conveniente para sus intereses. Y todo ello obviando la posibilidad que el cliente tendría de alegar, en última instancia, un simple olvido o confusión no intencionado que pudiera justificar la disparidad entre su pensamiento inicial y la realidad constatada. Por último, la importancia de esta medida es aún más residual si se comprueba que, en la mayoría de las ocasiones, es la propia entidad de crédito la que descubre la evidencia del ataque, lo que, a pesar de la obligación del banco de seguir entonces el mismo procedimiento a que se encontraba sujeto el usuario, limita definitivamente la virtualidad de tal técnica a los supuestos en que se observan lesiones externas a la integridad de la caja pero no la apertura flagrante de la misma, siendo verdaderamente estos casos, y aquellos en los que se hubiesen usado llaves falsas y en los que, por tanto, ni siquiera hubiera signo externo alguno de forzamiento, los  que ocasionan un verdadero problema de prueba del daño al abonado.

En definitiva, ni unas ni otras de las soluciones apuntadas se muestran, por diferentes motivos, suficientemente solventes para resolver de manera definitiva el complejo problema que la prueba del perjuicio plantea al usuario de la caja, por lo que, en lo sucesivo y como hasta ahora, la decisión final seguirá en manos del juez que, de acuerdo con diferentes criterios, se verá obligado a practicar un minucioso análisis casuístico que le lleve a la solución más adecuada para cada caso concreto.

1.3. Conclusión valorativa: la cuantificación compensatoria mínima predeterminada normativamente.

De cualquier forma, y atendiendo a las singularidades que rodean al negocio, creemos que en dicha decisión han de pesar decisivamente una serie de consideraciones que pasamos a exponer.

En primer lugar, no hay que olvidar que nos encontramos con un contrato en el que la entidad de crédito asume una obligación de resultado, consistente en la garantía del secreto y de la custodia respecto del interior de la caja, lo que, una vez evidenciada la apertura “irregular” del compartimento, sitúa al banco en una posición de flagrante incumplimiento que sólo podrá “remediar” si es capaz de probar la existencia de un suceso insuperable e imprevisible que justifique semejante incidente. Así, de la misma forma que la falta de resultado debido operaba, en primer término, una singular inversión de la carga de la prueba en perjuicio de la entidad bancaria basada en la existencia de un evidente incumplimiento por su parte, entendemos que tal posición “procesal” habría de extenderse, siquiera parcialmente, al controvertido tema de la prueba del daño, ya que la primera de las medidas quedaría sin efecto práctico alguno si no fuera acompañada por una cierta facilitación en el deber que el cliente tiene de acreditar su perjuicio. El tan controvertido régimen de responsabilidad del banco, cuestionado por algunos autores por excesivamente riguroso, sería únicamente un esquema teórico vacío de contenido si finalmente se abocará al usuario a probar, de manera fehaciente, la concreta identidad de los bienes ubicados en la caja en el momento del ataque. Tal articulación generaría, sin duda, una patente situación de desequilibrio entre las partes de forma que al banco, aún evidenciado su incumplimiento e incluso su culpabilidad, le compensaría, asimilándose la decisión judicial a una especie de “pena infamante” que le condena como incumplidor pero sin obligación de satisfacer reparación alguna dada la imposibilidad de acreditar un daño concreto. Es obvio que al cliente una solución como la comentada no le granjearía satisfacción alguna y que, de haber sido consciente de tal riesgo, en la mayoría de las ocasiones hubiera elegido otro medio para cobijar sus pertenencias más valiosas.

Incluso cabría aventurar que, de haberle podido ofrecer al usuario la opción de elegir entre un régimen agravado de cara a acreditar la responsabilidad de la entidad de crédito en caso de violación en la integridad de la caja, y otro que exija al cliente un mayor esfuerzo probatorio en tal sentido pero le aligere de la carga de la prueba del daño, el cliente no hubiera tenido dudas en elegir el segundo, consciente de que, por difícil que resulte, siempre le será más fácil demostrar la impericia del banco que acreditar la preexistencia de unos bienes en un lugar cerrado cuyo contenido únicamente él conoce. Desde luego, y al margen de decisiones judiciales que resolvieron la situación de manera aislada basándose, algunas veces, más en criterios de equidad que de derecho, sobre el papel los intereses del cliente resultarían mucho más protegidos con ese esquema de responsabilidad que con el existente actualmente.

No obstante, hay que reconocer que la alternativa que se fundamenta en dar verosimilitud en todos los casos a la declaración del cliente acerca del contenido de la caja podría conllevar excesos e intentos de fraude, lo que ocasionaría, ahora, un desequilibrio en contra de los intereses del banco, por lo que, entendemos, tampoco sería una solución válida, aunque desde un punto de vista global y atendiendo a la absoluta excepcionalidad con que los siniestros ahora aludidos habrían de producirse en el seno de un contrato de cajas de seguridad, resultaría más justa desde un punto de vista “material” ésta que la solución que carga con el onus probandi al usuario[19]. De cualquier manera merece la pena buscar una solución satisfactoria y equilibrada para ambas partes en la que se ponderen no sólo las dificultades probatorias para el cliente, sino la naturaleza misma del contrato y las diferentes posiciones de partida en que se encuentran los contratantes.

Una de las posibilidades que podría solucionar o, al menos, paliar sensiblemente el problema sería la que consiste en establecer previamente una cantidad a satisfacer por el banco para el caso de que el interior de la caja apareciese vacío, tras fractura del cierre del compartimento, vulneración de su integridad exterior o apertura ilegítima por otros medios. Desde luego que esta cifra no puede ser impuesta por una de las partes, en este caso el banco, y que la misma ha de guardar una proporción con el elevado valor que se supone tendrían los objetos depositados en el habitáculo, reputándose inválidas todas aquellas soluciones que permiten a la entidad de crédito liquidar su responsabilidad con la satisfacción de cantidades apenas significativas para instituciones como las aludidas, como sucede con la inmensa mayoría de las cláusulas que, con tal objetivo, son insertadas a instancias del banco en las condiciones generales del contrato. Además, y a diferencia del tenor de las citadas convenciones, estas cifras no representarían nunca máximos indemnizatorios, sino mínimos, de manera que una vez acaecido el siniestro el cliente únicamente habría de esperar a que se le resarciese con la cantidad previamente estipulada sin perjuicio de que, posteriormente, pudiese probar (esta vez de manera fehaciente, lo que hace el supuesto de muy difícil realización práctica) que el mismo ha sido de cuantía superior al indemnizado, en cuyo caso la entidad bancaria se encontraría obligada a abonar la diferencia.

Este planteamiento necesitaría, para ser verdaderamente efectivo, de un apoyo normativo que fijase de antemano las cifras a que ascenderían las “indemnizaciones” en caso de siniestro, de tal forma que éstas no se vieran sujetas a la presión que sufriría el cliente en una eventual negociación con el banco, por mucho que ésta fuese tal y no una mera imposición fruto del clausulado propio de los contratos en masa o “de adhesión”. A pesar de las diferencias propiciadas por la singularidad de cada figura contractual, en el ordenamiento español se pueden apreciar varios ejemplos que dan ya cuenta de soluciones que tienen como objetivo común enervar la onerosidad de la prueba del daño en casos en que ésta es de muy difícil cumplimentación por parte del inicialmente perjudicado[20]. Así, por ejemplo, en el contrato de transporte de personas (contrato, en principio, sujeto a muchas más incidencias y de mucha mayor justificación que las que pueden tener lugar en el contrato de cajas de seguridad), independientemente del medio a través del que éste se produzca, es muy frecuente encontrarse con normas que establecen a priori una serie de límites indemnizatorios en caso de pérdida o extravío de los equipajes, que irán en función, la mayoría de las veces, del peso de los bultos facturados, sin que sea necesario probar el contenido de los mismos[21]. Así, e independientemente de que ésta sea, en este caso concreto, la mejor solución para el viajero, dada la naturaleza máxima en todo caso de las indemnizaciones prefijadas y la necesidad de acreditar, cuando menos, la facturación de tal equipaje, lo que resulta evidente es que facilita en buena medida el cobro de una cierta compensación. Al margen incluso de que este esquema de reparación haya sido una simple técnica para evitar la enorme litigiosidad provocada por la frecuencia de semejantes sucesos, limitando, de esta forma, la responsabilidad del porteador con la coartada de conseguir una mayor seguridad jurídica en el sector, lo cierto es que el legislador ha optado por reparar un daño que sólo se encuentra acreditado en abstracto, sin exigir prueba concreta alguna en relación con el contenido de los bultos perdidos.

Pues bien, si semejante “presunción” es legalizada para un contrato como el de transporte con mucho más motivo, entendemos, habría de articularse una solución semejante para el contrato de cajas de seguridad pues, en primer lugar, resulta mucho más dificultosa la prueba en este contrato que en aquél[22], en segundo lugar, la magnitud del daño suele ser también muy superior en el caso del negocio bancario que en del contrato de transporte, y, en tercer lugar, las ocasiones en las que se va a plantear la aplicación del posible precepto serán muy escasas y habrán de serlo cada vez más. Además, en el presente supuesto, y al margen de la existencia o no de bien alguno en el interior del habitáculo, hemos de partir de la existencia de un daño que sí se encuentra “acreditado”, como es la vulneración del secreto y la confidencialidad que la entidad de crédito se había comprometido a garantizar, lo que proporciona una base cierta sobre la que fundamentar esa indemnización mínima y excluir, al tiempo, el frecuente reproche de “enriquecimiento injusto” que esta propuesta podría suscitar en determinados sectores[23].

En efecto, la evidencia de una caja vacía o simplemente abierta supone, de mano, la existencia de un perjuicio cierto para el cliente. Tal perjuicio podrá ir desde la constatación, en el mejor de los casos, de que el interior se encontraba ya vacío, aspecto que podrá generar daño moral en según qué personas, hasta la desvelación de la naturaleza de los bienes que aún se encuentran en el habitáculo (violación “directa” del secreto). Incluso se podría materializar en la necesidad de hacer pública, en la denuncia pertinente, la “identidad” de todos y cada uno de los objetos que se encontraban en el habitáculo y que han desaparecido (violación “indirecta” del secreto), obviándose que si se hallaban en tal receptáculo era fundamentalmente para mantenerlos al margen de ese conocimiento público. De hecho, la doctrina comete el frecuente error de circunscribir la responsabilidad del banco al valor material de los objetos desaparecidos[24], negando toda posibilidad de indemnización por daños morales al usuario, sin darse cuenta de que una parte fundamental de la función económica del contrato de cajas de seguridad reside en el atractivo que el secreto que caracteriza a este negocio proporciona de cara a guardar bienes cuyo valor es únicamente sentimental o, incluso, puramente estratégico o político[25]. Tan es así que, en nuestra opinión, no sería infrecuente encontrarnos con supuestos en los que el titular de la caja, una vez forzada ésta, omite conscientemente la presencia en la misma de determinados bienes aun a costa de no percibir compensación alguna por su pérdida, prefiriendo seguir manteniendo la reserva en torno a los mismos antes que una eventual indemnización, por lo que habría que sumar a los tradicionales daños materiales, en este caso concreto, uno intangible que justificaría, por sí solo, la atribución de un valor específico al secreto, como objetivo abstracto pero esencial al contrato que ahora nos ocupa[26].

Además, la instauración por vía legal de una compensación mínima cuantiosa en caso de ruptura de la integridad de la caja, ejercería sin duda de acicate para las entidades de crédito, que extremarían su diligencia para evitar el acontecer de tales sucesos. No es despreciable en absoluto, en nuestra opinión, esta función “penalizadora” que desempeñarían las cantidades prefijadas a modo de indemnización, especialmente cuando estamos hablando de un contrato en el que los objetivos de seguridad y secreto son prácticamente asegurados al cliente al cien por cien, por lo que al banco, en principio, no debería de importarle que, en el muy excepcional supuesto en el que se produjese una violación de la integridad del habitáculo, se arbitren medidas que compensen suficientemente al titular de la caja al margen de prueba concreta alguna. Es más, tal garantía debería de redundar en el prestigio del producto, reflejando la absoluta seguridad del mismo. Desde luego, lo que no es coherente con la propia naturaleza del negocio, máximo garante en teoría de los valores de seguridad y secreto, es que, una vez que se comprueba el fracaso del banco en el desempeño de su cometido, su responsabilidad quede vacía de contenido al obligarse al abonado, si es que pretende obtener compensación alguna, a demostrar con fehaciencia cuáles eran los bienes que se encontraban en la caja en el momento del ataque, prueba que, si no es diabólica, al menos sí es de muy difícil cumplimentación. La rigurosidad con que se vertebraba el régimen de responsabilidad de la entidad de crédito, sustanciada en la restricción con la que se interpretaban los posibles sucesos constitutivos de caso fortuito o fuerza mayor, queda absolutamente desvirtuada de la mano de semejante articulación de la prueba del daño, convirtiendo la estructura que preveía el incumplimiento del banco en un mero artificio retórico.

Por otro lado, esta singular predeterminación del daño, si verdaderamente supusiese un incremento en el coste global del contrato, podría ser fácilmente amortiguada por las entidades bancarias, acudiendo a técnicas tradicionales que se encuentran siempre en su mano, como son, por un lado, la elevación del precio del abono, respecto del cual existe un amplio margen de incremento dada la escasa cuantía general del mismo, o el aseguramiento del riesgo que se asume. La póliza que asegurara tal siniestro, independientemente de su posible repercusión al cliente y de la dudosa legalidad de la misma, sería ofrecida sin excesivo coste por las compañías de seguros, debido, precisamente, a la excepcionalidad con la que se producirían tales sucesos en función de las peculiaridades técnicas del servicio y de los objetivos perseguidos por éste.

Por último, la frecuencia con la que la contraparte de la entidad de crédito ha de ser considerada consumidor en el sentido técnico jurídico del término, especialmente cuando es una persona física la titular del contrato, propicia, en justa aplicación del artículo 9 del TRLGDCU, que el equilibrio entre las partes contratantes haya de buscarse defendiendo prioritariamente los intereses del consumidor. Tal hecho, unido a las extraordinarias exigencias técnicas (en ocasiones determinadas normativamente) bajo las que pudiera calibrarse la diligencia en la prestación del servicio[27], puede abocar al banco a una incómoda posición procesal en la que su única vía de escape fuera la de ir deshaciendo, uno por uno, todos aquellos indicios y presunciones a los que el juez pudiera ir dando carta de naturaleza en función de las declaraciones del usuario[28]. Sin duda, entendemos, la entidad bancaria preferiría un sistema apriorístico de determinación del daño, por cuantioso que éste fuera, que hacer frente a esa incómoda situación de “contraprueba”, especialmente cuando la condición de consumidor o usuario del cliente podría fácilmente presumirse una vez que se desvela, en la denuncia, el contenido de la caja (es obvio que las joyas de la familia o las condecoraciones de los antepasados difícilmente pueden considerarse bienes afectos a actividad empresarial o comercial alguna).

No obstante, y a pesar de considerar esta normativización del quantum indemnizatorio como la solución más adecuada para el presente supuesto, no desconocemos que la misma está sujeta a importantes riesgos en forma de presiones de un sector tan influyente como la banca y que, de prosperar éstas, muy probablemente los intereses de los clientes se encontrarían mejor protegidos de la mano de una generosa apreciación judicial de las pruebas de indicios y presunciones, por muy “insegura” e injusta que pudiera resultar ésta en ciertos casos. No es, en forma alguna, un problema fácil de resolver, pero insistimos en que no hay que olvidar que la propia naturaleza del negocio implica la absoluta excepcionalidad de los supuestos que dan lugar a la controversia, por lo que no hay que extrañarse si la jurisprudencia, en un intento por reequilibrar la desigual relación contractual que plantea el contrato de cajas de seguridad, se muestra flexible a la hora de atender las pretensiones del cliente perjudicado[29].

 

 

---------------------------------------------
* Profesor Doctor de Derecho Mercantil. Universidad de Cantabria

[1] HUERTA VIESCA, M. I., La responsabilidad bancaria en el contrato de caja de seguridad, Valencia, 2003, p 403 señala que la referida dificultad probatoria no es sino el “contrapunto” al beneficio que el cliente obtiene gracias al secreto que le proporciona el contrato.
[2] VARA DE PAZ, N., “Las cajas de seguridad”, en GARCÍA VILLAVERDE, R. (dir.) Contratos Bancarios, Madrid, 1992, p. 700, apunta que el cliente se ve obligado a acreditar tanto la preexistencia de los objetos en el habitáculo como, asimismo, el concreto valor de los mismos. A este respecto la SAP de Huelva, sección primera, de 5 de junio de 2002 (JUR 2002/269513), se muestra mucho más rigurosa en relación con la prueba del valor de los objetos que con la de la preexistencia de los mismos en el interior de la caja: “Igual que se ha señalado con anterioridad que en el particular de la preexistencia y por los motivos indicados no es de recibo un rigorismo excesivo en la exigencia probatoria al perjudicado dado que ello prácticamente dejaría sin contenido en la mayor parte de los casos la responsabilidad de la entidad, debe ahora destacarse que en el apartado relativo a la valoración del daño, es aplicable en toda su extensión y contenido el artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y así demandar del actor la perfecta acreditación de los hechos constitutivos de su pretensión que, por lo que al daño se refiere, no es otra cosa que la determinación del valor de lo sustraído (…) Sin embargo, la demandante optó por el criterio más cómodo de aplicar el índice de Precios al Consumo, el cual no puede ser acogido en esta alzada. En primer lugar, porque corresponde al demandante la prueba fehaciente del valor actualizado de las joyas, sin que aparezca probado que el supuesto incremento de valor de las joyas se ha producido en la misma proporción lineal que la variación del índice oficial. En segundo lugar, porque en absoluto puede obtenerse la actualización mediante un índice cuya aplicación no está pensada para estos supuestos sino para otros de naturaleza, objeto y finalidad muy diferente. En tercer lugar, porque no puede admitirse una revaloración automática, cuando pueden entrar en juego otros factores que conducen a lo contrario, es decir, a la depreciación del objeto. A nadie se le ocurriría actualizar el precio de un vehículo mediante la aplicación del índice oficial publicado por el Instituto Nacional de Estadística, ya que se trata de un bien cuya depreciación es constante y progresiva. En cuanto a las joyas, su valor puede incrementarse o depreciarse atendiendo, entre otras cosas, a su diseño o composición”. Se termina por partir del precio de adquisición que se incrementa en un diez por cien en concepto de daño moral.
[3] Langle es tremendamente expresivo a este respecto: “En los supuestos de robo o daño, como pesa sobre el cliente la prueba dificilísima de la preexistencia de las cosas y la responsabilidad del daño, pocas veces podrá hacerse efectiva la responsabilidad” (LANGLE Y RUBIO, E., Manual de Derecho Mercantil español, tomo III, Barcelona, 1959, p. 459). En el mismo sentido se pronuncia Garrigues, para quien el problema verdaderamente “delicado” es el discernimiento acerca de qué responderá el banco y no los supuestos de responsabilidad o el reparto de la carga de la prueba. En GARRIGUES, J., Contratos bancarios, (2º. Ed.), Madrid, 1975, p. 461. VALENZUELA GARACH, F., “El servicio de Cajas de Seguridad”, en JIMÉNEZ SÁNCHEZ, G. (coord.), Derecho Mercantil, 2, Barcelona, 1999, p. 908, asimismo, califica de “muy difícil” la prueba acerca de la preexistencia de los bienes en el interior del habitáculo así como del valor de los mismos. También la SAP de Lugo, de 9 de mayo de 1997 (RGD, nº. 646-647, julio-agosto, 1998, pp. 10339 y 10340), señala, en relación con el perjuicio que la entidad bancaria causa al permitir al heredero del cotitular fallecido acceder en solitario al compartimento, que “no se puede ahora pretender por el propio Banco, causante de esa imposibilidad de objetivación de los daños con su actuación, obligar al actor (el cotitular sobreviviente) a practicar una prueba diabólica que consistiría en acreditar qué era lo que concretamente quedaba en la caja pues es obvio que carecería de toda justificación por el propio principio de confidencialidad y reserva que el alquiler de las cajas de seguridad y su manipulación llevan consigo”. En Italia, también Majello se pronuncia al respecto: “Ma l´utente, che dell´azione di risarcimento è l´attore, non può naturalmente testimoniare a proprio favore, nè fornire altri mezzi di prova diretta, a sè favoreli. Tanto varrebbe allora sostenere che, se in base al diritto sostanziale la banca è ritenuta responsabile del danno patito dal cliente, tuttavia, per una regola formale di prova, la banca non verrebbe mai ad essere obbligata giudizialmente a risarcire il danno” (MAJELLO, U., “Prove e presunzioni di danno in caso di effrazione di una cassetta di sicurezza”, en Banca, Borsa e Titoli di Credito, II, 1959, pp. 205 y 206).  
[4] HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 419 y 420.
[5] Así, no sólo las facturas sirven como elemento probatorio de referencia sino también otro tipo de documentos como fotos de los bienes desaparecidos o tasaciones periciales de los mismos. En la SAP de Cádiz, sección 8ª, de 15 de febrero de 2002 (JUR 2002/115186), se señala, en relación con la preexistencia de determinadas joyas en la caja de seguridad de un hotel, lo siguiente: “En el presente caso, debemos estimar como suficientes las tasaciones periciales realizadas con un año de antelación a los hechos, tasación que acredita la posesión de la actora de dichas joyas, si bien hay que tener en cuenta que sólo con respecto a los pendientes y a las cuatro pulseras, pero no de un solitario del que no hay rastro alguno, como tampoco lo hay de un bolso de la marca Loewe (…)”; en contra, sin embargo, la SAP de Madrid, sección 12ª, de 16 de mayo de 2001 (JUR 2001/198979), que, a pesar de contar con fotos y otros documentos, se ampara en la falta de testimonios para reputar no probado el daño. Los indicios referidos se encuentran refrendados, en ocasiones, por la condición profesional del titular de la caja. Así, Prevault defiende la “prèvisibilité du dommage” en función de la existencia de facturas y fotos de joyas que acompañan a la condición de joyero del cliente. En PREVAULT, J., “Location de coffres-forts“, en Juris Classeur Banque et Credit, 1993, 920, p. 8. En relación con la presencia de joyas, Bellantuono mantiene una curiosa postura que, si bien reconoce que forma parte de la utilización normal de la caja el cobijo de semejantes bienes, circunscribe esa función a la guarda de las joyas familiares y no a las que, en el ejercicio de su profesión, maneje el joyero, por suponer su posible pérdida un riesgo de empresa que, en palabras del autor, no podrá ser transferido al banco sin darle la adecuada cobertura mediante póliza de seguro ad hoc. En BELLANTUONO, G., “Cassette di sicurezza, responsabilitá della banca e asimmetrie informative”, en Il foro italiano, febrero, 2000, p. 537. Esta postura, que intenta, en definitiva, limitar la responsabilidad de la entidad de crédito supondría, paradójicamente, un endurecimiento del régimen aplicable al banco, pues, de alguna manera, situaría como consumidores strictu sensu a los usuarios de los compartimentos sin necesidad de recurrir a presunción alguna, lo que determinaría la aplicación, en sede de responsabilidad, de las normas propias del Derecho de consumo con el consiguiente “perjuicio” para las instituciones bancarias. En nuestra opinión, nada parece indicar que las cajas hayan de ser necesariamente dedicadas a albergar objetos cuyo “destinatario final” vaya a ser, en todo caso, el titular del contrato, lo que, por otro lado, supondría una prohibición implícita de alquilar la caja a determinadas personas jurídicas, prohibición que no consta en los formularios bancarios comunes, resultando, por el contrario, relativamente habitual que ciertas sociedades contraten semejantes compartimentos con fines puramente empresariales.
[6] Así, la muy comentada SAP de Barcelona, sección 2ª, de 3 de marzo de 1989 (rollo nº. 2769, causa 51/85, sentencia nº. 120). Huerta sostiene que incluso podría valer como indicio el hecho de que se hubiera denunciado la sustracción de joyas de oro y, una vez apresados los ladrones, se encontrase en su poder una cierta cantidad de oro fundido, a pesar de que, evidentemente, no se encontrase la pieza original ni partes de la misma al haber sido ésta alterada en su configuración con vistas a su posterior venta. En HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., p. 420.
[7] En efecto, por mucho que el artículo 274 del Reglamento Notarial español, aprobado por Decreto de 2 de junio de 1944, declare el carácter secreto de los protocolos, a nadie se le escapa que la mera incorporación a un documento, del tipo que sea, de una serie de datos conlleva un incremento del riesgo de que éstos sean conocidos, dada la posibilidad que terceras personas tienen de acceder a los mismos. Por otra parte, y en el caso de que finalmente se generalizase la intervención de notario en las operaciones que tienen lugar dentro de la caja de seguridad, no es descartable la aparición de una norma que obligue al fedatario a comunicar a la autoridad pertinente sus sospechas en relación con determinadas introducciones (fundamentalmente aquellas que tuvieran relación con el ocultamiento de objetos robados o el “lavado” de dinero fiscalmente opaco), de la misma forma que sucede en otros ámbitos, tal y como se comprueba en la ORDEN EHA/114/2008, de 29 de enero, reguladora del cumplimiento de determinadas obligaciones de los notarios en el ámbito de la prevención del blanqueo de capitales. Todo ello hace que la presencia de fedatario en el contrato de cajas de seguridad rebaje sensiblemente el atractivo del producto, por mucho que garantice el cobro del total de los daños ante un eventual siniestro, aunque tal garantía habría de confrontarla, en todo caso, con la validez de las cláusulas de limitación cuantitativa de responsabilidad que las entidades de crédito imponen en sus formularios.
[8] Así lo evidencia VICENT CHULIÁ, F., Compendio crítico de Derecho Mercantil, 3ª ed., Barcelona, 1990, p. 464.
[9] De tales dificultades dan cuenta, entre otros, tanto VARA DE PAZ, N., “Las cajas de seguridad”, en GARCÍA VILLAVERDE, R. (dir.) Contratos Bancarios, Madrid, 1992”, pp. 700 y 701, como FERNÁNDEZ MERINO, “Las cajas de seguridad”, en NIETO CAROL, U. (dir.), Contratos bancarios y parabancarios, Valladolid, 1998, p. 1093.
[10] VEZIAN, J., La responsabilité du banquier en droit privè français, 3ª ed., París, 1983, p. 218.
[11] GÁLVEZ DOMÍNGUEZ, E. Ob. Cit., pp. 224 y 225.
[12] Valgan como ejemplo las siguientes, que, bien limitando directamente la cantidad a satisfacer bien estableciendo un valor máximo de los bienes a introducir en la caja, fijan, en ambos casos, cantidades patentemente insuficientes para afrontar los daños que, por término medio, se presume originará un robo en este singular compartimento: “En el caso de que, por cualquier motivo, el Banco viniera obligado a satisfacer una indemnización al Cliente, será ésta fijada en función del daño objetivamente producido, exclusión hecha del perjuicio moral y, en todo caso, con un límite máximo fijado en UN MILLON (1.000.000) de pesetas, o su equivalente en EURO”, “El arrendatario no podrá depositar en la caja de seguridad bienes u objetos por valor conjunto superior a quinientas mil pesetas (...)”.
[13] Ver, al respecto, las interesantes reflexiones que, asociadas con la posible nulidad de tales cláusulas por abusivas, realizan GÁLVEZ DOMÍNGUEZ, E. Régimen jurídico del servicio bancario de cajas de seguridad, Granada, 1997, pp. 226 y ss. y QUICIOS MOLINA, S. El contrato bancario de cajas de seguridad, Pamplona, 1999, pp. 190 y ss. En Italia, TIDONA, M., “Del servizio bancario delle cassette di sicurezza. La profesionalita del bonus argentarius. La cláusula di limitazione della responsabilità in ipotesi  di furto”, en Rivista di Diritto Bancario e Finanziario, febrero, 2001, http://www.tidona.com/pubblicazioni/febbraio01_8.htm (web consultada el 26 de junio de 2014) defiende las estipulaciones que limitan el valor de las cosas a introducir en la caja como parte de la autonomía de la voluntad, restringiendo su validez a casos en que la entidad haya incurrido únicamente en culpa leve; sin embargo, rechaza terminantemente las cláusulas que intentan establecer una indemnización máxima predeterminada, considerándolas nulas por antitéticas con la función que el legislador ha querido atribuir al contrato de cajas de seguridad. PONZANELLI, G., “La sfortunata circolazione delle clausule di esonero: il caso delle cassette di sicurezza”, en Il Foro Italiano, parte primera, 1990, p. 1044 considera, al comentar la sentencia de la Corte de Casación de 14 de septiembre de 1989 (reproducida en Il Foro Italiano, parte primera, 1990, cols. 1038 a 1054), que es la intervención de actuación dolosa por parte de la empresa de seguridad contratada por la entidad de crédito para vigilar las instalaciones donde se encuentra ubicada la caja de seguridad, la que provoca la nulidad de la cláusula contractual que limita el valor de los objetos a introducir en el compartimento y, en consecuencia, propicia el pleno e integral resarcimiento del cliente. Entre los máximos defensores de la validez de tales cláusulas, así como de las que directamente establecen una cantidad máxima predeterminada, está RAGNO, M. A., “Cassette di sicurezza: ancora sulla limitazione di responsabilità della banca”, en Giurisprudenza Comérciale (C), 1996, pp. 194 a 203, quien considera que prohibir tales estipulaciones no sólo es contrario al principio de previsión del daño resarcible, consagrado en el artículo 1225 del Codice civile, sino que es inaceptable desde un punto de vista puramente económico, situando a la entidad bancaria en una posición de extrema incerteza al hacerla asumir un riesgo ilimitado en el desarrollo de una prestación meramente marginal, lo que la abocará, a la postre, bien a dejar de ofrecerla bien a aumentar cuantiosamente el canon cobrado.
[14] Lo que podría evidenciarse, por ejemplo, por el hecho de que, a este respecto, no se prevea inspección del banco, aunque, verdaderamente, tal excedido sólo perjudicaría al cliente en tanto en cuanto dejaría de percibir, en caso de “siniestro”, la parte del valor del bien que superase el máximo impuesto, y no, como en el caso del resto de sustancias peligrosas, a la propia entidad y al resto de abonados, que verían como sus instalaciones y pertenencias podrían verse afectados negativamente por las mismas. Con tal razonamiento podría justificarse la ausencia de inspección.
[15] Antiguo art. 2 de las Norme Bancarie Uniformi: “L´uso della cassetta è concesso per la custodia di cose di valore complessivo non superiore a lire (…) Pertanto l´utente si obliga a non conservare nella cassetta cose aventi un valore nel complesso superiore al detto importo di lire (…)”. Dicha cláusula, no obstante, había sido ya expresamente declarada como nula por la jurisprudencia italiana en la sentencia de la Corte de Casación de 10 de febrero de 1998 (FI, julio-agosto, 98, cols. 2184 y ss.).
[16] Molle considera que tales cláusulas deben de ser consideradas válidas sin ninguna duda. Señala que el banco puede salvar la imposibilidad que tiene, en virtud del carácter secreto del servicio, de conocer el concreto contenido de la caja, pactando con el cliente una serie de valores máximos que oscilarán en función de los diferentes precios que se paguen. Advierte, además, que el abonado que incumpla tales convenciones introduciendo bienes de valor superior al inicialmente estipulado incurrirá en un flagrante incumplimiento contractual, con lo cual no podrá pretender que la entidad de crédito cumpla con sus obligaciones tras haber incumplido él previamente las suyas.  En MOLLE, G., I contratti bancari, en CICU, A. y MESSINEO, F., Trattato di Diritto Civile e Commerciale, vol. XXXV, t. 1, 4ª ed., Milán, 1981, pp. 823 y 824. En el mismo sentido, QUICIOS MOLINA, S. Ob. Cit., p. 193; en contra, Sentencia del Tribunal de Roma de 8 de julio de 1987 (reproducida en Banca, Borsa e Titoli di Credito, 1989, vol. II, pp. 61 y ss.) y DÍEZ SOTO, C. M., El depósito profesional, Barcelona, 1995, pp. 133 a 135, quien considera que no puede haber un criterio de proporción entre el canon exigido al cliente y las obligaciones asumidas por la entidad bancaria, pues éstas serían las mismas en todo momento.
[17] En el caso de que fuese el banco el que detectase posibles deficiencias en la integridad de la caja sería éste el que habría de comunicar al abonado, por carta certificada, tal circunstancia, con el objeto de fijar un plazo para practicar la apertura de la misma en su presencia, lo que podría ayudar al arrendatario, si no a probar el daño concreto sufrido, sí a acreditar las lesiones del compartimento. Ver HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 418 y 419.
[18] El sistema de las NBU fue dejado sin efecto por la sentencia del Tribunal de Casación de 7 de octubre de 2004, tras impugnación efectuada por Adusbef.
[19] Huerta descarta la aplicación al caso del artículo 217.6 de la Ley de Enjuiciamiento Civil española, que permitiría al tribunal ponderar la distribución de la carga de la prueba según la dificultad relativa de cada una de las partes en acometer tal trámite, basándose en que la entidad de crédito no está tampoco en una posición de facilidad probatoria, y mucho menos en mejor disposición que el cliente. Ver HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 404 y 405. Sin embargo, entendemos que tal argumento podría ser fácilmente rebatido acudiendo al propio clausulado predispuesto e impuesto por el banco al usuario de la caja, en el cual es frecuente encontrar, por abusiva y contraria a la propia naturaleza del contrato que resulte, una estipulación que faculta a la entidad para revisar en cualquier momento, y sin justificación adicional alguna, el contenido del compartimento con el objeto de verificar el cumplimiento de las exigencias a que se ha comprometido el cliente. Si tal cláusula existiese, es evidente que el banco se habría encontrado en una disposición inmejorable para conocer el contenido de la caja en todo momento, con lo que una cláusula abusiva podría ser entonces utilizada en contra de los intereses del que la ha predispuesto. A una cláusula de este tipo hace referencia la SAP de Huelva, sección primera, de 5 de junio de 2002 (JUR 2002/269513), para fundamentar la similitud del contrato de cajas de seguridad con el de depósito al margen del desconocimiento que, en principio, tiene el depositario del objeto u objetos a custodiar: “No impide dicha afirmación el hecho de que la entidad bancaria no reciba directamente las cosas que el cliente pueda introducir en la caja y no tenga conocimiento, en principio, de la mismas ya que, por un lado, el artículo 307 del Código de Comercio regula el depósito cerrado que, si bien mantiene notables diferencias con el presente caso, permite afirmar que no es un elemento esencial del depósito en general el conocimiento por el depositario del objeto concreto del contrato y, por otro lado, como se recoge en el artículo 1º del contrato, el Banco se reserva la facultad de comprobar cuantas veces lo estime oportuno la aplicación del compartimento, con posibilidad de resolución del contrato si la otra parte se opone a esa actuación (…)”.    
[20] En el artículo 159.3 del TRLGDCU se predetermina la indemnización mínima a pagar por la agencia de viajes de acuerdo con el número de días de antelación con que se produzca el incumplimiento contractual, bien se deba éste a la cancelación del viaje, bien a la modificación del contrato que no sea aceptada por el consumidor. Además, esta solución es aplicable independientemente de la condición de consumidor strictu sensu del “perjudicado”, ya que, de acuerdo con lo preceptuado en el artículo 151.1.g de la misma norma, consumidor o usuario del viaje lo será cualquier persona en la que concurra la condición de contratante principal, beneficiario o cesionario, al margen de que estos integren o no el viaje en un proceso productivo, por lo que ni siquiera se puede esgrimir la supuesta desprotección del “destinatario final” del producto como argumento para justificar la solución adoptada.
[21] Así, en el artículo 3.2 del Real Decreto 1211/1990, de 28 de septiembre, reformado por el Real Decreto 1136/1997, de 11 de julio, se establece que “(…) la responsabilidad de los porteadores de viajeros por las pérdidas o averías que sufran los equipajes de éstos estará limitada como máximo a 14,5 euros por kilogramo (…)”. De la misma forma, en el artículo 22.2 del Convenio para la unificación de ciertas reglas para el transporte aéreo internacional, hecho en Montreal el 28 de mayo de 1999, y ratificado por España el 14 de enero de 2000, se señala que “En el transporte de equipaje, la responsabilidad del transportista en caso de destrucción, pérdida, avería o retraso se limita a 1.000 derechos especiales de giro por pasajero”. De cualquier forma, hay que tener en cuenta la posibilidad que se le ofrece al pasajero de realizar una “declaración de valor” que compense la eventual pérdida de bienes cuyo valor patrimonial excediera del límite máximo inicialmente previsto, aspecto contemplado, con mayor o menor grado de detalle, en los dos preceptos ya citados.  
[22] Aunque no en relación con la concreta cuantificación del daño sino con la mera existencia del mismo el legislador también se ha encargado de abordar la cuestión normativamente en un contrato tradicionalmente relacionado con el que nos ocupa, como es el de aparcamiento de vehículos; así, frente a la tradicional dificultad que se le planteaba al usuario de tales estacionamientos en caso de que el vehículo hubiera desaparecido, el artículo 3.1.b de la Ley 40/2002, de 14 de noviembre, reguladora del contrato de aparcamiento de vehículos, establece la obligación para el titular del aparcamiento de entregar al usuario un justificante en el que conste “en todo caso y en los términos que reglamentariamente se determinen, la identificación del vehículo y si el usuario hace entrega o no al responsable del aparcamiento de las llaves del vehículo”, lo que, sin duda, facilitará enormemente la prueba ante un hipotético robo. Aunque es obvio que una solución como la comentada no es viable para el contrato de cajas de seguridad pues chocaría con el objetivo de reserva que persigue el cliente, sí es significativo que el legislador haya afrontado el problema en la norma reguladora del negocio, aun siendo un supuesto de mucha menor dificultad probatoria, a todas luces, que el que ahora estamos analizando, lo que viene a demostrar que, en determinados casos, el incremento de la seguridad jurídica bien merece un esfuerzo legislativo.  
[23] Tampoco se puede olvidar como en el sector asegurador, ante la existencia de controversias en torno a la preexistencia de los objetos “siniestrados”, las decisiones judiciales se han mostrado favorables a “rebajar” la onerosidad de tal carga probatoria, lo que ha sido expresamente citado en algún caso para justificar la aplicación de tal “solución” en el contrato de cajas de seguridad: “(…) resulta aplicable por analogía al presente caso la doctrina jurisprudencial sobre la preexistencia en el contrato de seguro y, en definitiva, cabe afirmar que la exigencia de probanza en orden a la existencia anterior de los efectos sustraídos no debe ser rígida, sobre todo, por la dificultad que presenta la prueba en estos supuestos, ya que el hecho generador de la reclamación es la sustracción de los objetos y, por tanto, no se hallan en poder del reclamante y tampoco existe la obligación de presentar una lista detallada de los objetos que van a introducirse en la caja de seguridad. La Sala estima probado que los objetos pertenecían a la reclamante, bien por haberlos adquiridos personalmente, bien por haberlos recibido como regalo de su marido y que el día de la sustracción estaban en su poder, como puede desprenderse de la tenencia de las facturas y, sentado ello, no puede tacharse de ilógica la conclusión de que las joyas se encontraban en la caja de seguridad en el momento del robo”. SAP de Huelva, sección primera, de 5 de junio de 2002 (JUR 2002/269513).
[24] Cuando es obvio que, en la cuantificación del daño, habría de incluirse, ex artículo 1106 del Código civil, tanto el lucro cesante (especialmente relevante en el supuesto de que el afectado dedicara la caja a albergar bienes que le sirviesen para su actividad profesional o empresarial) en caso de ser acreditado, e incluso, en el supuesto de que se tratase de numerario (aunque esto es más discutible), los intereses que esa suma hubiese devengado desde la fecha del robo. En el mismo sentido HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 427 y 428 y, en relación con la procedencia de computar el lucro cesante aunque matizándolo cuando el cliente tenga la consideración de consumidor, en cuyo caso nunca procedería, QUICIOS MOLINA, S. Ob. Cit., pp. 179 y 180. Algunos bancos, conscientes de esta posibilidad, intentan limitar su responsabilidad acotando el concepto indemnizatorio con curiosas cláusulas como la que sigue: “(…) en el caso de que, por cualquier motivo, la compañía de seguros o, en su caso, el Banco, vinieran obligados a satisfacer una indemnización al/los usuarios, ésta será fijada en función del daño objetivamente producido, exclusión hecha del perjuicio moral y lucro cesante.”    
[25] En nuestra opinión no cabe duda de que la indemnización a satisfacer por la entidad de crédito habría de comprender los daños morales causados al cliente, especialmente en aquellos supuestos en que el valor material del objeto es ciertamente escaso como para tenerlo cobijado en una caja de seguridad, lo que vendría a demostrar, indirectamente, que los motivos que mueven a su propietario para tenerlo allí custodiado son otros distintos a los puramente económicos. También el hecho de que el bien, al margen de su relevante valor material, haya pertenecido durante generaciones a la familia del cliente o cuente con representaciones gráficas o escritas que tengan que ver con la vida del mismo, suponen elementos a favor de apreciar la existencia de un valor sentimental que, obviamente, habrá de compensarse en sus debidos términos. En este sentido se manifiesta HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 428 a 432, quien, tras afirmar que el daño al contenido de una caja de seguridad provoca al titular de la misma un perjuicio no sólo a sus intereses económicos sino también a sus “derechos de la personalidad”, combate la teoría que intentaba circunscribir el resarcimiento de los daños morales únicamente al ámbito de la responsabilidad extracontractual y considera nulas, por contrarias a los artículos 1102 y 1107.2 del Código civil español, y, en particular, si el cliente fuese consumidor, a lo preceptuado en los arts. 82.1 y 86.2 del TRLGDCU, a todas aquellas cláusulas que intentan excluir de una eventual indemnización a los daños morales ocasionados al cliente. Como ejemplo: “En el caso de que, por cualquier motivo, el Banco viniera obligado a satisfacer una indemnización al Cliente, será ésta fijada en función del daño objetivamente producido, exclusión hecha del perjuicio moral y, en todo caso, con un límite máximo fijado en UN MILLON (1.000.000) de pesetas, o su equivalente en EURO”. En el mismo sentido se pronuncia, poniendo como ejemplo otras cláusulas similares, GÁLVEZ DOMÍNGUEZ, E. Ob. Cit., p. 225. En derecho comparado existen más dificultades para obtener esa reparación, dada la tesis del Codice civile (art. 2059), que limita la reparación por daño moral a aquellos casos expresamente recogidos en la ley, y el parágrafo 253 de la BGB, que se pronuncia básicamente en los mismos términos. Sin embargo, en Francia, ya se mostraba favorable a la inclusión de semejante concepto VALERY, J. Traité de la location des cofres-forts, París, 1926, pp. 89 y 90, existiendo decisiones judiciales en tal sentido como la explicitada por la sentencia del Tribunal d´Instance de Saint Etienne Canton Sud Est de 19 de marzo de 1996 (citada por HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., p. 432, npp. 133), que concede al cliente perjudicado una indemnización de 1000 francos en concepto de daños morales ocasionados por la pérdida de ciertos documentos y fotografías que se encontraban ubicados en el interior del compartimento. Asimismo, en Portugal, la legislación civil es mucho menos restrictiva que la italiana y la alemana, como se evidencia con el tenor literal del artículo 496.1 del Código Civil portugués: “Na fixação da indemnização deve atender-se aos danos não patrimoniais que, pela sua gravidade, mereçam a tutela do direito”, y es reforzado, en el caso de que el usuario de la caja sea considerado consumidor strictu sensu, por el artículo 12.4 de la Lei 24/96 de 31 de Julho, que estabelece o regime legal aplicável à defesa dos consumidores, que señala que “sem prejuízo do disposto no número anterior (plazos de caducidad), o consumidor tem direito à indemnização dos danos patrimoniais e não patrimoniais resultantes do fornecimento de bens ou prestações de serviços defeituosos”. En nuestra jurisprudencia también ha habido ya pronunciamientos favorables a admitir como resarcible, en caso de robo de cajas de seguridad, el valor sentimental que el cliente daba a los bienes sustraídos; así, la SAP de Huelva, sección 1ª, de 5 de junio de 2002 (JUR 2002/269513): “No habiendo desarrollado la parte demandante actividad probatoria alguna en ese sentido, debe partirse del precio de adquisición de las joyas, es decir, el de 3.953.928 pesetas, si bien debe aceptarse, a la vista del número y antigüedad de los objetos, así como su procedencia y el valor sentimental que, sin duda, alguna de las piezas tendría para la demandante, incrementar, tal y como se solicita en la demanda, el importe en un 10% en concepto de daño moral, de lo cual resulta una cantidad definitiva de 4.349.321 pesetas”.  No resulta sin embargo válida, siquiera como referencia, la SAP de Cádiz, sección 8ª, de 15 de febrero de 2002 (JUR 2002/115186), pues, a pesar de ser citada en tal sentido por algún autor (HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., p. 428, npp. 129), la decisión hace alusión al robo de unas joyas en una caja fuerte de un hotel y el daño moral que se reconoce no tiene como base el valor sentimental que dichos bienes tenían para el cliente, sino las molestias que sufrió éste en su viaje de placer: “En el presente caso, debemos tener en cuenta la angustia, tensiones y sinsabores que un episodio como el vivido por la reclamante crea en cualquier persona, de tal manera que convierte en infierno lo que estaba previsto que fuera un viaje de placer. Por ello, esta Sala considera totalmente ajustada y moderada la suma de cien mil pesetas que en tal concepto de daño moral reclama la actora”.
[26] HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 432 y 433 también es partidaria de cuantificar la ruptura del secreto dentro del montante total de la indemnización a satisfacer por la entidad de crédito, conceptuándola como uno más de los daños morales que se le inflingen al cliente a consecuencia de la apertura ilegítima de la caja de seguridad.
[27] Habría que recordar, además, que la institución de crédito no podría recurrir a la inserción de cláusulas que invirtiesen en contra del cliente esa carga de la prueba al resultar éstas nulas por abusivas ex art. 82.4d del TRLGCU. Ni siquiera serían “válidas” aquellas cláusulas que, de manera más sutil, se limitasen a exonerar al empresario de la prueba de los hechos que habitualmente le corresponde acreditar sin repercutirla, al menos directamente, en el consumidor. Ver, a este respecto, MINGO BASAÍL, M. L., y DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ I., “Comentario a la Disposición Adicional 1ª, 6 (cláusula 19)”, en MENÉNDEZ MENÉNDEZ, A., y DÍEZ-PICAZO Y PONCE DE LEÓN, L. (dir.), Comentarios a la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación,  Madrid, 2002, pp. 1217 a 1227.    
[28] Papanti-Pelletier suaviza el onus probandi del banco al sostener que éste no se verá obligado a acreditar fehacientemente la ausencia de los bienes que el cliente ha declarado como presentes en la caja sino que le bastará con exponer una serie de elementos que hagan surgir “dudas razonables” en el juez al respecto, conservando la institución, entonces, la misma posición de favor probatorio que tenía. En PAPANTI-PELLETIER, P., Casette di sicurezza e responsabilitá del banchiere, Milán, 1988, p. 92. En el mismo sentido HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 411 y 412, quien defiende que esa duda judicial inducida bastará para, bien desestimar la demanda por falta de pruebas, bien rebajar el quantum de la indemnización solicitada, poniendo como ejemplo jurisprudencial de esto último la SAP de Lugo, de 9 de mayo de 1997 (reproducida en Revista General del Derecho, nº. 646-647, julio-agosto, 1998, pp. 10339 y 10340) y la reducción que ésta opera de 5.000.000 de pesetas a únicamente 500.000 en base a una ponderación efectuada a la luz de la extracción que el banco, indebidamente, facilitó al heredero del cotitular fallecido. Explica la autora que con este “sistema”, más que invertirse la carga de la prueba lo que se consigue es que sea el banco el que haya de contraprobar el hecho indicio o hecho presunto o el enlace preciso y directo entre el primero y el segundo que la parte beneficiaria de la presunción ha tenido primero que acreditar, de tal forma que no podría hablarse en ningún caso de una verdadera inversión del onus probandi.
[29] Así, de la misma forma que la jurisprudencia ha utilizado, en ciertos contratos y ante concretas pretensiones indemnizatorias, presunciones contrarias a la habitual presencia de los bienes reclamados en campings o garajes, como evidencian la SAP de Gerona, sección 2ª, de 10 de marzo de 1999 (Act. Civ. 1999/822), que excluye la posibilidad de que los campistas guarden en sus caravanas joyas u objetos de valor, y la SAP de Barcelona, sección 4ª, de 10 de marzo de 1999 (Act. Civ. 1999/826), que rechazaba la presencia de objetos de valor en un vehículo estacionado en el aparcamiento, no vemos por qué, en el presente caso, y contrario sensu, no puede jugar a favor del usuario de una caja de seguridad la obvia presunción de que dicho compartimento tiene como objetivo natural el cobijo de bienes de indudable valor, bien sea material, sentimental o estratégico. En parecido sentido HUERTA VIESCA, M. I., Ob. Cit., pp. 413 y 414, quien hace una interesantísima referencia al concepto de “pautas de normalidad”, que también jugaría, en este caso, sin duda en favor de los intereses del cliente; así, cita la SAP de Valencia, sección 7, de 11 de abril de 2000 (AC 2000/1197), que rechazó una pretensión en base a que el volumen del objeto que se decía sustraído de un vehículo difícilmente podía haberse acomodado en el mismo por exceder de su capacidad de carga, o la SAP de Barcelona, sección 1, de 12 de septiembre de 2002 (Act. Civ. 2003/116), que entendió que era razonable la presencia de ropa en el maletero del vehículo al encontrarse de viaje su propietario. Es evidente que la aplicación de las “pautas de normalidad” en el contrato de cajas de seguridad beneficiaría enormemente a sus usuarios al poder entenderse que, en buena lógica, y una vez acreditada la propiedad de determinados bienes de valor, los mismos habrían de encontrarse guardados en la caja que se tenía contratada y no, por ejemplo, en el domicilio particular, lo cual, ante un eventual robo, facilitaría enormemente el cobro de la indemnización solicitada.  A este respecto es significativa la SAP de Castellón, sección 1ª, de 29 de septiembre de 1993 (AC 1993/1738), que, en relación con una reclamación planteada contra una empresa de construcción al haber facilitado la colocación de sus andamios la realización del robo que da origen a la controversia, señala que los bienes que se reputan sustraídos son, en efecto, “los que comúnmente suelen tenerse en el domicilio familiar, no en cajas de seguridad”, por lo que, en buena lógica, bien podría ser interpretada a la inversa para legitimar la presunción de la presencia de bienes de elevado valor en el interior de los susodichos compartimentos.